Las cosas de orni

Ceguera


Llegamos tarde. Odio llegar tarde. Pero hoy es uno de esos días en que todo parece salir mal, en que el agobio será moneda de cambio. Así que no queda otra más que intentar sobrellevarlo lo mejor posible y esperar que acabe cuanto antes.

El reloj se ha quedado sin pilas, así que me desperté media hora más tarde de lo necesario. Las niñas se han enfadado por todo: la ropa que elegí para ellas, el desayuno que preparé a toda prisa, los bocadillos que llevan para el recreo...

Todo eso hace que aumente el agobio y disminuya el tiempo disponible. Decido llevarlas en coche, excepcionalmente. Ellas llegarán justitas al colegio y yo llegaré unos diez minutos tarde a mi cita. Bueno, dentro de lo malo, es aceptable, supongo. Y aunque no lo sea, es como ha salido el día.

Trato de no ir demasiado deprisa, de mantener mis nervios bajo control. Pero parece que el universo se alía contra mí. Todos los semáforos en rojo. Bueno, sólo son dos, pero para mí, hoy, son "todos". Y todo el mundo parece querer atravesar los pasos de cebra justo antes de que los pase. Estupendo. Genial. Para rematarlo, empiezo a sentir un latido en las sienes. Hace años que no tengo un dolor de cabeza, pero aún no se me ha olvidado lo espantosamente mal que me siento durante uno de ellos.

Empiezo a respirar de forma suave y profunda, intentando relajarme. Me repito mentalmente que no pasa nada, mientras escucho a las niñas peleándose en el asiento trasero. Me niego a mirar por el espejo retrovisor, porque seguro que ya están despeinadas y llorosas. No, no miraré.

La punzada en mi cabeza se agudiza, cada latido es como un aguijón en mi cerebro. Y el día acaba de empezar.

Otro paso de cebra, otros peatones cruzando. Detengo el coche y aprovecho esos segundos para cerrar los ojos, intentando aliviar el dolor aunque sea ligeramente. Los abro, para seguir el camino antes de que los coches detrás de mí empiecen a pitar... y no pasa nada. No lo entiendo. Parpadeo. Nada. Oscuridad. Llevo mis manos a la cara, los froto. Nada. Los quejidos de las niñas y los bocinazos de los coches tras de mí se transforman en un zumbido lejano, sólo existe el palpitar de mi cabeza, ese dolor sordo y que se clava dentro de mí y la oscuridad.

Mi corazón se acelera, sigo parpadeando, cada vez más rápido. No sé qué está pasando. No puede ser real. Cierro los ojos con fuerza y los vuelvo a abrir. Nada. Sólo oscuridad. Mi cuerpo empieza a estremecerse, no puedo controlarlo, tengo miedo, no sé qué ocurre, no sé si esto es verdad o no, si estoy soñando.

Alguien me habla, a través de la ventanilla. No puedo contestar, me he quedado paralizada, sólo tiemblo y tiemblo y parpadeo, esperando el momento en que vuelva a ver de nuevo.

Las niñas, mis ojos, mis hijas, no veo, no veo a las niñas, no veo nada, ¿qué está pasando?. Voces, ruídos, mucho ruído de repente. Me giro hacia atrás, en el hueco entre los dos asientos delanteros, pero no veo nada. Las niñas me llaman, extrañadas, asustadas. Yo también estoy asustada.

Otra voz me habla, al parecer es un policía. Giro mi cuerpo hacia el sonido y le suelto mi salmodia: "Las niñas, mis ojos, nove, no veo a las niñas, no veo nada, sólo oscuridad, mis niñas están atrás y no las veo".

Más ruído, sirenas, una ambulancia, más policía, preguntas y preguntas que no puedo contestar, mi mente está llena de miedo, entro en pánico. ¿Qué voy a hacer ahora? Doy el nombre y el número de teléfono de mi marido. Me dicen que llevarán a las niñas a la asistente social mientras su padre no vaya a recogerlas y a mí me llevarán al hospital más cercano.

