Las cosas de orni

Locura

No estoy loco. Creo. No lo sé. Creo que no lo estoy, al menos. Puedo llevar una vida normal, no tengo ideas ni comportamientos extraños. Así que puedo estar razonablemente seguro de no estar loco. Es sólo que si dejara de pasar...

Recuerdo exactamente cuándo sucedió. Mi mujer y los niños se habían ido por la tarde, adelantando unos días las vacaciones. Yo iría más adelante, un imprevisto en el trabajo me impedía ir con ellos. Pero también significaba más dinero, así que...

Me resultó extraño el silencio. Ni la televisión, ni los niños parloteando, ni el olor de algo borboteando en la cocina. Penumbra, silencio, quietud.

Fui directamente al frigorífico, donde cogí una cerveza y, con ella en la mano, me dejé caer en el sofá, ante el televisor anómalomente apagado. Bebí con lentitud, disfrutando la tranquilidad.

Después me metí en la ducha durante lo que me parecieron horas. Salí relajado, dispuesto a dormir toda la noche del tirón.

Y así estaba, dormido, cuando comenzó. Pasé de un profundo sueño a la vigilia más alerta, sentándome de golpe en la cama. Había escuchado, con total claridad, una voz. Muy cerca, como si me hablara al oído o casi como si estuviera dentro de mi cabeza. Y eso era imposible, estaba solo en casa.

Sentía mi corazón golpeándome el pecho, miré hacia los lados, asustado. Me levanté, sin pensar, encendiendo la luz al mismo tiempo. Nada. Nadie. Recorrí la casa. Lo mismo. Vacía y oscura, como era normal.

Volví a la cama, racionalmente tranquilizado, aunque mi cuerpo aún notaba el sobresalto. Busqué motivos lógicos: un sueño, el sonido de un televisor de los vecinos, mi subconsciente recordando lo ocurrido ese día en el trabajo...

Con la luz apagada, me dejé llevar por el sueño. Me costó, no estaba totalmente relajado, estaba medio al acecho, esperando de nuevo el sonido. Y al mismo tiempo trataba de recordar la voz, las palabras y era incapaz. Como si no hubiera sucedido.

Tras unos instantes volví a quedar dormido y esta vez nada perturbó mi sueño hasta que sonó el despertador al día siguiente. Tuve un momento de extrañeza al despertar en la cama vacía y notar el vacío del piso, pero enseguida me puse en marcha.

El día transcurrió con normalidad. Al regresar a casa ya no sentí la sorpresa de encontrarla vacía. Es curiosa la rapidez con que uno se acostumbra a las nuevas situaciones.

Volví al frigorífico y cogí otra cerveza, que bebí relajadamente sentado, al tiempo que repasaba lo ocurrido durante mi jornada y hacía planes para el día siguiente. Sería mi último día solo, iría directamente del trabajo a la casa que habíamos alquilado en la playa.

Otra ducha larga y relajante, canturreando bajo los hilos de agua caliente. Y de nuevo, en cama, dispuesto a dormir la noche entera.

El incidente de la noche anterior se había borrado de mi mente, pero volvió a resurgir cuando, por segunda noche consecutiva, una voz me despertó. No recuerdo si era una voz de hombre o mujer, ni qué me decía, sólo era una voz que me despertaba.

El sobresalto fue menor que la primera vez. Encendí la luz, me quedé quieto, respirando pausadamente y alerta a los sonidos. Sólo escuchaba el sonido apagado del tráfico nocturno. Sabía que no había nadie en casa, pero aún así, me levanté y la recorrí. Nadie, por supuesto.

Me costó más conciliar el sueño, no paraba de darle vueltas a lo ocurrido. No encontraba una explicación lógica para que me sucediera lo mismo dos noches seguidas. Bueno, sí, tal vez el cansancio y el estrés acumulados durante los últimos meses. No sé.

Dormí. No tan profundamente como la noche anterior. Nada más sonar el despertador, me levanté y seguí mi rutina en solitario.

Todo fue según lo previsto, mi viaje hasta la playa transcurrió sin incidentes y me encontré, unas horas después de acabar mi jornada laboral, con casi un mes entero por delante para disfrutar con mi familia.

Confieso que esa noche me acosté pensando en la voz. Bueno, en la voz no porque no la recordaba, pero sí me pregunté si me volvería a despertar. Si mi mujer también la escucharía. Decidí no decirle nada y esperar a ver qué ocurría.

Y no ocurrió nada, por supuesto. Pasamos una noche de perfecto descanso... hasta que nos despertaron los niños, claro.

Fueron unas vacaciones tranquilas, con risas, con enfados, con momentos buenos y malos, con helados, conchas, baños en el mar, paseos en barca e infructuosas horas de pesca.

La vuelta a casa, al colegio, al trabajo, a la rutina, nos costó un poco, a todos.

Y de repente, hace una semana, volvió a ocurrir. Estaba durmiendo, profundamente y me despertó una voz. Una voz que no era la de mi mujer. Volví a sentarme de golpe en la cama, despertándola. Me preguntó qué pasaba, se lo dije y me contestó que seguramente estaba soñando, que volviera a dormir, que ella no había escuchado nada.

Me acosté y permanecí despierto un largo rato hasta que me venció el sueño. Pasé el día siguiente pensativo, dando vueltas a lo ocurrido.

Pero cuando se repitió lo mismo la noche siguiente, y la siguiente, la preocupación apareció en la cara de mi mujer. Sugirió ir al médico. ¿A qué? ¿A decirle que una voz, de la que nunca recuerdo nada, me despierta cada noche? Suena a locura. No, nada de médicos.

Intenté permanecer despierto toda la noche, pero no ocurrió más que acumulé más cansancio al que ya sentía.

Ya no me sobresalto al despertar, es algo que ya espero. Lo que me mantiene al borde de la locura no es escuchar una voz, sino no recordar nada de ella. Me obsesiona saber qué me dice, tal vez si lo llegara a saber, lograría que desapareciera. Quiero saberlo, necesito saberlo. Pero no sé qué hacer, cómo averiguarlo. Si mi sueño no es profundo, no aparece. Y si mi sueño es profundo, se borra de mi memoria nada más despertar.

Mi vida sigue igual. Las únicas evidencias de mi estado son las ojeras que poco a poco, se van oscureciendo bajo mis ojos. Pero es algo que puede pasarle a todo el mundo, una época de dormir mal.

Le he mentido a mi mujer. Le he dicho que ya no escucho la voz. Y así he logrado borrar el velo de preocupación que había tras su expresión forzadamente relajada. Todo vuelve a ser como antes. Todo, menos yo.

No estoy loco. Los locos escuchan voces que les dicen que hagan cosas, que les incitan a hacer cosas malas o perturbadoras. Mi voz se limita a despertarme. Simplemente, me despierto. Y eso no es de locos, ¿verdad?.

Esta noche voy a empezar un diario, anotando la hora en que me despierto y todos los datos que puedan formar parte de un estudio, para poder hallar la forma de saber en qué momento me despertaré y así, estar alerta e intentar atrapar ese sonido. He pensado incluso grabar una noche entera, para ver si queda reflejado. Haré gráficos y aproximaciones, buscaré pautas repetitivas. Y al final, lo lograré, lograré saber lo que me dice la voz. Lograré no olvidarla.


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Llego a casa, sin ánimo para nada. Dejo el bolso sobre una silla, sin más. Sólo me recibe la penumbra. No hay sonidos, ni luces, ni asomo de vida. Los niños pasan unos días con mis padres, mientras yo arreglo las cosas aquí.

Me siento emocionalmente agotada. Ingresar a mi marido en el centro mental ha sido lo más difícil y duro que he hecho en la vida. Más duro incluso que el momento en que llegué a casa y me lo encontré, babeante, balanceándose adelante y atrás, la mirada fija en algún punto frente a él, murmurando "la voz, la voz, no estoy loco, la voz".

Los psiquiatras han tratado de ser lo más positivos posible. Pero aún así pude leer en sus ojos que hay pocas posibilidades de que mi marido pueda volver a ser lo que era, como era. Su mente ha cambiado, su personalidad ha cambiado. Lo único que me consuela, muy levemente, es que parece no percatarse de lo que sucede a su alrededor, está como inmerso en un mundo propio y sólo repite una y otra vez su mantra, ininterrumpidamente.

Voy a la cocina, abro el frigorífico. No he comido nada en todo el día, que pasé del hospital a su trabajo, al mío, papeleos y trámites y miradas de compasión por todas partes. Pero no tengo hambre.

En el fondo de uno de los estantes hay una cerveza. Quizás sea buena idea, me ayudará a dormir. La cojo y voy al salón, me dejo caer en el sofá frente al televisor y la bebo despacio, arrugando un poco la nariz ante el amargor que me deja en la boca.

Después me doy una ducha, larga, intentando que el agua se lleve por el sumidero los pensamientos, las preocupaciones. Estoy agradablemente mareada. Creo que podré dormir toda la noche. Y si no, están las píldoras que me recetaron tan amablemente los médicos de mi marido.

Me espera por delante una etapa dura, tirando adelante de mis hijos, mi hogar, mi marido o más bien lo que queda de él. Pero esta noche voy a dormir y descansar, mañana tengo muchas más cosas que hacer y arreglar, tengo que aprovechar el mareíllo tonto de la cerveza.

Me meto en la cama, cierro los ojos y ni me entero de cuándo me quedo dormida. Un sueño profundo, reparador, justo lo que necesito. Pero de repente, de una forma tan inesperada y aterradora que hace que dé un salto, escucho una voz que me despierta...
 
Para Alumm (espero que esté a la altura de tus expectativas)


Desde el primer momento en que supe que estaba embarazada, empecé a sentir algo especial, diferente, que nunca antes había sentido. Me daban igual las molestias, los análisis de sangre, las pruebas. Cada día buscaba cambios en mi cuerpo, deseando que fuera creciendo la típica barriguita de embarazada. Estudié con intensidad la primera ecografía, en la que sólo veía borrones, intentando dilucidar cuál podía corresponder a mi bebé.

Durante las primeras semanas no noté físicamente nada, salvo cansancio. Estaba feliz, ilusionada. De repente, empecé a ver mujeres embarazadas por todas partes. Veía los cochecitos de bebé y pensaba que en unos meses, yo sería una de esas mujeres. En lugar de comer por dos, me puse a comer el doble de sano. Mi madre me insistía en que comiera mucha fruta, para que el bebé naciera "más sonrosadito". Por lo demás, seguí haciendo mi vida normal.

Y de repente, una noche, en cama, noté por primera vez que se movía. Fue una sensación absolutamente maravillosa. A partir de entonces fue como si todo se volviera más real. Y al mismo tiempo, fue el inicio de una comunicación, de una unión entre los dos. Le hablaba, le canturreaba y cuando acariciaba mi vientre ya no era buscando cambios en mi cuerpo, sino queriendo acariciarle, que me sintiera más aún, que conociera mi tacto, por absurdo que pudiera parecer.

