A SANGRE FRÍA - Truman Capote

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A SANGRE FRÍA - Truman Capote


Esta crónica del novelista estadounidense Truman Capote, publicada en 1966, es un largo y detallado documental acerca de un múltiple asesinato y de la captura y confesión de sus autores, así como de su condena y ahorcamiento seis años después. Capote, a quien siempre le gustó representar el papel de mascota histriónica ante la prensa y la alta sociedad norteamericanas, se autoproclamó muchas veces como el escritor vivo más importante del mundo y como el creador de un género literario: la non-fiction novel ("novela de no-ficción" o "novela periodística").


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Truman Capote

Mezcla de la inventiva del reportaje verídico con la inventiva de la ficción, A sangre fría es una seductora versión de los asesinatos cometidos por dos sociópatas en el estado de Kansas. El 15 de noviembre de 1959, en Holcomb, un pueblecito de Kansas, los cuatro miembros de la familia Clutter (un agricultor, su esposa y dos hijos) fueron salvajemente asesinados en su casa. Los crímenes en apariencia carecían de cualquier motivo, y no había ninguna pista clara para encontrar a los asesinos.

Capote, al conocer la noticia, decidió investigar por su cuenta las circunstancias que perturbaron la tranquilidad de aquella casa la noche del 14 de noviembre. Pasó seis años escuchando: cientos de entrevistas a vecinos, a los policías encargados del caso, a los amigos íntimos de la familia Clutter; en total, más de seis mil folios de información. Finalmente se detuvo a los culpables: dos jóvenes estafadores y pequeños ladrones, Dick Hickock, de veintiocho años y Perry Smith, de treinta y uno. Cuando los asesinos fueron atrapados y encarcelados, la amistad que entabló con ellos le permitió ejecutar una detallada reconstrucción de sus vidas. El 14 de abril de 1965, Perry Smith y Dick Hickock fueron ahorcados, tras haber sido declarados culpables de linchar a una familia cuya fortuna no llegaba a los 50 dólares.



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Fotogramas de A sangre fría (1967),
filme basado en la obra de Truman Capote

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A sangre fría permaneció más de seis meses en la lista de los libros más vendidos del New York Times. Al autor le había llegado al fin su deseada celebridad, aunque, según confesó más tarde, por el precio de una experiencia traumática que marcaría su vida desde entonces.





Para Jack Dunphy y Harper Lee, con cariño y gratitud.

2

AGRADECIMIENTOS

Todos los materiales de este libro que no derivan de mis propias observaciones han sido tomados de archivos oficiales o son resultado de entrevistas con personas directamente afectadas; entrevistas que, con mucha frecuencia, abarcaron un período considerable de tiempo. Como estos «colaboradores» están identificados en el texto, sería redundante nombrarlos; sin embargo, quiero expresar mi gratitud formal, ya que sin su paciencia y su cooperación, mi tarea hubiese sido imposible. Tampoco intentaré nombrar a todos los ciudadanos del condado de Finney que proporcionaron al autor una hospitalidad y una amistad que, aunque sus nombres no figuran en estas páginas, podré quizá corresponder, pero nunca pagar. Sin embargo, quisiera agradecer la ayuda de algunas personas cuya colaboración fue muy concreta: el doctor James McCain, presidente de la Universidad Estatal de Kansas; el señor Logan Sanford y el personal del Departamento de Investigaciones de Kansas; el señor Charles McAtee, director de Instituciones penales del estado de Kansas; el señor Clifford R. Hope, hijo, cuyo asesoramiento legal ha sido invalorable y finalmente, pero en realidad en primer lugar, el señor William Shawn, de The New Yorker, que me alentó a emprender esta tarea y cuyas opiniones me fueron tan útiles desde el principio hasta el final.

TRUMAN CAPOTE




3



«Fréres humains qui aprés nous vivez, N'ayez les cuers contre nous enduréis, Car, se pitié de nous povres avez, Dieu en aura plus tost de vous meras.”

FRANCOIS VILLON Ballade des pendus




I - LOS ÚLTIMOS QUE LOS VIERON VIVOS



4


El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman «allá». A más de cien kilómetros al este de la frontera de Colorado, el campo, con sus nítidos cielos azules y su aire puro como el del desierto, tiene una atmósfera que se parece más al Lejano Oeste que al Medio Oeste. El acento local tiene un aroma de praderas, un dejo nasal de peón, y los hombres, muchos de ellos, llevan pantalones ajustados, sombreros de ala ancha y botas de tacones altos y punta afilada. La tierra es llana y las vistas enormemente grandes; caballos, rebaños de ganado, racimos de blancos silos que se alzan con tanta gracia como templos griegos son visibles mucho antes de que el viajero llegue hasta ellos.

Holcomb también es visible desde lejos. No es que haya mucho que ver allí... es simplemente un conjunto de edificios sin objeto, divididos en el centro por las vías del ferrocarril de Santa Fe, una aldea azarosa limitada al sur por un trozo del río Arkansas, al norte por la carretera número 50 y al este y al oeste por praderas y campos de trigo. Después de las lluvias, o cuando se derrite la nieve, las calles sin nombre, sin árboles, sin pavimento, pasan del exceso de polvo al exceso de lodo. En un extremo del pueblo se levanta una antigua estructura de estuco en cuyo techo hay un cartel luminoso -BAILE-, pero ya nadie baila y hace varios años que el cartel no se enciende. Cerca, hay otro edificio con un cartel irrelevante, dorado, colocado sobre una ventana sucia: BANCO DE HOLCOMB. El banco quebró en 1933 y sus antiguas oficinas han sido transformadas en apartamentos. Es una de las dos «casas de apartamentos» del pueblo; la segunda es una mansión decadente, conocida como «el colegio» porque buena parte de los profesores del liceo local viven allí. Pero la mayor parte de las casas de Holcomb son de una sola planta, con una galería en el frente.

Cerca de la estación del ferrocarril, una mujer delgada que lleva una chaqueta de cuero, pantalones vaqueros y botas, preside una destartalada sucursal de correos. La estación misma, pintada de amarillo desconchado, es igualmente melancólica: El Jefe, El Superjefe y El Capitán pasan por allí todos los días, pero estos famosos expresos nunca se detienen. Ningún tren de pasajeros lo hace... sólo algún tren de mercancías. Arriba, en la carretera, hay dos gasolineras, una de las cuales es, además, una poco surtida tienda de comestibles, mientras la otra funciona también como café... el Café Hartman donde la señora Hartman, la propietaria, sirve bocadillos, café, bebidas sin alcohol y cerveza de baja graduación (Holcomb, como el resto de Texas, es «seco»).

