Ceguera
Llegamos tarde. Odio llegar tarde. Pero hoy es uno de esos días en que todo parece salir mal, en que el agobio será moneda de cambio. Así que no queda otra más que intentar sobrellevarlo lo mejor posible y esperar que acabe cuanto antes.
El reloj se ha quedado sin pilas, así que me desperté media hora más tarde de lo necesario. Las niñas se han enfadado por todo: la ropa que elegí para ellas, el desayuno que preparé a toda prisa, los bocadillos que llevan para el recreo...
Todo eso hace que aumente el agobio y disminuya el tiempo disponible. Decido llevarlas en coche, excepcionalmente. Ellas llegarán justitas al colegio y yo llegaré unos diez minutos tarde a mi cita. Bueno, dentro de lo malo, es aceptable, supongo. Y aunque no lo sea, es como ha salido el día.
Trato de no ir demasiado deprisa, de mantener mis nervios bajo control. Pero parece que el universo se alía contra mí. Todos los semáforos en rojo. Bueno, sólo son dos, pero para mí, hoy, son "todos". Y todo el mundo parece querer atravesar los pasos de cebra justo antes de que los pase. Estupendo. Genial. Para rematarlo, empiezo a sentir un latido en las sienes. Hace años que no tengo un dolor de cabeza, pero aún no se me ha olvidado lo espantosamente mal que me siento durante uno de ellos.
Empiezo a respirar de forma suave y profunda, intentando relajarme. Me repito mentalmente que no pasa nada, mientras escucho a las niñas peleándose en el asiento trasero. Me niego a mirar por el espejo retrovisor, porque seguro que ya están despeinadas y llorosas. No, no miraré.
La punzada en mi cabeza se agudiza, cada latido es como un aguijón en mi cerebro. Y el día acaba de empezar.
Otro paso de cebra, otros peatones cruzando. Detengo el coche y aprovecho esos segundos para cerrar los ojos, intentando aliviar el dolor aunque sea ligeramente. Los abro, para seguir el camino antes de que los coches detrás de mí empiecen a pitar... y no pasa nada. No lo entiendo. Parpadeo. Nada. Oscuridad. Llevo mis manos a la cara, los froto. Nada. Los quejidos de las niñas y los bocinazos de los coches tras de mí se transforman en un zumbido lejano, sólo existe el palpitar de mi cabeza, ese dolor sordo y que se clava dentro de mí y la oscuridad.
Mi corazón se acelera, sigo parpadeando, cada vez más rápido. No sé qué está pasando. No puede ser real. Cierro los ojos con fuerza y los vuelvo a abrir. Nada. Sólo oscuridad. Mi cuerpo empieza a estremecerse, no puedo controlarlo, tengo miedo, no sé qué ocurre, no sé si esto es verdad o no, si estoy soñando.
Alguien me habla, a través de la ventanilla. No puedo contestar, me he quedado paralizada, sólo tiemblo y tiemblo y parpadeo, esperando el momento en que vuelva a ver de nuevo.
Las niñas, mis ojos, mis hijas, no veo, no veo a las niñas, no veo nada, ¿qué está pasando?. Voces, ruídos, mucho ruído de repente. Me giro hacia atrás, en el hueco entre los dos asientos delanteros, pero no veo nada. Las niñas me llaman, extrañadas, asustadas. Yo también estoy asustada.
Otra voz me habla, al parecer es un policía. Giro mi cuerpo hacia el sonido y le suelto mi salmodia: "Las niñas, mis ojos, nove, no veo a las niñas, no veo nada, sólo oscuridad, mis niñas están atrás y no las veo".
Más ruído, sirenas, una ambulancia, más policía, preguntas y preguntas que no puedo contestar, mi mente está llena de miedo, entro en pánico. ¿Qué voy a hacer ahora? Doy el nombre y el número de teléfono de mi marido. Me dicen que llevarán a las niñas a la asistente social mientras su padre no vaya a recogerlas y a mí me llevarán al hospital más cercano.
Alguien abre la puerta del coche y saca las llaves. No sé quién es, no veo nada, me siento totalmente idefensa. Me dicen que no me preocupe. ¿Que no me preocupe???? El temblor de mi cuerpo se intensifica, alguien me lleva del brazo, no sé dónde, tropiezo y casi me caigo. El bordillo de la acera. Me dicen que suba a la ambulancia, pero no sé, no sé dónde he de subir, no sé la altura, la distancia, no sé nada. Oigo a mis niñas llamarme, lejos. Quiero ir hacia ellas, pero las manos que me sujetan me lo impiden. Me suben casi a volandas.
Lo siguiente que recuerdo es estar tumbada en una cama. No es mi cama, no es el olor de mi casa, de mis cosas. Pasos a unos metros, mucha gente de un lado a otro. Olores extraños. Voces extrañas. Me quedo quieta, abriendo y cerrando los ojos, sin ver, esperando que en uno de esos parpadeos el mundo vuelva a tener colores y formas. Pero no. Empiezo a llorar en silencio.
