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A SANGRE FRÍA - Truman Capote
Esta crónica del novelista estadounidense Truman Capote, publicada en 1966, es un largo y detallado documental acerca de un múltiple asesinato y de la captura y confesión de sus autores, así como de su condena y ahorcamiento seis años después. Capote, a quien siempre le gustó representar el papel de mascota histriónica ante la prensa y la alta sociedad norteamericanas, se autoproclamó muchas veces como el escritor vivo más importante del mundo y como el creador de un género literario: la non-fiction novel ("novela de no-ficción" o "novela periodística").
Truman Capote
Mezcla de la inventiva del reportaje verídico con la inventiva de la ficción, A sangre fría es una seductora versión de los asesinatos cometidos por dos sociópatas en el estado de Kansas. El 15 de noviembre de 1959, en Holcomb, un pueblecito de Kansas, los cuatro miembros de la familia Clutter (un agricultor, su esposa y dos hijos) fueron salvajemente asesinados en su casa. Los crímenes en apariencia carecían de cualquier motivo, y no había ninguna pista clara para encontrar a los asesinos.
Capote, al conocer la noticia, decidió investigar por su cuenta las circunstancias que perturbaron la tranquilidad de aquella casa la noche del 14 de noviembre. Pasó seis años escuchando: cientos de entrevistas a vecinos, a los policías encargados del caso, a los amigos íntimos de la familia Clutter; en total, más de seis mil folios de información. Finalmente se detuvo a los culpables: dos jóvenes estafadores y pequeños ladrones, Dick Hickock, de veintiocho años y Perry Smith, de treinta y uno. Cuando los asesinos fueron atrapados y encarcelados, la amistad que entabló con ellos le permitió ejecutar una detallada reconstrucción de sus vidas. El 14 de abril de 1965, Perry Smith y Dick Hickock fueron ahorcados, tras haber sido declarados culpables de linchar a una familia cuya fortuna no llegaba a los 50 dólares.
Fotogramas de A sangre fría (1967),
filme basado en la obra de Truman Capote
A sangre fría permaneció más de seis meses en la lista de los libros más vendidos del New York Times. Al autor le había llegado al fin su deseada celebridad, aunque, según confesó más tarde, por el precio de una experiencia traumática que marcaría su vida desde entonces.
Para Jack Dunphy y Harper Lee, con cariño y gratitud.
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AGRADECIMIENTOS
Todos los materiales de este libro que no derivan de mis propias observaciones han sido tomados de archivos oficiales o son resultado de entrevistas con personas directamente afectadas; entrevistas que, con mucha frecuencia, abarcaron un período considerable de tiempo. Como estos «colaboradores» están identificados en el texto, sería redundante nombrarlos; sin embargo, quiero expresar mi gratitud formal, ya que sin su paciencia y su cooperación, mi tarea hubiese sido imposible. Tampoco intentaré nombrar a todos los ciudadanos del condado de Finney que proporcionaron al autor una hospitalidad y una amistad que, aunque sus nombres no figuran en estas páginas, podré quizá corresponder, pero nunca pagar. Sin embargo, quisiera agradecer la ayuda de algunas personas cuya colaboración fue muy concreta: el doctor James McCain, presidente de la Universidad Estatal de Kansas; el señor Logan Sanford y el personal del Departamento de Investigaciones de Kansas; el señor Charles McAtee, director de Instituciones penales del estado de Kansas; el señor Clifford R. Hope, hijo, cuyo asesoramiento legal ha sido invalorable y finalmente, pero en realidad en primer lugar, el señor William Shawn, de The New Yorker, que me alentó a emprender esta tarea y cuyas opiniones me fueron tan útiles desde el principio hasta el final.
TRUMAN CAPOTE
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«Fréres humains qui aprés nous vivez, N'ayez les cuers contre nous enduréis, Car, se pitié de nous povres avez, Dieu en aura plus tost de vous meras.”