Alguien abre la puerta del coche y saca las llaves. No sé quién es, no veo nada, me siento totalmente idefensa. Me dicen que no me preocupe. ¿Que no me preocupe???? El temblor de mi cuerpo se intensifica, alguien me lleva del brazo, no sé dónde, tropiezo y casi me caigo. El bordillo de la acera. Me dicen que suba a la ambulancia, pero no sé, no sé dónde he de subir, no sé la altura, la distancia, no sé nada. Oigo a mis niñas llamarme, lejos. Quiero ir hacia ellas, pero las manos que me sujetan me lo impiden. Me suben casi a volandas.

Lo siguiente que recuerdo es estar tumbada en una cama. No es mi cama, no es el olor de mi casa, de mis cosas. Pasos a unos metros, mucha gente de un lado a otro. Olores extraños. Voces extrañas. Me quedo quieta, abriendo y cerrando los ojos, sin ver, esperando que en uno de esos parpadeos el mundo vuelva a tener colores y formas. Pero no. Empiezo a llorar en silencio.

Alguien se acerca, escucho pasos. Un hombre, me habla. Se identifica, es un médico, me pregunta si me acuerdo de lo que me ha pasado y le cuento lo que recuerdo, hasta el momento en que me subieron a la ambulancia. Me dice en qué hospital estoy, qué pruebas me han hecho y me van a hacer... y que no encuentran nada que justifique mi ceguera. De momento. Pero que no me preocupe. Que no me preocupe...

Necesito ir al baño, pero no sé dónde está. Una enfermera acude a mi llamada y me guía hasta el cuarto de baño. Intento recordar los pasos, las distancias, los giros. Lo que antes no era más que dar unos pocos pasos, ahora se transforma en un problema de cálculo, en fijarme cuándo girar y cómo girar. Después de orinar, tanteo buscando el lavabo para lavar mis manos. Las dejo bajo el agua un buen rato, porque no sé dónde está el jabón y ya he tirado un par de cosas que ni siquiera sé lo que eran y que estaban sobre la repisa.

Voy tanteando, intentando volver a la cama. Golpeo mis pies contra el dintel de la puerta primero y contra las ruedas de la cama después. Me pregunto cómo será mi vida a partir de ahora, si no recobro la vista. Si el sólo hecho de ir al baño ha sido tan aterrador y complicado, me pregunto cómo podré llevar una vida lo más normal posible. Mi mente hace un listado de cosas que no podré hacer: leer, ver películas, cocinar, coser, ayudar a las niñas con los deberes, conducir, escribir... Mejor lo dejo, lo único que consigo es sentirme peor, mucho peor.

Tras dos días en el hospital, siendo sometida a pruebas, ya voy al baño con cierta seguridad. Me incomoda el no saber a veces si estoy sola o no en la habitación, me hace sentir que no tengo intimidad. Mi marido ha venido a visitarme, pero no tiene mucho tiempo, a sus problemas laborales habituales se le suma ahora el tener que atender a las niñas o buscar a alguien que le ayude con ello. Noto cierta tensión en su voz, pero sin ver la expresión de su cara me resulta complicado saber cuál es exactamente su estado de ánimo.

Me he transformado en una carga, en alguien nulo. No puedo sumar nada, aportar nada, sólo restar, dar trabajo. Las horas se me hacen interminables, es tiempo que paso pensando una y otra vez en mi situación. Los médicos no encuentran motivo alguno para que haya perdido la vista. Y sin saber el motivo, no pueden hallar remedio.

Ya en casa. Las cosas aquí irán mejor. Conozco mi casa como la palma de mi mano, quizás mejor. He ido de un lado a otro de noche y a oscuras desde que las niñas eran bebés, así que me podré mover sin problema. Un pequeño alivio en estos días de pesadilla.

Estoy en mi cama, hecha un ovillo bajo la sábana. No, no es tan sencillo como pensaba. Esos pasos instintivos que me llevaban en la oscuridad de la noche de una habitación a otra, se han transformado en titubeantes avances que normalmente acaban en tropezones con juguetes que las niñas dejan por el suelo, sillas que han movido de sitio y no han vuelto a poner contra la mesa... Es más sencillo de lo que era el hospital al principio, pero el desorden habitual de mi hogar ahora se vuelve contra mí.

