CUENTOS COMPLETOS - Truman Capote

12

Era un hombre bajo y el uniforme se le desbordaba en pliegues arrugados. Su cara, flaca y de facciones afiladas, formaba un pálido contraste con la del marine, y su pelo negro, cortado al rape, brillaba a la luz como una gorra de piel de foca. Sus ojos cansados escrutaron nebulosamente a los tres ocupantes de la mesa como si hubiera un biombo entre ellos, y con un gesto nervioso se tiró de los dos galones que llevaba cosidos en la manga.

La mujer se removió, incómoda, y se apretó más contra la ventanilla. Con semblante pensativo lo etiquetó de borracho, y al ver que la chica arrugaba la nariz supo que compartía su veredicto.

Mientras el negro con delantal blanco descargaba su bandeja, el cabo dijo:

—Lo que yo quiero es café, una cafetera grande y un tazón doble de nata.

La chica hundió el tenedor en el pollo con bechamel.

—¿No te parece carísimo todo lo que sirven aquí, querido?

Y entonces empezó. La cabeza del cabo empezó a balancearse con sacudidas cortas e incontrolables. Hizo una pausa y la cabeza se le quedó grotescamente inclinada hacia delante; una convulsión muscular le impulsó el cuello hacia un costado.

La boca se le estiró de un modo horrible y se le tensaron las venas del cuello.

—Oh, Dios mío —exclamó la chica, y la mujer soltó el cuchillo de la mantequilla y automáticamente se protegió los ojos con una mano sensible. El marine miró con aire ausente durante un momento y luego, reponiéndose enseguida, sacó un paquete de tabaco.

—Toma, chico —dijo—. Mejor que fumes uno.

—Por favor, gracias..., muy amable —murmuró el soldado, y después estampó contra la mesa un puño con los nudillos blancos. Temblaron los cubiertos de plata, el agua desbordó de los vasos. Un silencio se prolongó en el aire y una carcajada lejana se esparció por el vagón, cortada en rebanadas iguales.

La chica, entonces, consciente de la atención, se alisó un mechón de pelo detrás de la oreja. La mujer levantó la mirada y se mordió el labio cuando vio que el cabo trataba de encender el cigarrillo.



 
13

—Déjeme —se ofreció ella.

La mano le temblaba tanto que la primera cerilla se apagó. Cuando el segundo intento tuvo éxito esbozó una sonrisa forzada. Al cabo de un rato, él se sosegó.

—Estoy tan avergonzado... Perdóneme, por favor.

—Oh, lo comprendemos —dijo la mujer—. Lo comprendemos perfectamente.

—¿Le ha dolido? —preguntó la chica.

—No, no duele.

—Estaba asustada porque pensé que dolía. Lo parece, desde luego. ¿No es como una especie de hipo?

Dio un respingo súbito, como si alguien le hubiese dado una patada

. El cabo recorrió con el dedo el borde de la mesa y poco después dijo:

—Estaba bien hasta que subí al tren. Me dijeron que estaría bien. Me dijeron: «Estás bien, soldado.» Pero es la emoción, saber que ya estás en tu país y libre y que la maldita espera ha terminado.

Se frotó un ojo.

—Lo siento —dijo.

El camarero depositó el café y la mujer trató de ayudarle. Él le apartó la mano, con un pequeño empujón irritado.

—No haga eso, por favor. ¡Sé hacerlo yo!

Confundida por el sofocón, la mujer se volvió hacia la ventanilla y vio su cara reflejada en ella. Estaba serena y le sorprendió, porque sentía una irrealidad vertiginosa, como si se columpiase entre dos puntos de sueño. Encauzando sus pensamientos hacia otro sitio, siguió el trayecto solemne del tenedor del marine desde el plato hasta la boca. La chica comía ahora con voracidad, pero a la mujer se le estaba enfriando su comida.

Entonces empezó otra vez, aunque no fue tan violento como antes. En el resplandor crudo del foco de un tren que se acercaba, se tornó borroso el reflejo de la cara, y la mujer suspiró.


Cuentos completos - Truman Capote
 
14

Él estaba jurando en voz baja y sonaba más como si rezase. Se agarró como un poseso los lados de la cabeza entre el fuerte torno de las manos.

