Autoestima y otros temas de psicología

La paciencia, el arte de saber esperar



La paciencia no es precisamente uno de los cultivos que más cuide esta sociedad. Sin embargo, ser impacientes nos trae sufrimiento e insatisfacciones, ya que no nos permite disfrutar porque estamos siempre pensando en el futuro y, cuando este llega, rara vez es suficiente porque seguimos pensando en el siguiente futuro.

La paciencia es una actitud necesaria para vivir en el aquí y ahora, disfrutando del momento presente, viviéndolo, sintiéndolo y siendo conscientes del mismo. Para ello, es necesario potenciar las actitudes que nos centran en cada momento que vivimos.


“La paciencia es la fortaleza del débil y la impaciencia, la debilidad del fuerte.”
-Immanuel Kant-

La vida a ritmo frenético
“El tiempo es oro”, es un lema que nos indica que no hay tiempo que perder. Parece que hemos sido programados para hacer y hacer, sin permitirnos parar, porque perdemos tiempo, y quizás dinero. Esto nos hace vivir a ritmo frenético, sobrepasando los límites de la salud.

Esta dinámica se está convirtiendo en algo que nos está destruyendo, ya que no podemos acelerar el ritmo de la vida y sus tiempos. Aunque queramos ir más deprisa, todo tiene su ritmo y, por ello, viviremos frustrados y sufriendo por lo que aún no hemos conseguido, en vez de disfrutar de lo que sí está a nuestro alcance.

No sabemos esperar, nos han enseñado a correr, a vivir con estrés y con los plazos de fechas límites en nuestros talones. Por eso, no tenemos tiempo para esperar a meditar una decisión, ni un resultado, queremos que todo sea rápido, aunque eso signifique perder una gran oportunidad para nuestra vida o equivocarnos.

“Lo quiero Ya”, la antítesis de la paciencia
Hemos convertido nuestra sociedad en el mundo del “Ya”. No podemos esperar a mañana, ni a llegar a casa, ni a ver a una persona…Todo nos va indicando que tenemos que resolverlo ahora y acabamos haciendo cosas “Ya”, de forma poco premeditada, como una manera de liberarnos de la ansiedad.

Hablamos o enviamos mensajes cuando caminamos, conducimos o incluso cuando estamos tomando un café con alguien porque no nos han enseñado a esperar y la tecnología nos facilita que sea “Ya”. En todo momento estamos comunicados, localizados, sin tiempos en los que simplemente no estamos para el mundo y sí para nosotros.

Creemos que podemos adelantarnos al mañana y lo que ocurre es que perdemos el presente.

La sociedad cultiva la impaciencia, el ritmo frenético, el estrés y nos dejamos llevar sin plantearnos las consecuencias de esto, hasta que llega. Piensa que en algún momento nos inundará el sentimiento de no haber vivido para nosotros, porque quizás lo hemos hecho para “otros”, para el “sistema” o la “empresa”.


Además, viviremos las consecuencias físicas y mentales de no saber esperar. Aparecerán la enfermedad y los conflictos personales e interpersonales, ya que no todo es como queremos y los demás, no podrán facilitarnos siempre las cosas “Ya”.

Vivir desde la sala de espera

Podemos vivir desde la paciencia, sabiendo esperar a que las cosas ocurran de forma natural, sin forzarlas, sin presiones, y en muchas ocasiones sin buscarlas. Cada día va a amanecer, para ello no tenemos nada que hacer, salvo disfrutar de ese momento y, mientras esperamos que ocurra, disfrutaremos del resto de cosas que ya encargamos y de las que nos hemos olvidado rápido en post del siguiente deseo.

Para cultivar la paciencia, es necesario bajar el ritmo, centrarnos en el presente y vivirlo conscientemente. Manteniendo la seguridad y tranquilidad de que habrá un futuro, siempre que lo acompañemos de buenas prácticas saludables y buenas actitudes.

La paciencia nos permite vivir la vida desde la actividad paciente. Nos ponemos en marcha, seguimos avanzando y acompañamos la vida, ajustándonos al momento y al ritmo de la misma. Se trata de no pretender que sea de otra manera, sino de saber esperar y mantener la calma, para que las cosas ocurran cuando tengan que ocurrir.

“La paciencia es un árbol de raíz amarga pero de frutos muy dulces.”
-Proverbio persa-

Ser paciente, dejar fluir
Dejar que las cosas fluyan, no significa, “sentarse a ver pasar la vida”. Fluir con la vida significa que hacemos elecciones y con ellas renuncias, nos marcamos un rumbo como el que marca en el mapa una dirección para caminar. Y vamos caminando al ritmo saludable que necesitamos, es decir, desde la calma, sin pretender llegar en tan solo un día. Se trata de no quedamos parados, sino caminar a un paso pausado.

Ser paciente es saber esperar a que lleguen las oportunidades. También es saber aprovecharlas desde el momento presente en el que ocurren, ni antes ni después. Ser paciente es observar la vida y aprender de ella, al ritmo que nos marcan los ritmos naturales.

Por Dolores Rizo



 
Cuidar al cuidador con 10 medidas eficaces


María ha estado cuidando a su hijo tetrapléjico, David, durante dieciocho años de su existencia. Han sido muchos momentos de desesperación, impotencia y rebeldía, que han ido salpicando estos años de convivencia, con un ser que a pesar de todas sus limitaciones irradiaba ternura y amor. No obstante, en muchas ocasiones María quiso gritar: “¡Estoy harta!… no de mi hijo, pero sí de sus limitaciones y cuidados”. María es un ejemplo de lo trascendente que es cuidar al cuidador, porque David depende de ella y, por tanto, es muy importante que María aprenda a cuidarse a sí misma para poder cuidar a su hijo tetrapléjico. De lo contrario, tarde o temprano, la situación le sobrepasará y caerá enferma psíquica y físicamente.

Lo crónico
Lo crónico se caracteriza por ser contrario a lo agudo o lo transitorio; supone “un para siempre” que agobia y al mismo tiempo puede llegar a la paralización: “¿Para qué esforzarme? -me decía en cierta ocasión un esquizofrénico-, si la esquizofrenia es es para toda la vida“.



La misma actitud terapéutica, en ocasiones, se ve mediatizada por la realidad de lo indefinido: el objetivo no es la curación, ni siquiera la remisión de la sintomatología y la recuperación de la salud, sino aminorar los síntomas y en todo caso lograr una buena calidad de vida para el enfermo y sus familiares. Y eso ya sería un gran éxito.

Todo esto precisa de un tratamiento médico y de cuidados continuados, “sin vacaciones”, ni olvidos: cualquier relajación en la atención puede producir un empeoramiento o un retroceso en el curso de la enfermedad. Posiblemente los enfermos crónicos no necesiten de una hospitalización, pero son indispensables unas atenciones permanentes y consiguientemente se impone una reestructuración del “tiempo” de descanso, ocio, trabajo, etc. La vida familiar y social se encuentra mediatizada por el proceso crónico.

Y todo esto se complica, pues el curso de la enfermedad crónica no es rectilíneo, ni mucho menos se estabiliza como una balsa de aceite, sino que está condicionado por el riesgo de las reagudizaciones o “brotes”, que pueden descolocar a todo el sistema, tanto individual como familiar.

El enfermo crónico




Un enfermo crónico es un enfermo incurable, es decir, nunca volverá al estado primigenio, o bien nunca conseguirá un nivel óptimo de independencia y autonomía. Indefinidamente estará en función de los demás y éstos siempre, de alguna manera, deberán estar presentes en su vida.

Según Shuman (1999), “una enfermedad crónica es aquella en la que los síntomas de la persona se prolongan a largo plazo de manera que perjudican su capacidad para seguir con actividades significativas y rutinas normales”. Es decir, siempre supone una limitación de las posibilidades del sujeto, ya sea en el nivel cognitivo, (por ejemplo la enfermedad de Alzheimer), motórico (hemiplejia), psicológico (esquizofrenia) o social (todas las incapacidades). Al mismo tiempo, la enfermedad crónica es como ‘un cuerpo extraño’ (como ‘una chinita en un zapato’) que se introduce en la dinámica de la persona y ‘matiza’ toda su actividad. Nada es igual después del diagnóstico de un proceso crónico ya sea una esquizofrenia, una hipertensión, una esclerosis en placa o una diabetes, por poner solo algunos ejemplos.

La familia, el enfermo y su implicación para cuidar al cuidador
La familia como tal es una unidad dinámica y cambiante por esencia: salen y entran nuevos miembros, crecen unos, los otros envejecen, etc. La familia, pues, es esencialmente cambio y, por lo tanto, todos sus miembros (padres e hijos) deberán hacer un esfuerzo para adaptarse a las nuevas situaciones, sobre todo cuando es necesario cuidar a un miembro de la familia que está aquejado de una enfermedad crónica o de una dependencia física o psíquica.

En ese momento se requiere que se produzca una adaptación del yo con el “no-yo”, que es el resto de la familia. Esa palabra (adaptación) es la actitud fundamental de toda felicidad. Si se lleva a la práctica podemos afirmar que hemos conseguido una armonía con nosotros mismos y con el entorno, que es sinónimo de felicidad.

En la interrelación del enfermo crónico con el resto de la familia, se pueden dar dos situaciones extremas anormales: la claudicación y la codependencia familiar.

Claudicación familiar
Como María existen muchas personas que se dedican por entero a cuidar a un enfermo crónico. La enfermedad puede aparecer en forma de esclerosis múltiple, una esquizofrenia residual, una poliartritis deformante, una debilidad mental severa o un Alzheimer, por poner solo algunos ejemplos. Todos estos padecimientos tienen una característica común: su irreversibilidad y, por lo tanto, la falta de curación, en el sentido más estrictamente médico, que los convierten en un proceso crónico.

En muchas ocasiones, la atención a un enfermo crónico termina por agotar, sobre todo al cuidador principal. De ahí la necesidad de cuidar al cuidador. Como me decía en cierta ocasión el esposo de una mujer con esclerosis en placas: “Mi situación es similar a abrazar un puercoespín y pretender no pincharme”. La situación era tan angustiante que cualquier pequeño contratiempo le producía irritabilidad, insomnio y un malestar generalizado. Es lo que algunos autores han llamado claudicación familiar (Gómez Sánchez, 1994), que se define como “la incapacidad de los familiares para ofrecer una respuesta adecuada a las múltiples demandas y necesidades del enfermo crónico“.

La codependencia del cuidador
Elena es una mujer de 38 años de edad, que trabajaba como profesora en un colegio concertado. Actualmente está con una excedencia por la discapacidad de su hijo pequeño. Tiene tres hijos: Juan de 12 años, Patricia de 8 años y Roberto de cuatro años, que ha sido diagnosticado con el Síndrome de Down. Su marido Jesús trabaja en una empresa de seguros. El nacimiento del hijo discapacitado rompió con la dinámica familiar y, sobre todo, Elena tuvo que replantearse incluso su actividad profesional: “Desde entonces, nos dice Elena, ya no vivo para mí, sino para mi hijo Roberto. Toda mi vida la he dedicado a buscar los mejores profesionales para su recuperación y ahora realmente vivo por y para él”. En alguna ocasión se ha quejado de que le han dejado sola en el cuidado de Roberto, pero la verdad es que ella tampoco hace nada por compartir la atención de su hijo pequeño. Su marido se ha buscado un trabajo por las tardes (la economía familiar se resintió cuando Elena dejó de trabajar) y los otros dos hijos están centrados en sus estudios. Elena es una mujer codependiente.

