Las cosas de orni

De la casa de mis tíos en la aldea, en la época de mi niñez, había dos cosas en particular que me gustaban, por lo extrañas que me resultaban. Una de ellas era el retrete, el cual ya te presenté en otro post. Y la otra, era el "cuadro del monje". Como una imagen vale más que mil palabras, te dejo una imagen de uno parecido, no es exactamente el que tenían mis tíos, pero sí parecido. Cada día, al levantarme, iba a la pared del que colgaba el cuadro del monje y veía la previsión del tiempo. Todos los días. No acertó ni una sola vez, pero me fascinaba ver que el brazo no siempre estaba apuntando para el mismo sitio.

Hoy por hoy creo que mi primo se encargaba cada noche de mover el brazo al monje, porque sabía lo interesante y mágico que me parecía que un trozo de cartón se moviera por sí solo.
 

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La aldea, ya mayor

Tras la muerte de mi abuela, a mis nueve años, mi mundo cambió por completo. Dejamos de ir cada domingo a casa de mis tíos, dejé de pasar allí los veranos... Hasta que, mucho mucho tiempo más tarde, volví para pasar un año con ellos, allí.

Lo que era la aldea en sí apenas había cambiado. Seguía todo en el mismo sitio, como si no hubieran pasado los años por ella. Pero eso era en apariencia. Por ejemplo, ya no había niños correteando de un lado a otro. Mis compañeros de juego estaban o bien trabajando, estudiando o viviendo en otra parte, con sus propias familias. Tampoco había ya bueyes y la señora Emilia no dejaba las cántaras de leche para que las recogieran de madrugada. La cuota láctea acabó con la mayoría de vacas de la zona. Los cerdos, que antes vivían en la trasera de la casa, estaban ahora en su propia vivienda, un pequeño cobertizo en la huerta, con su patio para salir a tomar el sol y todo.

Y allí me presenté yo, en la renovada casa de mis tíos, ya sin cuadras en el edificio, con cuarto de baño y televisor. Mi primo se había casado y vivía con su mujer en otra aldea, a unos cinco kilómetros de distancia.

Mis vivencias en ese año fueron muy distintas de las de mi infancia. De pequeña sólo salía a jugar, a por la leche, a coger los huevos y divertirme, sin más. Ahora las cosas eran distintas.

Fue en esa época cuando, por primera vez, asistí a un velatorio.

A un par de kilómetros de casa de mis tíos estaba la casa donde se murió una señora ya mayor. Yo no la conocía de nada, pero mis tíos sí, así que, al caer la tarde, salimos hacia allí. Yo estaba muy preocupada porque no me sentía triste en absoluto. Quiero decir, no me alegraba la muerte de esa mujer, pero claro, se suponía que íbamos a su velatorio, la gente triste, puede que incluso llorando y yo ahí, que ni frío ni calor.

Llegamos a la casa. Había alguna gente fuera, sobre todo hombres, fumando y charlando en corrillos. Saludaron a mis tíos y les pusieron al corriente de cómo había sido el fallecimiento, de quiénes habían ido y se habían marchado, quiénes estaban aún dentro, etc. Mi tío quedó fuera y yo entré con mi tía. Y ahí empecé a alucinar pepinillos. En la cocina había varias mujeres, charlando, riendo, tomando café y comiendo como si estuvieran de fiesta. Mi tía entró, le ofrecieron tomar algo y dijo que no, que primero iba a ver a la muerta y dar el pésame.

De la cocina fuimos al salón. Las contras de las ventanas estaban cerradas, las luces encendidas. Habían puesto como una especie de telón oscuro tapando el fondo de la habitación. En medio, el ataúd abierto. A los lados, de riguroso negro, las mujeres de la familia. Y en sillas puestas contra las paredes, las visitas.

Mi tía se acercó al féretro, se santiguó, movió los labios y después se acercó a una de las mujeres, que, al verla, se levantó y la abrazó, llorando. Mi tía se separó, me presentó y esa mujer se abrazó a mí como si me conociera de toda la vida. Enganchó su brazo al mío y me llevó así hasta la cocina, donde como por arte de magia, se transformó de hija doliente en anfitriona preocupada por si iba a llegar la comida o no. Y la verdad es que había comida para un regimiento, quien más quien menos, habían llevado de todo o de casi todo. Incluídas algunas botellas de aguardiente o de coñac para los hombres.