Las niñas se mantienen alejadas, no entienden lo que sucede. Es normal, yo tampoco. Paso mi tiempo parpadeando sin parar, por una absurda teoría: si se fue en un parpadeo, volverá en otro. Pero ya llevo unos cuantos miles y no sucede.

Mi marido me pone la radio para que me entretenga. Mis padres han venido a pasar unos días, para ayudar con las niñas... y conmigo. Me visto yo sola y voy al baño sola, pero tengo muchos problemas para comer sin ayuda. Y lo que más me cuesta es ser yo. Porque no me siento yo. Me siento más una cosa que una persona, la privación de la vista me ha transformado en otra. No puedo hacer casi ninguna de las cosas que hacía antes. Tengo la impresión de que no puedo hacer nada, de hecho. El latido de mi cabeza no ha desaparecido del todo. Tengo la esperanza de que si desaparece, vuelva a ver de nuevo. Paso varias horas al día recorriendo la casa, hasta que me saturo de tropezar con las cosas, porque no dejan todo en el sitio en que estaba. Voy mejorando poco a poco mi movilidad dentro de casa a pesar de eso. Las niñas me ayudan a veces, se han adaptado a la situación mucho mejor que yo, y para ellas ahora es un juego el "ayudar a mamá".

Están empezando a hablar de psicólogos, de adaptación, de centros para invidentes... me niego a aceptar el hecho de no poder volver a ver. Estoy bien, ningún médico ha encontrado el origen de mi ceguera, así que puede volver en cualquier momento.

Cada vez que me duermo, lo hago con la esperanza de abrir los ojos al despertar y dejar esta pesadilla atrás. Y cada vez que abro los ojos, sigo rodeada de oscuridad.

Acabo de leer este texto, si es una experiencia personal, Orni deseo que estés mejor, que todo pasara ❤
 
Me encantan tus relatos Orni, muchas gracias por compartirlos con nosotros, son entrañables y es un placer leerlos :)
Que no lo he dicho aún, pero acepto sugerencias de temas sobre los que escribir. Gracias por leerlos, me hace mucha ilusión que mis chorradillas gusten a alguien. Bico!!
 
Acabo de leer este texto, si es una experiencia personal, Orni deseo que estés mejor, que todo pasara ❤
No, no, tal como puse en el primer post (porque soy torpe y no sé cómo hacer para que aparezca bajo el nombre del hilo), aquí hay cosas mezcladas, como los recuerdos de mi infancia en la aldea, hay otras cosas que son parte reales y parte inventadas y hay otras que son totalmente inventadas. Ceguera es una de las inventadas. De todas formas, que sepas que me quedo con tus buenos deseos y te los agradezco mucho :)
 
No, no, tal como puse en el primer post (porque soy torpe y no sé cómo hacer para que aparezca bajo el nombre del hilo), aquí hay cosas mezcladas, como los recuerdos de mi infancia en la aldea, hay otras cosas que son parte reales y parte inventadas y hay otras que son totalmente inventadas. Ceguera es una de las inventadas. De todas formas, que sepas que me quedo con tus buenos deseos y te los agradezco mucho :)

Pues me alegro mucho, Orni 🙂
 
Ainsss


No tengo idea de cuánto tiempo llevaba así. Sólo sé que de repente, tus labios dejaron de moverse. Y un par de segundos más tarde, fue como si despertara de golpe.

Notaba mi boca seca, por haber estado respirando por ella, con los labios entreabiertos. Al pestañear, una lágrima cayó directamente sobre el mantel, porque además, me había ido inclinando hacia adelante, hacia ti. Y sin apenas pestañear, a juzgar por el picor de mis ojos.

Y en cuanto me di cuenta de lo ocurrido, fue como si mi cuerpo entrara en erupción, sentí el rubor escalar desde mi pecho hacia mis mejillas, un calor infernal y súbito me envolvió y empecé a sudar ligeramente.

Me costó toda mi voluntad subir la mirada desde tus labios hasta tus ojos. Me mirabas con una expresión entre sorprendida y divertida.

