Locura
No estoy loco. Creo. No lo sé. Creo que no lo estoy, al menos. Puedo llevar una vida normal, no tengo ideas ni comportamientos extraños. Así que puedo estar razonablemente seguro de no estar loco. Es sólo que si dejara de pasar...
Recuerdo exactamente cuándo sucedió. Mi mujer y los niños se habían ido por la tarde, adelantando unos días las vacaciones. Yo iría más adelante, un imprevisto en el trabajo me impedía ir con ellos. Pero también significaba más dinero, así que...
Me resultó extraño el silencio. Ni la televisión, ni los niños parloteando, ni el olor de algo borboteando en la cocina. Penumbra, silencio, quietud.
Fui directamente al frigorífico, donde cogí una cerveza y, con ella en la mano, me dejé caer en el sofá, ante el televisor anómalomente apagado. Bebí con lentitud, disfrutando la tranquilidad.
Después me metí en la ducha durante lo que me parecieron horas. Salí relajado, dispuesto a dormir toda la noche del tirón.
Y así estaba, dormido, cuando comenzó. Pasé de un profundo sueño a la vigilia más alerta, sentándome de golpe en la cama. Había escuchado, con total claridad, una voz. Muy cerca, como si me hablara al oído o casi como si estuviera dentro de mi cabeza. Y eso era imposible, estaba solo en casa.
Sentía mi corazón golpeándome el pecho, miré hacia los lados, asustado. Me levanté, sin pensar, encendiendo la luz al mismo tiempo. Nada. Nadie. Recorrí la casa. Lo mismo. Vacía y oscura, como era normal.
Volví a la cama, racionalmente tranquilizado, aunque mi cuerpo aún notaba el sobresalto. Busqué motivos lógicos: un sueño, el sonido de un televisor de los vecinos, mi subconsciente recordando lo ocurrido ese día en el trabajo...
Con la luz apagada, me dejé llevar por el sueño. Me costó, no estaba totalmente relajado, estaba medio al acecho, esperando de nuevo el sonido. Y al mismo tiempo trataba de recordar la voz, las palabras y era incapaz. Como si no hubiera sucedido.
Tras unos instantes volví a quedar dormido y esta vez nada perturbó mi sueño hasta que sonó el despertador al día siguiente. Tuve un momento de extrañeza al despertar en la cama vacía y notar el vacío del piso, pero enseguida me puse en marcha.
El día transcurrió con normalidad. Al regresar a casa ya no sentí la sorpresa de encontrarla vacía. Es curiosa la rapidez con que uno se acostumbra a las nuevas situaciones.
Volví al frigorífico y cogí otra cerveza, que bebí relajadamente sentado, al tiempo que repasaba lo ocurrido durante mi jornada y hacía planes para el día siguiente. Sería mi último día solo, iría directamente del trabajo a la casa que habíamos alquilado en la playa.
Otra ducha larga y relajante, canturreando bajo los hilos de agua caliente. Y de nuevo, en cama, dispuesto a dormir la noche entera.
El incidente de la noche anterior se había borrado de mi mente, pero volvió a resurgir cuando, por segunda noche consecutiva, una voz me despertó. No recuerdo si era una voz de hombre o mujer, ni qué me decía, sólo era una voz que me despertaba.
El sobresalto fue menor que la primera vez. Encendí la luz, me quedé quieto, respirando pausadamente y alerta a los sonidos. Sólo escuchaba el sonido apagado del tráfico nocturno. Sabía que no había nadie en casa, pero aún así, me levanté y la recorrí. Nadie, por supuesto.
Me costó más conciliar el sueño, no paraba de darle vueltas a lo ocurrido. No encontraba una explicación lógica para que me sucediera lo mismo dos noches seguidas. Bueno, sí, tal vez el cansancio y el estrés acumulados durante los últimos meses. No sé.