Aunque en principio el término se aplicó a una persona cuidadora de un familiar con una dependencia química (alcohólicos, drogadictos, etc.), después se ha extendido a todas aquellas situaciones en que se observa “un vínculo adictivo”, entre el paciente (enfermo mental, enfermo crónico, anciano, hijo con una enfermedad grave, etc.) y el cuidador.

Generalmente el papel de cuidador lo asume la mujer de la casa: madre, hija o hermana. Ya sabemos que a la mujer, en nuestra cultura, se le ha asignado el “rol de cuidadora”, que en estas ocasiones llega a olvidarse de sí misma y pensar solamente en el objeto de cuidado: padre, madre, esposo, hijo o hermano. Y que este papel de cuidadora lo afronta muchas veces desde la soledad y la incomprensión del resto de la familia que es poco consciente de la necesidad de cuidar al cuidador.

Debajo de la actitud de cuidador solícito puede existir un miedo al rechazo o abandono, lo que produce un exceso de atención y una obsesión por cuidar al enfermo crónico para compensar la propia inseguridad. En este caso la persona cuidadora precisa del aplauso de los demás por lo que recurrirá “al papel de sufridora” en un intento por sentirse valorada y querida por los otros. Pero este esfuerzo por ‘aparentar’ bondad y dedicación se vuelve contra ella, pues el dependiente es un ‘saco sin fondo’ y siempre pedirá más atención y cuidados. El ciclo se puede cerrar cuando el codependiente se deprime, ante la toma de conciencia de sus esfuerzos inútiles por cambiar al dependiente.

Para corregir en lo posible estas dos consecuencias negativas en el cuidado al enfermo crónico (la claudicación y la codependencia) señalamos algunas pautas a seguir.

En principio, es necesario afirmar que, desde la psicología, es comprensible cierto malestar, irritabilidad o culpa en el cuidado de un enfermo crónico: no somos omnipotentes y no es extraño, pese a nuestro cariño y afecto, que en la atención de estos pacientes sintamos momentos de “tirar la toalla” y salir corriendo. Ese sentimiento no es patológico: es anormal si lo llevamos a la práctica. Sentir no es negativo; lo irracional es cuando la vivencia de culpa se refleja en conductas que pueden herir al otro o a uno mismo.

Decálogo para cuidar al cuidador
Para realizar una buena atención al enfermo crónico, el cuidador debe tener presente el siguiente decálogo:

# 1.- Ser consciente de sus limitaciones
El cuidador debe ser consciente de sus propias limitaciones de tiempo, psicológicas y/o económicas. En muchas ocasiones, y de forma equivocada, pensamos que cuanto más tiempo estemos con el familiar enfermo más demostraremos nuestro cariño. Craso error. Es frecuente contemplar a la madre o cualquier familiar (padre, hermano, etc.) que no se separa para nada del lecho del familiar en coma, pero son incapaces de dar una respuesta amable o preocuparse por el resto de los miembros familiares. Es como si al estar presente le fuera a devolver la salud por un ‘contagio mágico’ de vida. Pero lo que sí puede conseguir es entrar en un cuadro depresivo o ansioso, que a lo único que conduce es a la claudicación de los mismos cuidados.

# 2.- Saber compartir los sufrimientos
El cuidador debe saber compartir con otras personas los sufrimientos del enfermo crónico. Es la consecuencia del anterior apartado. No somos mejores porque nos carguemos con todo el peso de los cuidados. El saber compartir y hacer partícipe a toda la familia de la atención al enfermo crónico es una buena señal de nuestro alto nivel de salud mental y que no nos consideramos omnipotentes. Además, de esta forma, damos posibilidad al resto de la familia para que demuestre su “cuanto” de solidaridad.

# 3.- Pedir información y actuar en consecuencia
El cuidador debe pedir información sobre la enfermedad y actuar en consecuencia. Se debe conocer la posible evolución del proceso crónico para ir tomando las medidas oportunas y poder también dosificar las fuerzas. Una buena información es el mejor antídoto contra el cansancio y el desánimo. No olvidemos que el ponerse una “venda en los ojos” no favorece nunca la buena resolución del problema.

# 4.- Permitirse sentir y expresar emociones
El buen cuidador deberá crear un clima donde se pueda “sentir” y expresar las emociones. Hay que facilitar al propio enfermo la posibilidad de que pueda expresar sus miedos y temores ante el dolor y la muerte y al propio grupo de cuidadores que puedan intercambiar las preocupaciones, la sensación de hastío o el propio cansancio.

# 5.- Permitirse alejarse del enfermo
El buen cuidador deberá permitirse alejarse del enfermo de vez en cuando. Unos días de descanso, un paseo para ver escaparates o una salida a tomar un café es un buen procedimiento para lograr un distanciamiento sano con la enfermedad.

# 6.- Ponerse objetivos a corto plazo
El vivir día a día la enfermedad impide que se haga falsas esperanzas sobre un desenlace feliz. No debe atormentarse con un final irremediable, pero tampoco auto engañarse.

# 7.- Buscar su recompensa en la propia acción de cuidar
Las compensaciones complementarias (herencia, buscar el reconocimiento de los demás, etc.) solamente empañan la acción de cuidar.

# 8.- Pedir ayuda y colaboración
El cuidador principal deberá pedir ayuda y colaboración cuando se sienta desfallecer. Esto hay que hacerlo de forma explícita y directa, y no esperar que el resto de la familia se dé cuenta de su malestar. Un ejemplo: “Me gustaría que este fin de semana te quedases con padre, pues yo necesito descansar”. Si ante este mensaje no se produce una respuesta, podemos decir que la colaboración no existe.

# 9.- Aceptar que el objetivo no es la curación
El éxito de los cuidados no se puede poner en la curación, sino en conseguir que el enfermo sea capaz de integrar su dolencia. No podemos olvidar que el objetivo último de la atención al enfermo crónico es conseguir el más alto nivel en la calidad de vida; es decir, posibilitar que dentro de sus propias limitaciones sea capaz de integrar todo su dolor y sufrimiento, para conseguir una cierta armonía consigo mismo y con el entorno.

# 10.- Perdonarse para neutralizar la culpa




La reparación y el perdón son el único camino válido para neutralizar la culpa y la vergüenza en el cuidado del enfermo crónico. En muchas ocasiones el cuidado del enfermo crónico nos producirá cansancio, irritabilidad e incluso cierto grado de agresividad verbal, amasado por un intento de esconder o negar la misma enfermedad; todo ello lo que tapa es la culpa y el comprobar que no tenemos paciencia infinita, ni por supuesto somos omnipotentes. A través del reconocimiento de nuestras limitaciones y de “las sombras” de nuestras conductas es como podremos comenzar el difícil camino de la reparación y del perdón, hacia los demás y hacia nosotros mismos.

Estos diez ‘mandamientos’ para cuidar al cuidador se cierran en dos: 1) amarás al familiar dependiente como a ti mismo, y 2) tendrás en cuenta tus posibilidades y limitaciones reales.

Por ALEJANDRO ROCAMORA BONILLA

http://www.cuidatusaludemocional.com/cuidar-al-cuidador.html

 
Cómo tratar a un enfermo de Alzheimer



Cuando el Alzheimer hace acto de presencia en una familia, es frecuente que los familiares no sepan cómo tratar al enfermo de Alzheimer. Descubrir de pronto que nuestro padre o nuestra madre se está convirtiendo en un auténtico desconocido es un golpe muy duro de asimilar.

Se podría decir que el enfermo de Alzheimer es el loco del siglo XXI; algunas familias lo esconden (vergüenza) porque se sienten temerosas y angustiadas, tienen una especie de sentimiento de culpa por ‘algo que han hecho’, pero que no saben concretar, pues no ha pasado a su mundo consciente.

Definimos el “síndrome demencial” (Charazac) como “una realidad al mismo tiempo extraña e inquietante, que adquiere un valor traumático en el momento en que la familia ya no es capaz de inscribirle en su historia”. “Es como un extraño -nos decía en cierta ocasión María con relación a su padre diagnosticado de Alzheimer-, ya ni siquiera me conoce, parece como si fuera otra persona que se ha incrustado en mi vida”.



La verdadera crisis familiar es tomar conciencia de que el padre o la madre con Alzheimer se ha convertido en un personaje insólito, pero con la carga histórica de una biografía compartida. Esta sensación de encontrarse frente a algo nuevo y distinto es uno de los factores provocadores de la angustia. Se produce una especie de perplejidad ante “alguien desconocido” y al mismo tiempo “conocido” y reconocido como personaje de la historia familiar.

Este sufrimiento familiar se puede concretar de diversas formas y va a depender del vínculo que haya existido antes de aparecer el síndrome demencial. Lo más frecuente ante el Alzheimer es que se produzca un sentimiento de culpa (y vergüenza) en una de su doble vertiente: paranoide o depresiva.


La misma actitud terapéutica, en ocasiones, se ve mediatizada por la realidad de lo indefinido: el objetivo no es la curación, ni siquiera la remisión de la sintomatología y la recuperación de la salud, sino aminorar los síntomas y en todo caso lograr una buena calidad de vida para el enfermo y sus familiares. Y eso ya sería un gran éxito.

La enfermedad de Alzheimer tiene unas características propias:

a) Transmisión hereditaria. Al constatar la demencia del padre o de la madre siempre surge el temor de la propia demencia y en definitiva de la falta de control sobre la conducta. Con frecuencia, al hacer la historia familiar, aparece algún tío o abuelo que murió de la misma manera. No es raro que comiencen los reproches sobre el progenitor supuestamente transmisor de la enfermedad.

b) Consecuencia de un ‘pecado’ familiar. Se convierte así la misma enfermedad como la penitencia impuesta (?) por alguna falta cometida por los antepasados. Sobre todo en una familia religiosa (pseudo religiosa, estaría mejor decir) se busca una ‘explicación’ para entender la dureza de Dios.

c) Cronicidad. Es una enfermedad que solamente finaliza con la muerte. A día de hoy, el Alzheimer es irreversible y por lo tanto se pierde toda esperanza de la posible curación.

Por todas estas razones, la aparición del Alzheimer, como toda enfermedad crónica, tiene en la familia un efecto desorganizador y traumático (Charazac) a dos niveles:

# 1.- Porque las personas con Alzheimer necesitan toda la energía disponible de los descendientes para cubrir su deterioro cognitivo.

# 2.- Porque supone una reestructuración total del sistema familiar: este nuevo elemento favorece la aparición de “fantasmas ocultos” y “tensiones reprimidas” del resto de la familia, que toma cuerpo cuando la enfermedad se instaura plenamente.

Existe, por tanto, un antes y un después de la aparición de la enfermedad de Alzheimer para toda la familia.

