Las cosas de orni

Uno un poco saladito para el fin de semana...

Control

Este es el momento que llevo esperando desde hace mucho. Desde mucho antes que se cruzaran nuestras miradas, que empezara el juego de la caza, en el que tú te creías cazador y me veías como una presa.

Pero ahora soy yo quien tiene el control. Toda esa fanfarronería, esa seguridad, esa chulería desplegada durante el supuesto cortejo se ha desvanecido a medida que te quitabas la ropa. Y ahora lo tienes claro, mando yo.

Ahora, justo ahora, el momento exacto. Sé, cuando te miro a los ojos, que en el fondo aún crees tener una mínima posibilidad de control. Pero esto, este movimiento, te va a aclarar las cosas, chico.

Así que aprieto, húmeda y cálida, mientras, a horcajadas, me deslizo arriba y abajo, sintiendo ese grato cosquilleo del roce de la piel contra la piel, ahí, entre nosotros. Ese simple gesto, esa presión, hace que la rendición sea incondicional.

Sonrío, me siento generosa. Ha sido divertido, así que te permitiré disfrutar tú también. Y, mirándote fijamente a los ojos, empiezo a moverme de nuevo...
 
Oscuridad


No estoy loco. Creo. No lo sé. Creo que no lo estoy, al menos. Puedo llevar una vida normal, no tengo ideas ni comportamientos extraños. Así que puedo estar razonablemente seguro de no estar loco. Es sólo que si dejara de pasar...

Recuerdo exactamente cuándo sucedió. Mi mujer y los niños se habían ido por la tarde, adelantando unos días las vacaciones. Yo iría más adelante, un imprevisto en el trabajo me impedía ir con ellos. Pero también significaba más dinero, así que...

Me resultó extraño el silencio. Ni la televisión, ni los niños parloteando, ni el olor de algo borboteando en la cocina. Penumbra, silencio, quietud.

Fui directamente al frigorífico, donde cogí una cerveza y, con ella en la mano, me dejé caer en el sofá, ante el televisor anómalomente apagado. Bebí con lentitud, disfrutando la tranquilidad.

Después me metí en la ducha durante lo que me parecieron horas. Salí relajado, dispuesto a dormir toda la noche del tirón.

Y así estaba, dormido, cuando comenzó. Pasé de un profundo sueño a la vigilia más alerta, sentándome de golpe en la cama. Había escuchado, con total claridad, una voz. Muy cerca, como si me hablara al oído o casi como si estuviera dentro de mi cabeza. Y eso era imposible, estaba solo en casa.

Sentía mi corazón golpeándome el pecho, miré hacia los lados, asustado. Me levanté, sin pensar, encendiendo la luz al mismo tiempo. Nada. Nadie. Recorrí la casa. Lo mismo. Vacía y oscura, como era normal.

Volví a la cama, racionalmente tranquilizado, aunque mi cuerpo aún notaba el sobresalto. Busqué motivos lógicos: un sueño, el sonido de un televisor de los vecinos, mi subconsciente recordando lo ocurrido ese día en el trabajo...

Con la luz apagada, me dejé llevar por el sueño. Me costó, no estaba totalmente relajado, estaba medio al acecho, esperando de nuevo el sonido. Y al mismo tiempo trataba de recordar la voz, las palabras y era incapaz. Como si no hubiera sucedido.

Tras unos instantes volví a quedar dormido y esta vez nada perturbó mi sueño hasta que sonó el despertador al día siguiente. Tuve un momento de extrañeza al despertar en la cama vacía y notar el vacío del piso, pero enseguida me puse en marcha.

El día transcurrió con normalidad. Al regresar a casa ya no sentí la sorpresa de encontrarla vacía. Es curiosa la rapidez con que uno se acostumbra a las nuevas situaciones.

Volví al frigorífico y cogí otra cerveza, que bebí relajadamente sentado, al tiempo que repasaba lo ocurrido durante mi jornada y hacía planes para el día siguiente. Sería mi último día solo, iría directamente del trabajo a la casa que habíamos alquilado en la playa.

Otra ducha larga y relajante, canturreando bajo los hilos de agua caliente. Y de nuevo, en cama, dispuesto a dormir la noche entera.

El incidente de la noche anterior se había borrado de mi mente, pero volvió a resurgir cuando, por segunda noche consecutiva, una voz me despertó. No recuerdo si era una voz de hombre o mujer, ni qué me decía, sólo era una voz que me despertaba.

El sobresalto fue menor que la primera vez. Encendí la luz, me quedé quieto, respirando pausadamente y alerta a los sonidos. Sólo escuchaba el sonido apagado del tráfico nocturno. Sabía que no había nadie en casa, pero aún así, me levanté y la recorrí. Nadie, por supuesto.

Me costó más conciliar el sueño, no paraba de darle vueltas a lo ocurrido. No encontraba una explicación lógica para que me sucediera lo mismo dos noches seguidas. Bueno, sí, tal vez el cansancio y el estrés acumulados durante los últimos meses. No sé.

Dormí. No tan profundamente como la noche anterior. Nada más sonar el despertador, me levanté y seguí mi rutina en solitario.

Todo fue según lo previsto, mi viaje hasta la playa transcurrió sin incidentes y me encontré, unas horas después de acabar mi jornada laboral, con casi un mes entero por delante para disfrutar con mi familia.

Confieso que esa noche me acosté pensando en la voz. Bueno, en la voz no porque no la recordaba, pero sí me pregunté si me volvería a despertar. Si mi mujer también la escucharía. Decidí no decirle nada y esperar a ver qué ocurría.

Y no ocurrió nada, por supuesto. Pasamos una noche de perfecto descanso... hasta que nos despertaron los niños, claro.

Fueron unas vacaciones tranquilas, con risas, con enfados, con momentos buenos y malos, con helados, conchas, baños en el mar, paseos en barca e infructuosas horas de pesca.

La vuelta a casa, al colegio, al trabajo, a la rutina, nos costó un poco, a todos.

Y de repente, hace una semana, volvió a ocurrir. Estaba durmiendo, profundamente y me despertó una voz. Una voz que no era la de mi mujer. Volví a sentarme de golpe en la cama, despertándola. Me preguntó qué pasaba, se lo dije y me contestó que seguramente estaba soñando, que volviera a dormir, que ella no había escuchado nada.

Me acosté y permanecí despierto un largo rato hasta que me venció el sueño. Pasé el día siguiente pensativo, dando vueltas a lo ocurrido.

Pero cuando se repitió lo mismo la noche siguiente, y la siguiente, la preocupación apareció en la cara de mi mujer. Sugirió ir al médico. ¿A qué? ¿A decirle que una voz, de la que nunca recuerdo nada, me despierta cada noche? Suena a locura. No, nada de médicos.

Intenté permanecer despierto toda la noche, pero no ocurrió más que acumulé más cansancio al que ya sentía.

Ya no me sobresalto al despertar, es algo que ya espero. Lo que me mantiene al borde de la locura no es escuchar una voz, sino no recordar nada de ella. Me obsesiona saber qué me dice, tal vez si lo llegara a saber, lograría que desapareciera. Quiero saberlo, necesito saberlo. Pero no sé qué hacer, cómo averiguarlo. Si mi sueño no es profundo, no aparece. Y si mi sueño es profundo, se borra de mi memoria nada más despertar.

Mi vida sigue igual. Las únicas evidencias de mi estado son las ojeras que poco a poco, se van oscureciendo bajo mis ojos. Pero es algo que puede pasarle a todo el mundo, una época de dormir mal.

Le he mentido a mi mujer. Le he dicho que ya no escucho la voz. Y así he logrado borrar el velo de preocupación que había tras su expresión forzadamente relajada. Todo vuelve a ser como antes. Todo, menos yo.

No estoy loco. Los locos escuchan voces que les dicen que hagan cosas, que les incitan a hacer cosas malas o perturbadoras. Mi voz se limita a despertarme. Simplemente, me despierto. Y eso no es de locos, ¿verdad?.