Notaba sus reacciones a mi estado de ánimo, a mi actividad física.... Y cuando pasaban unas horas sin sentir que se movía, preocupada, me tumbaba para ver si así le notaba, o me daba golpecitos en la barriga para ver si reaccionaba. Supongo que en esa etapa debía parecer un poco loca :)

Pasaron los meses, empezaron las clases de preparación al parto y con ellas, el miedo al dolor, a no poder hacerlo, a que pasara algo que dañara al bebé. A medida que mi vientre aumentaba de tamaño, aumentaban las historias sobre partos casi eternos, sobre partos dolorosos... Llegó un momento en que me negué a escuchar más. Decidí disfrutar esa última etapa de mi embarazo igual que lo hice con los primeros meses. Pensé que durante miles de años, las mujeres habían dado a luz en condiciones mucho más precarias que las que vivía yo. Que si había algún tipo de problema tendría a mi lado todo un equipo de profesionales para atendernos.

Fui preparando la bolsa del bebé, con ropa diminuta, blanca, amarilla, verde... Me parecía imposible que pudiera haber un ser humano tan pequeño como para caber dentro de esas prendas. Era como si nunca hubiera visto o tenido en brazos un bebé antes, como si no hubiera incluso cambiado pañales o vestido a uno. Era el mío, supongo que por eso lo sentía y veía todo diferente.

Montamos la cuna, pero aún era pronto para prepararla. La pusimos a los pies de la cama. Yo siempre tuve el sueño muy pesado, por eso tenía miedo de no despertarme aunque el bebé llorara. Mi madre me dijo que estuviera tranquila, que me despertaría con sólo sentir el roce de la sábana cuando se moviera. No quedé muy convencida, pero no podía hacer nada al respecto.

Un día, en el supermercado, me noté diferente. No sabía exactamente lo que había pasado, pero sentía como si algo hubiera cambiado, como más ligera, algo extraño. Mi madre, cuando se lo comenté, me dijo que eso era que el niño se había colocado ya. Imposible, aún faltaban como mínimo tres semanas y las primerizas somos más tardonas. Como fuera, yo me sentía, de repente, más ágil, mejor aún.

Un par de noches más tarde, al acostarme, rompí aguas. Algo totalmente inesperado. Demasiado pronto.

Nos fuimos al hospital, me dijeron que me tumbara en la camilla que iban a "echar un vistazo". Jamás un vistazo me dolió tanto, la verdad. Me había puesto de parto.

Unas pocas horas más tarde di a luz a mi bebé. Una sensación inexplicable, sorprendentemente nada dolorosa. Le cogieron y limpiaron y le pusieron a mi lado, envuelto en una sábana y una mantita. Y el mundo desapareció. Sólo estábamos las dos. Me parecía increíble tener a mi hija ahí, a mi lado. La veía, perfecta, su boquita fruncida como un capullito rosado. Sus ojos cerrados y su ceño medio fruncido. Sus manos, perfectas, con sus dedos diminutos moviéndose. Le tocaba la cara, los brazos, la mano, disfrutando de la maravilla que me había regalado la vida. No sabía lo que estaba pasando alrededor, no me enteré de nada, porque mi mundo, en ese momento, era sólo ella, que abría y cerraba sus ojos y su boquita, despertando mis ganas de abrazarla aún más fuerte, de acercarla aún más a mí, de protegerla de todo lo que pudiera hacerle daño. La tocaba, con un sentimiento que era mezcla de incredulidad, felicidad, orgullo, ternura, amor y magia. Era algo físico, sentía como si por dentro fuera a estallar de puro amor y alegría.

No sé cuánto tiempo duró ese momento. Sé que después, tuve que compartir la existencia de mi hija con los demás, como es natural. Pero cada vez que la veía, que la cogía, volvía a perderme en su existencia, en ese milagro que había crecido en mi interior. Era nuestro mundo particular, nuestros momentos solas. Era particularmente especial cuando le amamantaba, su boca tirando de mi pezón, sus manitas rozándome el pecho y su mirada clavada en la mía. Daba igual que estuviéramos solas o dónde, desde el momento en que nació sentí ese nexo con ella, esa unión única que jamás se romperá entre nosotras, pase lo que pase.
 
Para Alumm (espero que esté a la altura de tus expectativas)


Desde el primer momento en que supe que estaba embarazada, empecé a sentir algo especial, diferente, que nunca antes había sentido. Me daban igual las molestias, los análisis de sangre, las pruebas. Cada día buscaba cambios en mi cuerpo, deseando que fuera creciendo la típica barriguita de embarazada. Estudié con intensidad la primera ecografía, en la que sólo veía borrones, intentando dilucidar cuál podía corresponder a mi bebé.

Durante las primeras semanas no noté físicamente nada, salvo cansancio. Estaba feliz, ilusionada. De repente, empecé a ver mujeres embarazadas por todas partes. Veía los cochecitos de bebé y pensaba que en unos meses, yo sería una de esas mujeres. En lugar de comer por dos, me puse a comer el doble de sano. Mi madre me insistía en que comiera mucha fruta, para que el bebé naciera "más sonrosadito". Por lo demás, seguí haciendo mi vida normal.

Y de repente, una noche, en cama, noté por primera vez que se movía. Fue una sensación absolutamente maravillosa. A partir de entonces fue como si todo se volviera más real. Y al mismo tiempo, fue el inicio de una comunicación, de una unión entre los dos. Le hablaba, le canturreaba y cuando acariciaba mi vientre ya no era buscando cambios en mi cuerpo, sino queriendo acariciarle, que me sintiera más aún, que conociera mi tacto, por absurdo que pudiera parecer.

Notaba sus reacciones a mi estado de ánimo, a mi actividad física.... Y cuando pasaban unas horas sin sentir que se movía, preocupada, me tumbaba para ver si así le notaba, o me daba golpecitos en la barriga para ver si reaccionaba. Supongo que en esa etapa debía parecer un poco loca :)

Pasaron los meses, empezaron las clases de preparación al parto y con ellas, el miedo al dolor, a no poder hacerlo, a que pasara algo que dañara al bebé. A medida que mi vientre aumentaba de tamaño, aumentaban las historias sobre partos casi eternos, sobre partos dolorosos... Llegó un momento en que me negué a escuchar más. Decidí disfrutar esa última etapa de mi embarazo igual que lo hice con los primeros meses. Pensé que durante miles de años, las mujeres habían dado a luz en condiciones mucho más precarias que las que vivía yo. Que si había algún tipo de problema tendría a mi lado todo un equipo de profesionales para atendernos.

Fui preparando la bolsa del bebé, con ropa diminuta, blanca, amarilla, verde... Me parecía imposible que pudiera haber un ser humano tan pequeño como para caber dentro de esas prendas. Era como si nunca hubiera visto o tenido en brazos un bebé antes, como si no hubiera incluso cambiado pañales o vestido a uno. Era el mío, supongo que por eso lo sentía y veía todo diferente.

Montamos la cuna, pero aún era pronto para prepararla. La pusimos a los pies de la cama. Yo siempre tuve el sueño muy pesado, por eso tenía miedo de no despertarme aunque el bebé llorara. Mi madre me dijo que estuviera tranquila, que me despertaría con sólo sentir el roce de la sábana cuando se moviera. No quedé muy convencida, pero no podía hacer nada al respecto.

Un día, en el supermercado, me noté diferente. No sabía exactamente lo que había pasado, pero sentía como si algo hubiera cambiado, como más ligera, algo extraño. Mi madre, cuando se lo comenté, me dijo que eso era que el niño se había colocado ya. Imposible, aún faltaban como mínimo tres semanas y las primerizas somos más tardonas. Como fuera, yo me sentía, de repente, más ágil, mejor aún.

Un par de noches más tarde, al acostarme, rompí aguas. Algo totalmente inesperado. Demasiado pronto.

Nos fuimos al hospital, me dijeron que me tumbara en la camilla que iban a "echar un vistazo". Jamás un vistazo me dolió tanto, la verdad. Me había puesto de parto.

Unas pocas horas más tarde di a luz a mi bebé. Una sensación inexplicable, sorprendentemente nada dolorosa. Le cogieron y limpiaron y le pusieron a mi lado, envuelto en una sábana y una mantita. Y el mundo desapareció. Sólo estábamos las dos. Me parecía increíble tener a mi hija ahí, a mi lado. La veía, perfecta, su boquita fruncida como un capullito rosado. Sus ojos cerrados y su ceño medio fruncido. Sus manos, perfectas, con sus dedos diminutos moviéndose. Le tocaba la cara, los brazos, la mano, disfrutando de la maravilla que me había regalado la vida. No sabía lo que estaba pasando alrededor, no me enteré de nada, porque mi mundo, en ese momento, era sólo ella, que abría y cerraba sus ojos y su boquita, despertando mis ganas de abrazarla aún más fuerte, de acercarla aún más a mí, de protegerla de todo lo que pudiera hacerle daño. La tocaba, con un sentimiento que era mezcla de incredulidad, felicidad, orgullo, ternura, amor y magia. Era algo físico, sentía como si por dentro fuera a estallar de puro amor y alegría.

No sé cuánto tiempo duró ese momento. Sé que después, tuve que compartir la existencia de mi hija con los demás, como es natural. Pero cada vez que la veía, que la cogía, volvía a perderme en su existencia, en ese milagro que había crecido en mi interior. Era nuestro mundo particular, nuestros momentos solas. Era particularmente especial cuando le amamantaba, su boca tirando de mi pezón, sus manitas rozándome el pecho y su mirada clavada en la mía. Daba igual que estuviéramos solas o dónde, desde el momento en que nació sentí ese nexo con ella, esa unión única que jamás se romperá entre nosotras, pase lo que pase.
Muchas gracias, Orni, eres un sol, me he emocionado leyéndolo, es tan bonito... Además lo has hecho porque yo te lo he pedido, eres muy buena, en serio. 😘
 
Empecé a escribir siendo una cría que no levantaba un palmo del suelo. Poesías. Tenía como seis o siete años y hacía rimas de lo más tonto del mundo, pero me gustaba hacerlas, recuerdo que me gustaba el desafío de encontrar palabras que rimaran, más que el "mensaje" en sí.

Después hubo un parón de años, hasta mi adolescencia, donde retomé la escritura de "poemas", trágicas historias de amor rimado. Las escribía y después las tiraba a la papelera. Por el día de las letras gallegas se organizaba en el instituto, un concurso de poesía. Una compañera, que también escribía poemas (y mucho mejores que los míos), me instó a presentarnos. Así que escribí un poema en gallego. Me pareció un horror y lo rompí y tiré. Mi amiga cogió los trozos, los pegó, copió el poema y lo presentó en mi nombre. Gané el segundo premio, una placa que mis padres lucieron orgullosos y que aún debe estar por su casa, dos mil pesetas (que por aquel entonces era una cantidad de dinero respetable, no un dineral pero sí que se podían hacer muchas cosas con eso), la publicación en el Faro de Vigo y lo peor: leer el poema en el auditorio delante de todos los estudiantes presentes.