Cómo tratar a un familiar enfermo de Alzheimer: el sentimiento de culpa

Según Zabalegui, podemos definir la culpa “como una valoración cognitiva y afectiva de comportamientos cuando éstos no están de acuerdo con una determina escala de valores”. Desde el psicoanálisis se postula que la culpa se produce cuando nuestra conducta está en conflicto con el super-yo.

Freud, en cierta ocasión, comparó al ser humano con un jinete en su corcel: las riendas y el látigo representarían la norma y la ley (el super-yo), el caballo reflejaría todo el mundo pasional e instintivo (el ello) y el propio caballista indicaría el mundo real (el yo). Para ganar cualquier carrera, para ser feliz, es indispensable la armonía entre esos tres elementos. No serviría tener un buen látigo, si no se es un buen jinete o el jaco no es de raza; tampoco valdría tener un buen caballo si no se sabe dirigir; y por último, todo sería un fracaso aunque fuera un buen jinete, si los otros dos elementos fallaran. Pero, ¿qué ocurriría si utilizamos mal el látigo? Aparecería la culpa. Es decir, nos “sentimos culpables” cuando hacemos u omitimos (pensamos o fantaseamos) algo en contra de nuestro super-yo (a veces, laxo y otras rígido y dogmático).

El sentimiento de culpa está en función de varios factores, desde la personalidad del sujeto (su escala de valores), las vivencias anteriores, la situación socio-cultural y, sobre todo, de la naturaleza vincular con el enfermo.

Siempre que se produce una pérdida (enfermedad, fracaso, ruptura, etc.) aparece la culpa consciente o inconsciente pues se reactualizan viejas vivencias en la interacción del sujeto con las imágenes parentales, fundamentalmente. De cómo se haya producido esta vinculación primigenia, en los primeros años de la vida (y su reelaboración) así se vivenciarán las actuales situaciones de pérdidas.

Como hemos dicho antes, el ser humano es esencialmente relacional y vincular. Vamos construyendo nuestra propia personalidad a través de los continuos roces (y a veces golpes) con los otros. Sin los demás, pues, no podríamos existir, pero también el vínculo con el “no-yo” es lo que nos configura. Pero este vínculo puede ser sano o patológico. Es decir, puede favorecer el desarrollo de nuestra personalidad, o bien impedir un adecuado crecimiento psicológico. A veces, lo que ocurre es que la relación se deteriora pero no se manifiesta hacia fuera, pues los sentimientos de rabia, agresividad, envidia, etc. no se exteriorizan y solamente salen a flote cuando la enfermedad o la muerte del ser querido hace acto de presencia y entonces se reviste de culpa. Sentimiento que expresa nuestra limitación y nuestra ‘falta’ ante el hecho luctuoso. Pero su origen, en muchos casos, no está en los últimos acontecimientos de la vida, sino en la prehistoria de cada sujeto. Allá en la infancia cuando se estaba configurando la personalidad y cuando la relación con las imágenes parentales son más determinantes, es cuando comienza a germinarla culpa.

Su correlato es la vergüenza. La ocultación del padre demenciado o el intento porque el hijo con síndrome de Down no salga a la calle sería una forma de ocultar “esa desgracia” y de neutralizar falsamente el posible sentimiento de culpa. La vergüenza, pues, es la cara externa de la culpa y se puede considerar como un indicador de que la relación entre el cuidador y el enfermo no es todo lo satisfactoria que debería ser. Desgraciadamente esta circunstancia puede llevar a situaciones que rayan con conductas delictivas, como el atar al anciano a una cama (bajo el pretexto de que no se escape) o impedirle los cuidados médicos más básicos.

Las reacciones de la familia ante la enfermedad de Alzheimer son similares a la descrita por Kubler Ros para los enfermos terminales: la negación, la implicación excesiva, la cólera, la culpabilidad y la aceptación. Centrándonos solamente en la culpa podemos decir que se puede manifestar con dos ropajes: depresiva o paranoide.

Culpa paranoide
Según Grinberg, “la culpa se encuentra en la misma esencia del conflicto que produce el yo frente al super-yo”. Distingue entre culpa depresiva y culpa paranoide.

En esta última, no solamente existe la amenaza de un peligro que puede volcarse sobre el yo (angustia persecutoria), sino que el sujeto lo vive como un daño ya ocurrido (en la realidad o en la fantasía) y que produce desesperanza y temor. Es la base y origen de los cuadros neuróticos y psicóticos.

La culpa paranoide es siempre patológica pues no permite al sujeto llegar a un punto de reconciliación consigo mismo. Por esto se intentan defensas del yo que la hagan al menos un poco digerible. Así, utilizan mecanismos de disociación, omnipotencia, idealización, negación o la identidad proyectiva. Todas estas posibles puertas falsas nos llevan al duelo patológico donde el “sano” (o superviviente), no se permite estar bien pues sería un indicador que ha sido destruido por la maldad del otro. El movimiento básico es que la agresión se pone fuera del sujeto (“lo malo está en un hermano, el médico, etc.) para aplacar de alguna manera la propia angustia, pero se produce todo lo contrario: cada vez hay que odiar más para sentirse bien.

La propia dinámica de esta “culpa paranoide” hace que solamente tenga una salida: la psicosis o el su***dio.

Culpa depresiva
Se caracteriza (Grinberg) por “el anhelo de reparar el objeto que se siente dañado por los propios impulsos destructivos”. Es decir, el sujeto siente sus sentimientos de rabia, agresividad, envidia o de celos, pero no quiere destruir al padre o la madre sino que, desde el perdón y la reparación, intenta establecer un nuevo vínculo más sano, que al mismo tiempo tranquilice y haga más saludable la relación con el enfermo sin necesidad de culpabilizar a otros: resto de la familia, institución hospitalaria, etc.

En nuestro caso concreto este tipo de culpa se produce por:

a) Deseo de muerte del paciente (no se acepta que esté enfermo o bien se considera que no tiene la suficiente calidad de vida para seguir viviendo: “para vivir así es mejor que muera”).Pero el pensamiento en esta dirección produce una gran angustia y culpa, por el sólo hecho de tenerlo.

b) En otras ocasiones se considera que no se ha hecho todo lo posible por ‘solucionar’ el Alzheimer, e incluso que el comportamiento de uno ha contribuido a la enfermedad. A este respecto recuerdo una mujer que decía: “si no le hubiera llevado al médico cuando empezó a perder la memoria a lo mejor ahora estaba bien…” (¿?)

Como hemos dicho antes, todo va a depender, en el fondo, del tipo de vínculo previo a la aparición de la demencia, pues ésta despierta “fantasías” que estaban dormidas: pérdidas, sentimientos agresivos hacia el progenitor, etc.

Según Tizón, “la culpa depresiva implica hacerse cargo de la responsabilidad de los sentimientos y fantasías de agresión que se han experimentados frente al objeto querido. El yo del sujeto siente pena, sufre el pesar, pero no se entrega, sino que lucha para reparar la pérdida o el daño cometido”. De esta forma se inicia el proceso de reparación que consigue un nuevo equilibrio en el individuo, signo de paz y tranquilidad.

Conductas niveladoras ante el Alzheimer
El sujeto ante la culpa no puede quedar inmóvil. La “angustia le corroe” las entrañas (expresión de una hija con su madre enferma de Alzheimer) e intenta abrir algunas puertas que le permita una salida digna. Todo menos quedarse destruido por el sufrimiento.

En muchas ocasiones, la atención a un enfermo crónico termina por agotar, sobre todo al cuidador principal. Como me decía en una ocasión el esposo de una mujer con esclerosis en placas: “Mi situación es similar a abrazar un puercoespín y querer no pincharme”. Es decir algo metafísicamente imposible. Además, el cuidado a una persona con una enfermedad crónica provoca una sobresaturación de angustia, comprensible por otra parte e independiente de la fortaleza del cuidador, que puede manifestar diferentes formas de “vivir la culpa”:

# 1.- Hipercuidadores
Es una manera muy extendida en los países occidentales. Consiste “en cargar” exclusivamente con el enfermo. Se reniega cuando no se recibe ayuda, pero se reniega más cuando algún miembro de la familia intenta compartirlos cuidados del enfermo. Esas actitudes heróicas (la atención del enfermo las 24 horas, todos los días del año, o la permanencia constante y permanente en su cabecera, la renuncia a las vacaciones en familia, la pérdida del trabajo, etc.) pueden llevar, por dentro, la carcoma de la agresividad hacia el propio paciente. Es una forma de penitencia por el “pecado” cometido.

# 2.- Negadores del Alzheimer
Es el mecanismo defensivo más arcaico utilizado por el ser humano. “Ojos que no ven corazón que no siente”. Si se niega la mayor (la enfermedad), no tendremos que tomar ninguna medida, ni reestructurar todo el sistema familiar. “No le pasa nada, solamente que está un poco despistado”, me decía en cierta ocasión un hijo ante la pérdida de memoria del padre. La dura realidad era que no sabía ni en el día que vivía.

# 3.- Cuadros psicosomáticos
Cuando la agresión no sale hacia fuera, se puede transformar en síntomas psicosomáticos: cefaleas, úlceras, etc.

# 4.- Manía y depresión
La manía es la cara opuesta de la depresión. Se puede manifestar como hiperactividad multiplicando las acciones cotidianas: comenzar la reforma del piso, etc. También se puede originar un cuadro depresivo como forma de reparar el sentimiento de culpabilidad.

Culpa, reparación y perdón
Siempre que surge la culpa depresiva debe estar acompañada de la reparación. Todos, en alguna ocasión hemos sentido la necesidad de reparar ante alguna acción que nos ha descolocado: una mala contestación ante un hijo, un severo castigo ante los malos resultados académicos, pueden ser motivos de una cierta desazón como de “mala conciencia”, que nos lleva a abrazar al hijo o a mostrarnos excesivamente solícitos ante la demanda de los demás. Estamos reparando. Es como el niño pequeño que tras una mala acción (pegar al hermano, romper un juguete, etc.) se muestra mimoso o hace algún regalo a su progenitor. El también está reparando.

Es por tanto necesario que desde pequeños aprendamos la difícil lección de la reparación. El niño que ha tenido la oportunidad de expresar sus sentimientos de rabia, de envidia e incluso de agresividad, podrá de mayor ser capaz de exteriorizar su malestar y su dolor ante su padre o madre con Alzheimer, y no proyectar sobre los demás el motivo de su desgracia: los médicos, los otros familiares o el propio Estado. De esta última manera nos estamos cerrando la posibilidad de elaborar la culpa y sanear nuestro vínculo. El “malo” siempre es el otro.

Junto a esto es necesario ir creando un clima donde toda la vida gire en torno al “nosotros”, no alrededor del yo. Debemos ir construyendo un ambiente de comprensión, no de razones y mandatos o reglas, para que ante las dificultades podamos compartir también nuestros fantasmas de miedo y angustia. Debemos pasar de un tú, y un yo, a un nosotros, que potencie la confianza y la seguridad. Por esto podemos afirmar que toda conducta que favorezca la cohesión del grupo y fortalezca los valores de solidaridad y comprensión será una buena fórmula para evita la culpa paranoide, que nos destruya o al menos nos impida llegar a una sana reparación.

