Las cosas de orni

En el tiempo de matanza alejaban a los niños, así que pasaron bastantes años antes de que asistiera a una. Como casi todo en la aldea, se hacía en comunidad, los vecinos se acercaban a ayudar. Parecía una especie de coreografía, creada con el paso de los años y las docenas de veces que se repetían los mismos actos.

No estaba muy segura de querer participar o incluso ser testigo. Lo sé, lo sé, suena muy hipócrita no querer ver la matanza y luego comerme los chicharrones con todo el placer del mundo, pero soy así.

De todas formas, me animé a ir. Hay que saber un poquito de todo, o al menos, intentarlo. Uno de los hombres me comentó que la muerte del animal era muy rápida y que a él le gustaría que cuando le llegara la hora, fuera así.

Antes de seguir contando, he de decirte que fue la primera y última vez que vi cómo mataban un cerdo. Durante los años posteriores, ayudé, pero con los trabajos que se hacen después de la muerte del pobre animal.

Llegamos a la cuadra donde ya habían sacado al pobre cerdo, que no sabía lo que iba a pasar, pero se notaba un tanto inquieto, supongo que por la presencia de tanta gente extraña para él. Entre varios hombres lo agarraron. En esta ocasión, ataron una de sus patas traseras con una cuerda y lo subieron con una polea. El método tradicional es tumbar al cerdo sobre un banco ancho y largo, sujetarlo entre varios mientras el dueño le clava el cuchillo por el cuello hasta alcanzar el corazón. En este caso, lo dejaron colgando del aire, sujetaron la cabeza y le clavaron el cuchillo.

Lo de que es una muerte rápida... a mí no me lo pareció. Chilló y chilló durante unos minutos que me parecieron interminables. Sacudía el cuerpo en el aire, salpicando de sangre todo el suelo (supongo que por eso la mayoría de gente prefiere el método tradicional).

Después de muerto, hay que quemarlo. Aquí también hay disparidad de formas de hacerlo. La tradicional es cubrir el cuerpo con hojarasca y leña muy menuda y prender fuego, de forma que se queme la piel superficialmente. La forma alternativa (al menos la que conocí yo) es usando un soplete para quemar los pelos de la superficie del animal muerto. Sea como sea, es una tarea que lleva su tiempo.

Justo después de quemar los pelos, toca el cepillado. Aquí no hay otra forma más que la tradicional. Alrededor del cuerpo, con cepillos duros, lavar y cepillar toda la superficie, para eliminar los pelos quemados, la suciedad y dejar el cuerpo perfectamente limpio.

Después se abre en canal y se sacan y seleccionan las vísceras.

Se deja enfriar el cuerpo, normalmente hasta el día siguiente, colgado para que ningún otro animal haga una escabechina. Y con el cuerpo frío, se empieza a despiezar y "pelar". Es una tarea lenta y laboriosa. Una parte de la gente va despiezando mientras otros montan la máquina para picar la carne, para hacer la zorza (la carne picada del cerdo con determinados condimentos, que se utilizará uno o dos días después para hacer los chorizos y parte para comer frita o en empanada). Antes se aprovechaban las tripas, para después hacer los chorizos, había que limpiarlas muy muy bien, llevaba mucho tiempo. Con el tiempo, se compraron ya las "tripas" sintéticas, más fáciles de manejar.

Los trozos de carne se metían por la picadora, que podía ser manual o eléctrica, y salían cayendo en una tina enorme, donde, una vez acabada la tarea de picar, se añadían las especias y se removía todo, dejándolo reposar hasta el día siguiente, donde se llenaban las tripas y se ataban para hacer los chorizos, con otra máquina muy curiosa que facilitaba mucho el trabajo. Los chorizos después se colgaban para que secaran. Algunas personas los ahumaban con hojas y leña aromática. Se veían ristras y ristras de chorizos colgando de las vigas del cobertizo.

Del resto de la carne, parte iba al arcón con la sal, para "lo salado", que se utiliza básicamente para el cocido o el caldo. Suele ir la cabeza, bien partida en dos o en más partes (morro, orejas, careta). Algunos huesos, algunas tiras de costilla, lacón, panceta.... según el gusto del dueño del gorrino. Otra carne se congelaba, en trozos ya manejables. Y los jamones se ponían a curar, claro. Ah, y el unto, un rollo de grasa amarillenta que se semicuraba también y se usa en pequeñas cantidades para darle más sabor y consistencia a caldos, guisos, sopas, etc


La zorza (la carne picada del cerdo con sus condimentos) es una de las cosas más ricas del mundo mundial. También es una de las cosas que pueden elevar el colesterol hasta límites estratosféricos. Pero frita, con unas patatas, está deliciosa. También se suele preparar en empanada.

Con el resto de la poquísima carne y algo de grasa que queda pegada a la piel, se hacen los chicharrones. Se ponen esos trozos que quedan en una enoooorme perola, al fuego y se va removiendo y quitando la grasa, durante horas y horas, hasta que se ha eliminado casi toda la grasa y queda la carne. Esa carne se prensa, para que suelte más grasa aún y se come. Puede ser en frío o calentándola en una sartén en seco. Puede ser con unas patatas o unas verduras o en bocadillo. Es uno de los productos que más trabajo dan de toda la matanza, y no todo el mundo los hace, porque no suele compensar. Actualmente en muchas carnicerías gallegas (no sé fuera de Galicia) los venden al peso.

Al cabo de unos cuatro o cinco días, ya está toda la faena hecha y la gente en disposición de ir a ayudar al siguiente vecino.

Una cosa curiosa es que antes de matar, hay que ver cómo está el tiempo (climatológico) y la fase de la luna. Sea por superstición o no, es algo que hacen de forma escrupulosa, elegir el día adecuado.

Hoy en día en las aldeas que conozco, ya no hacen la matanza. En parte porque la gente que queda en ellas ya es mayor y cuida más su alimentación. En parte porque ahora ponen muchas trabas a la hora de poder hacerlo (normativas y normativas que cumplir).

Antes también se solían comprar ovejas a medias con algunos vecinos, se turnaban en las tareas de pastoreo, limpieza y alimentación y, normalmente poco antes de la fiesta patronal, se mataban. O algún cucho o cucha (ternero o ternera), a medias también. La muerte de los cuchos sí que es rápida, al menos la única que vi. Le tapan la cabeza al animal con una especie de saco hecho de tela y le pegan un tiro en la frente, no con una pistola, sino con un artilugio parecido a una. Cae muerto instantáneamente.