Esta noche voy a empezar un diario, anotando la hora en que me despierto y todos los datos que puedan formar parte de un estudio, para poder hallar la forma de saber en qué momento me despertaré y así, estar alerta e intentar atrapar ese sonido. He pensado incluso grabar una noche entera, para ver si queda reflejado. Haré gráficos y aproximaciones, buscaré pautas repetitivas. Y al final, lo lograré, lograré saber lo que me dice la voz. Lograré no olvidarla.


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Llego a casa, sin ánimo para nada. Dejo el bolso sobre una silla, sin más. Sólo me recibe la penumbra. No hay sonidos, ni luces, ni asomo de vida. Los niños pasan unos días con mis padres, mientras yo arreglo las cosas aquí.

Me siento emocionalmente agotada. Ingresar a mi marido en el centro mental ha sido lo más difícil y duro que he hecho en la vida. Más duro incluso que el momento en que llegué a casa y me lo encontré, babeante, balanceándose adelante y atrás, la mirada fija en algún punto frente a él, murmurando "la voz, la voz, no estoy loco, la voz".

Los psiquiatras han tratado de ser lo más positivos posible. Pero aún así pude leer en sus ojos que hay pocas posibilidades de que mi marido pueda volver a ser lo que era, como era. Su mente ha cambiado, su personalidad ha cambiado. Lo único que me consuela, muy levemente, es que parece no percatarse de lo que sucede a su alrededor, está como inmerso en un mundo propio y sólo repite una y otra vez su mantra, ininterrumpidamente.

Voy a la cocina, abro el frigorífico. No he comido nada en todo el día, que pasé del hospital a su trabajo, al mío, papeleos y trámites y miradas de compasión por todas partes. Pero no tengo hambre.

En el fondo de uno de los estantes hay una cerveza. Quizás sea buena idea, me ayudará a dormir. La cojo y voy al salón, me dejo caer en el sofá frente al televisor y la bebo despacio, arrugando un poco la nariz ante el amargor que me deja en la boca.

Después me doy una ducha, larga, intentando que el agua se lleve por el sumidero los pensamientos, las preocupaciones. Estoy agradablemente mareada. Creo que podré dormir toda la noche. Y si no, están las píldoras que me recetaron tan amablemente los médicos de mi marido.

Me espera por delante una etapa dura, tirando adelante de mis hijos, mi hogar, mi marido o más bien lo que queda de él. Pero esta noche voy a dormir y descansar, mañana tengo muchas más cosas que hacer y arreglar, tengo que aprovechar el mareíllo tonto de la cerveza.

Me meto en la cama, cierro los ojos y ni me entero de cuándo me quedo dormida. Un sueño profundo, reparador, justo lo que necesito. Pero de repente, de una forma tan inesperada y aterradora que hace que dé un salto, escucho una voz que me despierta...
 
Castidad


Tres días. Tres largos, enormes, eternos días de tortura. Sintiéndola cerca, oliéndola, a veces incluso rozándola, escuchando el tintineo de su risa al ver en qué estado me pone con tanta facilidad.

A veces pienso que es cruel y creo odiarla. A veces pienso que es cruel y la adoro por ello. Me mira como se estudia un especimen bajo la lente de un microscopio, atenta a mis gestos, a veces pinchándome buscando una reacción.

Me pone a prueba cada minuto que está cerca. Y su recuerdo me aguijonea el resto del tiempo. Y yo debo seguir aguantando. Al principio por orgullo, después por cabezonería, siempre por su expreso deseo.

Me duele. Empiezo a tener que luchar contra mi mente además de contra mi cuerpo. Mi mente dice que no pasa nada, que me rinda, que me deje llevar, que es una tontería, que no tiene sentido, que...

Pero ella lo ha pedido y ella lo tendrá. Porque así es como debe ser. Porque así es como lo quiere. Y lo que ella quiere, es lo que quiero yo. No, no lo quiero, ¿cómo puede alguien querer esto? Pero aquí estoy, aguantando, el deseo, el dolor físico y mental. Sus juegos. Sus torturas. Sus caricias llevándome al límite y su voz prohibiéndome el desahogo del placer. Una y otra vez. Sus llamadas, las palabras deslizándose hasta mi cerebro, encendiéndome. Y mi mano que se dirige a mi entrepierna, mientras pienso en lo fácil, rápido y glorioso que sería hacerlo. Pero no, quieto, ella no lo quiere, no lo permite.

Se ríe, se muestra juguetona, divertida, sabe que sufro, sabe lo que estoy pasando, lo disfruta. Suyo es. Suyo soy. Y lo quiere todo. Mi cuerpo y mi mente. Quiere que me cueste más. Y se lo estoy dando. Siento que me muero de ganas, de dolor, de ansia, pero se lo estoy dando.

Suena el teléfono. Gimo. Ella. Volverá a excitarme aún más. No sé si lo podré soportar. Tres días de excitación casi constante, sin dejarme llegar al final. Me preparo para aguantar. Aprieto la tecla de contestar y escucho atento. Puedo oír su sonrisa mientras me susurra "ya".
 
Salida nocturna


Menos mal que me queda poco para llegar a casa. Estoy deseando quitarme esta ropa absurda y lavarme la cara, que siento pegajosa y mugrienta.

Nunca debí haberme dejado convencer, nunca. Tiempo y dinero malgastados. Si mi madre no se hubiera puesto de su parte, me habría quedado en casa, como siempre, tranquila, leyendo en cama tan ricamente. Pero sé que le preocupa el que no tenga vida social, que no salga como las otras chicas y cuando mis amigas me prepararon la encerrona delante de ella, al ver su mirada ilusionada no pude negarme.

Así que un par de horas después volvieron a aparecer, preparadas para salir de marcha. Traían bolsas con ropa que me iban a prestar ("Nada de esos trapos aburridos, hoy te pondremos guapa nosotras") y con lo que me parecieron docenas de frascos y potingues.

Yo estaba duchada y limpia, pero cuando acabaron conmigo me sentía sucia e incómoda. Cremas y coloretes y lápiz de labios y perfiladores y rizadores de pestañas y cosas en el pelo... Me sentía como una muñeca con la que mis amigas jugaban a vestirse.

La ropa era demasiado atrevida para mi gusto, pero, tal como dijeron ellas y corroboró mi madre, hoy en día todas se vestían igual para salir, una faldita un poco corta, por encima de las rodillas, un jersey ajustado y zapatos con un poco de tacón (mi martirio).

Empecé a pensar que no era buena idea salir, pero ya era demasiado tarde, después de las molestias que se habían tomado, sería demasiado fuerte que me quedara en casa.

Apenas me reconocí en el espejo. Hasta mi mirada parecía cambiada, influída por toda la parafernalia que llevaba encima. Me dijeron que estaba "más mona". Mona me ví, sí, pero no en el mismo sentido que ellas.

Salimos, las cinco, hacia la zona de vinos de la ciudad. Ellas parecían moverse como por su casa, de lo familiares que eran todos los establecimientos. Para mí era terreno desconocido. En la primera parada, pidieron una bebida de nombre estrafalario. Yo pedí un refresco, sin más. Enseguida empezaron a revolotear muchachos alrededor. Supongo que yo emitía una especie de vibración negativa, porque ninguno me habló directamente, todos iban a por mis amigas, cosa que agradecí. Me parecía estúpida la forma de abordarlas, hablando de los signos de zodíaco o de los avatares de las redes sociales. Menuda tontería.

Los zapatos empezaban a molestarme. Eché un vistazo rápido al reloj. Sólo llevábamos ahí quince minutos. El tiempo no parecía pasar. Fuimos a otro local. Otra vez la misma historia, quedarnos en un rincón bebiendo algo y esperando a que unos muchachos se acercaran, o a que los del local anterior nos siguieran. Una pérdida de tiempo, la mayor parte de ellos estaban medio borrachos o medio puestos de algo o simplemente eran idiotas. Pero ellas lo pasaban genial y yo tenía puesta en la cara la mejor versión que podía de mi "sonrisa social forzada".

Parecía un bucle sin fin, hasta que uno de los muchachos en uno de los locales sugirió ir a la discoteca cercana. Ahí aproveché yo para susurrarle a una de mis amigas que no iba, que los zapatos me estaban matando y que me volvía a casa. No hacía falta que me acompañaran, ya volvía yo solita, no pasaba nada.

