CUENTOS COMPLETOS - Truman Capote

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La verdad es que me entretuve mirando a unos negros que embalaban algodón, pero sólo por molestar a Eunice le insinué que Marge y yo no habíamos hecho nada nuevo. A partir de entonces hicieron que Bluebell también vigilara.

En todo este tiempo ni siquiera he tenido dinero para cigarrillos. Eunice me acosa a diario para que consiga un empleo.

—¿Por qué no sale a conseguir un trabajo decente este gorrón? —dice ella. Como tal vez hayan notado, nunca se dirige personalmente a mí, aunque lo normal es que yo sea el único presente junto a su alteza real—. Si fuera digno de ser llamado «hombre» estaría tratando de buscar un mendrugo para la boca de esa niña en vez de atragantarse con mis víveres.

Creo que debo aclararles que durante tres meses y trece días he estado viviendo casi exclusivamente a base de batatas fritas y sobras de sémola. He ido dos veces a la consulta del doctor A. N. Carter: no está totalmente seguro de si tengo escorbuto o no.

En cuanto a lo de no trabajar, quisiera saber lo que un hombre de mi capacidad, que tenía un espléndido empleo en Cash'n'Carry, podría encontrar en un costal de pulgas como Almiral's Mill. Aquí sólo hay una tienda y el propietario, Mr. Tubberville, es tan holgazán que le duele tener que vender algo. También está la iglesia baptista Estrella Matutina, pero ya tienen predicador, un viejo granuja llamado Shell que Eunice trajo un día para ver si me podía salvar el alma. Con mis propios oídos le oí decir que yo ya estaba perdido.

Pero la gota que derramó el vaso fue lo que Eunice le hizo a Marge. La puso en mi contra de un modo tan vil que no puede describirse con palabras. Marge llegó al extremo de contradecirme, pero le pude parar los pies con un par de bofetadas. ¡Ninguna esposa me va a faltar al respeto! ¡Ni hablar!

El frente enemigo está bien definido: Bluebell, Olivia-Ann, Eunice, Marge y el resto de Almiral's Mill (342 habitantes). Aliados: ninguno. Ésta era la situación el domingo 12 de agosto, cuando se atentó contra mi propia vida.



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Ayer fue un día tranquilo, hacía un calor que achicharraba. El problema empezó exactamente a las dos. Lo sé porque Eunice tiene uno de esos relojes de cuco tan estúpidos que siempre me espantan. Estaba en la sala, sin molestar a nadie, componiendo una canción en el piano vertical que Eunice le compró a Olivia-Ann. También le puso un profesor que venía de Columbus, Georgia, una vez a la semana. La esposa del cartero (que era amiga mía hasta que pensó que tal vez no era conveniente) dice que una tarde el elegante maestro salió

corriendo de la casa como si el mismísimo Adolf Hitler le pisara los talones, subió a su Ford cupé y nunca más se volvió a saber de él. Como decía, estaba en la sala, ocupado en mis asuntos, y de repente veo a Olivia-Ann que llega con la cabeza llena de bigudíes:

—¡Acaba con ese escándalo infernal, ahora mismo! ¿Es que no puedes dejar que la gente descanse ni un minuto? ¡Y sal de mi piano! Es mi piano y si no te largas volando tendré el gusto de llevarte a juicio el primer lunes de septiembre.

No son más que celos porque soy un músico nato y las canciones que se me ocurren son absolutamente maravillosas.

—Mira lo que has hecho con mis teclas de marfil auténtico —dice ella, trotando hacia el piano—, casi todas echadas a perder, por pura maldad, ¿lo ves?

Ella sabe perfectamente que cuando llegué a esta casa el piano estaba listo para el desguace.

—Ya que usted es una sabelotodo, Miss Olivia-Ann, tal vez le interese saber que yo también tengo unas cuantas cosas que contar, y que a ciertas personas les encantaría oírlas. Como lo que pasó a Mrs. Harry Steller Smith, por ejemplo.

¿Se acuerdan de Mrs. Harry Steller Smith?

Entonces hace una pausa y mira la jaula vacía:

—Tú me juraste... —Se vuelve, con la cara del más espantoso color púrpura.

