Las cosas de orni

Hojas muertas


Estoy sentada en el banco del parque. Mi banco, el de madera desgastada y descolorida, el que tiene marcas de navaja en las tablas de los asientos, como si fuera un libro de visitas. Desde aquí y aun estando de espaldas a la casa, siento la mirada de mi madre, la noto de una forma casi física, intentando tirar de mí hacia ella.

Miro las hojas caídas en el suelo. Me encanta la tonalidad de las hojas. Me gustan más que cuando refulgen verdes en las ramas. Claro que la primavera es hermosa en colores, claro que los almendros en flor son una maravilla, pero yo no tengo más primaveras. Me queda el otoño, nada más. Y casi lo prefiero así. Siempre me ha gustado el colorido del otoño, la temperatura, los cambios en el ambiente, el contraste entre los días, unos aún cálidos y otros ventosos y grises. Todos los años me siento en el parque cuando caen las hojas y las veo revolotear casi a ras de suelo para quedar atrapadas por un pequeño charco o enlazadas a algún arbusto, o simplemente posadas en la hierba. Y todos los años veo como las amontonan, con rastrillos, las apilan y se las llevan. Pero siempre queda alguna atrás, una hoja tardía que cae después de la recogida, o una hoja impertinente que se resiste a despegarse del suelo. En mis días buenos, pienso que esas hojas son como luchadoras independientes que pelean y consiguen permanecer donde quieren, aferradas a toda costa a su sitio. En los días malos recuerdo que sólo son hojas muertas, que se pudrirán y desaparecerán, simplemente eso.

Afortunadamente los días malos apenas hacen acto de presencia. No puedo permitirme ese derroche, ya he perdido demasiados días peleando con la realidad, pensando en la cantidad de cosas que no viviré, que no veré, que no sentiré. No más cumpleaños, no veré crecer a mi sobrina, ni envejecer a mis padres, ni veré el último episodio de mi serie favorita... al principio pensaba en todas esas cosas y lloraba y me ponía fatal. Pero me di cuenta de que si podía hacer cosas, vivir cosas, sentir cosas. La vida, una vez aceptado el hecho de que me quedaba poco tiempo, adquirió más intensidad. Puedo saborear un paseo por la orilla del mar, sentir los granitos de arena en la planta de los pies, oler el picante y salado perfume del agua, notar los ligeros embates de las olas en mis piernas, helándolas. Puedo disfrutar una puesta de sol, ver la magia que hay en el crepúsculo. Las cosas, las personas, los animales, las relaciones, todo parece más real ante la propia muerte.

Cuando el tercer especialista me confirmó el diagnóstico, me enfrenté al dilema de elegir entre calidad y duración. Elegí la calidad, prefiero pasar este tiempo, hasta casi el final, disfrutando y no alargar mi vida a costa de pasar la mayor parte del tiempo internada en el hospital o medio ida.
Me gustaría hacérselo entender a los demás. Me gustaría hacerles entender que me siento más viva que nunca, con más ganas que nunca, aun cuando ya he aceptado lo que ocurrirá. Pero ellos, inconscientemente, ya me han matado. Ya estoy muerta, incluso para mi madre, ahí, en la ventana, mirándome mirar las hojas muertas. Ella sí piensa en el después, y no se da cuenta de que pensando en el después se está perdiendo el ahora.

Me gustaría poder entrar en casa como hacía antes, con los ojos brillantes por el aire frío, las mejillas y la nariz coloradas y las manos heladas, casi insensibles y proponer para mañana un picnic, ir todos juntos a asar pollo y chorizos y salchichas en la parrilla de piedra que hay en el monte, con mantas, cojines viejos y ganas de charlar y disfrutar el estar juntos.

Podría hacerlo, pero no sería lo mismo. Se esfuerzan en hacer como si nada ocurriera y son esos esfuerzos los que hacen evidente que sí ocurre algo. Nadie me lleva la contraria, nadie se enfada conmigo, nadie me manda recoger la mesa tras la comida, o fregar los platos y vasos. Ya no se oyen voces alegres o malhumoradas, no hay risas ni música en casa, sólo susurros.

Así que aquí estoy, esperando la llegada de la noche, en mi banco, en el parque, viendo cómo recogen las hojas caídas durante el día. Es la última vez y al mismo tiempo es la primera. Mamá ya no está en la ventana, no siento su mirada atravesarme, llamarme. Supongo que en unos minutos aparecerá con algún abrigo o una bufanda e intentará convencerme para que entre y no coja frío. Y yo la complaceré, en parte porque sé que el cuidarme así la hace sentir mejor, y en parte porque ya se han llevado las hojas, el parque ha quedado desnudo, como los árboles, salvo un par de hojas resistentes al rastrillo, que adornan con su tono otoñal el verdor de la hierba.

Me siento bien, en paz. Oigo pasos que se acercan, mi madre con un chal de lana. Le sonrío y veo cómo intenta forzar una sonrisa que parezca natural y tape las lágrimas, la impotencia y el desconsuelo que lleva por dentro. Soy una hoja a punto de caer, nada más. Una hoja muerta, que dejará su sitio a otras en el futuro, verdes brillantes y vibrantes. Pero aún estoy unida al árbol, de forma precaria, eso sí. Aún puedo disfrutar del paisaje y de mi caída.

Me dejo abrazar y guiar hacia dentro de la casa iluminada.
 
