Las cosas de orni

Reto 3 del 2016 "Empieza una historia con: Estoy de pie en mi cocina... Debe ser una historia de suspense

Estoy de pie en mi cocina, sintiendo el agua fría sobre mis manos. Parpadeo, siento como si acabara de despertar de un sueño. Por un momento me siento desorientada, perdida. Tardo unos segundos en darme cuenta de dónde estoy. Miro hacia abajo, a mis manos y mi corazón da un vuelco, para después empezar a latir con furia. El fregadero y mis manos están teñidos de rojo. Sangre.

Lo primero que hago es mover las manos, girándolas, buscando una herida que lo justifique. Pero a medida que el agua las limpia, mis manos aparecen totalmente intactas, sin corte alguno. Miro a los lados, buscando algún trozo de carne, pero sabiendo que no hay ningún alimento en casa que provoque semejante sangrado. Me quedo inmóvil, tratando de pensar en los últimos minutos y me doy cuenta de que no recuerdo nada desde el momento en que llegué de hacer la compra. No recuerdo haber guardado las cosas, ni siquiera haber abierto el grifo. ¿Qué ha pasado?

Doy un paso atrás, dejando que el agua del grifo se lleve los últimos rastros sanguinolentos. Gotas de agua caen desde las puntas de mis dedos al suelo. Me palpo la cabeza, quizás me haya dado un golpe que me dejara semi inconsciente o mareada, algo que justifique los minutos perdidos.

¿Minutos perdidos? Ni siquiera estoy segura de cuánto tiempo se ha borrado de mi cabeza. Busco con la mirada mi teléfono, para ver la hora y cuando lo veo, sobre la mesa de la cocina, me noto mareada. Mi teléfono está roto, hecho pedazos. Pero no sólo eso, sino que está sobre un pequeño charco de sangre. Dios mío, ¿qué ha pasado?

Empiezo a balancearme, no sé qué hacer, me cuesta pensar. Decido recorrer el piso, a ver si encuentro alguna pista de toda esta locura en la que parece que me he sumergido sin darme cuenta. El baño. Limpio, recogido, normal. El dormitorio extra, como siempre. La sala-despacho, con el ordenador apagado y las estanterías de los libros. La normalidad de todo me va tranquilizando, aunque sigo sin saber cómo ha llegado la sangre a mi móvil y a mis manos. Llego al dormitorio principal, abro la puerta... nada.

Está todo bien. La normalidad y el orden del piso parecen burlarse de mí. Me acerco a la puerta de la entrada, buscando manchas rojas de sangre en la manilla de la puerta o en el suelo del pasillo. Nada.

Vuelvo a la cocina, me siento en una silla justo ante lo que queda de mi teléfono móvil. En ese momento me doy cuenta de que el grifo aún sigue abierto, así que me vuelvo a levantar, lo cierro y vuelvo a observar el teléfono destrozado. La pantalla está hecha añicos, la carcasa rota y faltan pequeños fragmentos de plástico de los bordes. La sangre que ha goteado desde su interior es menos de la que me pareció a simple vista, cuando volví de mi extraño trance. Yo estoy bien, la casa está bien, no hay huellas ni manchas más que en mis manos, el fregadero y lo que queda de mi teléfono. Pero esa sangre ha salido de alguna parte. Yo no estoy herida. ¿De quién o de qué puede ser?

No sé cuánto tiempo he pasado así cuando suena el timbre de la puerta, haciendo que casi salte en la silla. Me dirijo hacia la puerta, para abrir, pensando si esa llamada tendrá algo que ver con lo que me está pasando. Abro y me encuentro con una pareja de policías. Dicen mi nombre y me preguntan si soy yo. Afirmo con la cabeza. En ese momento, uno de ellos me toma firmemente por el brazo y me dice que tengo que acompañarles hasta la comisaría. Les pregunto el motivo de ello y me dicen que lo sabré allí, al llegar.

Cojo mi bolso y voy con ellos. Noto las miradas de extrañeza de los vecinos con los que nos cruzamos en el breve trayecto hasta el coche policial. Voy con la cabeza baja y el rostro rojo de vergüenza. Nunca en mi vida habría imaginado verme en esta situación. Nunca.

Llegamos a la comisaría, los policías me escoltan hasta una sala interior que me recuerda a las de interrogatorios de las series americanas. Una tenue luz cenital, sobre una mesa y un par de sillas, atornilladas todas al suelo. Una puerta y nada más. Me invitan a sentarme, diciéndome que espere un instante. Se llevan mi bolso, asegurándome que más tarde me lo devolverán y que no pueden dejármelo "por las normas".

Me siento, apoyando las manos, una sobre otra, en la superficie de la mesa. Y me dispongo a esperar.

No entiendo nada. Jamás he tenido ningún enfrentamiento con nadie. Pago mis facturas nada más llegar. Y mis impuestos. No engaño ni hago trampas. Ni siquiera cruzo una calle si no tengo el semáforo de peatones en verde. Si no fuera por la sangre, estaría de lo más tranquila, pero esa sangre, mi teléfono... menos mal que no entraron en casa, porque no podría justificar el estado de mi móvil.

