Las cosas de orni

Aviso: este es demasiado extremo para mentes sensibles, entraría dentro del sadismo.

Asesina

-No puedes moverte. Siempre igual, todos hacéis lo mismo. ¿No te das cuenta que no consigues nada así?

Le miro, retorcerse sobre la cama, su cuerpo desnudo arqueándose y girando todo lo que dan de sí sus articulaciones. Tiene las muñecas y lso tobillos atados, inmovilizándole. Y aún así, trata de soltarse, de escapar. Es curioso, todo el mundo reacciona de la misma manera, aunque razonablemente sepan que ya todo está determinado, intentan cambiar su suerte. Demasiado tarde, se siente.

Yo también estoy desnuda. Es más práctico. Después, una ducha y ya está. Pero ahora... rebusco en mi bolso, hasta encontrar las diminutas tijeras de manicura. No parecen letales ni peligrosas. Bueno, a no ser que estés en una cama sin poder moverte, creo que en esa situación hasta una pluma de pavo real puede parecer letal.

Me acerco a la cabecera y me quedo mirándole. Escucho sus vanos intentos por hablar, imposibilitados por el tanga que están dentro de su boca, mantenido ahí por una tira de ancha cinta adhesiva. Sonrío pícara al recordar lo fácil que fue convencerte para que te metieras el tanga en la boca. Te pareció excitante. También te lo pareció el atarte, para, como te dije, "tenerte toda para mí". Casi suelto una carcajada. Claro que quiero tenerte toda para mí, pero no tal como tú pensabas, tontuela.

Todos igual, sean hombres o mujeres, sea cual sea su edad, todos caen en la trampa. Todos acaban ahí, así. Los cazadores cazados.

Acerco la tijerita a su cara, a sus ojos. Veo la mirada de pánico, piensa que se la voy a clavar o algo así. Pero no. Lo que quiero es cortar sus pestañas. Se lo susurro acercando mi boca a su oreja. Si se está quieta, no le pasará nada a sus ojos, pero si se mueve....

Así que intenta controlar los temblores de su cuerpo, lo noto. Me siento sobre la cama, a su costado, me inclino sobre su pecho y voy cortando sus pestañas, cuidadosamente. Bueno, no tan cuidadosamente, porque algunas las arranco con suaves pero decididos tirones. Los ojos se le llenan de lágrimas. Perfecto.

Con la punta de la tijera, marco líneas en sus mejillas, sin apretar mucho. La llevo a la sien derecha, aprieto hacia abajo y ahora sí, clavo ligeramente el pico en la carne y trazo una línea irregular hasta la comisura de sus labios.

Me levanto, para apreciar el resultado. Sus ojos con las pestañas recortadas, han perdido un punto de humanidad. Y la línea roja de la mejilla destaca sobre su pálida piel. Sonrío. Las lágrimas caen sobre la almohada.

Dejo mis pequeñas tijeritas en el bolso y salgo de la habitación, voy a la sala, donde veo el costurero, que llevo de vuelta al dormitorio.

Saco las tijeras de labor. Me vuelvo a acercar a la cama, veo sus ojos moverse de un lado a otro, presa de pánico. Y tiene motivos para ello. Esas gotas de sangre, esa línea roja en la mejilla ha despertado aún más mi apetito.

Hurgando en el costurero, encuentro una pequeña madeja de perlé. Azul cielo. Precioso. Lo cojo con una mano y con la otra, arranco de golpe la tira adhesiva. Le aviso, no se le ocurra escupir el tanga. Parece dudar, me quedo esperando hasta tener la certeza de que no lo hará. Mejor así. Para ambas.

Empiezo a rodear su cabeza con el grueso hilo, pasándolo varias veces entre sus labios, para mantener el tanga dentro. No queda muy profesional, pero el hilo cumple su tarea. Ahora, esos labios que antes estaban tan ansiosos de mi piel, quedan separados por varias vueltas de hilo azul. Puedo ver parte de la tela del tanga por debajo.

Dejo el hilo. Cojo de nuevo las tijeras de labor. Abro las hojas al máximo y con el filo de una, marco una enorme X en su vientre, quedando el ombligo en el cruce de las dos aspas. Vuelve a intentar decirme algo. No siento curiosidad, ya sé lo que va a decir, lo que va a ofrecer, cómo va a intentar convencerme de que no siga, que simplemente me vaya sin más. Y lo sé porque las primeras veces les escuchaba, interesada. Pero todo cansa y después de una docena de veces, de ver que tanto hombres como mujeres decían exactamente lo mismo, decidí no escuchar más que lo estrictamente necesario.

Tomo su labio inferior entre mi índice y mi pulgar, acerco las tijeras y hago un corte en vertical. Repito la acción dos veces más, siempre en el labio inferior. Su barbilla enrojece, mis dedos resbalan a causa de su sangre.

Meto una de las hojas de las tijeras por uno de sus orificios nasales, y !zas¡ Otro corte. Me alejo, cojo mi móvil y le saco una foto, quiero que vea cómo luce. Se la muestro y escucho su gemido. Ha perdido su belleza y lo sabe. Y supongo que también sabe que va a perder mucho más antes de que acabe la noche.

Dirijo mi mirada por la X sangrante, hacia su vientre y entre sus piernas. Y recuerdo la expresión de su cara cuando me dijo que tenía el clítoris anillado. Un cebo más de los suyos. Pues vale, vamos a jugar con él, entonces.

Mi mano se desliza entre sus piernas, acariciante. No aparto la mirada de su cara, o de lo que queda de ella más bien. Disfruto con su miedo, con su pánico, con mi poder. Mis dedos entran en su vagina, tantean, encuentran el pequeño aro, juegan con él, dan pequeños tirones juguetones. Ella llora sin parar. Cree que voy a tirar hasta arrancárselo. ¿Qué se ha creído? No soy tan bruta como para eso, pero claro, ella no lo sabe. Como los anteriores y las anteriores, le ha bastado sentir que ha cazado una pieza, que ha demostrado su superioridad, que ha triunfado. No ven más allá. Por eso acaban así, como ella.

Sigo jugando con el aro, un juego más psicológico que físico. Apenas le causo dolor, lo sé. Tampoco es mi deseo hacerlo, de momento. No así, al menos.

Vuelvo al costurero. Siento su mirada, atenta. Todo lo atenta que no estuvo hasta ese momento, lo está ahora. Ahora sí le preocupa lo que haga, lo que me guste o me disguste. Antes no.

Me siento de nuevo sobre la cama, a su lado, con el costurero en el regazo. Escojo la aguja más grande y la enhebro con un precioso hilo morado. Anudo el hilo, de forma que quede doble. Pongo el costurero sobre la mesilla, me coloco el dedal y me dispongo a coser.

Pero primero paseo la aguja por su cuerpo. De cuando en cuando pincho un poquito. Como si fuera su amante, la aguja explora su cuerpo, lo acaricia y deja diminutos puntitos rojos aquí y allá.

