MÚSICA PARA CAMALEONES - Truman Capote

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"Música para camaleones", un libro que Truman Capote presenta como una obra de literatura documental, bucea con implacable lucidez en la poesía y el horror de la vida; es el espléndido resultado de una necesidad de comunicación directa entre lector y materia narrativa, que Truman Capote buscó febrilmente para conseguir una escritura «sencilla y límpida como un arroyo de montaña». Una prosa en la que pudiera mantenerse al margen del tema tratado, sin influir con su estilo, juicios y opiniones. En palabras suyas: hacer del lector un observador o, mejor aún, el testigo de una experiencia verdadera que, contada bajo tal óptica, resultará mucho más subyugante que si el autor la interpretase al modo clásico.

El libro está dividido en tres partes. En primer lugar, seis breves piezas iniciales de magistral concepción y ejecución. Luego, una novela corta, "Ataúdes tallados a mano", lleva a sus últimas consecuencias el enfoque testimonial de "A sangre fría" y relata la espeluznante historia de Quinn, un psicópata solipsista que se dedica a asesinar macabramente a los jurados que en un juicio han votado en su contra. Finalmente, siete Conversaciones y retratos, entre los cuales destacan el magistral texto en el que Capote acompaña a una asistenta en «un día de trabajo» limpiando domicilios, la estremecedora entrevista a un maníaco asesino recluido en San Quintín, la agridulce y famosa semblanza de Marilyn Monroe y, desde luego, el desgarrador autorretrato del autor y su imaginario gemelo, en el que afirmó: «Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio.»




PREFACIO


Mi vida –como artista, por lo menos– puede ser proyectada en un gráfico con la misma precisión que una fiebre, registrándose altos y bajos, ciclos específicamente definidos.!
Comencé a escribir a los ocho años, inesperadamente, sin la inspiración de un modelo. No conocía a nadie que escribiera. En realidad, apenas si conocía a alguien que leyera. El hecho era que sólo cuatro cosas me interesaban: leer, ir al cine, zapatear y dibujar. Luego, un día, empecé a escribir, sin saber que me había encadenado, de por vida, a un amo noble pero despiadado. Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y éste sólo tiene por finalidad la autoflagelación.

Pero, naturalmente, yo no lo sabía. Yo escribía historias de aventuras, novelas policiales, escenas cómicas, cuentos que me había narrado ex esclavos y veteranos de la Guerra Civil. Me divertía muchísimo, al principio. Dejé de divertirme cuando descubrí la diferencia entre escribir bien y mal, y luego hice un descubrimiento más alarmante aún: la diferencia entre escribir bien y el verdadero arte. Una diferencia sutil, pero feroz. Después de eso, cayó el látigo.

Así como algunas personas practicaban el piano o el violín cuatro y cinco horas diarias, yo practicaba con mis lapiceras y papeles. Sin embargo, no mostraba a nadie lo que hacía. Si alguien me preguntaba en qué estaba ocupado todo ese tiempo, les decía que con mis tareas escolares. En realidad, nunca hacía tareas escolares. Las literarias me mantenían totalmente ocupado: se trataba de mi aprendizaje en el altar de la técnica, del oficio, de las endiabladas complicaciones de la división en párrafos, la puntuación, el empleo del diálogo, para no mencionar el gran diseño total, el gran arco que exige comienzo, medio y final. Había que aprender, y de tantas fuentes: no sólo de los libros, sino de la música, de la pintura, de la mera observación cotidiana.

En realidad, lo más interesante que escribí en ese tiempo fueron las simples observaciones cotidianas que asentaba en mi diario. Descripciones de un vecino. Largas transcripciones literales de conversaciones oídas. Chismes locales. Un tipo de reportaje, un estilo de “ver” y “oir” que más adelante influiría seriamente en mí, aunque entonces no me daba cuenta, pues todo lo “formal” que escribía, lo que pulía y pasaba cuidadosamente a máquina, era más o menos ficticio.

Ya a los diecisiete años era un escritor consumado. De ser pianista, ese hubiera sido el momento propicio para el primer concierto en público. Siendo escritor, decidí que era el momento de publicar. Envié cuentos a las principales publicaciones literarias y a las revistas de distribución nacional, que en aquellos días publicaban los cuentos de mayor “calidad”, como Story, The New Yorker, Harper’s Bazaar, Mademoiselle, Harper’s, Atlantic Monthly. Mis cuentos aparecieron, puntualmente, en las mismas.

Luego, en 1948, publiqué una novela: Otras voces, otros ámbitos. Fue bien recibida por la crítica y resultó un best seller. También, debido a una exótica fotografía de su autor en la contratapa, fue el comienzo de una cierta notoriedad que me ha perseguido todos estos años. En realidad, muchas personas han atribuido el éxito comercial de la novela a la foto. Otros restaron importancia al libro, como si se tratara de un extraño accidente: “Sorprendente que alguien tan joven pueda escribir tan bien”. ¿Sorprendente? ¡Sólo hacía catorce años que escribía, día tras día! En general, la novela fue una conclusión satisfactoria del primer ciclo de mi desarrollo.

