CUENTOS COMPLETOS - Truman Capote

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—¿No hay dulce, un pastel? Mrs. Miller sacudió el cigarrillo; la ceniza cayó en la alfombra. Ladeó la cabeza levemente, tratando de enfocar sus ojos.

—Has prometido que te irías si te daba de comer —dijo.

—¿En serio? ¿Eso he dicho?

Fue una promesa, estoy cansada y no me encuentro nada bien.

—No se altere —dijo Miriam—. Es broma.

Cogió su abrigo, lo dobló sobre su brazo y se colocó la boina frente al espejo. Finalmente se inclinó muy cerca de Mrs. Miller y murmuró:

—Déme un beso de buenas noches.

—Por favor..., prefiero no hacerlo.

Miriam alzó un hombro y arqueó un ceja:

—Como guste. —Fue directamente a la mesa de centro, tomó el florero que tenía unas rosas de papel, lo llevó a donde la dura superficie del piso yacía al descubierto y lo dejó caer. Ella pisoteó el ramo después que el cristal reventara en todas direcciones. Luego, muy despacio, se dirigió a la puerta. Antes de cerrarla se volvió hacia Mrs. Miller con una mirada llena de curiosidad y estudiada inocencia.

Mrs. Miller pasó el día siguiente en cama. Se levantó una vez para dar de comer al canario y tomar una taza de té. Se tomó la temperatura: aunque no tenía fiebre, sus sueños respondían a una agitación febril, a una sensación de desequilibrio, presente incluso cuando miraba el techo con los ojos muy abiertos. Un sueño se colaba entre los otros como el esquivo y misterioso tema de una compleja sinfonía; le traía escenas de precisa nitidez que parecían trazadas por una mano de intensidad virtuosa: una niña pequeña, vestida de novia y ataviada con una guirnalda, encabezaba una procesión, una hilera gris que descendía por una montaña; había un silencio inusual hasta que una mujer preguntaba desde atrás: «¿Adonde nos lleva?» «Nadie lo sabe», respondía un viejo que caminaba delante. «Pero ¿verdad que es hermosa?», intervenía un tercero. «¿Acaso no es como una flor congelada..., tan blanca y deslumbrante?»


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El martes por la mañana ya se encontraba mejor. El sol se colaba por las persianas en haces incisivos, arrojando una luz que desbarataba sus nocivas fantasías. Abrió la ventana y descubrió un día de deshielo, templado como en primavera; una hilera de nubes limpias, nuevas, se arrugaba contra el inmenso azul de un cielo fuera de temporada, y más allá de la línea de azoteas podía ver el río, el humo de las chimeneas de los remolcadores que se curvaba en un viento tibio. Un enorme camión plateado cepillaba la nieve amontonada en la calle; el aire propagaba el ronroneo del motor.

Después de arreglar el apartamento fue al colmado, hizo efectivo un cheque y siguió hacia Schrafft's, donde desayunó y conversó alegremente con la camarera. Ah, era un día maravilloso —casi como un día festivo—, hubiera sido una tontería regresar a casa.

Tomó un autobús que iba por la Avenida Lexington hasta la calle Ochenta y seis. Había decidido ir de compras.

No tenía idea de lo que quería o necesitaba; caminó sin rumbo fijo, atenta sólo a la gente que pasaba; se fijó en que iban con prisa y tensos, hasta que se sumió en una incómoda sensación de aislamiento.

Aguardaba en la esquina de la Tercera Avenida cuando le vio. Era viejo, patizambo, iba agobiado por una carga de paquetes a reventar. Llevaba un desleído abrigo color café y una gorra de cuadros. De repente se dio cuenta de que intercambiaban una sonrisa: nada amistoso, sólo dos fríos destellos de reconocimiento. Sin embargo, estaba segura de no haberlo visto antes.

El hombre estaba junto a una columna del tren elevado. Cuando atravesó la calle, él se volvió y la siguió. Se le acercó bastante; de reojo, ella veía su reflejo vacilante en los escaparates.

Luego, a mitad de una manzana, se detuvo y lo encaró. También él se detuvo, irguió la cabeza, sonriendo. ¿Qué podía decirle? ¿Qué podía hacer allí, a plena luz del día, en la calle Ochenta y seis? Era inútil; aceleró el paso, despreciando su propia identidad.