Cuando me canso de ese juego, me pongo a trabajar en serio. Me cuesta más esfuerzo del que pensaba, pero atravieso un pezón con la aguja, tirando del hilo hasta que el nudo del extremo frena el avance. Con la otra mano, acerco todo lo que puedo el otro pecho y paso la aguja por el otro pezón. Tenso el hilo y vuelvo al primero, uniendo a través del hilo ambos pezones. Tiene los pechos pequeños, con lo que no es posible que queden juntos, pero me satisface el resultado igualmente. Corto el hilo sobrante. Está moqueando.

Con un pañuelo de papel limpio su nariz, chorreante de mocos y de la sangre de los cortes. Mejor así, no quiero que se asfixie y se pierda lo que queda.

Cojo el alfiletero. Clavo alfileres en la herida de la X del vientre, uno cada cuatro centímetros, más o menos. Los clavo todo lo que puedo. Abro sus labios vaginales y clavo algunos más por dentro. Me irrita no ser capaz de atravesar el clítoris con uno.

Me quedo mirando fijamente el aro. Dudo entre cortarlo con un cuchillo o dejarlo. Voy a la cocina, buscando un cuchillo lo bastante afilado, pero antes de encontrarlo me topo con una botella de vinagre de Módena. Así que decido aderezar a mi juguetito. Vierto una considerable cantidad de vinagre en sus heridas, en todas.

Me pongo unos guantes de fregar que encontré bajo el fregadero. Cojo un grueso trozo de algodón y vuelvo a rebuscar en mi bolso, hasta hallar una botellita de vidrio ambarino. Empapo el algodón, con cuidado, con el líquido que contiene la botellita, hasta vaciarla y rápidamente, lo introduzco en su vagina. Me lo pienso durante unos segundos y decido asegurarme, así que vuelvo a enhebrar la aguja y doy unos torpes puntos uniendo los labios del s*x*, para que no se pueda salir el algodón.

Antes de acabar, sé, por los sonidos que emite, que el ácido ya ha comenzado a hacer efecto. Las quemaduras, y más en una zona tan sensible, son muy dolorosas, mucho. Se me ocurre que, la próxima vez, reservaré algo de ácido para usarlo como colirio en al menos uno de los ojos. Mmmm, me gusta la idea. Lástima haberlo gastado todo.

Acaricio su cara y su cuerpo con mi mirada. Ahora se retuerce, pero no para desatarse, sino en un vano empeño de huír del dolor, de la quemadura interna. Me quedo una media hora viéndola. Es tan dulce...

Me voy al baño, a ducharme. Dejo que el agua me masajee durante un buen rato. Salgo, limpia y fresca del baño, ya vestida. Ella sigue sufriendo. Toda su seguridad desvanecida por completo. Creo que ya es hora de acabar.

Vuelvo a la cocina, rebusco en la despensa y encuentro varias botellas de aceite. No es lo ideal, pero servirá.

Vacío todas las botellas sobre su cuerpo y sobre su cama, hasta que queda todo empapado. Me despido con una sonrisa que no llega a ver y enciendo una esquina de la sábana. No me voy hasta asegurarme que todo prende bien. Salgo, sin prisa pero sin pausa, sin llamar la atención. Y ya estoy a varias calles de distancia cuando escucho, a lo lejos, las sirenas de los bomberos.

Apenas unas horas después, ya en mi casa, empiezo a pensar en la próxima víctima... ¿hombre? ¿mujer? ¿joven? ¿muy mayor? Y en mi cabeza se mezclan recuerdos de esta noche, de otras noches y fantasías de las noches que están por venir....



 
Miedo


Me gusta llevarle al parque y ver cómo juega, cómo va probándose poco a poco, trepando cada vez más alto, corriendo más veloz y durante más tiempo. Me gusta ver su sonrisa cuando se desliza por los toboganes.

Así que, aunque el día esté fresco, vamos al parque. Me siento en uno de los bancos del centro, desde donde puedo controlarle casi por completo con sólo girar la cabeza. Siempre llevo un libro para leer mientras él juega, pero nunca llego a sacarlo del bolso.

Debo confesarlo: no soy muy maternal. En el parque veo cómo son las relaciones de las otras madres con sus hijos y me doy cuenta de que soy bastante fría en comparación con ellas.

Paso el tiempo siguiéndole con la mirada. Recuerdo los primeros días, en que le costaba alejarse de mí y siempre estaba buscándome con la mirada. Ahora las tornas han cambiado, soy yo la que tiene el corazón encogido, temiendo una caída que, al menos hasta ahora, no ha llegado a producirse.

Su lugar favorito es una especie de gusano de plástico, de unos cuantos metros de longitud, con cuerpo serpenteante y hueco. Los niños entran en él por su boca abierta, deslizándose boca abajo por la lengua pintada de rojo y ya desconchada en partes y van reptando hasta llegar a la cola. Un tanto escatológico, pienso al mismo tiempo que sonrío.

Así que, como siempre, sale corriendo hacia el gusano verde, para simular, sin saberlo, un extraño ciclo digestivo.

Fijé mi mirada en la cola del gusano, esperando verle salir de un momento a otro. Tardaba bastante. Tal vez encontró dentro algún juguete perdido por otro niño o cualquier cosa que le entretuvo. Sigo esperando.

Empiezo a preocuparme un poco, sin motivo, lo sé, porque simplemente no sale, está ahí dentro. Veo que otro niño se mete por la boca del gusano. Ahora tendrá que salir, o quedarán los dos dentro, ya que no hay espacio para que pase uno por delante del otro. Sonrío esperando verle salir. Pero no es mi hijo el que sale. Es el otro niño.

Imposible, no hay espacio para que pasara.

Me levanto, el corazón un tanto acelerado, me acerco a la boca del gusano y veo que ahí no está, aunque su forma zigzagueante me impide ver la totalidad del interior. Camino hacia la cola del gusano y vuelvo a asomarme. Vacío, lo mismo.

Empiezo a dudar. Tal vez no haya ido al gusano, tal vez me lo imaginé o lo di por supuesto porque es lo que hace siempre, ir primero al gusano. Meto la cabeza por el agujero y le llamo. Nada, ni un sonido.

Me levanto y veo a un lado y otro, buscándole en los distintos juegos. No le veo. Siento que el corazón me va ahora muy muy rápido. Debo tener una expresión extraña, porque otra madre se me acerca y me pregunta si estoy bien. Le digo que juraría que mi niño estaba en el gusano pero no le veo ni en él ni en ningún otro sitio.

La mujer llama a su hijo y le pide que entre en el gusano a ver si está el mío. El niño sale en menos de un minuto diciendo que no hay nadie dentro del gusano. La otra madre me pregunta qué llevaba puesto el niño, para ayudarme a buscarle.

Durante unos minutos me quedo en blanco, no recuerdo exactamente la ropa que llevaba. Balbuceo algo sobre un jersey rojo y unos pantalones azules de algodón, pero no estoy segura. La otra madre intenta tranquilizarme, seguro que estará ahí mismo, escondido, jugando.

Pronto todos los adultos del parque están dando vueltas buscando a mi hijo. Yo sigo en pie, al lado del maldito gusano, sin saber qué hacer, sin poder pensar en nada, atenazada por el miedo. Miedo en estado puro.

