DESAYUNO EN TIFFANY'S - Truman Capote

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-No grites ta-tanto.

-Es imposible que estés enamorada de él. Y bien, ¿responde esto a tu pregunta?

-No. Porque no soy un plato de macarrones frío. Tengo un corazón muy cálido. Esa es la esencia misma de mi carácter.

-De acuerdo. Tienes un corazón muy cálido. Pero si yo fuese un hombre que está yéndose a la cama, preferiría llevarme una botella de agua caliente. Es más tangible.

-José no es de los que chillan -dijo, muy satisfecha, mientras el sol arrancaba destellos de sus agujas-.Además, estoy enamorada de él. ¿Te has dado cuenta de que he tejido diez pares de calcetines a cuadros en menos de tres meses? Y éste es el segundo suéter.-

Estiró el suéter y lo echó a un lado-. ¿Para qué?, me pregunto. Sueters en Brasil. Tendría que estar haciendo cascos para el sol.

Holly se tendió de espaldas y bostezó.

-También debe de haber invierno.

-Es cuando llueve, eso al menos sí lo sé. Calor. Lluvia. Se-selvas. -Calor. Selvas. ¿Sabes que me gustaría?

- Mucho más que a mí.

-Sí-dijo Holly, en un tono adormilado que no era de sueño-.Mucho más que a ti.

El lunes, cuando bajé por el correo de la mañana, la tarjeta del buzón de Holly estaba cambiada: Miss Golightly y Miss Wildwood viajaban ahora juntas. Esto hubiese podido retener mi interés un momento más, pero había una carta en mi buzón.

Era de una pequeña revista universitaria a la que había remitido un cuento. Les había gustado; y, aunque me pedían que entendiese que no podían permitirse el lujo de pagarme, tenían intención de publicarlo. Publicarlo: lo cual equivalía a letra impresa. Borracho de excitación no es una simple frase. Tenía que decírselo a alguien: y, subiendo las escaleras de dos en dos, aporreé la puerta de Holly.



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Supuse que mi voz no sería capaz de transmitir la noticia; en cuanto salió a la puerta, bizqueando de sueño, arremetí con la carta contra ella. Para cuando me la devolvió, tuve la sensación de que había tardado el tiempo suficiente como para leer sesenta páginas.

-Yo no se lo autorizaría.Si no pagan, nada -dijo, bostezando. Es posible que mi expresión bastara para hacerle entender que no lo había comprendido, que no buscaba consejo sino una felicitación: sus labios pasaron del bostezo a la sonrisa-. Oh, ya veo. Es maravilloso.

Bueno, pasa-dijo-. Haremos café y lo celebraremos.No. Me vestiré y te invitaré a comer.

Su dormitorio estaba en armonía con la sala: perpetuaba aquel mismo ambiente de campamento a punto de ser levantado; cajas de embalaje y maletas, todo cerrado y listo para la partida, como las pertenencias de un delincuente que sabe que la ley anda pisándole los talones. En la sala no había muebles propiamente dichos, pero la habitación contaba con una cama, de matrimonio, por cierto, y espectacular:madera clara, satén con borlas.

Dejó abierta la puerta del baño y charló desde allí; entre c h o r r o s y f r e g o t e o s ,l a m a y o r p a r t e d e l o q u e d i j o r e s u l t ó
i ninteligible, pero en esencia era: me suponía al tanto de que Mag Wildwood se había instalado allí, lo cual era muy práctico, por- que, si necesitas una compañera de habitación ,en el supuesto de que no pueda ser bollera, no hay nada mejor que una chica que sea absolutamente tonta, que es lo que Mag era en su opinión, porque entonces es facilísimo dejar que pague ella el alquiler y que vaya ella a la lavandería.
Era evidente que Holly tenía problemas con la lavandería; la habitación, como un gimnasio de chicas, estaba sembrada de ropa sucia.



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-...y, sabes, es una modelo que tiene mucho éxito, ¿no es fantástico? Lo cual me va muy bien -dijo, saliendo del baño a pata coja, porque al mismo tiempo se estaba ajustando la faja-. Seguro que no tendré que aguantarla todo el día. Y no creo que haya muchos problemas en el frente de los hombres. Está prometida. Buen chico. Aunque hay una leve diferencia de estatura: un palmo, yo diría, a favor de ella. Dónde dia- blos...