Soy una persona terriblemente tímida. Estar allí de pie, frente a tantas miradas clavadas en mí, me superaba. Y para más inri, estaba también Marcos, por supuesto (si no sabes quién es, aparece en uno de los relatos). No es que él supiera de mi existencia, claro, pero me hacía las cosas más difíciles. Resumiendo: tras varios tartamudeantes intentos de lectura, acabó leyéndolo un profesor. Yo estaba roja no, lo siguiente al morado oscuro. Y no volví a escribir un poema en mi vida :)

Respecto a los relatos.... son terapia. Hay momentos de mi vida en los que necesito, literalmente, escribir. A veces porque ellos me golpean en la cabeza y no paran de darme la lata hasta que los escribo. Me pasó, por ejemplo, con "Beso". Todo el rato con la imagen de unos labios en la cabeza, machacándome, hasta que lo escribí y desapareció la molestia (sí, suena a locura, lo sé). Muchos de los relatos son fruto de peticiones, porque cuando no sé de qué escribir, pido que me digan algo, una palabra, una escena, un título y escribo al respecto.

Con el paso del tiempo, me he dado cuenta de varias cosas sobre lo qu
Qué
Para Alumm (espero que esté a la altura de tus expectativas)


Desde el primer momento en que supe que estaba embarazada, empecé a sentir algo especial, diferente, que nunca antes había sentido. Me daban igual las molestias, los análisis de sangre, las pruebas. Cada día buscaba cambios en mi cuerpo, deseando que fuera creciendo la típica barriguita de embarazada. Estudié con intensidad la primera ecografía, en la que sólo veía borrones, intentando dilucidar cuál podía corresponder a mi bebé.

Durante las primeras semanas no noté físicamente nada, salvo cansancio. Estaba feliz, ilusionada. De repente, empecé a ver mujeres embarazadas por todas partes. Veía los cochecitos de bebé y pensaba que en unos meses, yo sería una de esas mujeres. En lugar de comer por dos, me puse a comer el doble de sano. Mi madre me insistía en que comiera mucha fruta, para que el bebé naciera "más sonrosadito". Por lo demás, seguí haciendo mi vida normal.

Y de repente, una noche, en cama, noté por primera vez que se movía. Fue una sensación absolutamente maravillosa. A partir de entonces fue como si todo se volviera más real. Y al mismo tiempo, fue el inicio de una comunicación, de una unión entre los dos. Le hablaba, le canturreaba y cuando acariciaba mi vientre ya no era buscando cambios en mi cuerpo, sino queriendo acariciarle, que me sintiera más aún, que conociera mi tacto, por absurdo que pudiera parecer.

Notaba sus reacciones a mi estado de ánimo, a mi actividad física.... Y cuando pasaban unas horas sin sentir que se movía, preocupada, me tumbaba para ver si así le notaba, o me daba golpecitos en la barriga para ver si reaccionaba. Supongo que en esa etapa debía parecer un poco loca :)

Pasaron los meses, empezaron las clases de preparación al parto y con ellas, el miedo al dolor, a no poder hacerlo, a que pasara algo que dañara al bebé. A medida que mi vientre aumentaba de tamaño, aumentaban las historias sobre partos casi eternos, sobre partos dolorosos... Llegó un momento en que me negué a escuchar más. Decidí disfrutar esa última etapa de mi embarazo igual que lo hice con los primeros meses. Pensé que durante miles de años, las mujeres habían dado a luz en condiciones mucho más precarias que las que vivía yo. Que si había algún tipo de problema tendría a mi lado todo un equipo de profesionales para atendernos.

Fui preparando la bolsa del bebé, con ropa diminuta, blanca, amarilla, verde... Me parecía imposible que pudiera haber un ser humano tan pequeño como para caber dentro de esas prendas. Era como si nunca hubiera visto o tenido en brazos un bebé antes, como si no hubiera incluso cambiado pañales o vestido a uno. Era el mío, supongo que por eso lo sentía y veía todo diferente.

Montamos la cuna, pero aún era pronto para prepararla. La pusimos a los pies de la cama. Yo siempre tuve el sueño muy pesado, por eso tenía miedo de no despertarme aunque el bebé llorara. Mi madre me dijo que estuviera tranquila, que me despertaría con sólo sentir el roce de la sábana cuando se moviera. No quedé muy convencida, pero no podía hacer nada al respecto.

Un día, en el supermercado, me noté diferente. No sabía exactamente lo que había pasado, pero sentía como si algo hubiera cambiado, como más ligera, algo extraño. Mi madre, cuando se lo comenté, me dijo que eso era que el niño se había colocado ya. Imposible, aún faltaban como mínimo tres semanas y las primerizas somos más tardonas. Como fuera, yo me sentía, de repente, más ágil, mejor aún.

Un par de noches más tarde, al acostarme, rompí aguas. Algo totalmente inesperado. Demasiado pronto.

Nos fuimos al hospital, me dijeron que me tumbara en la camilla que iban a "echar un vistazo". Jamás un vistazo me dolió tanto, la verdad. Me había puesto de parto.

Unas pocas horas más tarde di a luz a mi bebé. Una sensación inexplicable, sorprendentemente nada dolorosa. Le cogieron y limpiaron y le pusieron a mi lado, envuelto en una sábana y una mantita. Y el mundo desapareció. Sólo estábamos las dos. Me parecía increíble tener a mi hija ahí, a mi lado. La veía, perfecta, su boquita fruncida como un capullito rosado. Sus ojos cerrados y su ceño medio fruncido. Sus manos, perfectas, con sus dedos diminutos moviéndose. Le tocaba la cara, los brazos, la mano, disfrutando de la maravilla que me había regalado la vida. No sabía lo que estaba pasando alrededor, no me enteré de nada, porque mi mundo, en ese momento, era sólo ella, que abría y cerraba sus ojos y su boquita, despertando mis ganas de abrazarla aún más fuerte, de acercarla aún más a mí, de protegerla de todo lo que pudiera hacerle daño. La tocaba, con un sentimiento que era mezcla de incredulidad, felicidad, orgullo, ternura, amor y magia. Era algo físico, sentía como si por dentro fuera a estallar de puro amor y alegría.

No sé cuánto tiempo duró ese momento. Sé que después, tuve que compartir la existencia de mi hija con los demás, como es natural. Pero cada vez que la veía, que la cogía, volvía a perderme en su existencia, en ese milagro que había crecido en mi interior. Era nuestro mundo particular, nuestros momentos solas. Era particularmente especial cuando le amamantaba, su boca tirando de mi pezón, sus manitas rozándome el pecho y su mirada clavada en la mía. Daba igual que estuviéramos solas o dónde, desde el momento en que nació sentí ese nexo con ella, esa unión única que jamás se romperá entre nosotras, pase lo que pase.
Maravilloso. Me has emocionado, que estaba riñendole a la niña, y se me han quitado las ganas de bronca, al revivir cuando la tenía en la tripa y nació, ese miedo y disfrute, esa incertidumbre y el inmenso amor, que viene para quedarse.

¡Gracias guapa!
 
Muchas gracias, Orni, eres un sol, me he emocionado leyéndolo, es tan bonito... Además lo has hecho porque yo te lo he pedido, eres muy buena, en serio. 😘
Gracias a ti, por leerlo con buenos ojos. Siento haber tardado tanto, hay épocas en las que estoy muy liada. Si quieres algún otro tema, ya sabes, pídelo y haré lo que pueda. Bueno, tú o quien sea, claro.
 
Qué

Maravilloso. Me has emocionado, que estaba riñendole a la niña, y se me han quitado las ganas de bronca, al revivir cuando la tenía en la tripa y nació, ese miedo y disfrute, esa incertidumbre y el inmenso amor, que viene para quedarse.

¡Gracias guapa!
Me alegro de haber evitado una bronca maternofilial :) y me alegra que te haya gustado. Ya sabes, si hay algún tema que te interese, pídelo y haré lo que pueda al respecto para escribir sobre ello. Gracias de corazón.
 
Petición

Mi vida era normal, es posible que algunas personas pudieran considerarla incluso aburrida. Monótona. Pero yo estaba encantada con ella. Me consideraba, en cierto modo, una observadora de las vidas ajenas.

Me encanta leer. Pasaba horas en la Biblioteca, disfrutando del entorno luminoso, amplio, en el que los únicos sonidos que se percibían era el suave pasar de hojas o el rasgueo de algún lápiz sobre el papel, a veces acompañados, sobre todo en invierno, de discretas toses. Me llevaba el libro que estuviera leyendo y me sentaba siempre en la misma mesa.

Cuando hacía buen tiempo o simplemente no me apetecía el paseo hasta allí, me quedaba en el parque cercano a mi casa. Era complicado centrarse en la lectura, con los ruidos del tráfico, los gritos de los niños jugando, el trino de los pájaros o el sonido del agua borboteando en las fuentes. Pero era agradable estar allí sentada, al sol, paseando vagamente mi mirada sobre las palabras escritas, pero con mi atención puesta en la gente que me rodeaba.

A veces me reunía con alguna amiga y pasaba unas horas poniéndome al día de sus idas y venidas. Rara vez contaba algo, ya que mi vida era, como dije, bastante lineal: trabajar, casa, lectura, paseos, el mar.... El mar. Cuando me sentía ahogar por alguna cosa tonta o no tan tonta, me iba al puerto deportivo, a ver el mar. Sí, es paradójico que mi antídoto para el ahogamiento vital fuera el mar. Me acercaba al espolón en el que pacientes pescadores de todas las edades esperaban atrapar algún trofeo. Me acodaba en el muro y miraba el mar. Y poco a poco, aquello que fuera que me inquietaba o me hacía sentir mal, se iba no diluyendo pero sí tomando una perspectiva más real, no tan exagerada como me parecía.

Fue en una tarde con una amiga cuando le conocí. Nosotras estábamos riendo, recordando anécdotas tontas de nuestra adolescencia, cuando se acercaron tres hombres. Uno de ellos conocía a mi amiga y se había acercado para saludarla, siendo seguido por sus dos acompañantes. Mientras hablaban, me fijé en uno de los acompañantes. Me llamó la atención porque parecía estar a punto de quedarse dormido de pie. Se balanceaba, con los ojos entrecerrados, como si estuviera a punto de caerse de un momento a otro. Tuve la impresión de que se había pasado un poco con la bebida, lo cual me sorprendió por la hora temprana que era y el lugar en el que estábamos. A los pocos minutos para mí fue evidente que mi amiga estaba encantada por la atención que estaba recibiendo, así que, con una sonrisa, murmuré una excusa, me despedí y salí hacia mi casa.