Y, en realidad, eso es todo. A menos que se considere, como es debido, el Colegio Holcomb, un edificio de buen aspecto que revela un detalle que la apariencia de la comunidad, por otro lado, esconde: que los padres que envían a sus hijos a esta moderna y eficaz escuela (abarca desde jardinería hasta ingreso a la universidad y una flota de autobuses transporta a los estudiantes -unos trescientos sesenta- a distancias de hasta veinticinco kilómetros) son, en general, gente próspera. Rancheros en su mayoría, proceden de orígenes muy diferentes: alemanes, irlandeses, noruegos, mexicanos, japoneses. Crían vacas y ovejas, plantan trigo, sorgo, pienso y remolacha. La labranza es siempre un trabajo arriesgado pero al oeste de Kansas los labradores se consideran «jugadores natos», ya que cuentan con lluvias muy escasas (el promedio anual es de treinta centímetros) y terribles problemas de riego. Sin embargo, los últimos siete años no han incluido sequías. Los labradores del condado de Finney, del que forma parte Holcomb, han logrado buenas ganancias; el dinero no ha surgido sólo de sus granjas sino de la explotación del abundante gas natural, y la prosperidad se refleja en el nuevo colegio, en los confortables interiores de las granjas, en los elevados silos llenos de grano.

Hasta una mañana de mediados de noviembre de 1959, pocos americanos -en realidad pocos habitantes de Kansas- habían oído hablar de Holcomb.

A sangre fria - Truman Capote







 
Truman Capote se moría de envidia por el éxito de su amiga "Harper Lee" con "Matar a un ruiseñor" pero se apoyó en ella para conseguir los testimonios de la gente del pueblo del crimen, que abominaban de ese homosexual de ciudad. Y más que abominaron cuando enfocó su novela intentando "comprender" el punto de vista de los asesinos, con uno de los cuales, Perry Smith, estableció una relación romántica entre rejas.

Sin Harper Lee, dificilmente Capote hubiese podido escribir esta novela, le dedicó la novela, no me había dado cuenta de ello.

Hay muchos crímenes que quedan en el olvido y gracias a Truman Capote, la matanza de la familia Clutter ha pasado a la historia. Pero es triste que para Capote fuesen casualmente las victimas, como podrían haber sido otras, los que tenían morbo eran los asesinos, claro. Naturalmente que no apoyo la sentencia de muerte de los asesinos porque rechazo la pena de muerte, creo que deberían haberse podrido en la cárcel, como la familia Manson y su cabecilla. Pero ni Manson tuvo un escritor famoso al servicio de la propagación de su "hazaña", como lo hizo Capote.

Eso sí, se descartó la idea de la matanza sin móvil que se creyó al principio. Al parecer, en la cárcel, uno de los criminales escuchó a un compañero de celda que habia trabajado de jornalero para el señor Clutter que éste guardaba 50.000 dólares en una caja fuerte. No encontraron más que 50 dólares pero por no dejar testigos se cargaron a la familia.

Desde entonces si ha habido y hay otros escritores que se han basado en hechos reales para narrar crímenes, eso hay que reconocerlo, pero la relación que Capote estableció con el asesino Smith, al que acompañó hasta la escalera del patíbulo, es para dar de comer aparte.

Y eso que Truman Capote, como escritor, me gusta mucho, tiene cuentos como "Crucero de verano", realmente sugerentes, por no hablar de "Desayuno en Tiffany´s". También "A sangre fría" es una gran crónica, pero no me gusta, por lo referido.
 
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A SANGRE FRÍA - Truman Capote

Esta crónica del novelista estadounidense Truman Capote, publicada en 1966, es un largo y detallado documental acerca de un múltiple asesinato y de la captura y confesión de sus autores, así como de su condena y ahorcamiento seis años después. Capote, a quien siempre le gustó representar el papel de mascota histriónica ante la prensa y la alta sociedad norteamericanas, se autoproclamó muchas veces como el escritor vivo más importante del mundo y como el creador de un género literario: la non-fiction novel ("novela de no-ficción" o "novela periodística").


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Truman Capote

Mezcla de la inventiva del reportaje verídico con la inventiva de la ficción, A sangre fría es una seductora versión de los asesinatos cometidos por dos sociópatas en el estado de Kansas. El 15 de noviembre de 1959, en Holcomb, un pueblecito de Kansas, los cuatro miembros de la familia Clutter (un agricultor, su esposa y dos hijos) fueron salvajemente asesinados en su casa. Los crímenes en apariencia carecían de cualquier motivo, y no había ninguna pista clara para encontrar a los asesinos.

Capote, al conocer la noticia, decidió investigar por su cuenta las circunstancias que perturbaron la tranquilidad de aquella casa la noche del 14 de noviembre. Pasó seis años escuchando: cientos de entrevistas a vecinos, a los policías encargados del caso, a los amigos íntimos de la familia Clutter; en total, más de seis mil folios de información. Finalmente se detuvo a los culpables: dos jóvenes estafadores y pequeños ladrones, Dick Hickock, de veintiocho años y Perry Smith, de treinta y uno. Cuando los asesinos fueron atrapados y encarcelados, la amistad que entabló con ellos le permitió ejecutar una detallada reconstrucción de sus vidas. El 14 de abril de 1965, Perry Smith y Dick Hickock fueron ahorcados, tras haber sido declarados culpables de linchar a una familia cuya fortuna no llegaba a los 50 dólares.



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Fotogramas de A sangre fría (1967),
filme basado en la obra de Truman Capote

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A sangre fría permaneció más de seis meses en la lista de los libros más vendidos del New York Times. Al autor le había llegado al fin su deseada celebridad, aunque, según confesó más tarde, por el precio de una experiencia traumática que marcaría su vida desde entonces.





Para Jack Dunphy y Harper Lee, con cariño y gratitud.

2

AGRADECIMIENTOS

Todos los materiales de este libro que no derivan de mis propias observaciones han sido tomados de archivos oficiales o son resultado de entrevistas con personas directamente afectadas; entrevistas que, con mucha frecuencia, abarcaron un período considerable de tiempo. Como estos «colaboradores» están identificados en el texto, sería redundante nombrarlos; sin embargo, quiero expresar mi gratitud formal, ya que sin su paciencia y su cooperación, mi tarea hubiese sido imposible. Tampoco intentaré nombrar a todos los ciudadanos del condado de Finney que proporcionaron al autor una hospitalidad y una amistad que, aunque sus nombres no figuran en estas páginas, podré quizá corresponder, pero nunca pagar. Sin embargo, quisiera agradecer la ayuda de algunas personas cuya colaboración fue muy concreta: el doctor James McCain, presidente de la Universidad Estatal de Kansas; el señor Logan Sanford y el personal del Departamento de Investigaciones de Kansas; el señor Charles McAtee, director de Instituciones penales del estado de Kansas; el señor Clifford R. Hope, hijo, cuyo asesoramiento legal ha sido invalorable y finalmente, pero en realidad en primer lugar, el señor William Shawn, de The New Yorker, que me alentó a emprender esta tarea y cuyas opiniones me fueron tan útiles desde el principio hasta el final.

TRUMAN CAPOTE




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«Fréres humains qui aprés nous vivez, N'ayez les cuers contre nous enduréis, Car, se pitié de nous povres avez, Dieu en aura plus tost de vous meras.”