Estaba de rodillas, metiendo el brazo bajo la cama. Cuando encontró lo que buscaba, unos zapatos de lagarto, tuvo que buscar una blusa, un cinturón, y me dio que pensar largamente que, pese a todo aquel desbarajuste ,consiguiese al final el resultado apetecido: un aspecto de persona mimada por la vida, serenamente inmaculado, como si la hubiesen estado cuidando las doncellas de Cleopatra.

-Escúchame-dijo, y tomó mi barbilla en su palma-. Me alegra lo del cuento. De verdad.

Aquel lunes de octubre de 1943. Un día precioso, alegre como un pájaro. Nos tomamos para empezar sendos manhattans en el bar de Joe Bell; y, cuando éste se enteró de mi buena suerte, cócteles de champán por cuenta de la casa.

Después paseamos hasta la Quinta Avenida, en donde había un desfile. Las banderas al viento, el retumbar de las bandas militares, no parecían tener relación alguna con la guerra sino que más bien parecían una fanfarria organizada exclusivamente en mi honor.

Comimos en la cafetería del parque. Luego, dando un rodeo para no pasar por el zoológico (Holly dijo que no soportaba la visión de cosas enjauladas),reímos, corrimos y cantamos por los senderos que conducen al viejo cobertizo de madera que en aquel entonces albergaba los botes, y que ahora ya ha desaparecido.

En el lago flotaban hojas; un jardinero abanicaba en la orilla una hoguera de hojarasca, y el humo, alzándose como las señales de los indios, era la única mancha del aire estremecido. Nunca me han dicho nada los abriles, es el otoño lo que me parece la estación inaugural, primaveral; y así me sentí mientras permanecía sentado con Holly en la barandilla de la entrada del cobertizo.



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Pensé en el futuro, y hablé del pasado. Porque Holly quiso saber cosas de mi infancia. Ella habló también de la suya; pero fue un recital esquivo, sin nombre ni lugar, impresionista, aunque la impresión que recibí era opuesta a la que me había esperado, pues me hizo unas descripciones casi voluptuosas de baños veraniegos, árboles navideños, guapos primos, festejos: en pocas palabras, alegre en un sentido en que ella no lo era, y en modo alguno, desde luego, el pasado de una chica que se ha fugado de su casa.

¿O, le pregunté, quizá no era cierto que se había largado a vivir por su cuenta cuando sólo tenía catorce años?Se frotó la
nariz.

-Eso es cierto. Lo otro no. Aunque, la verdad, tu descripción de tu infancia ha sido tan trágica que me ha parecido inoportuno rivalizar contigo.

Bajó de la barandilla dando un salto.

-En fin, esto me recuerda que tendría que mandarle un poco de mantequilla de cacahuete a Fred.

Nos pasamos el resto de la tarde caminando al este y al oeste, arrancándoles con añagazas a diversos tenderos numerosas latas de mantequilla de cacahuete, que iba muy escasa en los años de la guerra; oscureció sin que hubiésemos obtenido más que media docena de tarros, el último en una charcutería de la Tercera Avenida, cerca de la tienda de antigüedades en cuyo escaparate se encontraba aquella palaciega jaula, de manera que lallevé hasta allí para que la viese, y Holly supo apreciar su encanto, su fantasía.

-De todos modos, es una jaula.

Cuando pasábamos delante de un Woolworth's, me agarró fuertemente el brazo:

-Robemos algo-dijo, tirando de mí hacia el interior de la tienda, en donde, de inmediato, me pareció sentir el acoso de las miradas, como si ya fuésemos sospechosos- Venga. No seas gallina.



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Exploró un mostrador con montañas de calabazas de papel y máscaras para la noche de Halloween 1.

La dependienta estaba atareada con un grupo de monjas que se probaban máscaras. Holly cogió una máscara y se la puso; eligió otra, y me la puso a mí; luego me tomó de la mano y salimos. Así de sencillo. Una vez en la calle, corrimos a lo largo de varias manzanas, creo que sólo paraañadirle emoción; pero también porque, tal como descubrí entonces, el ladrón se siente eufórico cuando un robo le sale bien.