No sé porqué te he contado estas cosas, mi intención era otra, y al final me encuentro con un post un tanto morboso, pero eso sí, muy rico a nivel alimenticio.
 
En el tiempo de matanza alejaban a los niños, así que pasaron bastantes años antes de que asistiera a una. Como casi todo en la aldea, se hacía en comunidad, los vecinos se acercaban a ayudar. Parecía una especie de coreografía, creada con el paso de los años y las docenas de veces que se repetían los mismos actos.

No estaba muy segura de querer participar o incluso ser testigo. Lo sé, lo sé, suena muy hipócrita no querer ver la matanza y luego comerme los chicharrones con todo el placer del mundo, pero soy así.

De todas formas, me animé a ir. Hay que saber un poquito de todo, o al menos, intentarlo. Uno de los hombres me comentó que la muerte del animal era muy rápida y que a él le gustaría que cuando le llegara la hora, fuera así.

Antes de seguir contando, he de decirte que fue la primera y última vez que vi cómo mataban un cerdo. Durante los años posteriores, ayudé, pero con los trabajos que se hacen después de la muerte del pobre animal.

Llegamos a la cuadra donde ya habían sacado al pobre cerdo, que no sabía lo que iba a pasar, pero se notaba un tanto inquieto, supongo que por la presencia de tanta gente extraña para él. Entre varios hombres lo agarraron. En esta ocasión, ataron una de sus patas traseras con una cuerda y lo subieron con una polea. El método tradicional es tumbar al cerdo sobre un banco ancho y largo, sujetarlo entre varios mientras el dueño le clava el cuchillo por el cuello hasta alcanzar el corazón. En este caso, lo dejaron colgando del aire, sujetaron la cabeza y le clavaron el cuchillo.

Lo de que es una muerte rápida... a mí no me lo pareció. Chilló y chilló durante unos minutos que me parecieron interminables. Sacudía el cuerpo en el aire, salpicando de sangre todo el suelo (supongo que por eso la mayoría de gente prefiere el método tradicional).

Después de muerto, hay que quemarlo. Aquí también hay disparidad de formas de hacerlo. La tradicional es cubrir el cuerpo con hojarasca y leña muy menuda y prender fuego, de forma que se queme la piel superficialmente. La forma alternativa (al menos la que conocí yo) es usando un soplete para quemar los pelos de la superficie del animal muerto. Sea como sea, es una tarea que lleva su tiempo.

Justo después de quemar los pelos, toca el cepillado. Aquí no hay otra forma más que la tradicional. Alrededor del cuerpo, con cepillos duros, lavar y cepillar toda la superficie, para eliminar los pelos quemados, la suciedad y dejar el cuerpo perfectamente limpio.

Después se abre en canal y se sacan y seleccionan las vísceras.

Se deja enfriar el cuerpo, normalmente hasta el día siguiente, colgado para que ningún otro animal haga una escabechina. Y con el cuerpo frío, se empieza a despiezar y "pelar". Es una tarea lenta y laboriosa. Una parte de la gente va despiezando mientras otros montan la máquina para picar la carne, para hacer la zorza (la carne picada del cerdo con determinados condimentos, que se utilizará uno o dos días después para hacer los chorizos y parte para comer frita o en empanada). Antes se aprovechaban las tripas, para después hacer los chorizos, había que limpiarlas muy muy bien, llevaba mucho tiempo. Con el tiempo, se compraron ya las "tripas" sintéticas, más fáciles de manejar.

Los trozos de carne se metían por la picadora, que podía ser manual o eléctrica, y salían cayendo en una tina enorme, donde, una vez acabada la tarea de picar, se añadían las especias y se removía todo, dejándolo reposar hasta el día siguiente, donde se llenaban las tripas y se ataban para hacer los chorizos, con otra máquina muy curiosa que facilitaba mucho el trabajo. Los chorizos después se colgaban para que secaran. Algunas personas los ahumaban con hojas y leña aromática. Se veían ristras y ristras de chorizos colgando de las vigas del cobertizo.

Del resto de la carne, parte iba al arcón con la sal, para "lo salado", que se utiliza básicamente para el cocido o el caldo. Suele ir la cabeza, bien partida en dos o en más partes (morro, orejas, careta). Algunos huesos, algunas tiras de costilla, lacón, panceta.... según el gusto del dueño del gorrino. Otra carne se congelaba, en trozos ya manejables. Y los jamones se ponían a curar, claro. Ah, y el unto, un rollo de grasa amarillenta que se semicuraba también y se usa en pequeñas cantidades para darle más sabor y consistencia a caldos, guisos, sopas, etc


La zorza (la carne picada del cerdo con sus condimentos) es una de las cosas más ricas del mundo mundial. También es una de las cosas que pueden elevar el colesterol hasta límites estratosféricos. Pero frita, con unas patatas, está deliciosa. También se suele preparar en empanada.

Con el resto de la poquísima carne y algo de grasa que queda pegada a la piel, se hacen los chicharrones. Se ponen esos trozos que quedan en una enoooorme perola, al fuego y se va removiendo y quitando la grasa, durante horas y horas, hasta que se ha eliminado casi toda la grasa y queda la carne. Esa carne se prensa, para que suelte más grasa aún y se come. Puede ser en frío o calentándola en una sartén en seco. Puede ser con unas patatas o unas verduras o en bocadillo. Es uno de los productos que más trabajo dan de toda la matanza, y no todo el mundo los hace, porque no suele compensar. Actualmente en muchas carnicerías gallegas (no sé fuera de Galicia) los venden al peso.

Al cabo de unos cuatro o cinco días, ya está toda la faena hecha y la gente en disposición de ir a ayudar al siguiente vecino.

Una cosa curiosa es que antes de matar, hay que ver cómo está el tiempo (climatológico) y la fase de la luna. Sea por superstición o no, es algo que hacen de forma escrupulosa, elegir el día adecuado.

Hoy en día en las aldeas que conozco, ya no hacen la matanza. En parte porque la gente que queda en ellas ya es mayor y cuida más su alimentación. En parte porque ahora ponen muchas trabas a la hora de poder hacerlo (normativas y normativas que cumplir).

Antes también se solían comprar ovejas a medias con algunos vecinos, se turnaban en las tareas de pastoreo, limpieza y alimentación y, normalmente poco antes de la fiesta patronal, se mataban. O algún cucho o cucha (ternero o ternera), a medias también. La muerte de los cuchos sí que es rápida, al menos la única que vi. Le tapan la cabeza al animal con una especie de saco hecho de tela y le pegan un tiro en la frente, no con una pistola, sino con un artilugio parecido a una. Cae muerto instantáneamente.