Nos quedamos en la cocina, donde la algarabía aumentó al entrar los hombres, buscando algo que comer o beber. La gente hacía chistes, contaban anécdotas de la familia, recordaban las cosas que compartieron...

Era como si por una parte se llorara la pérdida mientras por otra, se celebraba la vida.

Desde entonces, fui sólo a otro velatorio casero, que también fue por el estilo. Después empezaron a llevarse a los muertos a los tanatorios y ya sólo quedaba la tristeza, pero eso sí, la costumbre de los hombres fuera fumando, persistió.

Estaba muy mal visto que un muerto no se velara en su casa. Es más, estaba muy muy mal visto que, si se sabía que un enfermo se iba a morir, se le dejara morir en el hospital. Lo suyo, como una regla no escrita, era que se volviera a casa y que muriera en su habitación, rodeado de la familia y, supuestamente, en paz.

Fue una de las costumbres antiguas que más tardó en instaurarse y eso porque no quedó más remedio. De hecho, una vecina restauró su casa y a la hora de poner la puerta principal, la ancheó, diciendo que así sería más cómodo que saliera el ataúd cuando se muriera. Sé que suena morboso, o puede que incluso te parezca tonto, pero son generaciones de personas que han convivido con la muerte. Que no la desean, pero que la toman como lo que es, una parte más de la vida y que, así como se prepara uno para vivir, también ha de tener en cuenta que le tocará morir. Creo que hoy en día somos más de mirar hacia otro lado en cuanto a la muerte.

El caso es que esa fue mi primera experiencia, sorprendente.

Edito para avisarte de que en la próxima entrega, te contaré cómo me puse a ordeñar una vaca por primera vez....
 
El primer beso


Otra entrada bajo petición. Y la verdad es que me enfrento a una cuestión antes de escribir sobre ello, ya que en nuestra vida hay muchos primeros besos. Párate a pensarlo y te darás cuenta de que es así.

Vuelvo a la butaca del cine totalmente sonrojada. Mi amiga me mira con curiosidad, pero la expresión de mi cara le indica que ninguna pregunta será bien recibida. Se apagan las luces y empieza la película. Pero yo no puedo centrarme en el argumento, ni siquiera recuerdo el título.

El sabía que mi amiga y yo íbamos a ver esa película. Seguro que se lo dijo su primo, mi vecino de toda la vida. Así que ahí se presentó, con su amigo. Dijo que quería hablar conmigo a solas. Le dije que vale. Y nos fuimos a un rincón oscuro de la sala. Allí, se me declaró, de esa forma tierna y torpe de los adolescentes. Y fue cuando empezó a aparecer mi rubor. Me pidió un beso, yo sólo pude asentir con la cabeza. Cerré los ojos, como en las películas, preparada para escuchar música celestial, campanadas y violines. Pues no. Un leve roce de sus labios sobre los míos y ya está. Le dije que me estaba esperando mi amiga y salí corriendo.

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Llevo meses esperando este momento. Meses imaginándomelo. Deseándolo. Preguntándome qué tacto tendrá tu piel bajo mi boca, cómo será tu olor, tu reacción. Y por fin, ahora, voy a besarte.

Cierro mis ojos sólo cuando estamos piel con piel, no antes. No quiero perderme ni un ápice de ti. Así que mientras mi cara se acerca a ti, te observo, intentando guardar este instante en mi memoria, para siempre. Hasta que te rozo, suave, entonces los cierro, aspiro tu olor, sonrío mientras beso tu dulce y suave piel.

Echo la cabeza atrás, feliz, contenta por haber podido besar por fin, por primera vez, a mi hijo.
 
Con el paso de los años mi tía se fue convirtiendo en una mujer que gozaba de mala salud. Literalmente. Cuantas más pastillas le recetaran y de más molestias pudiera quejarse, más feliz era. Parecía una competición con familiares, amigos y vecinos, a ver quién estaba peor. La verdad es que estaba bastante bien, simplemente tenía los achaques propios de la edad y del consumo diario de la tostada con la nata de la leche. Es decir, la tensión y el azúcar un poco altos, pero nada grave.

Se quejaba a menudo de dolor en las piernas, por lo que pasaba muchas horas tumbada en cama viendo la televisión o sentada en la salita con los pies en alto. Curiosamente, le dolían mucho cuando había que ir a misa o hacer alguna tarea extra.

