CUENTOS COMPLETOS - Truman Capote

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En las afueras donde vivía la gente pobre, cerca de la hilandería, las familias se apretujaban por las noches y contaban cuentos para olvidarse del frío. En el campo los granjeros cubrían sus plantas delicadas con sacos de yute y luego rezaban. Algunos aprovecharon el clima para sacrificar sus cerdos y llevar al pueblo salchichas frescas. Mr. R. C. Judkins, nuestro borracho local, se disfrazó con un traje rojo e hizo de Santa Claus en un almacén. Judkins era padre de una familia numerosa, de modo que todos se alegraron al verlo suficientemente sobrio para ganarse un dólar. Hubo muchos actos en la parroquia, y en uno de ellos Mr. Marshall se encontró frente a frente con Rufus McPherson. Hubo intercambio de palabras pero no de golpes.

Como ya dije, Appleseed vivía en una granja, a kilómetro y medio de Indian Branches, es decir, estaba a unos cinco kilómetros del pueblo. Sin embargo, a pesar del frío, iba al Valhalla todos los días y se quedaba hasta la hora de cerrar, cuando ya era de noche, pues los días se habían vuelto más cortos. En ocasiones se iba con el capataz de la hilandería, pero eso sucedía rara vez. Se le veía cansado, tenía arrugas de preocupación en las comisuras de la boca; siempre tenía frío y temblaba mucho; no creo que usara ropa de abrigo bajo el jersey rojo y el pantalón azul.

Tres días antes de Navidad anunció de improviso:

—Bien, ya he terminado. Sé cuánto hay en la botella. —Lo dijo de forma tan absolutamente segura y solemne que era difícil ponerlo en duda.

—¡Cómo! ¿A ver? No, espera un momento, hijo. —Hamurabi estaba presente—. Es imposible que lo sepas, te equivocas si lo crees: sólo tendrás un disgusto.

—No me sermonee, Mr. Hamurabi. Sé lo que me hago. Una señora de Louisiana me dijo...

—Sí, sí, sí, pero debes olvidarlo. Yo que tú me iría a casa, me estaría tranquilo y me olvidaría de la maldita botella.

—Esta noche mi hermano va a tocar el violín en una boda en Ciudad Cherokee y me va a dar el dinero —dijo con terquedad Appleseed—. Mañana apostaré.

Cuando Appleseed y Middy llegaron al día siguiente, me sentí emocionado. Tenía, en efecto, la moneda de veinticinco centavos cosida al pañuelo rojo que llevaba en la cabeza. Deambularon ante las vitrinas, tomados de la mano, intercambiando murmullos para ver qué adquirían. Finalmente se decidieron por una botella de loción de gardenia del tamaño de un dedal. Middy la abrió de inmediato y vació en su pelo casi todo el contenido.


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—Huelo como... ¡Virgen María, no había olido nada tan dulce! Appleseed, déjame ponerte un poco en el pelo. —Pero él no se dejó.

Mr. Marshall sacó la libreta donde llevaba las apuestas; mientras tanto, Appleseed trepó a la fuente y acarició la botella. Sus ojos brillaban y sus mejillas estaban rojas de excitación. Casi todos los que estaban en el Valhalla se le acercaron. Middy se quedó al fondo, en silencio, rascándose una pierna y oliendo la loción. Hamurabi no estaba.

Mr. Marshall lamió la punta de su lápiz y sonrió:

—Bueno, hijo, ¿qué dices?

Appleseed respiró hondo.

—Setenta y siete dólares y treinta y cinco centavos —espiró.

Era original escoger una cifra tan irregular; normalmente las apuestas eran cifras redondas. Mr. Marshall repitió la cifra solemnemente mientras la anotaba.

—¿Cuándo sabré si he ganado?

—En Nochebuena —dijo alguien.

—Es mañana, ¿no?

—Sí, claro que sí —dijo Mr. Marshall, en tono neutro—. Ven a las cuatro.

Por la noche el termómetro descendió aún más, y hacia la madrugada hubo una de esas lluvias rápidas que parecen tormentas de verano; así, el día siguiente amaneció despejado y muy frío. El pueblo parecía la tarjeta postal de un escenario nórdico, con carámbanos que brillaban blanquísimos en los árboles y flores de escarcha que cubrían todas las ventanas. Mr. R. C. Judkins se levantó temprano, sin motivo aparente, y recorrió las calles haciendo sonar una campana para la cena; de vez en cuando se detenía a tomar un trago de la pinta de whisky que llevaba en el bolsillo. Como no hacía viento, el humo se alzaba perezoso en las chimeneas hacia un cielo todavía congelado, quieto. A media mañana el coro presbiteriano estaba en pleno apogeo y los chicos del pueblo (con máscaras terroríficas, como en la víspera de Todos los Santos) se perseguían incansablemente alrededor de la plaza con tremendo alboroto.