No sé porqué te he contado estas cosas, mi intención era otra, y al final me encuentro con un post un tanto morboso, pero eso sí, muy rico a nivel alimenticio.
Que recuerdos pri.
En mi zona no son chicharrones, son rinchones.
En casa se hacia matanza hasta q falleció mi madre. Me encantaba subir al monte con mi hermana a acompañar a mi abuela a lavar las tripas en un riachuelito al q subía toda la aldea a hacer lo mismo.
Aunq mi momento preferido era, el día de la matanza, hacer, y sobretodo comer, el higado encebollado. Desde bien pequeña me encantaba ponerme al lado de mi madre a picarlo y trocear cebollas. Desde los 12 mas menos ya fue mi tarea..
Que recuerdos pri. Gracias. Fue como verme alli, siempre se hacia un sábado y era como día de fiesta. Hasta se encargaba la rosca para el postre.
 
Que recuerdos pri.
En mi zona no son chicharrones, son rinchones.
En casa se hacia matanza hasta q falleció mi madre. Me encantaba subir al monte con mi hermana a acompañar a mi abuela a lavar las tripas en un riachuelito al q subía toda la aldea a hacer lo mismo.
Aunq mi momento preferido era, el día de la matanza, hacer, y sobretodo comer, el higado encebollado. Desde bien pequeña me encantaba ponerme al lado de mi madre a picarlo y trocear cebollas. Desde los 12 mas menos ya fue mi tarea..
Que recuerdos pri. Gracias. Fue como verme alli, siempre se hacia un sábado y era como día de fiesta. Hasta se encargaba la rosca para el postre.
A mí la zorza y me encantaba atar los chorizos. Menudo trabajo te tocaba, el limpiar las tripas, con lo laborioso que es y el cuidado que hay que tener....

Gracias por leer mis parrafadas :)
 
Declaración

Me piden que cuente lo que ha sucedido. Dicen que quieren entenderlo, encontrar justificación para mis actos. Creo que es una pérdida de tiempo, porque ni yo misma sé porqué lo he hecho. Así que supongo que cuando lean mi declaración sufrirán un gran desengaño.

Jamás me pegó, ni insultó. Jamás me gritó si no era para llamarme. Desde la primera vez que hablamos, no hizo más que preocuparse por mí.

Nos conocimos en la biblioteca pública, una tarde sorprendentemente cálida de principios de otoño. Yo estaba sudorosa y a punto de irme a causa de la incomodidad, cuando él apareció a mi lado con un botellín de agua tentadoramente fresca. Y simplemente empezamos a hablar.

¿De qué hablamos? Pues de todo y de nada. Cualquier tema le parecía apasionante. Me escuchaba como nadie antes lo había hecho, con su atención totalmente concentrada en mí, su mirada en mi cara o, si gesticulaba mucho, en el movimiento de mis manos. Y siempre recordaba lo que le contaba, lo que me gustaba, lo que no. Sonreía y me llamaba locuela cuando le proponía algún plan improvisado, como ir a nadar de noche en pleno mes de noviembre, o salir a disfrutar una tormenta bajo la lluvia. Yo a veces tenía la impresión de que todo lo que hacíamos era por y para mí. Pero las veces en que le decía que decidiera él qué hacer o dónde ir, se encogía de hombros y me decía que mis ideas eran siempre mejores que las suyas y mucho más divertidas.

A su debido tiempo, formalizamos la relación. Es decir, se lo presenté a mi familia. Él sólo tenía un par de primos a los que hacía años que no veía, así que conocer a mis padres, hermanos, hermanas, tíos, tías, sobrinos y primos, le resultó maravilloso. Se integró sin problemas, enseguida fue uno más. Sufrió estoicamente las bromas e indirectas de los más jóvenes y era tremendamente respetuoso y considerado con mis padres. Siempre tenía un detalle especial con ellos, fuera un ramo de flores para mi madre, una botella de vino para mi padre, entradas para el teatro...

Una historia muy típica y tópica, ¿verdad?. Nos casamos, naturalmente, una mañana de junio. Yo me sentía tan feliz, que por primera vez en mi vida me sentí hasta guapa, radiante. Fue un día casi perfecto. La ceremonia, el reportaje fotográfico, el banquete de boda...

Esa noche la pasamos en un hotel de la ciudad. Al día siguiente saldríamos de viaje de novios. Como siempre, él tuvo en cuenta mis gustos y preparó una sorpresa: un viaje para visitar Pompeya, uno de los sueños de mi vida. Cuando me lo dijo no pude evitar ponerme a dar saltitos y palmaditas como si fuera una cría pequeña. Pompeya....

Así que la noche de bodas estaba doblemente nerviosa. En primer lugar porque era la primera vez que íbamos a intimar. Para él era importante esperar a estar casados, por respeto y porque era como debía ser. En segundo lugar, por el viaje que iniciaríamos al día siguiente.

Como si fuera una película española de los sesenta, salí del cuarto de baño titubeando, metida en el típico camisón teóricamente sexy que te regalan las amigas en la despedida de soltera. He de decir que yo no me sentía sexy en absoluto, sino como si estuviera disfrazada. Tenia ganas de taparme con algo, ponerme el albornoz del hotel por encima. Pero era mi noche de bodas y se suponía que a él le gustaría.

Él estaba echado en la cama, por encima de la colcha, con el mando del televisor en la mano, cosa que me sorprendió. Estaba viendo el último parte informativo del día. Por un lado, sentí alivio porque no me vería acercarme así vestida y por otro, extrañeza. Ver un telediario en la noche de bodas no parecía muy normal.

Me quedé de pie al lado de la cama, esperando que me mirara y me hablara. Esperando los besos y los abrazos y todo lo demás.

Pasaron como treinta segundos y él no despegaba la mirada de la pantalla. Era como si yo no existiera, como si no estuviera allí. Confieso que empecé a sentirme un poco molesta. Carraspeé ligeramente, para llamar su atención. Por fin giró su cabeza hacia mí..

- Parece que te has acatarrado un poco, querida. No me extraña, llevando encima lo que llevas. No me parece una prenda de ropa apropiada para ti. No te lo tomes a mal, pero para llevar eso hace falta tener una figura muy distinta a la tuya. ¿No has traído un pijama o un camisón más normal?