La Segunda Avenida se ha vuelto una calle deprimente, hecha de restos y sobras, parte asfalto, parte adoquines, parte cemento; su atmósfera de abandono es permanente. Caminó cinco manzanas sin encontrar a nadie, seguida por el incesante crujido de las pisadas en la nieve. Cuando llegó a una floristería el sonido seguía a su lado. Se apresuró a entrar. Le miró a través de la puerta de cristal: el hombre siguió de largo, sin aminorar el paso, la mirada fija hacia el frente, pero hizo algo extraño y revelador: se alzó la gorra.

—¿Seis de las blancas, dice? —preguntó la florista.

—Sí —dijo ella—, rosas blancas.



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De ahí fue a una cristalería y escogió un florero, presunto sustituto del que había roto Miriam, aunque el precio era desmedido y el florero mismo (pensó) de una vulgaridad grotesca. Sin embargo, había iniciado una serie de adquisiciones inexplicables, como quien obedece a un plan trazado de antemano, del que no tiene el menor conocimiento ni control.

Compró una bolsa de cerezas escarchadas, y en una confitería llamada Knickerbocker se gastó cuarenta centavos en seis pastelillos de almendra.

En la última hora había vuelto a hacer frío; las nubes ensombrecían el sol como lentes borrosas y el cielo se teñía con la osamenta de una penumbra anticipada; una bruma húmeda se mezcló con la brisa; las voces de los últimos niños que corrían sobre la nieve sucia amontonada en la calle sonaban solitarias y desanimadas. Pronto cayó el primer copo. Cuando Mrs. Miller llegó al edificio de piedra, la nieve caía como una cortina y las huellas de las pisadas se desvanecían nada más impresas.

Las rosas blancas quedaron muy decorativas en el florero. Las cerezas escarchadas brillaban en un plato de cerámica. Los pastelillos de almendra, espolvoreados de azúcar, aguardaban una mano. El canario aleteaba en su columpio y picoteaba una barra de alpiste.

A las cinco en punto sonó el timbre. Sabía quién era. Recorrió el apartamento arrastrando el dobladillo de su bata.

—¿Eres tú? —preguntó.

—Claro. —La palabra resonó aguda desde el vestíbulo—. Abra la puerta.

—Vete —dijo Mrs. Miller.

—Dése prisa, por favor..., que traigo un paquete pesado.

—Vete.

Regresó a la salita, encendió un cigarrillo, se sentó y escuchó el timbre con toda calma: una y otra y otra vez.

—Más vale que te vayas, no tengo la menor intención de dejarte entrar.

Al poco rato el timbre dejó de sonar. Mrs. Miller permaneció inmóvil unos diez minutos. Luego, al no oír sonido alguno, pensó que Miriam se habría ido. Caminó de puntillas; abrió un poquito la puerta. Miriam estaba apoyada en una caja de cartón, acunando una bonita muñeca francesa entre sus brazos.


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—Creí que ya no vendría —dijo de mal humor—. Tome, ayúdeme a meter esto, pesa muchísimo.

Más que a una fascinación sucumbió a una curiosa pasividad. Entró la caja y Miriam la muñeca. Miriam se arrellanó en el sofá; no se molestó en quitarse el abrigo ni la boina; miró distraídamente a Mrs. Miller, quien dejó caer la caja y se detuvo, vacilante, tratando de recuperar el aliento.

—Gracias —dijo Miriam. A la luz del día parecía agotada y afligida; su pelo, menos luminoso. La muñeca a la que hacía mimos tenía una exquisita peluca empolvada, sus estúpidos ojos de cristal buscaban consuelo en los de Miriam—. Tengo una sorpresa —continuó—. Busque en la caja.

Mrs. Miller se arrodilló, destapó el paquete y sacó otra muñeca, luego un vestido azul, seguramente el que Miriam llevaba aquella primera noche en el cine; sobre el resto dijo:

—Sólo hay ropa, ¿por qué?

—Porque he venido a vivir con usted —dijo Miriam, doblando el rabillo de una cereza—. ¡Qué amable, me ha comprado cerezas!

—¡Eso no puede ser! Vete, por el amor de Dios, ¡vete y déjame en paz!

—¿... y las rosas y los pastelillos de almendra? ¡Qué generosa, de verdad! ¿Sabe? Las cerezas están deliciosas. El último lugar donde viví era la casa de un viejo tremendamente pobre; jamás teníamos cosas buenas de comer. Creo que aquí seré feliz. —Hizo una pausa para estrechar a su muñeca—. Bueno, dígame dónde puedo poner mis cosas..

