DESAYUNO EN TIFFANY'S - Truman Capote

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Mientras me encaminaba a la esquina y dirigía mis pasos hacia el Hamburg Heaven de la esquina de Madison con la Setenta y nueve, noté que la atención de aquel hombre se centraba en mí. Al poco rato, sin volver la cabeza, noté que me seguía. Porque le oí silbar. Y no era una cancioncilla corriente, sino la quejumbrosa canción de las praderas que Holly tocaba a veces con su guitarra: No quiero dormir, no quiero morir, sólo quiero seguir viajando por los prados del cielo. Seguí oyendo el silbido por Park Avenue y Madison arriba. Una vez, mientras esperaba a que el semáforo cambiase, vi por el rabillo del ojo que se agachaba para acariciar a un sucio pomeranio.

-Magnífico animal -le dijo al dueño, con una voz rural, afónica.

El Hamburg Heaven estaba vacío .Sin embargo, tomó asiento en el mostrador, justo a mi lado. Olía a tabaco y sudor. Pidió un café, pero cuando se lo sirvieron ni lo tocó. En lugar de tomárselo, estuvo mordisqueando un palillo y estudiándome en el espejo que teníamos delante de nosotros
.
-Disculpe -le dije, hablándole por el espejo-, ¿se puede saber qué quiere?

La pregunta no le azoró; pareció aliviado de que se la hubiese hecho.

-Muchacho, necesito un amigo -dijo.

Sacó una cartera. Estaba tan gastada como sus curtidas manos, casi rota; y en el mismo estado se encontraba la instantánea agrietada borrosa y frágil que me tendió. Había siete personas en la foto, amontonadas bajo el hundido porche de una espantosa casa de madera, y, aparte de él, que le pasaba el brazo por la cintura a una chica gorda y rubia que se hacía sombra con la mano sobre los ojos, todos eran niños.

-Ese soy yo -dijo, señalándose-. Esa es ella... -Dio un golpecito sobre la chica rolliza-. Y ese de ahí -añadió, indicando a un chico alto como un chopo y con pelo de estopa- es su hermano Fred.

Volví a mirarla a «ella»: y, en efecto, ahora pude encontrar cierto parecido embriónico con Holly en la chica de gordas mejillas que bizqueaba bajo el sol. Justo en ese momento comprendí quién debía de ser aquel hombre.



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-Usted es el padre de Holly.

El hombre parpadeó, frunció el ceño.

- N o se llama Holly. Antes se llamaba Lulamae Barnes.

Antes -dijo, cambiando de sitio el palillo que tenía aún en la boca- de casarse conmigo. Soy su marido. Doctor Golightly. Soy médico de caballos, veterinario. También trabajo un poco la tierra. Cerca de Tulip, en Texas. ¿De qué se ríe, muchacho?

No era una verdadera risa: simple nerviosismo. Tomé un poco de agua, me atraganté ;él me golpeó la espalda.

-Esto no es cosa de risa, muchacho. Soy un hombre cansado. Hace cinco años que busco a mi mujer. En cuanto recibí la carta de Fred en la que me decía dónde estaba, compré un billete de la Greyhound. Lulamae debería estar en casa, con su marido y sus hijos.

-¿Hijos?

-Son ésos -dijo, casi gritando. Se refería a los otros cuatro rostros jóvenes de la foto, dos niñas descalzas y un par de chicos con mono.

Bueno, era obvio: aquel hombre era un demente.

-Es imposible que Holly sea la madre de esos chicos. Son mayores que ella. Más altos.

-No he dicho, muchacho-dijo él, explicándomelo con calma-, que los haya parido ella. La maravillosa madre de estos niños, aquella maravillosa mujer, que Dios la tenga en su gloria, falleció el cuatro de julio, Día de la Independencia, en 1936. El año de la sequía. Cuando me casé con Lulamae ya era 1938, diciembre, ella estaba a punto de cumplir los catorce. Es posible que una persona corriente, con sólo catorce años, no supiera lo que se hacía. Pero Lulamae es otra cosa, una mujer excepcional. Sabía muy bien lo que estaba haciendo cuando me prometió ser mi esposa y la madre de mis hijos. Y nos rompió el corazón a todos cuando se fue de aquella manera.

-Sorbió un poco de café ya enfriado, y me miró con interrogadora vehemencia-. Y ahora, muchacho, ¿dudas de lo que te digo? ¿Crees que lo que te digo es cierto?