Mi vida siguió, como siempre, tranquila, sin problemas, haciendo planes para mis próximas vacaciones, disfrutando de las pequeñas y grandes cosas del día a día.

Un día bajé al parque. Llevaba una novela que sabía que posiblemente no llegara ni a abrir. Me senté en el banco y enseguida me llamó la atención un niño como de cinco o seis años, sentado en el borde de la fuente, jugando con una hoja que hacía las veces de barco. El chiquillo se inclinaba peligrosamente hacia adelante cuando el agua, al caer, hacía que la hoja se alejara hacia el centro. Conforme pasaban los minutos, el niño se inclinaba más y más y estaba más cerca de caer dentro de la fuente. Paseé mi mirada un poco más allá, intentando adivinar cuál de las mujeres presentes era su madre y si era consciente de lo que estaba haciendo su hijo, mientras sopesaba la posibilidad de acercarme a la fuente y aconsejar al chavalín que saliera de allí o que cogiera otra hoja porque podía caer dentro de la fuente. Casi me había puesto en pie, cuando oí una voz femenina gritando un nombre. El niño dio un respingo tal, que hundió su brazo en el agua. Una mujer llegó corriendo y se puso a regañarle, agarrándole por el brazo que tenía seco. Un pequeño drama de la vida.

Mientras veía la escena, pasó por su lado un hombre que me resultaba conocido. Fruncí el ceño, siempre he sido un desastre para recordar caras y nombres, pero de pronto lo recordé: era el hombre que se dormía de pie. Aparté la mirada, convencida de que él no se acordaría de mí, sólo coincidimos unos minutos, él estaba más allá que acá y, seamos realistas, no soy una persona que la gente recuerde. Así que me dispuse a coger mi novela y empezar a leer. Pero para mi sorpresa, él fijó su mirada en mí y sonrió. Una enorme sonrisa, de hecho. Se acercó dando unas cuantas zancadas y yo me puse en pie, para saludarle. Y sí, se acordaba de mí.

Acabamos pasando la tarde juntos, sentados en ese banco. Hablamos. De libros, de viajes hechos o por hacer, del tiempo, de sueños, de trabajos..... Fue una de esas raras ocasiones en las que soy partícipe en lugar de ser simplemente oyente o espectadora. Porque, desde ese primer momento, se me hizo fácil hablar con él. El tiempo pasó volando, como suele suceder cuando uno se divierte y pronto empezó a bajar el sol. Me levanté, aduciendo que era ya tarde y tenía que irme a casa. Él asintió y dijo que también se iba. Nos despedimos y nos fuimos cada uno por su lado.

Durante el camino y un buen rato después de llegar a casa, rememoré nuestra charla. Me había divertido mucho, había sido muy agradable, un cambio agradable en mi rutina. Después, me puse a preparar las cosas para el día siguiente y el recuerdo de esa tarde fue simplemente eso, un recuerdo agradable.

El siguiente fin de semana volví a bajar al parque, a mi banco. Y al rato, apareció él, como de la nada. Estaba distraída mirando una escena preciosa de un abuelo atando los zapatos de su nieto, esas manos arrugadas, cansadas pero aún fuertes y hábiles enlazando los cordones y después acariciando la cabecita infantil con todo el amor del mundo. Me gustaba el amor, en cualquiera de sus facetas, disfrutaba viendo cómo lo vivían los demás, me hacía feliz.

Se sentó a mi lado y empezó a hablar como si fuera lo más natural del mundo. Cuando me di cuenta, estábamos en pleno debate. Era obvio que a él no le gustaba nada perder y fue esa pasión por la victora la que me acicateó para ponérselo difícil, así que exprimí mi pobre cerebro y mi memoria, para contraatacar sus argumentos. En lo más apasionado de la conversación, de repente, se puso en pie, me tendió la mano y dijo "Vamos". Me levanté, obviando su mano y me dejé llevar, para mi sorpresa, hasta el espigón del puerto deportivo. Saber que ambos íbamos allí a adquirir perspectiva hizo que, de alguna forma, nos sintiéramos más cercanos que antes. La conversación allí fue deslabazada, lenta, estábamos más centrados en disfrutar el picante olor salado del mar, en ver los barcos, las bateas de los mejillones, las gaviotas planeando que en conversar. Y, no obstante, ese rato sin apenas hablar hizo que le conociera mejor.

Otra vez nos pilló el atardecer juntos y otra vez nos despedimos y separamos. Pero en esta segunda ocasión tardé mucho más en guardar esas horas entre mis recuerdos.

Casi todos los días que bajaba al parque, aparecía él, sonriendo y con su particular forma de caminar, con esas largas zancadas tan suyas. Y pasábamos las horas charlando, riendo y discutiendo.

Me gustaba tener un amigo con quien poder compartir esa parte de mi vida. Alguien directo, alguien que me veía realmente, que prestaba su atención a mis ideas y razonamientos, aunque fuera sólo con intención de rebatirlos :) Me sentía bien, cómoda, a gusto.

Se acercaba el final del otoño, los días empezaban a refrescar y acortarse. Pronto mis visitas al parque serían sustituídas por las visitas a la Biblioteca. Inesperadamente, una tarde me preguntó qué haríamos cuando llegara el mal tiempo. Mi primera impresión fue de sorpresa, porque no me había planteado esa cuestión. Y cuando me puse a pensar en ello, me di cuenta de que no quería que esos encuentros cesaran. Otra sorpresa. Él propuso vernos en una cafetería, tal día a tal hora. Acepté, casi sin darme cuenta de lo que hacía. Y así, nuestras reuniones se desplazaron a una cafetería cercana. Con el tiempo, intercambiamos los números de teléfono y pasamos de hablar en persona a hacerlo también vía telefónica. Parecía que siempre teníamos algo que contarnos. Yo, que siempre estaba silenciosa, había descubierto todo un arsenal de cosas que contar, que compartir.

Y así fui enamorándome. No fue un amor a primera vista. No fue un rayo de energía. No fue una pasión devastadora. Fue descubrirnos uno al otro poco a poco, mostrándonos tal cual éramos, contando cada vez cosas más íntimas, más importantes. Sin darme cuenta, sin esperarlo ni desearlo.

Mi vida, hasta entonces tan lineal, se convirtió en una montaña rusa de emociones. El amor me hacía sentir como si fuera la persona más feliz del planeta o me atenazaba con ansiedad. Inconscientemente, me fui amoldando a sus horarios y el tiempo pasado con él se convirtió en una de las cosas más importantes para mí.

Empezó a acompañarme a casa desde la cafetería. Me cogía la mano de forma totalmente natural y me dejaba en el portal, con esa sonrisa enorme suya, con esa mirada que parecía excluir al resto del mundo, que era solamente para mí.

Fue cosa de tiempo que nos viera alguien conocido y que, entre nuestros amigos se corriera la voz de que estábamos juntos.

Y por fin, una de esas tardes de invierno, al llegar al portal, entró tras de mí. Subimos en el ascensor en silencio, el primer silencio incómodo que había entre nosotros. Yo estaba nerviosa, él parecía como siempre, seguro de sí mismo.

Al entrar en el piso, se puso frente a mí, levantó mi barbilla con el dedo índice de su mano derecha, para verme bien la cara, acercó la suya y me besó. No fue un beso apasionado, fue más bien como una vuelta a casa. Como si todo estuviera y fuera como debía. Una expresión más de la complicidad e intimidad que habíamos compartido durante las semanas previas. Se apartó ligeramente, se puso serio y clavó su mirada en la mía, como si buscara algo, no sé el qué. Al cabo de unos segundos que se me hicieron eternos bajo esa mirada escrutadora, tomó mi mano y me dirigió hacia el dormitorio. Bueno, he de decir que atinó con el dormitorio a la segunda, ya que no conocía mi piso. El que la primera puerta que abrió fuera la del cuarto de lavadora y caldera, no hizo más que provocarnos una risa espontánea y, en mi caso, un poco liberadora.

Me fue desnudando físicamente tal como había hecho emocionalmente. Sacando prenda tras prenda, estudiando mi cuerpo, rozando mi brazo con uno de sus dedos, dibujando el contorno de mi ropa interior, cerrando los ojos y leyendo cada curva y cada plano de mi cuerpo con las yemas de sus dedos, como si me moldeara. Fue suave, lento, sus ojos clavados en los míos. Fue perfecto, tan natural y sencillo como nuestras conversaciones.

A partir de entonces pasábamos los fines de semana juntos. Fue dejando cosas suyas: ropa en el armario para no tener que estar trayendo y llevando. Cepillo de dientes. Maquinillas de afeitar. Libros en la mesilla y los estantes. Su marca de café favorita.

Fue una transición igual de pausada y natural como había sido todo entre nosotros desde el principio. La montaña rusa se hacía mayor, con casi ninguna bajada, sólo elevándome más y más.

Pasamos las fiestas navideñas separados, cada uno con su familia, en distintas ciudades, pero nos reencontramos justo después de Año nuevo y fue como si no hubiera habido separación. Seguíamos hablando y compartiendo cosas, seguíamos unidos física, emocional e intelectualmente. Era fantástico tener a alguien con quien compartir las cosas que me pasaban en el trabajo, o lo que simplemente se me pasaba por la cabeza. Compartíamos todo.

Con el paso de los meses, empezó a pasar cada vez más días conmigo, a comentar la posibilidad de poner su piso en alquiler y venir a vivir conmigo porque después de todo, pasaba más tiempo en mi casa que en la suya. De hecho, casi era ya nuestra casa, por la cantidad de cosas suyas que había por todas partes. Me encantaba la idea de compartir nuestras vidas. En cierta forma, tenía la impresión de que siempre habíamos estado juntos, de que llevábamos juntos mucho, mucho tiempo y que siempre sería así.

El tiempo pasaba y el traslado "oficial" no llegaba. No tenía prisa, simplemente me sorprendía que hubiera planteado el vivir juntos y no lo llevara a cabo inmediatamente, tal como solía hacer las cosas cuando decidía algo. Pero como todo hasta ahora, pensé que pasaría cuando tuviera que pasar, de forma tan natural como el resto de las cosas.

Mi amor era un amor sólido, constante, seguro, firme. Sentía que las cosas eran como tenían que ser, que encajábamos perfectamente, que sentía que nos complementábamos. No soñaba con perdices, pajaritos y unicornios de color rosa. No soñaba, sólo vivía ese sentimiento. Con él. El amor no trastocaba mi vida, la enriquecía y me hacía la felicidad más fácil de alcanzar.

Cada día que pasaba, se consolidaba más la relación, a pesar de que su mudanza se alargaba en el tiempo.