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Hamurabi llegó al mediodía para ayudarnos a arreglar el Valhalla. Había comprado en el camino una rolliza bolsa de castañas que comimos entre los dos, arrojando las cáscaras a una estufa barrigona recién instalada en medio de la sala (un regalo que Mr. Marshall se había hecho a sí mismo). Entonces mi tío cogió la botella, la limpió bien y la colocó en una mesa situada en un lugar prominente. Después no fue de gran ayuda, pues se pasó horas atando y desatando una raída cinta verde en torno a la botella. Hamurabi y yo tuvimos que hacer lo demás: fregamos el suelo, limpiamos los espejos y las vitrinas y colocamos guirnaldas verdes y rojas de papel crepé de pared a pared. Cuando terminamos, el local tenía un aspecto sumamente refinado y elegante, pero Hamurabi contempló nuestra obra con tristeza y dijo:

—Bueno, creo que es mejor que me vaya.

—¿No te quedas? —preguntó Mr. Marshall, muy asombrado.

—No, no —dijo Hamurabi, negando con la cabeza—. No quiero ver la cara de ese niño. Estamos en Navidad y tengo intenciones de pasar un rato alegre; no podría con eso en la conciencia. ¡Diablos!, no podría ni dormir.

—Como quieras —dijo Mr. Marshall, encogiéndose de hombros, pero era obvio que estaba ofendido—. Así es la vida y, quién sabe, tal vez gane.

Hamurabi suspiró desolado:

—¿Cuánto ha dicho?

—Setenta y siete dólares con treinta y cinco centavos —dije.

—Es fantástico. —Hamurabi se sentó en una silla junto a Mr. Marshall, cruzó las piernas y encendió un cigarrillo—. Si hay chocolatinas Baby Ruth me comería una, tengo la boca amarga.

Nos quedamos los tres en la mesa, y a medida que avanzaba la tarde nos fuimos sintiendo cada vez más tristes. Apenas cruzamos palabra. Cuando los chicos se alejaron de la plaza del juzgado el único sonido provino del reloj que tañía las horas en el campanario. El Valhalla estaba cerrado, pero la gente no dejaba de pasar ni de asomarse por el ventanal. A las tres Mr. Marshall me dijo que abriera la puerta.

En veinte minutos el sitio quedó atestado. Todo el mundo iba endomingado y el aire se impregnó de un aroma dulce, pues las chicas de la hilandería se habían perfumado con vainilla.


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Había gente apoyada en la pared, subida a la fuente, apretujada como podía; pronto la multitud se extendió a la acera y a la calle. La plaza estaba circundada de camionetas y Fords modelo T en los que habían venido los granjeros y sus familias. Menudeaban las risas, los gritos, las bromas (algunas damas se quejaron de las groserías y los burdos modales de los muchachos, pero nadie se fue). En la entrada lateral había una pandilla de chicos de color; parecían ser los más divertidos.

Todo el mundo trataba de sacarle el mayor provecho al acontecimiento, y es que aquí todo está siempre tan tranquilo: no suelen pasar cosas. No me equivoco si digo que todo el condado de Wachata estaba presente, salvo los inválidos y Rufus McPherson. Entonces busqué a Appleseed y no lo encontré por ningún lado.

Mr. Marshall se abrió paso y dio una palmada de atención.

Esperó hasta que se hizo el silencio y el ambiente estuvo apropiadamente tenso, alzó su voz como un subastador y dijo: —Escuchen todos, en este sobre que ven en mi mano —sostenía un sobre manila sobre su cabeza—, bien, ahí está la
respuesta
que hasta ahora sólo conocen Dios y el First National Bank, ja, ja, ja. Y en este libro —lo alzó con la otra mano— tengo escritas sus apuestas. ¿Alguna pregunta? —Un silencio absoluto—. Bien. Veamos, necesitaríamos un voluntario...