—Oye, chico, más vale que te vea un médico —sugirió el marine.

La mujer estiró una mano y la apoyó en el brazo levantado del cabo.

—¿Puedo hacer algo? —dijo.

—Lo que hacían para que parase era mirarme a los ojos..., se me pasa si miro a los ojos de alguien.

Ella inclinó la cara hacia él. —Así —dijo él, y se calmó al instante—, así, ya. Es usted un encanto.

—¿Dónde fue? —dijo ella.

Él frunció el ceño y dijo:

—Hubo cantidad de sitios..., son mis nervios. Están destrozados.

—¿Y adonde va ahora?

—A Virginia.

—Allí está su casa, ¿no?

—Sí, allí está.

La mujer sintió un dolor en los dedos y aflojó de repente la presión intensa sobre el brazo del cabo.

—Allí está su casa y tiene que recordar que lo demás no es importante.

—Usted sí que sabe —susurró él—. La quiero. La quiero porque es muy tonta y muy inocente y porque nunca conocerá nada más que lo que ve en las películas. La quiero porque estamos en Virginia y casi he llegado a casa.

La mujer apartó la mirada bruscamente. Una tirantez ofendida se engastó en el silencio.

—¿O sea que piensa que eso es todo? —dijo él.


Cuentos completos - Truman Capote
 
15

Se inclinó sobre la mesa y se pasó la mano por la cara, soñoliento—. Hay eso, pero también hay dignidad. Y cuando pasa delante de gente que conozco de siempre, ¿entonces qué? ¿Cree que quiero sentarme a la mesa con ellos o con alguien como usted y producirles náuseas? ¿Cree que quiero asustar a una niña como ésta de aquí y meterle ideas en la cabeza sobre su hombre? He esperado meses, y me dicen que estoy bien pero la primera vez...

Se detuvo y arqueó las cejas.

La mujer deslizó dos billetes encima de su cuenta y empujó hacia atrás su silla.

—¿Me deja pasar, por favor? —dijo. El cabo se levantó y se quedó de pie, mirando el plato intacto de la mujer. —Cómase eso, maldita sea —dijo—. ¡Tiene que comérselo!

Y luego, sin mirar atrás, desapareció en dirección a los vagones.

La mujer pagó el café.



Cuentos completos - Truman Capote
 
16


LA BOTELLA DE PLATA (1945)



Saliendo del colegio me iba a trabajar a Valhalla. El dueño era mi tío, Mr. Ed Marshall. Lo llamaba «Mr. Marshall» porque todo el mundo, incluida su esposa, lo llamaba así. Con todo, era un hombre simpático.

Tal vez la cafetería fuera un poco anticuada, pero era amplia, oscura y fresca: en los meses de verano no había en el pueblo sitio más agradable. A la izquierda, según entrabas, había un mostrador con cigarrillos y revistas donde generalmente se encontraba Mr. Marshall, un hombre regordete, de cara cuadrada, piel color de rosa y bigotes blancos, viriles, retorcidos en las puntas. Más allá del mostrador estaba la hermosa fuente de soda. Era muy antigua y estaba hecha de mármol fino, color amarillo claro, suave al tacto, sin el menor brillo barato.

Mr. Marshall la compró en una subasta en Nueva Orleáns, allá por 1910, y estaba sencillamente orgulloso de ella. Cuando te sentabas en aquellos taburetes altos y gráciles te veías reflejado de un modo tenue, como a la luz de las velas, en una serie de espejos antiguos enmarcados en caoba. Todas las mercancías eran exhibidas en cajitas de cristal que parecían vitrinas de anticuario y se abrían con llaves de bronce. En el aire siempre flotaba un aroma a almíbar, nuez moscada y otras delicias.

El Valhalla fue el lugar de reunión del condado de Wachata hasta que un tal Rufus McPherson llegó al pueblo y abrió un segundo café, justo en el lado opuesto de la plaza del juzgado.

El viejo Rufus McPherson era un villano, es decir, le ganó el negocio a mi tío. Hizo instalar un equipo muy moderno: ventiladores eléctricos, luces de colores, autoservicio y emparedados de queso fundido para llevar. Aunque obviamente hubo quienes se mantuvieron fieles a Mr. Marshall, la mayoría no pudo resistirse a Rufus McPherson.