Pasaron los meses. Las cosas seguían igual de bien que siempre. Nos conocíamos tan bien que cuando había algún desacuerdo nos dábamos un tiempo para respirar y después lo convertíamos en uno de nuestros debates.

Fue un martes. Es curioso las cosas que se nos quedan grabadas cuando sufrimos una gran impresión, ¿verdad? No recuerdo el tiempo que hacía, no recuerdo la ropa que llevaba puesta, de ese día sólo me quedan fragmentos inconexos.

Ese martes llegué del trabajo, entré en el piso e inmediatamente noté algo diferente. Encendí las luces. Él los martes solía llegar un par de horas después de mí. Seguía sin comprender el motivo de mi desasosiego. Pensé que era tonta, que no pasaba nada, que no tenía sentido sentirme así. Cuando entré en la cocina, vi las llaves. Simplemente eso, sus llaves, en medio de la mesa blanca, colocadas cuidadosamente, el llavero, su llavero, reposando sobre el mueble. Mi primer pensamiento fue que se había olvidado las llaves en casa, pero que no pasaba nada porque los martes (martes, martes) siempre llegaba más tarde que yo.

Mis reacciones posteriores fueron inconscientes, sin pensarlas. Sin quitarme el abrigo, entré en el dormitorio (nuestro dormitorio) y vi vacía la superficie de la mesilla de noche de su lado. Abrí el armario y ví las perchas vacías. Corrí hacia el baño y no estaban su cepillo de dientes, sus maquinillas de afeitar, sus cremas, desodorantes, su champú especial. Recorrí la casa encontrando sólo su ausencia.

No sé cómo llegué allí ni sé el motivo por el que fui precisamente a ese sitio, pero cuando me di cuenta, estaba en el parque, acercándome al banco, a mi banco, que se convirtió en nuestro banco el verano anterior. Había una pareja sentada en él. Girados uno hacia otra. Él le sonreía con una sonrisa amplia, mirándole a los ojos, a ella, haciendo que el resto del mundo desapareciéramos y sólo estuvieran ellos dos. Me quedé inmóvil. Me congelé. Mi cabeza zumbaba y por un momento temí desmayarme. No sentía nada más que un frío que me llenaba por dentro. Mientras les miraba, él, con su dedo índice, levantó su barbilla, para que ella le mirara y sin apartar sus ojos de los de ella, acercó sus labios a su boca y la besó suave y dulcemente, sin pasión ni furia.

No podía moverme. No podía apartar la vista de ellos. No podía acallar el zumbido de mis oídos. Se pusieron en pie, él la cogió de la mano y se alejaron, unidos, saliendo del parque. Yo me quedé como una idiota, mirando el banco, simplemente eso, sin pensar, sin sentir nada más allá de ese frío interior.

Lo siguiente que recuerdo es estar en casa, sentada a la mesa de la cocina, viendo las llaves. Cogí el teléfono varias veces, con intención de llamarle, preguntarle, saber.... No era capaz de pensar con claridad, no acababa de asumir que él se había ido y que él estaba con otra, que no solamente se había ido con otra sino que estaba repitiendo lo que habíamos vivido juntos, estaba manchando los recuerdos, las vivencias, las estaba abaratando. No había sido nada especial, nada natural, nada espontáneo ni sincero ni real, había sido simplemente su forma de hacer las cosas.

Pasé la noche allí sentada, mirando las llaves como si ellas tuvieran las respuestas a unas preguntas que ni siquiera me había planteado. A primera hora de la mañana, llamé a mi trabajo para avisar que no podría ir. La falta de sueño y descanso hizo que el zumbido de mi cabeza subiera en intensidad. Me puse en pie, sintiendo el cuerpo abotargado. Torpemente, fui recorriendo de nuevo cada habitación del piso, comprobando que no quedaba ni rastro de él. Ni una sola cosa. Incluso había bajado la basura.

Poco a poco mi mente empezó a reaccionar. No era posible. Ayer estábamos haciendo planes para las vacaciones de verano. Fue idea suya, fue él quien lo propuso. No lo entiendo. Tiene que haber un error. Esto no puede ser. Pero la imagen de la pareja en el banco estaba grabada en mi memoria. ¿Podía haber sido una especie de espejismo? Pero aunque lo fuera, eso no explicaba las llaves y la ausencia de sus cosas. No lo entiendo. No lo entiendo. No puede ser.

Sonó el teléfono y lo cogí con manos temblorosas. Vi un nombre en la pantalla, una amiga. No respondí, no podía. Al cabo de unos segundos, dejó de sonar y después el tono de aviso de mensaje retumbó en la soledad de mi piso. Leí el mensaje, era de mi amiga. Les había visto, a los dos, saliendo de un edificio cogidos de la mano y besándose.

Me dejé caer en el sofá. La mañana fue transcurriendo perezosamente. Yo me limitaba a estar sentada allí, mirando danzar las motas doradas de polvo suspendidas en el aire. Intentaba asimilar lo ocurrido. Repasaba una y otra vez las últimas horas, nuestra última conversación, nuestra última noche juntos. Última. Esa palabra fue la que me hizo reaccionar.

Ya no habrá más charlas, más juegos, más miradas, más debates, más intimidad. Comprendí lo que era el dolor fantasma, porque sentía que me habían amputado una parte y que, a pesar de su ausencia o mejor dicho, precisamente por ello, me dolía. Me dolía lo que había perdido, sentía vergüenza ¿por qué? No lo sé, pero estaba avergonzada. En cierto modo, sentía algo parecido a la culpa. Me sentía vacía y helada.

Fui al dormitorio y me metí en la cama, vestida. Aún podía olerle. Cerré los ojos y me recreé en ese aroma tan familiar y querido mientras pensaba "última, última", la última vez que le respiraría. Y fue entonces, con los ojos cerrados y envuelta en su olor, cuando empecé a llorar.

Lloré y lloré y lloré hasta quedarme dormida. Me desperté de madrugada, con los ojos legañosos y la almohada húmeda. Me levanté y cambié las sábanas. Me desnudé y me di una ducha larga y cálida. Y lloré un poco más. Una vez duchada y con ropa cómoda, inspiré profundamente varias veces y decidí no llorar más, no regodearme en mi sufrimiento. Pero eso es mucho más fácil de decir que de hacer. Él estaba en mi vida, en mi día a día. Nuestra rutina había sustituido a mi vida normal y monótona. No sabía qué hacer, era como si no supiera quién era yo, como si el "nosotros" me hubiera borrado como ser individual. Como si toda mi vida se limitase a esos meses con él. No sabía qué hacer, dónde ir. Todas esas horas que pasábamos juntos, haciendo cosas, se me antojaban imposibles de llenar por mí misma.

Bien. Ir a trabajar. Jueves. Al trabajo. De forma automática, sin pensar, dejando deslizarse las horas hasta el momento de dar la jornada por finalizada. A casa. Vacía. Su ausencia estaba presente en todas partes. ¿Qué puedo hacer? ¿quién soy yo? Duele. Una opresión, una sensación física en el pecho que ha ocupado el lugar del frío.

El mar. Tengo que ver el mar. Salgo precipitadamente, dando un portazo y voy casi corriendo hasta el espigón del puerto deportivo. Cuando estoy a punto de llegar, me detengo en seco ¿y si están allí? Pero sigo avanzando. Necesito el mar, necesito perspectiva, necesito algo que me ayude.

Los pescadores siguen inmóviles, atentos a sus cañas. Me acodo en el muro y miro el mar. Cierro los ojos durante un instante y lo huelo. El graznido de las gaviotas es el único sonido que llega hasta mí. Siento que las lágrimas pujan por rebosar en mis ojos, pero trato de retenerlas. No lloro, es sólo una lágrima rebelde que humedece mi mejilla.

El mar. Siempre está ahí, impertérrito ante nuestros pequeños o grandes dramas, ante nuestras alegrías y tristezas. El ritmo de las mareas no cesa. Ha sido así siempre y seguirá siendo cuando nosotros no estemos. El mar inmenso, misterioso. Paso horas ahí, mirándolo, escuchando y tratando de rehacerme.

De vuelta en casa trato de comer algo. Mi teléfono suena de nuevo. Al parecer la noticia se ha extendido y mis amigas y amigos me llaman para saber qué tal estoy, qué necesito. Paz, tiempo, algo que hacer, volver a ser yo. ¿Cómo puedo volver a ser alguien que no recuerdo cómo era? ¿Cómo puedo volver a una vida incompleta? Rechazo los intentos de animarme de toda la gente que me llama. Estoy sumida en una espiral de autocompasión. Pero realmente no sé qué hacer. Duele. Paseo mi mirada por la sala y mi vista se detiene en un estante, en el que de un libro sobresale, desafiante, un marcapáginas. Me doy cuenta de que hace mucho que no leo. Me levanto, cojo el libro y me pongo a leer. Al poco rato, mi mente está inmersa en otra historia, en otro lugar.

El día siguiente no es más fácil. Viernes. Trabajo. Casa. Leer. Todo como un autómata. Y empieza el fin de semana, horas y horas sin saber qué hacer para llenarlas, horas y horas sin nadie con quién hablar, discutir o guerrear.

Las llaves siguen sobre la mesa. No las he tocado. Y, en un arranque súbito de furia, las cojo y las tiro al suelo. Las veo, sobre las baldosas de la cocina. El enfado, la ira borra momentáneamente el dolor, la autocompasión y la tristeza. Doy un golpe en la mesa y decido enfrentarme a todo eso. Me obligo a decirlo en voz alta. Se acabó. No va a volver. No volveremos a hablar. No haremos el amor nunca más. No estará en casa al llegar. No discutiremos más. No reiremos más. Nada de lo que hemos vivido volverá. Y ningún recuerdo podrá ser del todo dulce, porque no sé si fue real o simplemente su forma de actuar con todas sus relaciones. Última. Fin.

El sábado por la mañana cojo mi libro y voy a la Biblioteca. Su amplitud luminosa me acoge, como siempre. Me siento en mi mesa y escucho los pasos apagados, el pasar de hojas y el rasgueo de la escritura. Me dejo abrazar por la atmósfera cálida y silenciosa y paso la mañana leyendo.

Trato de comer algo, cualquier cosa, que sazono con lágrimas que no quiero verter porque son las compañeras del dolor y la tristeza, pero no puedo vencerlas, al menos, no de momento. Sigo sintiendo el dolor fantasma de la amputación. Duele.

Intento no pensar en mañana o el lunes, me limito a ir paso a paso, hora a hora. Cuando mi mente vuelve a él, pienso en otra cosa, cualquier cosa. Y leo, leo, leo sin parar. Soy la versión lectora de un alcohólico que ahoga sus penas.