Lo de ir a misa..... yo no creo en ningún dios, por lo que no me gusta asistir a ceremonias religiosas, me parece una falta de consideración hacia las personas que sí creen en lo que sea. Pero en la aldea, hay que ir a misa, cuando la misa es por el alma de alguien que se ha conocido o que ha sido conocido de un conocido o conocido de un familiar de un conocido.... Que hay que ir. Mi tía, desde mi llegada, me nombró representante de la familia para temas religiosos. "Hoxe hai misa por Fulanito de tal, e temos que ir, que o primo da filla viu a nosa misa pola túa aboa" (hoy hay misa por Fulanito de tal y tenemos que ir, porque el primo de la hija vino a nuestra misa por tu abuela). Pues ala, ahí me voy yo hacia la iglesia, un paseo muy bonito de un par de kilómetros, entre árboles y sembrados. Esas misas solían ser entre semana y duraban menos que la dominical. Yo me quedaba atrás de todo, en la penumbra, sentada.

La iglesia es pequeña, con un par de docenas de personas ya parece llena. De piedra, fría en invierno y fresquita en verano. Tiene en la parte trasera un altillo donde se coloca el coro cuando hay misa cantada o alguna celebración especial. San Pedro y san Pablo, los patronos de la parroquia, tienen su lugar especial, a ambos lados del altar. El cura vive en una casa casi pegada a la iglesia. Y el cementerio está al otro lado de la carretera.

Fuera y rodeando el edificio, hay lápidas desgastadas por las pisadas de los parroquianos, en las que no se puede leer ni nombres ni fechas y apenas quedan visibles algunas volutas de adorno en ellas. Las margaritas silvestres y las hierbas crecen entre ellas, como poniéndoles un marco verde y blanco alrededor.

Una vez acabada la misa, me vuelvo a casa de mi tía, donde ella me interroga. Que quién fue de cada casa, que quién faltó, que si la misa duró mucho o poco, que si el cura avisó del resto de las misas de la semana....

Una tarde llamó por teléfono el dueño de una casa semi abandonada que había en la parte de atrás de la casa de mis tíos. El dueño se había casado y se fue a vivir con su mujer, que regentaba una taberna-tienda en otro lugar y él se dedicó a labrar las tierras de ambos y cuidar los animales y la casa que fue de sus padres (la de la aldea), la dejó más bien como establo para vacas, gallinas y ovejas. Venía por la mañana y por la noche a ordeñar, limpiar y alimentar a los bichejos y echarle un vistazo a su pequeña huerta.

Pues bien, esa tarde, llamó para pedirle un favor a mi tía. Se iba a retrasar, así que le pidió que fuera ella preparando las cosas y, si tardaba mucho, que empezara a ordeñar las dos vacas que tenía allí.

Mi tía dijo que sí e inmediatamente empezaron a dolerle las piernas. Yo no sabía lo que pasaba, sólo que habían llamado por teléfono y ella empezó a quejarse, así que deduje que había misa a la vista, que tal vez una conocida le había llamado para avisarle o algo. Y yo en pijama.

Tengo que hacer un inciso para contarte algo un poco personal. Yo no uso pijama para dormir. Uso pijama para andar por casa y para dormir, me pongo la camiseta más grande, vieja, usada y suave que tenga. Era verano y recuerdo que llevaba puesto un pijama que no parecía pijama. De algodón, blanco, con un estampado de hojas en distintos tonos de verde. Y zapatillas de andar por casa, claro.

Mi tía me dijo que tenía que ir a casa del vecino (ella tenía llave), que tenía que cerrar a las gallinas, echarle algo de verdura a las ovejas y preparar el pienso para las vacas. Lo del pienso para las vacas sabía hacerlo, porque había visto cómo se hacía muchas veces. Era sencillo: agua templada, un poco de maíz recién molido (en un molino eléctrico, que parecía más bien una hormigonera puesta de lado) y una palada de unos polvos amarillentos. Remover y ponérselo a las vacas, un balde para cada una.