Al cabo de media hora, el niño sigue sin aparecer. Alguien propone llamar a la policía, asiento con la cabeza, rígida. Me ofrecen bebidas calientes, no puedo hablar, sólo niego con la cabeza. ¿Dónde está mi hijo?

Cierro los ojos y repaso lentamente todos nuestros movimientos desde que salimos de casa, recuerdo su charla sobre juegos, juguetes y compañeros de colegio. Recuerdo haberle prometido una parada en la tienda de chucherías al volver a casa. Recuerdo haberle visto salir corriendo hacia el gusano, casi puedo ver sus pies desaparecer sobre la lengua de plástico rojo. Y recuerdo que no le vi salir.

¿Aparté la mirada en algún momento? No, no, no, porque quería ver si salía más rápido que ayer, si aumentaba su velocidad para después comentárselo cuando fuéramos camino a casa. Los psicólogos hacían hincapié en que alabara mucho sus pequeños logros, para darle seguridad y confianza en sí mismo. Y por eso apuntaba mentalmente ese tipo de cosas.

Ahora estoy segura. Mi hijo entró en el gusano y no salió. Tiene que seguir ahí dentro o tiene que haber alguna trampilla tipo alcantarilla o algo por el estilo. Sé que no tiene sentido poner algo así en el interior de un juego infantil, es un despropósito, pero cosas más raras se han visto.

Llega la policía, son muy amables o al menos lo intentan. Recito mecánicamente mis pensamientos anteriores, todo lo que hicimos y dijimos desde que salimos de casa hasta llegar al parque. Miro a los ojos a uno de los policías cuando digo que mi hijo entró en el gusano y no volvió a salir.

Imposible, dicen. Uno de los niños ya entró en el gusano y salió, diciendo que no había nadie dentro. Y además, sería imposible que pudiera salir si mi hijo estuviera ahí, pues no había sitio para dos.

Insisto en que mi hijo entró en el gusano. Nadie parece creerme, me dicen que tal vez lo creo porque es lo que siempre hacía, pero que tal vez hoy cambió su costumbre. Les digo que eso mismo pensé yo al principio pero que, parándome a pensar, estaba segura de que mi hijo había hecho lo que hacía siempre al llegar: entrar en el gusano. Y no salió. No, no aparté la vista. No, no sonó mi móvil mientras el niño estaba dentro. No, no me puse a charlar con nadie. Estuve todo el tiempo sola, la vista fija en la salida del juego.

Ante mi firmeza, vuelven a pedir a otro niño que entre en el gusano y que vea si hay algo o alguien dentro. El niño sale poco más tarde, con un papel de aluminio en la mano, diciendo que es lo único que vio dentro del gusano.

Me miran, como si esperaran que yo dijera algo. Como si tuviera que disculparme o reconocer algo. Y no es así. Mi hijo entró ahí y no salió. Punto.

Me piden una foto del niño y la descripción de la ropa que llevaba puesta. Un par de policías hablan, un poco apartados, con otras madres y padres del parque, los niños han cesado de jugar y están mirando, curiosos, preguntándose qué ha pasado.

Uno de los policías se acerca a mí y me comenta que nadie vio a mi hijo ese día en el parque. Contesto que es normal, que nada más llegar corriendo, se metió ahí dentro, como hacía siempre, no hubo casi tiempo de que nadie le viera.

Pasa el tiempo, se acerca la noche, se organizan grupos de búsqueda, se pregunta en las tiendas cercanas. Yo sigo de pie, sin moverme. Sólo siento miedo. Nada más. Miedo en estado puro. No soy capaz de pensar, en mi cabeza se repite cíclicamente la película de esta tarde: salir de casa, caminar, charlar, llegar al parque, verlo ir directo al gusano y entrar. Y no salir. Y vuelta a empezar.

Nadie ha visto a mi hijo o a algún niño que se le pareciera. Nadie ha visto nada. Me preguntan por el padre. Hago un gesto con la mano. No hay padre. Sólo estamos él y yo, nadie más. Me dicen que me vaya a casa, que se pondrán en contacto conmigo, que ya tienen mis datos ¿cuándo les di mis datos? No recuerdo haberlo hecho. Una mujer se ofrece a acompañarme en casa para que no esté sola. ¿Acompañarme en casa? No puedo irme, mi hijo está ahí dentro. No puedo irme y dejarle ahí. Tengo que estar para cuando salga.

No atienden a razones, no entienden. Tengo que quedarme, esperar a que vuelva. ¿Irme a casa mientras él está fuera, sin tener dónde acogerse? ¿mientras está pasando frío y hambre? No. Me quedo en el parque. No me iré sin mi hijo. Hablan y hablan y hablan pero no entiendo lo que me dicen. Sólo sé que tengo que permanecer aquí, atenta. No sé cuánto tiempo ha pasado, alguien me pincha en el brazo y empiezo a marearme. Lucho contra la inconsciencia y balbuceo que mi hijo está ahí dentro, que tienen que sacarle. Pero es en vano, la negrura cae sobre mí como un alud oscuro y frío.

Me despierto en una camilla al día siguiente. Estoy en el centro médico. Me levanto y me dirijo a la puerta. Un médico que pasa por ahí me ve y me pregunta cómo estoy. No sé cómo estoy. Sólo sé que tengo que volver al parque. Y que si les digo eso, no me dejarán salir. Así que digo algo de ducharme y cambiarme de ropa. Una ambulancia me lleva hasta casa. Entro en el portal y veo cómo se aleja. Espero un minuto más por si acaso y vuelvo a salir, al parque.

Está vacío. Los niños están en el colegio. Me acerco al gusano. No parece diferente a cómo estaba ayer. No se había convertido en un monstruo raro ni nada por el estilo. Seguía siendo un grupo de tubos verdes serpenteantes. Vuelvo a ver su interior, por ambos extremos, y sigo viendo esos tramos vacíos, pero no puedo ver los del medio. Imposible entrar, no quepo. Así que me quedo ahí, esperando sin saber el qué. Supongo que esperando que, esté donde esté, me busque en el sitio de siempre.

Pasan las horas. La policía ha llamado diciendo que aún no tienen novedades, pero que van a poner carteles con su foto, que van a recorrer la zona otra vez con voluntarios... Yo respondo automáticamente, sin sacar los ojos del sitio por el que ha de aparecer mi hijo de un momento a otro.

Llega la tarde, tanto los niños como sus madres no se acercan a mí. Supongo que tengo aspecto de loca, ahí quieta con la ropa de ayer, arrugada y mi pelo alborotado. Alguien llama a la policía. Uno de los agentes de ayer, muy amable, se acerca a mí. Me habla como si yo fuera una niña pequeña o una adulta idiota. Supongo que me ve así. El que insista una y otra ven en que mi hijo está ahí dentro, no hace que piense mejor de mí.

El policía me mira fijamente durante unos minutos. Va al coche patrulla y vuelve con una caja de herramientas. Y se dispone a aflojar los tornillos de la primera pieza plástica del gusano. Le cuesta, pues la pintura hace más complicada la extracción. Sé que no hay nada ahí, porque es una de las partes que se puede ver metiendo la cabeza en la boca del gusano. Así es, una vez sacada la pieza superior, sólo se ve la inferior, pintada de rojo hasta la mitad, imitando la lengua del bicho.