Alguien se acerca, escucho pasos. Un hombre, me habla. Se identifica, es un médico, me pregunta si me acuerdo de lo que me ha pasado y le cuento lo que recuerdo, hasta el momento en que me subieron a la ambulancia. Me dice en qué hospital estoy, qué pruebas me han hecho y me van a hacer... y que no encuentran nada que justifique mi ceguera. De momento. Pero que no me preocupe. Que no me preocupe...
Necesito ir al baño, pero no sé dónde está. Una enfermera acude a mi llamada y me guía hasta el cuarto de baño. Intento recordar los pasos, las distancias, los giros. Lo que antes no era más que dar unos pocos pasos, ahora se transforma en un problema de cálculo, en fijarme cuándo girar y cómo girar. Después de orinar, tanteo buscando el lavabo para lavar mis manos. Las dejo bajo el agua un buen rato, porque no sé dónde está el jabón y ya he tirado un par de cosas que ni siquiera sé lo que eran y que estaban sobre la repisa.
Voy tanteando, intentando volver a la cama. Golpeo mis pies contra el dintel de la puerta primero y contra las ruedas de la cama después. Me pregunto cómo será mi vida a partir de ahora, si no recobro la vista. Si el sólo hecho de ir al baño ha sido tan aterrador y complicado, me pregunto cómo podré llevar una vida lo más normal posible. Mi mente hace un listado de cosas que no podré hacer: leer, ver películas, cocinar, coser, ayudar a las niñas con los deberes, conducir, escribir... Mejor lo dejo, lo único que consigo es sentirme peor, mucho peor.
Tras dos días en el hospital, siendo sometida a pruebas, ya voy al baño con cierta seguridad. Me incomoda el no saber a veces si estoy sola o no en la habitación, me hace sentir que no tengo intimidad. Mi marido ha venido a visitarme, pero no tiene mucho tiempo, a sus problemas laborales habituales se le suma ahora el tener que atender a las niñas o buscar a alguien que le ayude con ello. Noto cierta tensión en su voz, pero sin ver la expresión de su cara me resulta complicado saber cuál es exactamente su estado de ánimo.
Me he transformado en una carga, en alguien nulo. No puedo sumar nada, aportar nada, sólo restar, dar trabajo. Las horas se me hacen interminables, es tiempo que paso pensando una y otra vez en mi situación. Los médicos no encuentran motivo alguno para que haya perdido la vista. Y sin saber el motivo, no pueden hallar remedio.
Ya en casa. Las cosas aquí irán mejor. Conozco mi casa como la palma de mi mano, quizás mejor. He ido de un lado a otro de noche y a oscuras desde que las niñas eran bebés, así que me podré mover sin problema. Un pequeño alivio en estos días de pesadilla.
Estoy en mi cama, hecha un ovillo bajo la sábana. No, no es tan sencillo como pensaba. Esos pasos instintivos que me llevaban en la oscuridad de la noche de una habitación a otra, se han transformado en titubeantes avances que normalmente acaban en tropezones con juguetes que las niñas dejan por el suelo, sillas que han movido de sitio y no han vuelto a poner contra la mesa... Es más sencillo de lo que era el hospital al principio, pero el desorden habitual de mi hogar ahora se vuelve contra mí.
Las niñas se mantienen alejadas, no entienden lo que sucede. Es normal, yo tampoco. Paso mi tiempo parpadeando sin parar, por una absurda teoría: si se fue en un parpadeo, volverá en otro. Pero ya llevo unos cuantos miles y no sucede.
Mi marido me pone la radio para que me entretenga. Mis padres han venido a pasar unos días, para ayudar con las niñas... y conmigo. Me visto yo sola y voy al baño sola, pero tengo muchos problemas para comer sin ayuda. Y lo que más me cuesta es ser yo. Porque no me siento yo. Me siento más una cosa que una persona, la privación de la vista me ha transformado en otra. No puedo hacer casi ninguna de las cosas que hacía antes. Tengo la impresión de que no puedo hacer nada, de hecho. El latido de mi cabeza no ha desaparecido del todo. Tengo la esperanza de que si desaparece, vuelva a ver de nuevo. Paso varias horas al día recorriendo la casa, hasta que me saturo de tropezar con las cosas, porque no dejan todo en el sitio en que estaba. Voy mejorando poco a poco mi movilidad dentro de casa a pesar de eso. Las niñas me ayudan a veces, se han adaptado a la situación mucho mejor que yo, y para ellas ahora es un juego el "ayudar a mamá".
Están empezando a hablar de psicólogos, de adaptación, de centros para invidentes... me niego a aceptar el hecho de no poder volver a ver. Estoy bien, ningún médico ha encontrado el origen de mi ceguera, así que puede volver en cualquier momento.
Cada vez que me duermo, lo hago con la esperanza de abrir los ojos al despertar y dejar esta pesadilla atrás. Y cada vez que abro los ojos, sigo rodeada de oscuridad.
Acabo de leer este texto, si es una experiencia personal, Orni deseo que estés mejor, que todo pasara ❤