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Le creí. Era demasiado implausible para no ser cierto; es más, encajaba con la descripción que había hecho O. J. Berman de la Holly que conoció en California. «No sabías si era una palurda, o si venía de Oklahoma o qué.» No se le podían echar las culpas a Berman por no haber adivinado que era una niña casada, de Tulip, estado de Texas.

-Nos rompió el corazón a todos cuando se fue de aquella manera-repitió el médico de caballos- .No tenía por qué. El trabajo de la casa lo hacían las niñas. Lulamae podía darse la buena vida: revolotear ante los espejos y lavarse el pelo. Teníamos vacas, teníamos huerto, gallinas, cerdos: muchacho, esa chica se puso gorda de verdad. Y, mientras, su hermano crecía y crecía hasta convertirse en un gigante.

Todo un mundo de diferencia en comparación a como estaban cuando se quedaron a vivir con nosotros. Fue Nellie, mi hija mayor, fue Nellie la que los trajo a casa. Vino una mañana y me dijo: «Papá, tengo a un par de pilletes encerrados en la cocina. Les he sorprendido afuera, robando leche y huevos de pava.» Eran Lulamae y Fred. Bueno, pues en su vida habrá visto dos críos que dieran tanta pena como ellos. Les asomaban las costillas por todos lados, y tenían las piernas tan canijas que no les sostenían en pie, y los dientes se les movían tanto que no les servían ni para masticar un puré.

Contaron que su madre había muerto de tuberculosis, lo mismo que su papá; y que todos los hijos, un buen montón, fueron enviados a vivir con diversas personas a cuál más mezquina. Pues bien, Lulamae y su hermano habían estado en casa de algún mezquino don nadie, a ciento cincuenta kilómetros al este de Tulip. Lulamae tuvo buenos motivos para escaparse de aquella casa. Y ninguno para irse de la mía. Era su hogar. -Apoyó los codos en el mostrador y, apretándose los ojos cerrados con los dedos, suspiró-. Engordó tanto que acabó convirtiéndose en una mujer verdaderamente guapa. Y muy animada. Locuaz como un arrendajo. Siempre tenía algún comentario ingenioso sobre el tema que fuese: mejor que la radio. Y antes de que me diera cuenta ya me había puesto a recoger flores. Domestiqué un cuervo para regalárselo, y le enseñé a decir Lulamae. Y le di a ella lecciones de guitarra.



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De sólo mirarla se me saltaban las lágrimas a los ojos. La noche de mi declaración lloré como un crío. «¿Porqué lloras, Doc? -me dijo ella-. Pues claro que podemos casarnos .Será mi primera boda.» Me hizo reír, la verdad, y la abracé y la besé: ¡Será mi primera boda! -Rió un poco, y durante un momento volvió a morder el palillo-, ¡No me diga que no era una mujer feliz!-dijo, en tono desafiante-.

Todos la mimábamos. No tenía que levantar un dedo, como no fuera para comer sea algún pedazo de pastel. Como no fuera para peinarse y mandar a alguien por todas las revistas. Debieron de entrar revistas por valor de cien dólares en esa casa. Si quiere saber mi opinión, eso fue lo que tuvo la culpa. Tanto mirar fotos de gente ostentosa. Tanto leer sueños. Eso fue lo que la empujó a dar los primeros pasos por el camino. Cada día andaba un poco más: un kilómetro, y volvía a casa. Dos kilómetros, y volvía a casa. Un día, simplemente, siguió adelante.

Volvió a posar las manos sobre sus ojos; su respiración producía un ruido ronco-. El cuervo que le di se volvió loco y huyó.

Seguimos oyéndole todo el verano. En la era. En el huerto. En los bosques. El maldito pájaro se pasó todo el verano gritando: Lulamae, Lulamae.

Se quedó encorvado y silencioso, como si estuviera escuchando la canción de aquel antiguo verano. Llevé la cuenta de los dos a la caja.

Mientras yo pagaba, se me acercó. Salimos juntos y nos fuimos andando hacia Park Avenue. Era una noche fría, ventosa; la brisa agitaba sonoramente los fláccidos toldos. Seguimos andando en silencio hasta que yo le dije:

-¿Y su hermano?¿No se fue?