Añadió que si después de eso, aún no había llegado Pepe, pues que me pusiera a ordeñar las vacas. Y yo dije que no sabía ordeñar nada. Así que mi tía cogió un jurel pequeño y me dijo: "isto é o teto da vaca, cóllelo así, soltas darriba, apretas arriba, soltas abaixo e empuxas" (esto es la ubre de la vaca, la coges así, sueltas por arriba, aprietas por arriba, sueltas abajo y empujas") todo ello haciéndolo al pobre jurel. Después me dijo que lo intentara hacer yo. Y ya me ves, intentando ordeñar un pescado. Cuando pensó que lo tenía más o menos cogido, me mandó a hacer las tareas.

Llegué, abrí, encendí luces, cerré gallinas, eché verdura, preparé los baldes.... y allá voy yo con un balde en cada mano, metiéndome en el establo de las vacas.... sí, en pijama y con zapatillas de casa. Resumiendo: me metí hasta el tobillo en una mezcla de hierba seca (no muy seca gracias a los orines vacunos), meados, bosta y demás. Estupendo. Pues ya puestas en faena, seguí. Les puse los baldes para que bebieran y cogí el taburete y el balde de ordeñar. Me senté, pegadita al vientre de la primera vaca, agarré dos ubres, una con cada mano y me puse a hacer lo que al jurel. De ahí no salía ni gota de leche. Eso sí, la vaca me dio tremenda bofetada con el rabo, que, dicho sea de paso, no estaba muy limpio.

Perseveré, si fui capaz de ordeñar un jurel, sería capaz de ordeñar una vaca. Y además no había echado a perder mi pijama y mis zapatillas para nada. Al cabo de un buen rato, conseguí sacar chorritos de leche. No con la rapidez de los que están acostumbrados a hacerlo, pero fui ordeñando. Y en esas estaba cuando llegó el dueño de la casa y las vacas. Al ver la estampa se echó a reír y creo que aún no ha parado....

Por supuesto, mi tía estaba en la puerta trasera de la casa esperándome, básicamente para no dejarme entrar con toda la porquería que llevaba encima. Me descalcé en el camino, me quité la parte de abajo del pijama y me lavé los pies en una tina que sacó mi tía, entre risas, claro.
 
Lágrima

Te miro. Apenas nos separa un paso, pero siento que jamás has estado tan lejos de mí. Tienes la mirada clavada en mi cara, como si intentaras descifrar pensamientos, sentimientos... yo qué sé. Es una sensación casi física, un roce inexistente en mi piel, una caricia inquisitiva.

Nos separa ese metro, una zancada, un segundo. Pero son tantas cosas... tantas, que esa pequeña distancia me supone un arduo viaje, lleno de obstáculos.

Tu mirada, que antes tiraba de mí, que me anclaba, se escurre ahora. Mi piel y la razón la esquivan. Mis sentimientos la apartan. Pero sigue ahí, buscando.

Siento el hastío subiendo por mi garganta, el sabor de la bilis del cansancio emocional llenándome la boca y decido que ya basta. Que no más.

Tus ojos, como siempre, me leen, no necesito hablar. Los miro, por última vez. Brillantes, enormes en su tristeza. Se llenan de lágrimas, rebosando sobre el párpado inferior. Y los cierras, en un vano intento de ocultar el dolor que te causo, que me causas, que nos causamos y que no volveremos a sentir más. Y entonces una gota aparece, suspendida en tus pestañas durante un ínfimo y eterno momento, antes de caer y deslizarse por tu mejilla, trazando el húmedo camino del adiós.

Y me voy, en tu oscuridad de ojos cerrados, llevando conmigo, para siempre, la imagen de esa gota resbalando.
 
Sueño

Una vez leí algo así como "hay tres lugares en los que el mundo deja de doler por unos instantes: el abrazo, el sueño y la ducha". Y estoy totalmente de acuerdo con esa frase. El hecho es que esta noche me dejo estar bajo el agua caliente un buen rato más de lo habitual. Con los ojos cerrados, dejo que los chorros de agua me masajeen la cabeza y la espalda.

Entre el calorcito y lo cansada que estoy, noto cómo me voy quedando dormida de pie, en el cubículo de la ducha. Hora de salir.

Me seco con rapidez, me embuto en mi pijama de suave algodón y me meto en cama. Mmmmm. Apago la luz y siento cómo, poco a poco, me voy deslizando hacia el sueño. Es una sensación agradable y me dejo llevar por ella.