Más pendientes de no perder la posibilidad de ligoteo que de otra cosa, prácticamente no se opusieron a mi idea. Ya había perdido bastante tiempo de mi vida en esto de salir y estaba totalmente resuelta a volver a casa.

Así que apreté los dientes y me eché a caminar hacia casa. Y aquí estoy, doliéndome los pies a cada paso, sintiendo en mi piel el olor a cigarrillos y perfumes y cosméticos varios. Incómoda en este disfraz, deseando poder volver a ser yo.

Hago un repaso mental de la noche. He gastado el equivalente a dos novelas de bolsillo en bebidas que no me apetecía demasiado tomar, pero que me vi obligada a pedir para socializar. Mis pies tendrán ampollas, si no alguna herida ya. Mi pelo está estropajoso por la gomina y la laca que le han puesto y se ha alborotado hasta parecer un nido de cigüeñas. Al llegar tendré que irme derecha a la ducha, para quitarme todo el pringue que llevo encima.

Por otro lado, he cumplido para una buena temporada, he hecho feliz a mi madre y mis amigas después de esta experiencia no volverán a invitarme a salir con ellas, se han dado cuenta de que este estilo de vida no es para mí, que prefiero escuchar sus relatos exageradamente divertidos antes que vivir la experiencia con ellas.

Ya casi estoy, unos cien metros más o menos, pero me parecen cien kilómetros, con este dolor de pies. Si no hubiera la posibilidad de pisar una lata o un trozo de vidrio, me descalzaría e iría así hasta casa. Pero no quiero empeorar las cosas.

Ya veo mi calle a lo lejos cuando de repente noto que alguien me coge del brazo. Mi primer pensamiento es que una de mis amigas ha decidido volver conmigo, pero por otra parte, no es muy normal que me aborde cuando casi he llegado. Me giro con una mirada interrogante y veo que quien me ha cogido del brazo es uno de los muchachos que se nos acercaron en un local.

"Te crees muy señorita para hablar con nosotros, ¿verdad?. Te vistes y te pintas como una putilla barata, como una calientapollas pero lo único que das es esa mirada fría, como si fuéramos bichos molestos".

"No, te equivocas, yo.."

"Cállate" y en ese momento siento un mazazo en mi sien izquierda. Me ha golpeado con algo. Me mareo. Miro a un lado y otro pero no hay nadie en la calle. El muchacho me mira fijamente, con la boca entreabierta. Siento que algo se desliza por mi mejilla, la toco con mi mano... sangre. Eso hace que me sienta más mareada aún. Entreabro los labios para pedir ayuda pero él me pone una mano sobre la boca.

"No, no, no, fue sin querer, no quería hacerte daño. Es que las tías como tú, que se creen más que nadie me sacan de mis casillas, lo siento, lo siento mucho"

Intento hablar, pero el mareo creciente y su mano en mis labios me lo impiden. Todo empieza a oscurecerse. Mis piernas se vuelven como de gelatina y siento que me deslizo hacia el suelo. El chico se inclina, siguiendo la caída de mi cuerpo.

Quiero decirle que no soy una estúpida presumida, que la ropa es prestada, que no me gusta salir y por eso notaba mi frialdad, que no era nada personal, pero aunque su mano ya no me tapa la boca, lo único que soy capaz es de balbucear.

El chico me mira angustiado. Tiene algo en una mano, una piedra, con eso es con lo que me ha golpeado. Es curioso, no me duele nada, sólo siento este mareo estúpido y la oscuridad, qué rápido anochece. Pero si ya era de noche... debe ser la luz de las farolas que se atenúa.

Miro a mi agresor, sigo sin poder hablar claramente. "No puedo meterme en un lío así, no puedo dejar que cuentes nada, no quiero problemas".

Pienso "Pues déjame aquí tirada, imbécil. No te conozco de nada ni sé nada de ti. Desaparece y déjame en paz".

El chico parece haber escuchado mis pensamientos, pues se aleja unos pasos. Intento arrastrarme por la acera, hacia mi casa, hacia una zona más iluminada, esperando que pase alguien y me vea ahí, tirada. ¿Dónde está el tráfico cuando se necesita?¿Dónde están los vecinos curiosos y metomentodos?.

He conseguido quedarme sentada, con gran esfuerzo. El mareo ahora se ve acompañado de un fuerte dolor de cabeza, parece que me vaya a explotar. Mis ojos lloran y las lágrimas se mezclan con las gotas de sangre procedentes de mi cabeza.

Escucho pasos. Por fin. Alguien se acerca. Levanto la vista pero sólo veo una silueta borrosa, algo le pasa a mi vista. Se inclina hacia mí y entonces le reconozco, el chico, que ha vuelto.

"No puedo dejarte así, no puedo correr ese riesgo".

Mi último pensamiento antes del golpe final es que ojalá no me hubiera dejado convencer, ojalá estuviera en mi cama, ojalá...


 
De mi último año de estancia en casa de mis tíos, lo que más y mejor recuerdo son dos cosas: pasar las tardes de invierno debullando millo (desgranando las mazorcas de maíz) y quemar jerseys. Sí, quemarlos. Me pasaba el rato con el trasero pegado a la cocina de leña, con lo que acababa el día con una línea oscura de tejido quemado justo encima de mi trasero. Y eso que me apoyaba en la barra delantera. Éramos un cuadro: yo con el trasero pegado a la cocina y la mujer de mi primo con los pies metidos en el horno, para calentarlos. Eran tardes y noches tranquilas, de charlas triviales y silencios cómodos.

Durante ese año mi tía intentó emparejarme, infructuosamente, con el hijo del vecino a quien ayudaba, el de las vacas que "ordeñé". Para ella era un buen partido, el único hijo varón y heredero de muchas tierras y de la taberna de la madre, ahí es nada. Y la verdad es que era un encanto, muy tímido, más que yo incluso y muy trabajador. Y cuando una piensa que un hombre es un encanto, pues ya sabes, no hay nada que hacer.

Pasado ese año, me trasladé a vivir a la que fuera la casa de mis tatarabuelos. Mis padres la habían comprado un par de años antes y tuvieron que renovarla por completo en el interior. Y cuando estuvo arreglada, ahí me fui yo a vivir, a otra aldea situada a unos siete kilómetros de la de mis tíos.

Las aldeas gallegas dejan en pañales a cualquier organización de información o espionaje. Tú puedes pasear tranquilamente por los caminos, detenerte a ver un huerto o unos frutales sin ver a nadie, pero siendo observado atentamente por varios pares de ojos. Los horarios y costumbres ajenas son públicamente conocidos por todos y cualquier alteración, es comentada y sometida a investigación.

Me planté en la casa de la aldea esperando que las cosas fueran más o menos como las que había vivido en casa de mis tíos. Y más o menos eran así. Más o menos. Hasta que empecé a liarla, claro.

Al ser la casa de mis antepasados, fui reconocida inmediatamente, se me asignó un "de". Vamos, un mote familiar. Por ejemplo, estaba la famila "do pesco" (del pescadero), que eran los que iban con una furgoneta vendiendo pescado por diferentes aldeas. O "de Herminia", que era una familia con una abuela o bisabuela llamada así y que fue muy conocida en el lugar, por el motivo que sea. Y yo tenía mi propio "de" por parte de madre, así que cuando alguien preguntaba quién era yo, les respondían que era xxx de xxxx y ya sabían cuál era mi línea familiar.

Allí, como en casi todas partes, cuando alguien tenía una labor de campo, íbamos todos a ayudar. Al principio no me avisaban, porque yo "era de ciudad" , pero cuando veía movimiento, me unía.

Una de las primeras cosas en las que ayudé fue la recolecta de maíz. Mi experiencia previa al respecto era coger la mazorca tal cual, con hojas. Por eso me sorprendí cuando, antes de ir al campo, me dieron un clavo enorme, largo y grueso. Era para desgarrar las hojas de la mazorca y cogerla ya limpia. Y allá que me fui. Hicimos una hilera de personas, a lo ancho de la parcela e íbamos hacia adelante, quitando las mazorcas y pisando después el tallo para avanzar. Unos cuantos hombres iban detrás, recogiendo los cubos llenos de mazorcas y vaciándolos en el remolque de un tractor. Al cabo de uno o dos días, estaba todo recogido.