Le pregunté si robaba a menudo.

-Antes sí -dijo-. No me quedaba otro remedio si quería algo, lo que fuese. Pero todavía lo hago de vez en cuando, para no desentrenarme.

Aún llevábamos las máscaras puestas cuando llegamos a casa.

Guardo el recuerdo de otros muchos días de andar de acá para allá con Holly; y es cierto, hubo épocas en las que salíamos mucho juntos; pero el recuerdo,considerando las cosas en conjunto, es falso. Porque hacia finales de mes encontré un empleo: ¿hace falta añadir algo más? Mejor cuanto menos diga, aparte de mencionar que me resultaba imprescindible, y que duraba de nueve a cinco. Lo cual hizo que nuestros horarios, el de Holly y el mío, fuesen extremadamente distintos.

A no ser que fuera jueves, su día de Sing Sing, o que se hubiera ido al parque para montar a caballo, cosa que hacía de vez en cuando, Holly nunca se había levantado cuando yo regresaba a casa. En ocasiones, entraba en su piso y compartía su café mientras ella se vestía para la velada. Siempre estaba a punto de salir, no todas las veces con Rusty Trawler, pero casi todas, y también casi todas en compañía de Mag Wildwood y su guapo brasileño, cuyo nombre era José Ybarra-Jaegar: su madre era alemana.



1. Vísperadela festividaddeTodoslos Santosq, uelos niñosnorteameri- canoscelebranrondandodisfrazadoslas casasdel vecindario,iluminándose convelasColocadasenel interiordecalabazavsacíasenlasquepracticanunos orificios a modode ojosy boca.(N. del T.)


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Como cuarteto, daban una nota desafinada, sobretodo por culpa de Ybarra- Jaegar, que parecía tan desplazado al lado de los otros como un violín en un grupo de jazz. Era un hombre inteligente, y presentable, y parecía tomarse bastante en serio su trabajo, que era oscuramente oficial, vagamente importante, y le obligaba a estar en Washington varios días por semana.

¿Cómo pudo sobrevivir noche tras noche en La Rue, El Morocco, escuchando el pa-parloteo de Mag Wildwood y mirando aquella cara de culo desnudo de niño que tenía Rusty? Es posible que, como la mayoría de la gente que se encuentra en un país extranjero, fuese incapaz de situar a la gente, de elegir un marco adecuado para su retrato, cosa que en Brasil le hubiese resultado de lo más sencillo; es decir, tenía que enjuiciar a todos los norteamericanos bajo una luz prácticamente uniforme, y desde este punto de vista sus acompañantes debían de parecerle ejemplos soportables del color local, del carácter nacional. Esto explicaría muchas cosas; la determinación de Holly explica las demás.

Una tarde, mientras estaba esperando un autobús en la Quinta Avenida, me fijé en un taxi que aparcaba en la acera de enfrente. Se apeó una chica, que luego subió corriendo la escalera de la biblioteca pública de la calle Cuarenta y dos. Entró antes de que la reconociese, cosa disculpable dado que no era fácil relacionar a Holly con las bibliotecas. Dejé que la curiosidad me empujara a pasar entre los leones de la entrada, mientras discutía conmigo mismo sobre qué era más conveniente, si reconocer ante ella que la había seguido, o fingir que era una coincidencia . Al final no hice ni una cosa ni la otra, sino que me escondí a varias mesas de distancia en la sala de lectura, que es donde ella se había instalado, parapetada detrás de sus gafas oscuras y una fortaleza de libros que había amontonado en su pupitre. Pasó a toda velocidad de un libro a otro, se detuvo intermitentemente en alguna que otra página, siempre con el ceño fruncido, como si las letras estuvieran impresas del revés.

Tenía un lápiz apoyado en el papel: nada parecía llamar su atención aunque ,de vez en cuando, como si fuera de pura furia, garabateaba laboriosamente.