El sábado por la tarde bajo al parque. Estoy temblando, como si estuviéramos en pleno mes de febrero. Pero tengo que hacerlo. Tengo que enfrentarme a los sitios, a los recuerdos, o se me enquistará la cobardía o quizás el rencor o el temor y no podré volver, me habrá quitado parte de algo que formaba parte de mi vida. Y no puedo permitirlo. Así que temblando como una niña, voy hacia mi banco, aterrada ante la idea de verles de nuevo. Está vacío, así que me siento y empiezo a intentar leer. Si siempre me costó hacerlo en el parque, ahora es peor, no puedo concentrarme en nada. Levanto la vista y .... ahí está, es como si hubiera dado marcha atrás en el tiempo, ahí viene, con sus zancadas largas y seguras, su sonrisa amplia, su mirada fija en el banco.... hasta que se da cuenta de que soy yo y no ella. Entonces se detiene de súbito. La sonrisa desaparece de sus labios. Yo me levanto, la cabeza bien alta, seria y mirándole, retándole con mi mirada. Hace amago de acercarse, pero algo en la expresión de mi rostro le hace cambiar de opinión. En ese momento llega una muchacha corriendo, gritando su nombre. Llega hasta él, se agarra a su brazo y le sonríe, totalmente encandilada. Yo fui esa. Pero ya no. Nunca. Última. No aparto la mirada de su cara. Él agarra a la muchacha por el brazo y se aleja con ella, sin mirar atrás.

Me dejo caer en el banco, temblando y aguantando las ganas de llorar. Quizás debí dejar que se acercara, que me hablara, quizás así sabría el motivo..... ¿cambiaría algo saber el motivo? ¿y si no había ningún motivo, si simplemente él era así y así actuaba?

Tengo que dejar de darle vueltas en la cabeza, tengo que retomar mi vida, pero primero tengo que saber cómo es mi vida. Mis libros, la Biblioteca, el mar. Es un comienzo.

 
Cuando abrí el hilo, mi intención era poner mis chorradillas y contar cosas de mi vida que fueran divertidas, absurdas o bonitas. Que las cosas tristes o malas fueran relatos inventados, aunque tuvieran tal vez alguna pincelada de realidad.

Cuando escribí la historia anterior a este post en el hilo, dediqué la mayor parte del relato en narrar la parte digamos romántica y quizás eso hizo que la parte final quedara un poco coja. Mi intención era incidir en lo bueno para que cuando llegara el desengaño, se entendiera que el dolor era proporcional a lo bien que iba todo antes, a la intimidad y confianza que sentía la mujer en esa relación y que se quebró repentinamente y la dejó tambaleando.

Así que me gustaría compartir contigo una historia triste de mi vida.

Cuando llevaba cuatro años felizmente divorciada, conocí a alguien, nos hicimos amigos, nos hablábamos y compartíamos nuestras cosas, durante un par de años. Llegó un momento en que la relación de amistad fue girando, suave, lenta y gradualmente hacia una relación de pareja.

No había unicornios en el cielo ni los pajaritos venían a despertarme por las mañanas. Simplemente se convirtió en parte de mi vida. Alguien que me conocía, que me apoyaba cuando lo necesitaba y para quien yo estaba cuando la situación fuera al revés.

Pasó el tiempo y vino a vivir conmigo y con mi hijo. Encajó en casa y en nuestras vidas con total facilidad. Mi hijo estaba encantado, fue cuando me di cuenta de lo mucho que necesitaba una figura masculina en su vida.

Cuando llevábamos un año viviendo juntos, empezó a quejarse de un dolor de garganta, como si tuviera algo clavado o una herida en la garganta. Fuimos al centro médico, no le encontraron nada y nos derivaron a un otorrinolaringólogo para examinarle más a fondo. El especialista tampoco encontró nada y nos dijo que volviéramos a casa, que seguramente sería una herida diminuta y que si seguía con molestias, volviéramos. Recuerdo que él salió primero de la consulta y cuando yo iba a cerrar la puerta a mi espalda, el médico nos pidió que volviéramos. Nos dijo que seguramente no aparecería nada, pero que para asegurarse, se hiciera unas radiografías.

Y en las radiografías apareció una mancha, que en principio dijeron que estaba fuera de los pulmones. Para resumir, unos días y bastantes pruebas desagradables después la neumóloga nos dijo que tenía cáncer de pulmón, con metástasis en los huesos. Él era joven tenía 33 años (sí, soy una asaltacunas, catorce años mayor) y la neumóloga dijo que el oncólogo nos lo explicaría mejor, pero que si lograban que el cáncer no se extendiera más, podría vivir unos diez años y si tenía la suerte de que se pudiera operar al cabo de ese tiempo, quizás otros cinco o diez años más.

Él no sólo era la persona más inteligente que he conocido, también la más pragmática. Ese día lo pasó pensando, buscando la soledad. Mi hermana por entonces ya llevaba cuatro años de tratamiento contra su cáncer de colon también con metástasis (en el hígado), así que tenía una idea de lo que le esperaba a él. Pensé que se iría a su casa, con su familia y sus amigos, en la otra punta de la Comunidad Autónoma. Yo quería que se quedara con nosotros. Y se lo dije. Que entendería que se fuera con su gente, pero que lo que yo quería era estar con él.

Y decidió quedarse. Se cambió a la habitación libre, para estar más cómodo y tener su sitio donde aislarse cuando lo necesitara (nunca llegó a hacerlo). Fue un fin de semana a visitar a su gente, a despedirse de familiares y amigos, dijo que quería que la última vez que le vieran fuera estando "bien", que le vieran fuerte, incluso con apariencia de estar sano. Desde su vuelta, empecé a llamar diariamente a su padre, para contarle cómo estaba, las citas médicas, etc

Y él, siempre tan independiente, tan autosuficiente, fue delegando todo lo que él llamaba "intendencias" en mí. Empecé a escribir una libretita con las citas médicas, con las horas de los medicamentos, etc.

Unos días más tarde, se quedó ciego, de repente. Metástasis en el cerebro. Pasamos de tener años por delante a tener meses. Radioterapia para recuperar en lo posible la vista y el control de las extremidades. Y cuidados paliativos.

Me convertí en una payasa. Llegué incluso a hacer un número de claqué (yo, que soy un pato con dos pies izquierdos), todo por tenerle distraído y arrancarle una sonrisa o una carcajada. Inventé docenas de juegos "de pensar" (le encantaban) para ir pasando las largas horas de espera en la quimio o en alguna consulta.

El diagnóstico se lo dieron el 17 de noviembre. Murió el 1 de marzo. Durante ese tiempo, aprendí a llorar antes de levantarme para que ni él ni mi hijo me vieran triste. Aprendí a sonreír, incluso reír aunque estuviera hecha un trapo por dentro.

Mi amigo el insomnio empezó entonces. Toda mi energía la gastaba en tener buena cara para mi hijo, pero después de dejarle en el colegio me metía en mi coche y pasaba horas allí. Porque entrar en casa era horrible. No, no pienses que era una de esas protagonistas de película ni nada de eso. Lo que no soportaba era el no saber. No saber dónde se había ido lo que era él, no saber si simplemente dejó de existir y se acabó o si eso que era él, más allá de su cuerpo, de alguna forma, aún existía. Y si estaba bien o no.

Siempre he envidiado a la gente religiosa. Ellos tienen sus creencias. Ellos saben, o creen saber. Yo no. Me convertí en una zombie. Hacía las cosas mecánicamente, a veces me encontraba en un sitio y no recordaba qué había ido a hacer allí. Otras veces, me ponía a llorar sin más, sin poder controlarlo, yo, que odio mostrar mis sentimientos en público. El esfuerzo de intentar aparentar alguna normalidad cuando mi niño estaba en casa, me dejaba agotada. Yo le había dicho que estaría triste un tiempo, pero que él podía ayudarme si cuando me viera triste, me daba un abrazo. Quería que entendiera, a su manera, y que se sintiera útil. Mi hijo tiene un trastorno de la comunicación que hace que entienda las cosas, por decirlo de alguna forma, a su manera particular. Y cuando le dije eso, él me dijo que no tenía que estar triste, porque C no había muerto. Que se había ido a vivir al país de los recuerdos y que mientras nosotros no le olvidáramos, seguiría vivo, sólo que en otro sitio.

No entendía que el mundo pudiera seguir como si nada. Me hacía daño ver gente, gente yendo y viniendo, gente caminando, hablando, viviendo en un mundo en el que él ya no estaba. Me parecía algo asombroso, que una persona tan válida, inteligente, tenaz y maravillosa ya no estuviera y todo siguiera igual, como el mar, que es imperturbable a nuestras alegrías y dolores.

Cuando sufres un desengaño amoroso lo pasas mal. Analizas todo, te sientes culpable o te minusvaloras. Tienes ganas de meterte en cama, cerrar los ojos y permanecer ahí el resto de tu vida. No comes, no duermes, apenas hablas. Sólo sientes dolor y a veces, algo de culpabilidad, porque te preguntas si no habrá sido culpa tuya por haber dicho tal o cual cosa (o no haberla dicho) o por no haber hecho tal o cual cosa (o haberla hecho). Cuesta mucho tomar distancia, pensar con claridad, recoger los trocitos y recomponerlos.

Yo me fustigaba con recuerdos. Cosas que no hice, o que no hice lo suficientemente bien. Momentos en que estaba cansada y quizás pude esforzarme un poquito más. Siempre se puede hacer más.

Yo deseé cientos de veces que él en lugar de morir, me hubiera dejado. Me dolería, lo pasaría mal, pero al menos él seguiría vivo.

Pero la vida no es como queremos, afortunadamente. Sí, afortunadamente. Tenemos que vivir lo que nos toca.

Mi hermana murió quince meses después. Mi niño me dijo que no me preocupara, que C estaría esperándola en el país de los recuerdos y que cuidaría de ella. Además, me dijo que iba a estudiar para de mayor ser inventor e inventar una máquina del tiempo. Viajaría unos años atrás, para avisarles a los dos de que fueran al médico a tiempo para poder curarse. O si no, inventaría una poción mágica para que volvieran.

Han pasado seis años. El tiempo no lo cura todo. Al igual que la mujer destrozada del relato, se tarda mucho en recoger los pedacitos, en aceptar lo que ha pasado, en aceptar que no hay culpa. Y cuando recompones los pedacitos, el resultado no es siempre lo que fue antes. Cambias. Algunas personas se endurecen. Otras, se vuelven desconfiadas. Creo que muy pocas siguen como si tal cosa. Hay cicatrices que no se ven y esas suelen ser las peores.