Sentí que la vergüenza me ahogaba. Él había puesto en palabras lo que yo misma pensaba sobre ese camisón tan corto y transparente. Avergonzada y al borde de las lágrimas, cogí de mi maleta mi camisón de algodón y volví a meterme en el cuarto de baño, para cambiarme.

Cuando volví a salir, ya había apagado el televisor y estaba metido entre las sábanas. Me miró, abrió las sábanas del otro lado, invitándome a meterme dentro de la cama y cuando estuve tumbada a su lado, me sonrió y me dijo

- Así estás mucho mejor.

Le devolví la sonrisa y me acerqué más a él. Se puso tenso y mirándome muy serio me explicó que le era imposible sacarse de la mente la imagen de mí con el camisón de antes. Que le parecía muy inapropiado, que el verme, bueno, no, verme no, sino el verme con eso puesto había apagado todas las ganas que tenía de consumar el matrimonio esa noche. Se disculpó varias veces, me besó en la frente y dándose la vuelta, se dispuso a dormir.

Yo me quedé quieta, los ojos abiertos, intentando no llorar. Qué tonta había sido pretendiendo ser lo que no era, quien no era. Él me quería a mí, no quería una devorahombres ni una mujer que yo no podría llegar a ser nunca. Fue mi culpa.

Esa fue mi primera culpa. La segunda fue al día siguiente, cuando nos despertamos y vimos la hora, habíamos perdido el avión. Por mi culpa, porque yo era la que siempre estaba controlando las horas, atenta a dónde ir y cuándo.

Empecé a tener mucho cuidado con todo. A pensar en qué podía fallar, qué podía hacer mal. Dejé de tomar café con mis amigas, porque siempre parecía que el horario le ocasionaba algún contratiempo. Jamás se enfadaba, no me gritaba ni pegaba, simplemente esa mirada de decepción y darme la espalda, alejarse de mí. Él trataba siempre de corregirme, para que mejorara mi comportamiento, para que las cosas fueran mejor. Pero siempre estropeaba todo. O llegaba muy tarde o muy temprano. O preparaba una comida para la familia y no le gustaba el menú o tenía algo que le sentaba mal. Él siempre recordaba todo lo mío y al parecer, yo era incapaz de complacerle en nada.

Mis ideas locas, que antes parecían gustarle tanto (mi adorable locuela), ahora le parecían fuera de lugar. Estábamos casados, había que tener un comportamiento adecuado, no éramos unos jovenzuelos para hacer tonterías como las que yo proponía.

En las reuniones familiares era, como siempre, uno más. Querido por todos y todas, casi adorado. Detallista, paciente, divertido. Todo el mundo me decía lo afortunada que era. Pero yo no me sentía afortunada. Poco a poco, fui apagándome. Tenía miedo de todo, cualquier tarea me parecía imposible de realizar de forma correcta, él siempre encontraba un defecto. Culpa mía. No me fijo. No presto atención cuando me habla. Hablo demasiado con los invitados, les incomodo. Hablo muy poco con los invitados, les incomodo. Y él tiene que arreglar mi comportamiento. ¿Es tan difícil complacerle? No me pedía imposibles, sólo que no estropeara las cosas. Pero siempre lo estropeé todo, desde aquella primera noche con mi camisón.

Su paciencia no tenía límites. En una ocasión, temblando ante su mirada, se me escurrió un plato entre las manos y se hizo añicos. Unos amigos habían ido a comer a casa. Él quitó hierro al asunto haciendo un chiste sobre mis "manos de mantequilla" y contando anécdotas de otras meteduras de pata y errores que había cometido.

Empecé a sentir miedo. No de él. Jamás, nunca me dijo nada malo, ni se enfadó. Sólo me explicaba cuáles eran mis fallos, para que aprendiera de ellos y no los volviera a cometer. Mi miedo era a mí misma, a lo que era yo cuando estaba con él. Apenas reía ni sonreía ya. Hacía mucho tiempo que no tenía ganas de salir de casa porque mi ropa no parecía nunca la adecuada, y después de probar dos o tres combinaciones, él decía que ya no tenía ganas de ir a ningún sitio y que mejor nos quedáramos tranquilamente en casa. Después me daba la espalda y se metía en su pequeño despacho, cerrando la puerta.

Un día me di cuenta de que hacía meses que no sabía nada de mis amigas. Fue un descubrimiento repentino, como una revelación. ¿Qué había pasado? ¿Cuándo fue la última vez que había quedado con ellas, o incluso hablado con alguna de ellas? ¿Semanas, meses?

Me había concentrado tanto en corregirme, en hacer las cosas bien (a su gusto), en no cometer fallos (mi adorable locuela), que mi mundo parecía haberse reducido a esas cuatro paredes y a ese esfuerzo constante y vano en hacer las cosas bien.

Y empecé a sentirme rara. Echando la vista atrás, recordando momentos, esas risas contando mis torpezas, esa espalda que veía más a menudo que su cara.... mezclada con la tristeza por no ser lo que se esperaba de mí, la vergüenza por la de paciencia que tenía que tener él conmigo, apareció algo nuevo, que hacía mucho tiempo que no sentía y que quizás por eso tardé en reconocer como irritación. ¿Por qué? Realmente debo ser una persona horrible, si me irrito porque alguien quiere hacer de mí una mejor persona. Porque me enseña con paciencia todo lo que hago mal. Porque me evita la vergüenza de compartir mis opiniones, que son totalmente incorrectas. Aparté de mí ese sentimiento, sustituyéndolo por la culpabilidad. Pero algo había cambiado dentro de mí, no sé el qué.

Esa noche preparé la cena. Como siempre, lo hice detallada y cuidadosamente para que estuviera lista cuando él llegara. Puse la mesa y repasé todo varias veces, para asegurarme de que no faltaba nada y que cada cubierto estaba en el lugar correspondiente y bien alineado respecto a los demás.

Pero la cena estuvo preparada y él no había llegado. Consulté el reloj. Qué raro, siempre llega a esta hora. Y si tarda un poco más, estará todo frío y no le gusta que caliente las cosas. Empecé a pasearme de un lado a otro, retorciéndome las manos y sin dejar de mirar el reloj. Los minutos pasaban y con ellos aumentaba mi angustia. Por fin, oí cómo metía la llave en la cerradura y me acerqué a la puerta. Cuando me vio, puso cara de sorpresa.