El primer año lo pasé recogiendo y ayudando a plantar patatas, maíz, habichuelas, guisantes, pimientos.... El segundo año decidí plantar mi propio huerto, en un pequeño terreno que había frente a la casa. Se rieron cuando lo dije, claro, los primeros mis padres. Pero estaba decidida a demostrarles que podía mantener un huertito no muy ambicioso.

Empecé por las patatas. Unos vecinos me dieron patatas para plantar, porque lo que yo iba a poner era un trocito pequeño. Bien, los surcos con la azada no me quedaron muy rectos, más bien parecían mareados, pero eso da igual, las cosas se plantan y crecen igual sean más rectos u ondulantes, como los míos. Cuidé mis patatitas con todo el amor y todo el dolor de espalda del mundo. Sin hierbajos, sachaditas a mi manera. Y por fin llegó la hora de recogerlas. Las matas estaban preciosas, bien frondosas. Allá fui, con un caldero grande para ir cogiéndolas poco a poco.

Planté patatas, recogí piedras. Tal cual. Piedras y piedras y piedras que antes no estaban ahí. En cada mata montones de piedras y una mísera patatita que no daba para nada. Todo el trabajo y las agujetas y el dolor de espalda para no coger ni una patata en condiciones. Así que pregunté qué había hecho mal. Y resulta que yo no había hecho mal nada, que simplemente no era tierra de patatas, que todo el mundo sabía que allí no se daban bien las patatas. Pues oye, habría agradecido que, cuando dije que iba a plantar patatas, alguien me hubiera avisado.

Así que después me puse con los repollos. Fui al pueblo y compré un ciento de repollos para plantar. Lo mismo del año anterior: surcos ondulados. Planté 105 plantas de repollo. Y a todo esto, a mí no me gusta el repollo, pero eso era algo secundario, porque pensaba repartirlos entre toda la familia. Los planté, los regué, les quité las malas hierbas... y obtuve repollo para toda mi familia y amigos. Demasiados repollos y todos al mismo tiempo. Así que descarté el volver a plantar tantos. Y me dediqué a diversificar: planté pimientos (de Padrón y de los grandes), tomates, lechugas... Con eso no tuve problema y abastecí a mis padres y hermanos.

Paralelamente a mis inicios como labradora (jejeje), quise reavivar las costumbres que había vivido de pequeña en la aldea de mis tíos. Así que empecé a organizar fiestas comunales. Casa por casa, iba explicando a la gente lo que quería, reuniones de todos los vecinos, comiendo, bebiendo, cantando y contando chistes. Celebrar la cosecha, o simplemente celebrar, pero en comunidad. Todo el mundo estuvo de acuerdo. "Todo el mundo" suena a mucho, porque sólo son ocho casas :)

Cada familia ponía algo, unos el pan, otros los postres, otros el vino... y después se hizo una recolecta para comprar las cosas que no teníamos. Uno de los vecinos tenía una segunda casa a medio construir, con el bajo sin dividir y decidimos hacer allí la reunión. Se llevaron sillas, tablones, bidones metálicos para hacer estufas....

El día de la fiesta las mujeres nos reunimos para preparar la comida, pelar patatas, cortar carne, cocinar. Todas parloteando, contando chistes y chismes, con muchas risas. Los hombres iban montando las mesas y acarreando cosas de un sitio a otro.

Y por la noche, allá nos juntamos, a comer y beber y pasar unas horas de fiesta y de risas, de canciones con dobles sentidos. Se comió mucho, se bebió un poco de más, fue divertidísimo. Tanto, que se decidió hacer una reunión así con más frecuencia. Pero en otro sitio. Ese lugar sólo tenía la ventaja de la amplitud, el resto eran inconvenientes.

Así que las siguientes fiestas se realizaron en el patio trasero de la casa de mis padres, donde yo vivía. Menos sitio, pero más comodidad.

Las reuniones se repitieron a lo largo de los ocho años que pasé allí. E hicieron que se recordara y se reanudaran otras costumbres antiguas, como la de preparar el agua la víspera de san Juan y dejarla con las plantas adecuadas fuera esa noche y lavarse la cara con ella la mañana del 24. O ir con un fajo de espigas en la mano, cantando canciones para atraer una buena cosecha y después quemarlas entre conjuros y demás.

Casi sin querer, me convertí en la profesora particular de los niños de la aldea. Y después esos niños trajeron niños de otras aldeas. Y al final, un vecino consiguió un montón de pupitres individuales, con sus correspondientes sillas, y monté algo parecido a una escuela de apoyo.

Siempre tuve claro que las cosas se aprenden mejor si son divertidas, así que la mayor parte del tiempo estábamos convirtiendo por ejemplo, la corriente eléctrica en una maratón de electrones, con los chavales corriendo de un lado a otro para distinguir la corriente alterna de la corriente continua, por ejemplo.

Con la llegada del otoño, los niños empezaron a recorrer los caminos recogiendo las castañas que caían desde los árboles plantados en los bordes de las fincas. Iban con bolsas, cogiendo cuidadosamente las castañas y reuniéndolas después en pequeños saquitos. La idea era venderlas después entre los vecinos. Sí, los mismos vecinos que tenían los castaños, compraban después sus propias castañas a los niños.

Se lo tomaban muy en serio. Iban en grupo, con una balanza del año de la pera, casa por casa, vendiendo las castañas. El dinero recaudado lo destinaban a comprar refrescos, aperitivos, chucherías y demás. Yo les dejaba el patio trasero, donde tenían privacidad y podían poner música, jugar al baloncesto o a lo que quisieran y también les proporcionaba un par de tortillas y unas empanadillas caseras.

Me encantaba la cacofonía de risas, gritos, lamentos y aullidos de los críos. Porque se lo pasaban genial.

Ahora esos niños tienen ya sus propios hijos y se han ido yendo poco a poco. En la aldea ya no hay niños, salvo en los veranos, que van a visitar a sus abuelos o en fechas señaladas, como las fiestas patronales, que van a comer con la familia. Pero nada de ver chavalada correteando por los caminos, entrando en cada casa como si fuera la propia, pidiendo un vaso de agua o recibiendo un bocadillo o un trozo de queso o lo que fuera....

Este pasado fin de semana lo pasé en la aldea, en esa casa. Y me traje recuerdos que habían quedado guardados con el tiempo. Pero eso te lo cuento en otra entrada del hilo :)
 
Sueño


Me ahogo. Trato de inspirar aire por la nariz, pero cada intento lo único que consigue es cansarme más, debilitarme, sentir más la falta de oxígeno. Abro la boca, con ansia, luchando contra la sensación de asfixia. Un hilillo de aire se filtra hacia mis pulmones. No es suficiente. Intento mantener la calma, si me sosiego será más sencillo, pero al comprobar que las inspiraciones son inútiles, me vence el pánico. Empieza a dolerme la cabeza, una palpitación constante y cada vez más intensa. Siento las extremidades laxas.

Me ahogo.Me siento en la cama, levantándome como un resorte, jadeante. Hacía años que no tenía una pesadilla y jamás fue tan vívida como esta. Aún me parece sentir la necesidad de respirar, la angustia al no poder hacer nada para evitar la agonía del ahogo.Siento punzadas tras los ojos, otra cosa que creí perdida hace años. Se avecina una migraña. Doblo la almohada y me acuesto, con la cabeza elevada, los ojos cerrados y siendo consciente de la alegría de poder respirar y vivir. Los latidos de mi corazón van ralentizándose, hacia la normalidad a medida que aumentan los de mi cabeza.Afortunadamente puedo permitirme el lujo de permanecer durante unas horas más en cama, tendida, deseando que el dolor desaparezca. Me deslizo de nuevo hacia el sueño.

Me ahogo. No puedo respirar. Sé que es un sueño, de nuevo, como antes. Es un sueño, me despertaré, pero mientras, he de mantener la calma, puedo respirar, la pesadilla está en mi cabeza, no es real. Pero aún así, siento que la vida se me escapa en cada intento de llenar mis pulmones de aire. Los ojos me palpitan más, mi pecho es incapaz de moverse. Pero es un sueño... ¿o no?.
 