FRANCOIS VILLON Ballade des pendus
I - LOS ÚLTIMOS QUE LOS VIERON VIVOS
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El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman «allá». A más de cien kilómetros al este de la frontera de Colorado, el campo, con sus nítidos cielos azules y su aire puro como el del desierto, tiene una atmósfera que se parece más al Lejano Oeste que al Medio Oeste. El acento local tiene un aroma de praderas, un dejo nasal de peón, y los hombres, muchos de ellos, llevan pantalones ajustados, sombreros de ala ancha y botas de tacones altos y punta afilada. La tierra es llana y las vistas enormemente grandes; caballos, rebaños de ganado, racimos de blancos silos que se alzan con tanta gracia como templos griegos son visibles mucho antes de que el viajero llegue hasta ellos.
Holcomb también es visible desde lejos. No es que haya mucho que ver allí... es simplemente un conjunto de edificios sin objeto, divididos en el centro por las vías del ferrocarril de Santa Fe, una aldea azarosa limitada al sur por un trozo del río Arkansas, al norte por la carretera número 50 y al este y al oeste por praderas y campos de trigo. Después de las lluvias, o cuando se derrite la nieve, las calles sin nombre, sin árboles, sin pavimento, pasan del exceso de polvo al exceso de lodo. En un extremo del pueblo se levanta una antigua estructura de estuco en cuyo techo hay un cartel luminoso -BAILE-, pero ya nadie baila y hace varios años que el cartel no se enciende. Cerca, hay otro edificio con un cartel irrelevante, dorado, colocado sobre una ventana sucia: BANCO DE HOLCOMB. El banco quebró en 1933 y sus antiguas oficinas han sido transformadas en apartamentos. Es una de las dos «casas de apartamentos» del pueblo; la segunda es una mansión decadente, conocida como «el colegio» porque buena parte de los profesores del liceo local viven allí. Pero la mayor parte de las casas de Holcomb son de una sola planta, con una galería en el frente.
Cerca de la estación del ferrocarril, una mujer delgada que lleva una chaqueta de cuero, pantalones vaqueros y botas, preside una destartalada sucursal de correos. La estación misma, pintada de amarillo desconchado, es igualmente melancólica: El Jefe, El Superjefe y El Capitán pasan por allí todos los días, pero estos famosos expresos nunca se detienen. Ningún tren de pasajeros lo hace... sólo algún tren de mercancías. Arriba, en la carretera, hay dos gasolineras, una de las cuales es, además, una poco surtida tienda de comestibles, mientras la otra funciona también como café... el Café Hartman donde la señora Hartman, la propietaria, sirve bocadillos, café, bebidas sin alcohol y cerveza de baja graduación (Holcomb, como el resto de Texas, es «seco»).
Y, en realidad, eso es todo. A menos que se considere, como es debido, el Colegio Holcomb, un edificio de buen aspecto que revela un detalle que la apariencia de la comunidad, por otro lado, esconde: que los padres que envían a sus hijos a esta moderna y eficaz escuela (abarca desde jardinería hasta ingreso a la universidad y una flota de autobuses transporta a los estudiantes -unos trescientos sesenta- a distancias de hasta veinticinco kilómetros) son, en general, gente próspera. Rancheros en su mayoría, proceden de orígenes muy diferentes: alemanes, irlandeses, noruegos, mexicanos, japoneses. Crían vacas y ovejas, plantan trigo, sorgo, pienso y remolacha. La labranza es siempre un trabajo arriesgado pero al oeste de Kansas los labradores se consideran «jugadores natos», ya que cuentan con lluvias muy escasas (el promedio anual es de treinta centímetros) y terribles problemas de riego. Sin embargo, los últimos siete años no han incluido sequías. Los labradores del condado de Finney, del que forma parte Holcomb, han logrado buenas ganancias; el dinero no ha surgido sólo de sus granjas sino de la explotación del abundante gas natural, y la prosperidad se refleja en el nuevo colegio, en los confortables interiores de las granjas, en los elevados silos llenos de grano.
Hasta una mañana de mediados de noviembre de 1959, pocos americanos -en realidad pocos habitantes de Kansas- habían oído hablar de Holcomb.
A sangre fria - Truman Capote