No hubo alma que se moviera un centímetro, fue como si una espantosa timidez se apoderara de la multitud, incluso los más fanfarrones del lugar se limitaron a arrastrar los pies, intimidados. Luego una voz aulló. Pertenecía a Appleseed:

—Dejadme pasar..., apártese, por favor, señora. —Appleseed empujaba desde atrás. A su lado iban Middy y un muchacho larguirucho de ojos soñolientos, el hermano violinista, evidentemente. Appleseed iba vestido igual que siempre, pero se había frotado hasta hacer que su cara cobrara una rosácea pulcritud. Tenía las botas lustradas y el pelo peinado hacia atrás y engominado.

—¿Llegamos a tiempo? —jadeó.

Pero Mr. Marshall dijo:

—¿Conque tú deseas ser el voluntario?

Appleseed lo miró perplejo; luego asintió vigorosamente.

—¿Alguien tiene algo en contra de este joven?



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Como hubo absoluto silencio, Mr. Marshall dio el sobre a Appleseed, quien lo aceptó con tranquilidad. Se mordió el labio interior mientras lo examinaba un momento antes de rasgarlo.

A no ser por una tos ocasional o por el suave tintineo de la campana para la cena de Mr. R. C. Judkins, ningún sonido perturbaba la congregación. Hamurabi se apoyaba en la fuente, mirando al techo; Middy estaba embobada mirando por encima del hombro de su hermano; cuando éste empezó abrir el sobre dejó escapar un sofocado gritito.

Appleseed sacó una hoja de color rosa, la sostuvo como si fuera muy frágil y murmuró para sí mismo el mensaje escrito.

De repente, su rostro empalideció y las lágrimas brillaron en sus ojos.

—Vamos, muchacho, ¡habla! —exclamó alguien.

Hamurabi se adelantó y casi le arranca la hoja. Carraspeó y comenzó a leer hasta que su expresión cambió de la manera más cómica.

—¡Válgame Dios...! —dijo.

—¡Más fuerte!, ¡más fuerte! —exigió un coro molesto.

—¡Hatajo de miserables! —gritó furioso R. C. Judkins, que para entonces ya estaba bien entonado—, él olerá a gloria, pero yo huelo a chamusquina.

Súbitamente el aire se llenó de silbidos y abucheos.

El hermano de Appleseed se volvió con el puño en alto:

—A callar. A callar antes de que os parta la cabeza y os salgan chichones del tamaño de un melón, ¿entendido?

—¡Ciudadanos! —gritó el alcalde Mawes—, ciudadanos, oídme, estamos en Navidad..., Dios que...

Mr. Marshall subió a una silla y se puso a patear y dar palmadas hasta que se restableció un mínimo de orden. Cabe señalar que después se supo que Rufus McPherson había pagado a R. C. Judkins para que iniciara el revuelo. De cualquier forma, contenido el alboroto, aquel sobre quedó nada menos que en mi poder. Cómo, no lo sé.


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Sin pensar, grité:

—Setenta y siete dólares con treinta y cinco centavos.

Naturalmente, la emoción hizo que yo mismo tardara en captar el sentido de mis palabras. Al principio sólo era un número, pero el hermano de Appleseed lanzó un alarido triunfal y entonces me di cuenta. El nombre del ganador se propagó con rapidez, seguido de una llovizna de murmullos de admiración.

Daba lástima ver a Appleseed; lloraba como si estuviera herido de muerte, pero cuando Hamurabi lo alzó en hombros para que lo viera la multitud, se secó los ojos con las mangas del jersey y empezó a reír. R. C. Judkins gritó:

—¡Tramposo! —Pero fue ahogado por una ensordecedora ronda de aplausos.

Middy me tomó del brazo.

—Mis dientes —musitó—, ahora sí que voy a tener dientes.

—¿Dientes? —dije, un poco aturdido.

—De los falsos —dijo ella—. Es lo que compraremos con el dinero, una hermosa y blanca dentadura postiza.

Pero en aquel momento sólo me interesaba averiguar cómo lo había sabido Appleseed.

—Dime... —le dije a Middy, desesperado—, por Dios bendito, dime cómo sabía que eran setenta y siete dólares con treinta y cinco centavos, exactos.

Middy me dirigió una mirada extraña.

—Vaya. Si ya te lo dijo él —respondió muy seria—. Contó las monedas.

—Sí, pero ¿cómo?, ¿cómo?

—¡Caray!, ¿es que no sabes contar?

—¿Y no hizo nada más?

—Bueno —dijo, después de un momento de reflexión—, también rezó un poquito. —Se dirigió hacia la puerta, luego se volvió y gritó—: Además, nació con una vuelta de cordón.