Miedo


Me gusta llevarle al parque y ver cómo juega, cómo va probándose poco a poco, trepando cada vez más alto, corriendo más veloz y durante más tiempo. Me gusta ver su sonrisa cuando se desliza por los toboganes.

Así que, aunque el día esté fresco, vamos al parque. Me siento en uno de los bancos del centro, desde donde puedo controlarle casi por completo con sólo girar la cabeza. Siempre llevo un libro para leer mientras él juega, pero nunca llego a sacarlo del bolso.

Debo confesarlo: no soy muy maternal. En el parque veo cómo son las relaciones de las otras madres con sus hijos y me doy cuenta de que soy bastante fría en comparación con ellas.

Paso el tiempo siguiéndole con la mirada. Recuerdo los primeros días, en que le costaba alejarse de mí y siempre estaba buscándome con la mirada. Ahora las tornas han cambiado, soy yo la que tiene el corazón encogido, temiendo una caída que, al menos hasta ahora, no ha llegado a producirse.

Su lugar favorito es una especie de gusano de plástico, de unos cuantos metros de longitud, con cuerpo serpenteante y hueco. Los niños entran en él por su boca abierta, deslizándose boca abajo por la lengua pintada de rojo y ya desconchada en partes y van reptando hasta llegar a la cola. Un tanto escatológico, pienso al mismo tiempo que sonrío.

Así que, como siempre, sale corriendo hacia el gusano verde, para simular, sin saberlo, un extraño ciclo digestivo.

Fijé mi mirada en la cola del gusano, esperando verle salir de un momento a otro. Tardaba bastante. Tal vez encontró dentro algún juguete perdido por otro niño o cualquier cosa que le entretuvo. Sigo esperando.

Empiezo a preocuparme un poco, sin motivo, lo sé, porque simplemente no sale, está ahí dentro. Veo que otro niño se mete por la boca del gusano. Ahora tendrá que salir, o quedarán los dos dentro, ya que no hay espacio para que pase uno por delante del otro. Sonrío esperando verle salir. Pero no es mi hijo el que sale. Es el otro niño.

Imposible, no hay espacio para que pasara.

Me levanto, el corazón un tanto acelerado, me acerco a la boca del gusano y veo que ahí no está, aunque su forma zigzagueante me impide ver la totalidad del interior. Camino hacia la cola del gusano y vuelvo a asomarme. Vacío, lo mismo.

Empiezo a dudar. Tal vez no haya ido al gusano, tal vez me lo imaginé o lo di por supuesto porque es lo que hace siempre, ir primero al gusano. Meto la cabeza por el agujero y le llamo. Nada, ni un sonido.

Me levanto y veo a un lado y otro, buscándole en los distintos juegos. No le veo. Siento que el corazón me va ahora muy muy rápido. Debo tener una expresión extraña, porque otra madre se me acerca y me pregunta si estoy bien. Le digo que juraría que mi niño estaba en el gusano pero no le veo ni en él ni en ningún otro sitio.

La mujer llama a su hijo y le pide que entre en el gusano a ver si está el mío. El niño sale en menos de un minuto diciendo que no hay nadie dentro del gusano. La otra madre me pregunta qué llevaba puesto el niño, para ayudarme a buscarle.

Durante unos minutos me quedo en blanco, no recuerdo exactamente la ropa que llevaba. Balbuceo algo sobre un jersey rojo y unos pantalones azules de algodón, pero no estoy segura. La otra madre intenta tranquilizarme, seguro que estará ahí mismo, escondido, jugando.

Pronto todos los adultos del parque están dando vueltas buscando a mi hijo. Yo sigo en pie, al lado del maldito gusano, sin saber qué hacer, sin poder pensar en nada, atenazada por el miedo. Miedo en estado puro.

Al cabo de media hora, el niño sigue sin aparecer. Alguien propone llamar a la policía, asiento con la cabeza, rígida. Me ofrecen bebidas calientes, no puedo hablar, sólo niego con la cabeza. ¿Dónde está mi hijo?

Cierro los ojos y repaso lentamente todos nuestros movimientos desde que salimos de casa, recuerdo su charla sobre juegos, juguetes y compañeros de colegio. Recuerdo haberle prometido una parada en la tienda de chucherías al volver a casa. Recuerdo haberle visto salir corriendo hacia el gusano, casi puedo ver sus pies desaparecer sobre la lengua de plástico rojo. Y recuerdo que no le vi salir.

¿Aparté la mirada en algún momento? No, no, no, porque quería ver si salía más rápido que ayer, si aumentaba su velocidad para después comentárselo cuando fuéramos camino a casa. Los psicólogos hacían hincapié en que alabara mucho sus pequeños logros, para darle seguridad y confianza en sí mismo. Y por eso apuntaba mentalmente ese tipo de cosas.

Ahora estoy segura. Mi hijo entró en el gusano y no salió. Tiene que seguir ahí dentro o tiene que haber alguna trampilla tipo alcantarilla o algo por el estilo. Sé que no tiene sentido poner algo así en el interior de un juego infantil, es un despropósito, pero cosas más raras se han visto.

Llega la policía, son muy amables o al menos lo intentan. Recito mecánicamente mis pensamientos anteriores, todo lo que hicimos y dijimos desde que salimos de casa hasta llegar al parque. Miro a los ojos a uno de los policías cuando digo que mi hijo entró en el gusano y no volvió a salir.

Imposible, dicen. Uno de los niños ya entró en el gusano y salió, diciendo que no había nadie dentro. Y además, sería imposible que pudiera salir si mi hijo estuviera ahí, pues no había sitio para dos.

Insisto en que mi hijo entró en el gusano. Nadie parece creerme, me dicen que tal vez lo creo porque es lo que siempre hacía, pero que tal vez hoy cambió su costumbre. Les digo que eso mismo pensé yo al principio pero que, parándome a pensar, estaba segura de que mi hijo había hecho lo que hacía siempre al llegar: entrar en el gusano. Y no salió. No, no aparté la vista. No, no sonó mi móvil mientras el niño estaba dentro. No, no me puse a charlar con nadie. Estuve todo el tiempo sola, la vista fija en la salida del juego.

Ante mi firmeza, vuelven a pedir a otro niño que entre en el gusano y que vea si hay algo o alguien dentro. El niño sale poco más tarde, con un papel de aluminio en la mano, diciendo que es lo único que vio dentro del gusano.

Me miran, como si esperaran que yo dijera algo. Como si tuviera que disculparme o reconocer algo. Y no es así. Mi hijo entró ahí y no salió. Punto.

Me piden una foto del niño y la descripción de la ropa que llevaba puesta. Un par de policías hablan, un poco apartados, con otras madres y padres del parque, los niños han cesado de jugar y están mirando, curiosos, preguntándose qué ha pasado.

Uno de los policías se acerca a mí y me comenta que nadie vio a mi hijo ese día en el parque. Contesto que es normal, que nada más llegar corriendo, se metió ahí dentro, como hacía siempre, no hubo casi tiempo de que nadie le viera.

Pasa el tiempo, se acerca la noche, se organizan grupos de búsqueda, se pregunta en las tiendas cercanas. Yo sigo de pie, sin moverme. Sólo siento miedo. Nada más. Miedo en estado puro. No soy capaz de pensar, en mi cabeza se repite cíclicamente la película de esta tarde: salir de casa, caminar, charlar, llegar al parque, verlo ir directo al gusano y entrar. Y no salir. Y vuelta a empezar.

Nadie ha visto a mi hijo o a algún niño que se le pareciera. Nadie ha visto nada. Me preguntan por el padre. Hago un gesto con la mano. No hay padre. Sólo estamos él y yo, nadie más. Me dicen que me vaya a casa, que se pondrán en contacto conmigo, que ya tienen mis datos ¿cuándo les di mis datos? No recuerdo haberlo hecho. Una mujer se ofrece a acompañarme en casa para que no esté sola. ¿Acompañarme en casa? No puedo irme, mi hijo está ahí dentro. No puedo irme y dejarle ahí. Tengo que estar para cuando salga.