-No -dijo, carraspeando-. Fred se quedó con nosotros hasta que se lo llevó el ejército. Buen chico. Bueno para los caballos. Tampoco él entendió qué le había pasado a Lulamae, cómo había podido abandonar a su hermano y su marido y sus niños. Pero en cuanto estuvo en el ejército, Fred comenzó a tener noticias de ella. El otro día me mandó una carta con sus señas. Por eso vine a buscarla. Sé que lamenta haber hecho lo que hizo. Sé que quiere volver a casa.



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Parecía estar pidiéndome que me mostrara de acuerdo con él. Yo le dije que en mi opinión iba a encontrar bastante cambiada a Holly, o Lulamae.

-Escúchame, muchacho-dijo, cuando llegamos a la escalera del portal-, ya te he dicho que necesito un amigo. Porque no quiero darle una sorpresa. Nada de sustos. Por eso he estado esperando. Pórtate como un amigo: dile que he venido.

La idea de hacer las presentaciones entre Miss Golightly y su marido tenía aspectos satisfactorios; y, alzando la vista hacia sus iluminadas ventanas, confié en que estuvieran con ella sus amigos, pues la perspectiva de ver el momento en que el tejano les estrechara la mano a Mag y Rusty y José, me resultaba más satisfactoria incluso. Pero la grave y orgullosa mirada de Doc Golightly, su sombrero sudado, hicieron que me avergonzase de mis expectativas. Entró detrás de mí en el edificio, y se dispuso a esperar al pie de la escalera.

-¿Tengo buen aspecto?-susurró, desempolvándose las mangas, ajustándose el nudo de la corbata.

Holly estaba sola: Abrió enseguida; en realidad estaba a punto de salir: las zapatillas de satén blanco y las grandes dosis de perfume anunciaban la inminencia de una fiesta lujosa.

-Lo siento, idiota -me dijo, y, jugando, descargó el bolso contra mí-. Tengo demasiada prisa para hacer las paces ahora. ¿Te parece que dejemos para mañana lo de fumar la pipa?

-Claro, Lulamae. Suponiendo que mañana estés todavía por aquí.

Se sacó las gafas oscuras y me miró bizqueando. Era como si sus ojos fuesen prismas fragmentados, y las notas azules y grises y verdes no fueran más que pedazos fotos de su antiguo centelleo.

-Tiene que ser él quien te lo ha dicho -me dijo con una vocecilla temblorosa-. Dímelo, por favor. ¿Dónde está?-Dejándome atrás, se precipitó escaleras abajo-, ¡Fred!-gritó por el hueco-, ¡Fred! ¿Dónde estás, mi Fred?

Oí los pasos de Doc Golightly, que empezaba a subir los peldaños. Su cabeza se asomó por la barandilla, y Holly retrocedió, no tan asustada como para refugiarse en una concha de desengaño.



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Hasta que él llegó a su altura, avergonzado y tímido. -Caray, Lulamae -comenzó a decir, pero tuvo un momento de vacilación porque Holly le miraba con desconcierto como si no consiguiera idenficarle del todo-. Vaya, cariño -añadió por fin ¿no te dan de comer por estos pagos? Qué flaquísima estás. Como el día en que te conocí.

Con ojos de loca. Holly le tocó la cara; palpó con sus dedos la realidad de su mentón, de su barba de dos días.

-Hola, Doc -dijo Holly con amabilidad, y le besó en la mejilla-. Hola, Doc -repitió alegremente mientras él la levantaba del suelo con un abrazo capaz de estrujarle las costillas.

-Caray, Lulamae -dijo él, estremecido por una risa de alivio-. La venida del Reino.

Ninguno de los dos se fijó en mí cuando me colé por detrás de ellos para subir a mi habitación. Tampoco parecieron darse cuenta de la presencia de Madame Sapphia Spanella, que abrió su puerta y chilló:

-¡Callarse! Qué vergüenza. Lárgate a hacer de put* a otra parte.

-¿Divorciarme de él? No me he divorciado. Pero, por Dios, si yo tenía sólo catorce años. No pudo ser legal.-Holly dio unos golpecitos en su vacía copa de martini-. Otros dos, Mr. Bell.

Joe Bell, en cuyo bar estábamos sentados, aceptó el pedido de mala gana.

-Es muy temprano para agarrar una curda-se quejó, masticando una pastilla digestiva. Según el negro reloj de caoba que había al otro lado de la barra, aún no era mediodía, y ya nos había servido tres rondas.