. La cara de Mrs. Miller se disolvió en una máscara de arrugas rojizas; empezó a llorar: un llanto artificial, sin lágrimas, como si, no habiendo llorado en mucho tiempo, hubiera olvidado cómo se hacía. Retrocedió cautelosamente. Siguiendo el contorno de la pared hasta sentir la puerta.

Atravesó el vestíbulo y corrió escaleras abajo hasta un descansillo. Golpeó frenéticamente la puerta del primer apartamento a su alcance. Le abrió un pelirrojo de baja estatura. Entró haciéndolo a un lado.



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—Oiga, ¿qué coxx es esto?

—¿Pasa algo, amor? —Una mujer joven salió de la cocina, secándose las manos. Mrs. Miller se dirigió a ella:

—Escúchenme —gritó—, me avergüenza comportarme de este modo, pero..., bueno, soy Mrs. Miller y vivo arriba y... —Se cubrió la cara con las manos—. Resulta tan absurdo...

La mujer la condujo a una silla mientras el hombre, nervioso, revolvía las monedas en su bolsillo.

—¿Y bien?

—Vivo arriba. Una niña ha venido a verme, creo que le tengo miedo. No quiere irse y yo no puedo..., va a hacer algo horrible. Ya me ha robado un camafeo, pero está a punto de hacer algo peor, ¡algo horrible!

—¿Es pariente suya? —preguntó el hombre.

Mrs. Miller negó con la cabeza:

—No sé quién es. Se llama Miriam, pero en realidad no la conozco.

—Tiene que calmarse, guapa —le dijo la mujer, dándole golpecitos en el brazo—. Harry se encargará de la niña. Date prisa, amor.

Ella dijo:

—La puerta está abierta: es el 5 A.

El hombre salió, la mujer trajo una toalla y le humedeció la cara.

—Es usted muy amable —dijo—. Lamento comportarme como una tonta, pero esa niña perversa...

—Claro, guapa —la consoló la mujer—. Más vale tomárselo con calma.

Mrs. Miller apoyó la cabeza en la curva de su brazo; estaba tan quieta que parecía dormida. La mujer puso la radio: un piano y una voz rasposa llenaron el silencio. La mujer zapateó con excelente ritmo:

—Tal vez deberíamos subir nosotras también —dijo.



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—No quiero volver a verla. No quiero ir a ningún sitio del que ella pueda estar cerca.

—Vamos, vamos, ¿sabe qué debería haber hecho? Llamar a la policía.

Precisamente entonces oyeron al hombre en las escaleras. Entró a zancadas, rascándose la nuca con el ceño fruncido.

—Ahí no hay nadie —dijo, sinceramente embarazado—. Debe haberse largado.

—Eres un imbécil, Harry —exclamó la mujer—. Hemos estado aquí todo el tiempo y habríamos visto... —Se detuvo de golpe; la mirada del hombre era penetrante.

—He buscado por todas partes —dijo—, y la verdad es que no hay nadie. Nadie. ¿Entendido?

—Dígame —Mrs. Miller se incorporó—, dígame, ¿ha visto una caja grande?, ¿o una muñeca?

—No. No, señora.

La mujer, como si pronunciara un veredicto, dijo:

—Bueno, para haber pegado ese alarido...

Mrs. Miller entró despacito en su apartamento y se detuvo en medio de la salita. No, en cierto modo no había cambiado: las rosas, los pastelillos y las cerezas estaban en su sitio. Pero era una habitación vacía, más vacía que un espacio sin muebles ni familiares, inerte e inanimado como un salón fúnebre. El sofá emergía frente a ella con una extrañeza nueva: su vacuidad tenía un significado que hubiera sido menos agudo y terrible de haber estado Miriam allí hecha un ovillo. Fijó la mirada en el lugar donde recordaba haber dejado la caja. Por un momento, el taburete giró angustiosamente. Se asomó a la ventana; no había duda: el río era real, la nieve caía. Pero a fin de cuentas uno nunca podía ser testigo infalible: Miriam, allí de un modo tan vivo, y, sin embargo, ¿dónde estaba? ¿Dónde, dónde?