Cerré los ojos y me dejé estar durante un ratito en ese mundo de oscuridad, el equivalente a meter la cabeza en un agujero del suelo.

Porque en un momento que no recuerdo, durante la cena, me fijé en cómo la punta de tu lengua asomaba fugazmente entre tus labios, recogiendo una microscópica miga que estaba en el labio inferior. Y me quedé así, mirando tu boca, viendo cómo se movía al hablar, al masticar... como hipnotizada. Y sin pensar, sólo te miraba y sentía algo extraño, algo casi físico.

No tengo ni idea de lo que me dijiste ese rato, ni de cuánto tiempo duró. Al igual que ahora mismo, tampoco tengo idea de qué me encontraré cuando vuelva a abrir los ojos, mientras deseo con todo mi ser que desaparezca el rubor, o mejor aún, que desaparezcan los últimos minutos.

Así que cuento mentalmente hasta tres, entreabro los ojos y te miro...
 
Antes de leer el siguiente, quiero avisarte de algo.

A veces siento la necesidad de escribir y no sé sobre qué tema hacerlo. Entonces echo mano de amigxs y conocidxs y les pido temas. O que me digan una palabra o dos y escribir sobre lo que me "inspiren".

Hace un par de años, pedí palabras para escribir cositas. Y se pusieron a los piques, intentando superarse diciendo términos más complicados. Así nacieron relatos como Un bonheur indicible. La insoportable levedad del ser. Y los dos relatos sobre asesinas. Y también el siguiente.

Un amigo me dijo: cordero y araña, tienen que ser los protagonistas del relato. Y mi mente retorcida se puso a ello. El resultado es el relato que pongo a continuación, pero quería contarte esto antes por dos motivos: el primero, si quieres que intente escribir algo sobre un tema concreto o una palabra (o expresión), déjame un mensaje por privado y haré lo que pueda. Y segundo motivo: el relato puede resultar desagradable o incluso muy desagradable, así que si tienes una sensibilidad especial, mejor no lo leas.


Cordero y araña


Dulce, lindo, tímido, el niño, que apenas unos meses antes era un bebé, explora el mundo a través de sus juegos. Persigue palomas, acaricia perros, arranca hierbas, corta flores, todo tiene interés para él, todo es una sorpresa maravillosa.

Los adultos le vigilan a una distancia prudencial, permitiendo que haga sus propios descubrimientos. Sonríen, es imposible no sonreír al ver algo tan hermoso como un niño inocente con una perpetua expresión de sorprendente deleite en el rostro.

Es un niño muy bueno, dicen sus padres. No da problemas. Sano, tranquilo, inteligente. Como un corderillo recién nacido, esponjoso, indefenso, vivaz.

Los otros niños se acercan a él, les encanta jugar con él, sociable, abierto y generoso con sus juguetes y sus cosas. La perfección.

Su curiosidad no tiene límites. Todo le interesa, todo es digno de su atención. Pregunta sobre todas las cosas. Un niño muy precoz.

Le fascinan las arañas. Puede pasarse horas mirando cómo una de ellas teje su tela en alguna esquina olvidada del cobertizo o entre las hojas de los árboles. Ha hecho tantas preguntas sobre ellas, que sus padres tienen varios libros con los que enseñarle la vida de esos animales. Creen que es curioso que, a diferencia de la mayoría de los niños, le gusten en lugar de tenerles miedo. Pero su hijo es especial, único. Es sólo una muestra de su excepcional forma de ser.

Pasan los años. El niño ha perdido la redondez de los rasgos de un bebé y sus facciones se van afilando y definiendo. Su cuerpo cambia, su carácter no. Sigue siendo alegre, inteligente, generoso, activo. Sus padres siguen orgullosos de él, presumiendo ante otras parejas que no han conseguido tener más que niños "del montón".

Por la madurez que siempre ha demostrado, se le permite más libertad e independencia que a otros niños de su edad. Jamás, ni una sola vez, ha dado pie a que se dude sobre su capacidad de comportarse adecuadamente y con sentido común.