Pero algo ha tenido que suceder para que me trajeran aquí. Si no hubiera pasado nada, no estaría aquí sentada, sola, esperando no sé a quién o a qué. Aguzo el oído pero ningún sonido penetra en este cuarto tan austero. Intento relajarme un poco, respirando pausadamente, pero soy incapaz de bajar la velocidad de los latidos de mi corazón. Siento un leve hormigueo en mi mano izquierda, que se va extendiendo a lo largo de todo el brazo, hacia mi hombro. Separo las manos de la mesa y me froto el brazo izquierdo, intentando calmar la molestia. En ese momento, con mi corazón acelerado y mi piel hormigueante, se abre la puerta y entra un hombre, con una carpeta en la mano. Cielos, posiblemente esté soñando. Esa sería una solución lógica y explicaría todo, desde mi momento de lapsus hasta la sensación de estar zambullida en un episodio de Mentes criminales. Con una media sonrisa, pienso "ahora dejará caer la carpeta sobre la mesa, entre los dos, se sentará casi dejándose caer en la silla, abrirá la carpeta y me mostrará imágenes rocambolescas de algún cadáver, para ver mi reacción o pedirme explicaciones. Este episodio ya me lo he visto".

Nada más pensar en eso, el hombre deja caer la carpeta color manila sobre la mesa, entre los dos y se desploma en la silla, acodándose y entrelazando los dedos. Después de mirarla fijamente durante unos segundos, sin perder detalle de la media sonrisa que luce la cara de la mujer, el hombre abre la carpeta y gira el contenido de forma que ella pueda ver claramente la imagen, en primer plano, del cuerpo de un hombre, desmadejado, sobre un suelo de baldosas blancas y negras, con la cara convertida en pulpa a base de golpes.

Ella siente que su estómago se revuelve. La sonrisa se borra de su rostro, aspira una bocanada de aire con un sonido sordo, su brazo derecho frota con fuerza el izquierdo. Hace gesto de querer levantarse, boqueando. El hombre se levanta todo lo rápido que puede, para acercarse a ella, pero cuando llega a su lado, se da cuenta de que nada puede hacer por la mujer, su corazón se ha parado.

Una vez conseguida la orden pertinente, entran en el domicilio de la fallecida. Sobre la mesa de la cocina encuentran el móvil, destrozado a causa de los golpes. Faltan algunos fragmentos de la carcasa de plástico, que han de comprobar si se corresponden con los hallados entre los coágulos sanguinolentos de la cara de la víctima. No encuentran nada más, sólo rastros de sangre en la cañería del fregadero, el resto de la vivienda está "limpia".

Al estudiar lo que queda del teléfono confirman que ha sido el arma utilizada para machacar la cara del asesinado. Sólo tiene huellas de la mujer. Todo parece estar claro: ella le atacó por sorpresa, le dejó atontado con un primer golpe inesperado y lo remató de forma encarnizada, con una violencia que parecía totalmente ajena a la mujer que se llevaron a comisaría.

Encontraron la ropa manchada de sangre en uno de los contenedores cercanos a su casa. Es decir, que tuvo la sangre fría de ir a casa, cambiarse de ropa, tirar la manchada y volver como si nada. Y sin embargo, no se deshizo del teléfono. Es más, nadie, ni una sola persona de todas las que interrogaron, la creía capaz de un acto de violencia, de nada ilegal y mucho menos de quitar una vida. Tampoco aclaraba mucho las cosas el hecho de no encontrar ninguna relación entre víctima y asesina, salvo el hecho de que ella le mató, aparentemente sin motivo alguno.

La gente del barrio ha presentado en comisaría un escrito exigiendo una investigación pormenorizada de los hechos. No creen, incluso con las pruebas encontradas, que ella haya hecho semejante cosa. Ni una sola persona que la haya conocido tiene la menor duda de su inocencia. Es la primera vez que ocurre una cosa así.

Con motivo de calmar los ánimos y por orden de las autoridades locales, se inicia una exhaustiva investigación sobre la mujer. No se encuentra nada que dé a entender que sea un peligro ni para ella ni para nadie más. Al contrario. Estudian, pues, la vida de la víctima, hablan con familiares, vecinos y amigos. Una vida normal, con actividades normales, un par de multas de tráfico y nadie ha visto nunca a la mujer con él.

A medida que pasa el tiempo, sólo las familias mantienen el recuerdo de lo que ha pasado, sin saber el motivo de lo ocurrido unos y sin creer la culpabilidad de la mujer los otros. Un misterio que corroe sus mentes y que hace que pasen noches enteras intentando encontrar algo lógico en lo sucedido, una alternativa, una razón...