Una novela corta, Desayuno en Tiffany’s, concluyó el segundo ciclo en 1958. Durante diez años experimenté con casi todos los estilos y formas literarios, intentando dominar una variedad de técnicas, lograr un virtuosismo tan fuerte y flexible como la red de un pescador. Por supuesto, fracasé en varias de las áreas que ensayé, pero es verdad que uno aprende más del fracaso que del éxito. Así fue en mi caso, y más adelante pude aplicar con gran provecho lo que aprendí. De todos modos, durante esa década de exploración escribí colecciones de cuentos cortos (Un árbol nocturno, Recuerdo de Navidad), ensayos y retratos (Color local, Observaciones, la obra contenida en Los perros ladran), obras de teatro (El arpa de hierba, Casa de flores), libretos para películas (Beat the Devil, The Innocents), y una enormidad de reportajes, la mayoría para The New Yorker.

En realidad, desde el punto de vista de mi destino creativo, lo más interesante que hice durante toda esta segunda fase apareció primero en The New Yorker como una serie de artículos, y posteriormente en un libro titulado Se oyen las musas. El tema era el primer intercambio cultural entre la Unión Soviética y los Estados Unidos: una gira hecha por Rusia, en 1955, por una serie de negros norteamericanos que representaban Porgy and Bess. Concebí toda la aventura como una breve novela cómica “verídica”, la primera de todas.

Unos años antes, Lillian Ross había publicado Picture, su historia de la filmación de una película, The Red Badge of Corage. Con sus rápidos cortes, las escenas retrospectivas o anticipatorios, era, en sí, como una película, y mientras la leía me preguntaba qué pasaría si la autora abandonara su dura disciplina lineal de reportaje directo y tratara el material como su fuera una novela: ¿ganaría o perdería el libro? Decidí ver qué pasaba, cuando se me presentara el tema apropiado. Porgy and Bess en Rusia, en pleno invierno, me pareció apropiado.

Se oyen las musas recibió críticas excelentes; incluso fue elogiada por medios generalmente poco benévolos conmigo. Aun así, no llamó especialmente la atención, y las ventas fueron moderadas. Sin embargo, el libro fue un acontecimiento importante para mí: mientras lo escribía, me di cuenta de que podría haber hallado solución a lo que siempre había sido mi mayor dilema creativo.

Desde hacía muchos años me sentía atraído hacia el periodismo como una forma de arte en sí mismo, por dos razones: primero, porque me parecía que nada verdaderamente innovador se había producido en la prosa, o en la literatura en general, desde la década de 1920, y segundo porque el periodismo como arte era casi terreno virgen, por la sencilla razón de que muy pocos escritores se dedicaban al periodismo y, cuando lo hacían, escribían ensayos de viaje o autobiografías. Se oyen las musas me hizo pensar de una manera totalmente distinta. Yo quería escribir una novela periodística, algo en mayor escala que tuviera la verosimilitud de los hechos reales, la cualidad de inmediato de una película cinematográfica, la profundidad y libertad de la prosa y la precisión de la poesía.

Sólo en 1959 un misterioso instinto dirigió mis pasos hacia el tema –un oscuro caso de asesinato en una región aislada de Kansas- y finalmente, en 1996, pude publicar el resultado: A sangre fría.


En un cuento de Henry James, creo que The Middle Years, el protagonista, que es un escritor en las sombras de la madurez, se lamenta: “Vivimos en la oscuridad, hacemos lo que podemos; el resto es la locura del arte”. Dice esto, más o menos. De todos modos, James habla con toda franqueza, nos dice la verdad. Lo más oscuro de la oscuridad, lo peor de la locura, es el inexorable riesgo que entraña. Los escritores, al menos los que están dispuestos a correr verdaderos riesgos, los que se aventuran a todo, tienen mucho en común con otra raza de solitarios: los que se ganan la vida jugando al billar y a los naipes. Muchos pensaron que estaba loco al pasar seis años recorriendo las llanuras de Kansas; otros rechazaron mi concepción de la “novela verídica”, decretándola indigna de un escritor “serio”. Norman Mailer la describió como “un fracaso de la imaginación”, queriendo decir, supongo, que un novelista debería escribir sobre algo imaginario y no sobre algo real.