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Cuando la miraba recordé a una compañera de la escuela, Mildred Grossman. Mildred: su cabello húmedo y sus grasientas gafas ,sus dedos manchados que diseccionaban ranas y llevaban café a los piquetes de huelguistas, y sus ojos deslustrados que sólo se alzaban hacia las estrellas para calcular su tonelaje químico. La tierra y el aire no podían ser más opuestos que Mildred y Holly, pero ambas adquirieron en mis pensamientos cierta semejanza siamesa , y la idea que las había entrelazado era más o menos la siguiente: los caracteres suelen ir evolucionando, y cada pocos años nuestros cuerpos experimentan una remodelación completa, tanto si es deseable como si no lo es, nada más natural que el que cambiemos.

Pues bien, he aquí dos personas que no cambiarían jamás.Era esto lo que Mildred Grossmany Holly Golightly tenían en común. No cambiarían jamás porque su carácter se había formado antes de hora; lo cual, de la misma manera que los enriquecimientos repentinos, produce desproporciones: la una se había atribuido así misma el fachendoso papel de persona seria y realista; la otra, el de desviacionista romántica. Me las imaginé en un restaurante del futuro, Mildred dedicada todavía a estudiarla carta desde el punto de vista del valor nutritivo, y Holly con la misma glotonería de ahora por todos y cada uno de los platos. Nada cambiaría nunca.

Andarían por la vida, y la abandonarían, con el mismo paso decidido que apenas toma en cuenta esos acantilados que quedan a la izquierda. Estas profundas observaciones hicieron que me olvidase del lugar en donde me encontraba; volví en mí, sobresaltado por la sombría luz de la biblioteca, y totalmente sorprendido otra vez de encontrar allí a Holly. Eran más de las siete, y estaba retocándose el carmín de los labios, y modificando, mediante la adición de un foulard y unos pendientes, el atuendo que le había parecido más adecuado para una biblioteca a fin de convertirlo en el adecuado para el Colony. Una vez se hubo ido, me acerqué a la mesa en donde había dejado sus libros, que eran lo que yo quería ver. El sur del pájaro del trueno. Rincones desconocidos del Brasil. La mentalidad política latinoamericana. Y así sucesivamente.



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Holly y Mag dieron una fiesta por Nochebuena. Holly me pidió que fuese temprano para que la ayudase a adornar el árbol. Todavía no entiendo cómo lograron meter aquel árbol en el apartamento. Sus ramas superiores estaban aplastadas contra el techo, y las bajas se extendían de pared a pared; en conjunto era más o menos como el abeto gigante que suelen instalar en la plaza Rockefeller. Es más, solamente todo un Rockefeller habría podido adornarlo, pues engullía las bolas y las cintas doradas como si se tratase de nieve derretida.

Holly insinuó que podía ir a Woolworth's y robar allí unos cuantos globos; así lo hizo: y con ellos el árbol quedó bastante decente.

Brindamos por nuestra labor, y Holly dijo:

-Mira en el dormitorio. Hay un regalo para ti. También yo tenía un regalo para ella: un paquetito que llevaba en el bolsillo, y que me pareció más pequeño incluso cuando vi, en medio de la cama y envuelta con cinta roja, la maravillosa pajarera.

-Pero ¡Holly! !Es horrible!

-Estoy absolutamente de acuerdo contigo; pero me pareció que la querías.

-¡Me refiero al precio! ¡Trescientos cincuenta dólares! Ella se encogió de hombros.

-Unos cuantos viajes de más al tocador. Pero me has de prometer una cosa. Me has de prometer que jamás meterás ahí dentro a ningún ser vivo.

Comencé a darle besos, pero ella levantó la mano. -Dame el mío -dijo, palpando el bulto de mi bolsillo. -Me temo que no es gran cosa.

Y no lo era; una medalla de San Cristóbal. Pero, como mínimo, era de Tiffany's.


Holly no era una chica capaz de conservar nada, y a estas alturas seguro que ya ha perdido la medalla, que la ha abandonado donado en alguna maleta o en el cajón de algún hotel. Pero yo sigo conservandola pajarera. La he transportado a Nueva Orleans, a Nantucket, por toda Europa, Marruecos, el Caribe.