En la atención a un enfermo de Alzheimer existen dos salidas: pensar que uno puede con todo y que por lo tanto no precisa la ayuda de los demás en el manejo del enfermo (y antes de reconocer sus limitaciones proyectará su malestar en los otros: culpa paranoide) o iniciar el ‘duro camino’ de perdonar y perdonarse.

Saber perdonar es enfatizar “el nosotros” frente al “yo”; es aceptar las propias limitaciones y las de los demás; es no sentirse atacado por la actitud del otro sino comprender su debilidad y la nuestra.

Y en este punto, se puede afirmar que, a mayor narcisismo, menor capacidad para perdonar.

Para crecer psicológicamente, debemos permitirnos tomar conciencia de nuestras propias emociones: agresividad, amor, envidia, rencor, solidaridad, etc. Lo indeseable no es sentir, sino el pasar a la acción un sentimiento negativo. En nuestro caso, lo censurable no es tener culpa o incluso vergüenza, sino llevarlas a la práctica y esconder al enfermo o entrar en un cuadro depresivo grave.





Es sano admitir, por ejemplo, que en el cuidado de nuestro familiar, no siempre nuestros sentimientos han sido todo lo ‘limpios’ que hubiéramos deseado y que también nosotros tenemos nuestras necesidades y que, por lo tanto, nos sentimos frustrados cuando, por cuidar al enfermo de Alzheimer, no podemos pasear con los amigos o ir al cine o simplemente dormir tranquilamente, es un signo de nuestro buen nivel de salud mental.

Por esto, podemos afirmar que la aceptación total de sí mismo, en cuanto a posibilidades y límites, constituye la esencia misma del perdón. Ser capaz de perdonarse la impaciencia, las imperfecciones, la propia fragilidad, de modo paradójico, puede ser el comienzo de un sentimiento de seguridad ante uno mismo y ante los demás.

Por ALEJANDRO ROCAMORA BONILLA

http://www.cuidatusaludemocional.com/como-tratar-enfermo-alzheimer.html
 
Convivir con un enfermo crónico


Hace ya unos años que leí el libro de Shuman (1999), que tiene como título Vivir con una enfermedad crónica. Su lectura me impactó pues está escrito desde el dolor y la angustia que supone ser un enfermo crónico (el autor está diagnosticado de esclerosis múltiple) y no teoriza sino que señala, desde la práctica y la vivencia personal, el camino para conseguir la paz y la adaptación a la siempre traumática vivencia de la enfermedad.

Estas líneas también quieren hablar, no de la cronicidad (algo abstracto y lejano), sino de lo crónico, como vivencia impactante en el ser humano. Por esta razón, el libro de Shuman bien se hubiera podido titular: vivir con un enfermo crónico.

Lo crónico


Lo crónico se caracteriza por ser contrario a lo agudo o lo transitorio. Lo crónico supone un “para siempre” que agobia y al mismo tiempo puede llevar a la paralización: “para que esforzarme –me decía en cierta ocasión un esquizofrénico– si mi enfermedad es para toda la vida”.

La misma actitud terapéutica, en ocasiones, se ve mediatizada por la realidad de lo indefinido: el objetivo no es la curación, ni siquiera la remisión de la sintomatología y la recuperación de la salud, sino aminorar los síntomas y, en todo caso, lograr una buena calidad de vida para el enfermo crónico y sus familiares. Y eso ya sería un gran éxito.

Todo esto precisa de un tratamiento médico y de cuidados continuados, sin ‘vacaciones’, ni olvidos: cualquier relajación en la atención puede producir un empeoramiento o un retroceso en el curso de la enfermedad. Posiblemente, en muchos casos, los enfermos crónicos no necesitan de una hospitalización, pero son indispensables unas atenciones permanentes y consiguientemente se impone una reestructuración del “tiempo”: descanso, ocio, trabajo, etc. La vida familiar y social se encuentra mediatizada por el proceso crónico.

Y todo esto se complica, pues el curso de la enfermedad crónica no es rectilíneo, ni mucho menos se estabiliza como una balsa de aceite, sino que está condicionado por el riesgo de las reagudizaciones o “brotes”, que pueden descolocar a todo el sistema, tanto individual como familiar.

El enfermo crónico
Un enfermo crónico es un paciente incurable, es decir, nunca volverá al estado primigenio, o bien nunca conseguirá un nivel óptimo de independencia y autonomía. Indefinidamente estará en función de los demás y éstos siempre, de alguna manera, deberán estar presentes en su vida.

Según Shuman (1999) “una enfermedad crónica es aquella en la que los síntomas de la persona se prolongan a largo plazo de manera que perjudican su capacidad para seguir con actividades significativas y rutinas normales”. Es decir, siempre supone una limitación de las posibilidades del sujeto, ya sea en el nivel cognitivo, (por ejemplo la enfermedad de Alzheimer), motórico (hemiplejía), psicológico (esquizofrenia) o social (todas las incapacidades). Al mismo tiempo, la enfermedad crónica es como “un cuerpo extraño” (como ‘una chinita en un zapato’) que se introduce en la dinámica de la persona y “matiza” toda su actividad. Nada es igual después del diagnóstico de un proceso crónico ya sea una esquizofrenia, una hipertensión, una esclerosis en placa o una diabetes.

Una cosa es evidente: la enfermedad crónica determina la preocupación por el cuerpo: visitas médicas, análisis, pruebas específicas, etc. jalonan la historia del enfermo. Desde el diagnóstico inicial hasta el desenlace final, estará salpicado por pruebas y más pruebas en busca del tratamiento que devuelva la salud, o al menos un mínimo de gradiente de bienestar, con perjuicio de otros intereses: trabajo, ocio, etc. que pasan a un segundo o tercer plano. El enfermo crónico suelo no mirar más allá de su dolencia. Sus necesidades y limitaciones corporales se convierten en lo más prioritario para él. El resto de motivaciones o intereses (familia, trabajo, etc.) quedan relegadas.

Todo esto supone que nos hacemos más conscientes de lo que somos y de lo que nos falta; al mismo tiempo implica un tomar conciencia de nuestra relación con nosotros mismos y con el entorno. Por esto, los olvidos, las ausencias (la falta de visitas o de llamadas telefónicas) toman un significado especial: descubrimos en realidad quiénes somos, qué sentimos y quién está junto a nosotros.

Claves para convivir con un enfermo crónico
La familia como tal es una unidad dinámica y cambiante por esencia: salen y entran nuevos miembros, crecen unos, los otros envejecen, etc. La familia, pues, es esencialmente cambio, y por lo tanto, todos sus miembros (padres e hijos) deberán hacer un esfuerzo para adaptarse a las nuevas situaciones. Un punto de inflexión es la aparición de la enfermedad crónica.

En ese momento se requiere que se produzca una adaptación del yo con el “no-yo”, que es el resto de la familia. Esa palabra (“adaptación”) es la actitud fundamental de la felicidad. Si se lleva a la práctica podemos afirmar que hemos conseguido una armonía con nosotros mismos y con el entorno, que es sinónimo de felicidad.

#1.- Sacar lo bueno incluso de lo malo
En primer lugar, debemos dejar claro que nunca una enfermedad es “un bien en sí misma”, y por lo tanto hay que luchar por evitarla; pero una vez que se presenta, debemos sacar el mayor provecho de ella; es decir, sacar lo bueno que se pueda incluso de lo malo.

#2.- Evitar la negación, la hipocondría o la victimización
La familia del paciente crónico debe evitar agarrarse a las “puertas falsas” (negación, hipocondría, victimización, etc.) o, al menos, que esas vivencias permanezcan de forma indefinida, pues impedirían la posibilidad de encontrar la salida satisfactoria.

#3.- Cada familia debe lograr su propio equilibrio
La enfermedad es intransferible y también su forma de vivirla. Cada grupo debe buscar su propia puerta para salir de ese “laberinto de emociones”. No existen reglas mágicas o universales, sino que cada familia tiene la llave (su llave) para adaptarse a la enfermedad y crecer, o quedar atrapado por la misma. Lo que haga o deje de hacer, en parecidas circunstancias, el vecino del quinto o el panadero de la esquina, es respetable, pero no imitable.

#4.- La adaptación a la enfermedad es un proceso con altos y bajos
Cada sistema familiar experimenta diferentes fases en su adaptación. Esta no es lineal, sino que es como un tobogán con subidas y bajadas. Lo que hay que intentar es que esos cambios no nos desequilibren o sean muy prolongados.

#5.- Buena información médica sobre la enfermedad crónica




Una clara información médica sobre la dolencia que padece el enfermo crónico es la base imprescindible para saber a qué atenerse y facilitar una adecuada adaptación al proceso patológico.

#6.- Educar en la aceptación de las propias limitaciones
Debemos procurar educar a nuestros hijos en la aceptación de las propias limitaciones cotidianas para que, en el caso de que se produzca “la gran limitación”, es decir, la enfermedad crónica, tengan los resortes apropiados para salir adelante y que no se ‘hundan’ psicológicamente.

Por ALEJANDRO ROCAMORA BONILLA
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Aprender a quererse a uno mismo



Un ingrediente fundamental para poder amar a otra persona es amarnos a nosotros mismos. Nadie puede dar lo que no tiene; así que, si alguien no es capaz de quererse a uno mismo, no puede amar a los demás.

¿Qué significa quererse a uno mismo?
Quererse a uno mismo significa darse la oportunidad de descubrir el gran potencial y la grandeza que llevamos dentro.

Quererse a uno mismo significa ser honestos y comprometernos con nuestra vida.



Quererse a uno mismo significa tener en cuenta nuestras necesidades y respetarnos, aceptarnos y querernos por ser solo quienes somos.

Quererse a uno mismo significa dejar de juzgarnos, de criticarnos, de compararnos con los demás, dejar de exigirnos ser diferentes de quienes somos y romper con la idea aprendida que tenemos respecto a nosotros. Ésta condiciona nuestra vida y nos lleva a vivir desconociendo una parte importante y valiosa de quienes somos.

Quererse a uno mismo significa atrevernos a ser quienes somos, abrazando nuestra realidad aunque a veces no nos guste o no se acerque a lo que queremos que sea, porque acogiéndola podemos atravesarla y trascenderla.


Cuando aprendemos a apreciarnos, buscamos nuestro bienestar y somos capaces de proporcionar bienestar a otras personas. Desde aquí, elegimos para relacionarnos personas que también se aman y establecemos relaciones saludables que nos permiten ser quienes somos y crecer y madurar de acuerdo con nuestro propio proceso, caminando a nuestro propio ritmo.

Cuando aprendemos a amarnos, perdemos el miedo a perder, entonces comienza nuestro crecimiento como personas autónomas:

Amarse es conocerse. No se puede amar lo que se desconoce. Poner conciencia en ese olvido que hemos hecho de nosotros es rescatarnos para la vida.





Amarse es escucharse. Atender y cuidar nuestras necesidades.

Amarse es abrirse. Liberar los condicionamientos que nos mantienen encerrados en nosotros mismos y atrapados en sentimientos caducos.