FRANCOIS VILLON Ballade des pendus




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El pueblo de Holcomb está en las elevadas llanuras trigueras del oeste de Kansas, una zona solitaria que otros habitantes de Kansas llaman «allá». A más de cien kilómetros al este de la frontera de Colorado, el campo, con sus nítidos cielos azules y su aire puro como el del desierto, tiene una atmósfera que se parece más al Lejano Oeste que al Medio Oeste. El acento local tiene un aroma de praderas, un dejo nasal de peón, y los hombres, muchos de ellos, llevan pantalones ajustados, sombreros de ala ancha y botas de tacones altos y punta afilada. La tierra es llana y las vistas enormemente grandes; caballos, rebaños de ganado, racimos de blancos silos que se alzan con tanta gracia como templos griegos son visibles mucho antes de que el viajero llegue hasta ellos.

Holcomb también es visible desde lejos. No es que haya mucho que ver allí... es simplemente un conjunto de edificios sin objeto, divididos en el centro por las vías del ferrocarril de Santa Fe, una aldea azarosa limitada al sur por un trozo del río Arkansas, al norte por la carretera número 50 y al este y al oeste por praderas y campos de trigo. Después de las lluvias, o cuando se derrite la nieve, las calles sin nombre, sin árboles, sin pavimento, pasan del exceso de polvo al exceso de lodo. En un extremo del pueblo se levanta una antigua estructura de estuco en cuyo techo hay un cartel luminoso -BAILE-, pero ya nadie baila y hace varios años que el cartel no se enciende. Cerca, hay otro edificio con un cartel irrelevante, dorado, colocado sobre una ventana sucia: BANCO DE HOLCOMB. El banco quebró en 1933 y sus antiguas oficinas han sido transformadas en apartamentos. Es una de las dos «casas de apartamentos» del pueblo; la segunda es una mansión decadente, conocida como «el colegio» porque buena parte de los profesores del liceo local viven allí. Pero la mayor parte de las casas de Holcomb son de una sola planta, con una galería en el frente.

Cerca de la estación del ferrocarril, una mujer delgada que lleva una chaqueta de cuero, pantalones vaqueros y botas, preside una destartalada sucursal de correos. La estación misma, pintada de amarillo desconchado, es igualmente melancólica: El Jefe, El Superjefe y El Capitán pasan por allí todos los días, pero estos famosos expresos nunca se detienen. Ningún tren de pasajeros lo hace... sólo algún tren de mercancías. Arriba, en la carretera, hay dos gasolineras, una de las cuales es, además, una poco surtida tienda de comestibles, mientras la otra funciona también como café... el Café Hartman donde la señora Hartman, la propietaria, sirve bocadillos, café, bebidas sin alcohol y cerveza de baja graduación (Holcomb, como el resto de Texas, es «seco»).

Y, en realidad, eso es todo. A menos que se considere, como es debido, el Colegio Holcomb, un edificio de buen aspecto que revela un detalle que la apariencia de la comunidad, por otro lado, esconde: que los padres que envían a sus hijos a esta moderna y eficaz escuela (abarca desde jardinería hasta ingreso a la universidad y una flota de autobuses transporta a los estudiantes -unos trescientos sesenta- a distancias de hasta veinticinco kilómetros) son, en general, gente próspera. Rancheros en su mayoría, proceden de orígenes muy diferentes: alemanes, irlandeses, noruegos, mexicanos, japoneses. Crían vacas y ovejas, plantan trigo, sorgo, pienso y remolacha. La labranza es siempre un trabajo arriesgado pero al oeste de Kansas los labradores se consideran «jugadores natos», ya que cuentan con lluvias muy escasas (el promedio anual es de treinta centímetros) y terribles problemas de riego. Sin embargo, los últimos siete años no han incluido sequías. Los labradores del condado de Finney, del que forma parte Holcomb, han logrado buenas ganancias; el dinero no ha surgido sólo de sus granjas sino de la explotación del abundante gas natural, y la prosperidad se refleja en el nuevo colegio, en los confortables interiores de las granjas, en los elevados silos llenos de grano.

Hasta una mañana de mediados de noviembre de 1959, pocos americanos -en realidad pocos habitantes de Kansas- habían oído hablar de Holcomb.

A sangre fria - Truman Capote


Buenos días mi amor de amiga @pilou12, casi 17 meses nos contemplan --casi nada--, mis felicitaciones por la magnífica exposición de este luctuoso suceso ya en los anales del crimen en Estados Unidos;
como tienes por norma, le has dado un "toque cinematográfico" con un bien delineado argumento, un intenso nudo y un ajustado a la verdad, desenlace.
Lo que he aprendido de ti en el "arte" --porque lo es-- del posteo.
Gracias por estar en el Foro, gracias por dejarme aprender todos los días de ti y gracias por ser todo lo que eres para mí.
Espero con ilusión y expectación el "desgranar" de los capítulos de esta fenomenal historia-crónica criminal, narrada por un Truman Capote "en estado de gracia" y ya en la leyenda de los escritores que se han sentido reporteros y sobre todo narradores de naturalezas vivas, de vidas torturadas y la más de las veces incomprendidas. Desgraciadas, en suma.
Un abrazo,
Serendi.
 
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Como la corriente del río, como los conductores que pasaban por la carretera, como los trenes amarillos que bajaban por los raíles de Santa Fe, el drama, los acontecimientos excepcionales nunca se habían detenido allí. Los habitantes del pueblo -doscientos setenta- estaban satisfechos de que así fuera, contentos de existir de forma ordinaria... trabajar, cazar, ver la televisión, ir a los actos de la escuela, a los ensayos del coro y a las reuniones del club 4-H. Pero entonces, en las primeras horas de esa mañana de noviembre, un domingo por la mañana, algunos sonidos sorprendentes interfirieron con los ruidos nocturnos normales de Holcomb... con la activa histeria de los coyotes, el chasquido seco de las plantas arrastradas por el viento, los quejidos lejanos del silbido de las locomotoras.

En ese momento, ni un alma los oyó en el pueblo dormido... cuatro disparos que, en total, terminaron con seis vidas humanas. Pero después, la gente del pueblo, hasta entonces suficientemente confiada como para no echar llave por la noche, descubrió que su imaginación los recreaba una y otra vez... esas sombrías explosiones que encendieron hogueras de desconfianza, a cuyo resplandor muchos viejos vecinos se miraron extrañamente, como si no se conocieran.

El amo de la granja de River Valley, Herbert William Clutter, tenía cuarenta y ocho años y, como resultado de un reciente examen médico para su póliza de seguros, sabía que estaba en excelentes condiciones físicas. Aunque llevaba gafas sin montura y era de estatura mediana -algo menos de un metro setenta y cinco- el señor Clutter tenía un aspecto muy masculino. Sus hombros eran anchos, sus cabellos conservaban el color oscuro, su cara, de mandíbula cuadrada, había guardado un color juvenil y sus dientes, blancos y tan fuertes como para partir nueces, estaban intactos. Pesaba setenta y seis kilos... lo mismo que el día en que se había licenciado en la Universidad Estatal de Kansas terminando sus estudios de agricultura. No era tan rico como el hombre más rico de Holcomb... el señor Taylor Jones, propietario de la finca vecina.