Moneda

Lo vio acercarse corriendo todo lo que sus piernecitas daban de sí, el gorro de lana calado sobre las orejas, sus mejillas sonrojadas y los ojos brillantes del frío y de la ilusión. Llevaba sus manos cubiertas por unos guantes a juego con la gorra, cruzadas sobre el pecho, apretando algo contra su cuerpecillo. Una sonrisa tensaba sus labios hasta límites casi insospechados. Había visto esa escena, con sus distintas variantes, cientos o miles de veces, pero jamás me cansaba de ver el proceso. Cuando llegó a la puerta, se detuvo casi con brusquedad, esperó unos segundos, en quietud reverente antes de entrar en la tienda. Su mirada parecía querer abarcar todo el espacio al mismo tiempo. Con pasos temblorosos, comenzó a recorrer las distintas vitrinas donde se colocaban las cajas de dulces. Se tomó su tiempo, era una decisión complicada, quedarse con sólo una opción de entre los cientos que ofrecía el establecimiento.

Se quitó un guante, con cuidado de no tirar la moneda que había estado protegiendo con tanto ahínco y se dispuso a la delicada tarea de retirar un caramelo gigantesco del tarro donde se encontraban dichos dulces. Una vez cogido, su cara por un momento pareció envejecer, dejándome entrever el adulto que, con el paso de los años, se iría apoderando de la frescura, ilusión y alegría de la niñez. Un instante difícil el de darse cuenta de que para poder llevarse el caramelo, tendría que renunciar a la moneda. El niño prevaleció, como siempre y, acercándose a regañadientes, dejó la moneda sobre el mostrador, esperó a que yo la recogiera y, con una sonrisa de despedida, se lanzó de nuevo a la calle, el guante olvidado sobresaliendo del bolsillo del abrigo y la boca abierta, expectante, paladeando ya el dulce sabor azucarado de su primera compra.
 
Beso

Cierro los ojos, no porque no quiera verte, sino para sentir con más intensidad la emoción de la anticipación, el breve momento previo en que sé lo que va a suceder. Giro la cabeza y acerco mis labios a los tuyos, hasta llegar a rozarlos. Dibujo el contorno de tu boca, de un lado a otro, acariciándola y sintiéndola suave bajo el roce de mis labios. Me detengo en el centro de los tuyos, presionando suavemente y entreabriendo los míos, moviendo mi cabeza en una suave negación con la que intento entreabrir tu boca. La punta de mi lengua se acerca y te toca con timidez. Me permites la entrada, pero antes deseo aprisionar tu labio inferior entre los míos, un suave tirón de carne tibia. Ahora es el momento, el momento de conocer tu sabor, el tacto de tu lengua con la mía, y en ese instante, en que estamos dentro el uno del otro, mis labios se tensan como en una sonrisa, y , saboreándote, dibujan tu nombre sobre tu boca...
 
Cosas de la aldea. Prólogo

Cuando era muy pequeña, casi un bebé, estuve muy enferma, al borde de la muerte. Sobreviví y mis padres acordaron que pasara un mes de verano en la aldea, en la casa de un hermano de mi madre, para recuperarme. Y así se inició la costumbre de que yo pasara un mes de verano allí.

Esa aldea tenía forma de rectángulo casi perfecto. En la base, estarían las casas, pegadas una a otra, en perfecta hilera. Unas más grandes, otras más pequeñas, pero todas juntas. En el lado izquierdo, la carretera. Pero con tanta suerte que había un desnivel bastante pronunciado, con lo que los coches no eran un peligro para nadie, pasaban a cosa de un metro de altura. En el otro lado, el monte. Delante de la hilera de las casas, un pequeño prado, con una hilera de hórreos con sus correspondientes escalones de piedra, un hórreo por cada casa. Y detrás de los hórreos, los corrales con gallinas, conejos y una enorme cuadra de piedra donde estaban los bueyes.

Por cierto, los bueyes eran los únicos animales que me daban miedo por entonces :)

Pasaba esas cuatro semanas con mi tío, mi tía y mi primo. Mi primo fumaba y conducía, lo que para mí le convertía en "muy mayor". Y Boby. Han pasado muchas décadas desde entonces, pero aún ahora, cuando recuerdo a Boby, sonrío y tengo ganas de llorar al mismo tiempo.

Boby era un "can de palleiro", un perro mestizo. El mejor del mundo. Se dejaba montar por los niños, tirar de las orejas, atar pequeños cestos para hacer de burro de carga.... sin una queja. Y sin escapar. Tenía una especie de sexto sentido para con mi tío. Cuando llegaba la hora de que él llegara, Boby se iba derechito al lugar donde paraba el autobús y esperaba pacientemente sentado, a que mi tío se bajara. Lo curioso del caso es que mi tío no siempre llegaba a la misma hora, pero Boby no fallaba. En cuanto se levantaba y salía hacia la carretera, mi tía empezaba a preparar la mesa para la cena.

Por aquel tiempo, en las casas de las aldeas no había cuartos de baño. Para asearse, se cogía agua caliente del depósito que tenía la cocina de leña, y se lavaba uno en una tina grande. Y para las evacuaciones, sólidas o líquidas, había un pequeño cuarto, diminuto, con un banco de madera pulida que tenía una tapa en medio. Levantando la tapa, quedaba al descubierto un agujero. Pues una se sentaba y hacía lo que tenía que hacer ahí, después tapaba el agujero y listo.

Tampoco había lavadoras. Casi todas las casas tenían un pilón para lavar la ropa. Y en cada aldea había un pilón comunitario, enorme, para quienes no tuvieran en casa o para quienes simplemente prefirieran lavar en compañía mientras se chismorreaba o se cantaba algo.