Y eso fue lo más cerca que estuvo nadie de resolver el misterio. A partir de entonces, si uno le preguntaba a Appleseed: «¿Cómo lo hiciste?», sonreía de un modo extraño y cambiaba de tema. Muchos años después se mudó con su familia a algún lugar de Florida, y no se volvió a saber de él.

Pero en nuestro pueblo su leyenda florece todavía. Mr. Marshall murió en abril pasado. Cada año, por Navidad, la escuela baptista le invitaba para que contara la historia de Appleseed en la clase de religión. En una ocasión, Hamurabi escribió a máquina una crónica y la envió a varias revistas. No se la publicaron. El director de una de ellas le escribió: «Si la chica se hubiera convertido en estrella de cine, tal vez su historia tendría interés.» Y esto no fue lo que sucedió, así que ¿para qué mentir?



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MIRIAN ( 1945 )




Desde hacía varios años Mrs. H. T. Miller vivía sola en un agradable apartamento (dos habitaciones y una cocina pequeña) de un viejo edificio de piedra recién rehabilitado, cerca del río Este. Era viuda: el seguro de Mr. H. T. Miller le garantizaba una cantidad razonable. Le interesaban pocas cosas, no tenía amigos dignos de mención y rara vez se aventuraba más allá del colmado de la esquina. Los otros habitantes del edificio parecían no reparar en ella: sus ropas eran anodinas; sus facciones, simples, discretas; no usaba maquillaje; llevaba el pelo gris acerado corto y ondulado sin mayor esmero, y en su último cumpleaños había cumplido sesenta y uno. Sus actividades rara vez eran espontáneas: mantenía inmaculados los dos cuartos, fumaba algún cigarrillo de vez en cuando, cocinaba ella misma y cuidaba del canario.

Entonces conoció a Miriam. Nevaba aquella noche. Después de secar los platos de la cena, hojeó un periódico vespertino y dio con el anuncio de una película en un cine de barrio. El título sonaba bien. Le costó trabajo ponerse su abrigo de castor, se anudó las botas impermeables y salió del apartamento. Dejó una luz encendida en el vestíbulo: nada le molestaba tanto como la sensación de oscuridad.

La nieve era fina, caía con suavidad, se disolvía en el pavimento. El viento del río sólo dejaba sentir su filo en las esquinas. Mrs. Miller se apresuró, abstraída, la cabeza inclinada, como un topo que cavara un camino ciego. Se detuvo en una farmacia y compró una caja de pastillas de menta.

Había bastante cola frente a la taquilla; se puso al final. Tendrían que esperar un poco (gruñó una voz cansada). Mrs. Miller hurgó en su bolso de cuero hasta que reunió el importe exacto de la entrada. La cola parecía que iba para largo; miró a su alrededor, buscando algo que la distrajera; de repente descubrió a una niña bajo el borde de la marquesina.

Su pelo era el más largo y extraño que había visto jamás: de un blanco plateado, como el de un albino; le caía hasta la cintura en franjas sueltas y uniformes. Era delgada, frágil. Su postura —los pulgares en los bolsillos de un abrigo de terciopelo ciruela hecho a medida— tenía una elegancia natural, peculiar.

Sintió una curiosa emoción, y cuando sus miradas se cruzaron, sonrió afectuosamente. La niña se le acercó: —¿Podría hacerme un favor?



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—Con mucho gusto, si está en mi mano —dijo Mrs. Miller.

—Oh, es bastante sencillo. Sólo quiero que me compre una entrada; si no, no me dejarán entrar. Tome. Tengo el dinero.

Y le tendió graciosamente dos monedas de diez centavos y una de cinco.

Entraron juntas en el cine. Una acomodadora las llevó al vestíbulo; faltaban veinte minutos para que terminara la película.

—Me siento como una auténtica delincuente —dijo Mrs. Miller en tono alegre; se sentó—. Quiero decir que esto es ilegal, ¿no? Espero no haber hecho nada malo. ¿Tu madre sabe que estás aquí, amor? Lo sabe, ¿no?

La niña guardó silencio. Se desabrochó el abrigo y lo dobló sobre su regazo. Llevaba un cursi vestidito azul oscuro; una cadena de oro pendía de su cuello; sus dedos, sensibles, como los de un músico, jugaban con ella. Al examinarla con mayor atención, Mrs. Miller decidió que su verdadero rasgo distintivo no era el pelo, sino los ojos: color avellana, firmes, nada infantiles, tan grandes que parecían consumirle el rostro.

Mrs. Miller le ofreció una pastilla de menta:

—¿Cómo te llamas?