Pero era el ciudadano más conocido de la comunidad, prominente allí y en Garden City, capital del condado, donde había encabezado el comité para construir la nueva iglesia metodista, un edificio que había costado ochocientos mil dólares. En ese momento era presidente de la Confederación de Organizaciones Granjeras de Kansas y su nombre se citaba con respeto entre los labradores del Medio Oeste, así como en ciertos despachos de Washington, donde había sido miembro del Comité de Créditos Agrícolas durante la administración de Eisenhower.

Seguro de lo que quería de la vida, el señor Clutter lo había obtenido, en buena medida. En la mano izquierda, en lo que quedaba de un dedo aplastado por una máquina, llevaba un anillo de oro, símbolo, desde hacía un cuarto de siglo, de su boda con la mujer con quien había deseado casarse: la hermana de un compañero de estudios, una chica tímida, piadosa y delicada llamada Bonnie Fox, tres años menor que él. Bonnie le había dado cuatro hijos: tres niñas y después un varón. La hija mayor, Eveanna, casada y madre de un niño de diez meses, vivía al norte de Illinois, pero iba con mucha frecuencia a Holcomb.

Precisamente, estaban esperando que llegara con su familia dentro de la quincena que faltaba para el Día de Acción de Gracias, ya que sus padres estaban planeando reunir a todo el clan Clutter (originario de Alemania; el primer emigrante Clutter -o Klotter como lo escribían entonces- había llegado en 1880). Habían invitado a unos cincuenta parientes, algunos de los cuales vendrían de lugares tan lejanos como Palatka, Florida. Tampoco Beverly, la segunda hija, vivía ya en la granja; estaba en Kansas City, Kansas, cursando estudios de enfermería. Beverly estaba prometida con un joven estudiante de biología, que su padre apreciaba mucho; las invitaciones para la boda, que se realizaría en Navidad, ya estaban impresas. Eso dejaba en casa al varón, Kenyon, que a los quince años ya era más alto que su padre y a una hermana un año mayor... la mimada del pueblo, Nancy.

Con respecto a su familia, Clutter sólo tenía un motivo de preocupación; la salud de su mujer. Era «nerviosa», tenía sus «rachas»; ésos eran los términos en que la describían quienes la querían.


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Y no es que «los problemas de la pobre Bonnie» fueran un secreto; todos sabían
que hacía más de seis años que estaba en manos de psiquiatras. Sin embargo, aun en esas zonas oscuras había brillado últimamente un rayo de sol. El miércoles pasado, al volver del Centro Médico de Wesley, lugar donde se internaba habitualmente, tras dos semanas de tratamiento, la señora Clutter trajo a su marido noticias casi increíbles: le había dicho jubilosamente que la raíz de sus males, según habían decretado finalmente los médicos, no estaba en su cabeza sino en su columna... era física, un problema de vértebras desplazadas. Por supuesto, tendrían que operarla, y después... bueno, volvería a ser como antes. ¿Sería posible? La tensión, las fugas, los sollozos ahogados por la almohada tras una puerta cerrada con llave, todo debido a una vértebra desplazada... Si era así, el señor Clutter podría rezar una plegaria de gratitud sin reservas ante la familia, en la sobremesa del Día de Acción de Gracias.

Habitualmente, la mañana del señor Clutter empezaba a las seis y media, cuando lo despertaba el ruido de los bidones de leche y la charla de los muchachos que los llevaban, los dos hijos del peón Vic Irsik. Pero hoy se había quedado en la cama, dejando que los hijos de Vic Irsik fueran y vinieran, porque el día anterior -un viernes trece- había sido un día agitado, aunque agradable. Bonnie había vuelto a ser «la de antes»; como preludio a la normalidad, a las fuerzas que recuperaría tan pronto, se había pintado los labios, se había peinado y, con un vestido nuevo, lo había acompañado al Colegio Holcomb donde ambos habían aplaudido una representación estudiantil de Tom Sawyer en la que Nancy había interpretado a Becky Thatcher.

Había disfrutado viendo como Nancy actuaba en público, nerviosa pero sonriente, y los dos se enorgullecieron por la actuación de Nancy, que había desempeñado muy bien su papel, sin olvidar ni una coma, y que, como le dijo él después en el camerino, «estaba preciosa; una verdadera belleza del Sur». Después, Nancy, comportándose como si verdaderamente lo fuera, hizo una encantadora reverencia y pidió permiso para ir a Garden City donde en sesión especial a las once y media, en el State Theatre, daban una película de horror que todos sus amigos querían ver. En otras circunstancias, el señor Clutter hubiese negado el permiso. Sus normas eran leyes y una de ellas era que Nancy -y Kenyon- tenían que estar en casa a las diez; sólo los sábados podían llegar a las doce. Pero había pasado tan bien la velada que dio su consentimiento. Nancy no volvió a casa hasta las dos. El la oyó llegar y la llamó; aunque no era dado a levantar la voz, en aquella ocasión quiso decirle cuatro cosas, no tanto a propósito de la obra sino de Bobby Rupp, el muchacho que la había acompañado a casa, héroe del baloncesto estudiantil.

Al señor Clutter le gustaba el chico y consideraba que para su edad -diecisiete años- era digno de confianza y todo un caballero. Sin embargo, desde que tres años antes le había dado permiso para salir con chicos, Nancy, bonita y admirada como era, no había salido con ningún otro y aunque el señor Clutter aceptaba las costumbres modernas de los adolescentes de todo el país que tenían un amigo fijo, «iban en serio» y usaban anillo, no las aprobaba, sobre todo desde que, por casualidad, había sorprendido al chico Rupp y a su hija besándose. No hacía mucho de eso y había aconsejado a Nancy que dejara de ver tanto a Bobby, tratando de explicarle que era mejor distanciarse gradualmente de él ahora que romper bruscamente más tarde, cosa que no podría menos que suceder pues la familia Rupp era católica y los Clutter metodistas, razón suficiente para que las ilusiones que ambos podían tener de casarse algún día no fueran más que eso, ilusiones. Nancy se había mostrado razonable -por lo menos no discutió- y ahora, antes de darle las buenas noches, Clutter le hizo prometer que comenzaría a distanciarse de Bobby.

El incidente retrasó mucho su hora de acostarse, cosa que solía hacer a las once. Como consecuencia, eran más de las siete cuando se levantó el sábado 14 de noviembre de 1959. Su mujer se quedaba en cama hasta más tarde, pero el señor Clutter cuando se afeitaba, se duchaba y se ponía los pantalones de sarga, la chaqueta de cuero de los ganaderos y las botas de montar no temía despertarla, pues no compartían la misma habitación.