Amarse es atreverse a ser quienes somos despojándonos de las máscaras que nos hemos colocado para agradar a los demás y conseguir su amor.

Amarse es aceptarse con lo que nos gusta más, con lo que nos gusta menos, con todas nuestras capacidades y también con todas nuestras limitaciones.

Amarse es hacerse responsable de nuestra vida sin echar balones fuera.

Amarse es vivir presentes y conscientes de nosotros mismos.

Estamos en este mundo para ser nosotros, para crecer liberados de nuestros condicionamientos y encontrar nuestro propio sentido, para alcanzar la realización de todo nuestro potencial humano.





Así que sé como eres, déjate fluir para encontrarte con ese quien eres, ese ser auténtico y maravilloso que vive dentro de ti repleto de posibilidades de ser y que solo puede expandirse si lo acoges, lo aceptas y lo abrazas.

Olvídate de lo que crees que debes ser y solo sé tú mismo, arriésgate a sentir lo que sientes, acepta y agradece tu vida. Limpia tus ojos de ayer y estrena una mirada nueva, deja que resuene en tu interior con toda su fuerza: “Este soy yo y así está bien”.

Es en ese momento cuando uno comprende de verdad lo que significa quererse a uno mismo.

MARÍA GUERRERO ESCUSA

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Me odio, ¿cómo dejar de odiarse?



Si te llama la atención el título de este artículo, Me odio, y te preguntas cómo es posible que alguien pueda llegarse a odiar a sí mismo, tienes que saber que estás en franca minoría. Supongo que te sorprende porque nunca lo has sentido. Sin embargo, la realidad es que el odio a uno mismo es un sentimiento muy extendido en nuestra sociedad según han constatado en sus trabajos de investigación el psicólogo Robert Firestone y su hija Lisa, también psicóloga.

Es cierto que la mayoría de las veces preferimos usar eufemismos o expresiones menos fuertes como baja autoestima o mal concepto de uno mismo para referirnos a esa animadversión que tenemos contra nosotros mismos, pero estos investigadores aseguran que la mayoría de las personas, en alguna ocasión, ha sentido un fuerte odio por sí mismo y que, en general, nos tratamos muy mal a nosotros mismos.

Si tenemos en cuenta la gran cantidad de pensamientos exageradamente autocríticos que se nos pasan por la mente cada día, es fácil comprender hasta qué punto la frase “tú mismo puedes ser tu peor enemigo” refleja la realidad. Este aluvión de pensamientos demasiado autocríticos nos limita en todos los ámbitos de nuestra vida: socava nuestra confianza, sabotea nuestras relaciones, arruina nuestra carrera profesional, boicotea nuestros proyectos…

Según el estudio Chicas reales, presión real de la Fundación Dove realizado con 3.000 chicas de entre 8 y 17 años en los Estados Unidos, siete de cada diez niñas adolescentes creen que no dan la talla como estudiantes, sienten que han decepcionado a sus padres o les disgusta profundamente su cuerpo. Este estudio también constató que tres de cada cuatro chicas con un bajo autoconcepto terminaron materializando esa rabia que sentían por la disconformidad con su apariencia, su físico o sus relaciones familiares en trastornos alimentarios, autolesiones, acoso escolar, consumo de alcohol o drogas.

El desalentador “me odio” y la voz crítica interior


Se podría pensar que este pensamiento extremadamente crítico con uno mismo es propio de la adolescencia, una época de grandes cambios tanto biológicos como psicológicos. Sin embargo, como resultado de sus trabajos de investigación con mujeres y hombres de todas las edades y diversas procedencias, los psicólogos Lisa y Robert Firestone han llegado a la conclusión que la mayoría de las personas tiene una percepción muy negativa de algún aspecto de su vida. La lista de crueles autocríticas suele ser larga: “Estoy gorda”, “soy un fraude en mi trabajo”, “no soy una persona en la que confiar”, “no soy honesto si hay dinero de por medio”, “no me gusta mi cara”, “odio mi vida”, “me odio con toda mi alma”, etc.

Incluso las personas que gozan de reconocimiento en su medio laboral y social, que cuentan con una buena imagen entre sus amigos y que mantienen unas sanas relaciones afectivas con su familia y su pareja, albergan pensamientos autocríticos muy duros.

Por tanto, el pensamiento recurrente de “me odio” es más habitual de lo que se piensa. Además, estas creencias tan negativas de uno mismo no disminuyen a medida que envejecemos, sino que se mantienen a lo largo de nuestra vida.

Para los doctores Firestone, en el interior de toda persona convive un “yo real”, que tiene su origen en la aceptación de uno mismo, y un “anti-yo”, que se alimenta de lo que uno rechaza de sí mismo. Este “anti-yo” se manifiesta a través de una “voz crítica interior” que se dedica a desalentarnos en cualquier actividad que queramos llevar a cabo. Esta voz crítica interior es manipuladora y trata de influirnos negativamente en todas nuestras vivencias. Si pretendemos alcanzar un objetivo personal o profesional, la voz crítica interior nos repetirá machaconamente: “No lo vas a lograr, tú no vales lo suficiente como para conseguirlo”. Si logramos nuestra meta, la voz crítica seguirá tratando de desmoralizarnos: “Esto no puede durar mucho. Seguro que al final todo saldrá mal”. Si alguna persona muestra afecto por nosotros, nuestro ‘amable’ enemigo interior no cejará en descorazonarnos: “Esta persona no puede ir con buenas intenciones. ¿Por qué habría de fijarse en ti? ¡Cómo se va a enamorar de ti si no destacas en nada!”.

Como esta voz crítica interior actúa como una chicharra incansable y está tan incrustada en nuestro pensamiento, muchos de nosotros llegamos a creer que nos está describiendo la realidad objetiva y aceptamos de forma acrítica las ideas que va grabando en nuestra mente a fuerza de repetirlas.

¿Por qué me odio a mí mismo?
Este sentimiento de odio contra uno mismo se origina en las experiencias de rechazo vivido en nuestros vínculos afectivos, sobre todo, de la infancia. La manera en que una persona se trata a sí misma proviene principalmente de dos influencias:

# 1.- Cómo nos vieron los padres u otros cuidadores influyentes en la infancia




Nuestra autopercepción está muy influencia por cómo nos vieron nuestros padres u otras personas muy cercanas de las dependíamos en los primeros años de vida. El ser humano aprende a verse y a tratarse como fue visto y tratado en los primeros momentos. Así, si sus actitudes hacia nosotros eran de rechazo, de igual modo construiremos la imagen que tengamos de nosotros mismos, ya que las actitudes negativas dirigidas contra los hijos terminan siendo interiorizadas por éstos.

Por el contrario, las actitudes sanas y de refuerzo a las que estuvimos expuestos durante los primeros años de nuestra vida por parte de nuestros padres y cuidadores reforzaron nuestra autoestima y la confianza en nosotros mismos.

Imaginemos, por ejemplo, que nuestra madre, estresada por un montón de obligaciones como ama de casa y trabajadora fuera del hogar, tuviera poca paciencia y nos dijera con frecuencia: “Siempre estoy llegando tarde por ti, es que no te puedes dar más prisa”, “eres un niño muy perezoso”. Frases que probablemente irían acompañadas de suspiros de molestia y miradas de decepción. Seguramente esta percepción de uno mismo como holgazán o inútil sería procesada emocionalmente tal cual por el niño que éramos sin analizar las circunstancias marcándonos nuestra autopercepción.

Si, por ejemplo, como reacción a nuestras travesuras, nuestro padre nos gritase fuera de sí: “¡Eres muy malo, lo peor, de la misma piel del diablo, solo me haces sufrir!”; muy probablemente esto es lo que uno grabaría a fuego en su mente, que eres una mala persona, que no merece ser querida por otra. Porque es casi imposible que, siendo niño, uno cayera en cuenta que el enfado paterno tenía más que ver con que nuestro padre venía cansado del trabajo y estaba frustrado por un jefe avasallador.

Por supuesto que no se trata, a estas alturas, de buscar culpabilidades. Ser padre o educador es extremadamente difícil. Lo importante es darse cuenta de las vivencias infantiles que están condicionando nuestro presente como adultos y, en la medida de lo posible, restañar esas heridas emocionales de la infancia. Es precisamente nuestra voz crítica interior la que se nutre de todas estas experiencia dañinas y que, de una forma u otra, nos las recuerda constantemente.

# 2.- Cómo se veían a sí mismos nuestros padres u otros cuidadores influyentes
Las actitudes de los propias padres para consigo mismos también se transmiten a los hijos. Aunque muchos adultos tienden a pensar que los niños están ocupados con sus juegos y que no se dan cuenta cómo se sienten sus padres, la realidad es que los niños sí se sienten muy afectados por la manera en que sus progenitores se refieren a ellos mismos. En el estudio sobre baja autoestima en las adolescentes citado antes, más de la mitad de las chicas confesaron que tenían una madre que se criticaba a sí misma con mucha frecuencia y con dureza. Cuando un padre dice de sí mismo que se siente fracasado, que no está satisfecho con su propia vida o se mira al espejo con disgusto, lo que haciendo es servir de modelo (“me odio”) en la manera en que sus hijos se van a percibir a sí mismos en el futuro.

Cómo el odio a mí mismo condiciona mi vida
Si una persona ha interiorizado que no es digna de ser querida por otra, porque así se lo hicieron ver las personas de las que dependía afectivamente en su infancia (“Nadie te va a querer”), es muy probable que, de una forma no consciente, tienda a buscar parejas que no la valoren y que incluso la humillen. Se produce así, por tanto, la ‘profecía autocumplida’: “No te quieren, te vejan o te maltratan, porque no vales nada”, nos susurrará al oído nuestra voz crítica interior.

Es más: tras unas cuantas malas experiencias amorosas, nuestra voz crítica interior tratará de disuadirnos de conocer a alguien que nos ame y con el que compartir nuestra vida. “Vas a estar mucho mejor solo/a. Si total todos/as los/as hombres/mujeres son iguales”, deslizará.

Y ahí estará nuestra voz crítica interior para socavar nuestra confianza cada vez que conozcamos a alguien. Incluso si uno sigue los dictados de la voz crítica interior y se recluye en casa y se aísla de los demás, nuestro ‘querido’ enemigo no desperdiciará la menor oportunidad para espetarnos: “Estas solo/a. No tienes ningún amigo de verdad ni nadie que te quiere. Eres un auténtico fracaso”.

La voz crítica interior es poderosa y, si no la atamos en corto, no parará hasta minar por completo nuestra autoestima y boicotear nuestra vida afectiva, laboral y social.