Sí, fue como jugar al poker con apuestas altísimas. Durante seis largos años, en que sentí los nervios desquiciados, no supe si tenía o no un libro. Fueron largos veranos y helados inviernos, pero y seguía firme ante la mesa de juego, jugando la mano lo mejor posible. Luego, resultó que sí tenía un libro. Varios críticos se quejaron que “la novela no ficticia” era un término para llamar la atención, un fraude, y que no había nada de nuevo ni original en lo que yo había hecho. Otros, sin embargo, opinaron de manera distinta. Se dieron cuenta del valor de mi experimento y pronto lo pusieron en práctica. Nadie fue más rápido que Norman Mailer, que ganó mucho dinero y obtuvo muchos premios con sus novelas no ficticias (Los Ejércitos de la Noche, Of a Fire on the Moon, La Canción del Verdugo), si bien ha tenido mucho cuidado en no describirlas nunca como “novelas verídicas”. No importa: es un buen escritor y un gran tipo, y estoy agradecido por haber podido hacerle un pequeño favor.

La zigzagueante línea en el gráfico de mi reputación como escritor alcanzó una altura saludable, y allí la dejé un tiempo antes de pasar a mi cuarto ciclo, que supongo será el último. Durante cuatro años, aproximadamente entre 1968 y 1972, me dediqué a leer, seleccionar, corregir y clasificar mis propias cartas, las de otras personas, mis diarios (que contienen descripciones detalladas de cientos de escenas y conversaciones) correspondientes al período 1943-1965. Tenía la intención de utilizar gran parte de ese material en un libro que planeaba desde hacía años: una variante de la novela verídica. Lo titulé Answered Prayers (Plegarias escuchadas), que es una cita de Santa Teresa, quien dijo: “Se derraman más lágrimas por plegarias escuchadas que no escuchadas”. Comencé a trabajar en este libro en 1972, escribiendo primero el último capítulo (siempre es bueno saber adónde va uno).

Luego escribí el primero, “Monstruos no malcriados”, después el quinto, “Un severo insulto al cerebro”, a continuación el séptimo, “La côte basque”. Proseguí de esta forma, escribiendo distintos capítulos fuera de secuencia. Pude hacerlo porque el argumento –o argumentos, más bien- eran verídicos, y todos los personajes, reales. No era difícil recordarlo todo, pues no había inventado nada. Sin embargo, no fue mi intención escribir un roman à clef, ese género en que los hechos se disfrazan de ficción. Mis intenciones eran lo opuesto: quitar los disfraces, no fabricarlos.

En 1975 y 1976 publiqué cuatro capítulos del libro en la revista Esquire. Esto enojo en ciertos círculos, en los que se tuvo la sensación de que yo estaba traicionando confidencias, maltratando a amigos y / o a enemigos. No quiero discutir esto; se trata de política social y no de mérito artístico. Diré solamente que todo lo que tiene el escritor para trabajar es el material que ha reunido como resultado de su propio esfuerzo y de sus observaciones, y no se le puede negar el derecho de usarlo. Se podrá condenar su uso, pero no negárselo.

No obstante, interrumpí Answered Prayers en setiembre de 1977, hecho que nada tuvo que ver con la reacción pública recibida por las partes ya publicadas. La interrupción se debió a que yo estaba pasando un momento terrible: atravesaba una crisis creativa y personal al mismo tiempo. Como la faz personal no estaba relacionada, excepto muy tangencialmente, con la creativa, sólo es necesario referirme al caos creativo.

A pesar de que fue un verdadero tormento, ahora me alegro de que haya ocurrido. Después de todo, alteró mi concepción total de la literatura, mi actitud hacia el arte, la vida, el equilibrio entre ambos y mi comprensión de la diferencia entre lo verdadero y lo realmente verdadero.

Por empezar, creo que la mayoría de los escritores, incluso los mejores, recargan las tintas. Yo prefiero aligerarlas, usar un estilo simple y cristalino como un arroyo de campo. Descubrí que mi estilo se volvía demasiado denso, que me llevaba tres páginas conseguir efectos que debería lograr en un solo párrafo. Volví a leer y a releer todo lo que había escrito en Answered Prayers, y empecé a tener dudas, no acerca del material o de mi enfoque, sino de la textura del estilo. Releí A sangre fría y tuve la misma reacción: en muchas partes el estilo no era tan bueno como debería ser, y no liberaba todo el potencial. Lentamente, con una alarma que iba en aumento, volví a leer que nunca, ni una sola vez en mi carrera de escritor, había explotado toda la energía ni toda la excitación estética contenidas en el material. Me di cuenta de que, hasta en las mejores partes, trabajaba con la mitad, e incluso un tercio, de las posibilidades que tenía. ¿Por qué?