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Como en sueños, se hundió en una silla. El cuarto perdía sus contornos; estaba oscuro y no había manera de impedir que se hiciera más oscuro; no podía alzar la mano para encender una lámpara.

Cerró los ojos y sintió un impulso ascendente, como un buzo que emergiera de profundidades más oscuras, más verdes.

En momentos de terror o de enorme tensión sobrevienen instantes de espera; la mente aguarda una revelación mientras la calma teje su madeja sobre el pensamiento; es como un sueño, o como un trance sobrenatural, un remanso en el que se atiende a la fuerza del razonamiento tranquilo: bueno, ¿y qué si no había conocido nunca a una niña llamada Miriam? ¿Se había asustado como una estúpida en la calle? A fin de cuentas, igual que todo lo demás, eso tampoco importaba. Miriam la había despojado de su identidad, pero ahora recobraba a la persona que vivía en ese cuarto, que se hacía su propia comida, que tenía un canario, alguien en quien creer y confiar: Mrs. H. T. Miller.

En medio de esa sensación de contento, se percató de un doble sonido: el cajón del buró que se abría y se cerraba. Le parecía estar escuchándolo con mucho retraso: abrirse, cerrarse. Luego, a este ruido áspero le siguió un susurro tenue, delicado; el vestido de seda se aproximaba más y más, se volvía tan intenso que hasta las paredes vibraban. El cuarto cedía bajo una ola de murmullos. Mrs. Miller se puso rígida, y abrió los ojos ante una mirada hueca y fija: —Hola —dijo Miriam.


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MI VERSIÓN DEL ASUNTO

( 1945 )




Sé lo que se dice de mí y es cosa suya si se ponen de mi parte o de la de ellos. Es mi palabra contra la de Eunice y la de Olivia-Ann. Cualquiera que tenga ojos para ver se da cuenta enseguida de quién es el que está en sus cabales. Mi única intención es que los ciudadanos de los Estados Unidos sepan la verdad. Eso es todo.

Los hechos: el domingo 12 de agosto de este año de Nuestro Señor, Eunice trató de matarme con la espada de la guerra civil de su padre y Olivia-Ann hizo pedazos todo lo que encontró por aquí con un cuchillo de matar cerdos, de treinta centímetros de largo. Y eso por no mencionar muchas otras cosas.

Todo empezó hace seis meses cuando me casé con Marge. Ese fue mi primer error. Nos casamos en Mobile, y hacía solamente cuatro días que nos conocíamos. Dieciséis años teníamos los dos; ella había venido a ver a mi prima Georgia. Ahora que he tenido tiempo suficiente para pensarlo, me hago cruces de cómo pudo llegar a gustarme. No tiene bonitas facciones ni cuerpo ni cerebro. Pero es rubia natural, y tal vez ésa sea la respuesta. El caso es que llevábamos tres meses de casados cuando Marge salió con que estaba embarazada; fue el segundo error. Luego armó un escándalo y dijo que tenía que irse con su madre, aunque no tiene, sólo dos tías: Eunice y Olivia-Ann. De modo que me obligó a renunciar a mi excelente puesto de empleado en el Cash'n'Carry y a mudarme aquí a Admiral's Mill que, se mire por donde se mire, no es más que un maldito agujero en el camino.

El día en que Marge y yo nos bajamos del tren en la estación llovía a cántaros, ¿y creen que alguien vino a recogernos? ¡Para eso desperdicié cuarenta y un centavos en un telegrama! Ahí me tienen, con mi esposa embarazada, hemos de recorrer diez kilómetros bajo la tormenta. Marge se llevó la peor parte porque yo casi no puedo cargar nada debido a mis terribles dolores de espalda. Reconozco que la casa me impresionó a primera vista. Es grande, amarilla y tiene auténticas columnas en la parte de delante, camelias rojas y blancas alineadas en el jardín. Eunice y Olivia-Ann nos habían visto llegar y estaban esperando en el porche. ¡Ojalá pudieran verlas, a esas dos! ¡Se caerían de culo, se lo juro! Eunice es así de gorda y vieja, con un trasero que debe de pesar cien kilos al menos. Llueva o truene, deambula por la casa en una bata pasada de moda que ella llama «quimono» (pero no es otra cosa que una andrajosa bata de franela). Además masca tabaco y trata de disimular escupiéndolo a escondidas.