—Puede que sí, puede que no —digo—. Fue una maldad traicionar a Eunice de ese modo, pero si cierta persona dejara en paz a cierta persona, tal vez podría pasarlo por alto.

Pues bien, señoras y señores, ella se marchó todo lo callada y amable
que puedan imaginar. Me tendí en el sofá, el mueble más horrible del mundo y que forma parte de un juego que Eunice compró en Atlanta en 1912; le costó dos mil dólares, pagados a tocateja, según dice. Son unos muebles de felpa de color negro y verde oliva que huelen a gallina mojada en un día lluvioso. En un rincón de la sala hay una mesa grande con dos fotografías, el padre y la madre de las señoritas E. y O.-A. Él es más o menos guapo pero, aquí entre nosotros, estoy seguro de que tiene sus gotas de sangre negra.



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Fue capitán en la guerra civil, algo que nunca olvidaré por la espada que hay sobre la chimenea y que juega un papel decisivo en la escena que viene a continuación. La madre tiene pinta de idiota, de borrego a punto de degollar, como Olivia-Ann, pero debo decir que lo lleva mejor.

Me acababa de dormir cuando oigo gritar a Eunice:

—¿Dónde está? ¿Dónde está? —A continuación veo a Eunice bajo el umbral de la puerta, con las manos plantadas a plomo en esas caderas de hipopótamo y el resto de la pandilla apretujado detrás de ella: Bluebell, Olivia-Ann y Marge.

Pateó el suelo con su pie, enorme, viejo y descalzo, lo más rápida y furiosamente que pudo, y se abanicó su gorda cara con la postal en cartulina de las cataratas del Niágara.

—¿Dónde están? —dijo—. ¿Dónde están los cien dólares que se llevó cuando le volvía la espalda, confiada?


—Ésta es la gota que derrama el vaso —dije, pero tenía demasiado calor y cansancio para ponerme de pie.

Entonces veo que sus ojos de escarabajo están a punto de salirse de sus órbitas.

—Y no es lo único que se va a derramar. El dinero es para mi funeral y quiero que me lo devuelvas. ¡Robarle a los muertos, habráse visto!

—Tal vez no lo cogió él —dice Marge.

—Tú te callas, señorita —dice Olivia-Ann.

—Me lo ha robado, está tan claro como el agua —dice Eunice—. Mira sus ojos, ¡negros de culpa!

Bostecé y dije:

—Como dicen en los juicios: si la primera parte levanta un infundio a la segunda, la primera parte puede ir a parar a la cárcel si la cámara legislativa está ahí, como debe ser, para la protección de todos los involucrados.

—Dios le castigará —dice Eunice.

—Vamos, hermana, ¡no esperemos a Dios! —Estas palabras de Olivia-Ann hacen que Eunice avance hacia mí con la mirada más rara del mundo, arrastrando por el suelo su sucia bata de franela. Olivia-Ann la sigue, Bluebell lanza un aullido que deben de haber oído en Eufala y Marge se queda ahí, retorciéndose las manos y lloriqueando.



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—Oh-h-h —gime Marge—, por favor, devuélvele el dinero, mi niño.

Entonces digo:

—Et tu Brutte?

—Que es de William Shakespeare.

—Hay que ver, los de su calaña —dice Eunice—. Todo el día tumbados, ¡no valen ni para pegar sellos!

—Vergonzoso —masculla Olivia-Ann.

—Tal parece que es él quien va a tener un bebé y no esa pobre niña —Eunice al habla.

Bluebell pone su grano de arena:

—Pues es verdad.

—¡El burro hablando de orejas! —digo yo.

—Después de hacer el vago durante tres meses, este enano todavía tiene la audacia de calumniarme —dice Eunice.

Yo me limito a quitarme un poco de ceniza de la manga y a decir con gran aplomo:

—El doctor A. N. Carter me ha dicho que mi escorbuto está en una fase peligrosa y que no me exponga a la menor excitación, de lo contrario puedo echar espuma por la boca y morder a alguien.

Lo cual hace que Bluebell diga:

—¿Por qué no lo manda de vuelta a su Mobile de pacotilla, Miss Eunice? Estoy harta de vaciarle el orinal.