La respuesta, que me fue revelada después de meses de meditación, era sencilla pero no muy satisfactoria. No hizo nada, por cierto, para disminuir mi depresión. Por el contrario, la empeoró. La respuesta creaba un problema aparentemente insoluble y, si no podía solucionarlo, mejor era dejar de escribir. El problema era el siguiente: ¿cómo puede un escritor combinar con buen resultado dentro de una sola forma –digamos el cuento- todo lo que sabe de todas las otras formas literarias? Pues a esto se debía el que mi obra estuviera, a menudo, iluminada insuficientemente: el voltaje existía, pero al restringirme a las técnicas de la forma en la que escribía en ese momento, no utilizaba todo lo que sabía del arte de escribir, todo lo que había aprendido de libretos, obras de teatro, reportajes, poesías, cuentos, nouvelles, novelas. Un escritor debía tener a su disposición, sobre su paleta, todos los colores, todas las habilidades para poderlos combinar y, cuando fuera apropiado, aplicar simultáneamente. La pregunta era: ¿cómo?

Retomé Answered Prayers. Descarté un capítulo y volví a escribir otros dos. Mejor, decididamente, mucho mejor. Pero la verdad era que debía volver al jardín de infantes. Allí estaba, otra vez, frente a una mesa de juego, aunque excitado, pues me sentía iluminado por un sol invisible. Aun así, mis primeros experimentos fueron torpes. Me veía como a un niño con una caja de lápices de colores.

Desde el punto de vista técnico, la mayor dificultad que tuve al escribir A sangre fría fue no participar. Por lo general, el periodista tiene que entrar en la obra como personaje, como observador testigo, si es que quiere mantener el libro dentro del plano de lo verosímil. Yo sentía que era esencial, para el tono aparentemente objetivo del libro, que el autor permaneciera ausente. En realidad, en todos mis reportajes, siempre intenté mantenerme lo más invisible que fuera posible.

Ahora, sin embargo, me coloqué en el centro del escenario y empecé a reconstruir, de una manera severa y mínima, conversaciones cotidianas con personas comunes: el encargado de mi edificio, un masajista en el gimnasio, un viejo compañero de escuela, mi dentista. Después de escribir cientos de páginas sencillas, llegué a conseguir un estilo. Había descubierto un marco dentro del cual podía asimilar todo lo que sabía del arte de escribir.

Más tarde, utilizando una versión modificada de esta técnica, escribí una nouvelle verídica (Féretros tallados a mano) y una cantidad de cuentos. El resultado es el presente volumen, Música para camaleones.

¿Cómo ha afectado todo esto al resto de mi obra en preparación, Answered Prayers? Considerablemente. Mientras tanto, heme aquí solo, sumido en mi oscura locura, completamente solo con mi mazo de naipes y, por supuesto, con el látigo que Dios me dio.


 
I.----- Música para camaleones

( Music for Chameleons)


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Es alta y esbelta , quizá de setenta años, pelo plateado y soigné, ni negra ni blanca, del color oro pálido del ron.
Es una aristócrata de la Martinica que vive en Fort de France, aunque también tiene un piso en París. Estamos
sentados en la terraza de su casa, graciosa y elegante, que parece hecha de encajes de madera: me recuerda a ciertas casas antiguas de Nueva Orleáns. Bebemos té de menta con hielo, levemente sazonado de ajenjo.

Tres camaleones verdes echan carreras a través de la terraza; uno se detiene a los pies de madame chasqueando
su ahorquillada lengua, y ella comenta:
---Camaleones. !Qué excepcionales criaturas ! La manera en que cambian de color. Rojo. Amarillo. Lima.
Rosa. Espliego. ¿ Y sabía usted que les gusta mucho la música? ---me contempla con sus bellos ojos negros---.

¿No me cree?

A lo largo de la tarde me ha contado muchas cosas curiosas. Que, por las noches, su jardín se llena de enormes mariposas nocturnas . Que su chofer, un digno personaje que me ha conducido a su casa en un Mercedes verde oscura, había envenenado a su mujer y luego se había fugado de la Isla del Diablo. Y me ha descrito un pueblo en lo alto de las montañas del norte que esta enteramente habitado por albinos: individuos menudos, de ojos rosados, blancos como la tiza. De vez en cuando se ven algunos por las calles de Fort de France.



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---Si, claro que la creo.

Ladea la cabeza plateada.

--No, no me cree. Pero se lo demostraré.

Diciendo esto, entra resueltamente en su fresco salón caribeño, una estancia umbría con ventiladores que giran
suavemente en el techo, y se coloca ante un piano bien afinado.

Yo sigo sentado en la terraza, pero puedo observarla : una mujer elegante, ya mayor, producto de sangres diversas.
Empieza a tocar una sonata de Mozart.

Finalmente, los camaleones se amontonan: una docena, otra más, verdes la mayoría, algunos escarlata, espliego.
Se deslizan por la terraza entran correteando en el salón : un auditorio sensible, absorto en la musica que suena.
Y entonces deja de sonar, pues mi anfitriona se yergue de pronto, golpeando el suelo con el pie, y los camaleones
salen disparados como chispas de una estrella en explosión.