En otra ciudad, a unos cientos de kilómetros de allí, una mujer joven está quieta, como sonámbula, de pie, en su cocina, con las manos bajo el chorro de agua fría del grifo, que arrastra la sangre que las mancha. De repente, la mujer parpadea, como despertando. Se siente desorientada, perdida, tarda unos segundos en darse cuenta de dónde está, baja su mirada hacia sus manos.....
 
Reto 4 del 2016: "Escribe un relato que tenga lugar durante tu estación favorita del año y que esta tenga importancia en el desarrollo de la historia"

(Aquí he estado a punto de hacer trampa y poner Hojas muertas, que tiene lugar en mi estación favorita del año, el otoño, pero he superado la tentación y ahí va, a ver qué sale)


A pesar de que la primavera es la reina de los colores por la floración, yo prefiero los colores del otoño. Los marrones, dorados, naranjas, ocres... me dan la sensación de calidez, de belleza en el ambiente, una especie de calma antes de la tormenta, pero en el aspecto climatológico. Las temperaturas van bajando suavemente, los días se van acortando, pero aún se puede disfrutar al aire libre de pequeños momentos como el de hoy.

Desempolvé mi chaqueta de punto, dispuesta a dar un pequeño paseo por el parque y disfrutar del frescor del aire. El cielo estaba completamente despejado, un azul tremendamente claro y frío que me hizo sonreír.

Y bajé. Crucé la calle y fui hacia el parque. Los operarios del Ayuntamiento llevaban varios días recogiendo las hojas que caían de los árboles, pero esa tarde o habían dado por terminada ya su jornada o estaban en otro punto de la ciudad, pues no se les veía ni a ellos ni a la camioneta municipal.

Caminé con energía durante unos cinco pasos. Porque al sexto, pisé una de las hojas caídas y resbalé como si estuviera caminando sobre hielo. La caída apenas duró dos segundos, pero tenía la sensación de que el tiempo se había ralentizado. Me puse a manotear sin parar, intentando recuperar el equilibrio. Sentí que uno de mis pies quedaba como enganchado al suelo y un latigazo en el tobillo y por fin, el golpe en mis posaderas. Por supuesto, caí de lleno en un charco. Sentí la fría humedad colarse por mi ropa y llegar a mi piel. Imaginé el aspecto que tendría mi trasero mojado y medio embarrado. Cuanto más frío sentía en la parte inferior de mi cuerpo, más calientes notaba las mejillas, ruborizadas. Enseguida me vi rodeada de niños, que habían detenido sus juegos y carreras para ver lo insólito: un adulto caído en el suelo.

Me miraban con gestos de asombro y alguna que otra sonrisilla. Supongo que no fui nada elegante al dar con mis huesos en el suelo. Dediqué unos segundos a revisar mentalmente los daños recibidos y fuera de un latido en mi tobillo, sólo se hirió mi orgullo. Me levanté, con poca gracilidad y sentí correr un hilillo de agua por la parte trasera de mi pierna. Hora de ir a casa.

Los niños se habían alejado un poco pero aún seguían mirándome. Cuando me giré para dirigirme hacia mi casa, escuché que uno decía:

-Caray, sí que se hizo daño, que hasta se ha hecho pis encima

En ese momento me olvidé de los colores del otoño, de los cristalinos cielos azules y de los paseos por el parque. Lo único que quería era llegar a casa, meterme en la bañera llena de agua caliente y olvidarme de lo sucedido la última media hora.
 
Reto 5 del 2016 : "Escribe una historia con tu canción favorita como argumento"

Aquí tengo el problema de no tener canción favorita. De cuando en cuando me "enamoro" de un tema y lo escucho en bucle durante días o semanas, hasta que aparece otro. Así que utilizaré para este reto una canción que es muy especial para mí y que me hace sentir cositas.

Mi mirada te acaricia a distancia, como cada día. Desde mi ventana, tan lejos y tan cerca al mismo tiempo. Son solamente unos segundos, los que tardas en recorrer la acera antes de perderte al doblar la esquina. Pero los alargo, sigo mirando, sigo recordando tu forma de caminar, tus gestos, tu ropa. Sigo en mi atalaya, sin que tú lo sepas, imaginando mil y una situaciones juntos, mil y una conversaciones, planes, risas, sonrisas y miradas.

Sigues cada día pasando por mi puerta, ignorando mi existencia aunque en mi mente llevamos una vida juntos, compartiendo momentos, risas, silencios.... Y yo sigo tras el vidrio, mirándote, sin dejar ni una huella mía en ti.

Formas parte de mi vida de tal forma que a veces, al despertar, me asombra que no estés a mi lado en la cama. Que no se escuchen tus pasos en mi casa, en nuestra casa. Que tu ropa no aparezca aquí y allá, en divertido desorden. Y vuelvo a mi ventana.

Hasta un día, el día en que no pasas. El día que no te veo, que desapareces. El día en que me doy cuenta, de que ni estás, ni estabas.
 