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Hacía años que dormía solo en el dormitorio principal de la planta baja de la casa de madera y ladrillo, que constaba de catorce habitaciones distribuidas en dos plantas. La señora Clutter, a pesar de que guardaba su ropa en el armario de ese dormitorio y tenía sus pocos cosméticos y sus mil medicamentos en el baño contiguo de azulejos y cristal, ocupaba siempre el cuarto que había sido de Eveanna, que como el de Nancy y el de Kenyon estaba en la planta alta.

La casa había sido casi totalmente diseñada por el señor Clutter, que había demostrado ser un arquitecto razonable y juicioso, aunque no muy imaginativo. Había sido construida en 1948 y había costado cuarenta mil dólares (actualmente su valor era de sesenta mil). Situada al fondo de un largo camino asfaltado que corría entre dos hileras de olmos de China, aquella hermosa casa blanca que se alzaba rodeada por un amplio y cuidado césped de Bermuda, causaba la admiración de Holcomb; era la casa que la gente ponía como ejemplo.

En el interior, una serie de gruesas alfombras color malva interrumpían el brillo del suelo encerado y silenciaban el crujido de la madera. En el salón había un inmenso diván modernista, tapizado en una tela nudosa con filamentos plateados entretejidos, y, en un rincón, una barra para el desayuno, forrada de plástico blanco y azul. Este era el tipo de cosas que gustaba al matrimonio Clutter y que gustaba también a la mayoría de sus amistades, cuyas casas, por lo general, estaban amuebladas de forma similar.

Aparte de una asistenta que venía los días laborables, los Clutter no tenían servicio y por lo tanto, como la esposa estaba enferma y las dos hijas mayores ya no vivían allí, el señor Clutter tuvo que aprender a cocinar y él y Nancy -Nancy más que él- preparaban las comidas. Al señor Clutter le encantaba la tarea y era un cocinero excelente: en todo Kansas no había una mujer que amasara pan mejor que él y sus pastelitos de coco eran lo primero que se vendía en las fiestas de beneficencia. Pero no era comilón y, a diferencia de sus vecinos, prefería un desayuno espartano. Aquella mañana, una manzana y un vaso de leche fueron suficientes; como nunca tomaba té ni café empezaba la jornada sin nada caliente en el estómago.

La verdad es que era contrario a los estimulantes, por suaves que fueran. No fumaba y, por supuesto, no bebía; nunca había probado el alcohol y tendía a evitar el trato con quienes lo consumían, una circunstancia que no restringía tanto su círculo de amistades como podría pensarse, ya que el núcleo de ese círculo estaba constituido por los integrantes de la Primera Iglesia Metodista de Garden City, una congregación de unas mil setecientas personas, casi todas tan abstemias como el señor Clutter podía desear. Y aunque se cuidaba de no imponer sus opiniones y de adoptar, fuera de su casa, una actitud abierta y exenta de censuras, la hacía respetar a rajatabla dentro de su familia y a los empleados de su granja.

-¿Usted bebe? -era la primera pregunta que hacía a cualquiera que llegara pidiendo trabajo, y aunque el hombre respondiera negativamente, debía, con todo, firmar un contrato de trabajo que contenía una cláusula que lo anulaba automáticamente si el empleado era sorprendido «con alcohol en su poder». Un amigo suyo, uno de los primeros terratenientes del lugar le había dicho una vez:

-No tienes compasión; lo juro, Herb, si un día encuentras a uno de tus hombres bebiendo lo despedirás. Y no te importará que su familia se muera de hambre.

Quizás ése haya sido el único reproche que se le hizo al señor Clutter como patrono. Por lo demás, era conocido por su ecuanimidad, su espíritu caritativo y el hecho de que pagaba buenos sueldos y distribuía frecuentemente gratificaciones; los hombres que trabajaban para él -que a veces eran hasta dieciocho- tenían pocos motivos para quejarse.

Después de beber la leche y ponerse una gorra forrada de piel, el señor Clutter salió fuera, con una manzana en la mano, para ver cómo estaba la mañana. El tiempo era ideal para comer manzanas: la más blanca de las luces bajaba del más puro de los cielos y un viento del este hacía murmurar, sin desprenderlas, las hojas de los olmos de China. El otoño compensaba a Kansas por todas las otras estaciones y los males que le imponían: el invierno



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con los fuertes vientos de Colorado y las nevadas hasta la cintura que liquidaban al ganado; los chubascos y las extrañas nieblas de la primavera y el verano, cuando hasta los cuervos buscaban las exiguas sombras y la dorada inmensidad de los trigales parecía erizarse y arder. Finalmente, después de septiembre, el tiempo cambiaba y había un veranillo que, a veces, duraba hasta la Navidad. Mientras contemplaba la maravillosa estación, el señor Clutter se reunió con un perro mestizo, con algo de pastor irlandés, y juntos se dirigieron hacia el corral del ganado que estaba junto a uno de los tres graneros de la finca.

Uno de ellos era una enorme estructura metálica prefabricada, rebosante de cereal - sorgo de Westland- y otro, albergaba una colina de grano que valía mucho dinero: cien mil dólares. Esa cantidad representaba un incremento del cuatro mil por ciento en los ingresos del señor Clutter en el año 1934, año en que se había casado con Bonnie Fox y se había trasladado con ella desde su pueblo natal de Rozel, Kansas, a Garden City, donde había encontrado trabajo como ayudante del consejero agrícola del condado de Finney. Era típico de él que hubiese tardado sólo siete meses en ser ascendido, o sea en ocupar el cargo de su superior.

Los años en que ocupó ese puesto -de 1935 a 1939- fueron los más polvorientos, los más angustiosos que había conocido la región desde la llegada del hombre blanco y el joven Herb Clutter, dotado de un cerebro capaz de mantenerse al día con las más modernas prácticas agrícolas, poseía las cualidades necesarias para hacer de intermediario entre el gobierno y los alicaídos agricultores. Estos necesitaban del optimismo y la preparación técnica de ese simpático joven que parecía saber perfectamente lo que llevaba entre manos.

Al mismo tiempo, no estaba haciendo lo que quería hacer; hijo de granjero, siempre había querido trabajar su propia tierra. Por esta razón, al cabo de cuatro años renunció a su puesto, pidió un préstamo que invirtió en arrendar tierras y creó el embrión de la granja de River Valley (un nombre justificado por la presencia de los meandros del río Arkansas, pero no, ciertamente, por la presencia de un valle). Fue una decisión que varios granjeros conservadores del condado de Finney contemplaron con algo de ironía; eran los veteranos a quienes les gustaba dirigir pullas al joven consejero sobre el tema de sus conocimientos universitarios.

-Desde luego, Herb. Siempre sabes qué es lo mejor que se puede hacer con la tierra de los demás. Plante esto. Nivele aquello. Pero quizá dirías otras cosas si la tierra fuera tuya.