Repite la acción con la segunda pieza. Ahí ya no podía mirar desde la entrada. Me acerco un poco, para ver. Nada, de nuevo la pieza inferior curvada, vacía.

La tercera es más difícil de sacar, le lleva más tiempo. Cuanto más tarda, más siento crecer la inquietud en mi interior, como un peso que va aumentando con cada segundo. Tengo la sensación de que algo horrible pasará cuando saque esa pieza. Empiezan a correr lágrimas por mis mejillas. Estoy más allá del miedo.

El policía levanta la tercera tapa, pero la deja caer de nuevo en lugar de apartarla, con una exclamación. Me pongo a su lado y aunque él trata de impedírmelo, la levanto y veo hacia dentro. Y ese enorme peso que se expandía dentro de mí, se transforma en un aullido sin final...
 
La vendimia

En casi todas las casas había parras, en algunas por el vino o las uvas en sí, en otras para tener algo de sombra en los frentes de las casas. Si un vecino no quería las uvas o el vino, las solía regalar a otro que sí las quisiera.

Cuando llegaba el tiempo de vendimiar, como en casi todos los trabajos, se ayudaban unos a otros, así se hacía todo más rápido y era más llevadero, porque siempre había charla y risas e incluso algunos piques durante el trabajo.

Como tengo un vértigo raro, ya te hablaré de eso en otra ocasión si se tercia, yo no cogía uvas, sino que iba recogiendo los cubos llenos de quienes estaban en las escaleras, los vaciaba en un capazo grande y los volvía a llevar para que siguieran llenándolos. Una vez acabado el proceso de recoger las uvas, teníamos que seleccionar los racimos, quitando las que no habían llegado a crecer, unas pequeñas bolitas verdes y duras, también las que estaban podridas o vacías porque las abejas o pájaros las habían picado y las hojas que a veces quedaban atrapadas entre las uvas. Es un proceso largo y a veces tedioso, con las avispas zumbando, atraídas por el dulzor del zumo y arañas saliendo de entre los racimos recogidos. Las manos quedan pegajosas y los dedos teñidos de púrpura, que no sale con simplemente lavarlos sino que tienes que frotarlos con pulpa de limón para que se vaya yendo.

Las uvas ya seleccionadas, se prensan. Lo de pisarlas queda para las películas y series, ahora, por mi experiencia al respecto, se suele hacer de dos formas posibles: o bien se utiliza una máquina en la que vas dejando caer los racimos y sale el zumo y los desperdicios, o bien unos palos semejantes a los utilizados en los morteros, con un mango largo y abultados y pesados en el extremo, con los que se van machacando las uvas.

La mezcla se coloca en pipas (barricas), donde se deja unos días a "ferver" (hervir, fermentar). Cuando han pasado esos días, que suele ser alrededor de una semana, se retira el líquido obtenido (que ya es vino) y el bagazo (pieles y tallos) se pasa a la prensa, para aprovechar el vino que aún tienen y también para que quede bien seco y tener mejor caña (aguardiente). El vino se guarda ya en las pipas y el bagazo se pone en recipientes sellados para mantenerlo hasta el momento de hacer la caña.

En la aldea habían comprado un alambique entre todos los vecinos. Iba pasando de casa en casa según se hacía la vendimia. Cuando llegó el turno de mis tíos, trajeron y montaron el aparato fuera, en lo que se podría llamar el porche trasero, que era simplemente un pequeño patio cubierto (donde antes paseaban en el cierre los cerdos). Mi tío llevó Paj*, leña, un porrón y un taburete bajito.

No pude ver cómo lo hacían, porque eso era "trabajo de hombres" y no estaba bien visto que yo o ninguna otra mujer, estuviera rondando por ahí. Pero lo que sí pude hacer fue, después de la cena, acercarme al sitio.

El alambique brillaba aún bajo la luz suave de una pequeña bombilla. Alrededor, sentados en taburetes, estaban mi tío y algunos otros vecinos, fumando (Celtas sin filtro, aún recuerdo la cajetilla azul y blanca, con la silueta negra) y murmurando. Me senté apartada de ellos, intentando hacerme invisible en la sombra. No podía escuchar todo lo que hablaban, sólo captaba una o dos palabras sueltas, pero me gustaba lo que veía, esos hombres alimentando el fuego bajo el alambique, fumando y hablando, inclinados, con sus boinas medio torcidas, soltando alguna risa de cuando en cuando y pasando las largas horas de la noche juntos.

Era un poco como la versión masculina de las meigas alrededor del pote, pero con los protagonistas más lacónicos y secos que ellas, pero el ambiente de camaradería y diría que incluso de intimidad, era reconfortante. Puedes reírte si quieres, pero estar allí, contemplando la escena, me daba paz.

Cuando ya la caña estaba hecha, se limpiaba cuidadosamente el alambique (también era tarea "de hombres") y se llevaba a la siguiente casa. Y esa noche, la reunión masculina se repetía en otro lugar, volvían a salir las cajetillas de tabaco y las charlas entre murmullos.

La caña se utilizaba prácticamente para todo. No sólo se tomaba tal cual, a palo seco, o echando un chorrito más o menos largo en el café. Si te dolía una muela, hacías enjuagues de caña. Si te dabas un golpe, te frotabas con caña. Si tenías una herida, la lavabas con caña. Si tenías un catarro fuerte o empezabas a estar griposo, una queimada lo más caliente que pudieras tomarla, antes de acostarte "para sudar el catarro" y a la mañana siguiente, como nuevo.

Hace unos años, mi padre, vendimiando, se cayó de la escalera con tan mala suerte que esta se le cayó encima (y era de hierro, de las de antes), con lo que se llevó un golpe tremendo en las costillas. Mi madre, sin pensarlo dos veces, cogió la botella de caña y empezó a darle friegas, lo cual aumentó el dolor de mi padre (después sabríamos que se había roto un par de costillas). Al ver que con el remedio de toda la vida no mejoraba, llamó a una ambulancia. Imagínate, mi madre diciendo que mi padre se había caído de la escalera vendimiando y el pobre hombre apestando a alcohol por las friegas.
A mi en los tobillos. Era esperta en esguinces......
 
Aviso: este es demasiado extremo para mentes sensibles, entraría dentro del sadismo.

Asesina

-No puedes moverte. Siempre igual, todos hacéis lo mismo. ¿No te das cuenta que no consigues nada así?

Le miro, retorcerse sobre la cama, su cuerpo desnudo arqueándose y girando todo lo que dan de sí sus articulaciones. Tiene las muñecas y lso tobillos atados, inmovilizándole. Y aún así, trata de soltarse, de escapar. Es curioso, todo el mundo reacciona de la misma manera, aunque razonablemente sepan que ya todo está determinado, intentan cambiar su suerte. Demasiado tarde, se siente.

Yo también estoy desnuda. Es más práctico. Después, una ducha y ya está. Pero ahora... rebusco en mi bolso, hasta encontrar las diminutas tijeras de manicura. No parecen letales ni peligrosas. Bueno, a no ser que estés en una cama sin poder moverte, creo que en esa situación hasta una pluma de pavo real puede parecer letal.

