CUENTOS COMPLETOS - Truman Capote

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Título de la edición original: The Complete Stories of Truman Capote


Resumén

Esta recopilación incluye un relato inédito, el magistral «La ganga», escrito en 1950, y cinco cuentos que hasta ahora no se habían traducido al español: «Las paredes están frías», sutil crónica de una velada nebulosa entre marineros y mercenarias; «Un visón propio», una historia de apariencias y desencanto para las que Capote poseía un olfato tan fino; «La forma de las cosas», sobre un viaje en tren donde se descubre, con patetismo contenido, un drama bélico; «La leyenda de Preacher», donde una ternura y una penetración soterradas sirven de contrapunto al realismo despiadado y el crudo lenguaje con que se describen las obsesiones y los miedos de un viejo pobre y solitario; y, por último, el conmovedor, grotesco y perspicaz «En la antesala del paraíso», que refiere el encuentro, en un lugar insólito, entre un viudo feliz y una mujer misteriosa, dotada, entre otras cosas, de una voz admirable.

Cuentos tan célebres como «Un árbol de noche», «Mojave» y «Un recuerdo navideño», este último adaptado para una película de televisión que, interpretada por Geraldine Page, habría de convertirse en un clásico del cine, completan esta recopilación donde brilla con todo su fulgor el estilo sucinto de Capote, dueño de todos los registros –en particular, su maestría para el diálogo y su suprema habilidad para transmitir, de una pincelada, una sensación, un sentimiento, una idea– y señor de múltiples ambientes narrativos, que configuran un fresco de humanidad y le aseguran un puesto de honor entre los mejores escritores de su tiempo.


«Compendian las mejores virtudes de una escritura investida de verdad, inteligencia y emoción» (Juan Manuel de Prada, ABC).

«Cada palabra parece estar allí casi por necesidad, no hay sustitutas» (Sergi Sánchez, El Periódico).



 
Cuentos completos - Capote, Truman - 978-84-339-7053-4 - Editorial ...





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LAS PAREDES ESTÁN FRÍAS ( 1943 )




—... así que Grant les ha dicho que vinieran a una fiesta fantástica y, bueno, ha sido así de fácil. La verdad, creo que ha sido una genialidad recogerlos, sólo Dios sabe que podrían resucitarnos de la tumba.

La chica que estaba hablando dio unos golpecitos a su cigarrillo para que la ceniza cayera a la alfombrilla persa y miró con aire contrito a su anfitriona.

Ésta enderezó su traje negro y elegante y frunció los labios, nerviosa. Era muy joven, menuda y perfecta. Un lustroso pelo negro enmarcaba su cara pálida, y su barra de labios era una pizca demasiado oscura. Eran más de las dos y estaba cansada y quería que se largasen todos, pero no era pan comido deshacerse de treinta personas, sobre todo cuando la mayoría estaba empapuzada del scotch de su padre. El ascensorista había subido dos veces para quejarse del ruido y ella, entonces, le había dado un whisky, que era lo que él quería, a fin de cuentas. Y ahora los marineros..., oh, al diablo todo.

—Está bien, Mildred, de verdad. ¿Qué son unos marinos de más o de menos? Dios, espero que no rompan nada. ¿Quieres volver a la cocina y ocuparte del hielo, por favor? Veré lo que puedo hacer con tus nuevos amigos.

—La verdad, querida, no creo que sea necesario. Por lo que he visto, se aclimatan con gran facilidad.

La anfitriona se encaminó hacia sus invitados repentinos.

Apiñados en un rincón de la sala, no hacían más que mirar y no tenían aspecto de sentirse muy a gusto.

El más guapo del sexteto giró su gorra, nervioso, y dijo:

—No sabíamos que había una fiesta así, señorita. Quiero decir que sobramos, ¿no?

—Pues claro que sois bien recibidos. ¿Qué demonios pintaríais aquí si yo no quisiera que os quedaseis?

El marino estaba azorado.

—Esa chica, la tal Mildred y su amiga, nos han ligado en alguno de los bares y no teníamos la menor idea de que veníamos a una casa así.
 