Muchas tardes calurosas de verano, nos quitábamos la ropa y nos metíamos en el agua fría del pilón, chapoteando y riendo sin parar. Otras veces, íbamos a la caza de renacuajos por los alrededores.

La casa de mis tíos era de dos alturas. La entrada principal tenía un pequeño patio delantero, con el pilón de lavar a un lado y una pequeña reja de hierro forjado, donde yo solía auparme y columpiarme a un lado y otro. Entrando, tenías el acceso a la cocina a un lado, y las escaleras y un pequeño salón a otro. Y la puerta trasera, que daba a un corral cerrado en piedra donde dejaban campar a sus anchas a los cerdos durante el día. Por la noche, los metían en la cuadra, que también estaba en el primer piso de la casa.

En el piso de arriba, los dormitorios y la letrina.

Con viñas sobre ambas entradas, no hay ni que decirlo :)

Tampoco había nevera. Lo que sí había era un enooooorme arcón lleno de sal, donde se guardaba la carne en salazón. Era tan grande, que, de estar vacío, podríamos meternos unos cuantos chiquillos dentro, sin problema de espacio.

Había agua, porque años antes, entre todos los habitantes de la aldea, se hizo una canalización desde la mina de agua hasta cada casa, atravesando caminos y montes. Un agua fresca, aun en pleno verano. Transparente y deliciosa.

Cada mañana, llegaba la furgoneta del panadero y dejaba una bolla de pan, con su "moño" correspondiente y una pequeña bollita tierna para mi bocadillo. De vez en cuando, también pasaba la furgoneta del pescado.

Supongo que a estas alturas del siglo XXI puede parecer algo terrible vivir en esas condiciones. Para nada. Era lo que había, lo que siempre se había conocido. De hecho, era mejor, porque la época del hambre había pasado y quien más y quien menos, todos tenían para comer. Después, con el paso de los años, todo se fue modernizando, por supuesto. Pero por entonces, no había ni electrodomésticos, ni alcantarillado, ni televisores.... Y yo, que venía de "la ciudad", no echaba de menos para nada ninguna de esas supuestas comodidades.
 

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Cosas de la aldea. Prólogo

Cuando era muy pequeña, casi un bebé, estuve muy enferma, al borde de la muerte. Sobreviví y mis padres acordaron que pasara un mes de verano en la aldea, en la casa de un hermano de mi madre, para recuperarme. Y así se inició la costumbre de que yo pasara un mes de verano allí.

Esa aldea tenía forma de rectángulo casi perfecto. En la base, estarían las casas, pegadas una a otra, en perfecta hilera. Unas más grandes, otras más pequeñas, pero todas juntas. En el lado izquierdo, la carretera. Pero con tanta suerte que había un desnivel bastante pronunciado, con lo que los coches no eran un peligro para nadie, pasaban a cosa de un metro de altura. En el otro lado, el monte. Delante de la hilera de las casas, un pequeño prado, con una hilera de hórreos con sus correspondientes escalones de piedra, un hórreo por cada casa. Y detrás de los hórreos, los corrales con gallinas, conejos y una enorme cuadra de piedra donde estaban los bueyes.

Por cierto, los bueyes eran los únicos animales que me daban miedo por entonces :)

Pasaba esas cuatro semanas con mi tío, mi tía y mi primo. Mi primo fumaba y conducía, lo que para mí le convertía en "muy mayor". Y Boby. Han pasado muchas décadas desde entonces, pero aún ahora, cuando recuerdo a Boby, sonrío y tengo ganas de llorar al mismo tiempo.

Boby era un "can de palleiro", un perro mestizo. El mejor del mundo. Se dejaba montar por los niños, tirar de las orejas, atar pequeños cestos para hacer de burro de carga.... sin una queja. Y sin escapar. Tenía una especie de sexto sentido para con mi tío. Cuando llegaba la hora de que él llegara, Boby se iba derechito al lugar donde paraba el autobús y esperaba pacientemente sentado, a que mi tío se bajara. Lo curioso del caso es que mi tío no siempre llegaba a la misma hora, pero Boby no fallaba. En cuanto se levantaba y salía hacia la carretera, mi tía empezaba a preparar la mesa para la cena.

Por aquel tiempo, en las casas de las aldeas no había cuartos de baño. Para asearse, se cogía agua caliente del depósito que tenía la cocina de leña, y se lavaba uno en una tina grande. Y para las evacuaciones, sólidas o líquidas, había un pequeño cuarto, diminuto, con un banco de madera pulida que tenía una tapa en medio. Levantando la tapa, quedaba al descubierto un agujero. Pues una se sentaba y hacía lo que tenía que hacer ahí, después tapaba el agujero y listo.

Tampoco había lavadoras. Casi todas las casas tenían un pilón para lavar la ropa. Y en cada aldea había un pilón comunitario, enorme, para quienes no tuvieran en casa o para quienes simplemente prefirieran lavar en compañía mientras se chismorreaba o se cantaba algo.

Muchas tardes calurosas de verano, nos quitábamos la ropa y nos metíamos en el agua fría del pilón, chapoteando y riendo sin parar. Otras veces, íbamos a la caza de renacuajos por los alrededores.