- ¿Qué ocurre, querida? ¿Estás bien? Pareces un poco alterada

- Es que llegas tarde. Siempre llegas a y media y hoy llegas tarde y la cena ya estará fría y no quieres que la caliente y....

- Te dije esta mañana que llegaría más tarde hoy. ¿No lo recuerdas?

-No, no me dijiste nada, lo recordaría, lo habría apuntado si fuera así.- Me puse a rebuscar en una pequeña libreta donde apuntaba todo, (querida, eres muy olvidadiza) y vi que no había nada del cambio de hora. Agité la libretita abierta frente a su cara, sintiéndome victoriosa. Por una vez, no era culpa mía.

- Deja de comportarte como una chiquilla, vas a meterme esa libreta en un ojo. Esta mañana te avisé. Sabes que siempre te digo las cosas, de hecho, te las digo varias veces porque sé que tienes tendencia a olvidarlo todo. Me parece ridículo que tengas que anotar todo en una libreta, como si no fueras una persona normal y corriente, capaz de recordar que tu marido llega casi una hora más tarde sin tener que tomar nota de ello. He pasado un día duro, querida. Por fin llego a casa y me encuentro con que la cena se ha echado a perder. Estoy seguro de que has hecho lo que has podido. Estoy seguro de que algún día, si perseveras y te esfuerzas más, conseguirás tener preparada una comida a su hora y en condiciones. Ahora voy a cambiarme y ver un rato la televisión, a ver si así me relajo un poco.

Le aseguro que no sé lo que pasó. Sé que fue ver su espalda, otra vez. Haber fallado, otra vez. Culpa mía, otra vez. Cogí el jarrón con las flores secas que adornaba la mesita (querida, deberías intentar aprender a colocar un poco mejor las flores) y se lo estampé en la cabeza. Cayó inconsciente al suelo, en medio de las flores, que fue tiñendo de rojo cuando empezó a sangrar.

Soy muy mala persona, no sólo porque ataqué a mi marido, que jamás me ha faltado al respeto ni pegado ni insultado, sino también porque, durante un minuto entero, estuve mirándole en el suelo, sin poder evitar que una sonrisa se dibujara en mi cara. Después llamé a una ambulancia, en el hospital dije que le había abierto la cabeza con un jarrón y aquí estoy. Dicen que se pondrá bien, que con unos días en observación y unos cuantos puntos estará ya recuperado. Pero yo.... Es culpa mía. Otra vez.
 
El comentario de la prima @Leiteira sobre lo de ir al monte, me ha recordado una cosa que pasó en el año que estuve, ya de mayor, en la aldea de mis tíos.

Antes tengo que contarte una cosa. La familia de mi madre era numerosa. Mi abuela tuvo siete hijos (una cantidad considerada normal para la época) de los que sobrevivieron seis. El resto de hermanos de mi abuela murieron sin tener hijos, con lo que las propiedades (una casa con la finca y varios trozos de monte) debería repartirse de la siguiente manera: la mitad para mi tío (porque había cuidado del hermano de mi abuela hasta su muerte) y la otra mitad a repartirse entre los seis.

No eran grandes propiedades, siempre hacíamos chistes sobre cuántas piñas de la herencia nos tocaría a cada uno, porque no había ni un pino entero por cabeza. Eran tuxeiras (trozos pequeños de monte) aquí y allá, en distintos parajes. Era algo muy común, todas las familias tenían. Entonces a alguien en la Xunta se le dio por pensar que sería una buena idea poner al día de quién era cada trozo de monte, con vistas a unificar trozos. Es decir, en lugar de tener cinco trocitos pequeños diseminados en distintas parroquias, tener el equivalente, todo junto, en una. Pero para eso, había que ir a patear el monte, encontrar los marcos que definen los límites de cada propiedad y anotar en el mapa.

Mi tía, por supuesto, no podía ir porque estaba muy mala y le dolía la pierna, cosa que solía sucederle cada vez que había que ir a un sitio al que no le apetecía acudir. Mi tío trabajaba. Y yo no tenía ni idea de cuales eran nuestras tuxeiras. Mi tía me dijo que los de la Xunta tenían ya una lista de lugares y propiedades y que además los demás vecinos ya sabían lo que era de cada uno.

Y allá me fui, a triscar por los montes con un representante de cada casa de la parroquia. Había una mujer, llamada Coralia (anécdota: cuando murió, hace ya algunos años, la gente se enteró de que no se llamaba Coralia, tal como la llamaron toda su vida, sino que su nombre verdadero era Carolina). Pues bien, la señora Coralia, cuando el representante de la Xunta preguntaba de quién era un trozo de monte, primero contaba los pinos y casualmente, los trozos de más y mejores pinos parecían ser siempre los suyos. No sé cómo el de la Xunta no nos mandó a todos a paseo, porque al final del día eso era un cachondeo, todos mirando los pinos y a ver quién acertaba cuál era "a tuxeira de Coralia".

Por esa época aún era fácil caminar por el monte, porque estaban "limpios". La gente iba con tractores y recogía los fentos y los tojos (toxos) para poner en las cuadras (mulime, se llamaba allí a la mezcla de fento, tojos, hierba seca con la que se alfombraban las cuadras y que después pasaría a usarse como abono en los campos).

Me encantaban los fentos (creo que en castellano se llaman helechos), con su verde tan intenso y su tacto nada suave pero sin ser rasposo. Y de los toxos, las flores amarillas. Siempre me sorprendió que los utilizaran para las cuadras, porque los pinchos, por muy duras que tengan las patas los animales, tenían que si no hacerles daño, por lo menos molestarles.

El caso es que la historia de los montes duró unos cuantos días, el pobre hombre cada vez más desanimado porque lo que le decía la gente no se correspondía con la información que tenía de la Xunta. Yo me limitaba a pasear por ahí y jugar con los perros que acompañaban a algunos de los lugareños.

En la aldea donde tienen la casa mis padres, hay una familia a la que le gusta la caza. Básicamente de conejos. Cuando había escasez, soltaban unas cuantas parejas en el monte y dejaban pasar unos meses antes de volver a empezar a cazar. Recuerdo que nos daban alguno que otro, cuando el día había sido provechoso. Es otra de las cosas que van desapareciendo también, la caza. Por lo menos por allí.
 
