Reto 3 del 2016 "Empieza una historia con: Estoy de pie en mi cocina... Debe ser una historia de suspense
Estoy de pie en mi cocina, sintiendo el agua fría sobre mis manos. Parpadeo, siento como si acabara de despertar de un sueño. Por un momento me siento desorientada, perdida. Tardo unos segundos en darme cuenta de dónde estoy. Miro hacia abajo, a mis manos y mi corazón da un vuelco, para después empezar a latir con furia. El fregadero y mis manos están teñidos de rojo. Sangre.
Lo primero que hago es mover las manos, girándolas, buscando una herida que lo justifique. Pero a medida que el agua las limpia, mis manos aparecen totalmente intactas, sin corte alguno. Miro a los lados, buscando algún trozo de carne, pero sabiendo que no hay ningún alimento en casa que provoque semejante sangrado. Me quedo inmóvil, tratando de pensar en los últimos minutos y me doy cuenta de que no recuerdo nada desde el momento en que llegué de hacer la compra. No recuerdo haber guardado las cosas, ni siquiera haber abierto el grifo. ¿Qué ha pasado?
Doy un paso atrás, dejando que el agua del grifo se lleve los últimos rastros sanguinolentos. Gotas de agua caen desde las puntas de mis dedos al suelo. Me palpo la cabeza, quizás me haya dado un golpe que me dejara semi inconsciente o mareada, algo que justifique los minutos perdidos.
¿Minutos perdidos? Ni siquiera estoy segura de cuánto tiempo se ha borrado de mi cabeza. Busco con la mirada mi teléfono, para ver la hora y cuando lo veo, sobre la mesa de la cocina, me noto mareada. Mi teléfono está roto, hecho pedazos. Pero no sólo eso, sino que está sobre un pequeño charco de sangre. Dios mío, ¿qué ha pasado?
Empiezo a balancearme, no sé qué hacer, me cuesta pensar. Decido recorrer el piso, a ver si encuentro alguna pista de toda esta locura en la que parece que me he sumergido sin darme cuenta. El baño. Limpio, recogido, normal. El dormitorio extra, como siempre. La sala-despacho, con el ordenador apagado y las estanterías de los libros. La normalidad de todo me va tranquilizando, aunque sigo sin saber cómo ha llegado la sangre a mi móvil y a mis manos. Llego al dormitorio principal, abro la puerta... nada.
Está todo bien. La normalidad y el orden del piso parecen burlarse de mí. Me acerco a la puerta de la entrada, buscando manchas rojas de sangre en la manilla de la puerta o en el suelo del pasillo. Nada.
Vuelvo a la cocina, me siento en una silla justo ante lo que queda de mi teléfono móvil. En ese momento me doy cuenta de que el grifo aún sigue abierto, así que me vuelvo a levantar, lo cierro y vuelvo a observar el teléfono destrozado. La pantalla está hecha añicos, la carcasa rota y faltan pequeños fragmentos de plástico de los bordes. La sangre que ha goteado desde su interior es menos de la que me pareció a simple vista, cuando volví de mi extraño trance. Yo estoy bien, la casa está bien, no hay huellas ni manchas más que en mis manos, el fregadero y lo que queda de mi teléfono. Pero esa sangre ha salido de alguna parte. Yo no estoy herida. ¿De quién o de qué puede ser?
No sé cuánto tiempo he pasado así cuando suena el timbre de la puerta, haciendo que casi salte en la silla. Me dirijo hacia la puerta, para abrir, pensando si esa llamada tendrá algo que ver con lo que me está pasando. Abro y me encuentro con una pareja de policías. Dicen mi nombre y me preguntan si soy yo. Afirmo con la cabeza. En ese momento, uno de ellos me toma firmemente por el brazo y me dice que tengo que acompañarles hasta la comisaría. Les pregunto el motivo de ello y me dicen que lo sabré allí, al llegar.
Cojo mi bolso y voy con ellos. Noto las miradas de extrañeza de los vecinos con los que nos cruzamos en el breve trayecto hasta el coche policial. Voy con la cabeza baja y el rostro rojo de vergüenza. Nunca en mi vida habría imaginado verme en esta situación. Nunca.