Se equivocaban. Los experimentos del recién llegado tuvieron éxito, sobre todo porque, durante los primeros años, trabajó dieciocho horas diarias. No faltaron las contrariedades: dos veces fracasó la cosecha de cereales y un invierno perdió varios cientos de cabezas de ganado en una ventisca, pero diez años después los dominios del señor Clutter abarcaban casi cuatrocientas hectáreas de su propiedad y mil trescientas más arrendadas. Y eso, como reconocían sus colegas, «no estaba nada mal». Trigo, maíz, semillas de césped seleccionadas... ésas eran las cosechas de las que dependía la prosperidad de la granja.

Los animales también eran importantes: ovejas y, sobre todo, ganado vacuno. Un rebaño de varios centenares de Hereford llevaba la marca de Clutter, aunque nadie lo hubiera creído juzgando por los escasos pobladores de los establos, que se reservaban para los animales enfermos, unas pocas vacas lecheras, los gatos de Nancy y Babe, el favorito de la familia, un caballo de trabajo viejo y gordo que nunca se opuso a pasear con tres o cuatro niños trepados en su ancho lomo.

El señor Clutter dio a Babe el corazón de su manzana y saludó al hombre que estaba limpiando el corral... Alfred Stoecklein, el único empleado que vivía en la finca. Los Stoecklein y sus tres hijos vivían en una casita que estaba a menos de cien metros de la casa principal; aparte de ellos, los Clutter no tenían vecinos a menos de un kilómetro de distancia. Stoecklein, hombre de cara larga y dientes manchados, le preguntó:

-¿Necesita algo especial para hoy? Porque la niña pequeña se ha puesto mala. Mi mujer y yo nos hemos pasado toda la noche detrás de ella. Me parece que la llevaré al doctor.

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Y el señor Clutter, expresando su solidaridad, le dijo que se tomara la mañana libre y que si él o su esposa podían hacer algo, que se lo comunicara. Luego, precedido por el perro que correteaba se dirigió al sur, hacia los campos ahora leonados, luminosos y dorados por los rastrojos.

El río también estaba en aquella dirección. En sus márgenes se alzaba una arboleda de frutales: melocotoneros, perales, cerezos y manzanos. Según dicen en la región, cincuenta años antes un leñador no hubiera tardado ni diez minutos en cortar todos los árboles de Kansas occidental. E incluso hoy, sólo se pueden plantar olmos de China y chopos, perennes e indiferentes a la sed como el cacto.

Sin embargo, como decía el señor Clutter, «otros dos centímetros más de lluvia y esta tierra sería el paraíso». Aquella pequeña colección de frutales que crecía junto al río era un intento, con lluvia o sin ella, de procurarse ese pedacito de paraíso, ese pedacito de verdoso Edén con olor a manzana que él soñaba. Su mujer dijo una vez:

-Mi marido cuida más de esos árboles que de sus hijos.

Y todo Holcomb recordaba el día en que un pequeño avión averiado cayó sobre los melocotoneros.

-Herb estaba fuera de sí. Antes de que la hélice dejara de dar vueltas, ya le había puesto un pleito al piloto.

Atravesando los frutales, Clutter siguió andando junto al río, aquí muy poco profundo y salpicado de pequeños islotes como minúsculas playas de arena blanca en medio del agua, a los que la familia, en domingos que ya no volverían, cálidos días de fiesta cuando Bonnie todavía «estaba dispuesta», había llevado buenas cestas de provisiones para pasarse la tarde pendientes de la caña de pescar. El señor Clutter raramente tropezaba con extraños dentro de su vasta finca, pues como sólo se llegaba a ella por carreteras de quinto orden y estaba a dos kilómetros de la autopista, nadie aparecía por allí por simple casualidad. Pero aquel día vio de pronto un grupo de gente y Teddy, el perro, se lanzó hacia ellos ladrando amenazador. Teddy era un animal extraño.

Aunque era un buen centinela, siempre alerta, dispuesto a despertar a un regimiento con sus ladridos, su valor tenía un fallo: bastaba que entreviera un arma (como ocurrió entonces, pues los intrusos iban armados) para que agachase la cabeza y metiera el rabo entre piernas. Nadie sabía la razón porque nadie conocía su historia: era un perro vagabundo que Kenyon había adoptado años atrás. Los intrusos resultaron ser cinco cazadores de faisanes procedentes de Oklahoma. En Kansas, la temporada del faisán, célebre acontecimiento de noviembre, atrae hordas de aficionados de los estados vecinos, y, durante la última semana, regimientos de boinas escocesas habían desfilado por la tierra otoñal, haciendo levantar el vuelo y luego caer de una perdigonada bandadas cobrizas de aquellas aves cebadas de grano. Si los cazadores no han sido invitados por el dueño de la finca, es costumbre que le paguen a aquél cierta cantidad por el derecho a cazar en sus tierras, pero cuando los hombres de Oklahoma ofrecieron abonar a Clutter la cantidad acostumbrada, el granjero sonrió.

-No soy tan pobre como parezco. Adelante, cacen cuanto puedan -les dijo.

A continuación, llevándose la mano al borde de la gorra, se volvió a casa y comenzó su jornada de trabajo, sin saber que sería la última.

Como el señor Clutter, el jovenzuelo que desayunaba en un café llamado Joyita, no tomaba nunca café. Prefería root beer1. Tres aspirinas, una root beer helada y un cigarrillo Pall Mall tras otro, era lo que él consideraba un desayuno «como Dios manda». Mientras bebía y fumaba, estudiaba un mapa desplegado sobre el mostrador, un mapa «Phillips 66» de México, sin lograr concentrarse porque esperaba a un amigo y el amigo no llegaba. Lanzó una ojeada a

1 Root beer. Bebida carbónica. (N. del T.)

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la silenciosa calle de aquel pueblo que hasta el día anterior jamás había pisado. De Dick, ni rastro. Pero seguro que vendría. Al fin y al cabo, el motivo de la cita era idea suya, un «golpe» planeado por Dick. Y cuando la cosa hubiera concluido... México. El mapa estaba todo roto y de tan manoseado se había vuelto suave como la gamuza. A la vuelta de la esquina, en la habitación que había tomado en el hotel, tenía centenares de mapas como aquél: gastados mapas de todos los estados que forman los Estados Unidos, de todas y cada una de las provincias del Canadá, de todos y cada uno de los países de América del Sur.

Porque aquel jovenzuelo era un infatigable soñador de viajes, alguno de los cuales había realizado, pues había estado en Alaska, en las Hawaii, en el Japón y en Hong-Kong. Ahora, gracias a una carta, a la invitación a dar «un golpe» juntos, se hallaba allí con todos sus bienes terrenales: una maleta de cartón, una guitarra y dos enormes cajas de libros, mapas y canciones, poemas y cartas que pesaban una tonelada. (¡La cara que puso Dick cuando vio todo aquello! «¡Cristo! ¿Es que llevas siempre a cuestas toda esta basura, Perry?» Y Perry le contestó: «¿Qué basura? Uno de esos libros me costó treinta dólares») Ahora se hallaba allí, en Pequeña Olathe, Kansas. Curioso, si se paraba a pensar, imaginar que estaba otra vez en Kansas cuando apenas cuatro meses atrás había jurado, primero al State Parole Board1 y luego a sí mismo, que no volvería a poner los pies allí. Bueno, no iba a quedarse mucho tiempo.