Dormí. No tan profundamente como la noche anterior. Nada más sonar el despertador, me levanté y seguí mi rutina en solitario.
Todo fue según lo previsto, mi viaje hasta la playa transcurrió sin incidentes y me encontré, unas horas después de acabar mi jornada laboral, con casi un mes entero por delante para disfrutar con mi familia.
Confieso que esa noche me acosté pensando en la voz. Bueno, en la voz no porque no la recordaba, pero sí me pregunté si me volvería a despertar. Si mi mujer también la escucharía. Decidí no decirle nada y esperar a ver qué ocurría.
Y no ocurrió nada, por supuesto. Pasamos una noche de perfecto descanso... hasta que nos despertaron los niños, claro.
Fueron unas vacaciones tranquilas, con risas, con enfados, con momentos buenos y malos, con helados, conchas, baños en el mar, paseos en barca e infructuosas horas de pesca.
La vuelta a casa, al colegio, al trabajo, a la rutina, nos costó un poco, a todos.
Y de repente, hace una semana, volvió a ocurrir. Estaba durmiendo, profundamente y me despertó una voz. Una voz que no era la de mi mujer. Volví a sentarme de golpe en la cama, despertándola. Me preguntó qué pasaba, se lo dije y me contestó que seguramente estaba soñando, que volviera a dormir, que ella no había escuchado nada.
Me acosté y permanecí despierto un largo rato hasta que me venció el sueño. Pasé el día siguiente pensativo, dando vueltas a lo ocurrido.
Pero cuando se repitió lo mismo la noche siguiente, y la siguiente, la preocupación apareció en la cara de mi mujer. Sugirió ir al médico. ¿A qué? ¿A decirle que una voz, de la que nunca recuerdo nada, me despierta cada noche? Suena a locura. No, nada de médicos.
Intenté permanecer despierto toda la noche, pero no ocurrió más que acumulé más cansancio al que ya sentía.
Ya no me sobresalto al despertar, es algo que ya espero. Lo que me mantiene al borde de la locura no es escuchar una voz, sino no recordar nada de ella. Me obsesiona saber qué me dice, tal vez si lo llegara a saber, lograría que desapareciera. Quiero saberlo, necesito saberlo. Pero no sé qué hacer, cómo averiguarlo. Si mi sueño no es profundo, no aparece. Y si mi sueño es profundo, se borra de mi memoria nada más despertar.
Mi vida sigue igual. Las únicas evidencias de mi estado son las ojeras que poco a poco, se van oscureciendo bajo mis ojos. Pero es algo que puede pasarle a todo el mundo, una época de dormir mal.
Le he mentido a mi mujer. Le he dicho que ya no escucho la voz. Y así he logrado borrar el velo de preocupación que había tras su expresión forzadamente relajada. Todo vuelve a ser como antes. Todo, menos yo.
No estoy loco. Los locos escuchan voces que les dicen que hagan cosas, que les incitan a hacer cosas malas o perturbadoras. Mi voz se limita a despertarme. Simplemente, me despierto. Y eso no es de locos, ¿verdad?.
Esta noche voy a empezar un diario, anotando la hora en que me despierto y todos los datos que puedan formar parte de un estudio, para poder hallar la forma de saber en qué momento me despertaré y así, estar alerta e intentar atrapar ese sonido. He pensado incluso grabar una noche entera, para ver si queda reflejado. Haré gráficos y aproximaciones, buscaré pautas repetitivas. Y al final, lo lograré, lograré saber lo que me dice la voz. Lograré no olvidarla.
----------------------------------------------
Llego a casa, sin ánimo para nada. Dejo el bolso sobre una silla, sin más. Sólo me recibe la penumbra. No hay sonidos, ni luces, ni asomo de vida. Los niños pasan unos días con mis padres, mientras yo arreglo las cosas aquí.