Llegamos a la comisaría, los policías me escoltan hasta una sala interior que me recuerda a las de interrogatorios de las series americanas. Una tenue luz cenital, sobre una mesa y un par de sillas, atornilladas todas al suelo. Una puerta y nada más. Me invitan a sentarme, diciéndome que espere un instante. Se llevan mi bolso, asegurándome que más tarde me lo devolverán y que no pueden dejármelo "por las normas".
Me siento, apoyando las manos, una sobre otra, en la superficie de la mesa. Y me dispongo a esperar.
No entiendo nada. Jamás he tenido ningún enfrentamiento con nadie. Pago mis facturas nada más llegar. Y mis impuestos. No engaño ni hago trampas. Ni siquiera cruzo una calle si no tengo el semáforo de peatones en verde. Si no fuera por la sangre, estaría de lo más tranquila, pero esa sangre, mi teléfono... menos mal que no entraron en casa, porque no podría justificar el estado de mi móvil.
Pero algo ha tenido que suceder para que me trajeran aquí. Si no hubiera pasado nada, no estaría aquí sentada, sola, esperando no sé a quién o a qué. Aguzo el oído pero ningún sonido penetra en este cuarto tan austero. Intento relajarme un poco, respirando pausadamente, pero soy incapaz de bajar la velocidad de los latidos de mi corazón. Siento un leve hormigueo en mi mano izquierda, que se va extendiendo a lo largo de todo el brazo, hacia mi hombro. Separo las manos de la mesa y me froto el brazo izquierdo, intentando calmar la molestia. En ese momento, con mi corazón acelerado y mi piel hormigueante, se abre la puerta y entra un hombre, con una carpeta en la mano. Cielos, posiblemente esté soñando. Esa sería una solución lógica y explicaría todo, desde mi momento de lapsus hasta la sensación de estar zambullida en un episodio de Mentes criminales. Con una media sonrisa, pienso "ahora dejará caer la carpeta sobre la mesa, entre los dos, se sentará casi dejándose caer en la silla, abrirá la carpeta y me mostrará imágenes rocambolescas de algún cadáver, para ver mi reacción o pedirme explicaciones. Este episodio ya me lo he visto".
Nada más pensar en eso, el hombre deja caer la carpeta color manila sobre la mesa, entre los dos y se desploma en la silla, acodándose y entrelazando los dedos. Después de mirarla fijamente durante unos segundos, sin perder detalle de la media sonrisa que luce la cara de la mujer, el hombre abre la carpeta y gira el contenido de forma que ella pueda ver claramente la imagen, en primer plano, del cuerpo de un hombre, desmadejado, sobre un suelo de baldosas blancas y negras, con la cara convertida en pulpa a base de golpes.
Ella siente que su estómago se revuelve. La sonrisa se borra de su rostro, aspira una bocanada de aire con un sonido sordo, su brazo derecho frota con fuerza el izquierdo. Hace gesto de querer levantarse, boqueando. El hombre se levanta todo lo rápido que puede, para acercarse a ella, pero cuando llega a su lado, se da cuenta de que nada puede hacer por la mujer, su corazón se ha parado.
Una vez conseguida la orden pertinente, entran en el domicilio de la fallecida. Sobre la mesa de la cocina encuentran el móvil, destrozado a causa de los golpes. Faltan algunos fragmentos de la carcasa de plástico, que han de comprobar si se corresponden con los hallados entre los coágulos sanguinolentos de la cara de la víctima. No encuentran nada más, sólo rastros de sangre en la cañería del fregadero, el resto de la vivienda está "limpia".
Al estudiar lo que queda del teléfono confirman que ha sido el arma utilizada para machacar la cara del asesinado. Sólo tiene huellas de la mujer. Todo parece estar claro: ella le atacó por sorpresa, le dejó atontado con un primer golpe inesperado y lo remató de forma encarnizada, con una violencia que parecía totalmente ajena a la mujer que se llevaron a comisaría.