—Miriam —dijo, como si, de un modo extraño, repitiera una información conocida.

—¡Vaya, qué curioso!, yo también me llamo Miriam. Y no es precisamente un nombre común. ¡No me digas que tu apellido es Miller!

—Sólo Miriam.

—¿No te parece curioso?

—Medianamente. —Miriam presionó la pastilla con su lengua.

Mrs. Miller se ruborizó. Se sentía incómoda; cambió de conversación.

—Tienes un vocabulario extenso para ser tan pequeña.

—¿Sí?

—Pues sí. —Cambió de tema precipitadamente—.



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¿Te gustan las películas?

—No sé —dijo Miriam—, no había venido nunca.

El vestíbulo se empezó a llenar de mujeres. Las bombas del noticiario explotaron a lo lejos. Mrs. Miller se levantó, presionando el bolso bajo su brazo.

—Más vale que me apresure a encontrar asiento —dijo—. Encantada de haberte conocido.

Miriam asintió apenas.

Nevó toda la semana. Las ruedas y los pies pasaban silenciosos sobre la calle; la vida era como un negocio secreto que perduraba bajo un velo tenue pero impenetrable. En aquella caída sosegada no había cielo ni tierra, sólo nieve que giraba al viento, congelando los cristales de las ventanas, enfriando los cuartos, mitigando, amortiguando la ciudad. Había que tener una luz encendida a todas horas. Mrs. Miller perdió la cuenta de los días: imposible distinguir el viernes del sábado; el domingo fue al colmado: cerrado, por supuesto.

Esa noche hizo huevos revueltos y un tazón de sopa de tomate. Luego, tras ponerse una bata de franela y desmaquillarse la cara, se acostó y se calentó con una bolsa de agua caliente bajo los pies. Leía el Times cuando sonó el timbre. Seguramente se trataba de un error; quienquiera que fuese enseguida se iría. Pero el timbre sonó y sonó hasta convertirse en un zumbido insistente. Miró el reloj: poco más de las once. No era posible; siempre se dormía a las diez.

Le costó trabajo salir de la cama; atravesó la sala con premura, descalza.

—Ya voy, ¡paciencia!

El cerrojo se había trabado, trató de moverlo a uno y otro lado, el timbre no paraba.

—¡Basta! —gritó.

El pasador cedió. Abrió la puerta unos centímetros.

—Por el amor de Dios, ¿qué...?

—Hola —dijo Miriam. —Oh..., vaya, hola. —Mrs. Miller dio unos pasos inseguros en el recibidor—. Si eres aquella niña.



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—Pensé que no iba a abrir nunca, pero no he soltado el botón. Sabía que estaba en casa. ¿No se alegra de verme?

No supo qué decir. Vio que Miriam llevaba el mismo abrigo de terciopelo ciruela y una boina del mismo color. Su cabello blanco había sido peinado en dos trenzas brillantes con enormes moños blancos en las puntas.

—Ya que me he esperado tanto, al menos déjeme entrar —dijo.

—Es tardísimo...

Miriam la miró inexpresivamente:

—¿Y eso qué importa? Déjeme entrar. Hace frío aquí fuera y llevo un vestido de seda. —Con un gracioso ademán hizo a un lado a Mrs. Miller y entró en el apartamento.

Dejó su abrigo y su boina en una silla. Era verdad que llevaba un vestido de seda. De seda blanca. Seda blanca en febrero. Mangas largas y una falda hermosamente plisada que producía un susurro mientras ella se paseaba por la habitación.

—Me gusta este sitio —dijo—, me gusta la alfombra, mi color favorito es el azul. —Tocó una rosa de papel en el florero de la mesa de centro—: Imitación —comentó con voz lánguida—, qué triste. ¿Verdad que son tristes las imitaciones? —Se sentó en el sofá, extendiendo su falda con delicadeza.

—¿Qué quieres? —preguntó Mrs. Miller.

—Siéntese —dijo Miriam—, me pone nerviosa ver a la gente de pie.

Se dejó caer en un taburete.

—¿Qué quieres? —repitió.

—¿Sabe?, creo que no se alegra de verme.

Por segunda vez carecía de respuesta; su mano se movió en un vago ademán. Miriam rió y se arrellanó sobre una pila de cojines lustrosos. Mrs. Miller advirtió que la niña no era tan pálida como recordaba; sus mejillas estaban encendidas.

—¿Cómo has sabido dónde vivía?

Miriam frunció el entrecejo.



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—Eso es lo de menos. ¿Cuál es su nombre?, ¿cuál es el mío?