No atienden a razones, no entienden. Tengo que quedarme, esperar a que vuelva. ¿Irme a casa mientras él está fuera, sin tener dónde acogerse? ¿mientras está pasando frío y hambre? No. Me quedo en el parque. No me iré sin mi hijo. Hablan y hablan y hablan pero no entiendo lo que me dicen. Sólo sé que tengo que permanecer aquí, atenta. No sé cuánto tiempo ha pasado, alguien me pincha en el brazo y empiezo a marearme. Lucho contra la inconsciencia y balbuceo que mi hijo está ahí dentro, que tienen que sacarle. Pero es en vano, la negrura cae sobre mí como un alud oscuro y frío.

Me despierto en una camilla al día siguiente. Estoy en el centro médico. Me levanto y me dirijo a la puerta. Un médico que pasa por ahí me ve y me pregunta cómo estoy. No sé cómo estoy. Sólo sé que tengo que volver al parque. Y que si les digo eso, no me dejarán salir. Así que digo algo de ducharme y cambiarme de ropa. Una ambulancia me lleva hasta casa. Entro en el portal y veo cómo se aleja. Espero un minuto más por si acaso y vuelvo a salir, al parque.

Está vacío. Los niños están en el colegio. Me acerco al gusano. No parece diferente a cómo estaba ayer. No se había convertido en un monstruo raro ni nada por el estilo. Seguía siendo un grupo de tubos verdes serpenteantes. Vuelvo a ver su interior, por ambos extremos, y sigo viendo esos tramos vacíos, pero no puedo ver los del medio. Imposible entrar, no quepo. Así que me quedo ahí, esperando sin saber el qué. Supongo que esperando que, esté donde esté, me busque en el sitio de siempre.

Pasan las horas. La policía ha llamado diciendo que aún no tienen novedades, pero que van a poner carteles con su foto, que van a recorrer la zona otra vez con voluntarios... Yo respondo automáticamente, sin sacar los ojos del sitio por el que ha de aparecer mi hijo de un momento a otro.

Llega la tarde, tanto los niños como sus madres no se acercan a mí. Supongo que tengo aspecto de loca, ahí quieta con la ropa de ayer, arrugada y mi pelo alborotado. Alguien llama a la policía. Uno de los agentes de ayer, muy amable, se acerca a mí. Me habla como si yo fuera una niña pequeña o una adulta idiota. Supongo que me ve así. El que insista una y otra ven en que mi hijo está ahí dentro, no hace que piense mejor de mí.

El policía me mira fijamente durante unos minutos. Va al coche patrulla y vuelve con una caja de herramientas. Y se dispone a aflojar los tornillos de la primera pieza plástica del gusano. Le cuesta, pues la pintura hace más complicada la extracción. Sé que no hay nada ahí, porque es una de las partes que se puede ver metiendo la cabeza en la boca del gusano. Así es, una vez sacada la pieza superior, sólo se ve la inferior, pintada de rojo hasta la mitad, imitando la lengua del bicho.

Repite la acción con la segunda pieza. Ahí ya no podía mirar desde la entrada. Me acerco un poco, para ver. Nada, de nuevo la pieza inferior curvada, vacía.

La tercera es más difícil de sacar, le lleva más tiempo. Cuanto más tarda, más siento crecer la inquietud en mi interior, como un peso que va aumentando con cada segundo. Tengo la sensación de que algo horrible pasará cuando saque esa pieza. Empiezan a correr lágrimas por mis mejillas. Estoy más allá del miedo.

El policía levanta la tercera tapa, pero la deja caer de nuevo en lugar de apartarla, con una exclamación. Me pongo a su lado y aunque él trata de impedírmelo, la levanto y veo hacia dentro. Y ese enorme peso que se expandía dentro de mí, se transforma en un aullido sin final...
Ay, por Dios, que angustia, que bien recreas los sentimientos. Termina el relato, por favor, no me.dejws así.
 
De mi último año de estancia en casa de mis tíos, lo que más y mejor recuerdo son dos cosas: pasar las tardes de invierno debullando millo (desgranando las mazorcas de maíz) y quemar jerseys. Sí, quemarlos. Me pasaba el rato con el trasero pegado a la cocina de leña, con lo que acababa el día con una línea oscura de tejido quemado justo encima de mi trasero. Y eso que me apoyaba en la barra delantera. Éramos un cuadro: yo con el trasero pegado a la cocina y la mujer de mi primo con los pies metidos en el horno, para calentarlos. Eran tardes y noches tranquilas, de charlas triviales y silencios cómodos.

Durante ese año mi tía intentó emparejarme, infructuosamente, con el hijo del vecino a quien ayudaba, el de las vacas que "ordeñé". Para ella era un buen partido, el único hijo varón y heredero de muchas tierras y de la taberna de la madre, ahí es nada. Y la verdad es que era un encanto, muy tímido, más que yo incluso y muy trabajador. Y cuando una piensa que un hombre es un encanto, pues ya sabes, no hay nada que hacer.

Pasado ese año, me trasladé a vivir a la que fuera la casa de mis tatarabuelos. Mis padres la habían comprado un par de años antes y tuvieron que renovarla por completo en el interior. Y cuando estuvo arreglada, ahí me fui yo a vivir, a otra aldea situada a unos siete kilómetros de la de mis tíos.

Las aldeas gallegas dejan en pañales a cualquier organización de información o espionaje. Tú puedes pasear tranquilamente por los caminos, detenerte a ver un huerto o unos frutales sin ver a nadie, pero siendo observado atentamente por varios pares de ojos. Los horarios y costumbres ajenas son públicamente conocidos por todos y cualquier alteración, es comentada y sometida a investigación.

Me planté en la casa de la aldea esperando que las cosas fueran más o menos como las que había vivido en casa de mis tíos. Y más o menos eran así. Más o menos. Hasta que empecé a liarla, claro.

Al ser la casa de mis antepasados, fui reconocida inmediatamente, se me asignó un "de". Vamos, un mote familiar. Por ejemplo, estaba la famila "do pesco" (del pescadero), que eran los que iban con una furgoneta vendiendo pescado por diferentes aldeas. O "de Herminia", que era una familia con una abuela o bisabuela llamada así y que fue muy conocida en el lugar, por el motivo que sea. Y yo tenía mi propio "de" por parte de madre, así que cuando alguien preguntaba quién era yo, les respondían que era xxx de xxxx y ya sabían cuál era mi línea familiar.

Allí, como en casi todas partes, cuando alguien tenía una labor de campo, íbamos todos a ayudar. Al principio no me avisaban, porque yo "era de ciudad" , pero cuando veía movimiento, me unía.

Una de las primeras cosas en las que ayudé fue la recolecta de maíz. Mi experiencia previa al respecto era coger la mazorca tal cual, con hojas. Por eso me sorprendí cuando, antes de ir al campo, me dieron un clavo enorme, largo y grueso. Era para desgarrar las hojas de la mazorca y cogerla ya limpia. Y allá que me fui. Hicimos una hilera de personas, a lo ancho de la parcela e íbamos hacia adelante, quitando las mazorcas y pisando después el tallo para avanzar. Unos cuantos hombres iban detrás, recogiendo los cubos llenos de mazorcas y vaciándolos en el remolque de un tractor. Al cabo de uno o dos días, estaba todo recogido.

El primer año lo pasé recogiendo y ayudando a plantar patatas, maíz, habichuelas, guisantes, pimientos.... El segundo año decidí plantar mi propio huerto, en un pequeño terreno que había frente a la casa. Se rieron cuando lo dije, claro, los primeros mis padres. Pero estaba decidida a demostrarles que podía mantener un huertito no muy ambicioso.

Empecé por las patatas. Unos vecinos me dieron patatas para plantar, porque lo que yo iba a poner era un trocito pequeño. Bien, los surcos con la azada no me quedaron muy rectos, más bien parecían mareados, pero eso da igual, las cosas se plantan y crecen igual sean más rectos u ondulantes, como los míos. Cuidé mis patatitas con todo el amor y todo el dolor de espalda del mundo. Sin hierbajos, sachaditas a mi manera. Y por fin llegó la hora de recogerlas. Las matas estaban preciosas, bien frondosas. Allá fui, con un caldero grande para ir cogiéndolas poco a poco.