No sé cuánto tiempo he dormido, la verdad es que aún no estoy despierta del todo, pero definitivamente lo estaré en breve. Y hay algo raro. No estoy en mi cama. Estoy sobre una superficie dura y no siento el cálido peso del edredón sobre mi cuerpo. La explicación más lógica es que me he caído de la cama. Es algo que me solía pasar de niña, pero hace décadas que no ocurría. Abro los ojos y parpadeo, sorprendida. Estoy sobre el suelo, sí, pero no en mi dormitorio. De hecho me resulta sorprendente el lugar en el que me encuentro. Para empezar, todo es blanco:suelo, techo y paredes. No hay puerta ni ventana, ni siquiera noto un panel o una grieta o abertura. Las paredes son totalmente lisas. Tampoco hay muebles, nada. La luz proviene de las paredes, es como si fueran suavemente fluorescentes. Me levanto, me acerco a una de ellas y la toco. Parece hecha como de plástico duro, suave. Recorro el perímetro de la habitación y no encuentro ni veo nada. Y de repente, con una sonrisa, me doy cuenta: estoy soñando. No hay otra explicación. Estoy encerrada en un lugar, del tamaño aproximado de mi dormitorio, sin puertas ni ventanas por las que salir pero tampoco por las que haya podido entrar. Así que es un sueño. Muy vívido, eso sí.

Me doy cuenta de que estoy descalza y que en lugar de mi viejo y cálido pijama, llevo puesto una especie de mono también blanco, sin bolsillos. Me lo quito y lo reviso, buscando etiquetas, pistas, algo. Nada. Sólo las costuras y nada más. Vuelvo a ponérmelo.

Me siento en el centro de la habitación, con el oído atento. Nada. Ni un sonido. Este sueño está empezando a no gustarme. Me siento inquieta. Vale que los sueños a veces no tienen sentido, pero... !este es tan realista¡

El tiempo parece haberse detenido. Tengo la impresión de que llevo aquí horas, aunque posiblemente no sea así. Quiero despertarme. Ya. Ahora. Esto no me gusta.

Vuelvo a levantarme, recorriendo de nuevo la habitación, buscando algo, una juntura, una pista, cualquier cosa. Nada. Las paredes siguen emitiendo su luz constante, suave, siguen teniendo el tacto de un plástico extraño y nada más.

Cierro los ojos y me concentro en un único pensamiento "Despierta, despierta, despierta". Pero al abrirlos no ha cambiado nada. Me pellizco el dorso de una mano, siento el dolor, no me despierto. Pero esto no puede ser otra cosa más que un sueño, es imposible que sea real, no puede existir algo así. Y, además, me habría enterado cuando me dejaron aquí y cuando me cambiaron la ropa. Y no hay un lugar por donde entrar o salir. Así que sí, es un sueño, eso es todo.

De repente, siento una presión en el vientre. !Bien¡ Necesito ir al baño, esto sí que me despertará, definitivamente. Vuelvo a cerrar los ojos, sonriendo porque sé que cuando los abra, volveré a estar en mi cama, segura y calentita. Pero no. Las ganas de orinar persisten y al parecer mi sueño también. Aguanto. A mi edad sería vergonzoso despertarme sobre una sábana húmeda, con el pijama pegoteado al cuerpo. Pero me cuesta, llegado un momento. ¿Cómo es posible que no me despierte?.

Intento pensar en otras cosas, en lo que tengo pendiente por hacer en cuanto me levante mañana, en la lista de la compra, en las llamadas pendientes... y funciona durante un tiempo, pero la naturaleza se impone y siento que mi vejiga está a punto de estallar. Así que me voy hasta una esquina de la habitación, me quito el mono y me alivio allí. No tengo nada con qué limpiarme y siento vergüenza por lo que acabo de hacer. Vuelvo a ponerme el mono blanco, notando que ahora tiene una pequeña mancha de humedad en la entrepierna. El olor picante de mi orina parece inundar todo el espacio.

Me pregunto, si esto fuera real, ¿tendría problemas con la falta de oxígeno llegado un momento? No hay rendijas ni nada por el estilo, parece un lugar hermético por completo, lo cual me lleva a pensar que a medida que pase el tiempo el ambiente se enrarecerá y el oxígeno se irá agotando.

Estupendo, esos son pensamientos positivos y lo demás son bromas. Me despertaré asustada, con sensación de ahogo y la cama encharcada de orina. Menuda forma de empezar el día.