Me acerco a la cabecera y me quedo mirándole. Escucho sus vanos intentos por hablar, imposibilitados por el tanga que están dentro de su boca, mantenido ahí por una tira de ancha cinta adhesiva. Sonrío pícara al recordar lo fácil que fue convencerte para que te metieras el tanga en la boca. Te pareció excitante. También te lo pareció el atarte, para, como te dije, "tenerte toda para mí". Casi suelto una carcajada. Claro que quiero tenerte toda para mí, pero no tal como tú pensabas, tontuela.

Todos igual, sean hombres o mujeres, sea cual sea su edad, todos caen en la trampa. Todos acaban ahí, así. Los cazadores cazados.

Acerco la tijerita a su cara, a sus ojos. Veo la mirada de pánico, piensa que se la voy a clavar o algo así. Pero no. Lo que quiero es cortar sus pestañas. Se lo susurro acercando mi boca a su oreja. Si se está quieta, no le pasará nada a sus ojos, pero si se mueve....

Así que intenta controlar los temblores de su cuerpo, lo noto. Me siento sobre la cama, a su costado, me inclino sobre su pecho y voy cortando sus pestañas, cuidadosamente. Bueno, no tan cuidadosamente, porque algunas las arranco con suaves pero decididos tirones. Los ojos se le llenan de lágrimas. Perfecto.

Con la punta de la tijera, marco líneas en sus mejillas, sin apretar mucho. La llevo a la sien derecha, aprieto hacia abajo y ahora sí, clavo ligeramente el pico en la carne y trazo una línea irregular hasta la comisura de sus labios.

Me levanto, para apreciar el resultado. Sus ojos con las pestañas recortadas, han perdido un punto de humanidad. Y la línea roja de la mejilla destaca sobre su pálida piel. Sonrío. Las lágrimas caen sobre la almohada.

Dejo mis pequeñas tijeritas en el bolso y salgo de la habitación, voy a la sala, donde veo el costurero, que llevo de vuelta al dormitorio.

Saco las tijeras de labor. Me vuelvo a acercar a la cama, veo sus ojos moverse de un lado a otro, presa de pánico. Y tiene motivos para ello. Esas gotas de sangre, esa línea roja en la mejilla ha despertado aún más mi apetito.

Hurgando en el costurero, encuentro una pequeña madeja de perlé. Azul cielo. Precioso. Lo cojo con una mano y con la otra, arranco de golpe la tira adhesiva. Le aviso, no se le ocurra escupir el tanga. Parece dudar, me quedo esperando hasta tener la certeza de que no lo hará. Mejor así. Para ambas.

Empiezo a rodear su cabeza con el grueso hilo, pasándolo varias veces entre sus labios, para mantener el tanga dentro. No queda muy profesional, pero el hilo cumple su tarea. Ahora, esos labios que antes estaban tan ansiosos de mi piel, quedan separados por varias vueltas de hilo azul. Puedo ver parte de la tela del tanga por debajo.

Dejo el hilo. Cojo de nuevo las tijeras de labor. Abro las hojas al máximo y con el filo de una, marco una enorme X en su vientre, quedando el ombligo en el cruce de las dos aspas. Vuelve a intentar decirme algo. No siento curiosidad, ya sé lo que va a decir, lo que va a ofrecer, cómo va a intentar convencerme de que no siga, que simplemente me vaya sin más. Y lo sé porque las primeras veces les escuchaba, interesada. Pero todo cansa y después de una docena de veces, de ver que tanto hombres como mujeres decían exactamente lo mismo, decidí no escuchar más que lo estrictamente necesario.

Tomo su labio inferior entre mi índice y mi pulgar, acerco las tijeras y hago un corte en vertical. Repito la acción dos veces más, siempre en el labio inferior. Su barbilla enrojece, mis dedos resbalan a causa de su sangre.

Meto una de las hojas de las tijeras por uno de sus orificios nasales, y !zas¡ Otro corte. Me alejo, cojo mi móvil y le saco una foto, quiero que vea cómo luce. Se la muestro y escucho su gemido. Ha perdido su belleza y lo sabe. Y supongo que también sabe que va a perder mucho más antes de que acabe la noche.

Dirijo mi mirada por la X sangrante, hacia su vientre y entre sus piernas. Y recuerdo la expresión de su cara cuando me dijo que tenía el clítoris anillado. Un cebo más de los suyos. Pues vale, vamos a jugar con él, entonces.

Mi mano se desliza entre sus piernas, acariciante. No aparto la mirada de su cara, o de lo que queda de ella más bien. Disfruto con su miedo, con su pánico, con mi poder. Mis dedos entran en su vagina, tantean, encuentran el pequeño aro, juegan con él, dan pequeños tirones juguetones. Ella llora sin parar. Cree que voy a tirar hasta arrancárselo. ¿Qué se ha creído? No soy tan bruta como para eso, pero claro, ella no lo sabe. Como los anteriores y las anteriores, le ha bastado sentir que ha cazado una pieza, que ha demostrado su superioridad, que ha triunfado. No ven más allá. Por eso acaban así, como ella.

Sigo jugando con el aro, un juego más psicológico que físico. Apenas le causo dolor, lo sé. Tampoco es mi deseo hacerlo, de momento. No así, al menos.

Vuelvo al costurero. Siento su mirada, atenta. Todo lo atenta que no estuvo hasta ese momento, lo está ahora. Ahora sí le preocupa lo que haga, lo que me guste o me disguste. Antes no.

Me siento de nuevo sobre la cama, a su lado, con el costurero en el regazo. Escojo la aguja más grande y la enhebro con un precioso hilo morado. Anudo el hilo, de forma que quede doble. Pongo el costurero sobre la mesilla, me coloco el dedal y me dispongo a coser.

Pero primero paseo la aguja por su cuerpo. De cuando en cuando pincho un poquito. Como si fuera su amante, la aguja explora su cuerpo, lo acaricia y deja diminutos puntitos rojos aquí y allá.

Cuando me canso de ese juego, me pongo a trabajar en serio. Me cuesta más esfuerzo del que pensaba, pero atravieso un pezón con la aguja, tirando del hilo hasta que el nudo del extremo frena el avance. Con la otra mano, acerco todo lo que puedo el otro pecho y paso la aguja por el otro pezón. Tenso el hilo y vuelvo al primero, uniendo a través del hilo ambos pezones. Tiene los pechos pequeños, con lo que no es posible que queden juntos, pero me satisface el resultado igualmente. Corto el hilo sobrante. Está moqueando.

Con un pañuelo de papel limpio su nariz, chorreante de mocos y de la sangre de los cortes. Mejor así, no quiero que se asfixie y se pierda lo que queda.

Cojo el alfiletero. Clavo alfileres en la herida de la X del vientre, uno cada cuatro centímetros, más o menos. Los clavo todo lo que puedo. Abro sus labios vaginales y clavo algunos más por dentro. Me irrita no ser capaz de atravesar el clítoris con uno.

Me quedo mirando fijamente el aro. Dudo entre cortarlo con un cuchillo o dejarlo. Voy a la cocina, buscando un cuchillo lo bastante afilado, pero antes de encontrarlo me topo con una botella de vinagre de Módena. Así que decido aderezar a mi juguetito. Vierto una considerable cantidad de vinagre en sus heridas, en todas.