Planté patatas, recogí piedras. Tal cual. Piedras y piedras y piedras que antes no estaban ahí. En cada mata montones de piedras y una mísera patatita que no daba para nada. Todo el trabajo y las agujetas y el dolor de espalda para no coger ni una patata en condiciones. Así que pregunté qué había hecho mal. Y resulta que yo no había hecho mal nada, que simplemente no era tierra de patatas, que todo el mundo sabía que allí no se daban bien las patatas. Pues oye, habría agradecido que, cuando dije que iba a plantar patatas, alguien me hubiera avisado.

Así que después me puse con los repollos. Fui al pueblo y compré un ciento de repollos para plantar. Lo mismo del año anterior: surcos ondulados. Planté 105 plantas de repollo. Y a todo esto, a mí no me gusta el repollo, pero eso era algo secundario, porque pensaba repartirlos entre toda la familia. Los planté, los regué, les quité las malas hierbas... y obtuve repollo para toda mi familia y amigos. Demasiados repollos y todos al mismo tiempo. Así que descarté el volver a plantar tantos. Y me dediqué a diversificar: planté pimientos (de Padrón y de los grandes), tomates, lechugas... Con eso no tuve problema y abastecí a mis padres y hermanos.

Paralelamente a mis inicios como labradora (jejeje), quise reavivar las costumbres que había vivido de pequeña en la aldea de mis tíos. Así que empecé a organizar fiestas comunales. Casa por casa, iba explicando a la gente lo que quería, reuniones de todos los vecinos, comiendo, bebiendo, cantando y contando chistes. Celebrar la cosecha, o simplemente celebrar, pero en comunidad. Todo el mundo estuvo de acuerdo. "Todo el mundo" suena a mucho, porque sólo son ocho casas :)

Cada familia ponía algo, unos el pan, otros los postres, otros el vino... y después se hizo una recolecta para comprar las cosas que no teníamos. Uno de los vecinos tenía una segunda casa a medio construir, con el bajo sin dividir y decidimos hacer allí la reunión. Se llevaron sillas, tablones, bidones metálicos para hacer estufas....

El día de la fiesta las mujeres nos reunimos para preparar la comida, pelar patatas, cortar carne, cocinar. Todas parloteando, contando chistes y chismes, con muchas risas. Los hombres iban montando las mesas y acarreando cosas de un sitio a otro.

Y por la noche, allá nos juntamos, a comer y beber y pasar unas horas de fiesta y de risas, de canciones con dobles sentidos. Se comió mucho, se bebió un poco de más, fue divertidísimo. Tanto, que se decidió hacer una reunión así con más frecuencia. Pero en otro sitio. Ese lugar sólo tenía la ventaja de la amplitud, el resto eran inconvenientes.

Así que las siguientes fiestas se realizaron en el patio trasero de la casa de mis padres, donde yo vivía. Menos sitio, pero más comodidad.

Las reuniones se repitieron a lo largo de los ocho años que pasé allí. E hicieron que se recordara y se reanudaran otras costumbres antiguas, como la de preparar el agua la víspera de san Juan y dejarla con las plantas adecuadas fuera esa noche y lavarse la cara con ella la mañana del 24. O ir con un fajo de espigas en la mano, cantando canciones para atraer una buena cosecha y después quemarlas entre conjuros y demás.

Casi sin querer, me convertí en la profesora particular de los niños de la aldea. Y después esos niños trajeron niños de otras aldeas. Y al final, un vecino consiguió un montón de pupitres individuales, con sus correspondientes sillas, y monté algo parecido a una escuela de apoyo.

Siempre tuve claro que las cosas se aprenden mejor si son divertidas, así que la mayor parte del tiempo estábamos convirtiendo por ejemplo, la corriente eléctrica en una maratón de electrones, con los chavales corriendo de un lado a otro para distinguir la corriente alterna de la corriente continua, por ejemplo.

Con la llegada del otoño, los niños empezaron a recorrer los caminos recogiendo las castañas que caían desde los árboles plantados en los bordes de las fincas. Iban con bolsas, cogiendo cuidadosamente las castañas y reuniéndolas después en pequeños saquitos. La idea era venderlas después entre los vecinos. Sí, los mismos vecinos que tenían los castaños, compraban después sus propias castañas a los niños.

Se lo tomaban muy en serio. Iban en grupo, con una balanza del año de la pera, casa por casa, vendiendo las castañas. El dinero recaudado lo destinaban a comprar refrescos, aperitivos, chucherías y demás. Yo les dejaba el patio trasero, donde tenían privacidad y podían poner música, jugar al baloncesto o a lo que quisieran y también les proporcionaba un par de tortillas y unas empanadillas caseras.

Me encantaba la cacofonía de risas, gritos, lamentos y aullidos de los críos. Porque se lo pasaban genial.

Ahora esos niños tienen ya sus propios hijos y se han ido yendo poco a poco. En la aldea ya no hay niños, salvo en los veranos, que van a visitar a sus abuelos o en fechas señaladas, como las fiestas patronales, que van a comer con la familia. Pero nada de ver chavalada correteando por los caminos, entrando en cada casa como si fuera la propia, pidiendo un vaso de agua o recibiendo un bocadillo o un trozo de queso o lo que fuera....

Este pasado fin de semana lo pasé en la aldea, en esa casa. Y me traje recuerdos que habían quedado guardados con el tiempo. Pero eso te lo cuento en otra entrada del hilo :)
Te has presentado a premios literarios alguna vez? Deberías.
 
Te has presentado a premios literarios alguna vez? Deberías.
Empecé a escribir siendo una cría que no levantaba un palmo del suelo. Poesías. Tenía como seis o siete años y hacía rimas de lo más tonto del mundo, pero me gustaba hacerlas, recuerdo que me gustaba el desafío de encontrar palabras que rimaran, más que el "mensaje" en sí.

Después hubo un parón de años, hasta mi adolescencia, donde retomé la escritura de "poemas", trágicas historias de amor rimado. Las escribía y después las tiraba a la papelera. Por el día de las letras gallegas se organizaba en el instituto, un concurso de poesía. Una compañera, que también escribía poemas (y mucho mejores que los míos), me instó a presentarnos. Así que escribí un poema en gallego. Me pareció un horror y lo rompí y tiré. Mi amiga cogió los trozos, los pegó, copió el poema y lo presentó en mi nombre. Gané el segundo premio, una placa que mis padres lucieron orgullosos y que aún debe estar por su casa, dos mil pesetas (que por aquel entonces era una cantidad de dinero respetable, no un dineral pero sí que se podían hacer muchas cosas con eso), la publicación en el Faro de Vigo y lo peor: leer el poema en el auditorio delante de todos los estudiantes presentes.

Soy una persona terriblemente tímida. Estar allí de pie, frente a tantas miradas clavadas en mí, me superaba. Y para más inri, estaba también Marcos, por supuesto (si no sabes quién es, aparece en uno de los relatos). No es que él supiera de mi existencia, claro, pero me hacía las cosas más difíciles. Resumiendo: tras varios tartamudeantes intentos de lectura, acabó leyéndolo un profesor. Yo estaba roja no, lo siguiente al morado oscuro. Y no volví a escribir un poema en mi vida :)

Respecto a los relatos.... son terapia. Hay momentos de mi vida en los que necesito, literalmente, escribir. A veces porque ellos me golpean en la cabeza y no paran de darme la lata hasta que los escribo. Me pasó, por ejemplo, con "Beso". Todo el rato con la imagen de unos labios en la cabeza, machacándome, hasta que lo escribí y desapareció la molestia (sí, suena a locura, lo sé). Muchos de los relatos son fruto de peticiones, porque cuando no sé de qué escribir, pido que me digan algo, una palabra, una escena, un título y escribo al respecto.

