Islandia tiene una de las legislaciones más estrictas del mundo sobre nombres, nacida hace un siglo para proteger la lengua y el sistema patronímico. Aunque la regulación se ha ido relajando a medida que la sociedad se ha hecho más diversa, cada vez más voces piden revisarla si no eliminarla del todo. Los padres no pueden llamar a sus hijos como les plazca. Deben elegir de una lista previamente autorizada –unos 2.500 nombres por género–, y los innovadores tienen que pedir un permiso incierto al polémico comité. También los apellidos están rígidamente regulados y son una rareza. La mayoría de los islandeses llevan el nombre de pila de su padre o madre, con el sufijo son (hijo) o dottir (hija). En 1913, como hacían los vecinos nórdicos, Islandia autorizó la adopción de apellidos, pero acabó reculando y los prohibió. Sólo pudieron mantenerlo –y transmitirlo– quienes ya lo tenían. Las clases altas, esencialmente.