El mapa estaba lleno de nombres rodeados de un círculo de tinta. Cozumel, isla de la costa del Yucatán donde, según había leído en una revista para hombres, era posible «quitarse la ropa, sonreír despreocupadamente, vivir como un raja y tener tantas mujeres como se quisiera por sólo 50 dólares al mes». Del mismo artículo recordaba de memoria otras atractivas informaciones: «Cozumel es el refugio contra la tensión social, política y económica. En esta isla, no hay funcionarios que molesten a sus habitantes.» Y también: «Cada año bandadas de papagayos vuelan desde el continente a poner sus huevos en la isla.» Acapulco equivalía a pesca submarina, casinos y mujeres ricas ansiosas. Sierra Madre significaba oro, equivalía a El tesoro de Sierra Madre, película que él había visto ocho veces. (Era la mejor película de Bogart, pero el viejo que se dedicaba a la búsqueda de minas, el que a Perry le recordaba a su padre, estaba estupendo también: Walter Huston.

Y lo que le había dicho a Dick era cierto: se sabía todos los trucos de la búsqueda de oro porque su padre se los enseñó y su padre era buscador de oro profesional. Así que ¿por qué no podían ellos dos comprarse un par de caballos y probar suerte en Sierra Madre? Pero Dick, Dick el práctico, había dicho: «Calma, rico, calma. Que ya he visto la película. Acaba que todos se vuelven locos. Gracias a la fiebre, a las sanguijuelas, y a las pésimas condiciones. Y luego, cuando tienen el oro, ¿recuerdas que viene un vendaval y lo arrastra todo?») Perry dobló el mapa. Pagó la root beer y se puso en pie.

Sentado, parecía un hombre de estatura mayor de lo corriente, robusto, con hombros, brazos y torso corpulentos como de levantador de pesas (en realidad levantar pesas era uno de sus pasatiempos favoritos). Pero ciertas partes de su cuerpo no estaban en proporción con las otras. Los pies, menudos, ceñidos por pequeñas botas negras con reborde de acero, hubieran cabido muy bien en las zapatillas de baile de una delicada jovencita. Una vez de pie, su estatura era la de un niño de doce años y de pronto, erguido sobre aquellas piernas atrofiadas, que contrastaban grotescamente con el torso de adulto que sostenían, pasó de un posible fornido conductor de camión, a ser un jockey retirado, gordo y con agujetas.

Afuera, Perry se puso a tomar el sol. Eran las nueve menos cuarto y Dick llevaba ya media hora de retraso. Si Dick no hubiera machacado tanto sobre la importancia de cada minuto en las veinticuatro horas siguientes, ni lo hubiera notado. No le faltaban maneras de pasar el tiempo, y una de ellas era mirarse al espejo. En una ocasión, Dick le había dicho:

1 Oficina del Estado que concede libertad bajo palabra. (Nota del T.)


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-Cada vez que ves un espejo, te pones como en trance. Como si estuvieras contemplando un magnífico trasero. Vamos, por Dios, ¿no te aburres nunca?

Lejos de cansarle, su rostro le fascinaba. Desde cada ángulo le producía una impresión diferente. Era un rostro cambiante y los experimentos frente al espejo le habían enseñado a controlar sus expresiones, a parecer ora amenazador, ora travieso, ora sentimental; una inclinación de la cabeza, una contracción de los labios y el gitano corrompido se convertía en un jovencito romántico.

Su madre había sido una india de pura raza cherokee y de ella había heredado aquella tez, el color yodo de la piel, los oscuros ojos húmedos y el pelo negro, siempre con una buena cantidad de brillantina y tan abundante que le permitía llevar largas patillas y un mechón corto caído sobre la frente a modo de flequillo. Si la aportación de su madre era evidente, la de su padre -un irlandés pecoso y de pelo color jengibre- lo era menos, como si la sangre india hubiese borrado toda huella de la estirpe celta.

Pero los labios rosados y la nariz afilada confirmaban su presencia, al igual que aquel aire malicioso de arrogante egocentrismo irlandés que con frecuencia animaba la máscara cherokee y que llegaba a dominarla por completo cuando tocaba la guitarra y cantaba. Cantar e imaginar que lo hacía ante el público era otro fascinante modo de ir pasando las horas. Siempre recurría mentalmente a la misma escena: un local nocturno de Las Vegas que era, en realidad, su ciudad natal. Un local elegante, lleno de celebridades pendientes de la sensacional revelación, y entusiasmadas con aquel nuevo astro que interpretaba, con un fondo de violines, su versión de I’ll be seeing you y luego como bis, la última balada que había compuesto:

En abril, bandadas de papagayos vuelan en lo alto, rojos y verdes, verdes y anaranjados.
Los veo volar, los oigo en lo alto, papagayos que cantan
y traen la primavera en abril...

(Dick, cuando oyó por primera vez la canción, había comentado: «Los papagayos no cantan. Parlotean, quizá. Graznan. Pero cantar, ni en broma.» Claro, Dick se lo tomaba todo al pie de la letra, todo. No entendía de música ni de poesía y, sin embargo, lo que Dick tenía de prosaico, su modo positivista de enfocar las cosas, era lo que más atraía a Perry, pues eso hacía que Dick, comparado con él mismo, pareciera tan auténticamente duro, invulnerable, «totalmente masculino».)

Pero por muy satisfactorio que le resultara el ensueño de Las Vegas, otra de sus visiones lo empequeñecía. Desde la infancia y durante más de la mitad de los treinta y un años que tenía, había ido pidiendo folletos por correspondencia («Fortunas en el fondo del mar. Entrénese en su propia casa en sus ratos libres. Hágase rico pronto practicando la inmersión con equipo y a pulmón libre. Folletos gratis... »), contestando anuncios («Tesoro hundido. Cincuenta mapas auténticos. Oferta increíble...») que alimentaban el deseo ardiente de correr de veras la aventura que su imaginación le permitía experimentar una y otra vez: el sueño de sumergirse hasta lo más profundo en aguas desconocidas, de zambullirse en la verde oscuridad marina, deslizándose más allá de los escamosos centinelas de ojos salvajes, hasta llegar al casco de un buque que se perfilaba ante él, un galeón español naufragado, con una carga de perlas y diamantes y montañas de cofres de oro.

El bocinazo de un coche. Dick, por fin.


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-¡Por Dios bendito, Kenyon! ¡Que ya te oí!

Como siempre, Kenyon tenía el diablo en el cuerpo. Sus gritos seguían resonando en la escalera:

-¡Nancy! ¡Teléfono!