Por mi mente pasan, en unos segundos, terribles posibilidades: morir de hambre, de sed, ahogada por falta de oxígeno...

Lo peor no es eso. Lo peor es que estoy empezando a creer que esto es de verdad, aunque no tenga explicación para lo que ocurre, para el lugar en el que me hallo. De nuevo mi paseo recorriendo las paredes, esta vez golpeándolas en distintos puntos. No noto diferencia, suena siempre igual. Doy un golpe con bastante fuerza y lo único que consigo es que me duela la mano. El dolor es bastante real, al igual que el olor de mi orina.

De nuevo me siento. No tengo nada que hacer, ningún sitio donde ir, nada que romper para salir, nada de nada. Así que espero, sin más. Me siento en el lugar en el que me "desperté" no sé cuánto tiempo antes. Y me pongo a imaginar, a soñar despierta, a recordar, a repasar de nuevo las tareas pendientes, las listas de cosas, la gente, los deseos, las fantasías, los sueños...

Cierro los ojos, me aovillo, intento relajarme, no soy capaz de "dormir", un sueño en un sueño (o no), muñecas rusas, no voy a abrir los ojos hasta haberme quedado dormida. El sueño es la llave que me sacará de aquí. Tarde lo que tarde, pase lo que pase, dormiré.

Abro los ojos y antes de ser consciente de nada, siento la satisfacción de haberlo conseguido, de haberme dormido, a pesar de no tener nada de sueño. Pero la sonrisa pronto se me borra de la cara. Nada ha cambiado. Mismo sitio, misma situación. Bueno, no, no la misma. Hace algo más de calor, es como si el aire fuera más denso. Me cuesta algo más respirar. Bingo, muchacha. El oxígeno se acaba. Me obligo a respirar con tranquilidad, para no agotarlo, aunque por otra parte, ¿para qué? No hay nada que pueda hacer, ningún lugar al que ir. Estoy llorando. De impotencia, de ira, de ignorancia. Porque quiero saber. Si voy a morir aquí, quiero saber. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Quién? Necesito saber. Tengo que saber. No puede ser que todo acabe así, aquí.

El llanto agota más rápidamente el oxígeno. Maldigo mentalmente todas las novelas y películas de terror que me aportan datos como ese. Me siento mareada. Muy mareada. No es posible que todo acabe tan rápido. Bueno, la verdad es que no sé cuánto tiempo llevo aquí, pueden ser unos minutos o unas horas o incluso un día entero.

El abrazo, el sueño, la ducha. La inconsciencia se apodera de mí y me abandono a ella, sin luchar, sin oponerme, mientras que una lágrima rueda por mi sien hasta el suelo, al tiempo que pienso con impotencia lo injusto que es este final, sin saber...
 
La vida es bella



Nacer. Vivir. Respirar. La familia. Escuchar. Comprender. Compartir. El sol en la cara. La lluvia en el pelo. Saltar charcos. Deshojar margaritas. La risa. La sonrisa. La lágrima. El abrazo. Un beso. Ese beso. La caricia. La ducha. Llegar a casa. Salir de casa. La flor que nace entre las piedras. La hierba del parque. El olor a tierra húmeda. Los amigos. La esperanza. El dolor que desaparece. La paz. La oscuridad que abraza. El olor, su olor. Mi mascota. Los juegos. Aprender. Cantar desafinando. Bailar dando botes. El rubor. El s*x*. El amor. La espera. La plenitud. La madurez. Un bebé. Un dibujo en la nevera. Un collar de macarrones. Las cortinas nuevas. Un largo baño. El trino de un pájaro. El sabor. La independencia. La complicidad. Las miradas. Sanar. Recibir esa carta. Abrir un regalo. Cerrar los ojos. Sentir. Un helado. Un guiño. Viajar. Revivir. Un café calentito. Compañía. Soledad. Seducir. Que te seduzcan. Las fresas. Un paisaje. Un rayo de sol. Las nubes esponjosas. Un relámpago. La fuerza. Crecer..............
 
Cuando, ya de adulta, volví ese año a la aldea, quise aprender a hacer algunas labores del campo. Me gusta aprender cosas, creo que es enriquecedor y práctico, porque nunca se sabe lo que necesitaremos hacer o saber en un futuro. Así que me puse a hacer preguntas que supongo que les resultarían tontas a los vecinos y a fijarme cómo hacían las cosas.