Claro, esa negra carbonífera me pone tan furioso que se me nubla la vista, conque me pongo de pie, más tranquilo que un pepino, cojo un paraguas del perchero y le doy en la cabeza hasta que el paraguas se parte en dos.

—¡Mi sombrilla de seda japonesa auténtica! —chilla Olivia-Ann.

Marge llora:

—¡Has matado a Bluebell, has matado a la pobre Bluebell!

Eunice toma a Olivia-Ann del brazo y dice:

—¡Se ha vuelto majareta, hermana! Corre a buscar a Mr. Tubberville.



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—Tubberville me cae mal —dice, testaruda, Olivia-Ann—. Voy por mi cuchillo. —Y se dirige hacia la puerta; yo me juego el todo por el todo, me tiro en plancha y la hago caer. Me dolió la espalda una barbaridad.

—¡La matará! —vocifera Eunice con suficiente fuerza para que se caiga la casa—. ¡Nos matará a todos! Te lo advertí, Marge. Rápido, niña, ¡dame la espada de papá!

En eso que Marge coge la espada de papá y se la da a Eunice. ¡Y luego hablan de fidelidad conyugal! Para colmo, Olivia-Ann me propina un rodillazo tremendo y tengo que soltarla. Un instante después está en el patio cantando himnos a voz grito:

Mis ojos han visto el glorioso advenimiento del Señor, Él está hollando la vendimia de las uvas de la ira...

Mientras tanto Eunice va de un lado a otro del cuarto blandiendo la espada como una fiera; no sé cómo pero logro trepar al piano y Eunice se sube al taburete del piano, ¿cómo un trasto tan endeble pudo soportar a un monstruo como ella? No seré yo quien lo diga.

—Baja de ahí antes de que te atraviese, cobarde —dice ella y me pega un pinchazo (tengo un corte de dos centímetros para probarlo).

Para entonces Bluebell ya se ha recobrado y se une a la ceremonia de Olivia-Ann en el patio delantero. Supongo que esperaban mi cadáver y Dios sabe lo que habrían conseguido si Marge no se llega a desmayar.

Es lo único bueno que puedo decir de Marge.

No logro recordar muy bien qué sucedió después, excepto que Olivia-Ann reapareció con su cuchillo de treinta centímetros y un montón de vecinos. Pero de repente la atracción estelar era Marge; me imagino que la cargaron a cuestas hasta su cuarto. El caso es que tan pronto salieron cerré la puerta y levanté una barricada.

He logrado atrancar la puerta con todos esos muebles de felpa negra y verde oliva, la mesa grande de caoba que debe pesar un par de toneladas, el perchero y muchas otras cosas. He cerrado las ventanas y tengo las persianas bajadas. También he encontrado una caja de dos kilos de bombones Sweet Love; en este preciso instante estoy masticando una jugosa y cremosa cereza cubierta de chocolate.


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A veces se acercan a la puerta y tocan y gritan y suplican. Ahora se han puesto a cantar una canción bien distinta, sí, señor. En cuanto a mí, de vez en cuando interpreto una melodía al piano para que sepan que estoy contento.


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LA LEYENDA DE PREACHER

( 1945 )



Una nube que desfilaba hacia el sur ocultó el sol y una franja de oscuridad, una isla de sombra, se cernió sobre el campo, gravitó sobre el risco. Poco después empezó a llover: una lluvia estival, teñida de sol, que duró poco tiempo; el suficiente para asentar el polvo y abrillantar las hojas. Cuando escampó, un anciano de color —se llamaba Preacher

— abrió la puerta de su cabaña y miró al campo en cuya tierra fértil crecía abundante maleza; a un patio rocoso, sombreado por melocotoneros, cornejos y paraísos; a una carretera de arcilla roja, llena de socavones, que rara vez veía un coche, un carro o un ser humano; y a un ruedo de colinas verdes que se extendían, quizás, hasta el borde del mundo.