Tiene en su dormitorio varios terrarios con arañas, sus animales favoritos de siempre. Siguen fascinándole, sigue pasando horas muertas observándolas, estudiándolas. Si vuelve a sacar nota media de sobresaliente en el curso, le regalarán el terrario gigante que tanto desea y que le permitirá experimentar más con ellas. Mucho más.

Y con el fin de curso llega el terrario. Y la noticia sorpresa, inesperada. Va a tener un hermano. Sonríe y reacciona de la forma socialmente correcta, aunque por dentro se pregunta de qué modo afectará ese nacimiento a su mundo, al orden de sus cosas.

La aracnología llena sus horas libres. Su madre ha aumentado de volumen, el parto está cercano. Y llega el día. Así como cientos de diminutas arañas surgieron en el terrario, una nueva vida sale de su madre.

Tras unos días en el hospital, vuelve a casa con el bebé. El ya hermano mayor lo ve con interés, dice las palabras correctas y se vuelve a su dormitorio.

Pero la paz del hogar se ha roto. Los lloros y los gritos nocturnos del bebé impiden que el muchacho pueda descansar, rompe el ritmo de su vida, su rutina. La madre dice "son cólicos, nada más, pasarán en un tiempo. Es un niño perfecto, otro corderito, como fuiste tú". Otro. Como él. No puede ser. El es único. Toda su vida se lo han dicho. Unico. Perfecto. Brillante. Imposible que haya otro. Imposible.

Esa noche, todos se acuestan ya cansados. Las llantinas nocturnas no dejan dormir a nadie en la casa. Se acuestan ya casi esperando el gemido inicial que da paso al lloro sonoro. Pero no se oye nada y la familia duerme profundamente toda la noche.

A la mañana siguiente, el chico despierta con el grito de terror de su madre. El bebé no está. Ha desaparecido. Da media vuelta en su cama y sigue durmiendo. Los padres, frenéticos, recorren la casa, llaman a familiares, la madre llora, el padre no sabe qué más hacer. Un secuestro. La policía.

Entre tanto tumulto tardan en darse cuenta de la ausencia del chico. Qué extraño que no haya aparecido. Su madre sube a su dormitorio para ver si está bien. Abre la puerta y le ve, de refilón. Está, como siempre, observando atento el enorme terrario de sus arañas. Se extraña, él jamás se aisló de la gente, siempre ha mostrado curiosidad. Entra en la habitación con la intención de contarle lo sucedido y cuando apenas ha dado dos pasos se queda helada, mirando el terrario con la misma mirada fija que su hijo. Un bulto enorme cubierto por centenares de arañas diminutas y otras no tanto, con forma... con forma de bebé. Abre la boca pero no es capaz de emitir ningún sonido. Sólo puede seguir observando el movimiento de esos animales, entrando y saliendo de la boca y las fosas nasales de su hijo recién nacido. Mira sin apenas parpadear, mientras en su mente, todo pensamiento racional se cubre, lentamente, de la pátina de la locura.
 
He visto que en el Foro Libre hay un hilo dedicado a cosas del instituto. Eché un vistazo para ver si podía poner la mayor tontería que hice en esa época y me encontré con historias que no tenían nada que ver con la mía, supongo que por un desfase generacional (una ya peina bastantes canas, literalmente). Así que te toca a ti leerlo, si es que sigues adelante, claro.

Tengo que empezar diciendo que mis 15 años no son los 15 años de un/a adolescente de hoy en día. Yo era bastante tímida, tonta diría, muy inocente.... Puedes hacerte una idea, supongo (entre nosotros, sería la típica pringadilla si no fuera porque la inmensa mayoría de mis congéneres eran también por un estilo, con alguna excepción, por supuesto).

Yo era la típica niña buena, no fumaba, no salía apenas (de hecho mis padres cuando me castigaban, me castigaban a salir, pero eso ya te lo contaré en alguna otra ocasión). Y nada de chicos, por supuesto. De hecho, era incapaz de hablar con ningún chico sin ruborizarme hasta la raíz del cabello. Lo peor de todo, es que aún sigo ruborizándome con facilidad, lo cual dejó de ser encantador allá por el siglo pasado.