Encontraron la ropa manchada de sangre en uno de los contenedores cercanos a su casa. Es decir, que tuvo la sangre fría de ir a casa, cambiarse de ropa, tirar la manchada y volver como si nada. Y sin embargo, no se deshizo del teléfono. Es más, nadie, ni una sola persona de todas las que interrogaron, la creía capaz de un acto de violencia, de nada ilegal y mucho menos de quitar una vida. Tampoco aclaraba mucho las cosas el hecho de no encontrar ninguna relación entre víctima y asesina, salvo el hecho de que ella le mató, aparentemente sin motivo alguno.
La gente del barrio ha presentado en comisaría un escrito exigiendo una investigación pormenorizada de los hechos. No creen, incluso con las pruebas encontradas, que ella haya hecho semejante cosa. Ni una sola persona que la haya conocido tiene la menor duda de su inocencia. Es la primera vez que ocurre una cosa así.
Con motivo de calmar los ánimos y por orden de las autoridades locales, se inicia una exhaustiva investigación sobre la mujer. No se encuentra nada que dé a entender que sea un peligro ni para ella ni para nadie más. Al contrario. Estudian, pues, la vida de la víctima, hablan con familiares, vecinos y amigos. Una vida normal, con actividades normales, un par de multas de tráfico y nadie ha visto nunca a la mujer con él.
A medida que pasa el tiempo, sólo las familias mantienen el recuerdo de lo que ha pasado, sin saber el motivo de lo ocurrido unos y sin creer la culpabilidad de la mujer los otros. Un misterio que corroe sus mentes y que hace que pasen noches enteras intentando encontrar algo lógico en lo sucedido, una alternativa, una razón...
En otra ciudad, a unos cientos de kilómetros de allí, una mujer joven está quieta, como sonámbula, de pie, en su cocina, con las manos bajo el chorro de agua fría del grifo, que arrastra la sangre que las mancha. De repente, la mujer parpadea, como despertando. Se siente desorientada, perdida, tarda unos segundos en darse cuenta de dónde está, baja su mirada hacia sus manos.....
Estoy de pie en mi cocina, sintiendo el agua fría sobre mis manos. Parpadeo, siento como si acabara de despertar de un sueño. Por un momento me siento desorientada, perdida. Tardo unos segundos en darme cuenta de dónde estoy. Miro hacia abajo, a mis manos y mi corazón da un vuelco, para después empezar a latir con furia. El fregadero y mis manos están teñidos de rojo. Sangre.
Lo primero que hago es mover las manos, girándolas, buscando una herida que lo justifique. Pero a medida que el agua las limpia, mis manos aparecen totalmente intactas, sin corte alguno. Miro a los lados, buscando algún trozo de carne, pero sabiendo que no hay ningún alimento en casa que provoque semejante sangrado. Me quedo inmóvil, tratando de pensar en los últimos minutos y me doy cuenta de que no recuerdo nada desde el momento en que llegué de hacer la compra. No recuerdo haber guardado las cosas, ni siquiera haber abierto el grifo. ¿Qué ha pasado?
Doy un paso atrás, dejando que el agua del grifo se lleve los últimos rastros sanguinolentos. Gotas de agua caen desde las puntas de mis dedos al suelo. Me palpo la cabeza, quizás me haya dado un golpe que me dejara semi inconsciente o mareada, algo que justifique los minutos perdidos.
¿Minutos perdidos? Ni siquiera estoy segura de cuánto tiempo se ha borrado de mi cabeza. Busco con la mirada mi teléfono, para ver la hora y cuando lo veo, sobre la mesa de la cocina, me noto mareada. Mi teléfono está roto, hecho pedazos. Pero no sólo eso, sino que está sobre un pequeño charco de sangre. Dios mío, ¿qué ha pasado?