Durante un tiempo, Mr. Marshall decidió ignorarlo: si mencionabas a McPherson emitía una especie de ronquido, se llevaba los dedos al bigote y desviaba la vista. Pero era evidente que estaba furioso. Y cada vez más. Un día, a mediados de octubre, entré en el Valhalla y lo encontré en la fuente de soda jugando al dominó y bebiendo vino con Hamurabi.


Cuentos Completos
 
17


Hamurabi era egipcio y más o menos dentista; no tenía muchos clientes porque, gracias a un elemento del agua de aquí, los de estos alrededores tienen unos dientes excepcionalmente fuertes. Pasaba gran parte del tiempo en el Valhalla y era el mejor amigo de mi tío. Tenía muy buena pinta: piel morena y casi dos metros de estatura. Las matronas del pueblo encerraban a sus hijas bajo llave y aprovechaban para mirarlo ellas. No tenía el menor acento extranjero; siempre pensé que era tan egipcio como un marciano.

El caso es que allí estaban, dando cuenta de una enorme botella de vino tinto italiano; una escena inquietante, pues Mr. Marshall era un abstemio consumado. Obviamente pensé: al fin Rufus McPherson le ha hecho perder los estribos. Sin embargo, no era así.

—Ven, hijo —me llamó—, toma un vaso de vino.

—Claro —dijo Hamurabi—, ayúdanos a acabarlo. Es comprado; no podemos desperdiciarlo.

Mucho más tarde, cuando la botella se secó, Mr. Marshall dijo, poniéndola en alto:

—¡Ahora veremos! —Y así desapareció en la tarde.

—¿Adonde va? —pregunté. —Ah —fue todo lo que Hamurabi pudo decir. Le gustaba fastidiarme.

Pasó media hora antes de que mi tío regresara. Traía una carga que lo hacía encorvarse entre gemidos. Colocó la botella sobre la fuente y retrocedió, frotándose las manos, sonriente.

—Y bien, ¿qué os parece?

—Ah —musitó Hamurabi.

—¡Caramba! —dije.

Era la misma botella de vino, pero maravillosamente distinta, pues ahora estaba repleta de monedas de diez y de cinco centavos que lanzaban un brillo opaco a través del grueso vidrio.

—Es bonita, ¿no? —dijo mi tío—. Me la han llenado en el banco. Las monedas más grandes que han entrado son las de cinco centavos; pero bueno, ahí hay mucho dinero.

—Pero... ¿para qué, Mr. Marshall? —pregunté—, quiero decir, ¿de qué se trata?


Cuentos Completos
 
18

La sonrisa de Mr. Marshall se transformó en una mueca.

—Es una botella de plata...

—El tesoro al final del arco iris —interrumpió Hamurabi.

—... se trata, como tú dices, de que la gente adivine cuánto dinero hay ahí. Pongamos que compras por valor de veinticinco centavos; pues ya tienes una oportunidad de adivinar. Cuanto más compras, más oportunidades tienes. De aquí a Navidad voy a llevar todas las apuestas en un libro de cuentas, y el que se acerque más a la cifra se llevará el montón.

Hamurabi asintió con solemnidad.

—Hace de Santa Claus, un Santa Claus astuto —me dijo—. Voy a casa a escribir un libro:
El ingenioso asesinato de Rufus McPherson.

A decir verdad, Hamurabi escribía relatos de vez en cuando y los enviaba a revistas. Siempre se los devolvían.

Fue casi milagrosa la forma en que el condado de Wachata se aficionó a la botella de plata. El Valhalla no había dado tanto dinero desde que el pobre Tully, el jefe de estación, se volvió loco y dijo que había encontrado petróleo detrás de la estación, y el pueblo se llenó de perforadores de pozos. Hasta los haraganes del billar, que jamás gastaban un céntimo en algo no relacionado con el whisky o las mujeres, invirtieron sus ahorros en batidos de leche. Algunas damas ya entradas en años condenaron públicamente la iniciativa de Mr. Marshall por considerarla un juego de azar, pero no causaron mayor problema y algunas incluso encontraron un rato libre para visitarnos y aventurar una apuesta. Los de mi clase enloquecieron con el asunto, y yo me hice muy popular entre ellos, pues creían que sabía la respuesta.