¿Por qué te cuento esto? Porque quería, en cierta manera, completar el relato escrito ayer. La parte en la que hay que encarar el día a día pero ves que no puedes, así que al principio vas pensando sólo en pasar la siguiente hora o la siguiente media hora. Y así vas tirando. Y empiezas a buscar cosas que te ayuden. Como escribir chorradillas y publicarlas en un foro, por ejemplo. O leer. O ver el mar. O escuchar música. O hacer punto de cruz. Algo que haga que el tiempo pase y que puedas respirar sin sentir esa opresión en el pecho, como si tuvieras un peso enorme que te impide coger todo el aire que necesitas. Un salvavidas que evite que te ahogues. Y esperas que todo vaya mejor con el tiempo. Y a veces va, supongo. Pero nunca cura, porque te deja marca.

Y ahora tengo que pedirte perdón por ponerme ñoña y escribir este serial lacrimógeno. Ya te digo que no pensaba poner nada de las cosas tristes que me pasaron, pero el relato quedó cojo y quería regalarle este post a la persona que me lo pidió, con mi agradecimiento por todo.

Y gracias a ti por leerme, si es que has sido capaz de llegar hasta aquí. :)
 
Tiempo

Ya habían pasado sus años de loca juventud, estaba ya mediada la treintena. La serenidad por fin, tras una larga carrera, la había alcanzado, llenando su vida de momentos dulces y tranquilos. Había aprendido a apreciar los pequeños lujos de la vida y la salud, a disfrutar de las cosas que la rodeaban y que poco tiempo atrás daba por supuestas y por eternas en su vida. Un aroma, ya fuera de una flor o de una comida, el distinto colorido de las estaciones, sentir el calor de los rayos del sol en su cara, o los alfilerazos del frío viento invernal... ahora encontraba motivos de gozo y alegría a su alrededor.

Qué placer en la quietud, que tranquilidad el no necesitar violencia en los sentimientos o en los sentidos para poder tener un instante de placer. La gente que antes se escandalizaba por sus excesos, que la condenaba por su forma de devorar la vida y lo que tenía a su alcance, ahora murmuraban a sus espaldas, preguntándose el motivo de un cambio tan repentino y radical. Antes sus detractores se hacían notar como un oleaje en plena tempestad, ahora, sin embargo, susurraban su descontento y desconfianza como un incesante arroyo a través de un valle. Ella hacía caso omiso a las murmuraciones, así como en su etapa anterior había desechado las increpaciones con un simple movimiento de hombros.

Ella era feliz, en su mundo. Y a veces, la felicidad es algo imperdonable.
 
Samaín



Estoy despierta pero me quedo un rato más con los ojos cerrados, sonriendo. Hoy comienza un día muy especial para mí, quizás el más especial de toda mi vida. Me despido de los sueños que apenas recuerdo haber soñado y, desperezándome, abro los ojos al nuevo día.

Sorprendentemente luce el sol. Los rayos se filtran a través de la ventana abierta y parecen querer alcanzarme. Me levanto de la cama y me asomo hacia afuera.

Veo el resto de mi gente atareada, atando haces de hierbas secas, limpiando las zonas comunes, el aire henchido de deliciosos aromas, ya que esta tarde es la gran fiesta y no se podrá encender ningún fuego en toda la aldea. Sólo los druidas tienen potestad para encender hogueras esta noche, bajo las estrellas, para lidiar con los malos espíritus que intentan colarse en el mundo de los vivos.

Pensar en esta noche no nubla mi felicidad. Sé que soy una parte importante del ritual. Lo he sabido toda mi vida, aun antes de que se lo dijeran a mis padres. He nacido para esta noche.

Entran dos mujeres casi ancianas, traen agua, paños y ropa limpia para mí. Me ayudan a lavarme concienzudamente, me secan con mimo y frotan mi cuerpo con ungüentos que me dejan la piel cálida y me adormecen ligeramente los sentidos.

Después de lavarme, me traen algo de comida. Mis frutas favoritas, carne y un puñado de las primeras castañas de la temporada. Una delicia. Como pausadamente, de forma delicada, siendo consciente de cada bocado, de cada sabor.

Al acabar, siempre acompañada de las dos mujeres, salgo de la casa. La gente se acerca a saludarme, a tocarme, creen que les daré buena suerte. Yo camino despacio, dejando que se acerquen a mí, facilitándoles el contacto. Les sonrío, deseando lo mejor para todos y cada uno de ellos. Y así recorro la pequeña aldea dos, casi tres veces. Me fijo en todo, intento memorizar cada cara, cada acción, cada olor. Es vida. Niños corriendo y jugando, llantos de bebés, gritos lejanos de los hombres... atesoro cada una de estas cosas, en mi cabeza embotada. No paro de sonreír, me siento feliz, plena.

Me dirijo hacia el bosque cercano a la aldea. Entre los árboles, senderos creados por millares de pisadas me llevan al corazón de la arboleda, allí donde está el gran roble que siempre ha sido mi confidente. Sí, por raro que pueda parecer, sentía por ese árbol sentimientos que usualmente sólo despiertan otras personas. Estar cerca de él me hacía sentir segura. Saber que ha estado ahí durante cientos de años y que seguirá estándolo cientos de años después de mi muerte, me da una cierta sensación de continuidad.

Pongo mi mano en su corteza, acariciando el tronco antes de apoyar mi frente en él, cerrando mis ojos e intentando transmitirle mis pensamientos, mis sensaciones e incluso mis recuerdos. Me gustaría que ese árbol atesorara todo aquello que acabo de ver y vivir, que lo mantuviera a salvo, para siempre.

No sé cuánto tiempo he estado así, quieta, dejándome llevar por la paz de mi sitio especial, pero el sol empieza a bajar en el cielo. Es hora de volver a la aldea.

Volvemos de nuevo las tres, caminando lentamente, sabiendo que jamás volveré a pisar esos caminos, a ver esas flores, a sentir la caricia del viento en mi cabello y el aroma a húmedo de la tierra.

Llegamos a la casa. Me dejan sola mientras preparan una tinaja para bañarme. Apenas he hecho nada y no sería necesario en un día normal, pero he de estar impoluta esta noche. Mientras una de ellas vuelca agua caliente en la tinaja, la otra prepara los lienzos para secarme y la sencilla ropa con la que me vestiré después. Me desnudan y me ayudan a meterme en el agua. Está caliente y mi piel enrojece ligeramente. Veo como preparan sobre una mesa cercana, los tarros de pomadas que usarán en mí más tarde. Me lavan, como si fuera de nuevo una criatura indefensa. Desenredan mi cabello con cuidado, con mimo, hasta que cae sobre mi espalda totalmente alisado. Sus dedos penetran en todos los huecos de mi cuerpo, limpiándolos en profundidad.

Salgo de la tinaja y dedican mucho tiempo a secarme. Tanto, que empiezo a notar que el frío eriza mi piel. El fuego en el que se calentó el agua se ha apagado, al igual que todos los fuegos de todas las casas de la aldea, y no volverá a encenderse ninguno hasta dentro de tres días. Es una pequeña molestia muy fácil de tolerar.

Una vez seco mi cuerpo, ponen un paño sobre mis hombros y empiezan a secar mi cabello, peinándolo después. Me lo recogen en un intrincado peinado que hace que tenga la sensación de un peso extra sobre mi cabeza. Ni un solo bucle queda libre, está todo recogido, mostrando abiertamente mi cara y mi cuello.

Cada una toma un tarro de la mesa y proceden a cubrir mi cuerpo con una pomada que huele a flores. Desde el cuello hasta los pies, acaban arrodilladas, sin dejar un sólo lugar de mi piel sin recorrer. El frío desaparece a medida que la pomada es absorbida. Me siento muy a gusto.

Me visten con una simple túnica, burda, sencilla, sin adornos ni una cuerda trenzada con que ajustarla a mi cintura. Me siento y proceden a masajear mis pies, antes de calzarlos con unas sandalias tan sencillas como mi ropa. Ahora dejan caer unas gotas de agua de flores sobre mis mejillas, secándolas después. Sólo queda una cosa más, la última, pero no la pueden hacer ellas. De pie, cada una a uno de mis lados, las tres esperamos. La penumbra avanza a medida que pasa el tiempo. Noto los olores florales de mi cuerpo, el latido de mi corazón, pausado y tranquilo. Dejo a mi mente en libertad, por lo que revivo recuerdos de mi vida, imágenes de mi familia, de mis amigas, de días de risas en el río, de inviernos durmiendo al lado del fuego mientras la lluvia empapaba la tierra con la que jugaría al día siguiente. Recuerdo las flores. Mi árbol. Mi madre besando un rasguño en mi rodilla. Mi padre aupándome para coger higos...

Me sobresalto ligeramente cuando escucho pasos. Giro la cabeza y lo veo. El druida de la aldea, un hombre viejo, retorcido, sucio, con largos cabellos y barba enmarañada. Con las ropas siempre manchadas y un báculo en la mano, de fresno. Entra y se dirige directamente a mí. Mete una mano entre sus ropajes y extrae un diminuto tarro de barro, del que quita el tapón de cera que lo cubre. Me lo tiende, sin decir una palabra.

Yo extiendo mi mano, lo cojo y lo llevo a mis labios. Bebo todo su contenido, hasta la última gota, sintiendo una mezcla de sabores conocidos con otros que jamás había saboreado. Es un brebaje espeso, reconozco el sutil dulzor de la miel entre un toque amargo y otro picante. No es desagradable, pero aún así, me alegra saber que no tendré que tomarlo nunca más.

Es la hora. El druida recoge el recipiente y lo vuelve a guardar, ya vacío. Se da media vuelta y echa a caminar. Me pongo en pie. Cada una de las mujeres que me ha acompañado este día, toma una de mis manos y la besa, como despedida. Camino tras el druida. Fuera, ya es de noche. La ausencia de fuego en las viviendas hace que la aldea parezca rara, casi desconocida para mí. Atravesamos el bosque, sin pasar por mi querido árbol, al que dedico un último pensamiento. Subimos por la colina cercana, hacia el lugar sagrado, donde casi nunca podemos ir. Ahí hay otros druidas, otros hombres sabios esperando, junto con un grupo de muchachos y muchachas, preparados como lo estoy yo.

Encienden una gran fogata, mascullan y canturrean. Hacen ofrendas de grano y flores. Siguen canturreando y yo comienzo a sentir un gran sopor. Como si mi mente se desligara de mi cuerpo. Como si flotara como una de las chispas que saltan desde el fuego, elevándose hacia el cielo plagado de estrellas.

Esta noche los espíritus visitarán el mundo de los vivos. Las familias se podrán reencontrar con sus muertos. Pero hay que evitar los malos espíritus y para ello está prohibido encender fuego, hacer acogedoras las viviendas, para que pasen de largo y busquen las grandes hogueras encendidas por los druidas, quienes pueden lidiar con ellos y enviarlos de vuelta al más allá.

Hay una gran losa sobre el suelo, cerca de la hoguera. Alguien me toma de la mano y me dirige hacia ella. No sé quién es. Apenas siento nada, sólo me dejo llevar. Vuelve a mí la sensación de felicidad con la que me desperté esta mañana. Me siento sobre la losa. Unas manos empujan mis hombros hacia atrás, hasta quedar tumbada en ella. Miro hacia arriba, hacia las estrellas. Es hermoso el cielo esta noche. Todo es hermoso.