La parte práctica ya era otra cosa. Cuando quise ayudar a plantar patatas, descubrí mi incapacidad para hacer un surco recto, lo mío era como el trazado de un río lleno de meandros. Y el dolor de espalda, por la falta de costumbre, es una de las cosas que más y mejor recuerdo de esa etapa. Pero a pesar de las risas y sonrisas de familiares y vecinos, me mantuve en mis trece, queriendo ayudar.

Estando así las cosas, una tarde mi tía me dijo que porqué no iba a la huerta del vecino y arrancaba las malas hierbas que impedían crecer bien a los guisantes que tenía plantados. Así, cuando esa tarde-noche llegara, se llevaría la sorpresa de ver que tenía todo el terreno limpio.

Y allí me fui yo, dispuesta a salvar a los guisantes.

Cuando me planté en el huerto, miré al suelo y comprendí que no tenía ni idea de cómo era una planta de guisantes. Así que eché manos de la lógica. Las malas hierbas, los hierbajos, son los que más y mejor medran, toda la gente se quejaba de lo mismo, que plantaban una cosa y lo que más crecía era la maleza. Así que pensé "lo que mejor aspecto tenga, será mala hierba y lo que menos, los guisantes". Y me puse a arrancar.

De cuando en cuando hacía paradas, para estirar la espalda. Créeme, duele bastante. Pero perseveré.

Ya estaba casi acabando cuando llegó el dueño del lugar, Pepe. Se quedó mirando la pila de hierbajos que había arrancado y el trozo de huerta sembrado, con una expresión de sorpresa en la cara.

Me preguntó qué estaba haciendo, y le dije que arrancando la mala hierba para que los guisantes crecieran mejor. Entonces, sin más, se echó a reir a carcajadas. Yo no lo entendía, ahí estaba, con la espalda cantando una ópera de Wagner (Tristán e Isolda, más concretamente), la cara roja y el cuerpo sudoroso por el calor del sol y él riéndose.

Al cabo de un par de minutos me felicitó, entre risas..... no había dejado ni una sola planta de guisantes en el huerto. Lo que quedaba plantado eran malas hierbas, resulta que lo que tenía mejor color y aspecto eran los guisantes y no los hierbajos.

Obviamente, no volvieron a pedirme nada por el estilo.
 
La vendimia

En casi todas las casas había parras, en algunas por el vino o las uvas en sí, en otras para tener algo de sombra en los frentes de las casas. Si un vecino no quería las uvas o el vino, las solía regalar a otro que sí las quisiera.

Cuando llegaba el tiempo de vendimiar, como en casi todos los trabajos, se ayudaban unos a otros, así se hacía todo más rápido y era más llevadero, porque siempre había charla y risas e incluso algunos piques durante el trabajo.

Como tengo un vértigo raro, ya te hablaré de eso en otra ocasión si se tercia, yo no cogía uvas, sino que iba recogiendo los cubos llenos de quienes estaban en las escaleras, los vaciaba en un capazo grande y los volvía a llevar para que siguieran llenándolos. Una vez acabado el proceso de recoger las uvas, teníamos que seleccionar los racimos, quitando las que no habían llegado a crecer, unas pequeñas bolitas verdes y duras, también las que estaban podridas o vacías porque las abejas o pájaros las habían picado y las hojas que a veces quedaban atrapadas entre las uvas. Es un proceso largo y a veces tedioso, con las avispas zumbando, atraídas por el dulzor del zumo y arañas saliendo de entre los racimos recogidos. Las manos quedan pegajosas y los dedos teñidos de púrpura, que no sale con simplemente lavarlos sino que tienes que frotarlos con pulpa de limón para que se vaya yendo.

Las uvas ya seleccionadas, se prensan. Lo de pisarlas queda para las películas y series, ahora, por mi experiencia al respecto, se suele hacer de dos formas posibles: o bien se utiliza una máquina en la que vas dejando caer los racimos y sale el zumo y los desperdicios, o bien unos palos semejantes a los utilizados en los morteros, con un mango largo y abultados y pesados en el extremo, con los que se van machacando las uvas.