Agua. Casi todos mis recuerdos, pensamientos, miedos y pesadillas están relacionados con el agua. Aquella vez, en el puerto deportivo, en que sin ningún motivo aparente me puse a ver el agua a escasos centímetros de los tablones del embarcadero. Agua oscura, con un brillo superficial del aceite y el combustible derramados durante años. Agua profunda por insondable. Me da miedo, pero al mismo tiempo no puedo evitar inclinarme poco a poco, hacia ella, como si tirara de mí, queriendo hacerme caer, atraparme. Doy un paso atrás, mientras siento un escalofrío recorrer mi espalda.

El agua gris, plomiza, pesada, salvaje, coronada de espuma en plena tormenta. Y yo ahí, en el espigón, tratando de mantener el equilibrio contra las ráfagas de viento, elevando mi cara hacia el cielo surcado de rayos y riendo de puro gozo al sentir la energía de la naturaleza. Mi cara mojada de gotas de lluvia y salpicaduras del mar. En el horizonte, se confunden los grises de los nubarrones con el agua picada del mar.

La playa de mi niñez, en la que aprendí a nadar. Agua fresca y clara, que deja ver el fondo arenoso y alguna que otra concha adornándolo. Agua que me sostiene con sus brazos frescos, flotando sobre ella mientras el sol calienta mi cara y me dejo llevar por su leve balanceo.

Qué confiada era entonces. No sentía miedo alguno sino curiosidad y ganas de explorar. Recogía algas y conchas para después jugar en la orilla durante horas o bien para adornar los tambaleantes castillos de arena que tan mal se me daba hacer.

El agua me sigue fascinando. Pero ahora de una forma oscura, cubierta por una leve pátina de miedo. Pienso en todo lo que puede haber bajo la superficie, todo lo que puede habitar y lo que puede suceder en ese otro mundo en el que la luz del sol apenas penetra unos metros. Un mundo de criaturas desconocidas, peligrosas. Un mundo hostil. Tengo miedo.

 
Te quiero.

No te necesito, porque sé estar sola
No me haces feliz, porque mi felicidad está en mí, no en otra persona
No me completas, ni yo a ti, porque ambos somos personas individuales, completas por nosotros mismos
No siento mariposas en el estómago, ni que voy en una montaña rusa cuando estoy contigo. Afortunadamente.
No me quitan el sueño, ni tu presencia ni tu ausencia.

Simplemente te quiero. A ti.

Porque entre nosotros no hay silencios incómodos, sino silencios compartidos
Porque juntos, la balanza se equilibra
Porque tus abrazos me calman, me sosiegan, me dan paz
Porque no temes reconocer tus debilidades, tus necesidades, ni utilizas las mías en tu beneficio
Porque nos miramos a los ojos y nos entendemos, sin más

Te quiero de diario

No te quiero de pasión desenfrenada que deja destrozos a su lado
No te quiero de meses de frenesí que se apaga como fuego de leña seca
Te quiero de diario, con amor constante, con pequeñas tonterías nuestras
Te quiero de amor compartido, entre los dos, te quiero de familia, de amistad, de compañero, de pareja

Habrá quien piense que mi amor es aburrido. Que no es vistoso como fuegos artificiales, ni colorido. Porque mi amor, nuestro amor, es como las brasas que parecen apagarse y con un leve soplo vuelven a refulgir, constantes, cálidas.

Te quiero sin razón o con todas las razones.
 
Cuando tenía tres años, empecé la "escuela". Lo pongo entrecomillado porque más que una escuela, era el equivalente a una guardería o algo similar, que era lo que había por entonces. Era la escuela de la profe Carmiña. Estaba en la misma calle donde vivía, a apenas unos veinte metros acera abajo.

Estaba en el bajo de un edificio ya por entonces antiguo. Tenía forma de L. Se entraba por el extremo del lado largo de la L, donde estaban los percheros para dejar los abrigos. Todo a lo largo había dos bancos, uno en cada pared, donde se sentaban los más pequeños. En el punto de corte de los extremos de la L, estaba la mesa de la profesora y en el lado corto, seis pupitres, pintados de azul, aunque ya un tanto desconchados, cuyas tapas inclinadas se podían subir para dejar en el interior material escolar o bien la merienda. También tenían un hueco en la esquina derecha, para dejar el tarro de tinta (aunque yo no llegué a utilizarla).

En la escuela de la profe Carmiña había niños y niñas de tres a seis años. Al principio, a los tres años, llegabas y te sentabas en uno de los bancos largos. Y la profe te enseñaba canciones con las que se iban aprendiendo cosas como los ríos y los afluentes, las provincias, etc

Llevaba una cartera escolar de plástico y dentro de ella, una pizarra rectangular, con marco de madera y un pizarrín para escribir en ella. También llevaba una bolsita de tela con el bocadillo dentro.

Aprendíamos a escribir las letras y los números, cantábamos las provincias, ríos, capitales y demás. Si algún niño o niña se portaba muy mal o creaba problemas, la profe Carmiña sacaba del cajón de su mesa una palmeta, que era un trozo bastante sólido de madera barnizada, con la cual golpeaba al infractor o a la infractora en la palma de las manos o en el trasero, según tuviese a bien.

No pasaba un día sin que algún niño se metiera un trozo de pizarrín por la nariz, con el sangrado consiguiente. Siempre eran niños, nunca niñas, es curioso.

La profe Carmiña ya era muy mayor cuando yo empecé en su "colegio". Tenía el pelo blanco cardado y se llenaba la cara de cremas que le dejaban la piel muy muy blanca, lo cual contrastaba mucho con sus labios, siempre pintados de rojo pasión. Cuando me daba algún beso o algún achuchón, yo lo pasaba fatal porque quedaba con la cara pringosa de los cosméticos que utilizaba.

A los seis años, cuando ya tuve que empezar en un colegio de verdad, en primero de EGB, yo sabía leer, escribir, sumar, restar, multiplicar, dividir, tenía nociones básicas de geografía tanto nacional como europea.

Mis hermanos mayores habían ido a colegios públicos, pero cuando me tocó escolarizarme, por motivos de horarios de trabajo, me matricularon en uno de monjas. Porque era el que quedaba más cerca de casa y yo iba a tener que ir y volver sola. La única pega era que tenía que cruzar la carretera, pero por lo demás, estaba tan cerca de casa, que desde la terraza, cuando mi madre iba a tender la ropa y coincidía con el recreo, podía verme, deambulando por el patio o en una esquina, con un libro, leyendo.

Por supuesto, uniforme. Y unos zapatos que, hasta que se "suavizaban" eran una tortura, de recios que eran. Mi madre los llamaba "los tanques" y la verdad es que parecían tan indestructibles como uno.