Cómo dejar de odiarse a uno mismo
Para liberarnos de esa voz crítica interior que pretende hacernos la zancadilla en cuanto tiene ocasión, los psicólogos Lisa y Robert Firestone proponen en sus obras The Self under siege y Conquer your critical inner voice un plan de cuatro etapas que nos llevará a dejarnos de odiar a nosotros mismos y empezar a aceptarnos. Los cuatro pasos para diferenciarnos de nuestra voz crítica interior y romper con ellas son los siguientes:

# 1.- Comprender por qué me odio a mí mismo y cómo he interiorizado este pensamiento negativo
El primer paso consiste en darse cuenta que uno no es su voz crítica interior. En realidad hay que considerarla con un alien que las vivencias más negativas de nuestra infancia y que no supimos asimilar por nuestra corta edad nos ha incrustado en nuestro interior. Pero nosotros no somos nuestra voz crítica interior. Ella es despiadada, rencorosa y manipuladora. Y quiere lo peor para nosotros. Por tanto, es necesario comprender cuál es el origen del desalentador “me odio” y de esos otros pensamientos negativos, y qué acontecimientos los fueron alimentando. Asimismo, es importante desafiar a nuestra voz crítica interior y resistirse a las conductas autodestructivas o de riesgo que nos impulsa a realizar.

# 2.- Reconocer cuáles son los modelos negativos que hemos seguido sin darnos cuenta
Para diferenciarnos de ella, necesitamos reconocer en los ecos de nuestra voz crítica cuáles son las actitudes negativas y dañinas que hemos copiado de nuestros padres o cuidadores de los que dependíamos en nuestra infancia. Si no hacemos este trabajo de introspección personal y no tratamos de desalojar de nuestra mente a esa odiosa criatura, es muy posible que nuestra voz crítica interior también intente extender sus largos tentáculos y su efecto dañino impacte en nuestros propios hijos, de manera que el ciclo de auto-odio se retroalimente de generación en generación.

Supongamos que nuestro padre, madre o cuidador influyente tenía un carácter muy autoritario y exigente en todos los ámbitos (exigencias académicas, deportivas, de conducta, etc.) de modo que lograra lo que uno lograra siempre era insuficiente. En este caso, sería necesario que uno valorase hasta qué punto la propia autoexigencia es razonable o es una forma de torturase a uno mismo que ha sido interiorizada de forma acrítica.

En este caso la animadversión hacia uno mismo (el tan destructivo “me odio”) provendría de un gran sentimiento de frustración al no lograr (porque es imposible) unas expectativas inalcanzables que nos han impuesto y que nosotros hemos hecho nuestras sin valorar nuestras posibilidades de una forma realista. Asimismo, uno se odiará a sí mismo por no ser como debería ser para ser amado por las personas a las que les hemos otorgado un papel afectivo relevante.

Del mismo modo, sería positivo analizar si esas actitudes autoritarias impuestas se han reproducido fielmente en la educación de los hijos o, si por el contrario, nos han llevado a un modelo de educación absolutamente opuesto, en el que se ha consentido todo a los hijos. En cualquier caso, la pregunta clave es: ¿es mi verdadero yo o es mi voz crítica quien está llevando el control de mi vida?

# 3.- Reconocer los mecanismos de defensa que hemos armando frente al daño emocional
A veces nuestra incapacidad para asimilar adecuadamente el rechazo experimentado en nuestros vínculos afectivos, en especial del padre o de la madre, nos puede llevar a odiarnos a nosotros mismos como reacción al odio que sentimos por ellos. Y esto es así porque a menudo los seres humanos optamos por dirigir contra nosotros mismos la agresividad que tenemos contra otros. El “me odio con todas mis fuerzas” es en realidad un “odio a mis padres”, que permanece reprimido.

Otras veces, las vivencias de rechazo que no hemos sabido procesar emocionalmente pueden habernos llevado a construir toda una estrategia de protección que domina nuestra vida. Así, por ejemplo, si de pequeños nos hemos sentido maniatados por el exceso de control de nuestros padres o de los cuidadores influyentes, es muy habitual que, ya de adultos huyamos de todo compromiso sentimental y que nos sintamos más cómodos aislados de los demás. En este sentido, sería positivo preguntarse: ¿hasta qué punto el aislamiento y la soledad han sido elegidos por mí?

# 4.- Encontrar los propios valores que den sentido a tu vida
Una vez que hayamos identificado nuestra voz crítica interior, que hayamos comprendido, sin culpabilidades ni culpables, cómo han sido las relaciones con nuestros padres y otras personas significativas, y cuáles han sido nuestros mecanismos de defensa, necesitamos dar un último paso: ¿qué queremos para nuestra propia vida? ¿Cómo la queremos vivir?


En la medida que logremos librarnos de nuestra voz crítica interior y del incesante bombardeo destructivo del “me odio” y “odio mi vida”, estaremos más cerca de conocer nuestro auténtico yo. Y si nos respondemos a nosotros mismos, con honestidad y sinceridad, sobre cómo queremos vivir nuestra vida, será más fácil decidir qué acciones tenemos que llevar a cabo. A partir de ese momento y de esa decisión, podremos dejar de sentir odio por nosotros mismos y viviremos una vida más plena.

Por FERNANDO ALBERCA VICENTE
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¿Es amor o dependencia emocional?


La dependencia emocional en el amor es un problema muy común, pero bastante desconocido todavía. Según la Fundación Instituto Espiral, se estima que la dependencia emocional afecta a una de cada diez personas. Actualmente, no tiene una ubicación como trastorno en el DSM-IV o el CIE-10, manuales utilizados por los profesionales de la salud mental, ya que no se esclarece entre la denominación de trastorno de personalidad dependiente o trastorno adictivo.

Podemos definir la dependencia emocional como una “necesidad extrema de recibir amor y afecto, normalmente en las relaciones de pareja, de forma que su vida gira en torno a la otra persona”.



El perfil de los dependientes emocionales se suele caracterizar por una baja autoestima, carácter sumiso, no concibe en su vida la soledad sino que ansía estar al lado de alguien a quien ha idealizado, de manera que vive por y para esa persona.

En la otra cara de la moneda, se encuentra la pareja del dependiente emocional, cuya personalidad suele ser todo lo opuesto: una persona segura de sí misma, egocéntrica, dominante y poco afectuosa. Este tipo de personas, a su vez, encuentran su complemento perfecto en los dependientes emocionales.

Esta personalidad no es elegida al azar por la persona dependiente, sino que son características de la personalidad que les resultan atractivas y las cuales idealizan, ya que carecen de ellas. Las relaciones de dependencia emocional están basadas en la sumisión, la idealización y el terror al rechazo, al abandono.

Su origen podría estar en que los dependientes emocionales suelen tener una historia de carencias afectivas importantes en su infancia por parte de la familia de origen, del entorno o de ambos. No están acostumbrados a ser queridos de verdad.

Síntomas de dependencia emocional
  • Necesidad de estar en pareja, no tolera la soledad.
  • Amplio historial de relaciones de pareja, normalmente ininterrumpidas.
  • Baja autoestima, son personas que no se quieren a sí mismas y necesitan la aprobación y el cariño constante de los demás, especialmente de su pareja.
  • No sabe decir “No” por complacer a la otra persona.
  • Pone su relación por encima de todo (familia, amigos, aficiones), incluyéndose a sí misma.
  • Desea estar en contacto permanente con la pareja, ya sea físicamente, por móvil, Internet, etc.

Si se acaba la relación, el dependiente empieza a padecer angustia, desesperación, no para de llorar, quiere morirse, no para de hablar del tema. Para que el calvario de la persona dependiente desaparezca, pueden pasar dos cosas:

  • La ex pareja se pone en contacto para reanudar la relación o da ciertas esperanzas de volver con el dependiente.
  • O bien aparece otra persona de perfil similar que termina con el sufrimiento empezando el círculo vicioso nuevamente. Realmente es como si estuvieran enamorados de la relación y no de la persona.
¿Cuál es el tratamiento de la dependencia emocional?



El tratamiento consiste en una aceptación del problema. El dependiente emocional necesita reconocer la forma inadecuada de relacionarse afectivamente con su pareja. Para ello, el profesional le ayudará a que encuentre una lógica para comprender el motivo de su conducta. Se trabajará en conseguir un aumento de la autoestima. Y, mediante terapia cognitivo-conductual, se reestructurará la forma patológica de relacionarse en el amor. Salir de la dependencia emocional es un proceso terapéutico que, en la mayoría de los casos y con una actitud positiva del paciente, tiene resultados exitosos.

Por LUCÍA MORENO

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El método de loci o el palacio de los recuerdos, una técnica mnemotécnica maravillosa



El método de loci o el palacio de la memoria es una técnica mnemotécnica muy antigua e ideal para entrenar nuestra mente en el arte del buen recuerdo. Se basa en conseguir que nuestro cerebro relacione datos con localizaciones concretas, con recorridos físicos o entornos determinados donde ir colocando esos inputs que más tarde evocaremos con mayor facilidad.

Puede que a simple vista esta estrategia nos parezca algo elemental. Sin embargo, a veces las cosas más simples son las más eficaces; es más, en ocasiones revierten de forma positiva en nuestra plasticidad cerebral. Decimos esto último porque recientemente hemos conocido un dato interesante. Hace poco, el Centro Médico de la Universidad de Radboud, en Holanda, llevó a cabo un estudio donde demostró, mediante pruebas electromagnéticas, que la estrategia mnemotécnica basada en el método loci funcionaba.


El método de loci consiste en imaginar un itinerario formado por diversos objetos, escenarios y rincones conocidos donde situar conceptos y datos que más tarde podremos recuperar en nuestra memoria.

Uno de esos ejemplos estudiados fue el de Boris Nikolai Konrad. Este joven neurocientífico que cuenta con el récord de memoria mundial en la evocación de datos, lleva prácticamente toda su vida haciendo uso del también llamado “palacio mental”. En la actualidad trabaja en el Instituto Max Planck de Psiquiatría en Múnich, y suele dar conferencias para demostrar cómo puede cambiar nuestro cerebro cuando empezamos a entrenarnos en estrategias mentales y de memoria como el que nos ofrece el método de loci.

Es fácil, es efectivo y lo más importante aún, no solo nos permite ser más ágiles a la hora de recordar ciertos datos. Además, nos permite tener un cerebro más resistente.

El método de loci y nuestra memoria espacial
Tal y como hemos señalado al inicio, el método de loci tiene sus orígenes en la antigüedad. Se atribuye el desarrollo de esta estrategia al poeta lírico Simónides de Ceos, el cual, y casi sin darse cuenta, hizo uso de una estrategia mnemotécnica que más tarde recogerían libros como La Rhetorica ad Herrenium y De Oratore, de Cicerón.


Dice la historia que Simónides de Ceos fue invitado a dar un recital poético en Tesalia. En un momento dado, y en medio del evento, fue llamado por un criado para entregarle un mensaje privado. El poeta salió al exterior para leer la nota cuando, de pronto, se escuchó un violento estruendo. El palacio donde se hallaba acababa de derrumbarse.

Las víctimas eran múltiples y el desastre personal inmenso. La violencia de los traumatismos impedía poder reconocer a cada persona, pero Simónides de Ceos se acercó a los médicos para indicarles que no levantaran todavía los cuerpos. El buen poeta pudo identifcarlos uno a uno al recordar dónde estaban ubicados mientras él estaba en la sala dando su recital. Más tarde, esa estrategia eficaz recibió un nombre más que idóneo: método de loci (loci, en griego significa lugar).