Empiezo a balancearme, no sé qué hacer, me cuesta pensar. Decido recorrer el piso, a ver si encuentro alguna pista de toda esta locura en la que parece que me he sumergido sin darme cuenta. El baño. Limpio, recogido, normal. El dormitorio extra, como siempre. La sala-despacho, con el ordenador apagado y las estanterías de los libros. La normalidad de todo me va tranquilizando, aunque sigo sin saber cómo ha llegado la sangre a mi móvil y a mis manos. Llego al dormitorio principal, abro la puerta... nada.
Está todo bien. La normalidad y el orden del piso parecen burlarse de mí. Me acerco a la puerta de la entrada, buscando manchas rojas de sangre en la manilla de la puerta o en el suelo del pasillo. Nada.
Vuelvo a la cocina, me siento en una silla justo ante lo que queda de mi teléfono móvil. En ese momento me doy cuenta de que el grifo aún sigue abierto, así que me vuelvo a levantar, lo cierro y vuelvo a observar el teléfono destrozado. La pantalla está hecha añicos, la carcasa rota y faltan pequeños fragmentos de plástico de los bordes. La sangre que ha goteado desde su interior es menos de la que me pareció a simple vista, cuando volví de mi extraño trance. Yo estoy bien, la casa está bien, no hay huellas ni manchas más que en mis manos, el fregadero y lo que queda de mi teléfono. Pero esa sangre ha salido de alguna parte. Yo no estoy herida. ¿De quién o de qué puede ser?
No sé cuánto tiempo he pasado así cuando suena el timbre de la puerta, haciendo que casi salte en la silla. Me dirijo hacia la puerta, para abrir, pensando si esa llamada tendrá algo que ver con lo que me está pasando. Abro y me encuentro con una pareja de policías. Dicen mi nombre y me preguntan si soy yo. Afirmo con la cabeza. En ese momento, uno de ellos me toma firmemente por el brazo y me dice que tengo que acompañarles hasta la comisaría. Les pregunto el motivo de ello y me dicen que lo sabré allí, al llegar.
Cojo mi bolso y voy con ellos. Noto las miradas de extrañeza de los vecinos con los que nos cruzamos en el breve trayecto hasta el coche policial. Voy con la cabeza baja y el rostro rojo de vergüenza. Nunca en mi vida habría imaginado verme en esta situación. Nunca.
Llegamos a la comisaría, los policías me escoltan hasta una sala interior que me recuerda a las de interrogatorios de las series americanas. Una tenue luz cenital, sobre una mesa y un par de sillas, atornilladas todas al suelo. Una puerta y nada más. Me invitan a sentarme, diciéndome que espere un instante. Se llevan mi bolso, asegurándome que más tarde me lo devolverán y que no pueden dejármelo "por las normas".
Me siento, apoyando las manos, una sobre otra, en la superficie de la mesa. Y me dispongo a esperar.
No entiendo nada. Jamás he tenido ningún enfrentamiento con nadie. Pago mis facturas nada más llegar. Y mis impuestos. No engaño ni hago trampas. Ni siquiera cruzo una calle si no tengo el semáforo de peatones en verde. Si no fuera por la sangre, estaría de lo más tranquila, pero esa sangre, mi teléfono... menos mal que no entraron en casa, porque no podría justificar el estado de mi móvil.
Pero algo ha tenido que suceder para que me trajeran aquí. Si no hubiera pasado nada, no estaría aquí sentada, sola, esperando no sé a quién o a qué. Aguzo el oído pero ningún sonido penetra en este cuarto tan austero. Intento relajarme un poco, respirando pausadamente, pero soy incapaz de bajar la velocidad de los latidos de mi corazón. Siento un leve hormigueo en mi mano izquierda, que se va extendiendo a lo largo de todo el brazo, hacia mi hombro. Separo las manos de la mesa y me froto el brazo izquierdo, intentando calmar la molestia. En ese momento, con mi corazón acelerado y mi piel hormigueante, se abre la puerta y entra un hombre, con una carpeta en la mano. Cielos, posiblemente esté soñando. Esa sería una solución lógica y explicaría todo, desde mi momento de lapsus hasta la sensación de estar zambullida en un episodio de Mentes criminales. Con una media sonrisa, pienso "ahora dejará caer la carpeta sobre la mesa, entre los dos, se sentará casi dejándose caer en la silla, abrirá la carpeta y me mostrará imágenes rocambolescas de algún cadáver, para ver mi reacción o pedirme explicaciones. Este episodio ya me lo he visto".