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Siempre anda fanfarroneando sobre su espléndida educación; es así como intenta ponerme de mal humor, aunque la verdad es que me importa un pito, pues sé de alguien que no puede leer las historias sin deletrear cada palabra (aunque, eso sí, sabe sumar y restar dinero con tal rapidez que podría estar en Washington D.C. trabajando donde fabrican la cosa). Y no crean que no tiene dinero. Claro que lo niega, pero yo sé que tiene porque un día encontré casualmente cerca de mil dólares escondidos en un tiesto del porche lateral. Yo no toqué un centavo, pero Eunice dice que le robé un billete de cien dólares, ¡una mentira apestosa, de cabo a rabo! Sin embargo, todo lo que dice Eunice es ley: en Admiral's Mill no hay ser viviente que se atreva a negar que le debe dinero, y si dijera que Charlie Carson (un ciego de noventa años que no ha dado un paso desde 1896) la tiró al suelo y la violó, todos y cada uno de los habitantes del condado jurarían lo mismo sobre una pila de Biblias.

Y Olivia-Ann es peor, de verdad, aunque no está tan mal de los nervios como Eunice. Olivia-Ann es idiota de nacimiento y debería estar encerrada en un desván: tan pálida y flaca, y tiene bigote. Se pasa el tiempo sacándole punta a un palo con su cuchillo de treinta centímetros de matar cerdos, cuando no está ocupada haciendo una maldad como la que hizo a Mrs. Harry Steller Smith. Había jurado que jamás diría nada acerca de eso, pero cuando se atenta contra la vida de una persona, mando al diablo las promesas.

Mrs. Harry Steller Smith era el canario de Eunice, llamado así en honor de una mujer de Pensacola que prepara el brebaje curalotodo que Eunice toma para la gota. Un día oí un tremendo alboroto en la sala y cuando fui a investigar, a quién me encontré sino a Olivia-Ann. Con una escoba obligó a Mrs. Harry Steller Smith a salir por la ventana (la puerta de la jaula estaba abierta de par en par). Si yo no hubiese entrado justo en ese momento quizás nunca la habrían descubierto. Tuvo miedo de que se lo fuera a contar a Eunice, y se descolgó con que era injusto tener encerrada a una criatura de Dios y que detestaba el canto de Mrs. Harry Steller Smith. La verdad sea dicha, me inspiró algo de compasión; además me dio dos dólares por ayudarla a inventar una historia que contar a Eunice (obviamente sólo acepté el dinero convencido de que eso tranquilizaría su conciencia).



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Las primeras palabras que pronunció Eunice cuando puse el pie en esta casa fueron:

—¿O sea que te escapaste para casarte con esto, Marge?

Entonces Marge dice:

—¿Has visto qué cosa tan guapa, tía Eunice?

Eunice me mira de a-rri-ba a-ba-jo y dice:

—Dile que se dé la vuelta.

Mientras le doy la espalda, Eunice dice:

—La verdad es que te has quedado con las sobras de la basura. Pero si esto no llega ni a un hombre.

¡Nunca en mi vida me han tratado tan mal! Sí que soy un poco rechoncho, pero es que aún no he acabado de crecer.

—Claro que es un hombre —dice Marge.

Y Olivia-Ann, que está ahí con la boca tan abierta que las moscas podrían entrar y salir zumbando, dice:

—Ya has oído lo que ha dicho mi hermana. Ni a hombre llega. ¡Habráse visto, un enano que pretende ser un hombre! ¡Ni siquiera es del s*x* masculino!

Marge dice:

—Pareces olvidar que se trata de mi esposo, del padre de mi futuro hijo.

Eunice hace un ruido vulgar, de esos que sólo ella domina.

—Yo lo único que digo es que no me jactaría de ello.

¿No es una hermosa bienvenida? Y encima después de renunciar a mi excelente puesto de empleado en el Cash'n'Carry.

Pero esto es una insignificancia comparado con lo que vendría esa misma noche. Después de que Bluebell retirara los platos de la cena, Marge preguntó, todo lo amable que fue capaz, si nos prestaban el coche para ir a Phoenix a ver una película.

—¿Estás loca? —dice Eunice, como si le pidiéramos que se levantara el quimono para enseñar su trasero.

—¿Estás loca? —dice Olivia-Ann.

—Son las seis —dice Eunice—, y si crees que voy a dejar a este enano que conduzca mi Chevrolet del 34 (¡que está como nuevo!) hasta el retrete y volver, es que te has vuelto completamente loca.