-Pero si es domingo, Mr. Bell. Los relojes van más lentos los domingos. Además, todavía no me he acostado-le dijo, y, más confidencialmente, me confesó-: Al menos para dormir. -Se sonrojó, y desvió la mirada con aire culpable. Por vez primera desde que la conocía ,parecías entir necesidad de justificarse-: Mira, tenía que hacerlo. Doc me quiere de verdad, sabes.Y yo le quiero a él.



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Es posible que a ti te haya parecido viejo y repulsivo. Pero no sabes lo dulce que es, la confianza que puede inspirarles a los pájaros y a los mocosos y a otras cosas frágiles. Cuando alguien te da su confianza, siempre te quedas en deuda con él. Siempre me he acordado de Doc en mis oraciones. ¡Y deja de burlarte, por favor! -me pidió, aplastando una colilla-. Suelo rezar mis oraciones.

-No me burlo. Sólo sonrío. Eres la persona más desconcertante del mundo.

-Supongo que sí -dijo, y su rostro, al que la luz de la mañana daba un aspecto macilento, castigado, se iluminó; se alisó el despeinado cabello, y sus variados colores brillaron como en un anuncio de champú-. Seguro que tengo un aspecto terrible. Pero lo mismo le hubiese ocurrido a cualquiera.

Nos hemos pasado el resto de la noche caminando de un lado para otro en una estación de autobuses. Hasta el último minuto, Doc estaba convencido de que me iría con él. A pesar de que yo le estaba repitiendo todo el rato: Pero Doc, ya no tengo catorce años, y no soy Lulamae. Pero lo más terrible, y lo comprendí mientras estábamos esperando allí, es que lo soy. Todavía ando robando huevos de pava y corriendo entre zarzales. Con la diferenciade que ahora lo llamo tener la malea.

Joe Bell dejó desdeñosamente los nuevos martinis delante de nosotros.

-No se enamore nunca de ninguna criatura salvaje, Mr. Bell -le aconsejó Holly-. Esa fue la equivocaciónde Doc. Siempre se llevaba a su casa seres salvajes. Halcones con el ala rota. Otra vez trajo un lince rojo con una pata fracturada. Pero no hay que entregarles el corazón a los seres salvajes: cuanto más se lo entregas, más fuertes se hacen. Hasta que se sienten lo suficientemente fuertes como para huir al bosque. O subirse volando a un árbol. Y luego a otro árbol más alto. Y luego al cielo. Así terminará usted, Mr.Bell, si se entrega a alguna criatura salvaje. Terminará con la mirada fija en el cielo.

-Está borracha-me informó Joe Bell.

-Un poco-confesó Holly-. Pero Doc me entiende. Selo he explicado con todo detalle, y eran cosas que podía entender.



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Nos hemos dado la mano, nos hemos abrazado, y me ha deseado buena suerte.- Echó una mirada al reloj-. A esta hora ya debe de estar en los Montes Azules.

-¿De qué habla?-me preguntó Joe Bell.

Holly alzó su martini:

-Deseémosle suerte a Doc -dijo, haciendo chocar su copa contra la mía-. Buena suerte, y créeme, queridísimo Doc, es mejor quedarse mirando al cielo que vivir allí arriba. Es un sitio tremendamente vacío. No es más que el país por donde corre el trueno y todo desaparece.


QUINTA BODA DE TRAWLER. Vi el titular cuando iba en metro por Brooklyn. El periódico que lo desplegaba en bandera era de otro pasajero.El único fragmento del texto que yo alcanzaba a leer decía: Rutherfurd «Rusty»Trawler, el playboy millonario que ha sido acusado frecuentemente de empatizar con los nazis, se fugó ayer a Greenwich para casarse con una guapa... No sentía deseos de leer nada más. Así que Holly se había casado con él, vaya, vaya.

Sentí deseos de que me arrollara un tren. Pero ya había deseado eso mismo antes de haber avistado el titular. Por un puñado de razones. No había vuelto a ver a Holly, a hablar con ella, desde nuestro ebrio domingo en el bar de Joe Bell. Las semanas transcurridas desde entonces me habían provocado mi propia malea.