La casa de mis tíos era de dos alturas. La entrada principal tenía un pequeño patio delantero, con el pilón de lavar a un lado y una pequeña reja de hierro forjado, donde yo solía auparme y columpiarme a un lado y otro. Entrando, tenías el acceso a la cocina a un lado, y las escaleras y un pequeño salón a otro. Y la puerta trasera, que daba a un corral cerrado en piedra donde dejaban campar a sus anchas a los cerdos durante el día. Por la noche, los metían en la cuadra, que también estaba en el primer piso de la casa.

En el piso de arriba, los dormitorios y la letrina.

Con viñas sobre ambas entradas, no hay ni que decirlo :)

Tampoco había nevera. Lo que sí había era un enooooorme arcón lleno de sal, donde se guardaba la carne en salazón. Era tan grande, que, de estar vacío, podríamos meternos unos cuantos chiquillos dentro, sin problema de espacio.

Había agua, porque años antes, entre todos los habitantes de la aldea, se hizo una canalización desde la mina de agua hasta cada casa, atravesando caminos y montes. Un agua fresca, aun en pleno verano. Transparente y deliciosa.

Cada mañana, llegaba la furgoneta del panadero y dejaba una bolla de pan, con su "moño" correspondiente y una pequeña bollita tierna para mi bocadillo. De vez en cuando, también pasaba la furgoneta del pescado.

Supongo que a estas alturas del siglo XXI puede parecer algo terrible vivir en esas condiciones. Para nada. Era lo que había, lo que siempre se había conocido. De hecho, era mejor, porque la época del hambre había pasado y quien más y quien menos, todos tenían para comer. Después, con el paso de los años, todo se fue modernizando, por supuesto. Pero por entonces, no había ni electrodomésticos, ni alcantarillado, ni televisores.... Y yo, que venía de "la ciudad", no echaba de menos para nada ninguna de esas supuestas comodidades.
Me encanta todo lo que cuentas, sigue !
Estos relatos y descripción de la aldea son entrañables.
 
La aldea. Parte 1

Era costumbre en mi familia pasar los domingos en la aldea mientras vivió mi abuela. Madrugábamos y nos subíamos al coche, mis padres, mis hermanos y yo. Lo pasaba fatal, porque me mareaba y el hecho de que mi padre fumara sin parar (y sin dejarnos abrir una ventanilla) no ayudaba demasiado. Resultado: parada técnica para vomitar. Después, ya iba todo mejor.

La primera parada era la casa de mi abuela. Estaba en una aldea a unos tres kilómetros de la casa de mis tíos. La pequeña casita, cuadrada, estaba casi en el borde de la carretera. Y siempre, siempre, mi abuela en la puerta, esperándonos.

Era una mujer menuda, la recuerdo muy pequeñita, frágil incluso desde el punto de vista de la niña que era. Siempre vestida de luto eterno, desde la cabeza, con el pañuelo bien anudado en la cabeza, hasta los pies, siempre embutidos en cálidas y cómodas zapatillas. Sólo una vez la vi sin pañuelo y me sorprendió ver que ocultaba una larga trenza plateada, que enrollaba sobre sí misma, como si fuera un moño, bajo él.

No sabía leer ni escribir, nunca fue a la escuela. Se pasó gran parte de su vida intentando alimentar a su seis hijos, soportando las palizas de su marido, al que echó de casa cuando intentó pegar a uno de los niños. Una mujer, como tantas otras, que trabajaba en lo que saliera, con tal de poder llevar un trozo de pan a casa. Y eso, cuando había suerte. Al ir creciendo, sus hijos fueron encontrando trabajo y dándole parte de su jornal y la vida le fue, desde entonces, algo más llevadera. No recuerdo que me diera besos, nunca. Me abrazaba, con fuerza y después me daba, a escondidas de mi madre, tazones de café "de pota". Lo preparaba a la vieja usanza, echándole un tizón a rojo vivo dentro y colándolo con un colador de tela, que en sus orígenes era blanco pero que el uso teñía de marrón.

Un día mi madre nos pilló. Puso el grito en el cielo, por supuesto. Yo debía tener por entonces unos siete años y ya llevaba varios tomándome mi tazón de café negro dominical. La bronca fue tal, que desde entonces no he vuelto a tomar café.

Mi abuela siempre tenía que estar haciendo algo. Cocinar, pelar patatas o desgranar (debullar) guisantes, habas, maíz... A veces cosía, otras veces, las menos, tocaba la pandereta y canturreaba. Su cara estaba prematuramente llena de arrugas. Era como un mapa de su vida, sus luchas, sus preocupaciones, sus logros. Era feliz teniendo gente en casa. O fuera, sentados en sillas o pequeños bancos, contando historias.

Antes dije que mi abuela no había ido a la escuela. Pero era lista, muy lista. Y trabajadora. Y buena persona. Mi madre tampoco fue a la escuela, se puso a trabajar a los ocho años. También es muy lista. Aprendió a leer y escribir fijándose en cómo lo hacían los demás. ¿Y sabes? No me sentiría más orgullosa de ellas si tuvieran las paredes llenas de diplomas y reconocimientos académicos. Son luchadoras, las mujeres de esas generaciones.

Después de estar con la abuela, íbamos a comer a casa de mis tíos. Siempre el mismo menú; en invierno, cocido y en verano, pollo con patatas. Todo "de casa", por supuesto. Yo salía a jugar con los otros niños, hasta que me llamaban porque nos teníamos que volver.

El mes de septiembre del año que cumplí nueve, murió mi abuela, en su casa, rodeada del amor de sus hijos y en paz. Muy joven de edad pero muy gastada por la vida. Su corazón se fue debilitando poco a poco hasta que se paró. Ese hecho fue el fin de muchas cosas y el principio de otras.