Reto 6 del 2016:"Escribe un relato en el cual el personaje principal sea alguien que conozcas hoy"

Problema: soy una persona muy poco sociable (o social) y rara vez conozco a alguien nuevo, así que voy a escribir sobre la última persona que he conocido, espero que valga, porque si tengo que esperar a conocer a alguien, esto puede quedar parado meses.


Son las once menos diez de la mañana, hora de coger mi monedero, una bolsa de plástico y bajar hasta la esquina de la calle. Es una costumbre que adquirí hace poco tiempo. No lo hago todos los días, pero sí siempre que puedo. A medida que avanzo, veo a las dos o tres personas de siempre, que también bajan a esta hora.

Al cabo de unos minutos, alrededor de las once, se escucha un bocinazo largo y estruendoso. Ya llega.

Una furgoneta blanca aparece por el cruce, en el costado tiene el nombre de la panadería y lleva los intermitentes eternamente puestos. Se arrima al bordillo de la acera y al poco rato, se abre el portón lateral.

Y ahí está. Carmen. Es una mujer que ronda los sesenta años y que lleva más de la mitad de su vida trabajando en la panadería. Su jornada empieza de madrugada, en el horno, haciendo pan, empanadas y dulces varios que después mete en cajas y lleva a la furgoneta de reparto. Tiene una pequeña libreta escolar donde apunta los encargos que le hacen de un día para otro, o lo que le ha quedado a deber tal o cual cliente. Recorre todo el pueblo (o pequeña ciudad, como se quiera ver) durante toda la mañana, todos los días de la semana, de lunes a domingo, sean festivos o no. Llueva o haga sol, haga frío o calor, ella siempre aparece, con su furgoneta y su claxon, repartiendo el pan.

Sabe los nombres de todos los clientes y recuerda siempre algún detalle sobre ellos: que si la mujer de este está enferma, que si la nieta de esta otra está de cumpleaños, que si Fulanito o Menganita están con gripe o tienen a alguien en el hospital....

No tiene ni un día libre. No sabe lo que es quedarse en cama hasta bien entrada la mañana. Y aún así, siempre tiene una sonrisa, una palabra amable, siempre recuerda cómo te gusta el pan o qué tipo de cosas prefieres.

A veces llega un poco más tarde de lo habitual. Y los clientes de siempre protestan y hacen algún comentario al respecto. Ella no se altera, suelta un chiste con esa perenne sonrisa suya y sigue con su tarea como si nada. No deja que las personas mayores salgan a la calle a por el pan, ella se lo deja en una bolsa, en los portales.

Carmen es una mujer a la que el cansancio se le nota en la cara, pero no en el ánimo. Está ya con la cuenta atrás para la jubilación, pero mientras no llega ese momento, sigue repartiendo el pan, junto con su sonrisa y buen ánimo.
 
Reto 7 del 2016: "Escribe una historia ficticia sobre un encuentro con una celebridad en un restaurante"


Ella está en la mesa de siempre, la de la esquina, la que nadie parece querer pero que, por algún extraño motivo, le encanta. No es que desde allí tenga una vista panorámica del resto de mesas, creo que simplemente la elige por no llamar la atención.

También como siempre, coge la carta y se pone a estudiarla con gran concentración. Un camarero se acerca ligeramente a ella, sin llegar a dar la impresión de urgirle a que pida, pero atento a que le haga una seña, cosa que ocurre al cabo de unos minutos.

Es todo un ritual, porque tanto ella como el personal del restaurante saben ya lo que va a pedir. Nunca varía, tiene un menú para cada día de la semana, siempre el mismo para el mismo día. El camarero anota (o hace que anota) el pedido y se aleja, con una sonrisa.

Es de una puntualidad inglesa, como se suele decir. Su hora de llegada, el tiempo que tarda en comer, la hora de salir.... exacta como un reloj suizo.

Nadie sabe nada sobre ella, siempre se muestra educada pero distante y a veces da la impresión de ver al resto del mundo un poco por encima del hombro, pero nunca hace ningún comentario fuera de los precisos para ordenar su comida o pedir algo más de pan o bebida.

Por eso sorprendió tanto lo que pasó ese día. Ella estaba tomando el primer plato cuando se escuchó un ligero tumulto en la puerta del restaurante. Entró un grupo de gente bastante ruidosa. Ella arrugó la nariz como si hubiera detectado un olor desagradable, pero siguió comiendo.

Como no cesaba el alboroto, dirigió su mirada hacia la mesa en la que se había sentado el grupo de recién llegados y para su sorpresa vio que quien estaba allí era AD Cuado, un famoso cantante de moda entre los jóvenes de la época. Se sentó más erguida, si cabe y las aletas de su nariz se movieron al tiempo que hacía inspiraciones profundas, como un toro antes de embestir.

"En fin, habrá que aguantarlo" pensó con resignación cristiana.