—Te diré lo que pasa —me dijo Hamurabi, encendiendo uno de los cigarrillos egipcios que compraba por correo a un estanco de Nueva York—. No es lo que te imaginas, no se trata de codicia. No. Lo que fascina es el misterio. Si ves todas esas monedas no piensas «¡Qué dineral!» sino
«¿Cuánto
debe haber?». Es una pregunta profunda de verdad; puede significar cosas distintas para gente distinta. ¿Entiendes?

En lo que respecta a Rufus McPherson, ¡vaya si estaba enfurecido! Cuando se hacen negocios se cuenta con la Navidad para obtener buena parte de las ganancias anuales. Ahora estaba más que obligado a encontrar clientes, así que trató de imitar lo de la botella, pero era tan tacaño que la llenó con monedas de un centavo.


Cuentos Completos - Truman Capote
 
19

También escribió una carta al director de The Banner, el semanario del pueblo, diciendo que Mr. Marshall merecía ser «embarrado de brea, emplumado y ahorcado por convertir a niñitos inocentes en apostadores empedernidos y conducirlos al camino del averno». Obviamente fue el hazmerreír del pueblo; no suscitó otra cosa que desprecio. Así, para mediados de noviembre, se limitaba a sentarse en la acera, frente a su tienda, y mirar con amargura la algarabía al otro lado de la plaza.

Por esa época llegó Appleseed, en compañía de su hermana. Era un desconocido, al menos nadie recordaba haberlo visto antes. Después le oiríamos decir que vivía en una granja a un kilómetro y medio de Indian Branches, que su madre apenas pesaba treinta kilos y que tenía un hermano dispuesto a tocar el violín en cualquier boda a cambio de cincuenta centavos; aseguró que solamente se llamaba Appleseed (semilla de manzana) y que había cumplido doce años (pero Middy, su hermana, dijo que ocho). Tenía el pelo lacio y rubio, un rostro enjuto, curtido por el clima, con ansiosos ojos verdes que miraban de un modo sagaz y penetrante; era pequeño, frágil, y siempre iba vestido del mismo modo: jersey rojo, pantalones de dril azul y botas de adulto que hacían clop clop a cada paso.

Aquel primer día en que entró en el Valhalla estaba lloviendo; el pelo se le había aplastado como una gorra sobre su cabeza y sus botas estaban embadurnadas del barro rojizo de los caminos del condado. Fue contoneándose hasta la fuente como un vaquero y Middy le siguió. Yo estaba secando vasos.

—Oí lo de la botella esa llena de dinero que regalan —dijo, mirándome directamente a los ojos—. Ya que la regalan, nos la pueden dar a nosotros. Me llamo Appleseed; mi hermana Middy.

Middy era una niña triste, muy triste, de rostro pálido y lastimero, bastante más alta que su hermano: un verdadero espárrago. Le habían dejado el pelo color de estopa cortado como un casquete, llevaba un vestido de algodón deshilachado que ni siquiera le cubría sus huesudas rodillas y tenía algún defecto en los dientes que trataba de ocultar presionando los labios como una señora vieja.

—Lo siento —dije—, tienes que hablar con Mr. Marshall.

Y así lo hizo. Pude oír cómo mi tío le explicaba lo que había que hacer para ganar la botella. Appleseed escuchaba con atención, asintiendo de vez en cuando. Finalmente regresó, se puso frente a la botella, la tocó apenas y dijo:

—¿Verdad que es bonita, Middy?


Cuentos Completos - Truman Capote
 
20


Middy dijo:

—¿Nos la darán?

—Hay que adivinar cuánto dinero hay dentro. Hay que gastarse veinticinco centavos para poder apostar.

—Uy, ¿de dónde vas a sacar veinticinco centavos?

Appleseed encogió los hombros y se rascó la barbilla.

—Eso es muy fácil, déjamelo a mí. Pero no puedo correr riesgos, tengo que
saberlo.