Me siento emocionalmente agotada. Ingresar a mi marido en el centro mental ha sido lo más difícil y duro que he hecho en la vida. Más duro incluso que el momento en que llegué a casa y me lo encontré, babeante, balanceándose adelante y atrás, la mirada fija en algún punto frente a él, murmurando "la voz, la voz, no estoy loco, la voz".
Los psiquiatras han tratado de ser lo más positivos posible. Pero aún así pude leer en sus ojos que hay pocas posibilidades de que mi marido pueda volver a ser lo que era, como era. Su mente ha cambiado, su personalidad ha cambiado. Lo único que me consuela, muy levemente, es que parece no percatarse de lo que sucede a su alrededor, está como inmerso en un mundo propio y sólo repite una y otra vez su mantra, ininterrumpidamente.
Voy a la cocina, abro el frigorífico. No he comido nada en todo el día, que pasé del hospital a su trabajo, al mío, papeleos y trámites y miradas de compasión por todas partes. Pero no tengo hambre.
En el fondo de uno de los estantes hay una cerveza. Quizás sea buena idea, me ayudará a dormir. La cojo y voy al salón, me dejo caer en el sofá frente al televisor y la bebo despacio, arrugando un poco la nariz ante el amargor que me deja en la boca.
Después me doy una ducha, larga, intentando que el agua se lleve por el sumidero los pensamientos, las preocupaciones. Estoy agradablemente mareada. Creo que podré dormir toda la noche. Y si no, están las píldoras que me recetaron tan amablemente los médicos de mi marido.
Me espera por delante una etapa dura, tirando adelante de mis hijos, mi hogar, mi marido o más bien lo que queda de él. Pero esta noche voy a dormir y descansar, mañana tengo muchas más cosas que hacer y arreglar, tengo que aprovechar el mareíllo tonto de la cerveza.
Me meto en la cama, cierro los ojos y ni me entero de cuándo me quedo dormida. Un sueño profundo, reparador, justo lo que necesito. Pero de repente, de una forma tan inesperada y aterradora que hace que dé un salto, escucho una voz que me despierta...
No estoy loco. Creo. No lo sé. Creo que no lo estoy, al menos. Puedo llevar una vida normal, no tengo ideas ni comportamientos extraños. Así que puedo estar razonablemente seguro de no estar loco. Es sólo que si dejara de pasar...
Recuerdo exactamente cuándo sucedió. Mi mujer y los niños se habían ido por la tarde, adelantando unos días las vacaciones. Yo iría más adelante, un imprevisto en el trabajo me impedía ir con ellos. Pero también significaba más dinero, así que...
Me resultó extraño el silencio. Ni la televisión, ni los niños parloteando, ni el olor de algo borboteando en la cocina. Penumbra, silencio, quietud.
Fui directamente al frigorífico, donde cogí una cerveza y, con ella en la mano, me dejé caer en el sofá, ante el televisor anómalomente apagado. Bebí con lentitud, disfrutando la tranquilidad.
Después me metí en la ducha durante lo que me parecieron horas. Salí relajado, dispuesto a dormir toda la noche del tirón.
Y así estaba, dormido, cuando comenzó. Pasé de un profundo sueño a la vigilia más alerta, sentándome de golpe en la cama. Había escuchado, con total claridad, una voz. Muy cerca, como si me hablara al oído o casi como si estuviera dentro de mi cabeza. Y eso era imposible, estaba solo en casa.
Sentía mi corazón golpeándome el pecho, miré hacia los lados, asustado. Me levanté, sin pensar, encendiendo la luz al mismo tiempo. Nada. Nadie. Recorrí la casa. Lo mismo. Vacía y oscura, como era normal.
Volví a la cama, racionalmente tranquilizado, aunque mi cuerpo aún notaba el sobresalto. Busqué motivos lógicos: un sueño, el sonido de un televisor de los vecinos, mi subconsciente recordando lo ocurrido ese día en el trabajo...