Acabó su primer plato y esperó. Normalmente el camarero estaba atento para retirárselo y traer el segundo. Como hemos dicho, era mujer de costumbres cronometradas. Pero pasaban los minutos y ningún camarero hacía acto de presencia. De hecho, estaban todos alrededor de la mesa del cantante, quien reía y se hacía fotos con ellos, firmando autógrafos en los menús y siendo de lo más divertido con todos los presentes.

"Intolerable". Apretó los labios con fuerza, como queriendo contener los exabruptos que sin duda se escaparían entre ellos si no los mantuviera cerrados. Siguió esperando.

A medida que las risas y comentarios aumentaban en la mesa del cantante, así crecía el enfado en la de la mujer. Los camareros ya no estaban allí alrededor, pero sí que iban de la cocina a la mesa, de la barra a la mesa, o entre otras mesas compartiendo comentarios sobre ese individuo que, sin duda, había elegido ese restaurante precisamente para molestarla. No podía ser de otra manera.

Hizo un gesto brusco con la mano, queriendo llamar la atención de un camarero, pero fue en vano. Al cabo de unos buenos cinco minutos se acercó uno, excusándose por la tardanza y aduciendo la presencia del famoso como excusa. Sin duda ella entendería que no todos los días se puede conocer a una celebridad como ese cantante....

"Eso no es razón para dejar de hacer su trabajo con profesionalidad. Ese "señor" no tiene ni más ni menos importancia de la que tengo yo o cualquier otra persona. Es más, si usted supiera lo que soy, quién soy, se daría usted cuenta de que yo soy más importante, como persona, que ese individuo. Sólo le diré, para que se haga una idea, que mis méritos académicos son tales, que no hay pared en casa alguna suficiente para colgar mis diplomas. Ahora, si hace el favor, sírvame el segundo plato, creo que ya he perdido bastante tiempo por su estupidez"

Sin darse cuenta, la mujer había ido alzando levemente la voz a medida que hablaba, con lo que la última frase fue perfectamente audible por los ocupantes de la mesa de AD Cuado, quien se levantó, con una sonrisa y ánimo conciliador y fue hacia la mesa de la mujer, con el fin de calmar sus ánimos y disculparse por las molestias que podría haber causado su presencia inesperada en el restaurante.

La mujer en cuanto lo vio acercarse, se irguió como preparándose a presentar batalla.

"Buenas tardes, disculpe que me acerque así a usted, pero no he podido evitar escuchar sus palabras. Siento mucho que su comida se haya visto alterada por mi presencia. Si me lo permite, me gustaría invitarla, pagando yo la cuenta"

Ella se puso en pie tan súbitamente, que hizo que la silla cayera hacia atrás, sonando como un trueno y haciendo que el resto de la sala se sumiera en un silencio absoluto.

"¿Invitarme? ¿Quién se cree usted que es? Ya, seguro que cree que por ser un famosete de tercera el mundo ha de postrarse a sus pies. Pues sepa usted, señorito, que yo soy una mujer empoderada y que no voy a permitir que ni usted ni nadie me pague mi comida. Que para eso he estudiado cinco carreras superiores y hablo catorce idiomas. No ha sido para que un petimetre de tres al cuarto venga a decirme que me paga mi comida"

"Lo siento, de verdad, no era mi intención ofenderla, sólo quería compensarla, de alguna forma, por las molestias que.... ¿ha dicho catorce idiomas????"

"A mí nadie me regala nada, nadie, ¿lo entiende? Nadie. Bueno, salvo mi marido, que en paz descanse, que me regalaba cosas muy costosas, porque el precio era la medida de su amor por mí. Pero nadie me da nada, que yo soy una señora de los pies a la cabeza. Y usted, para empezar, no tenía que haber venido aquí a comer"

" A ver, señora, estoy tratando de ser amable, pero creo que se está pasando usted un poco. Yo tengo tanto derecho como cualquier otra persona a comer aquí o donde me plazca"

"Que me estoy pasando un poco.... ¿Qué tipo de expresión es esa? ¿qué tipo de lenguaje poco adecuado? Realmente el mundo no está bien cuando las personas se expresan en tales términos."

"¿Pues sabe qué le digo? Que a partir de ahora, vendré a comer aquí un día sí y otro no, que ya ha conseguido usted calentarme a mí el genio"

"Pues si piensa que así yo dejaré de venir a comer aquí, sepa que a mí a valiente no me gana nadie, y aunque todos los presentes parezcan estar
a su favor, yo no me arredro ante tales situaciones y pienso ser la resistencia ante tales tributos a su fama. A mí no me echa nadie de este restaurante, aunque hace tiempo que el servicio deja bastante que desear, la comida no me agrade demasiado y ahora con su presencia, las cosas hayan empeorado"

AD Cuado se quedó mirando a la mujer, mientras pensaba "valiente no, tonta un rato largo, por decir que va a estar en un sitio que no le gusta sin tener obligación. En fin, si no quiere, no hay nada que hacer". Forzó una sonrisa, dio media vuelta y volvió a sentarse en su mesa, como si nada hubiera pasado.