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Pero casi nunca me acuerdo de que fue Holly quien me la regaló, porque hubo un día en que decidí olvidarlo: tuvimos una tremenda pelea, y entre las diversas cosas que se pusieron a dar vueltas en el ojo de nuestro huracán estuvieron la pajarera y O.J. Bermany mi cuento, pues le di un ejemplar a Holly cuando aquella revista universitaria lo publicó.

A mediados de febrero Holly se fue de viaje turístico invernal con Rusty, Mag y José Ybarra Jaegar. Nuestro altercado ocurrió poco después de su regreso. Holly estaba más negra que si se hubiese untado con yodo, el sol le había aclarado el cabello hasta dejárselo de un blanco fantasmagórico, y se lo había pasado muy bien:

-Mira, primero estuvimos en Key Westy, Rusty se enfureció con unos marineros, o fue al revés, no sé, la cuestión es que tendrá que llevar una faja para la espalda durante el resto de sus días. Mi queridísima Mag también terminó en el hospital. Quemaduras de sol, de primer grado. Repugnante: ampollas y aceite de citronella por todo el cuerpo. Así que José y yo les dejamos en el hospital y nos fuimos a La Habana.

El dijo espera a ver Río; pero, por lo que a mi respecta, me conformo con La Habana para gastarme allí todo mi dinero. Tuvimos un guía de los que no se olvidan, negro en un ochenta por ciento, y chino el resto, y aunque no me gusta mucho ni lo uno ni lo otro, la combinación era francamente fascinante; así que le dejé que jugara a hacer rodillitas por debajo de la mesa porque, para serte franca, no me pareció en absoluto vulgar; pero una noche nos llevó a ver una película por**, y ¿qué te imaginas que pasó? Pues que salía él en la pantalla. Naturalmente, cuando regresamos a Key West Mag estaba segura de que me había pasado todos los días acostándome con José. Y Rusty lo mismo: pero a él estas cosas le dan igual, sólo quiere que se lo cuentes con todo detalle. De hecho, la situación fue bastante tensa hasta que hablé con Mag de corazón a corazón.

Nos encontrábamos en la sala, en donde, aunque ya estábamos casi en marzo, el enorme árbol de Navidad, pardo y desprovisto ya de olor, con sus globos arrugados como las t*tas de una vaca vieja, seguía ocupando la mayor parte del espacio.



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Una pieza reconocible como mueble había sido añadida: un camastro militar; y Holly, tratando de conservar su aspecto tropical, estaba tendida en él bajo una lámpara solar.

-¿Lograste convencerla?

-¿De que no me había acostado conJosé? SantoDios, sí. Simplemente le dije, bueno, ya sabes: fingí que se trataba de una torturada confesión ,le dije que yo era bollera.

-Es imposible que se lo creyese.

-Y un cuerno que no se lo creyó. ¿Porqué crees que se fue a comprar este catre de campaña? Déjalo en mis manos: cuando se trata de escandalizar a la gente, no tengo rival. Sé bueno, dame un poco de aceite en la espalda.

Mientras le hacía este servicio, ella prosiguió-:O. J.Berman ronda por aquí y, sabes ,le he dado tu cuento, el de la revista. Le ha impresionado bastante. Ahora cree que quizá valga la pena echarte una mano. Pero dice que no vas por el buen camino. Negros y niños, ¿a quién le importan?

-Deduzco que a Mr. Berman no le interesan.

-Ni a mí. He leído el cuento dos veces. Mocosos y negrazos. Hojas temblorosas. Descripciones. No me dice nada.

Mi mano, que estaba extendiendo el aceite sobre su piel, pareció reaccionar por su cuenta: tenía ganas de alzarse para caer sobre las nalgas de Holly.

-Dame un ejemplo-dije sin acalorarme-. Un ejemplo de una historia que, en tu opinión, diga algo.

-Cumbres borrascosas- dijo ella, sin dudarlo.

Los deseos de mi mano comenzaban a escapar de mi control. -Compararme con eso es una insensatez. Hablas de una obra genial.

-¿Verdad que lo es? Mi dulce y salvaje Cathy. Dios mío, lloré a mares .La vi diez veces.

Dije «Ah» con palpable alivio, un «Ah» acompañado de una inflexión de ignominiosa superioridad, «la película».