Descalza y en pijama bajó corriendo los escalones. En la casa había dos teléfonos, uno en la habitación que su padre usaba como despacho, otro en la cocina. Se puso al aparato de la cocina.

-¿Diga? ¡Oh, sí! Buenos días, señora Katz.

Y la esposa de Clarence Katz, propietario de una granja contigua a la autopista, habló:

-Le dije a tu padre que no te despertara. Le dije: «Nancy estará rendida después de su maravillosa actuación de anoche.» Estuviste estupenda, hija mía. ¡Con aquella cinta blanca que llevabas en el pelo! Y en aquella escena, cuando creías que Tom Sawyer había muerto... tenías lágrimas de verdad en los ojos. Tan bueno como lo mejor que dan en televisión. Pero tu padre dijo que ya era hora de que te levantases. Bueno, son casi las nueve. Lo que yo quería decirte, hija, es que mi Jolene se muere de ganas de hacer una tarta de cereza y como tú las haces mejor que nadie, y has sido campeona en no sé cuántos concursos y ganado tantos premios y todo, ¿te importaría que acompañara a mi hija esta mañana hasta tu casa para que le enseñaras a hacer una?

En cualquier otra ocasión, a Nancy le hubiera encantado enseñar a Jolene a guisar aunque fuese un pavo entero, pues consideraba un deber estar a disposición de cualquier amiga más joven, siempre que la necesitara, ya fuera en cuestiones de cocina, costura, música o simplemente, como a menudo ocurría, para confiarle algún secreto. De dónde sacaba el tiempo para, además de «llevar prácticamente aquella enorme casa», ser de las primeras de la clase y jefe de curso, una de las organizadoras del Programa de la Liga Metodista del club 4- H, hábil jinete, saber música (tocaba el piano y el clarinete muy bien), ganar anualmente los concursos en las ferias de la región (repostería, conservas, labores, floristería)... cómo una muchacha que todavía no había cumplido los diecisiete podía sobrellevar semejante carga y, lo que es más, hacerlo sin «darse aires», sino por el contrario con radiante alegría, era un enigma sobre el que la comunidad meditaba y acababa por resolver diciendo: «Tiene carácter. Le viene de su padre.» Efectivamente, la cualidad más destacada, el talento que hacía posible todo lo demás, era su agudo sentido de la organización.

No desperdiciaba un segundo: sabía exactamente en cualquier momento qué iba a hacer a continuación y cuánto iba a tardar en la próxima tarea. Y eso era lo malo de aquel día: lo tenía ya sobrecargado. Había prometido ayudar a Roxie Lee Smith, hija de otro vecino, a ensayar un solo de trompeta que debía interpretar en un concierto del colegio, tenía que hacer tres complicados encargos para su madre y había decidido asistir a una reunión del club 4-H en Garden City con su padre. Y además, tenía que hacer la comida y, después de la comida, seguir trabajando en la confección de los trajes de las damas de honor de la boda de Beverly, que ella misma había diseñado y confeccionaba. No tenía tiempo de enseñarle a Jolene a hacer una tarta de cereza. A no ser que pudiera desentenderse de algo.

-¿Señora Katz? ¿Le importaría esperar un segundo?

Atravesó toda la casa hasta el despacho de su padre. Una puerta corredera separaba del salón este despacho que contaba con una entrada independiente para las visitas. Si bien el señor Clutter compartía su despacho con Gerald van Vleet, el joven que le ayudaba en la administración de la hacienda, aquella habitación era su retiro, un ordenado santuario revestido de paneles de nogal donde, rodeado de barómetros, pluviómetros, cartas geográficas y unos prismáticos, se sentaba como el capitán en su cabina de mando, timonel que conducía el River Valley en su, con frecuencia, peligroso viaje por las estaciones.



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-No te preocupes -dijo como respuesta al problema de Nancy-. No vayas al 4-H. Llevaré a Kenyon.

Así que, descolgando el teléfono del despacho, Nancy le dijo a la señora Katz que sí, que podía llevarle a Jolene en aquel mismo instante. Pero en cuanto colgó el auricular, frunció el ceño.

-¡Qué raro! -dijo. Miró en torno y vio a su padre que ayudaba a Kenyon a sumar una larga columna de cifras y a Van Vleet que, en su escritorio junto a la ventana, tenía aquel aspecto atractivo y rudo, un poco meditabundo, que hacía que ella le apodara Heathcliff1-. Huelo a humo de cigarrillo.

-¿En tu aliento? -preguntó Kenyon.

-¡Qué gracioso! No, en el tuyo.

Esto le hizo callar porque no ignoraba que ella sabía que de vez en cuando echaba una bocanada de humo. Pero lo mismo hacía Nancy.

Clutter dio una palmada.

-Basta ya. Esto es un despacho.

Ahora, arriba, Nancy se puso unos tejanos descoloridos y un jersey verde y se ajustó a la muñeca la tercera de sus más queridas propiedades: un reloj de oro. La segunda, Evinrude, su gato preferido, no podía ni compararse con la primera: el anillo de Bobby, que era la incómoda prueba de su condición de «ir en serio», que llevaba (cuando lo llevaba, porque al menor enfado desaparecía) en el pulgar, pues ni siquiera con un poco de cinta adhesiva, dado su tamaño para mano masculina, podía llevarlo en otro dedo en que se ajustara más.

Nancy era una muchacha bonita, esbelta, ágil como un chiquillo pero lo más hermoso que tenía era sin duda el cabello, castaño, corto (cien pasadas de cepillo al levantarse, y otras cien al irse a acostar) y la tez bruñida a base de jabón, todavía un poco pecosa y bronceada por el último sol del verano. Desde luego, aquellos ojos suyos, a la justa distancia uno de otro, oscuros y translúcidos como la cerveza a contraluz, eran los que al primer golpe de vista la hacían parecer simpática, los que anunciaban su falta de recelo y su carácter juicioso pero muy despierto.

-¡Nancy! -gritó Kenyon-. Susan al teléfono.

Susan Kidwell, su confidente. Fue otra vez al teléfono de la cocina.

-Dime -empezó Susan, que invariablemente comenzaba así sus sesiones al teléfono-. Dime antes que nada por qué estuviste flirteando ayer con Jerry Roth.

Junto con Bobby, en el colegio, Jerry Roth era uno de los ases de baloncesto.

-¿Ayer noche? Pero, por Dios, si no estuve flirteando. ¿Lo dices porque nos cogíamos la mano? Sólo vino a saludarme en el entreacto y yo estaba tan nerviosa que me cogió la mano. Para darme ánimos.

-Conmovedor. ¿Y luego, qué?

-Luego Jerry me llevó a ver la película esa de horror. Y allí sí que estuvimos con las manos cogidas.

-¿Pasaste miedo? No de Jerry, de la película.

1 Protagonista masculino de Cumbres borrascosas. (N. del T.)


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