El resto de comensales miraban a la mujer en pie, con un rictus de cólera en su cara, tiesa y firme como el asta de una bandera. Ella, con calma, recogió su bolso, le dijo al camarero "Por supuesto, no pienso abonar la cuenta de hoy, tal como se han desarrollado los acontecimientos" Y salió, con la cabeza bien alta, del restaurante.

Así dio comienzo una nueva rutina. Día sí, día no, AD Cuado se presentaba a comer en el restaurante. La mujer, en su mesa, seguía su costumbre, pedía siempre los mismos platos (que ahora todos sabían que no eran de su agrado) y estaba el tiempo de siempre sentada allí antes de irse a saber dónde.

Y día sí, día no, AD Cuado trataba de entender la actitud de esa mujer, quien, al pasar por su lado, le echaba una mirada triunfal, como si hubiera vencido algún tipo de batalla o similar. Él disfrutaba la compañía de la gente, que, al enterarse de sus visitas al restaurante, llenaban las mesas, con gran alegría del dueño. Ella disfrutaba, quizás, sintiendo que era una guerrera a la que no iban a doblegar.... y mientras, seguía comiendo lo que no le gustaba, en un sitio que detestaba con un servicio que juzgaba deplorable.
 
Reto 8 año 2016: "Reescribe algo que escribiste hace tiempo, pero usa un narrador distinto"

He elegido reescribir el relato titulado "Moneda", que está en las primeras entradas del hilo y lo escribí allá por el Pleistoceno. A ver qué sale.

Por primera vez, su mano no ha buscado la mía al salir a la calle. La tiene atesorando una moneda que le dio mi padre ayer. Le dijo que no era para meter en la hucha, que era para gastar en algo que le gustara. Así que hoy se siente ya un niño grande, que va a comprar.

Al entrar en el centro comercial se adelanta ligeramente, acercándose a la puerta de la tienda de golosinas. Se detiene ante el umbral y se gira hacia mí, pidiéndome que le espere fuera. El corazón me da un vuelco, mezcla de alegría, tristeza, orgullo, pérdida.... aún es un niño, pero está creciendo. Mi bebé ha desaparecido y se ha convertido en ese muchachito que frunce el ceño antes de entrar en la tienda. Me acerco un poco más y le veo, concentrado, dando diminutos pasos de un estante a otro, apretando con fuerza su moneda, los ojos brillantes y su carita seria.

Pasa un buen rato mirando y volviendo a mirar, eligiendo. Al fin, parece decidirse y con un leve titubeo, toma un dulce de una cesta. Un caramelo de colores vivos, envuelto en celofán. Se dirige al mostrador para pagar y al llegar, se detiene en seco, mirando ora la moneda, ora la chuchería. Le cuesta dejar el dinero, por un momento tengo la seguridad de que dejará el caramelo donde estaba y volverá con su moneda en la mano, bien apretada. Pero al final se decide y, tras pagar, sale con una sonrisa de oreja a oreja, hacia mí, orgulloso de sí mismo. Y yo tengo un atisbo del joven en que se convertirá, aunque siempre, siempre, seguirá siendo mi niño.

Me muestra su tesoro recién adquirido, hago los comentarios de rigor y entonces, mirándome como sólo él lo hace, con todo su amor mostrado sin barreras, coge mi mano con la suya y nos volvemos a casa.
 
Estoy en el cuarto de baño, con las palmas de mis manos apoyadas en la loza del lavabo y los ojos cerrados, pensando. Aún estoy a tiempo de dejarlo correr, de no hacerlo. No pasaría nada. No costaría nada, simplemente tendría que salir y seguir con mi vida. Realmente no tengo motivos para seguir el plan.

Levanto la cabeza, abro los ojos y miro mi reflejo en el cristal. Me miro a los ojos, intentando entenderme, comprender, aclararme. Y lo único que encuentro en ellos es determinación. Es extraño, tener tantas dudas por dentro y mostrar tanta seguridad por fuera. Bien. Sea, pues.

Doy un pequeño paso atrás y mis manos suben hacia el espejo, hacia mi reflejo, para abrir la portezuela que hay tras el rectángulo del espejo. Al abrirse, veo dos estantes en los que hay cajas de medicamentos: pomadas, pastillas, cápsulas, comprimidos, jarabes... Un par de cajas de gasas, de tiritas... Lo normal en cualquier botiquín de cualquier casa.

No es la primera vez que veo esos estantes, así que sé exactamente dónde se encuentra la caja que me interesa. No tiene nada que la haga destacar entre las demás, pero yo sé que es la única que se utiliza cada día. Una cápsula diaria, por la noche, antes de dormir. Saco el envase de la caja de cartón. Me sorprende ver que mis dedos no tiemblan al abrirla. Vuelco el contenido en la palma de una de mis manos. Quedan diez cápsulas. Bien. Sigamos.