Preacher era un hombre bajo, chiquitín, con un millón de arrugas en la cara. Matas de lana gris brotaban de su cráneo azulado, y tenía ojos tristes. Estaba tan encorvado que parecía una hoz herrumbrosa, y su piel poseía el amarillo de un cuero superior. Mientras examinaba lo que quedaba de su granja, su mano importunaba su barbilla con un ademán juicioso, aunque a decir verdad no pensaba en nada. Reinaba el silencio, por supuesto, y como el aire fresco le hizo tiritar entró en la cabaña, se sentó en una mecedora y se envolvió las piernas en un hermoso centón con un motivo verde rosa y de hojas rojas, y se quedó dormido en la casa silenciosa, con todas las ventanas abiertas de par en par y el viento removiendo calendarios de colores vivos y tiras cómicas que él había pegado en las paredes.

Un cuarto de hora después se despertó, porque nunca dormía demasiado rato y los días pasaban en una serie de cabezadas y despertares, de sueño y luz que apenas se diferenciaban uno de otra. Aunque no hacía frío encendió el fuego, llenó su pipa y empezó a mecerse con la mirada errática por la habitación. La cama doble de hierro era un revoltijo irreparable de centones y almohadas, y estaba salpicada de motas de pintura rosa; ondeaba, desolado, un brazo de la butaca misma donde estaba sentado; la boca rasgada de una chica rubia que sostenía una botella en una foto de cartel maravillosa daba a su sonrisa un aire malvado y lascivo. Los ojos de Preacher se posaron en el rincón donde se acurrucaba una cocina llena de hollín y carbonizada. Tenía hambre, pero la cocina, sobre la cual había una pila de cazuelas, le quitaba incluso las ganas de pensarlo. «Qué remedio me queda», dijo, a la manera en que algunos viejos se pelean consigo mismos; «hasta la coronilla de coles y lechuguillas



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Morir de hambre aquí sentado, es lo que te espera... Pero me juego un dólar a que naide se apena por eso, ni hablar.» Evelina siempre había sido muy limpia y muy ordenada y muy buena, pero llevaba dos primaveras muerta y enterrada. Y de los hijos sólo quedaba Anna-Jo, que tenía un empleo en Cypress City, donde vivía, y salía de juerga todas las noches. O, al menos, es lo que creía Preacher.

Era muy religioso, y en el curso de la tarde cogió la Biblia de la repisa de la chimenea y siguió la letra impresa con un dedo paralítico. Le gustaba fingir que sabía leer y continuó durante un rato: urdía sus propias historias y escudriñaba las ilustraciones. Esta costumbre había sido motivo de gran preocupación para Evelina.

—¿Por qué gastas tanto tiempo mirando el Libro Santo, Preacher? Te digo que no tienes seso... Sabes leer tanto como yo.

—Porque, cariño —explicaba él—, todo el mundo sabe leer el Libro. Él lo arregló para que todos supieran.

Era una afirmación que había oído al pastor de Cypress City y que le satisfacía por completo.

Cuando la luz del sol sembró una huella precisa desde la ventana hasta la puerta, cerró la Biblia encima del dedo y salió renqueando al porche. Tiestos de helechos, azules y blancos, colgaban del techo, de unas cuerdas de alambre, y su floración llegaba hasta el suelo, arrastrando como colas de pavo real. Despacio, y con mucho tiento, bajó cojeando los escalones, hechos con troncos de árboles, y se plantó, frágil y encorvado con su mono y su camisa caqui, en medio del patio. «Y llego. No lo habría jurado... No me parecía estar con fuerzas hoy.»

Un olor de tierra húmeda flotaba en el aire y el viento volteó las hojas del paraíso. Cacareó un gallo, y su cresta escarlata atravesó corriendo las hierbas altas y desapareció debajo de la casa.

—Más te vale correr, bichejo, porque si saco el hacha te juegas el pescuezo. ¡Fijo que sabes a gloria!

Las hierbas le acariciaban los pies descalzos y se agachó para arrancar un puñado.

—Más te arrancan y más rebrotas, plaga asquerosa.

Cerca de la carretera el cornejo estaba en flor y la lluvia había dispersado pétalos que sentía blandos bajo los pies y se le metían entre los dedos. Caminaba con ayuda de un bastón de sicómoro. Tras cruzar la carretera y atravesar el soto de pacanos silvestres, enfiló el
sendero, como acostumbraba, que conducía a través del bosque al riachuelo y al sitio.



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