Me pongo unos guantes de fregar que encontré bajo el fregadero. Cojo un grueso trozo de algodón y vuelvo a rebuscar en mi bolso, hasta hallar una botellita de vidrio ambarino. Empapo el algodón, con cuidado, con el líquido que contiene la botellita, hasta vaciarla y rápidamente, lo introduzco en su vagina. Me lo pienso durante unos segundos y decido asegurarme, así que vuelvo a enhebrar la aguja y doy unos torpes puntos uniendo los labios del s*x*, para que no se pueda salir el algodón.

Antes de acabar, sé, por los sonidos que emite, que el ácido ya ha comenzado a hacer efecto. Las quemaduras, y más en una zona tan sensible, son muy dolorosas, mucho. Se me ocurre que, la próxima vez, reservaré algo de ácido para usarlo como colirio en al menos uno de los ojos. Mmmm, me gusta la idea. Lástima haberlo gastado todo.

Acaricio su cara y su cuerpo con mi mirada. Ahora se retuerce, pero no para desatarse, sino en un vano empeño de huír del dolor, de la quemadura interna. Me quedo una media hora viéndola. Es tan dulce...

Me voy al baño, a ducharme. Dejo que el agua me masajee durante un buen rato. Salgo, limpia y fresca del baño, ya vestida. Ella sigue sufriendo. Toda su seguridad desvanecida por completo. Creo que ya es hora de acabar.

Vuelvo a la cocina, rebusco en la despensa y encuentro varias botellas de aceite. No es lo ideal, pero servirá.

Vacío todas las botellas sobre su cuerpo y sobre su cama, hasta que queda todo empapado. Me despido con una sonrisa que no llega a ver y enciendo una esquina de la sábana. No me voy hasta asegurarme que todo prende bien. Salgo, sin prisa pero sin pausa, sin llamar la atención. Y ya estoy a varias calles de distancia cuando escucho, a lo lejos, las sirenas de los bomberos.

Apenas unas horas después, ya en mi casa, empiezo a pensar en la próxima víctima... ¿hombre? ¿mujer? ¿joven? ¿muy mayor? Y en mi cabeza se mezclan recuerdos de esta noche, de otras noches y fantasías de las noches que están por venir....
Joer pri....... Cono escarpias...
 
Joer pri....... Cono escarpias...
Fue un reto. Como comenté en algún otro post, a veces escribo relatos por petición. Una amiga me pidió que escribiera sobre una asesina, porque en ese tipo de historias siempre se solía centrar en varones. Me pidió concretamente, una asesina que diera miedo, algo extremo, exagerado. De esa petición salió primero la historia de la mujer de mediana edad, porque pensé que si hay algo que puede asustar, es tener el peligro y la amenaza en forma de alguien tan insignificante que pareciera casi invisible. Después "nació" esta otra asesina, que, dicho sea de paso, le "gustó" más a mi amiga que la primera.
 
Fue un reto. Como comenté en algún otro post, a veces escribo relatos por petición. Una amiga me pidió que escribiera sobre una asesina, porque en ese tipo de historias siempre se solía centrar en varones. Me pidió concretamente, una asesina que diera miedo, algo extremo, exagerado. De esa petición salió primero la historia de la mujer de mediana edad, porque pensé que si hay algo que puede asustar, es tener el peligro y la amenaza en forma de alguien tan insignificante que pareciera casi invisible. Después "nació" esta otra asesina, que, dicho sea de paso, le "gustó" más a mi amiga que la primera.
Ain aso yo soy de la primera
 
Este lo escribí para un amigo que es un artista del bondage.

Cuerdas

Te veo. La ropa que antes cubría tu cuerpo cuelga de una percha en un rincón. Las cuerdas, que antes estaban ordenadamente dispuestas sobre la mesa, son ahora tu vestido. Cubren tu cuerpo, atándolo, disponiéndolo en la forma que he ideado para ti. Tus brazos y piernas flexionados, unidos entre sí por lazos, vueltas y nudos.

Te sientes desnuda, pero para mí estás más vestida que nunca. A mi modo, a mi gusto, por mi mano.

Escucho los gruñidos ininteligibles que salen de tu boca y me parece sentir la vibración de tu garganta al forzar la voz. Esa voz que hace unos minutos, contaba pausadamente anécdotas del viaje que te trajo hasta mí. Ahora suenas mejor. Aunque no entienda los sonidos, aunque no distinga las palabras, veo claramente lo que quieres decirme, lo veo en lo turbio de tu mirada, en la rojez de tus mejillas, en el parpadeo de tus ojos, en cómo se eriza tu piel con mi contacto.

He esculpido mi fantasía utilizando tu cuerpo. Y me regodeo en su visión. Doy vueltas alrededor, fascinado por el contraste entre la blancura de tu piel y el color de las cuerdas. Notando, aún sin verlas, las marcas que tus movimientos intensifican sobre tu piel.

El placer que siento al verte así, tal como te he soñado miles de veces antes, se traduce en el roce de las puntas de mis dedos por tu frente, cubierta ligeramente de sudor. Tus mejillas abultadas, semicubiertas por la cinta, cálidas cuando las toco.

Tiro con suavidad de alguna cuerda. No porque sea necesario comprobar nada, o apretar más, sino por el orgullo del trabajo que he hecho, que hemos hecho.

Y me siento, relajado, mirándote, disfrutándote, grabando esa hermosa imagen en mi memoria y anticipando mentalmente el momento de la liberación física, de deshacer nudos, quitar el traje de cuerda que diseñé en exclusiva para ti. Y el mejor momento de todos, ese en el que tu mirada, esa mirada esquiva y tímida, se fije en mí, mientras me confieses que jamás te has sentido más libre que cuando te ataba.
 
Sin ti

Apenas han pasado unas horas desde la despedida, y ya me duele estar sin ti. Ya me he puesto a revolver la casa, buscando recuerdos, reuniendo cosas que has tocado, que has utilizado, que te han servido, cosas que avivan mis recuerdos, que intentan infructuosamente, mantenerte un poco más a mi lado, aquí, junto a mí.

Menos de un día y me parece agotador estar sin verte, sin tocarte, sin compartir silencios. Las cosas han perdido su sentido, intento refugiarme en la rutina diaria, pero hasta ella está impregnada de ti, de tu forma de ver y de hacerme ver las cosas.

"Aprende una cosa nueva cada día", me dijiste, fue una de las últimas cosas que dijiste antes de vaciar mi vida con tu ausencia. Hoy he intentado aprender a encarar la vida sin ti. No he aprendido, mañana haré otro intento.

"Trata de ser feliz", qué fácil era y qué complicado se ha vuelto. Ya no serlo, sino intentarlo. Ah, bendita autocompasión, me rebozo en tí, te me quedas pegada ayudada por mis lágrimas. Y no es fácil sacudirte de encima. No trato de ser feliz, no tengo fuerzas para ello.