Tomo una de ellas, al azar y vuelvo a meter las otras en el frasco. La dejo a un lado, sobre el lavabo. De mi bolsillo extraigo un pequeño sobre, como un azucarillo, pero su contenido son pequeños granos de color oscuro. Abro la cápsula y vacío su contenido dentro del sobre, mezclando el medicamento con los letales polvos oscuros. Y, con cuidado y un pulso sorprendentemente firme, relleno la cápsula con parte de la mezcla resultante. Me sobra mucha cantidad, podría rellenar un par de cápsulas más, pero es imposible. Para que las cosas vayan bien, ha de ser sólo una.

Aún estoy a tiempo. Aún puedo tirar esa diminuta bomba letal por el retrete y volver como si nada con los demás. Pero sé que no lo haré. Meto la cápsula con las demás, guardo el frasco en su caja tras limpiar su superficie con un pañuelo y lo vuelvo a poner en el estante, sin huellas. Cierro. Vuelvo a verme en el espejo, intentando encontrar algo que haya cambiado en mí. Intentando ver cómo me afecta el hecho de que casi me he convertido en una asesina. Que seré la responsable de la muerte de otra persona. Nada. Mi gesto es el de siempre, mi mirada también. Tiro el sobrecillo al retrete y pulso el botón de vaciado de la cisterna. Desaparece con toda facilidad. Me lavo las manos y vuelvo al salón, con los demás. No he estado ausente ni cinco minutos.

Me siento en la butaca y me dispongo a seguir el hilo de la conversación. Cuando habla, no puedo evitar pensar "en algún momento, una noche cualquiera de las próximas diez, morirás. Y no lo sabes"

¿Por qué lo hago? No tengo motivo alguno. De hecho, es una de las personas que más aprecio actualmente. Pero, desde hace ya unos meses me siento acuciada por la idea de matar a alguien, a quien sea. Mi mente, en la oscuridad y el silencio de la noche, se pone a dar vueltas a la idea, no sólo la del asesinato perfecto sino la idea de qué se siente cuando se es responsable de la muerte de otra persona. He pasado meses dándole vueltas, tomándomelo como un juego, pero a medida que mi plan iba tomando forma, apareció la necesidad de llevarlo a cabo. Y aquí estoy, disfrutando de una agradable tarde con mis amistades más cercanas, sabiendo que una de estas personas morirá, quizás esta noche, quizás mañana....

Me recuesto sobre el respaldo. Ahora tengo que esperar. Esperar el momento en que suene mi teléfono y alguien me dé la triste noticia. Ansío saber qué sentiré cuando escuche las palabras, cuando vea el cuerpo en su ataúd. Y al mismo tiempo tengo miedo. No de que me descubran, eso es casi imposible. Miedo de disfrutarlo.
 
Aviso: es horrible. Me ha costado mucho escribirlo, porque no era capaz de no parecer un anuncio inmobiliario: piso de dos habitaciones, una de ellas con vestidor, baño completo, cocina, comedor independiente, zona de lavadero y tendedero y vistas directas al mar desde todas las estancias. Bien situado, con comercios, farmacias, jardines y paradas de autobús alrededor.

Reto 9 del año 2016: "Describe tu hogar de ensueño como si estuvieras viviendo en él ahora (en presente)"

Entreabro los párpados, encontrándome con la clara luz de la mañana. Como cada día, mi cabeza se gira hacia la ventana, sin cortinas ni persianas que impidan que pueda ver el mar, azul con su superficie plateada y brillando por el sol. Es una de las cosas que más me gustan de mi piso. Aunque sólo fuera por este placer diario, lo habría comprado.
Pero tuve mucha más suerte de la que esperaba. Cuando inicié la búsqueda de un lugar que convertir en mi hogar, me había hecho a la idea de que lo que yo quería no existía y que tendría que conformarme con un sitio cómodo y funcional. Dos habitaciones, baño, cocina, un pequeño rincón que convertir en despacho y listo.
Y sin embargo, aquí estoy, en mi cama, viendo el mar desde un dormitorio amplio, luminoso, pintado en distintos tonos de gris, con los muebles necesarios y ni uno más. Me levanto de un salto, llena de energía y me dirijo al vestidor. Sí, vestidor. Es una pequeña habitación anexa, panelada con anaqueles y armarios donde teóricamente tendría que ir mi ropa, pero que realmente albergan los más variopintos adminículos, ya que mi guardarropa no precisa tanto espacio.
En lugar de tener salón comedor, decidí tener despacho biblioteca. Con mi enorme mesa escritorio cubierta de papeles, clips, bolígrafos y libretas rodeando la pantalla de mi ordenador. Y las paredes cubiertas con mis queridos libros, algunos ya baqueteados por los años y el uso y otros relucientes por lo nuevos.
Sobre la mesa de la cocina aún se encuentra el tablero donde monto mis puzzles, con el último que comencé anoche. Un paisaje en distintos tonos de azul, irritantemente complicado, que me encanta.
Hoy toca limpieza general, lo cual me hace sonreir. La ausencia de pasillos y recovecos hace que las tareas del hogar sean rápidas y sencillas. Y mi tendencia a la sobriedad en el adorno, también ayuda. No hay figuritas ni cuadros ni fotos. Sólo superficies útiles y mobiliario necesario.
Entreabro una ventana, para airear mientras limpio y se cuela en el interior el graznido de las gaviotas anunciando posiblemente la llegada de la lluvia. No importa, tengo mi colada a salvo, en el tendedero acristalado. Me encanta mi casa, mi hogar, el sitio en el que vivo y disfruto.
 