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—Qué ridiculez, qué ridiculez más absoluta —dijo la anfitriona—. Sois del Sur, ¿verdad?

Él se encajó la gorra debajo del brazo y pareció más tranquilo.

—Yo soy de Mississippi. Supongo que nunca ha estado allí, ¿verdad, señorita?

Ella apartó la mirada hacia la ventana y se pasó la lengua por los labios. Estaba cansada, cansadísima de aquello.

—Oh, sí —mintió—. Un estado precioso.

Él sonrió.

—Debe de confundirlo con algún otro sitio, señorita. No hay gran cosa que ver en Mississippi, excepto quizás en la zona de Natchez. —Claro, Natchez. Fui a la escuela con una chica de Natchez.

Elizabeth Kimberly, ¿la conoces?

—No, no puedo decir que la conozca.

De repente ella se percató de que se había quedado sola con el marinero; todos sus compañeros se habían acercado al piano donde Les estaba tocando algo de Porten. Mildred tenía razón en lo de aclimatarse.

—Ven —dijo ella—. Te pondré una copa. Ellos saben apañárselas. Me llamo Louise, así que por favor no me llames señorita.

—Mi hermana también se llama Louise. Yo soy Jake.

—Vaya, ¿no es encantador? Me refiero a la coincidencia.

Se alisó el pelo y sonrió con los labios pintados de un tono demasiado oscuro.

Entraron en el tugurio y supo que el marinero estaba observando cómo se balanceaba su vestido alrededor de las caderas. Se agachó para pasar por la puerta que llevaba al otro lado del mostrador.

—Bueno —dijo—, ¿qué va a ser? Me olvidaba, tenemos scotch y whisky de centeno y ron; ¿qué te parece una copa de ron y Coca- cola?



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—Si tú lo dices —sonrió él, deslizando la mano a lo largo de la superficie del mostrador, que se reflejaba en el espejo—. ¿Sabes?, nunca había visto un sitio como éste. Parece salido de una película.

Ella revolvió rápidamente con un bastoncillo el hielo dentro de un vaso.

—Si quieres, te lo enseño entero por cuarenta centavos. Es bastante grande; para ser un apartamento, me refiero. Tenemos una casa de campo que es mucho, mucho más grande.

No sonó bien. Era demasiado altanero. Se volvió y repuso en su hueco la botella de ron. Veía en el espejo que él la miraba, a ella o quizás a través de ella.

—¿Qué edad tienes? —preguntó él.

Ella tuvo que pensarlo un minuto, pensarlo de verdad. Mentía tan continuamente sobre su edad que a veces ella misma olvidaba la verdadera. ¿En qué cambiaba las cosas que él supiera o no su edad? Así que se la dijo.

—Dieciséis.

—¿Y nunca te han besado...?

Ella se rió, no del tópico sino de su propia respuesta.

—O sea, violado.

Ella estaba frente a él y vio en su cara sobresalto y después diversión y después algo distinto.

—Oh, por lo que más quieras, no me mires así. No soy mala chica.

Él se sonrojó y ella volvió a cruzar la puerta y le tomó de la mano.

—Ven, te enseñaré todo esto.

Le llevó por un largo pasillo flanqueado de espejos a intervalos y le mostró una habitación tras otra. Él admiró las alfombras mullidas, de color pastel, y la discreta mezcla de mobiliario modernista con muebles de época.

—Ésta es mi habitación —dijo ella, manteniendo la puerta abierta para que él la viera—. No mires el desorden, no todo lo he hecho yo, casi todas las chicas se han arreglado aquí.



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Para él no había nada fuera de su sitio, la habitación estaba en perfecto orden. La cama, las mesas, la lámpara eran blancas, pero las paredes y la alfombra eran de un verde oscuro y frío.

—Bueno, Jake..., ¿qué te parece, me va bien este cuarto?

—No he visto nunca uno igual, mi hermana no me creería si se lo contara..., pero no me gustan las paredes, si me disculpas que te lo diga..., ese verde... parece tan frío...

Ella pareció perpleja y, sin saber del todo por qué, extendió la mano y tocó la pared al lado de su tocador.

—Tienes razón en lo de las paredes: están frías.