Regresaron a los pocos días. Appleseed trepó a un taburete y pidió atrevidamente dos vasos de agua, uno para él, otro para Middy. Entonces fue cuando habló de su familia:

—...y luego está Papi Pa, el pobre de mi mamá. Es un indio cajún porque no habla bien inglés. Mi hermano, el del violín, lleva tres veces en la cárcel..., por su culpa tuvimos que irnos de Louisiana. Le dio un mal pinchazo a un tío en una pelea a navajazos por una mujer diez años mayor que él. Ella era rubia.

Middy, que estaba a sus espaldas, dijo nerviosa:

—No deberías andar contando nuestros asuntos personales de ese modo, Appleseed. —Tú te callas —Y se calló—. Es muy buena —añadió, volviéndose para darle una palmada en la cabeza—, pero hay que controlarla. Deja de hacer rechinar los dientes y ve a ver los libros de dibujitos. Appleseed tiene que hacer cálculos.

«Hacer cálculos» significó contemplar la botella fijamente, como si quisiera devorarla con los ojos. La examinó un buen rato, la barbilla apoyada en su mano, sin parpadear una sola vez.

—Una señora de Louisiana me dijo que yo podía ver más cosas que otros porque nací con una vuelta de cordón.

—A que no ves cuánto hay ahí —le dije—. ¿Por qué no dejas que te venga un número a la cabeza? Tal vez sea el bueno.

—No, no —dijo—, es arriesgadísimo. No puedo arriesgarme; sólo hay una manera, contar las monedas.

—¡Contar!


Cuentos Completos - Truman Capote
 
21

—¿Contar qué? —preguntó Hamurabi, que acababa de entrar y se estaba acomodando junto a la fuente.

—Este chico dice que va a contar cuánto hay en la botella —expliqué.

Hamurabi miró a Appleseed con interés.

- ¿Cómo piensas hacerlo, hijo?
—Pues contando —aclaró como algo obvio.

Hamurabi rió. —Deberías tener rayos X en los ojos, chico. Es todo lo que puedo decirte.

—Qué va. Sólo has de nacer con una vuelta de cordón. Me lo dijo una señora de Louisiana. Era una bruja y me quería tanto que cuando mi mamá no quiso dejarme con ella le echó una maldición y ahora sólo pesa treinta kilos.

—Qué in-te-re-san-te —comentó Hamurabi, mirándolo con desconfianza.

Entonces intervino Middy mostrando un ejemplar de Secretos de la pantalla. Le señaló una determinada fotografía a Appleseed y dijo:

—A que es la mujer más guapa del mundo. Mira, Appleseed, mira qué dientes tan bonitos. Ni uno fuera de sitio.

—Ten quietos los tuyos. Cuando se fueron Hamurabi pidió una naranjada y se la bebió lentamente mientras fumaba un cigarrillo.

—¿Crees que ese chico está bien de la azotea? —preguntó finalmente, con voz intrigada.

Los pueblos son lo mejor para pasar la Navidad; enseguida se crea el ambiente y su influjo los hace revivir. Para la primera semana de diciembre, las puertas de las casas estaban decoradas con coronas y los escaparates relumbraban con campanas de papel rojo y copos de nieve de gelatina centelleante; los chicos iban de excursión al bosque y regresaban arrastrando fragantes árboles de hoja perenne; las mujeres se encargaban de hornear pasteles de fruta, destapar frascos de compota de manzana y pasas, abrir botellas de licor de uva y de zarzamora; en la plaza habían adornado un enorme árbol con celofanes plateados y focos de colores que se encendían de noche; ya entrada la tarde se podía oír el coro de la iglesia presbiteriana ensayando los villancicos para la función anual; en todo el pueblo florecían las camelias japonesas



Cuentos Completos - Truman Capote
 
22


La única persona que parecía al margen de esa atmósfera cordial era Appleseed. Insistía en su tarea declarada: contaba el dinero de la botella con sumo cuidado. Iba todos los días al Valhalla a concentrarse en la botella, frunciendo el entrecejo y farfullando para sí. En un principio esto fue causa de asombro, pero después de un tiempo nos aburría y ya nadie hacía el menor caso. Appleseed no compraba nunca nada, parecía incapaz de reunir los veinticinco centavos.