Reto 10 del año 2016 "Escribe sobre un recuerdo de tu niñez"

No sé cuántos años tenía cuando mis padres compraron el bote inflable. Sí recuerdo a mi padre, extendiéndolo en la habitación vacía de mi hermano, inflándolo con un inflador de pie. Era rojo y tenía dos remos blancos, plásticos. Mi padre lo inflaba y después lo bajaba para atarlo bien a la baca del coche, con tantas correas que ni Houdini podría haberse liberado. Cuando íbamos a la playa, a mí me gustaba ver, cuando podía, la sombra del coche con el bote encima, moviéndose sobre el asfalto.

Mi padre se encargaba de llevar el bote, eran las únicas veces en las que llevaba algo encima. Lo normal era que mi madre y mis hermanos nos repartiéramos las bolsas y toallas y fuéramos tras él, en fila india, hasta que decidía dónde apoltronarnos. Un poco como en las películas de Tarzán, con los porteadores tras el bwana.

Al principio se iban mis padres solos, muy muy lejos de la orilla y se tiraban al mar, allí a lo lejos. Pronto descubrí que lo hacían para poder quitarse el bañador en el agua y disfrutar así del mar. Era una época en la que no estaba bien visto el nudismo, entiéndeme.

Yo fui pocas veces en el bote. Me daban miedo las algas, esas filamentosas marrones que están ancladas en el lecho marino y que te acarician como si fueran dedos largos, helados y asquerosos. Mi padre insistía en que me tirara al mar, y yo que no, que no quería donde había algas. Así que dejé de ir con él y me quedaba en la orilla, tan pancha.

No recuerdo qué fue del bote.Sé que fue nuestro compañero de playa durante unos años, pero tanto su origen como su final están perdidos en mi memoria. No le eché mucho de menos, únicamente por mi padre, que parecía muy feliz bogando alejándose de la orilla.
 
Reto 11 del año 2016 : "Describe algo que has comido esta semana: los colores, texturas, sabores...."

Elijo cuidadosamente la naranja entre las que están dentro de la redecilla. Tomo la que más me llama la atención y siento el frescor de la fruta en la palma de la mano. Cierro la nevera y me siento a la mesa de la cocina. Pelo la fruta con la mano, nunca utilizo cuchillos. La razón es una costumbre que tengo y que me encanta: mordisquear "lo blanco" de la naranja, hasta dejar, en cada trozo de peladura, sólo la parte de color naranja. Las puntas de mis dedos se tiñen ligeramente de color a medida que voy pelando. A veces, veo saltar desde la piel diminutas gotitas que, por experiencia, sé que si alcanzan mis ojos producirán un gran escozor. Ya huele a naranja .

Acerco el primer trozo de peladura a mi boca, pero antes de que mis dientes escarben en ella, mi nariz se llena del olor dulce y picante de la fruta. Paseo mi lengua por el borde irregular de ese trozo de piel, notando un cierto amargor . Mordisqueo, arrancando esa capa blanca que me gusta a pesar de no encontrarle un sabor definido.

Cuando ya está totalmente pelada, la abro en dos, intentando no romper ningún gajo. Algunas gotas de zumo mojan mis dedos, que chupo, notando la mezcla del sabor dulce del zumo con el picante de la monda.

Separo un gajo y muerdo la mitad. Se producen en mi boca docenas de diminutas explosiones, que la llenan del zumo de la naranja. Mastico, notando la diferencia de texturas entre la suavidad lisa de la piel del gajo y la dureza y melosidad del interior. En mi boca, todo se mezcla, mi lengua recorre y remueve el trozo de gajo. Con un movimiento, trago y me meto el trozo restante del primer gajo de naranja. Su sabor no es tan intenso como el del anterior, nunca lo es, el primer bocado siempre es más delicioso. Sonriendo, separo el siguiente gajo y lo meto en la boca, como cuando era pequeña, dejando que la parte externa asome entre los labios, mostrando una extraña pero sabrosa sonrisa.

Mastico y trago, centrándome ya más en la tarea que tengo por delante que en paladear la fruta.
 
De mi bolsillo extraigo un pequeño sobre, como un azucarillo, pero su contenido son pequeños granos de color oscuro. Abro la cápsula y vacío su contenido dentro del sobre, mezclando el medicamento con los letales polvos oscuros

No entiendo ¿Qué granos oscuros son esos?
 

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