Nada más pensar en eso, el hombre deja caer la carpeta color manila sobre la mesa, entre los dos y se desploma en la silla, acodándose y entrelazando los dedos. Después de mirarla fijamente durante unos segundos, sin perder detalle de la media sonrisa que luce la cara de la mujer, el hombre abre la carpeta y gira el contenido de forma que ella pueda ver claramente la imagen, en primer plano, del cuerpo de un hombre, desmadejado, sobre un suelo de baldosas blancas y negras, con la cara convertida en pulpa a base de golpes.
Ella siente que su estómago se revuelve. La sonrisa se borra de su rostro, aspira una bocanada de aire con un sonido sordo, su brazo derecho frota con fuerza el izquierdo. Hace gesto de querer levantarse, boqueando. El hombre se levanta todo lo rápido que puede, para acercarse a ella, pero cuando llega a su lado, se da cuenta de que nada puede hacer por la mujer, su corazón se ha parado.
Una vez conseguida la orden pertinente, entran en el domicilio de la fallecida. Sobre la mesa de la cocina encuentran el móvil, destrozado a causa de los golpes. Faltan algunos fragmentos de la carcasa de plástico, que han de comprobar si se corresponden con los hallados entre los coágulos sanguinolentos de la cara de la víctima. No encuentran nada más, sólo rastros de sangre en la cañería del fregadero, el resto de la vivienda está "limpia".
Al estudiar lo que queda del teléfono confirman que ha sido el arma utilizada para machacar la cara del asesinado. Sólo tiene huellas de la mujer. Todo parece estar claro: ella le atacó por sorpresa, le dejó atontado con un primer golpe inesperado y lo remató de forma encarnizada, con una violencia que parecía totalmente ajena a la mujer que se llevaron a comisaría.
Encontraron la ropa manchada de sangre en uno de los contenedores cercanos a su casa. Es decir, que tuvo la sangre fría de ir a casa, cambiarse de ropa, tirar la manchada y volver como si nada. Y sin embargo, no se deshizo del teléfono. Es más, nadie, ni una sola persona de todas las que interrogaron, la creía capaz de un acto de violencia, de nada ilegal y mucho menos de quitar una vida. Tampoco aclaraba mucho las cosas el hecho de no encontrar ninguna relación entre víctima y asesina, salvo el hecho de que ella le mató, aparentemente sin motivo alguno.
La gente del barrio ha presentado en comisaría un escrito exigiendo una investigación pormenorizada de los hechos. No creen, incluso con las pruebas encontradas, que ella haya hecho semejante cosa. Ni una sola persona que la haya conocido tiene la menor duda de su inocencia. Es la primera vez que ocurre una cosa así.
Con motivo de calmar los ánimos y por orden de las autoridades locales, se inicia una exhaustiva investigación sobre la mujer. No se encuentra nada que dé a entender que sea un peligro ni para ella ni para nadie más. Al contrario. Estudian, pues, la vida de la víctima, hablan con familiares, vecinos y amigos. Una vida normal, con actividades normales, un par de multas de tráfico y nadie ha visto nunca a la mujer con él.
A medida que pasa el tiempo, sólo las familias mantienen el recuerdo de lo que ha pasado, sin saber el motivo de lo ocurrido unos y sin creer la culpabilidad de la mujer los otros. Un misterio que corroe sus mentes y que hace que pasen noches enteras intentando encontrar algo lógico en lo sucedido, una alternativa, una razón...
En otra ciudad, a unos cientos de kilómetros de allí, una mujer joven está quieta, como sonámbula, de pie, en su cocina, con las manos bajo el chorro de agua fría del grifo, que arrastra la sangre que las mancha. De repente, la mujer parpadea, como despertando. Se siente desorientada, perdida, tarda unos segundos en darse cuenta de dónde está, baja su mirada hacia sus manos.....