A veces hablaba con Hamurabi, que le había cobrado afecto y de vez en cuando le invitaba a un caramelo, a una barrita de regaliz.

—¿Todavía cree que está loco? —le pregunté.

—No estoy seguro —dijo Hamurabi—, pero te diré una cosa: no come lo suficiente. Le voy a pagar un plato de carne asada en el Rainbow.

—Seguramente él le agradecería más que le diera veinticinco centavos.

—No. Lo que necesita es un plato de carne. Sería mejor que no se hubiera propuesto adivinar nada. Un chico tan excitable, tan raro... No me gustaría ser el responsable de que se chalara. Sería de verdad una lástima.

Debo admitir que en aquel tiempo Appleseed sólo me parecía extravagante. Mr. Marshall le tenía compasión y los chavales habían tratado de burlarse de él, pero se dieron por vencidos al ver que no reaccionaba.

Que Appleseed estaba allí, sentado en la fuente de soda con el rostro arrugado y los ojos siempre fijos en la botella, era algo tan claro como el agua, pero se abstraía tanto que en ocasiones causaba la macabra impresión de, bueno, de no estar allí. Y apenas sentías esto, despertaba para decir algo como «¿Sabes?, ojalá ahí dentro haya una moneda con búfalo, de las de 1913; un tipo me dijo que sabe un sitio donde las monedas con búfalo valen cincuenta dólares», o «Middy será toda una estrella de cine; las estrellas de cine ganan mucho dinero, nunca más volveremos a comer col verde. Pero Middy dice que mientras sus dientes no sean bonitos no podrá hacer películas»


Cuentos Completos - Truman Capote
 
23

Middy no siempre lo acompañaba. En esas ocasiones en que iba solo, Appleseed no era el mismo; se comportaba con timidez y se marchaba pronto.

Hamurabi mantuvo su promesa y le invitó a un plato de carne asada en el café.

—Mr. Hamurabi es muy bueno —diría Appleseed—, pero tiene unas ideas raras; se cree que si viviera en ese sitio, Egipto, sería rey o algo así.

Y Hamurabi dijo:

—El chico tiene la fe más conmovedora del mundo, es una maravilla verlo, pero todo este asunto empieza a hartarme —Hizo un gesto señalando la botella—. Es cruel despertar esa clase de esperanza en cualquier persona, y me arrepiento de haber tenido que ver en ello.

El pasatiempo más popular relacionado con el Valhalla consistía en decidir lo que uno haría si ganaba la botella. Entre los involucrados en esto se encontraban Solomon Katz, Phoebe Jones, Carl Kuhnhardt, Puly Simmons, Addie Foxcroft, Marvin Finkle, Trudy Edwards y un hombre de color llamado Erskine Washington. Algunas de las respuestas: un viaje a Birmingham para hacerse la permanente, un piano de segunda mano, un pony Shetlan, un brazalete de oro, una colección de libros
Rover Boys y un seguro de vida.

En una ocasión, Mr. Marshall le preguntó a Appleseed qué compraría. —Es un secreto —contestó. No había súplicas suficientes para hacerle hablar, pero fuera lo que fuese, era obvio que lo necesitaba muchísimo.

En esta parte del país el verdadero invierno no llega hasta fines de enero, y suele ser bastante moderado y corto. Pero en el año del que escribo, recibimos las bendiciones de una ola de frío una semana antes de Navidad. Hay quienes todavía hablan de eso, tan terrible fue: las tuberías se congelaron; muchos tuvieron que pasar días enteros acurrucados bajo sus edredones por no haber recogido leña a tiempo; el cielo cobró ese extraño tono gris opaco que precede a las tormentas y el sol era más pálido que una luna evanescente; un viento afilado hacía que las ramas, secas desde el último otoño, cayeran a pedazos en el suelo helado, y en dos ocasiones el pino de la plaza del juzgado perdió sus adornos navideños; respirabas y el vaho formaba nubes humeantes.


Cuentos Completos - Truman Capote

 

Temas Similares

4 5 6
Respuestas
67
Visitas
4K
P
Respuestas
121
Visitas
7K
pilou12
P
P
Respuestas
270
Visitas
16K
pilou12
P
Back