En primer lugar, me habían despedido de mi empleo: merecidamente, y por un divertido ejemplo de mala conducta, tan complicado que no puedo referirlo aquí. Además, el centro de reclutamiento que me correspondía estaba demostrando un fastidioso interés por mi persona; y, tras haberme librado tan recientemente de la e s t r i c t a n o r m a t i v i d a d d e u n a c i u d a d p e q u e ñ a la i d e a d e s o m eterme a otra forma de vida disciplinada me desesperaba. Entre la incertidumbre respecto a mi presunta movilización, y mi carencia de experiencias laborales concretas, no parecía haber modo de encontrar otro trabajo. Eso era lo que estaba haciendo en aquel metro de Brooklyn: regresar de una decepcionante entrevista con el director de un periódico ya fallecido, el PM.


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Todo esto, combinado con el agobiante calor de la ciudad en verano, me había dejado reducido a un estado de inercia nerviosa. De modo que cuando deseaba que me arrollase un tren lo hacía bastante en serio. El titular hizo que ese deseo se reafirmara. Si Holly era capaz de casarse con aquel «absurdo feto», me daba igual que me atropellase todo el ejército de injusticias que andaba rampante por el mundo. A no ser, y la pregunta era evidente, que mi escandalizado enfurecimiento fuese en parte consecuencia de que también yo estaba enamorado de Holly. En parte. Porque sí lo estaba .De la misma manera que años atrás me había enamoradode la vieja cocinera negra de mi madre, y de un cartero que me permitía acompañarle en su ronda, y de toda una familia, los McKendrick. También esa clase de amor genera celos.

Cuando llegué a mi parada compré el periódico; y, al leer el final de aquella frase, descubrí que la novia de Rusty era una guapa modelo de las colinas de Arkansas, Miss Margaret Thatcher Fitzhue Wildwood. ¡Mag! Tenía las piernas tan flojas de alivio que tuve que tomar un taxi para que me llevase el trecho que quedaba hasta mi casa.

Madame Sapphia Spanella me recibió en el portal, con mirada demente y retorciéndose las manos.

-Corra -dijo-. Vaya por la policía, ¡Esa chica está matando a alguien! ¡Alguien está matándola a ella!

Sonaba verídico. Como si varios tigres anduvieran sueltos por el apartamento de Holly. Un jaleo de cristales rotos, rasgaduras y caídas y muebles volcados. Pero la ausencia de gritos enmedio de todo aquel ruido le daban al estruendo un aspecto antinatural.

-¡Corra!-chilló Madame Spanella, empujándome-, ¡Dígale a la policía que ha habido un asesinato!

Corrí; pero hacia arriba, en dirección a la puerta de Holly. Aporreándola, logré un resultado: el estruendo amenguó su intensidad. Paró del todo. Pero nadie respondió a mis súplicas pidiendo que me dejara entrar, y mis esfuerzos por derribar la puerta sólo culminaron en un buen cardenal en mi hombro.



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Luego oí a Madame Spanella que, abajo, le ordenaba a otro recién llegado que fuera por la policía.

-Cállese -le dijeron-. Y apártese de mi camino.

Era José Ybarra- Jaegar, cuyo aspecto no era en absoluto el del elegante diplomático brasileño, sino el de una persona sudorosa y asustada. A mí también me ordenó que le dejara el paso libre. Y, con su propia llave, abrió la puerta.

-Por aquí, doctor Goldman -dijo, cediendo el paso al hombre que le acompañaba.

Como nadie me lo impidió, les seguí al interior del apartamento, que estaba terriblemente destrozado. Por fin había sido desmantelado, literalmente, el árbol navideño: sus secas ramas pardas estaban esparcidas por entre una confusión de libros con las páginas arrancadas, lámparas rotas, y discos de gramófono. Hasta la nevera había sido vaciada, y su contenido desperdigado por toda la habitación: por las paredes resbalaban huevos crudos, y, en medio de los escombros, el gato sin nombre de Holly lameteaba tranquilamente un charco de leche.

En el dormitorio sentí deseos de vomitar tan pronto como percibí el olor de los rotos frascos de perfume. Pisé las gafas oscurasde Holly; estaban en el suelo, con los cristales ya rotos y la montura partida por la mitad.

Quizá era ésta la razón por la cual Holly, aquella figura rígida de la cama, miraba tan cegatamente a José, y no parecía haber visto al médico que, mientras le tomaba el pulso, canturreaba:

-Jovencita, está usted muy cansada. Mucho. Ahora querrá dormir, ¿verdad que sí? Ande, duérmase.