Levantó la vista hacia él y por un momento su cara compuso una expresión tal que él no supo con certeza si iba a reírse o a llorar.

—No quería decir eso. Mierda, ¡no sé muy bien qué quiero decir!

—¿No lo sabes o sólo estamos empleando un eufemismo?

Como no obtuvo respuesta, ella se sentó en el lado de su cama blanca.

—Siéntate aquí y fuma un cigarrillo —dijo ella—. ¿Qué ha sido de tu bebida?

Él se sentó a su lado.

—La he dejado en el mostrador. Aquí detrás se está muy tranquilo, después de todo ese jaleo de ahí delante.

—¿Cuánto tiempo llevas en la marina?

—Ocho meses.

—¿Te gusta?

—No importa mucho si me gusta o no... He visto muchos sitios que de otro modo no habría visto.

—¿Por qué te alistaste, entonces?

—Oh, iban a reclutarme y la marina era más de mi gusto.

—¿Lo es?


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—Bueno, te diré, no me acostumbro a este tipo de vida, no me gusta que me mandoneen otros. ¿Y a ti?

En lugar de responder, ella se metió un cigarrillo en la boca. Él le sostuvo la cerilla y ella dejó que su mano rozara la de él. La mano de él temblaba y la luz no era muy firme. Ella inhaló y dijo:

—Quieres besarme, ¿verdad?

Ella le miró atentamente y vio cómo se extendía lentamente el rubor por su cara.

—¿Por qué no lo haces?

—No eres de esa clase de chicas. Me daría miedo besar a una chica como tú. Además, sólo me estás tomando el pelo.

Ella se rió y expulsó una nube de humo hacia el techo.

—Ya basta, lo que dices suena a melodrama barato. De todos modos, ¿qué significa «esa clase de chicas»? Sólo una idea. Que me beses o no es intrascendente. Lo podría explicar, pero ¿para qué? Seguramente acabarás pensando que soy una ninfómana.

—Ni siquiera sé lo que es eso.

—Mierda, a eso me refiero. Eres un hombre, un hombre de verdad, y yo estoy harta de chicos afeminados y débiles como Les. Sólo quería saber qué se siente, eso es todo. Él se inclinó hacia ella. —Eres una niña rara —dijo, y ella se le echó en los brazos. Él la besó y deslizó la mano por su hombro y le apretó el pecho.

Ella se volvió y le asestó un empujón violento, y él cayó despatarrado sobre la alfombra verde y fría.

Ella se levantó, se puso a su lado y los dos se miraron de frente.

—Eres una basura —dijo ella. Y le abofeteó en la cara desconcertada.

Abrió la puerta, se detuvo, se alisó el vestido y volvió a la fiesta. Él se quedó sentado en el suelo un momento y luego se levantó y encontró el camino hasta el vestíbulo y entonces se acordó de que se había dejado la gorra en la habitación blanca, pero le dio igual, porque lo único que quería era marcharse de allí.



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La anfitriona miró dentro de la sala e hizo una seña a Mildred de que saliera.

—Por el amor de Dios, Mildred, saca a esa gente de aquí; esos marineros, ¿qué se piensan que es esto..., la función para la tropa?

—¿Qué pasa, te estaba molestando ese chico?

—No, no, no es más que un paleto gilipollas que nunca ha visto nada como esto y al que le ha hecho un efecto raro en la sesera. Es sólo un pelmazo insoportable y me duele la cabeza. ¿Quieres sacarlos de aquí, por favor..., a todos?

Ella asintió y la anfitriona desanduvo el pasillo y entró en la habitación de su madre. Estaba tendida en la chaise longue de terciopelo y miraba al Picasso abstracto. Cogió una diminuta almohada de encaje y la apretó contra su cara lo más fuerte que pudo. Iba a dormir allí aquella noche, donde las paredes eran de un rosa pálido y estaban calientes.



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UN VISÓN PROPIO

( 1944 )


Mrs. Munson terminó de retorcer una rosa de lino en su pelo de color caoba y retrocedió unos pasos desde el espejo para apreciar el efecto. Después se recorrió las caderas con las manos..., el único problema era que el vestido le quedaba un poco demasiado prieto. «Unos arreglos no volverán a salvarlo», pensó, furiosa. Tras una última mirada de desdén a su reflejo, se volvió y entró en el cuarto de estar.