El arte de ubicar recuerdos en espacios puntuales
Muchos de nosotros llevamos practicando esta técnica durante muchos años sin saber el gran potencial que hay en ella. Cuando hacemos la lista de la compra, por ejemplo, una forma de recordar todo aquello que necesitamos es haciendo un recorrido mental por el supermercado de manera mental, pasillo a pasillo, estante a estante.


Asimismo, todo estudiante, en un momento dado de algún examen, es capaz de recordar un dato concreto al evocar ese lugar en concreto donde se hallaba mientras estudiaba esa parte del tema. Todo ello nos anima a descubrir los recursos útiles para sacarle todo el partido a nuestra memoria, ahí donde conectar una información con otra siempre será más útil que conseguir que integre una información en concreto de forma mecánica, aséptica y a la fuerza.

Recordemos que somos seres emocionales, y que nuestro cerebro se vale de asociaciones para crear recuerdos significativos. De hecho, la memoria espacial es una gran activadora del hipocampo, esa fascinante estructura relacionada con la generación y la recuperación de recuerdo, y que a su vez se vincula con nuestros universos emocionales.

Por tanto, no dudemos en crear nuestro propio palacio mental, ahí donde ir colocando datos, fechas y notas mentales aquí y allá, y en cada curioso rincón, para poder más tarde recuperar cada objeto con mayor agilidad.

¿Cómo debo aplicar en mi día a día el método de loci?
Los grandes personajes del mundo de la literatura y en especial de esa esfera detectivesca o criminal, casi siempre hacen uso del método de loci. No lo llaman con su nombre originario, se limitan simplemente a llevar a cabo esta estrategia mnemotécnica de forma implacable y altamente eficaz. Lo vemos por ejemplo en Sherlock Holmes, y lo vimos también en la saga de Hannibal Lecter de Thomas Harris.

Ahora bien ¿podemos nosotros en la humildad de nuestras responsabilidades y cotidianidad aplicar el método de loci? La respuesta evidentemente es “sí”, y estos serían los pasos para vincular nuestra memoria espacial con la memoria de trabajo y la memoria a largo plazo.

Pasos del método de loci
  • Elige tu palacio mental. Debe ser un escenario conocido: tu casa, la de un amigo, una biblioteca que conoces, una calle de tu pueblo o ciudad, un parque…
  • Diseña un itinerario, una ruta. Por ejemplo: salgo de mi habitación, paso por el pasillo, veo la ventana, paso por el baño, llego al salón, miro el sofá, la mesa, las estanterías… Visualiza en tu mente cada pequeño detalle.
  • Ahora, en cada uno de esos pequeños detalles “engarza” un dato, una información. No importa que sea absurda, porque de hecho las relaciones dispares se recuerdan mucho mejor. Por ejemplo, si estás estudiando una oposición y necesitas recordar algún código legislativo puedes relacionar leyes con objetos determinados.
  • Una vez ya hayas vinculado datos con objetos, detalles o rincones, vuelve a hacer un recorrido por ese escenario. Es más, recórrelo varias veces, hasta que todo te sea familiar, conocido, ahí donde cada información esté en su lugar preciso.
Como vemos el método de loci no requiere mayor esfuerzo que el de la visualización, el de la voluntad, la imaginación y la capacidad de establecer asociaciones. En este ejercicio en apariencia simple, nuestro cerebro estará llevando a cabo un sinfín de maravillosos procesos neuronales donde desarrollar nuestra memoria, donde crear puentes, autopistas y vías donde la información corre rauda, donde discurre ágil y de forma eficaz.

Por Valeria Sabater

 
5 datos interesantes sobre tu lenguaje corporal


¿Sabías que el cuerpo puede decirnos más cosas que las palabras? Claro, porque no sólo la boca es la que emite los mensajes que queremos expresar, sino también nuestros gestos, nuestra postura y hasta nuestros movimientos tienen la capacidad de trasmitir información.


Conocer un poco sobre el lenguaje corporal nos puede ayudar a desenmascarar a alguien que nos está mintiendo, a conseguir aquello que queremos o a evitar que los gestos nos jueguen una mala pasada frente a los demás.

Según un estudio realizado recientemente, el 55% de los mensajes que enviamos provienen del cuerpo. Esto quiere decir que solamente el 45% restante es por medio de las palabras, sin importar el tono o volumen que utilicemos. El lenguaje no verbal es muy importante y lo utilizamos todo el tiempo.

Esto ha sido analizado por los psicólogos para conocer las reacciones de sus pacientes en la consulta o bien por los encargados de recursos humanos de una empresa antes de contratar empleados.



5 importantes hallazgos sobre el lenguaje corporal



Presta atención a las conclusiones que han derivado de muchas investigaciones a lo largo de los años. Así sabrás qué es lo que significa cada gesto o movimiento que realiza tu interlocutor y hasta tu mismo.

1. Encoger los hombros quiere decir no saber nada sobre algo

Pero atención, que los niños también utilizan este gesto para demostrar que algo no les importa. Es una seña bastante universal levantar los dos hombros a la altura de las orejas cuando nos preguntan algo que no sabemos la respuesta y puede estar acompañado de otros tres movimientos: manos con palmas hacia arriba, cejas levantadas y labio inferior caído.

2. Mostrar las palmas de las manos demuestra honestidad


Esta es una seña muy antigua y la razón es muy simple: estás mostrando que no ocultas nada en tus manos que pueda dañar al otro. Por ejemplo, cuando alguien tiene que dar su testimonio en un juicio, coloca su mano derecha en la Biblia (u otro libro religioso) y levanta la izquierda mostrando la palma hacia el juez, los abogados, el estrado y el público. Esto se asocia a la lealtad, a la sumisión y a la honestidad.

También puede significar “yo no tengo nada que ver”. Para ello, la persona levanta ambas manos a la altura de los hombros o cabeza. “Yo no fui” como dice Bart Simpsons, es la frase que acompaña a esta acción.

3. Apuntar con el dedo puede acusar o demostrar dominación

Recuerda cuando eras niño y hacías algún lío. Seguro tu madre o padre levantaba el “dedo acusador” , sobre todo el índice, y te demostraba que te habías equivocado y que en poco tiempo llegaría el castigo. Al crecer, en una discusión con tu pareja, seguro habrás “sacado varios trapos al sol” con este gesto (o te lo hicieron a ti).


Por otra parte, apuntar con el dedo índice cerrando la mano quiere demostrar dominación. Es un símbolo que no coloca en el mismo lugar a las personas involucradas, la que está hablando o haciendo este gesto se siente superior a los demás. En el inconsciente nos evoca sentimientos negativos y hasta agresividad. Esto es así porque casi siempre primero llega la acusación y después el ataque.

4. Ojos arrugados es sinónimo de sonrisa verdadera

“Sonrían para la cámara” dice el fotógrafo de una fiesta o alguien que se ha encargado de retratar un evento con su smartphone. ¿Te has dado cuenta de que luego los gestos de las personas parecen “falsos”? Claro, porque prácticamente se los “obligó” a demostrar felicidad para la cámara. Esto no quiere decir que lo estaban pasando mal, pero la pose no es auténtica. Por ello son mejores las fotos espontáneas, donde nadie percibe que les están retratando.

Para tener en cuenta: cuando alguien se ríe de verdad, arruga mucho los ojos. Si está fingiendo, lo único que se moverán son los labios.

5. El contacto visual siempre demuestra interés (pero éste no siempre es positivo)

Se suele creer que cuando se mira a alguien a los ojos es porque se está interesado en ella. Esto es una verdad, pero a medias. Claro, porque todo depende de la circunstancia. Si por ejemplo estás caminando por la calle y un extraño “clava los ojos” en ti, quizás te provoque miedo y se convierta en una amenaza. Por el contrario, si tu pareja te mira fijamente a los ojos, aunque eso te ponga un poco nervios@, quiere decir que le gustas y te quiere.

Por otra parte, los estudios revelan que si alguien te mira detenidamente durante un tiempo prolongado es porque quizás te está mintiendo. Otras señales de la mentira es no parpadear y quedarse muy quieto. La misma persona se está auto recriminando de no decir la verdad. Presta mucha atención a ello.

Por Yamila Papa

 
4 consejos para practicar la generosidad con inteligencia


La generosidad es la cualidad de ser amable y comprensivo con los demás que incluye dar a los otros cosas que tienen valor. A menudo, esta cualidad se entiende como un acto de abnegación. Sin embargo, la generosidad en sí misma es un acto de propio interés. ¿Cómo podemos practicar la generosidad con inteligencia?

Stephen G. Post demuestra en un estudio que las emociones y comportamientos altruistas se asocian a un mayor bienestar, salud y longevidad. En este sentido, practicar la generosidad es un principio de salud mental, y podría ser la clave de una vida feliz y saludable. Podríamos decir entonces que, egoístamente hablando, nos interesa ser generosos con los demás por nuestro propio bien.


Muchos otros estudios han puesto de relieve los beneficios de la generosidad, poniendo de relieve que esta ayuda a reducir el estrés , a tener mejor salud física, a mejorar el propio sentido de la vida, a combatir la depresión o a aumentar la vida útil.

Pero una vida más larga, menos estresante y más significativo no es suficiente para inspirar la práctica de la generosidad. En este sentido, otro de sus grandes beneficios, y que es uno de los factores que más impulsa a las personas a ser generosas, es que la generosidad promueve y mejora las relaciones sociales.

Y es que cuando damos a los demás, no solo hacemos que se sientan más cerca de nosotros, sino que también nos sentimos más cerca de ellos. Esto se debe a que ser generoso y amable nos anima a percibir a los demás en una luz más positiva y fomenta un sentido de comunidad y de interconexión, además de que nos hace sentir mejor con nosotros mismos.

La generosidad ayuda a construir la confianza natural en uno mismo y es un repelente natural de auto-odio. Al centrarse en lo que le estamos dando más que en lo que estamos recibiendo, creamos una orientación más hacia fuera, hacia el mundo, que desplaza nuestra atención de nosotros mismos

4 ideas para practicar la generosidad
Aquí te dejamos 4 ideas para que puedas practicar la generosidad cada día. Introduce estas ideas como hábitos y, poco a poco, empezarás a realizarlos de manera inconsciente.

1. Dale algo a otro que sea importante para él
La generosidad es más eficaz cuando lo que ofreces es importante para el otro. Piensa en lo que la otra persona quiere o necesita, lo cual no siempre tiene que ser algo material. Dedicarle tu tiempo a otro puede ser en sí mismo un acto de generosidad que puede ayudar mucho a otra persona.

2. Acepta el reconocimiento
La generosidad es una calle de dos vías, y es importante dejar que el otro exprese. En este sentido, un estudio ha demostrado que la emoción producida por la gratitud ayuda a construir relaciones de gran calidad entre una persona agradecida y la persona que ha sido objeto de un acto generoso.


Esto que parece tan evidente, es obviado muchas veces cuando intentamos evitar que alguien nos dé las gracias porque no queremos darle importancia u otros motivos.

3. Acepta la generosidad de otros
También es importante dejar que los demás hagan las cosas por ti. ¿Por qué le vamos a robar a otros la alegría de dar? Esto es, en sí mismo, otro acto de generosidad, aunque muchas veces puede hacernos sentir algo incómodos. Y es que la generosidad es muy a menudo un acto de amor y, aunque parezca contradictorio, muchas personas responden negativamente al hecho de ser amadas.