En el colegio había varios patios, tanto cubiertos como descubiertos. Y había un pequeño parque infantil, con columpios, toboganes, ruedas, etc. Nunca, en los ocho cursos que estudié allí, vi a nadie jugando en el parque. Tenían el acceso cerrado con llave y ni siquiera nos dejaban ver mucho hacia dentro, nos mandaban a jugar a otro sitio.

Porque por entonces se jugaba más que ahora (ya parezco la abuela Cebolleta con mis batallitas). Jugábamos a la goma, al brilé, a policías y ladrones, a la rayuela... No parábamos quietas ni para comer la merienda en el recreo.

El mes de mayo era especial en el colegio. Normalmente formábamos filas en el patio cubierto de abajo e íbamos subiendo por la escalera hasta las aulas. Pero en mayo entrábamos por otro sitio, dábamos un rodeo para pasar por donde estaba la estatua de la Virgen María, siempre con flores a sus pies, y teníamos que besarla al pasar, antes de entrar al colegio. Y a mediodía, un aviso por megafonía hacía que nos pusiéramos en pie a rezar el ángelus.

Había música para todo, la estación de Vivaldi correspondiente a la hora formar filas para entrar y para salir. Y más piezas de música clásica para gimnasia y para marcar el inicio y el fin del recreo.

Había una monja, la madre Soledad, que siempre llevaba una campanilla en el bolsillo. Escuchar el tintineo de esa campanilla era muy mala señal, normalmente indicaba un castigo a la vista para alguien. Era una monja muy seria, muy recta, a la que tengo que "agradecerle" unos cuantos momentos complicados, aunque la pobre nunca llegó a enterarse y estoy segura de que se llevaría un disgusto si lo hubiera sabido.

Las monjas, en general, insistían mucho en el buen comportamiento y en la limpieza corporal y del alma. En que no tuviéramos malos pensamientos (ni siquiera sabíamos lo que era eso, tan jovencitas y pánfilas éramos). Y de cuando en cuando, nos daban una charla sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal. En una de esas charlas, la madre Soledad, muy seria, como era ella, nos dijo que dios lo veía todo y lo sabía todo. Y que aunque estuviéramos a oscuras, él se enteraba de todo y nos veía. Estuviéramos donde estuviéramos. Hiciéramos lo que hiciéramos.

Te reirás, pero yo a los siete años pensando que dios me veía estuviera donde estuviera e hiciera lo que hiciera, incluso a oscuras.... estuve todo un día aguantándome las ganas de ir al baño. Me daba vergüenza que me vieran sentada en el retrete evacuando. Y lo que era peor, ¿y si dios además de ver, también olía? Ganó la naturaleza, obviamente, pero esas horas las pasé fatal. Después, antes de meterme en el cuarto de baño, le rezaba a dios y le pedía que no me mirara mientras estaba dentro.
 
Como te dije antes, me matricularon en el colegio de monjas porque por motivos de horario de trabajo, mis padres no podían llevarme ni traerme. Así que yo me levantaba, me ponía el uniforme, me peinaba y me iba al colegio. Como no controlaba mucho las horas, a veces llegaba muy pronto, cuando ni siquiera habían abierto las rejas exteriores. Entonces me quedaba acodada en el murete de acceso, viendo para la calle, porque a veces, raras veces, pero sí alguna, podía ver a mi madre llegando de trabajar, justo antes de tener que salir corriendo para las filas de acceso al colegio.

Cuando alguna monja me veía allí, tan temprano, me abría y me metía dentro del edificio, pero no de la parte del colegio sino de la parte donde ellas vivían. Me parecía todo muy oscuro, las maderas macizas y oscuras, poca luz... Me llevaban a la capilla para la misa matinal. Al cabo de un tiempo, aprendí en qué sitios tenía que ponerme para que no me vieran y no tener que ir a misa.

En el mismo piso en el que estaba la capilla también estaba la biblioteca. Era una habitación amplia, con estanterías en todas las paredes, llenas de libros y con una gran mesa rectangular en medio. No podíamos coger los libros, estaban guardados bajo llave, sólo podíamos verlos a través de los vidrios. Cuando queríamos coger en préstamo alguno, teníamos que pedírselo a la monja responsable de la biblioteca, que era la que decidía si lo podías leer o no.

Mi estantería favorita era la que había entrando a mano derecha. En esa estaban los volúmenes de Las torres de Mallory, Los cinco, Los Hollister... Había también una saga de chicos detectives, a uno de los cuales le encantaba disfrazarse para resolver los misterios con que se topaban.

Tú entrabas en la biblioteca, le pedías el libro que querías a la monja, ella veía qué libro era y valoraba si era adecuado o no. Después apuntaba en un cuaderno tu nombre y el título del libro, con la fecha de préstamo y la fecha límite de devolución. Cuando devolvías un libro, tachaba esa anotación y podías llevar otro.

Yo era feliz leyendo mis libros, sobre todo los de Los cinco (quería ser George, como creo que casi todas las niñas que los leían), hasta que la monja bien porque me veía a veces en misa de mañana (cada vez menos veces, porque había aprendido a esconderme de las miradas monjiles) o porque me veía cara de buena, decidió que tenía que leer otras cosas.

Me habló de un librito que contaba la historia de María Goretti, una niña con una vida ejemplar, que sufrió martirio. Yo vi el librito, que era muy pequeño, demasiado para ser una historia muy larga y mi primera impresión fue negativa, pero vi a la monja tan entusiasmada, que acepté llevarlo. Después de todo, lo del martirio sonaba interesante (sí, ya entonces tenía cierta mente perversa y retorcida). Así que después de hacer los deberes, me dispuse a leer la vida de María Goretti.

No recuerdo quién fue el autor del librillo, pero mostraba la vida de una niña que no hacía más que pensar en dios y vivir por y para él. Dedicó varias decenas de páginas para describir la maravillosa experiencia que supuso para ella el tomar la primera comunión. Y el final... no me enteré de nada, simplemente luchó por su pureza y sufrió martirio. Para mí martirio era la cruz, los leones, cosas así, me preguntaba qué martirio podía sufrir una niña que había vivido en la actualidad y me quedé con las ganas.

Al día siguiente, devolví el libro a la biblioteca. La monja se sorprendió y pensó que no lo había leído y me estuvo haciendo preguntas para asegurarse de que sí lo leyera.