Alguien se acerca a mí con un cuchillo en la mano. Sé lo que va a pasar ahora. Apenas siento el corte en mi cuello, no hay dolor. Sólo mi mirada fija en el firmamento, sonriendo. Me siento más débil, pero más liviana al mismo tiempo. Mi último deseo consciente es que mi sacrificio sea positivo para mi aldea, para mi gente y que los augurios que vean en mis entrañas sean de prosperidad.
 
Estos son los últimos dos cuentos de los que ya tenía. Tengo algunos más, pero por su temática no se pueden publicar en el foro, rompería las normas. Así que a partir de ahora, todo será "nuevo". Esto también significa que mi publicación será más espaciada, dependiendo del tiempo que tenga para escribir.
 
De mi último año de estancia en casa de mis tíos, lo que más y mejor recuerdo son dos cosas: pasar las tardes de invierno debullando millo (desgranando las mazorcas de maíz) y quemar jerseys. Sí, quemarlos. Me pasaba el rato con el trasero pegado a la cocina de leña, con lo que acababa el día con una línea oscura de tejido quemado justo encima de mi trasero. Y eso que me apoyaba en la barra delantera. Éramos un cuadro: yo con el trasero pegado a la cocina y la mujer de mi primo con los pies metidos en el horno, para calentarlos. Eran tardes y noches tranquilas, de charlas triviales y silencios cómodos.

Durante ese año mi tía intentó emparejarme, infructuosamente, con el hijo del vecino a quien ayudaba, el de las vacas que "ordeñé". Para ella era un buen partido, el único hijo varón y heredero de muchas tierras y de la taberna de la madre, ahí es nada. Y la verdad es que era un encanto, muy tímido, más que yo incluso y muy trabajador. Y cuando una piensa que un hombre es un encanto, pues ya sabes, no hay nada que hacer.

Pasado ese año, me trasladé a vivir a la que fuera la casa de mis tatarabuelos. Mis padres la habían comprado un par de años antes y tuvieron que renovarla por completo en el interior. Y cuando estuvo arreglada, ahí me fui yo a vivir, a otra aldea situada a unos siete kilómetros de la de mis tíos.

Las aldeas gallegas dejan en pañales a cualquier organización de información o espionaje. Tú puedes pasear tranquilamente por los caminos, detenerte a ver un huerto o unos frutales sin ver a nadie, pero siendo observado atentamente por varios pares de ojos. Los horarios y costumbres ajenas son públicamente conocidos por todos y cualquier alteración, es comentada y sometida a investigación.

Me planté en la casa de la aldea esperando que las cosas fueran más o menos como las que había vivido en casa de mis tíos. Y más o menos eran así. Más o menos. Hasta que empecé a liarla, claro.

Al ser la casa de mis antepasados, fui reconocida inmediatamente, se me asignó un "de". Vamos, un mote familiar. Por ejemplo, estaba la famila "do pesco" (del pescadero), que eran los que iban con una furgoneta vendiendo pescado por diferentes aldeas. O "de Herminia", que era una familia con una abuela o bisabuela llamada así y que fue muy conocida en el lugar, por el motivo que sea. Y yo tenía mi propio "de" por parte de madre, así que cuando alguien preguntaba quién era yo, les respondían que era xxx de xxxx y ya sabían cuál era mi línea familiar.

Allí, como en casi todas partes, cuando alguien tenía una labor de campo, íbamos todos a ayudar. Al principio no me avisaban, porque yo "era de ciudad" , pero cuando veía movimiento, me unía.

Una de las primeras cosas en las que ayudé fue la recolecta de maíz. Mi experiencia previa al respecto era coger la mazorca tal cual, con hojas. Por eso me sorprendí cuando, antes de ir al campo, me dieron un clavo enorme, largo y grueso. Era para desgarrar las hojas de la mazorca y cogerla ya limpia. Y allá que me fui. Hicimos una hilera de personas, a lo ancho de la parcela e íbamos hacia adelante, quitando las mazorcas y pisando después el tallo para avanzar. Unos cuantos hombres iban detrás, recogiendo los cubos llenos de mazorcas y vaciándolos en el remolque de un tractor. Al cabo de uno o dos días, estaba todo recogido.

El primer año lo pasé recogiendo y ayudando a plantar patatas, maíz, habichuelas, guisantes, pimientos.... El segundo año decidí plantar mi propio huerto, en un pequeño terreno que había frente a la casa. Se rieron cuando lo dije, claro, los primeros mis padres. Pero estaba decidida a demostrarles que podía mantener un huertito no muy ambicioso.

Empecé por las patatas. Unos vecinos me dieron patatas para plantar, porque lo que yo iba a poner era un trocito pequeño. Bien, los surcos con la azada no me quedaron muy rectos, más bien parecían mareados, pero eso da igual, las cosas se plantan y crecen igual sean más rectos u ondulantes, como los míos. Cuidé mis patatitas con todo el amor y todo el dolor de espalda del mundo. Sin hierbajos, sachaditas a mi manera. Y por fin llegó la hora de recogerlas. Las matas estaban preciosas, bien frondosas. Allá fui, con un caldero grande para ir cogiéndolas poco a poco.

Planté patatas, recogí piedras. Tal cual. Piedras y piedras y piedras que antes no estaban ahí. En cada mata montones de piedras y una mísera patatita que no daba para nada. Todo el trabajo y las agujetas y el dolor de espalda para no coger ni una patata en condiciones. Así que pregunté qué había hecho mal. Y resulta que yo no había hecho mal nada, que simplemente no era tierra de patatas, que todo el mundo sabía que allí no se daban bien las patatas. Pues oye, habría agradecido que, cuando dije que iba a plantar patatas, alguien me hubiera avisado.

Así que después me puse con los repollos. Fui al pueblo y compré un ciento de repollos para plantar. Lo mismo del año anterior: surcos ondulados. Planté 105 plantas de repollo. Y a todo esto, a mí no me gusta el repollo, pero eso era algo secundario, porque pensaba repartirlos entre toda la familia. Los planté, los regué, les quité las malas hierbas... y obtuve repollo para toda mi familia y amigos. Demasiados repollos y todos al mismo tiempo. Así que descarté el volver a plantar tantos. Y me dediqué a diversificar: planté pimientos (de Padrón y de los grandes), tomates, lechugas... Con eso no tuve problema y abastecí a mis padres y hermanos.

Paralelamente a mis inicios como labradora (jejeje), quise reavivar las costumbres que había vivido de pequeña en la aldea de mis tíos. Así que empecé a organizar fiestas comunales. Casa por casa, iba explicando a la gente lo que quería, reuniones de todos los vecinos, comiendo, bebiendo, cantando y contando chistes. Celebrar la cosecha, o simplemente celebrar, pero en comunidad. Todo el mundo estuvo de acuerdo. "Todo el mundo" suena a mucho, porque sólo son ocho casas :)

Cada familia ponía algo, unos el pan, otros los postres, otros el vino... y después se hizo una recolecta para comprar las cosas que no teníamos. Uno de los vecinos tenía una segunda casa a medio construir, con el bajo sin dividir y decidimos hacer allí la reunión. Se llevaron sillas, tablones, bidones metálicos para hacer estufas....

El día de la fiesta las mujeres nos reunimos para preparar la comida, pelar patatas, cortar carne, cocinar. Todas parloteando, contando chistes y chismes, con muchas risas. Los hombres iban montando las mesas y acarreando cosas de un sitio a otro.

Y por la noche, allá nos juntamos, a comer y beber y pasar unas horas de fiesta y de risas, de canciones con dobles sentidos. Se comió mucho, se bebió un poco de más, fue divertidísimo. Tanto, que se decidió hacer una reunión así con más frecuencia. Pero en otro sitio. Ese lugar sólo tenía la ventaja de la amplitud, el resto eran inconvenientes.

Así que las siguientes fiestas se realizaron en el patio trasero de la casa de mis padres, donde yo vivía. Menos sitio, pero más comodidad.

Las reuniones se repitieron a lo largo de los ocho años que pasé allí. E hicieron que se recordara y se reanudaran otras costumbres antiguas, como la de preparar el agua la víspera de san Juan y dejarla con las plantas adecuadas fuera esa noche y lavarse la cara con ella la mañana del 24. O ir con un fajo de espigas en la mano, cantando canciones para atraer una buena cosecha y después quemarlas entre conjuros y demás.

Casi sin querer, me convertí en la profesora particular de los niños de la aldea. Y después esos niños trajeron niños de otras aldeas. Y al final, un vecino consiguió un montón de pupitres individuales, con sus correspondientes sillas, y monté algo parecido a una escuela de apoyo.

Siempre tuve claro que las cosas se aprenden mejor si son divertidas, así que la mayor parte del tiempo estábamos convirtiendo por ejemplo, la corriente eléctrica en una maratón de electrones, con los chavales corriendo de un lado a otro para distinguir la corriente alterna de la corriente continua, por ejemplo.

Con la llegada del otoño, los niños empezaron a recorrer los caminos recogiendo las castañas que caían desde los árboles plantados en los bordes de las fincas. Iban con bolsas, cogiendo cuidadosamente las castañas y reuniéndolas después en pequeños saquitos. La idea era venderlas después entre los vecinos. Sí, los mismos vecinos que tenían los castaños, compraban después sus propias castañas a los niños.

Se lo tomaban muy en serio. Iban en grupo, con una balanza del año de la pera, casa por casa, vendiendo las castañas. El dinero recaudado lo destinaban a comprar refrescos, aperitivos, chucherías y demás. Yo les dejaba el patio trasero, donde tenían privacidad y podían poner música, jugar al baloncesto o a lo que quisieran y también les proporcionaba un par de tortillas y unas empanadillas caseras.

Me encantaba la cacofonía de risas, gritos, lamentos y aullidos de los críos. Porque se lo pasaban genial.

Ahora esos niños tienen ya sus propios hijos y se han ido yendo poco a poco. En la aldea ya no hay niños, salvo en los veranos, que van a visitar a sus abuelos o en fechas señaladas, como las fiestas patronales, que van a comer con la familia. Pero nada de ver chavalada correteando por los caminos, entrando en cada casa como si fuera la propia, pidiendo un vaso de agua o recibiendo un bocadillo o un trozo de queso o lo que fuera....

Este pasado fin de semana lo pasé en la aldea, en esa casa. Y me traje recuerdos que habían quedado guardados con el tiempo. Pero eso te lo cuento en otra entrada del hilo :)
Me encantó todo! Y con dejo de tristeza al final por todo lo perdido. Menos mal que guardas en tu memoria y corazón tan hermosos recuerdos
 

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