 
Historias

Todo el mundo conoce las meigas, a Santa Compaña, Fendetestas, etc. En las aldeas, en los corrillos de las mujeres, a veces se canta, a veces se cotillea y a veces se cuentan historias. Estas últimas son las más interesantes, porque siempre tienen un fondo misterioso o casi diría que místico. Durante mi vida, he pasado bastante tiempo viviendo en distintas localidades gallegas. Y, desde chiquilla, aprendí el arte de hacerme invisible, quedándome quieta y callada a un lado, o en una esquina o sentada en la penumbra si era de noche. Y así pude escuchar historias. Contadas por mujeres mientras hacían trabajos juntas, o por hombres, en las largas noches en que, tras la vendimia, se reunían unos cuantos vecinos alrededor del alambique donde se destilaba la caña (orujo).

Si a alguien le empezaban a enfermar los animales o incluso se le moría alguno, enseguida se hablaba, bajando la voz, de cierta mujer que echaba el mal de ojo. De las hierbas que había que recoger para proteger tu casa o de los regalos que había que hacerle a la meiga para que lo quitara.

Había una anciana que sabía quién iba a morir. Decía que veía la procesión, con el cura delante, portando la cruz de plata y el ataúd detrás, portado por los hombres de la familia. La gente solía evitar encontrarse con ella, como si trajera mala suerte o algo así. Un día se cruzó con mi madre, la cogió del brazo y la apartó a un lado. Después le dijo que le había apartado porque estaba a punto de pasar un entierro y ella estaba en medio.

Se hablaba también de lobos. Grandes lobos que atrapaban a los niños que entraban en el bosque cuando caía la noche. Y que no volvían jamás, ni se encontraba ni rastro de ellos.

Ese no era el único peligro que corrían los niños en las aldeas. Cuando era época de matanza o cuando alguien estaba a punto de morir, se enviaban a los niños fuera de casa, junto a un familiar o un vecino. Se hacía para que no "cogieran el aire" del muerto. Viene siendo algo así como que, el espíritu del animal o persona que muere, si hay un niño cerca, se le mete dentro. Y si coges un aire, puedes morir.

Pues bien, yo cogí un aire, cuando tenía un año de edad. Mi abuela paterna estaba muriéndose y mi madre iba a visitarla todas las tardes. Me llevaba con ella porque no tenía con quién dejarme. Y un día, casi llegando a su casa, empecé a llorar y decir que no, que no, que no. Mi madre se desvió algo del camino y me dejó con mis padrinos. Fue a ver a su suegra y le dijeron que posiblemente no pasaría de esa noche. Volvió a por mí, fuimos a casa y, efectivamente, esa noche mi abuela murió. Y cuenta mi madre que yo cogí un aire de mi abuela (cosa sorprendente porque no estaba en la casa en la que ella murió, lo cual debería haberme mantenido a salvo, según la creencia popular). Al parecer, dejé de comer y dormir desde esa noche. Mi cuerpo iba menguando a medida que mis ojeras (y las de mis padres) iban aumentando. Y a grandes males, grandes remedios.

Sí, me hicieron un exorcismo. Suena peor de lo que es. Bueno, yo no me acuerdo de nada de eso, pero tal como lo cuentan mis padres, no es para tanto. No hay vómito verde ni giré la cabeza 360 grados. Simplemente dejé de comer y dormir.

Me llevaron a una pequeña iglesia, donde explicaron mi caso al cura que ya era conocido por quitar aires (dicho así suena un poco escatológico, ¿verdad?). El cura les dijo a mis padres que tenían que volver conmigo y con una muda completa de ropa para mí pues la ropa que yo llevara puesta durante el proceso debería ser tirada a un río después de haberme quitado el aire de mi abuela. Y así lo hicieron. El exorcismo en sí, fue simplemente recitar una oración, echarme agua bendita y que me cambiaran la ropa. Mis padres me aseguran que desde entonces, volví a dormir y comer con normalidad. ¿Haberlas haylas? Pues no sé.

En las charlas de las mujeres, se trataban todo tipo de temas y descubrí un mundo de peligros. Sí. Tener la menstruación parecía peligrosísimo. No podías comer plátanos, ni lentejas. No podías cuidar las plantas, porque se morían, incluso si sólo las regabas. No podías fregar ni bañarte, porque si te mojabas, la sangre de la regla te subía a la cabeza y te morías. Sí, sé que este tipo de cosas puede resultar risible, pero ellas creían firmemente en que eso era así.

Pero no todas las historias que contaban eran tan... truculentas. Contaban historias de cuando eran jóvenes e iban a los bailes. Pasaban el día trabajando, iban a casa, se lavaban y se ponían su ropa de salir (por entonces no había mucha elección, tenían la ropa de trabajar y la de los domingos o de salir, poco más) y los zuecos. Los zapatos los llevaban en una caja o en una bolsa. Iban en grupo, amigas y hermanas. A veces tenían que caminar bastantes kilómetros para llegar al campo de la fiesta, pero era la diversión que tenían. Poco antes de llegar, se cambiaban el calzado, dejando los zuecos al pie de un árbol o en algún otro sitio fácil de recordar, e iban a bailar y cantar. La fiesta se acababa cuando lo decidían el cura o la Guardia Civil. Y sin rechistar.