Por las ventanas abiertas entraban gritos muy fuertes, sobrenaturales. Vivía en el tercer piso y al otro lado de la calle estaba el patio de recreo de una escuela. A última hora de la tarde el ruido era casi insoportable. ¡Dios, si lo hubiera sabido antes de firmar el contrato de alquiler! Cerró las dos ventanas con un pequeño gruñido y, si fuera por ella, podían quedarse cerradas durante los dos años siguientes.

Pero estaba tan emocionada que no podía disgustarse de verdad. Vini Rondo venía a verla, figúrate, Vini Rondo..., ¡y esa misma tarde! Al pensarlo sentía un aleteo en el estómago. Habían pasado casi cinco años y Vini había estado todo ese tiempo en Europa. Cada vez que Mrs. Munson se encontraba en un grupo que hablaba de la guerra, su anuncio era invariable: «Bueno, como saben, en este mismo minuto tengo en París a una amiga muy querida, Vini Rondo, ¡estaba allí mismo cuando entraron los alemanes! ¡Tengo auténticas pesadillas cuando pienso en lo que debe de estar pasando!» Lo decía como si fuera su propio destino el que se pesaba en la balanza.

Si había alguien en el grupo que no conociese la historia, se apresuraba a explicar lo referente a su amiga.

—Verá —empezaba—, Vini era la chica con más talento del mundo, interesada en el arte y todas esas cosas. Bueno, como tenía un montón de dinero se fue a Europa a pasar un año, como mínimo. Al final, cuando su padre murió hizo las maletas y se fue para siempre. Caray, tuvo una aventura y se casó con algún conde o barón o algún título. Quizás haya oído hablar de ella... Vini Rondo... Cholly Knickerbocker la mencionaba continuamente.



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Y seguía perorando, como si fuera una lección de historia.

«Vini, de vuelta en América», pensó, con un regocijo incesante por la fantástica noticia. Amontonó sobre el sofá las almohadillas verdes y se sentó. Examinó la habitación con ojos penetrantes.

Es curioso que no veamos realmente nuestro entorno hasta que esperamos una visita. Bueno, Mrs. Munson suspiró satisfecha, aquella chica nueva, cosa rara, había restituido pautas de antes de la guerra.

De pronto sonó el timbre. Sonó dos veces antes de que ella pudiera moverse, de tan emocionada que estaba. Por fin se serenó y fue a abrir.

Al principio no la reconoció. La mujer que tenía delante no llevaba aquel peinado tan chic, recogido en un moño..., por el contrario, lo llevaba más bien lacio y parecía desgreñado. ¿Y un vestido estampado en enero? Mrs. Munson procuró que su tono no delatase decepción cuando dijo:

—Vini, querida, te habría reconocido en cualquier parte.

La mujer seguía plantada en el umbral. Debajo del brazo llevaba una caja grande de color rosa y sus ojos grises miraban con curiosidad a Mrs. Munson.

—¿Sí, Bertha? —Su voz era un extraño susurro—. Qué amable, muy amable. Yo también te habría reconocido, aunque has engordado bastante, ¿no?

Aceptó entonces la mano extendida de Mrs. Munson y entró. La anfitriona estaba azorada y no supo qué decir. Entraron del brazo en el cuarto de estar y se sentaron.

—¿Te apetece un jerez?

Vini sacudió su cabecita morena.

—No, gracias.
—¿Un scotch, quizás? —preguntó Mrs. Munson, desalentada. El reloj con forma de estatuilla encima de la falsa repisa de chimenea sonaba débilmente. Hasta entonces no había notado lo fuerte que podía sonar.

—No —dijo Vini, con firmeza—, nada, gracias.

Mrs. Munson, resignada, volvió a recostarse en el sofá.

—Ahora, querida, cuéntamelo todo. ¿Cuándo has vuelto a los Estados?

Le gustaba cómo sonaba aquello: «los Estados».

Vini colocó la caja grande y rosa entre sus piernas y enlazó las manos.