Ahora me mira.
--Et maintenant? C'est vrai?
--En efecto. Pero resulta muy extraño.
Sonrie.
--Alors. Toda la isla flota en lo extraño. Esta misma casa está encantada. La habitan muchos fantasmas.
Y no en la oscuridad. Algunos aparecen en pleno día, con toda la insolencia que pueda imaginarse. Impertinentes.


--Eso tambien es corriente en Haití. Allá, los fantasmas se pasean a La Luz del día. Una vez vi una horda de fantasmas
que trabajaban en el campo, cerca de Petionville. Quitaban insectos de las plantas de café.


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Ella lo acepta como un hecho, y continúa :
---Oui.Oui. Los haitianos dan empleo a sus muertos .

Son famosos por eso. Nosotros los abandonamos a sus penas . Tan vulgares, los haitianos.
Tan criollos . Y uno no puede bañarse allí, los tiburones son muy imponentes. Y los mosquitos : ! qué tamaño, que audacia !
Aquí, en la Martinica , no tenemos mosquitos . Ni uno.
--Lo he notado ; me ha sorprendido.
--Y a nosotros . La Martinica es la única isla del Caribe que no esta atormentada por los mosquitos, y nadie puede explicárselo.

--Quizá se los traguen todas todas las mariposas nocturnas.
Se rie.
--O los fantasmas .
--No. Creo que los fantasmas preferirían las mariposas.
--Si las mariposas nocturne quizá sean más alimento fantasmal. Si yo fuera un fantasma hambriento, preferiría comer cualquier cosa antes que mosquitos. ¿ Quiere usted mas hielo en su vaso? ¿ ajenjo?

--Ajenjo. Es algo que no podemos conseguir en mi país. Ni siquiera en Nueva Orleáns.
--Mi abuela paterna era de Nueva Orleáns.
--La mia también.
Mientras escancia ajenjo de una destellante botella esmeralda, sugiere:
--Entonces, quizá seamos parientes. Su nombre de soltera era Dufont. Alouette Dufont.

-- ¿Alouette ? ¿ De veras? Muy bonito. Conozco a dos familias Dufont en Nueva Orleáns, pero no estoy emparentado con ninguna de ellas.
--Lastima. Hubiera sido divertido llamarle primo.
Alors. Claudine Paulot me ha dicho que esta es su primera visita a la Martinica.
--¿ Claudine Paulot ?

--Claudine y Jacques Paulot. Los conoció la otra noche, en la cena del gobernador.

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Me acuerdo: el era un hombre alto y guapo, el primer presidente del Tribunal de Apelación de la Martinica y la Guyana francesa, que comprende la Isla del Diablo.

--Los Paulot. Si. Tienen ocho hijos. El es muy partidario de la pena de muerte.
-- ¿ Como es que siendo viajero, según parece , no la ha visitado antes ?

--¿ La Martinica ? Bueno, sentía cierta desgana. Aquí asesinaron a un buen amigo mío.
Los hermosos ojos de madame son una pizca menos amables que antes. Hace una lenta declaración :
--El asesinato es un caso raro por acá. No somos gente violenta. Serios, pero no violentos.

--Serios. Si. En los restaurantes, en las calles, incluso en las playas , la gente tiene unas expresiones bastante severas. Parecen muy preocupados. Como los rusos.

--No debe olvidarse que aquí la esclavitud no terminó hasta 1848.

No puedo establecer la relación , pero no pregunto , pues ya esta explicando :
--Además, Martinica es très cher . Una pastilla de jabón comprada en Paris por cinco francos, aquí cuesta el doble. Todo cuesta el doble de lo debido, porque todo es de importación. Si esos revoltosos consiguieran lo que quieren, y Martinica se hiciera independiente de Francia, seria el fin. Martinica no podría existir sin subvención de Francia. Sencillamente, pereceríamos .

Alors , algunos de nosotros tienen expresiones serias. Pero, hablando en términos generales, ¿ encuentra usted atractivos a los habitantes?
--A las mujeres. He visto a algunas sorprendentemente hermosas. Cimbreantes , suaves, de posturas magnificas, arrogantes ; con una estructura ósea tan fina como la de los gatos. Además, poseen cierta fascinante agresividad

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--Eso es de la sangre senegalesa. Aquí tenemos muchos senegaleses. Pero a los hombres, ¿no les encuentra usted tan atractivos?
--No.
--Estoy de acuerdo. Los hombres no son atractivos . Comparados con nuestras mujeres , resultan improcedentes , sin carácter: vin ordinaire. Martinica , comprende usted, es una sociedad matriarcal. Cuando es el el caso , como en la India, por ejemplo , entonces los hombres nunca llegan a mucho. Veo que está mirando a mi espejo negro.

Lo estoy mirando. Mis ojos lo consultan aturdido : quedan fijos en el contra mi voluntad, como a veces lo están por los absurdos destellos de un aparato de televisión mal ajustado. Tiene esa clase de frívolo poder.