Holly se frotó la frente, y se dejó una mancha de sangre porque se había cortado un dedo.

-Dormir -dijo, y sollozó como un crío exhausto, inquieto-. Sólo él me dejaba dormir. Y abrazarle las noches frías. Vi una finca en México. Con caballos. Junto al mar.

José desvió la mirada, la visión de la aguja hipodérmica le mareaba.



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-¿Su enfermedad sólo es pesar?- preguntó, y su defectuoso conocimiento del idioma dio un matiz de involuntaria ironía a la pregunta-.

¿Sólo es pena?

-¿Verdad que no le ha dolido? ¿Verdad que no? -preguntó el médico, frotando el brazo de Holly con un poco de algodón. Holly despertó lo suficiente como para enfocar la imagen del médico.

-Todo duele. ¿Dónde están mis gafas?

Pero no las necesitaba. Estaban cerrándosele los ojos por su propia cuenta.

-¿Sólo es pena?- insistió José.

-por favor -el médico le trató secamente-, déjeme solo con la paciente.

José se retiró a la otra habitación, en donde dio rienda suelta a su enfado contra la presencia fisgona de Madame Spanella, que había entrado de puntillas.

-¡No me toque, o llamaré a la policía! -gritó la mujer amenazadoramente mientras él la expulsaba hacia la puerta con maldiciones en portugués.

También consideró la posibilidad de expulsarme a mí; o eso deduje de su expresión. Pero me invitó a una copa. La única botella entera que logramos encontrar era de vermut seco.

-Tengo una preocupación- dijo-. Tengo la preocupación de que esto cause escándalo.Que lo haya roto todo. Que haya hecho locuras. No debo tener escándalos públicos. Es muy delicado: mi nombre, mi trabajo.

Pareció reanimarse cuando supo que yo no veía motivo alguno de «escándalo»; destruir las propias pertenencias era, presumiblemente un asunto particular de cada uno.

Rusty?

Yo llevaba todavía el periódico. Le enseñé el titular.



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-Ah, eso.- Soltó una sonrisa desdeñosa- Rusty y Mag nos han hecho un gran favor. Nos hace reír mucho: que ellos crean romper nuestros corazones cuando lo que nosotros queremos es que se vayan. Se lo aseguro, cuando llegó la pena estábamos riendo. -

Sus ojos recorrieron el estropicio esparcido por el suelo; recogió un papel amarillo arrugado-.Esto -dijo.
Era un telegrama de Tulip, estado de Texas: Recibida noticia joven Fred muerto en combate ultramar stop tu marido e hijos compartimos dolor mutua pérdida stop sigue carta te quiero Doc.

Holly no habló nunca más de su hermano, con una sola excepción. Es más, dejó de llamarme Fred. Durante junio, julio y los demás meses cálidos estuvo hibernando como un animal que no se hubiese enterado de que la primavera había llegado y hasta terminado. Se le oscureció el cabello, engordó.Comenzó a vestir desaliñadamente: bajaba a la charcutería con el impermeable puesto directamente encima de la piel. José se mudó a su apartamento, y su nombre reemplazó al de Mag Wildwood en la tarjeta del buzón.

De todos modos, Holly se pasaba sola muchas horas, porque José se quedaba en Washington tres días a la semana. Durante sus ausencias Holly no recibía visitas y apenas salía del apartamento como no fuera los jueves, para su viaje semanal a Ossining1.

Lo cual no quiere decir que la vida hubiese dejado de interesarle; todo lo contrario, parecía más contenta, muchísimo más alegre que desde que yo la conocía. Aquel entusiasmo hogareño tan intenso e impropio de ella que de repente la embargó produjo como resultado una serie de compras también impropias de ella: en una subasta celebrada en Parke-Bernet adquirió un tapiz que representaba un ciervo acorralado, y, de entre las antiguas propiedades de William Randolph Hearst, una sombría pareja de incómodos sillones góticos; se compró la Modern Library entera, numerosos discos con los que llenó varios anaqueles, innumerables reproducciones del Metropolitan Museum (entre ellas, una escultura china que representaba un gato, y que su propio gato detestaba y trataba de acobardar con bufidos, para finalmente destruirla),una batidora, una olla a presión, y toda una biblioteca de libros de cocina.



1. Poblacióndel estado de NuevaYork que alberga el penal de Sing Sing.
(N. del T.)


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