Ese lenguaje hace llorar a Marge, naturalmente.

—No llores, amor mío —digo—, ya he conducido muchos Cadillacs.



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—Hmm —dice Eunice.

—Sí —digo yo.

Entonces Eunice dice:

—Si éste ha conducido siquiera un arado yo me como una docena de ardillas fritas en aguarrás.

—No permito que hables así de mi marido —dice Marge—. ¡Estás haciendo el mamarracho! A ver si te crees que me cuelgo del primero que pasa.

—A quien le pique que se rasque dice Eunice.

—¿Es que piensas que nos chupamos el dedo? —dice Olivia-Ann con su rebuzno personal, imposible de diferenciar del de un burro en celo.

—No hemos nacido ayer, sabes —dice Eunice.

Y Marge dice:

—A ver si os enteráis: estoy legalmente casada con este hombre, hasta que la muerte nos separe, según un certificado de hace tres meses y medio expedido por un juez de paz. Pregúntaselo a quien sea. Y otra cosa, tía Eunice, él es libre, blanco y tiene dieciséis años. Y más aún, a George Far Sylvester no le gusta que hablen así de su padre.

George Far Sylvester es el nombre que le íbamos a poner al bebé. Suena bien, ¿no creen? Pero en la actual situación eso ya no me importa nada.

—¿Cómo una chica va a tener un hijo con otra chica? —dice Olivia-Ann, en un estratégico ataque contra mi virilidad—. Todos los días se ve algo nuevo, no cabe duda.

—Vamos, ¡a callar! —dice Eunice—. Basta de hablar de películas en Phoenix.

Marge llora.

—Oh-h-h, pero si es de Judy Garland.

—No importa, amor mío —digo yo—, seguramente ya la habré visto en Mobile hace diez años.

—Ésa es una mentira deliberada —grita Olivia-Ann—. Ah, eres un sinvergüenza, eso es lo que eres, Judy no lleva diez años haciendo cine.



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A sus cincuenta y dos años Olivia-Ann no ha visto ni una sola película (nunca dice la edad pero yo presenté una solicitud en el registro civil de Montgomery y me contestaron muy amables), pero está suscrita a ocho revistas de cine. Según Mrs. DeLincey, la esposa del cartero, es la única correspondencia que recibe, además de los catálogos de Sears & Rosebuck. Siente un amor enfermizo por Gary Cooper y tiene un baúl y dos maletas llenas de fotos suyas.

Nos levantamos de la mesa y Eunice va a la ventana y se asoma para mirar el árbol del paraíso:

—Los pájaros ya están poniéndose en sus ramas; es hora de dormir. Tu cuarto es el de siempre, Marge; a este caballero le colocamos un catre en el porche de atrás.

Pasó un minuto largo antes de que esta frase hiciera mella.

—Si no es mucho atrevimiento, ¿cuál es la objeción a que duerma con mi esposa legítima? —dije.

Entonces las dos empezaron a gritarme. De vez en cuando intervenía Marge, histérica.

—¡Basta, basta, bastaaa! ¡No puedo más! Anda, mi niño, duerme donde ellas dicen. Mañana ya veremos.

—Después de todo, no me extrañaría que el niño naciera sin una pizca de juicio —comenta Eunice.

—Pobrecilla —dice Olivia-Ann, abrazando a Marge de la cintura mientras la lleva al cuarto—, pobrecilla, tan joven, tan inocente. Vamos a llorar a gusto en el hombro de Olivia-Ann.

Pasé las noches de mayo, junio, julio y casi todo agosto sudando en ese maldito porche, sin un centímetro de mosquitera. ¡Y Marge! No ha abierto la boca para protestar, ni siquiera una vez. Esta parte de Alabama es espantosa, y los mosquitos son capaces de matar a un búfalo a la menor provocación, por no hablar de las peligrosas cucarachas voladoras y de la cuadrilla de ratas locales, tan grandes que podrían arrastrar un vagón de tren de aquí a Timbuctú. Ah, si no fuera por el futuro George hace tiempo que habría ahuecado el ala. Quiero decir que no he estado cinco segundos a solas con Marge desde aquella primera noche. Las tías hacen de carabinas por turnos y la semana pasada se subían por las paredes cuando Marge se encerró en el baño y no me encontraban.



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