Por consiguiente, lo describiré con todos sus pormenores ; a la manera de esos novelistas franceses de avant-garde , quienes al prescindir de la narración , del personaje y de la estructura , se limitan a párrafos de una pagina de extension donde detallan los contornos de un solo objeto, el mecanismo de un movimiento aislado: un tabique , una blanca pared con una mosca vagando a su través . Así: el objeto de la sala de visitas de madame, es un espejo negro .

Tiene siete pulgadas de alto y seis de ancho. Esta enmarcado en una caja de gastado cuero negro en forma de libro. De hecho, la caja yace abierta encima de una mesa, igual que si fuera una edición de lujo puesta para cogerla y hojearla, pero en ella no hay nada que leer ni que ver, salvo el misterio de la misma imagen de uno proyectada por la superficie del espejo negro, antes de alejarse hacia sus profundidades sin fin , hacia sus corredores de oscuridad.

--Perteneció a Gauguin --explica ella--.Ya sabe usted, por supuesto, que vivió y pintó aquí antes de establecerse entre los polinesios.
Este era su espejo negro. Eran artefactos bastante comunes entre artistas del siglo pasado. Van Gogh usó uno. Igual que Renoir.

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--No logro entenderlo. ¿Para qué los usaban?

--Para refrescar su visión. Para renovar su reacción al color , las variaciones tonales. Tras una sesión de trabajo, con los ojos fatigados descansaban mirando al interior de esos espejos oscuros. Igual que en un banquete , los
gourmets vuelven a despertarse el paladar entre platos complicados, con un sombat de citron- , levanta de la mesa el pequeño volumen que contiene el espejo y me lo tiende.

--Lo uso a menudo, cuando tengo los ojos debilitados por tomar demasiado el sol. Es sedante .
Sedante, y también inquietante. La oscuridad , a medida que uno mira dentro de ella, deja de ser negra, pero se convierte en un extraño azul plateado : el umbral de visiones secretas. Como Alicia, me siento al comienzo de un viaje a través de un espejo, recorrido que vacilo en emprender.

A lo lejos oigo su voz, recelosa, serena, cultivada:
--¿ Así que tenia usted un amigo al que asesinaron aquí?
--Si.
--¿ Un americano?
--Si. Era un hombre de mucho talento. Músico. Compositor.
-- ! Ah! Ya me acuerdo. ! El hombre que escribía operas! Judío. Llevaba bigote.
-- Se llamaba Marc Blitzstein .

--Pero eso fue hace mucho tiempo . Quince años, por lo menos. O más.
Entiendo que se aloja usted en el hotel nuevo. La Bataille. ¿ Cómo lo encuentra?
--Muy agradable. Con un poco de alboroto, porque están abriendo un casino. El encargado del casino se llama Shelley Keats. Al principio creí que era una broma , pero resulta que es su nombre auténtico .

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Marcel Proust trabaja en Le Foulard, ese pequeño y excelente restaurante marisquero de Schoelcher, el pueblo de pescadores .
Marcel es camarero. ¿Le han decepcionado nuestros restaurantes?

Si y no. Son mejores que en cualquier otra parte del Caribe, pero demasiado caros.
--Alors. Como he observado, todo es de importación. Ni siquiera cultívamos nuestras propias verduras. Los nativos son demasiado desganados

-- Un colibrí penetra en la terraza y con la mayor naturalidad del mundo, se queda suspendido en el aire--. Pero nuestros mariscos son extraordinarios .
--Si y no. Jamás he visto unas langostas tan enormes.
Absolutas ballenas; criaturas prehistóricas. Pedí una, pero era tan insípida como el yeso y tan dura de masticar que me cayo un empaste. Es como la fruta de California : espléndida a la vista, pero sin gusto.

Sonrie, no de contento:
--Pues le pido disculpas--y yo lamento mi crítica, y me doy cuenta de que no me estoy comportando con mucha gracia.

La semana pasada comí en su hotel. En la terraza que da a la piscina. Me quedé sorprendida.
--¿ Por qué?
--Por los bañistas. Las damas extranjeras reunidas en torno a la piscina, sin llevar nada por arriba y muy poco por abajo.
¿ Está permitido eso en su país ? ¿ Mujeres que se exhiban prácticamente desnudas?
-- ! No en un lugar tan público como la piscina de un hotel!
--Exactamente . Y no creo que deba tolerarse aquí.
Pero claro, no podemos permitirnos que se incomode a los turistas. ¿ Se ha aburrido usted con alguna de nuestras atracciones turísticas?

--Ayer fuimos a ver la casa donde nació la emperatriz Josefina .
--Nunca aconsejo a nadie que vaya a visitarla. Ese viejo, el conservador , ! que charlatán! Y no se cual es peor, si su francés , su inglés o su alemán. ! Que pelmazo! Como si el viaje hasta allá no fuera lo bastante fatigoso.