Había otras fiestas que no eran las patronales. A veces, después de juntarse varios vecinos para recoger o sembrar algo, se montaba una especie de cena improvisada, cada uno llevaba algo de su casa y se reunían todos fuera, cansados pero felices, bebiendo, comiendo y riendo. E indefectiblemente se acababa cantando canciones que en su momento yo no entendía del todo, porque era demasiado inocente para determinada retranca.

Una vida tranquila, marcada por los trabajos de cada estación.


 
Charcos de lluvia


Estoy sentada frente al ordenador. Disfrutando el silencio y la soledad, barajando en mi cabeza posibilidades con las que pasar el tiempo que tengo por delante. Me encanta la sensación de tener horas y horas por delante de tiempo que llenar con, exactamente, lo que me dé la gana de hacer. Es, en sí, un lujo.

Y de repente, noto que la luz ha cambiado. Es imposible que me haya pasado horas pasmando. Veo el reloj y, efectivamente, sólo han transcurrido unos minutos. Me levanto y me acerco a la puerta ventana. Y veo que, efectivamente, ya no brilla el sol. La luz es, ahora, de un dorado oscuro. El aire parece más espeso. Me asomo y veo el cielo cubierto de nubes oscuras, pesadas y puede que para algunas personas, amenazadoras. Huele a ozono. Tormenta.

Recuerdo las tormentas en mi ciudad natal, cuando iba casi corriendo al puerto deportivo o me sentaba en el murete en la calle de atrás, para ver el mar gris, erizado y con motas blancas de espuma. Si miraba hacia el horizonte, el mar y el cielo parecían uno, ambos del mismo color.

Empiezan a caer goterones pesados de lluvia. De los que sientes cómo golpean cuando caen con viento sobre tu cara. Me encanta esa sensación, sobre todo después de tantos días de calor agobiante.

Bajo la vista hacia la calle, vacía. Un coche pasa a lo lejos y nada más. La gente no sale con la tormenta.

Es mi tiempo. Para hacer lo que quiera, lo que me apetezca. Giro la cabeza y veo el cruce. Y eso es lo que me decide.

Me pongo unos zapatos, cojo las llaves de casa y salgo. En los pocos minutos que han pasado, los goterones dispersos se han convertido en una lluvia copiosa.

Dudo por última vez antes de salir por el portal hacia la acera. Pero decido seguir adelante. Camino hacia el cruce, apenas media docena de pasos y ya estoy. Me paro ahí, en medio de la acera y levanto la cara hacia el cielo. Saco la lengua y noto un par de gotas de lluvia caer sobre ella. Me echo a reír, no sólo por la sensación casi olvidada, de la infancia, sino por el absurdo pensamiento de que si es lluvia ácida me hará agujeros en la lengua.

Mi estúpido pensamiento, el imaginar el aspecto que tendré ahí, con la camiseta pegándoseme a la piel, mechones de pelo en mis mejillas y la lengua fuera, todo me hace reír aún con más fuerza.

Si algún vecino se asomara en ese momento, me tomaría por loca. Pero es mi tiempo, me pertenece y es lo que deseo hacer. Disfrutar de la lluvia, por fuera y por dentro.

Las calles antes secas se cubren ahora del brillo de la lluvia y los baches se rellenan con las gotas que caen. Mientras veo cómo se van formando varios charcos en la carretera, la lluvia amaina hasta caer con dulzura, casi acariciante.

Estoy empapada. Noto la ropa pegada a la piel, fría, húmeda, incómoda. Noto mis zapatos encharcados, al mover los dedos de mis pies hay como un leve chapoteo. Bien, zapatos húmedos y grandes.

Miro a un lado y a otro. Sigue sin haber nadie. Bajo de la acera a la carretera, al charco más cercano. Es como un espejo, o al menos lo sería si las gotas no provocaran salpicaduras en su superficie. Recuerdo de pequeña que a veces me quedaba mirándolos, intentando ver el fondo del charco sin lograrlo nunca. Y pensaba que era posible que alguna vez, cuando saltara sobre uno de ellos, en lugar de salpicar, lo que haría sería caer y caer y caer en un charco sin fondo.

Así que en honor a mi niñez, junto mis piernas y salto en medio del charco una y otra vez, salpicando sin parar y riendo, mientras el agua de la lluvia corre por mis mejillas, se escurre desde mi pelo por mi cuello y me cosquillea por la espalda.

El sonido de un motor acercándose hace que vuelva a la acera. Voy caminando hacia el portal del edificio, sintiendo el chapoteo de mis pies dentro de los zapatos a cada paso. Veo, con una cierta dosis de alegría, que en medio del paso de cebra hay otro charco que poder saltar, al menos una vez. Y lo hago.

Dejo un rastro de humedad por el portal. Al entrar en casa voy directamente a mi dormitorio, donde me despojo de toda mi ropa, no sin cierta dificultad debido a lo húmedas que están las prendas. Las recojo en un hatillo y las llevo al cuarto de la lavadora. Me meto en la ducha, entrando en calor con esta otra lluvia, cálida y reconfortante.

Tras secarme y vestirme, vuelvo a sentarme frente al ordenador, pensando las distintas posibilidades que tengo para pasar el tiempo. Hay una taza de cacao sobre la mesa. Otro de los pequeños placeres de la vida, sentir cómo se expande por dentro del cuerpo el primer sorbo de la bebida caliente, cómo va conquistando, hacia las extremidades, cada recoveco del cuerpo.