Así que me acerqué a mi estantería favorita, para pedir uno de los que me gustaban, pero la monja ya tenía en las manos otro librito con otra vida pía y ejemplar para que lo leyera. Ese fue el fin de mis días de biblioteca escolar.
 
Traigo novedades. Un conocido mío me habló de cuando hace años, visitaba un blog en el que se ponían retos de escritura, un reto cada semana. Me pareció una idea divertida, así que le pedí que me enviara los retos que tuviera y me acaban de llegar al correo unos trescientos retos de escritura, ahí es nada.

Estas semanas las tengo un poco liadas, pero espero poder empezarlo. Y tú, sintiéndolo mucho, me temo que tendrás que sufrir las consecuencias :)

He echado un vistazo por encima, para ver qué tipo de retos son, y la verdad es que algunos son un tanto... peculiares. Por ejemplo, uno es reescribir la escena del Quijote contra los molinos de viento, sólo que en lugar de molinos de viento son zombies. A mí me sacan del Plantas vs zombies y me pierdo, ahí saldrá un desastre.

Hay otros que ya tengo, como lo de escribir sobre mi estación del año favorita, haciendo que tenga relevancia en la historia (Hojas muertas, me encanta el otoño) o escribir un relato sobre un recuerdo de la niñez (últimamente he puesto unos cuantos).

Bueno, el caso es que me hace ilusión y espero que a ti te guste el resultado.
 
Reto 1 del 2016 "Escribe sobre un sueño o pesadilla que hayas tenido esta semana"

Estoy en el interior de una cabina telefónica, el teléfono es de los más antiguos, de disco, no de botones. No veo a nadie más en la calle, las aceras de cemento, sin baldosas, están desiertas.

Mi respiración es acelerada, urgente. Debo llamar a mi mejor amiga. No sé el motivo, sólo sé que es vital que lo haga lo antes posible, así que saco del bolsillo de mi pantalón una moneda, la introduzco en la ranura correspondiente y acerco mi mano al dial del teléfono.

De repente es como si todo desapareciera a mi alrededor, sólo veo mi dedo índice acercándose al teléfono, azul, más concretamente, al hueco correspondiente al número 3. Meto el dedo y cuando voy a hacer girar el dial, me doy cuenta de que en lugar del 3, estoy marcando el 6, así que vuelvo a empezar.

La sensación de urgencia, de peligro, de ansiedad, va aumentando por momentos, el ambiente se hace más opresivo dentro de la cabina y los vidrios que me rodean empiezan a empañarse.

Me concentro para hacerlo bien esta vez, acerco mi mano, extiendo el dedo hacia el número 3 y no soy capaz, cualquier número menos el 3, una y otra vez.

Estoy a punto de llorar. Algo va a pasar, algo que puedo evitar, y no soy capaz de marcar el número, ni siquiera el primer dígito. Siento una opresión en el pecho, un peso que va aumentando con cada intento infructuoso que hago. Sé que se acaba el tiempo, pero no sé qué va a pasar, algo malo, algo muy malo que sólo puedo evitar si llamo a mi amiga. Ni siquiera sé lo que voy a decirle, sólo sé que tengo que llamarle, lo antes posible, antes de que sea demasiado tarde.

Y me despierto, con el corazón acelerado y una sensación de angustia que se va borrando poco a poco, quedando sólo el recuerdo del sueño.
 
Reto 2 del 2016 "Reescribe la escena de don Quijote con los molinos de viento, pero imaginándose que se enfrenta a hordas de zombies.

(nunca he escrito nada sobre zombies y la mezcla entre Quijote y zombies me parece muy surrealista, pero me he propuesto hacer todos los retos y bueno, a ver qué sale)

En esto apareció ante ambos personajes un campo lleno de molinos de viento, y nada más verlos don Quijote dijo a su escudero:

- Hete aquí, querido Sancho que por fin mi valentía y buen hacer de caballero se han de poner a prueba, pues no menos de treinta zombies bracean delante nuestra, moviendo sus andrajos al viento y girando sus brazos de tales maneras que parece deseen sembrar en nos los miedos y ansias que, de buen saber, sentirían otros que no fueran aventureros como lo somos

- ¿Qué es eso de zombies que dice vuestra merced? Pues yo no alcanzo a ver más que varios molinos en un prado

- Parece que quieras evitar el encuentro, Sancho, queriendo convencerme de la no existencia de tales seres que veo con mis propios ojos y ante mi persona. Si temes enfrentarte a ellos, quédate a un lado y encomiéndame a nuestro Señor para salir de este lance sano y salvo, librando así a esta villa de tan pútrida calaña.

Sin más, don Quijote espoleó a su cabalgadura y, lanza en ristre, se dirigió sin dudarlo un instante, hacia el campo de molinos.

- Voto a bríos que temple tienen estas criaturas, pues ven que me acerco a ellos en son de guerra y no cesan en sus manoteos ni tratan de moverse siquiera. Ensartarlos con mi lanza será, pues, cosa hecha y bien sencilla.

Estaba el hidalgo pensando en tales cosas cuando alcanzó el primero de los molinos. Clavó su lanza en una de las astas, que, sin cesar en su monótono giro, hizo que caballero y lanza salieran volando cual grajo invernal, dando don Quijote con sus huesos en el suelo y cayendo la lanza no lejos de donde ahora yacía el aventurero.

Acercóse entonces Sancho a su señor, con el fin de aliviarle los dolores y tratarle los golpes, diciendo:

- ¿Pues no le advertí yo a vuestra merced que nada de zombies había, sino que eran molinos de viento?

Don Quijote, desde el suelo elevó la mirada y, efectivamente, vio molinos de viento, exclamando a continuación:

- Ah, pues no seré yo quien niegue la existencia de tales hechizos que cambian las naturalezas de las cosas y de los hombres. Es por seguro, fiel Sancho, que una de esas malévolas brujas ha echado un sortilegio a fin de negarme el triunfo esperado contra esas viles y malsanas criaturas, convirtiéndolas en molinos de viento y es de razón esperar que en unos siglos venideros tal encantamiento se revierta y los zombies vuelvan a poblar la tierra mas yo no seré más que cenizas en el olvido y no podré bregar contra ellos. Degualquindea llegará, querido Sancho, y décadas transcurrirán con tales males sobre el territorio conocido y aún el ignoto. Ah, Sancho, mal haya quien contra el mal de este mundo no pueda luchar.

Y don Quijote quedó en silencio, viendo los molinos mientras una tímida lágrima surcaba sus ajadas mejillas, impotente ante los males venideros.
 

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