Con el paso del tiempo, me he dado cuenta de varias cosas sobre lo que escribo, cosas que simplemente me salen así, no son buscadas de forma consciente: nunca pongo nombres a los protagonistas, ni doy descripciones físicas, apenas hay diálogos y en casi todos el final es abierto. Son así, así salen. Cada persona que los lea se hará una idea de cómo son esas personas, de lo que les puede o no pasar después del ratito que yo las saco de mi cabeza. Antes decía las características que encontré en lo que escribo (a raíz de un comentario que me hicieron hace unos meses), tengo que añadir otra de la que me he dado cuenta al leer el otro comentario que dejaste: escribo de sentimientos, sensaciones, no de personas. Las personas son, por decirlo de alguna forma, la herramienta para transmitir esas emociones, quizás por eso no las describo o nombro, no lo sé.

Gracias por hacerme notar eso, no me había dado cuenta.

Respecto a presentarme a premios literarios, no. No está a la altura de ganar nada. Mi premio es ver que hay gente que disfruta con lo que escribo, que no es poco. Así que gracias por leerme, de verdad.
 
Empecé a escribir siendo una cría que no levantaba un palmo del suelo. Poesías. Tenía como seis o siete años y hacía rimas de lo más tonto del mundo, pero me gustaba hacerlas, recuerdo que me gustaba el desafío de encontrar palabras que rimaran, más que el "mensaje" en sí.

Después hubo un parón de años, hasta mi adolescencia, donde retomé la escritura de "poemas", trágicas historias de amor rimado. Las escribía y después las tiraba a la papelera. Por el día de las letras gallegas se organizaba en el instituto, un concurso de poesía. Una compañera, que también escribía poemas (y mucho mejores que los míos), me instó a presentarnos. Así que escribí un poema en gallego. Me pareció un horror y lo rompí y tiré. Mi amiga cogió los trozos, los pegó, copió el poema y lo presentó en mi nombre. Gané el segundo premio, una placa que mis padres lucieron orgullosos y que aún debe estar por su casa, dos mil pesetas (que por aquel entonces era una cantidad de dinero respetable, no un dineral pero sí que se podían hacer muchas cosas con eso), la publicación en el Faro de Vigo y lo peor: leer el poema en el auditorio delante de todos los estudiantes presentes.

Soy una persona terriblemente tímida. Estar allí de pie, frente a tantas miradas clavadas en mí, me superaba. Y para más inri, estaba también Marcos, por supuesto (si no sabes quién es, aparece en uno de los relatos). No es que él supiera de mi existencia, claro, pero me hacía las cosas más difíciles. Resumiendo: tras varios tartamudeantes intentos de lectura, acabó leyéndolo un profesor. Yo estaba roja no, lo siguiente al morado oscuro. Y no volví a escribir un poema en mi vida :)

Respecto a los relatos.... son terapia. Hay momentos de mi vida en los que necesito, literalmente, escribir. A veces porque ellos me golpean en la cabeza y no paran de darme la lata hasta que los escribo. Me pasó, por ejemplo, con "Beso". Todo el rato con la imagen de unos labios en la cabeza, machacándome, hasta que lo escribí y desapareció la molestia (sí, suena a locura, lo sé). Muchos de los relatos son fruto de peticiones, porque cuando no sé de qué escribir, pido que me digan algo, una palabra, una escena, un título y escribo al respecto.

Con el paso del tiempo, me he dado cuenta de varias cosas sobre lo que escribo, cosas que simplemente me salen así, no son buscadas de forma consciente: nunca pongo nombres a los protagonistas, ni doy descripciones físicas, apenas hay diálogos y en casi todos el final es abierto. Son así, así salen. Cada persona que los lea se hará una idea de cómo son esas personas, de lo que les puede o no pasar después del ratito que yo las saco de mi cabeza. Antes decía las características que encontré en lo que escribo (a raíz de un comentario que me hicieron hace unos meses), tengo que añadir otra de la que me he dado cuenta al leer el otro comentario que dejaste: escribo de sentimientos, sensaciones, no de personas. Las personas son, por decirlo de alguna forma, la herramienta para transmitir esas emociones, quizás por eso no las describo o nombro, no lo sé.

Gracias por hacerme notar eso, no me había dado cuenta.

Respecto a presentarme a premios literarios, no. No está a la altura de ganar nada. Mi premio es ver que hay gente que disfruta con lo que escribo, que no es poco. Así que gracias por leerme, de verdad.
Pues creo que deberías presentarte, en serio, no lo digo por decir. El otro día estuve leyendo algunos relatos de un escritor que fue finalista en un importante premio nacional y no son tan buenos como los tuyos. Por probar no pierdes nada. Ya que admites sugerencias, me gustaría que escribieras algo sobre el sentimiento de felicidad que da la maternidad. Yo recuerdo cuando mi hija era un bebé y la tenía en brazos, era un sentimiento de plenitud absoluta, de felicidad pura, me acuerdo de pensarlo: "no se puede ser más feliz, no necesito nada más, ojalá este momento durara para siempre", pero tú seguro que lo expresas mucho mejor. Bueno, ni siquiera sé si has sido madre pero aunque no lo seas seguro que lo puedes imaginar. Y gracias a tí por regalarnos tus escritos sin pedir nada a cambio.
 
Pues creo que deberías presentarte, en serio, no lo digo por decir. El otro día estuve leyendo algunos relatos de un escritor que fue finalista en un importante premio nacional y no son tan buenos como los tuyos. Por probar no pierdes nada. Ya que admites sugerencias, me gustaría que escribieras algo sobre el sentimiento de felicidad que da la maternidad. Yo recuerdo cuando mi hija era un bebé y la tenía en brazos, era un sentimiento de plenitud absoluta, de felicidad pura, me acuerdo de pensarlo: "no se puede ser más feliz, no necesito nada más, ojalá este momento durara para siempre", pero tú seguro que lo expresas mucho mejor. Bueno, ni siquiera sé si has sido madre pero aunque no lo seas seguro que lo puedes imaginar. Y gracias a tí por regalarnos tus escritos sin pedir nada a cambio.
Sí soy madre, tendrás tu cosilla en cuanto pueda ponerme a ello, a ver si este finde afilo las teclas, espero no decepcionarte :)
 
Voy bastante justa de tiempo estos días, dejo un par de historias que ya tenía escritas y en cuanto pueda, escribo algo más. Gracias por leerme.

Tristeza

Estoy triste. Lo sé, tú me ves sonreír, reír, incluso tararear la maldita canción que no me sale de la cabeza. Es posible incluso que hayas notado un ligero cimbrear en mi paso, mientras escucho música.

Y seguro que has sonreído también, al verme así.

Pero estoy triste, por dentro. No es esa tristeza de llorar, de penar por las esquinas, de volverte huraña... Es una tristeza física, como si se me hubiera endurecido algo dentro, como si de repente algún órgano se me hubiera vuelto de piedra y sintiera el peso ahí, en mi interior. Una carga que llevo, siempre, que trato de aligerar con la música, con las risas buscadas más que espontáneas.

Y me cansa. Me cansa acarrear ese peso interior y me cansa seguir adelante. Porque quisiera simplemente meterme en cama, cerrar los ojos y dejar pasar el tiempo, aletargada, sin pensar ni soñar sin conciencia y sin consciencia. Pero hay vida y hay que vivirla y cada momento perdido en esta tristeza interior, es un momento que pasa y no vuelve a repetirse. Y hay gente que espera cosas de ti, que dependen en cierta medida de ti. Y por eso una se pone la sonrisa y sale al mundo, por eso una se emborracha en sonidos, palabras, imágenes, intentando olvidar.

Y sin saber qué hacer, porque no hay motivo para esta tristeza. No hay motivo para esos momentos en que tengo que meterme en el baño o alejarme de todo y de todos, para respirar e incluso apoyarme en una pared para poder soportar el peso de esta tristeza que me acompaña y que a veces incluso parece dificultarme el respirar.

Y ahora, al contártelo, me siento melodramática. Pero no encuentro otra forma de decirlo. Tal vez diciéndolo, contándolo, empiece a notar que esta cosa que llevo dentro se va aligerando y que las risas y las sonrisas se conviertan en algo que sale espontáneamente. Tal vez, al escribirlo, mi tristeza se metamorfosee en la tristeza que se aplaca con las lágrimas.
 

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