"No me olvides" , esa es la parte fácil, no olvidarte, sigues aquí, ahora. Tengo la impresión de que si me giro con la suficiente velocidad, estarás detrás de mí con esa mirada chispeante y tu media sonrisa en la boca, como tramando otra de tus trastadas o pensando algo divertido que hacer

"Te quiero", fue lo último que me dijiste. Curiosa despedida. Pero lo más curioso es que te creo. Me quieres, supongo que aún me querrás ahora y durante un tiempo seguirás queriéndome, quizás no a mí, quizás más al recuerdo de lo que fui, de lo que soy, más que a mí misma. En cierto modo, he empezado a morir con ese "Te quiero" . Yo también te quiero, a ti, a tu recuerdo, a lo que fuiste, a lo que creo que fuiste, a lo que serás.

Me pediste un poema, como despedida y te di dos. En ellos estoy, en ellos estamos, una forma de permanecer juntos.
 
Ducha

Estoy sentado en el borde de la cama. Ella me habría indicado, con una sonrisa, que es una mala costumbre porque a la larga estropea el colchón. No habría insistido ni habría sido desagradable, simplemente me haría el comentario, con toda inocencia y sin afán de molestarme.Porque ella es así: afable, dócil, educada y sencilla.

Siempre intentando hacer lo mejor y de la mejor forma. Siempre dispuesta a sonreír y ayudar, a crear un ambiente agradable allí donde esté.Mis amigos me comentan siempre la suerte que tengo al haberla conocido. No es una belleza, ni mucho menos, pero sí tiene un cierto encanto cuando sonríe y te hace sentir bien porque te das cuenta de que te presta toda su atención. Eso fue lo que me hizo acercarme a ella, su curiosidad por todo lo que le contaba, su implicación en mis cosas. Y con el tiempo me di cuenta de que podía confiar en ella, que era, en cierto modo, un valor seguro.Y así acabamos juntos.

Y las cosas siguieron igual. Apenas habíamos tenido discusiones, ni enfados, ya que cuando aparecía un tema en el que no estábamos de acuerdo, no sé cómo, ella lo transformaba en una especie de debate o intercambio de ideas en lugar de en un enfrentamiento.

Y ahora la estoy viendo, a través de la mampara de la ducha. Llevo así bastante tiempo, observando y escuchando, aunque ahora no hay nada que oír, sólo el ruido del agua al caer.Me cansé. No porque hubiera conocido a otra, no porque estuviera a disgusto. Simplemente un día, a principios de semana, me desperté con la sensación de estar asfixiándome. Mi corazón latía con violencia, como si hubiera estado haciendo un gran esfuerzo físico. Me asusté, pensando que tal vez estaba al borde del infarto. Ella se volvió hacia mí en ese momento, preguntándome si estaba bien y al verla, lo supe.

Lo que me quitaba el aire era ella. Ella, con su sonrisa, con su adaptabilidad, ella, tan previsible y predecible. Me di cuenta de que lo que menos soportaba era precisamente, su mayor cualidad, lo que me había atraído al principio.Fue sólo un instante, el tiempo que ella tardó en esbozar una sonrisa tranquilizadora y cálida, en ese tiempo todo el cariño que sentía se transformó en un odio irracional.

Sé sin duda, que si le hubiera hablado, si le hubiera dicho cómo me sentía, ella habría reaccionado con tristeza pero pensando en lo mejor para mí. No me habría montado una escena, se habría apagado momentáneamente su luz interior y después habría empezado a pensar la forma de ayudarme, de hacerme sentir mejor. Porque ella es así.Y precisamente eso era lo que sabía que no podría soportar. Pensar en sus gestos y palabras de comprensión, en su mirada de triste aceptación me enfurecía aún más.

Por eso supe que la solución era la ducha. Y ahora estoy sentado en el borde de al cama, mirando a través de la puerta abierta la mampara traslúcida. El agua sigue cayendo y la nube de vapor ya ha inundado el dormitorio.Es una ducha pequeña, construída en un diminuto hueco, en la que casi hay que entrar de lado y que supuso al principio una fuente de divertidas anécdotas para los dos, al intentar ducharnos juntos y apenas poder movernos. Ahora sólo está ella dentro. Callada. Quieta. Hace ya rato que está así. Pero aún no me resuelvo a levantarme y cerrar el agua. Quiero seguir disfrutando esta sensación. De paz, o de nada. Un vacío reconfortante en mi mente y en mis sentimientos.

Reconozco que pude haber utilizado otro método más rápido, indoloro. Pero ella siempre disfrutaba tanto las duchas que me pareció más adecuado hacerlo así.No lo pensé demasiado, la verdad. Me limité a manipular el regulador del agua caliente, el grifo de la ducha y a trabar la mampara para que, una vez dentro, no pudiera salir. El agua hirviendo haría el resto.

No me inmuté ante sus peticiones de ayuda ni sus aullidos de dolor, ni siquiera cuando quedó ronca tras un grito especialmente largo e intenso. Tampoco sé qué voy a hacer ahora, ni me importa.

Sólo quiero seguir sintiendo esto, el resto me da igual. Vuelvo a respirar, vuelvo a estar bien, a sentirme libre, en paz y silencio interior.Los vecinos acabaron llamando a la policía al no abrir la puerta. El resto, bueno, supongo que es lo habitual en estos casos. Pero me niego a salir de este estado de tranquilidad. Una parte de mí sabe que ya no estoy sentado en la cama, que estoy en otro sitio mucho menos cómodo, pero mi mente sigue anclada en un delicioso vacío del que no quiero ni puedo salir.
 
El momento más dulce

Distingo el perfil de tu cuerpo en la penumbra, relajado, laxo, dibujándose entre los finos rayos de luz que entran por las rendijas de la ventana. Si me acerco, sé que veré una expresión relajada en tu cara, tus labios entreabiertos en una sonrisa inocente, tu frente desprovista de arrugas, todo placidez. Pero no me acercaré, podría despertarte y romper el hechizo de este momento, en el que tú eres mío, me perteneces completamente, aun sin saberlo. Cuando despiertes, será diferente, será otra cosa, pero en este instante, acariciándote con la mirada, siento que me perteneces, así como te sentías tú minutos antes, mientras murmurabas entre dientes: "Mía, mía, sólo mía".

Son minutos robados al tiempo y al sueño, minutos que compensan horas de espera, dolor, sufrimiento, horas perdidas, horas lentas, terrible tiempo sin ti.

Déjame disfrutar este momento, déjame disfrutar de ti.
 
Oscuridad

Abro los ojos. Nada. Oscuridad total. Me pregunto si los he abierto realmente, así que para comprobarlo, parpadeo. Siento el roce de la piel contra el ojo con el movimiento. Pero sigo igual. Sólo oscuridad.

Puede que aún siga dormida y este sea un sueño de esos que parecen más reales que la vida ordinaria. Pero si fuera un sueño, no podría estar pensando lo que pienso ¿o sí?. Estoy tumbada, creo. Claro que estoy tumbada, si estoy durmiendo es la postura más natural. Lo raro es que no duermo boca arriba, pero si esto es un sueño es normal que haga cosas que no hago estando despierta.