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Se va nuestro colibrí. Muy a lo lejos oímos bandas de percusión , panderetas, coros de borrachos ( Ce soir , ce soir nous danserons sans chemise , sans pantalons : Esta noche, esta noche bailaremos sin camisa, sin pantalones) , sonidos que nos recuerdan que es la semana de Carnaval en Martinica.

--Normalmente --proclama --me voy de la isla durante el Carnaval. Se pone imposible. El griterío, el hedor.

Al planear esta experiencia martiniqueña , que incluía viajar con tres compañeros, no sabia yo que nuestra visita coincidiría con el Carnaval ; como nativo de Nueva Orleáns , estaba harto de tales cosas. No obstante ,la variante martiniqueña demostró ser sorprendentemente vital, espontánea y vivida como la explosión de una bomba en una fabrica de fuegos artificiales .

--Mis amigos y yo lo estamos disfrutando. Anoche desfiló un grupo maravilloso : cincuenta hombres llevando paraguas negros y sombreros de copa, con los huesos del esqueleto pintados en el torso con pinturas fosforescente.
Adoro a esas viejas damas con pelucas de lentejuelas doradas y adornos de metal brillante pegados por toda la cara. ! Y todos esos hombres que llevan los blancos vestidos de novias de sus mujeres! Y los millones de niños llevando cirios, refulgentes como luciérnagas.
En realidad, casi nos ocurrió una desgracia. Tomamos prestado un coche del hotel , y justo cuando llegamos a Fort de France , avanzando lentamente por en medio de la multitud , se nos reventó una rueda e inmediatamente quedamos rodeados de rojos diablos con tridentes ..

Madame se divierte :
--Oui. Oui . Los muchachitos que se visten como demonios colorados . Eso viene de siglos atrás

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--Si, pero se pusieron a bailar encima del coche. Causando enormes destrozos. El techo era una absoluta plataforma de samba.
Pero no podíamos abandonarlo, por miedo de que lo destruyeran por completo . De modo que el más caluroso de mis amigos, Bob McBride , se presto a cambiar la rueda allí mismo. El problema era que llevaba un traje nuevo de hilo, blanco, y no quería echarlo a perder.

--En consecuencia , se desvistió. Muy sensato.
--Al menos fue divertido. Ver a McBride, que es un tipo formal, en calzoncillos y tratando de cambiar una rueda con la locura del Mardi gras, haciendo remolinos a su alrededor, mientras diablos rojos lo aguijaban con tridentes. Tridentes de papel , por fortuna.

-- Pero mister Mc Bride tuvo éxito .
--Si no lo hubiese tenido, dudo que yo estuviera aquí, abusando de su hospitalidad.
--No habría pasado nada. No somos gente violenta.
--Por favor. No estoy sugiriendo que corriéramos peligro alguno. Solo era..., bueno parte de la diversión .

¿ Ajenjo ? Un Peu ?
--Una pizca. Gracias.

Vuelve el colibrí.
--¿ Y su amigo, el compositor ?
-- Marc Blitzstein .
--He estado pensando . Vino a cenar a casa, una vez .
Lo trajo madame Derain . Y aquella noche estaba aquí Lord Snowdon . Con su tío, el inglés que construyó todas esas casas en Moustique.
--Olivier Messel.

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--Oui. Oui. Era cuando vivía mi marido. Mi marido tenía buen oido para la música .
Le pidió a su amigo de usted que tocara el piano. Tocó varias canciones alemanas --ahora se ha puesto de pie, y me doy cuenta de lo exquisita que es su figura, lo etérea que parece, perfilada en el verde delicado de su vestido parisiense--.

Me acuerdo de eso, pero no puedo recordar como murió.
¿ Quien lo mató?
Durante todo el rato, el espejo negro ha reposado en mi regazo, y una vez más mis ojos buscan sus profundidades. Es extraño adónde nos llevan nuestras pasiones, persiguiéndonos como un azote, obligándonos a aceptar sueños indeseables, destinos inoportunos.

--Dos marineros.
--¿ De aquí? ¿ De Martinica?
--No. Dos marineros portugueses con permiso de un barco que estaba en el puerto. Se los encontró en un bar.
El estaba aquí trabajando en una Ópera, y alquiló una casa. Se los llevó con él...

--Ya me acuerdo. Le robaron y lo mataron a golpes . Fue horroroso . Una trágico accidente.
El espejo negro se burla de mi. ¿ Por que has dicho eso? No fue un accidente.
--Pero nuestra policía cogió a esos marineros . Los juzgaron y condenaron y los mandaron a prisión, a la Guyana. Me pregunto si aún siguen ahí. Le preguntaré a Paulot. El lo sabrá. Después de todo, es el primer presidente del Tribunal de Apelación.
--En realidad, no importa.