Sus músculos se endurecieron, era como tocar una piedra recalentada por el sol.


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-Todo el mundo tiene que sentirse superior a otros-dijo-, pero, antes de demostrárselo a quien sea, es costumbre ofrecer alguna prueba.

-No estoy comparándome contigo. Ni con Berman. Por lo tanto, puedo sentirme superior. No buscamos lo mismo. -¿No quieres ganar dinero?

-Mis planes no llegan tan lejos.

-A eso justamente suenan tus historias. Como si estuvieras escribiéndolas sin saber el final. Pues mira, te diré una cosa: mejor sería que ganases dinero. Tienes una imaginación bastante cara. No encontrarás a mucha gente que pueda comprarte pajareras.

-Lo siento.

-Lo sentirás de verdad como me pegues. Hace un minuto estabas a punto de hacerlo: te lo he notado en la mano; y ahora también tienes ganas.

Y lo hice, brutalmente; aún me temblaba la mano, y el corazón, cuando tapé el frasco de aceite solar.

-Pues no, no me arrepiento. Sólo siento que te hayas gastado tanto dinero conmigo. Es muy duro tener que ganárselo con Rusty Trawler.

Se sentó en el catre, con la cara y los pechos desnudos fríamente azulados a la luz de la lámpara solar.

-Necesitarás unos cuatros segundos para ir de aquí al a puerta. Te concedo dos.

Subí directamente a mi piso, cogí la pajarera, la bajé y la dejé delante de su puerta. Esta parte del asunto quedaba resuelta. O eso imaginé yo hasta la mañana siguiente, cuando, camino del trabajo, encontré la jaula metida en un cubo, esperando la llegada de los basureros. No sin vergüenza ,la rescaté y volví a subirla a mi casa, pero esta capitulación no debilitó mi resolución de apartar totalmente a Holly de mi vida. Decidí que era una «vulgar exhibicionista»,una «pérdida de tiempo», una «farsante» : alguien con quien jamás volvería a hablar.

Y no lo hice. Durante bastante tiempo.



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Bajábamos la vista cuando nos cruzábamos por la escalera. Si ella entraba en el bar de Joe Bell, yo me iba. Hubo una ocasión en la que
Sapphia Spanella, la soprano y aficionada al patinaje que vivía en el primer piso, hizo circular entre los demás inquilinos de la casa una demanda de deshaucio contra Miss Golightly, que, decía Madame Spanella, era una persona«moralmente censurable» que «perpetra reuniones nocturnas que ponen en peligro la seguridad y la salud mental de sus vecinos».

Aunque me negué a firmarla, admití interiormente que las quejas de Madame Spanella eran justificadas. Pero su demanda fracasó, y, cuando abril se aproximaba a mayo, las cálidas noches primaverales de ventanas abiertas se cargaron del espantoso estruendo de los ruidos de las fiestas, el tocadiscos a todo volumen y las risas de martini que salían del apartamento 2.

No era una novedad, sino todo lo contrario, que hubiese tipos sospechosos entre los invitados de Holly; pero un día de finales de esa primavera, al entrar en la casa, me fijé en un hombre muy provocativo que estaba examinando el buzón de Holly. Un tipo de cincuenta y pocos años, facciones duras y curtidas, y ojos grises tristes. Llevaba un viejo sombrero gris con manchas de sudor, y su barato traje de verano, azul pálido, le caía muy holgado sobre su largirucho esqueleto; sus zapatos marrones eran nuevos. No parecía tener intención de llamar al timbre de Holly. Se limitaba a pasar, lentamente, como si leyera Braille, un dedo por el relieve de las letras de su nombre.

Por la noche, cuando me iba a cenar, volví a verle. Estaba en la acerade enfrente, apoyado en un árbol y mirando las ventanas de Holly.

Por mi cabeza circularon toda clase de siniestras especulaciones. ¿Podía tratarse de un detective? ¿Algún enviado de los bajos fondos, relacionado con Sally Tomato, su amigo de Sing Sing? La situación reavivó mis más tiernos sentimientos por Holly; era justo que interrumpiese nuestro enfado el tiempo suficiente como para advertirle que estaban vigilándola.



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