—Pero si no estoy en la guía telefónica.

—Ah. ¿No podemos hablar de otra cosa?

—Tu madre debe de estar loca para dejar que una niña como tú vaya por ahí a cualquier hora de la noche, y con esa ropa tan ridícula. Le debe faltar un tornillo.

Miriam se levantó y fue a un rincón donde colgaba de una cadena una jaula encapuchada. Atisbo bajo la cubierta.

—Es un canario —dijo—. ¿Puedo despertarlo? Me gustaría oírlo cantar.

—Deja en paz a Tommy —contestó ansiosa—. No te atrevas a despertarlo.

—De acuerdo —dijo Miriam—, aunque no veo por qué no puedo oírlo cantar. —Y luego—: ¿Tiene algo de comer? ¡Me muero de hambre! Aunque sólo sea pan con mermelada y un vaso de leche.

—Mira —Mrs. Miller se levantó del taburete—, mira, si te hago un buen bocadillo, ¿te portarás bien y te irás corriendo a casa? Seguro que es más de medianoche.

—Está nevando —le echó en cara Miriam—. Hace frío y está oscuro.

Mrs. Miller trató de controlar su voz:

—No puedo cambiar el clima. Si te preparo algo de comer, prométeme que te irás.

Miriam se frotó una trenza contra la mejilla. Sus ojos estaban pensativos, como si sopesaran la propuesta. Se volvió hacia la jaula.

—Muy bien —dijo—. Lo prometo.

¿Cuántos años tiene? ¿Diez? ¿Once? En la cocina, Mrs. Miller abrió un frasco de mermelada de fresa y cortó cuatro rebanadas de pan. Sirvió un vaso de leche y se detuvo a encender un cigarrillo. ¿ Y por qué ha venido?
Su mano tembló al sostener la cerilla, fascinada, hasta que se quemó el dedo. El canario cantaba. Cantaba como lo hacía por la mañana y a ninguna otra hora.

—¿Miriam? —gritó—, Miriam, te he dicho que no molestes a Tommy.



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No hubo respuesta. Volvió a llamarla; sólo escuchó al canario. Inhaló el humo y descubrió que había encendido el filtro... Atención, tenía que dominarse.

Entró la comida en una bandeja y la colocó en la mesa de centro. La jaula aún tenía puesta la capucha. Y Tommy cantaba. Tuvo una sensación extraña.

No había nadie en el cuarto. Atravesó el gabinete que daba a su dormitorio; se detuvo en la puerta a tomar aliento.

—¿Qué haces? —preguntó.

Miriam la miró; sus ojos tenían un brillo inusual. Estaba de pie junto al buró, y tenía delante un joyero abierto. Examinó a Mrs. Miller unos segundos, hasta que sus miradas se encontraron, y sonrió.

—Aquí no hay nada de valor —dijo—, pero me gusta esto. —Su mano sostenía un camafeo—. Es precioso.

—¿Y si lo dejas en su sitio...? —De pronto sintió que necesitaba ayuda. Se apoyó en el marco de la puerta. La cabeza le pesaba de un modo insoportable; sentía la presión rítmica de sus latidos. La luz de la lámpara parecía a punto de desfallecer.

—Por favor, niña..., es un regalo de mi marido...

—Pero es hermoso y lo quiero yo —dijo Miriam—. Démelo.

Se incorporó, esforzándose en formular una frase que de algún modo pusiera el broche a salvo; entonces se dio cuenta de algo en lo que no había reparado desde hacía mucho: no tenía a quien recurrir, estaba sola. Este hecho, simple y enfático, la aturdió completamente; sin embargo, en esa habitación de la silenciosa ciudad nevada había algo que no podía ignorar ni (lo supo con alarmante claridad) resistir.

Miriam comió vorazmente; cuando se terminó el pan con mermelada y la leche, sus dedos se movieron sobre el plato como telarañas en busca de migajas. El camafeo refulgía en su blusa, el rubio perfil parecía un falso reflejo de quien lo llevaba.

—Estaba buenísimo —asintió—, ahora sólo faltaría un pastel de almendra o de cereza. Los dulces son deliciosos, ¿no cree?

Mrs. Miller se mantenía en precario equilibrio sobre el taburete, fumando un cigarrillo. La red del pelo se le había ido ladeando y le asomaban mechones hirsutos. Tenía los ojos estúpidamente concentrados en nada; las mejillas con manchas rojas, como si una violenta bofetada le hubiera dejado marcas perdurables.


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