Intento moverme, quiero saber dónde estoy, palpar a mi alrededor. Así que impulso mi cuerpo hacia adelante, para quedar sentada donde sea que esté. Pero no puedo moverme. Es como si tuviera un peso que me presionara hacia abajo, que me impidiera moverme. Y sin embargo, no tengo nada encima. Esa sensación sólo aparece cuando intento moverme. Mi corazón acelera el ritmo de sus latidos. Vale, calma, vamos por partes. Intento mover los dedos de las manos. Nada, es como si estuvieran rígidos, helados y muertos.

Me agobio, no puedo evitarlo. Aunque sea un sueño, las sensaciones son muy reales. Cierro los ojos. Menuda tontería, porque no hay diferencia entre tenerlos abiertos y cerrados. Pero los cierro. Muevo mi cabeza hacia los lados y noto que con gran esfuerzo tengo un ligero margen de movimiento. Algo es algo.

Sólo espero que al despertar me ocurra como me pasa siempre y no recuerde nada de esta pesadilla. Vale, que no hay monstruos ni cosas así, pero la sensación de impotencia e indefensión es muy intensa. Supongo que es lo más parecido a estar enterrada viva. Oscuridad y falta de movimiento. Mi corazón da un brinco súbito cuando me doy cuenta de que realmente podría estar enterrada viva, porque no tengo la mínima perspectiva de dónde puedo hallarme.

No sé cuánto tiempo llevo así. Eso, si en los sueños hay el concepto de tiempo. Pero creo que ya debería ser hora de despertar y acabar de una vez con todo esto.

Me pongo a escribir mentalmente. Y eso sí me gustaría recordarlo, para publicarlo en el blog. Es curioso, las historias, los cuentos, incluso los recuerdos, los comienzo yo, pero después ellos toman su propio camino y no sé ni cómo ni cuándo van a detenerse. Así que dejo que mi historia mental siga su rumbo, disfrutándola y deseando poder plasmarla en palabras tal y como se desarrolla en mi mente.

Estoy en esas cuando de repente, de estar cegada por la oscuridad, paso a estar cegada por la luz. Un brillo intenso, casi doloroso, me hace parpadear. Intento mover la cabeza para escapar de él, pero el movimiento de mi cabeza es demasiado limitado y cierro los ojos para protegerme de esa sensación tan incómoda.

Entreabro los párpados con cautela. La luz sigue. Intento habituarme a ella poco a poco. Y así, consigo abrir los ojos del todo. Una simple bombilla, pero todo un sol en mi oscuridad. Puedo ver un techo, la bombilla pelada y un par de paredes, nada más. Ojalá pudiera mover un poco más la cabeza.

Pero si antes estaba a oscuras y ahora hay luz, alguien ha debido encender la bombilla. Hay alguien aquí, conmigo. O lo hubo y se ha ido. Me siento frustrada. Intento decir algo, pero soy incapaz. No puedo emitir sonido alguno. Joder. Cuando me pongo en modo pesadilla, lo hago del todo, está claro.

No puedo moverme ni hablar. No sé dónde ni cómo estoy. Sólo puedo ver un poco a cada lado. Hay o hubo alguien aquí, sea donde sea que me encuentro. Y quiero despertar. Ya.

Escucho unos pasos acercándose. Me esfuerzo por mover mi cabeza hacia el origen del sonido, pero me es imposible. Y de pronto, una sombra se interpone entre la luz y mi cuerpo. Por fin veré quién está ahí, por fin podré tener ayuda. Fijo la mirada y no puedo evitar un parpadeo. No sé si reír o llorar. Me siento al borde de la histeria. Esto es demasiado, hasta para un sueño mío.

Un hombre. Vestido de una forma sumamente ridícula. Torso al descubierto, pantalones oscuros y una especie de máscara de tela negra, que tapa su cabeza, dejando al descubierto sólo sus ojos. O donde supongo que están sus ojos, porque la verdad es que no los distingo claramente.

Así que me quedo mirándole fijamente, sintiendo cómo la risa borbotea en mi interior, abriéndose paso hacia mis labios. Pero sin salir, porque no soy capaz de emitir ningún sonido ni moverlos. Genial, muerta de risa, literalmente, en sueños. Y mientras me ve un tipo disfrazado de cofrade de la tortura o algo por el estilo.

Acerca una mano a mi cara, no puedo apartarme. Aprieta mis mejillas, haciendo que mi boca se entreabra. Duele. Con la otra mano, vierte unas gotas de algo de sabor acre sobre mi lengua. Siento un hormigueo en los labios, como los que se notan en una extremidad dormida cuando se reestablece la circulación.

Y de repente, puedo mover los labios. Intento hablar, preguntarle al individuo ese qué ocurre. Pero sigo sin poder articular palabra, sólo emito jadeos y sonidos sin sentido. Estupendo. Maldita sea, ¿cuándo sonará el despertador para acabar con todo esto?

Me fijo más en el hombre que está ahí, parado a un lado de dondequiera que esté tumbada. No sé a qué altura estoy acostada, pero le veo de cintura hacia arriba. Pecho ligeramente peludo, barriguita incipiente y cuello corto y grueso. Brazos fuertes y manos contundentes (al menos a la vista). Vaya por dos, hubiese preferido a Jason Statham, ya puesta a soñar con estar totalmente indefensa en manos de un hombre.

Hablando de manos, las está moviendo. Hacia abajo, no puedo ver exactamente dónde. Ouch!!!! Diosss, qué dolor. No sé qué puñetas ha hecho, pero ha dolido. O sea que no puedo moverme pero sí sentir dolor. Eso no me gusta. Despertador, ¡suena ya!.

El tipo se inclina muy levemente hacia mí. Sigo sin poder ver sus ojos. No sé si está serio, si sonríe o qué demonios hace. Mueve un brazo y me enseña lo que tiene en la mano. Unos alicates cortos, de los que solía usar mi padre para cortar los cables cuando hacía alguna de sus reparaciones caseras. Incluso el mango tiene el plástico del mismo color. Normal, es mi sueño, se alimenta en parte de mis recuerdos. Claro que no recuerdo haber estado con un nazareno del dolor mirándome.

Alicates. A unos centímetros de mi cara, para que los vea bien. Los abre y cierra. Me fijo en el filo de las palas, brillante y llamativo contra el resto de la herramienta. Y empiezo a sentir algo cercano al pánico.

Mueve los alicates hacia abajo, no puedo ver dónde están, no siento nada... hasta que siento el mayor dolor de mi vida, en un pecho. Intento gritar, siento la presión del aullido en mi cabeza, pero de mi boca apenas salen unos bufidos. Noto que me acaloro, que empiezo a sudar y mis ojos parecen querer saltar fuera de mi cara. El hombre sigue inclinado sobre mí, mirándome atentamente, sin emitir sonido alguno, mostrándome los alicates, de cuyo extremo pende, goteando sangre, uno de mis pezones. Las lágrimas caen por los lados de mi cara, me cuesta respirar, el dolor se hace sordo en mi pecho, pero no cesa. Empiezo a pensar que tal vez no esté soñando. Empiezo a pensar que tal vez esto sea tan real como parece. Empiezo a gritar por dentro cuando veo que ha dejado los alicates y ha cogido un martillo...
 

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