Fuera, ya no llueve. Sólo quedan los charcos y la atmósfera fresca. La luz ha vuelto a cambiar, a aligerarse y hacerse más brillante. Las nubes oscuras han desaparecido y retazos de azul asoman entre ellas.
 
Cosas de la aldea. Tareas

Pasaba casi todo el día fuera, jugando, pero también tenía algunas responsabilidades, muy pocas, dirigidas más bien a hacerme sentir útil que a ayudar. Aparte de dejar mi habitación recogida y la cama más o menos hecha, tenía dos trabajos diarios que cumplir. Uno era recoger los huevos. Acompañaba a mi tía hasta el gallinero y mientras ella ponía agua, alguna verdura o algo de maíz en comederos y bebederos, yo recogía los huevos de los nidos. Literalmente. Mi tía, que me conocía muy bien, tenía bastantes dudas sobre la supervivencia de los huevos en caso de tener que llevarlos yo hasta la casa. Así que los iba recogiendo con mucho cuidado, uno a uno y se los daba. Ella los metía en los bolsillos de su mandil y jamás vi que se le rompiera ni uno.

Mi otra tarea era la que más me gustaba. Al caer la noche, cuando empezaban a aparecer las primeras estrellas, mi tía me daba una lechera de un litro y me mandaba a por la leche. Me acompañaba Boby, aunque a mí no me daba ningún miedo el camino. No tenía que salir a la carretera, simplemente ir hasta donde estaban los gallineros y seguir unos pocos metros un caminito que desembocaba en el patio de la casa de la señora Emilia.

La casa de la señora Emilia era una "casa de ricos". No porque tuvieran mucho dinero o más comodidades que los demás. De hecho, eran como cualquier otro vecino del lugar. La casa era mucho más grande, eso sí. Se les llamaba los ricos porque tenían muchas tierras de labranza y muchos animales, así que en su familia no se pasó nunca hambre, que era la medida de la riqueza a comienzos del siglo pasado. Y así quedó la fama, de casa de ricos. Eso sí, trabajaban como los que más, de sol a sol, saliendo con los carros y los aperos a los campos y cuidando las ovejas, gallinas, conejos, vacas y bueyes.

Ordeñaban las vacas y dejaban la leche al borde de la carretera, en cántaras metálicas que me parecían enormes, para que el camión lechero las recogiera por la mañana temprano. Y también vendían leche a los vecinos que no tenían vacas, como a mi tía.

Boby se quedaba esperando en el camino, nunca entraba ni en el patio. Yo iba tan contenta con mi cantarilla, la señora Emilia me veía por la ventana de la cocina y me gritaba que entrara. Las puertas de las casas sólo se cerraban cuando los habitantes se iban a dormir, el resto del tiempo estaban abiertas.

Si tenía suerte y aún estaban ordeñando, la señora Emilia me daba un vaso y me señalaba con la cabeza los establos (qué raro se me hace llamarles establos en lugar de cortes). Allí estaba uno de sus dos hijos ordeñando. Yo me quedaba en la entrada, él cogía el vaso y ordeñaba en él, directamente. Una vez el vaso estaba lleno, me lo daba y se quedaba mirando cómo me bebía la leche. Supongo que le haría gracia ver la expresión de mi cara, porque jamás he bebido nada tan rico en mi vida. Y sí, habrá quien lea esto y se lleve las manos a la cabeza por haber bebido leche directamente de la vaca, sin hervir, sin pasteurizar, sin farrapos de gaitas.... pero aquí estoy, sonriendo al recordar el sabor de la leche tibia, cremosa y espesa. No hacía falta azúcar ni cascarilla ni café ni nada, tal cual. Después de un mes de tomar leche "de verdad", me costaba habituarme a la comprada, que era la que consumimos en casa.

Y allá me volvía yo con mi cantarilla llena de leche, caminando más despacio para no hacer un fiasco, a pesar de estar bien tapada. Regresábamos Boby y yo a la casa, con el sonido de los grillos como banda sonora.

Lo primero que hacía mi tía era poner la leche en el hervidor y en la cocina de leña, para hervirla. Mientras, lavaba la lecherita para tenerla lista para la noche siguiente. Cuando la leche hervía, la ponía en una esquina de la cocina. Se formaba en la superficie una gruesa capa de nata, que ella cogía con una cuchara y ponía sobre una rodaja de pan, espolvoreaba un poco de azúcar y se la comía. Era su pequeño gran vicio y lo disfrutaba muchísimo, casi tanto como yo mi vaso de leche de vaca "de verdad".
 
Cosas de la aldea. Tareas

Pasaba casi todo el día fuera, jugando, pero también tenía algunas responsabilidades, muy pocas, dirigidas más bien a hacerme sentir útil que a ayudar. Aparte de dejar mi habitación recogida y la cama más o menos hecha, tenía dos trabajos diarios que cumplir. Uno era recoger los huevos. Acompañaba a mi tía hasta el gallinero y mientras ella ponía agua, alguna verdura o algo de maíz en comederos y bebederos, yo recogía los huevos de los nidos. Literalmente. Mi tía, que me conocía muy bien, tenía bastantes dudas sobre la supervivencia de los huevos en caso de tener que llevarlos yo hasta la casa. Así que los iba recogiendo con mucho cuidado, uno a uno y se los daba. Ella los metía en los bolsillos de su mandil y jamás vi que se le rompiera ni uno.