4. Mostrar aprecio
La gratitud es importante. Aunque mostrar aprecio por la generosidad recibida nos puede hacer sentir incómodos, es importante ser agradecido, y evitar frases como “esto es demasiado”, “no tenías que haberte molestado”, etc. Un simple “gracias” es lo mínimo.

Practicar la generosidad nos hace ser mejores personas

La generosidad es realmente el regalo que sigue dando día a día. Cada día, la vida nos presenta cientos de oportunidades de ser generoso. Haciendo de la generosidad una forma de vida podremos no solo contribuir a un mundo más feliz, sino también sentirnos mejor con nosotros mismos y de crear un entorno en el que todos seamos más felices.

“De todas las variedades de virtud, la generosidad es la más estimada”

-Aristóteles-

Por Eva Maria Rodríguez

 
Virtudes y defectos: existen realmente o los vemos en los demás



Cuando nos queremos referir a las cualidades o características más o menos gratas de otra persona o de nosotros mismos las llamamos virtudes y defectos respectivamente. Se dice que estos nos definen y clasifican nuestra manera de comportarnos en listas de adjetivos: es generoso y amable, pero algo borde.

Realmente tanto las virtudes como los defectos existen pero pueden ser muy relativos o ser opiniones personales que vertemos sobre los demás sin darnos cuenta de que pueden llegar a ser reflejo de nosotros mismos, como vamos a ver a continuación.


Proyecciones: el efecto espejo
Probablemente no sea la primera vez que este debate ha surgido en torno a ti ni que hayas escuchado aquello de que quien nos rodea nos refleja. Piensa, en cierto sentido, no deja de ser algo cierto: siempre estamos condicionados por las interrelaciones que tenemos.

Cuando se produce lo que se denomina en psicología como ‘efecto espejo’, a lo que nos referimos es a tener en cuenta que la persona a la que miramos puede ser el espejo de lo que no solemos ver en nosotros. En ocasiones nos adelantamos a encasillar a los demás bajo ciertas virtudes y defectos, bajo “x” adjetivos, sin darnos cuenta de que podemos estar describiéndonos.

Nos cuesta reconocer en nuestra personalidad aquello que no nos gusta y a veces omitimos que poseemos lo que nos molesta ver en otros. Por esta razón el efecto espejo ocurre también a la inversa: tus amigos o tus familiares pueden criticar o alabar de ti una parte que es reflejo de su personalidad.

Las virtudes y defectos pueden ser relativos
Una de las razones por las que nos juntamos con determinadas personas y no con otras tiene que ver con compartir cualidades que son positivas y rehuir las negativas. Sin embargo, ¿quién dice que a lo que yo llamo defecto, tú no puedes llamarlo virtud?


Las virtudes y defectos son muy relativos y varían según la óptica que los analice. Puede pasarnos, de hecho, que veamos listas de adjetivos que alguien ha considerado como virtudes o como defectos y que no estemos para nada de acuerdo: catalogarás como cualidad positiva o negativa utilizando un criterio muy personal.

“Los defectos de un hombre se adecuan siempre a su tipo de mente. Observa sus defectos y conocerás sus virtudes”
-Confucio-

Esto no quiere decir que no haya cualidades que por sí solas nos parezcan universalmente positivas o negativas, como la capacidad de resiliencia, la sinceridad, la humildad o la inseguridad. Lo que queremos señalar es que, más allá de estos universales, factores como nuestra manera de ver el mundo o el estado de ánimo que tengamos influyen a la hora de clasificar los adjetivos a un lado u otro de la balanza.


¿Virtudes y defectos según nuestro estado de ánimo?
Las emociones que sentimos configuran prácticamente todo, pues en virtud de cómo nos encontremos tomaremos perspectivas diferentes de lo que vivimos en el momento y de con quién vivimos. Si estamos desanimados la visión de a los que observamos será más aversiva que si tenemos un bienestar emocional sano, por ejemplo.

“Si mantienes tu juego a un cincuenta por ciento pero la mente a un noventa por ciento, acabarás ganando. Pero si mantienes tu juego al noventa por ciento y tu mente al cincuenta por ciento, acabarás perdiendo”
-Andre Aggasi-

Los demás nos verán alegres si lo que transmitimos es alegría y al contrario si estamos tristes. En otras palabras, verán virtudes por encima de defectos o al revés. Por ello, vemos a los demás de la misma manera: establecemos los juicios sobre las virtudes y defectos de los demás en función de lo que se nos mueve dentro.

En este sentido, si estamos teniendo un buen día o una buena época probablemente seamos mucho más tolerantes ante aquello que nos desagrada y al revés. Siempre es necesario que tengamos en cuenta estos factores; pues, de lo contrario, podríamos herir con juicios de valor desafortunados o decepcionarnos antes de tiempo.


Por Cristina Medina Gomez



 
La dignidad personal es reconocer que merecemos algo mejor



Las personas tenemos un precio, un valor indiscutible llamado dignidad personal. Es una dimensión incondicional que nos recuerda cada día que nadie puede ni debe utilizarnos, que somos libres, seres valiosos, responsables de nosotros mismos y merecedores a su vez de un adecuado respeto.


La dignidad personal es sin duda uno de los conceptos más interesantes a la vez que descuidados dentro del campo del crecimiento personal. De algún modo a muchos se nos ha olvidado que esta dimensión no depende del reconocimiento externo, nadie tiene por qué otorgarnos un valor determinado para que nosotros mismos nos sintamos merecedores de obsequios.


“Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca meramente como medio”
-Immanuel Kant-

La dignidad personal es una cualidad inherente que viene de “fábrica”. Tal y como dijo Martin Luther King una vez, no importa cuál sea tu oficio, no importa el color de tu piel ni cuánto dinero tengas en tu cuenta bancaria. Todos somos dignos, y todos tenemos la capacidad de construir una sociedad mucho mejor basada en el reconocimiento de uno mismo y en el de los demás.

Sin embargo, dignidad y vulnerabilidad siempre van de la mano. Porque esta cualidad innata depende directamente de nuestro balance emocional y de la autoestima. De hecho, en ocasiones basta con que alguien nos quiera mal para que no nos sintamos dignos de ser amados. Basta también con que pasemos una temporada sin empleo para llegar a pensar que no somos dignos ni útiles para esta sociedad.

Te proponemos reflexionar sobre ello con nosotros.

Qué no es dignidad personal
Entender desde bien temprano que merecemos lo mejor, que debemos ser respetados por lo que somos, tenemos y nos caracteriza, no es orgullo. Defender nuestra identidad, nuestra libertad y nuestro derecho a tener voz propia, opinión y unos valores, no es narcisismo. En el momento que entendemos todo esto nuestra personalidad se refuerza y conseguimos una adecuada satisfacción interna.

Sin embargo, hemos de admitirlo, si hay una dimensión de nuestro bienestar psicológico que más secuelas deja tras haberla descuidado, olvidado o dejado en manos de otros, es ella, la dignidad. De ahí, que siempre debamos recordar algo muy sencillo a la vez que ilustrativo: la esperanza no es lo último que una persona debe perder; en realidad, lo que jamás debemos perder es la dignidad personal.

Veamos a continuación de qué maneras se nos escapa este valor, este principio de fortaleza interior.

Perdemos la dignidad personal cuando…
La dignidad no son unas llaves que ponemos en nuestros bolsillos y que de vez en cuando, dejamos a otros para que nos las guarden. La dignidad no es una posesión material es un valor intransferible, incondicional, propio y privado de cada uno. No se deja, no se pierde ni se vende: va contigo SIEMPRE.

  • Las personas perdemos nuestra dignidad cuando nos dejamos humillar y boicotear de forma sistemática.
  • Perdemos nuestra dignidad de forma fulminante cuando dejamos de amarnos a nosotros mismos.
  • La dignidad se pierde cuando nos volvemos conformistas y aceptamos mucho menos de lo que merecemos.

  • Por curioso que nos parezca, también podemos dejar escapar esta dimensión en el momento en que nos excedemos, en que exigimos privilegios y vulneramos el sentido del equilibrio y la igualdad respecto a nuestros semejantes.
Tal y como podemos ver, no solo la falta de seguridad personal y de amor propio genera la pérdida de esta raíz de nuestro bienestar. A veces, hay quien se vuelve indigno en el momento en que da el paso hacia el abuso, hacia la falta de consideración y el egoísmo extremo.

Los 5 pilares de la dignidad personal
La dignidad es quizá un tema mucho más tratado por la filosofía que por la psicología. Kant, por ejemplo, definió en su momento a la persona con adecuada dignidad personal como alguien con conciencia, voluntad propia y autonomía. Sin embargo, en las definiciones más clásicas sobre esta dimensión se descuida un aspecto esencial: la dignidad también se expresa cuando somos capaces de conseguir que quienes nos rodean, se sientan respetados, dignos y valorados.

“Todo ser humano es persona. Hay que respetar a la persona como referente, con independencia de que posea o no la propiedad de la conciencia”
-Evandro Agazzi-

Estamos pues ante un valor personal, pero también ante una actitud proactiva. No importa que nos venga de “fábrica” como señalábamos al inicio. Debemos ser capaces de propiciar y crear entornos donde impere la dignidad, ya sea en nuestras familias, en nuestros entornos laborales y en la propia sociedad.

Veamos ahora qué pilares sustentan esta valiosa dimensión.

Cómo aprender a ser personas con una dignidad más fuerte
El primer aspecto es comprender que somos dueños de nosotros mismos
. Somos nuestros directores de orquesta, nuestros gurús personales, nuestro timón de mando y nuestra brújula. Nadie tiene por qué llevarnos ni arrastrarnos a océanos que no son nuestros, a escenarios que nos traen la infelicidad.

  • El segundo pilar es sin duda algo tan simple como complicado en ocasiones: darnos permiso para alcanzar aquello que queremos. Muchas veces no nos sentimos merecedores de algo mejor, de algo bueno y enriquecedor. Nos limitamos a aceptar lo que la vida ha querido traernos como si fuéramos actores de reparto en el teatro de nuestras vidas.
  • Define tus valores. Aspectos tan básicos como una identidad fuerte, una buena autoestima y unos valores sólidos configuran las raíces de nuestra dignidad personal, y esos aspectos que nadie puede ni debe vulnerar jamás.
  • Autoreflexión y meditación. A lo largo del día, es conveniente que tengamos un instante para nosotros mismos. Es un espacio propio donde tomar contacto con nuestro ser para hacer un adecuado diagnóstico sobre cómo nos sentimos. La dignidad queda “tocada” de muy diversas formas a lo largo de cada día, y es necesario identificar esos golpes, esas pequeñas heridas que sanar.
Por último, y no menos importante, es vital también que seamos capaces de cuidar de la dignidad de los demás. Lo señalábamos antes, porque ser digno es también saber reconocer al igual, sea cual sea su condición, su situación, su origen, su estatus o su raza.

Aprendamos por tanto a crear sociedades más justas empezando siempre por nosotros mismos, por nuestra dignidad personal.

Por Valeria Sabater



 

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