La mezcla se coloca en pipas (barricas), donde se deja unos días a "ferver" (hervir, fermentar). Cuando han pasado esos días, que suele ser alrededor de una semana, se retira el líquido obtenido (que ya es vino) y el bagazo (pieles y tallos) se pasa a la prensa, para aprovechar el vino que aún tienen y también para que quede bien seco y tener mejor caña (aguardiente). El vino se guarda ya en las pipas y el bagazo se pone en recipientes sellados para mantenerlo hasta el momento de hacer la caña.

En la aldea habían comprado un alambique entre todos los vecinos. Iba pasando de casa en casa según se hacía la vendimia. Cuando llegó el turno de mis tíos, trajeron y montaron el aparato fuera, en lo que se podría llamar el porche trasero, que era simplemente un pequeño patio cubierto (donde antes paseaban en el cierre los cerdos). Mi tío llevó Paj*, leña, un porrón y un taburete bajito.

No pude ver cómo lo hacían, porque eso era "trabajo de hombres" y no estaba bien visto que yo o ninguna otra mujer, estuviera rondando por ahí. Pero lo que sí pude hacer fue, después de la cena, acercarme al sitio.

El alambique brillaba aún bajo la luz suave de una pequeña bombilla. Alrededor, sentados en taburetes, estaban mi tío y algunos otros vecinos, fumando (Celtas sin filtro, aún recuerdo la cajetilla azul y blanca, con la silueta negra) y murmurando. Me senté apartada de ellos, intentando hacerme invisible en la sombra. No podía escuchar todo lo que hablaban, sólo captaba una o dos palabras sueltas, pero me gustaba lo que veía, esos hombres alimentando el fuego bajo el alambique, fumando y hablando, inclinados, con sus boinas medio torcidas, soltando alguna risa de cuando en cuando y pasando las largas horas de la noche juntos.

Era un poco como la versión masculina de las meigas alrededor del pote, pero con los protagonistas más lacónicos y secos que ellas, pero el ambiente de camaradería y diría que incluso de intimidad, era reconfortante. Puedes reírte si quieres, pero estar allí, contemplando la escena, me daba paz.

Cuando ya la caña estaba hecha, se limpiaba cuidadosamente el alambique (también era tarea "de hombres") y se llevaba a la siguiente casa. Y esa noche, la reunión masculina se repetía en otro lugar, volvían a salir las cajetillas de tabaco y las charlas entre murmullos.

La caña se utilizaba prácticamente para todo. No sólo se tomaba tal cual, a palo seco, o echando un chorrito más o menos largo en el café. Si te dolía una muela, hacías enjuagues de caña. Si te dabas un golpe, te frotabas con caña. Si tenías una herida, la lavabas con caña. Si tenías un catarro fuerte o empezabas a estar griposo, una queimada lo más caliente que pudieras tomarla, antes de acostarte "para sudar el catarro" y a la mañana siguiente, como nuevo.

Hace unos años, mi padre, vendimiando, se cayó de la escalera con tan mala suerte que esta se le cayó encima (y era de hierro, de las de antes), con lo que se llevó un golpe tremendo en las costillas. Mi madre, sin pensarlo dos veces, cogió la botella de caña y empezó a darle friegas, lo cual aumentó el dolor de mi padre (después sabríamos que se había roto un par de costillas). Al ver que con el remedio de toda la vida no mejoraba, llamó a una ambulancia. Imagínate, mi madre diciendo que mi padre se había caído de la escalera vendimiando y el pobre hombre apestando a alcohol por las friegas.
 
Despertando

Acostada boca abajo, medio adormilada, disfrutando la sensación de descanso. Me siento perezosa. Puedo ser perezosa hoy.

De repente siento la punta de un dedo rozando mi columna vertebral, hacia el cuello. Es un cosquilleo agradable, una caricia suave que me hace sonreír. Más caricias en mi espalda, más dedos trazando volutas en mi piel, recorriéndola y haciendo que se erice ligeramente.

Me estremezco, mezla de placer y cosquillas. Ahora siento unos labios presionando con suavidad, una lengua toqueteando y dejando puntos húmedos, unos dientes atrapando pellizcos suaves de carne.

Me giro, elevando mis brazos para atraparte y acercarte más a mí. Y me veo en tus ojos. Y sonrío. Y deseo más y más despertares como este.

Me abro a ti, no me guardo nada, no hay defensas entre nosotros, sólo confianza, intimidad, complicidad, cariño, piel.
 

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