--!Que no importa! Deberían haber guillotinado a esos miserables.
--No. Pero no me disgustaría verlos trabajar en los campos de Haití, quitando insectos de las plantas de café.

Musica para camaleones - Truman Capote

 
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Al levantar los ojos del demoníaco brillo del espejo, noto que mi anfitriona se ha retirado momentáneamente de la terraza y ha entrado en su salón umbrío. Resuena un acorde de piano, y otro. Madame está jugando con el mismo son. En seguida se reúnen los amantes de la musica, camaleones escarlatas, verdes, espliego, un auditorio que, alineado en el suelo de terracota de la terraza, se asemeja a una extraña adaptación escrita de notas musicales . Un mosaico mozartiano.



II .--Mister Jones

( Mr. Jones)


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Durante varios meses del invierno de 1945 viví en una pensión de Brooklin. No era un lugar sucio, sino una casa agradablemente amueblada, de vieja piedra arenisca, mantenida con una limpieza de hospital por sus dueñas, dos hermanas solteras.

Mister Jones vivía en la habitación contigua a la mía. Mi cuarto era el más pequeño , y el suyo más amplio, una hermosa habitación soleada, lo que estaba muy bien, porque míster Jones jamás salía de ella: todo lo que necesitaba, la comida, la compra, el lavado de ropa, era atendido por las maduras patronas. Además, no le faltaban visitas; por lo general, una media docena de personas diferentes, hombres y mujeres , jóvenes, viejas, de mediana edad, frecuentaban diariamente su habitación desde por la mañana temprano hasta últimas horas de la tarde. No es traficante de drogas ni adivino; no, iban simplemente a hablar con él y por lo visto , le hacían pequeños regalos de dinero por su conversación y consejo.
De no ser así, carecia de medios manifiestos para mantenerse .
Yo nunca entablé conversación con míster Jones , circunstancia que desde entonces he lamentado a menudo.


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Era un hombre guapo , de unos cuarenta años. Esbelto, de pelo negro y rostro distinguido; de cara pálida y descarnada, pómulos salientes y un lunar en la mejilla izquierda, un pequeño defecto carmesí en forma de estrella. Llevaba gafas con montura de oro y cristales oscuros como boca de lobo: era ciego y también inválido; según las hermanas, el uso de las piernas le fue arrebatado por un accidente de la infancia, y no podía desplazarse sin muletas .
Siempre iba vestido con un recién planchado traje de tres piezas gris oscuro o azul, y una corbata discreta: como si estuviera a punto de salir para una oficina de Walt Street.

Sin embargo, como digo , nunca abandonaba sus demonios. Simplemente se sentaba en su alegre habitación ,en un cómodo sillón, y recibía visitas. Yo no tenía idea de por qué iban a verlo aquellas personas de aspecto más bien ordinario, ni de que hablaban, y yo estaba demasiado preocupado con mis propios asuntos como para extrañarme de ello. Cuando me picaba la curiosidad, me figuraba que sus amigos habrían encontrado en él a un hombre inteligente y amable, que sabía escuchar bien a quien se confiaban y consultaban sus problemas : una mezcla entre sacerdote y terapeuta .

Mister Jones tenía teléfono. Era el único inquilino con línea particular. Sonaba constantemente, a menudo después de medianoche y a horas muy tempranas, como las seis de la mañana.

Me mudé a Manhattan. Algunos meses después volví a la pensión para recoger una caja de libros que dejé allí guardados.
Mientras las patronas me ofrecían té y pastas en su " salón" de cortinas de encaje, pregunté por míster Jones.
Carraspeando, una de ellas dijo:
--Eso está en manos de la policía.
La otra explicó :
--Hemos dado parte de él como persona desaparecida.
La primera añadió:
--El mes pasado, hace veintiséis días, mi hermana le subió el desayuno a míster Jones, como de costumbre. No estaba. Todas sus pertenencias seguían allí. Pero él se había marchado.
--Qué raro...
---...que un hombre totalmente ciego, un inválido paralítico..

Diez años pasan.
Ahora es una tarde de diciembre, con un frío de cero grados, y estoy en Moscú. Viajó en un vagón del metro.
Sólo hay otros pocos pasajeros. Uno de ellos es un hombre sentado frente a mí, que lleva botas, un abrigo grueso y largo y un gorro de piel de estilo ruso. Tiene ojos brillantes y azules, como de pavo real.
Tras un momento de duda, lo miro embobado porque aún sin las gafas oscuras, no hay equivocación sobre aquel rostro distinguido y descarnado, con sus pómulos salientes y el lunar rojo en forma de estrella.

Me dispongo a cruzar el pasillo y hablarle cuando el tren llega a una estación, y míster Jones, sobre un par de espléndidas y robustas piernas, se levanta y sale del vagón. Rápidamente, la puerta se cierra tras él.


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