Con la luz apagada, me dejé llevar por el sueño. Me costó, no estaba totalmente relajado, estaba medio al acecho, esperando de nuevo el sonido. Y al mismo tiempo trataba de recordar la voz, las palabras y era incapaz. Como si no hubiera sucedido.
Tras unos instantes volví a quedar dormido y esta vez nada perturbó mi sueño hasta que sonó el despertador al día siguiente. Tuve un momento de extrañeza al despertar en la cama vacía y notar el vacío del piso, pero enseguida me puse en marcha.
El día transcurrió con normalidad. Al regresar a casa ya no sentí la sorpresa de encontrarla vacía. Es curiosa la rapidez con que uno se acostumbra a las nuevas situaciones.
Volví al frigorífico y cogí otra cerveza, que bebí relajadamente sentado, al tiempo que repasaba lo ocurrido durante mi jornada y hacía planes para el día siguiente. Sería mi último día solo, iría directamente del trabajo a la casa que habíamos alquilado en la playa.
Otra ducha larga y relajante, canturreando bajo los hilos de agua caliente. Y de nuevo, en cama, dispuesto a dormir la noche entera.
El incidente de la noche anterior se había borrado de mi mente, pero volvió a resurgir cuando, por segunda noche consecutiva, una voz me despertó. No recuerdo si era una voz de hombre o mujer, ni qué me decía, sólo era una voz que me despertaba.
El sobresalto fue menor que la primera vez. Encendí la luz, me quedé quieto, respirando pausadamente y alerta a los sonidos. Sólo escuchaba el sonido apagado del tráfico nocturno. Sabía que no había nadie en casa, pero aún así, me levanté y la recorrí. Nadie, por supuesto.
Me costó más conciliar el sueño, no paraba de darle vueltas a lo ocurrido. No encontraba una explicación lógica para que me sucediera lo mismo dos noches seguidas. Bueno, sí, tal vez el cansancio y el estrés acumulados durante los últimos meses. No sé.
Dormí. No tan profundamente como la noche anterior. Nada más sonar el despertador, me levanté y seguí mi rutina en solitario.
Todo fue según lo previsto, mi viaje hasta la playa transcurrió sin incidentes y me encontré, unas horas después de acabar mi jornada laboral, con casi un mes entero por delante para disfrutar con mi familia.
Confieso que esa noche me acosté pensando en la voz. Bueno, en la voz no porque no la recordaba, pero sí me pregunté si me volvería a despertar. Si mi mujer también la escucharía. Decidí no decirle nada y esperar a ver qué ocurría.
Y no ocurrió nada, por supuesto. Pasamos una noche de perfecto descanso... hasta que nos despertaron los niños, claro.
Fueron unas vacaciones tranquilas, con risas, con enfados, con momentos buenos y malos, con helados, conchas, baños en el mar, paseos en barca e infructuosas horas de pesca.
La vuelta a casa, al colegio, al trabajo, a la rutina, nos costó un poco, a todos.
Y de repente, hace una semana, volvió a ocurrir. Estaba durmiendo, profundamente y me despertó una voz. Una voz que no era la de mi mujer. Volví a sentarme de golpe en la cama, despertándola. Me preguntó qué pasaba, se lo dije y me contestó que seguramente estaba soñando, que volviera a dormir, que ella no había escuchado nada.
Me acosté y permanecí despierto un largo rato hasta que me venció el sueño. Pasé el día siguiente pensativo, dando vueltas a lo ocurrido.
Pero cuando se repitió lo mismo la noche siguiente, y la siguiente, la preocupación apareció en la cara de mi mujer. Sugirió ir al médico. ¿A qué? ¿A decirle que una voz, de la que nunca recuerdo nada, me despierta cada noche? Suena a locura. No, nada de médicos.
Intenté permanecer despierto toda la noche, pero no ocurrió más que acumulé más cansancio al que ya sentía.