Mi otra tarea era la que más me gustaba. Al caer la noche, cuando empezaban a aparecer las primeras estrellas, mi tía me daba una lechera de un litro y me mandaba a por la leche. Me acompañaba Boby, aunque a mí no me daba ningún miedo el camino. No tenía que salir a la carretera, simplemente ir hasta donde estaban los gallineros y seguir unos pocos metros un caminito que desembocaba en el patio de la casa de la señora Emilia.

La casa de la señora Emilia era una "casa de ricos". No porque tuvieran mucho dinero o más comodidades que los demás. De hecho, eran como cualquier otro vecino del lugar. La casa era mucho más grande, eso sí. Se les llamaba los ricos porque tenían muchas tierras de labranza y muchos animales, así que en su familia no se pasó nunca hambre, que era la medida de la riqueza a comienzos del siglo pasado. Y así quedó la fama, de casa de ricos. Eso sí, trabajaban como los que más, de sol a sol, saliendo con los carros y los aperos a los campos y cuidando las ovejas, gallinas, conejos, vacas y bueyes.

Ordeñaban las vacas y dejaban la leche al borde de la carretera, en cántaras metálicas que me parecían enormes, para que el camión lechero las recogiera por la mañana temprano. Y también vendían leche a los vecinos que no tenían vacas, como a mi tía.

Boby se quedaba esperando en el camino, nunca entraba ni en el patio. Yo iba tan contenta con mi cantarilla, la señora Emilia me veía por la ventana de la cocina y me gritaba que entrara. Las puertas de las casas sólo se cerraban cuando los habitantes se iban a dormir, el resto del tiempo estaban abiertas.

Si tenía suerte y aún estaban ordeñando, la señora Emilia me daba un vaso y me señalaba con la cabeza los establos (qué raro se me hace llamarles establos en lugar de cortes). Allí estaba uno de sus dos hijos ordeñando. Yo me quedaba en la entrada, él cogía el vaso y ordeñaba en él, directamente. Una vez el vaso estaba lleno, me lo daba y se quedaba mirando cómo me bebía la leche. Supongo que le haría gracia ver la expresión de mi cara, porque jamás he bebido nada tan rico en mi vida. Y sí, habrá quien lea esto y se lleve las manos a la cabeza por haber bebido leche directamente de la vaca, sin hervir, sin pasteurizar, sin farrapos de gaitas.... pero aquí estoy, sonriendo al recordar el sabor de la leche tibia, cremosa y espesa. No hacía falta azúcar ni cascarilla ni café ni nada, tal cual. Después de un mes de tomar leche "de verdad", me costaba habituarme a la comprada, que era la que consumimos en casa.

Y allá me volvía yo con mi cantarilla llena de leche, caminando más despacio para no hacer un fiasco, a pesar de estar bien tapada. Regresábamos Boby y yo a la casa, con el sonido de los grillos como banda sonora.

Lo primero que hacía mi tía era poner la leche en el hervidor y en la cocina de leña, para hervirla. Mientras, lavaba la lecherita para tenerla lista para la noche siguiente. Cuando la leche hervía, la ponía en una esquina de la cocina. Se formaba en la superficie una gruesa capa de nata, que ella cogía con una cuchara y ponía sobre una rodaja de pan, espolvoreaba un poco de azúcar y se la comía. Era su pequeño gran vicio y lo disfrutaba muchísimo, casi tanto como yo mi vaso de leche de vaca "de verdad".
Ay pri.... Parece que cuentas mi infancia en vez de la tuya.
Yo soy de aldea marinera, ahora un festin de berberechos y almejas es de "ricos", pero mi abuela siempre nos contaba que en la epoca de la guerra civil las familias pobres pobres comían los moliscos y por la noche entrerraban las conchas en la huerta para que los vecinos no supieran las penurias que pasaban. Siempre me quedó grabada esta historia...
Por cierto, el bocata de nata con azúcar era mi merienda favorita...., solo le gabana el bocata de chocolate valor, pero esa era solo los sábados...
 
Ay pri.... Parece que cuentas mi infancia en vez de la tuya.
Yo soy de aldea marinera, ahora un festin de berberechos y almejas es de "ricos", pero mi abuela siempre nos contaba que en la epoca de la guerra civil las familias pobres pobres comían los moliscos y por la noche entrerraban las conchas en la huerta para que los vecinos no supieran las penurias que pasaban. Siempre me quedó grabada esta historia...
Por cierto, el bocata de nata con azúcar era mi merienda favorita...., solo le gabana el bocata de chocolate valor, pero esa era solo los sábados...
Yo recuerdo de pequeña ir a una playita cerca de casa y después de bañarnos y chapotear lo indecible, ponernos mis padres, mis hermanos y yo a coger almejas, rastrillando la arena húmeda con las manos y escaramujos de las rocas. Y llevábamos la cena a casa :)

Nunca llegué a probar el bocadillo de nata, creo que era algo a lo que mi tía no podía resistirse, se veía que lo disfrutaba muchísimo.

A nuestros abuelos les tocó vivir una época muy dura. Es una generación que yo admiro muchísimo, porque a pesar de todo lo que tuvieron que vivir, siempre había un hueco para una risa, para una canción, para aprovechar lo poquito bueno que les ofrecía la vida. Y el orgullo de sacar a sus familias adelante, contra todas las adversidades.

Esta noite hai foliada, esta noite hai serán... cuando le puse la canción a mi madre, se le llenaron los ojos de lágrimas, recordando a mi abuela, que era pandereteira, la canción se la recordó, cuando algunas tardes se reunían vecinas y tocaban las panderetas y cantaban y bailaban y tenían un rato de diversión y risas.
 

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