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—Llevo aquí casi un año —hizo una pausa y luego se apresuró, al ver la expresión sobresaltada de su anfitriona—, pero no he estado en Nueva York. Desde luego, me habría puesto en contacto contigo antes, pero estaba en California.

—Oh, California, ¡me encanta California! —exclamó Mrs. Munson, aunque en realidad Chicago era lo más al este que había estado.

Vini sonrió y Mrs. Munson advirtió lo irregulares que tenía los dientes y decidió que no les vendría nada mal un buen cepillado.

—Así que cuando volví a Nueva York la semana pasada pensé en ti al instante. Me ha costado horrores encontrarte porque no me acordaba del nombre de tu marido...

—Albert —dijo, sin que hiciera falta, Mrs. Munson.

—... pero por fin me acordé y aquí estoy. Verás, Bertha, la verdad es que empecé a pensar en ti cuando decidí deshacerme de mi abrigo de visón.

Mrs. Munson vio un rubor súbito en la cara de Vini.

—¿Tu abrigo de visón?

—Sí —dijo Vini, levantando la caja rosa—. Te acordarás de él. Siempre te gustó mucho. Siempre decías que era el abrigo más bonito que habías visto en tu vida.

Empezó a desatar la raída cinta de seda alrededor de la caja.

—Pues claro, sí, claro —dijo Mrs. Munson, dejando que el «claro» se fuera apagando poco a poco.

—Me dije: «Vini Rondo, ¿para qué demonios necesitas este abrigo? ¿Por qué no se lo queda Bertha?» Ya ves, Bertha, me compré en París un abrigo maravilloso de marta cibelina y comprenderás que no necesito para nada dos abrigos de piel. Además, tengo mi chaqueta de zorro plateado.

Mrs. Munson observó cómo Vini separaba el papel de seda dentro de la caja, vio el esmalte mellado de sus uñas, vio que no llevaba joyas en los dedos y comprendió de golpe muchas otras cosas.

—Así que pensé en ti y si no lo quieres tú lo guardaré sólo porque no soporto la idea de que lo tenga otra persona.



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Giró en el aire el abrigo, a derecha e izquierda. Era precioso; la piel brillaba, suntuosa y muy tersa. Mrs. Munson extendió la mano y pasó los dedos por ella, erizando a contrapelo la pelusa diminuta. Dijo, sin pensar:

—¿Cuánto?

Retiró la mano rápidamente, como si hubiera tocado una llama, y escuchó la voz de Vini, suave y fatigada:

—Me costó casi mil. ¿Mil es demasiado?

Mrs. Munson oía el griterío ensordecedor del patio de la escuela y por una vez lo agradeció. Le ofrecía algo distinto en lo que concentrarse, algo que aliviaba la intensidad de sus sentimientos.

—Me temo que es demasiado. No puedo permitírmelo —dijo, distraída, mirando aún el abrigo, con miedo a levantar los ojos y ver la cara de la otra mujer.

Vini arrojó el abrigo sobre el sofá.

—Bueno, quiero que te lo quedes. No es tanto por el dinero, pero creo que debería recuperar algo de mi inversión... ¿Cuánto podrías pagar?

Mrs. Munson cerró los ojos. ¡Oh, Dios, aquello era horrible! ¡Era un auténtico horror!

—Cuatrocientos, quizás —respondió con voz débil.

Vini volvió a levantar el abrigo y dijo, con un tono animado:

—A ver cómo te sienta.

Entraron en el dormitorio y Mrs. Munson se probó el abrigo delante del espejo de cuerpo entero del armario. Con unos pocos retoques y acortando las mangas, quizás recobrase su brillo original. Sí, la verdad es que no le sentaba mal.

—Oh, creo que es precioso, Vini. Has sido un encanto al pensar en mí.

Vini se apoyó en la pared y en su cara pálida había dureza a la intensa luz del sol de las ventanas del espacioso dormitorio.

—Puedes extender el cheque a mi nombre —dijo, con desinterés.

—Sí, por supuesto —dijo Mrs. Munson, volviendo a la tierra de repente. ¡Imagina a Bertha Munson con un visón propio!