Ya no me sobresalto al despertar, es algo que ya espero. Lo que me mantiene al borde de la locura no es escuchar una voz, sino no recordar nada de ella. Me obsesiona saber qué me dice, tal vez si lo llegara a saber, lograría que desapareciera. Quiero saberlo, necesito saberlo. Pero no sé qué hacer, cómo averiguarlo. Si mi sueño no es profundo, no aparece. Y si mi sueño es profundo, se borra de mi memoria nada más despertar.
Mi vida sigue igual. Las únicas evidencias de mi estado son las ojeras que poco a poco, se van oscureciendo bajo mis ojos. Pero es algo que puede pasarle a todo el mundo, una época de dormir mal.
Le he mentido a mi mujer. Le he dicho que ya no escucho la voz. Y así he logrado borrar el velo de preocupación que había tras su expresión forzadamente relajada. Todo vuelve a ser como antes. Todo, menos yo.
No estoy loco. Los locos escuchan voces que les dicen que hagan cosas, que les incitan a hacer cosas malas o perturbadoras. Mi voz se limita a despertarme. Simplemente, me despierto. Y eso no es de locos, ¿verdad?.
Esta noche voy a empezar un diario, anotando la hora en que me despierto y todos los datos que puedan formar parte de un estudio, para poder hallar la forma de saber en qué momento me despertaré y así, estar alerta e intentar atrapar ese sonido. He pensado incluso grabar una noche entera, para ver si queda reflejado. Haré gráficos y aproximaciones, buscaré pautas repetitivas. Y al final, lo lograré, lograré saber lo que me dice la voz. Lograré no olvidarla.
----------------------------------------------
Llego a casa, sin ánimo para nada. Dejo el bolso sobre una silla, sin más. Sólo me recibe la penumbra. No hay sonidos, ni luces, ni asomo de vida. Los niños pasan unos días con mis padres, mientras yo arreglo las cosas aquí.
Me siento emocionalmente agotada. Ingresar a mi marido en el centro mental ha sido lo más difícil y duro que he hecho en la vida. Más duro incluso que el momento en que llegué a casa y me lo encontré, babeante, balanceándose adelante y atrás, la mirada fija en algún punto frente a él, murmurando "la voz, la voz, no estoy loco, la voz".
Los psiquiatras han tratado de ser lo más positivos posible. Pero aún así pude leer en sus ojos que hay pocas posibilidades de que mi marido pueda volver a ser lo que era, como era. Su mente ha cambiado, su personalidad ha cambiado. Lo único que me consuela, muy levemente, es que parece no percatarse de lo que sucede a su alrededor, está como inmerso en un mundo propio y sólo repite una y otra vez su mantra, ininterrumpidamente.
Voy a la cocina, abro el frigorífico. No he comido nada en todo el día, que pasé del hospital a su trabajo, al mío, papeleos y trámites y miradas de compasión por todas partes. Pero no tengo hambre.
En el fondo de uno de los estantes hay una cerveza. Quizás sea buena idea, me ayudará a dormir. La cojo y voy al salón, me dejo caer en el sofá frente al televisor y la bebo despacio, arrugando un poco la nariz ante el amargor que me deja en la boca.
Después me doy una ducha, larga, intentando que el agua se lleve por el sumidero los pensamientos, las preocupaciones. Estoy agradablemente mareada. Creo que podré dormir toda la noche. Y si no, están las píldoras que me recetaron tan amablemente los médicos de mi marido.
Me espera por delante una etapa dura, tirando adelante de mis hijos, mi hogar, mi marido o más bien lo que queda de él. Pero esta noche voy a dormir y descansar, mañana tengo muchas más cosas que hacer y arreglar, tengo que aprovechar el mareíllo tonto de la cerveza.
Me meto en la cama, cierro los ojos y ni me entero de cuándo me quedo dormida. Un sueño profundo, reparador, justo lo que necesito. Pero de repente, de una forma tan inesperada y aterradora que hace que dé un salto, escucho una voz que me despierta...