Volvieron al cuarto de estar y rellenó el cheque para Vini. Ésta lo dobló con cuidado y lo depositó en su bolsito de cuentas.

Mrs. Munson se esforzó en darle conversación, pero cada nuevo intento se estrellaba contra una pared fría. Una de las veces dijo:

—¿Dónde está tu marido, Vini? Tienes que traerle para que charle con Albert.

—¡Ah, él! —había respondido Vini—. No le veo desde hace siglos. Que yo sepa, sigue en Lisboa.

Y ahí quedó todo. Por fin, Vini se marchó, después de haber prometido que telefonearía al día siguiente. Cuando se hubo ido, Mrs. Munson pensó: «¡Vaya, pobre Vini, no es más que una refugiada!» Luego cogió su abrigo nuevo y entró en el dormitorio. No podía decirle a Albert cómo lo había conseguido; estaba descartado. ¡Puf, se pondría furioso al saber el precio! Decidió esconderlo en lo más recóndito de su ropero y un buen día lo sacaría y diría: «Albert, mira qué maravilla de visón me he comprado en una subasta. Por un precio irrisorio.»

Tanteando en la oscuridad del ropero, colgó el abrigo en una percha. Dio un pequeño tirón y escuchó horrorizada la rasgadura. A toda prisa encendió la luz y vio que la manga estaba desgarrada. Sujetó el roto y tiró con suavidad. Se desgarró un poco más y luego otro poco. Con una desolación rabiosa supo que el abrigo entero estaba podrido. «¡Oh, Dios mío!», dijo, agarrando la rosa de lino que llevaba en el pelo. «¡Oh, Dios mío, me han timado, timado como a una incauta y no puedo hacer absolutamente nada!» Porque de pronto Mrs. Munson comprendió que Vini no llamaría por teléfono al día siguiente ni nunca más.



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LA FORMA DE LAS COSAS

(1944)


Una mujer menuda, blanca, el pelo con permanente, recorrió balanceándose el pasillo del vagón restaurante y se acomodó en un asiento al lado de una ventanilla. Terminó de escribir a lápiz su pedido y dirigió una mirada miope, a través de la mesa, a un marine de mejillas coloradas y a una chica con la cara en forma de corazón. De un golpe de vista vio un anillo de oro en el dedo de la chica y una cinta de tela roja enroscada en el pelo y decidió que era una chica ordinaria; mentalmente la etiquetó como esposa de guerra. Con una débil sonrisa la invitó a conversar. La chica sonrió a su vez:

—Ha tenido suerte de venir tan pronto porque está llenísimo. No hemos podido almorzar porque había soldados rusos comiendo... o algo así. Jopé, debería haberlos visto, parecían Boris Karloff, ¡se lo juro!

La voz sonaba como el silbido de una tetera y hacía que la mujer carraspease.

—Sí, en serio —dijo—. Antes de este viaje nunca pensé que hubiese tantos en el mundo, soldados, me refiero. No te das cuenta hasta que subes a un tren. No paro de preguntarme, ¿de dónde han salido?

—De las oficinas de reclutamiento —dijo la chica, y se rió como una tonta.

Su marido se ruborizó, disculpándose.

—¿Va hasta final de trayecto, señora?

—Se supone, pero este tren es lento como..., como...

—¡Una tortuga! —exclamó la chica, y añadió, sin resuello—: Puf, no se imagina lo emocionada que estoy. Llevo todo el día pegada al paisaje. En Arkansas, de donde yo soy, todo es más bien llano, así que me da un escalofrío por todo el cuerpo cuando veo esas montañas. —Y volviéndose hacia su marido—: Cariño, ¿crees que estamos en Carolina?

Él miró por la ventana, en cuyo cristal se espesaba el crepúsculo. Se juntaba aprisa la luz azul y las jorobas de las colinas se mezclaban y se devolvían ecos. Desvió la mirada hacia el comedor iluminado.

—Debe de ser Virginia —conjeturó, y se encogió de hombros. De improviso, desde los vagones de tercera, un soldado se les acercó dando bandazos y se desplomó sobre el asiento libre de la mesa como una muñeca de trapo.


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