El caso es que yo atendía en clase a los profesores, tomaba apuntes, hacía los deberes, preparaba mis exámenes, etc. Había muchas y muchos compañeros que, sobre todo en las clases de la tarde, se pasaban la hora mirando por la ventana.

Yo estaba en segundo de Bachillerato, de cuando Bachillerato tenía tres cursos y después estaba COU. Me sentaba justo al lado de una ventana que daba al campo de futbito del instituto. Y una tarde, sin saber ni cómo ni porqué, giré la cabeza y vi a través del vidrio.

Un grupo de chicos, en la hora de gimnasia, estaba jugando al fútbol. Mi mirada fue, directamente, a uno, vestido con pantalones cortos negros con un ribete amarillo y camiseta amarilla con una gran franja negra. Y puedes reírte, de hecho espero que te rías al leerlo, pero tenía las piernas más rectas y preciosas que he visto en mi vida. Me quedé mirándole, viendo cómo los músculos se movían a cada zancada que daba. Si por mí fuera, él estaría el resto de su vida corriendo por ese campo de juego, sin parar.

Y así fue cómo empezó a gustarme Marcos. Por sus piernas. Por supuesto, en ese momento, no me di cuenta de que me gustaba, para mí eso fue amor a primera vista. Ains, qué cabecita.

El caso es que una de mis amigas estaba en la misma clase que él, así supe su nombre. Le llamaban Marcos "el paridas" porque siempre estaba inventándose chistes sin ninguna gracia. Y además supe que vivía cerca de mi casa. Genial.

Por supuesto, ni me acerqué a él. Me limitaba a parecer un tomate cada vez que nos cruzábamos por los pasillos. Si eres joven, no lo entenderás, si tienes una edad aproximada a la mía, ya sabes de lo que estoy hablando.

Pero bueno, me dejo de tonterías y voy a lo que voy.

Llegó la época de los exámenes. En gimnasia, había dos partes, una de flexibilidad y otra más de fuerza o resistencia. La de flexibilidad estaba chupada para mí, yo era de las que se pasaban un pie por detrás del cuello o me tocaba la cabeza con la planta de los pies, cosas así. Por tanto, tenía asegurado el aprobado raspadillo. Porque para lo otro, era un verdadero desastre.

Esa evaluación la segunda parte del examen era dar cinco vueltas y media al campo de futbito. Lo hacíamos en grupos de cuatro o cinco y se nos tomaba el tiempo que tardábamos.

Como tenía totalmente asumido que jamás de los jamases conseguiría dar las cinco vueltas y media, mi plan era meterme en el primer grupo de corredores, para pasar cuanto antes el mal rato de abandonar por agotamiento sin conseguir la prueba. Así que nos cambiamos en el vestuario, salí animada y psicológicamente preparada para la vergüenza de abandonar.... y allí, sentado en unos escalones junto a un compañero de clase, estaba Marcos, mirando hacia el campo de futbito.

"Bueno", pensé "tiene que ir a clase, así que se irá pronto o llegará tarde". Pero no, no se iba. La profesora pidió los primeros voluntarios para correr. "Vale, dejo pasar este primer grupo y en cuanto se vaya, me meto en el siguiente y ya está".

El primer grupo salió y corrió. El segundo grupo salió y corrió. Y Marcos no daba señales de irse, de hecho estaba muy atento a la prueba física. Y así hasta que no me quedó más remedio que salir a correr, porque ya no había más grupos.

"Vale, pues salgo y corro, y en cuanto se vaya, lo dejo". Porque tenía clarísimo que mientras que él estuviera, yo no abandonaba.

Salimos, empecé a correr y cada vez que pasaba por la zona, echaba un vistazo rápido para ver si estaba o no. Y estaba. Además, no quería ser la última del grupo, con lo que en lugar de ir dosificando mis fuerzas, iba metiendo la quinta (mi quinta, que no es para echar cohetes). Y él seguía ahí. Y seguía. Empecé a notar mi cara ardiendo, no me llegaba el oxígeno. Pero él seguía, mirando. Por primera vez deseé que saliera de mi vista. Yo seguía corriendo y él seguía mirando, como había hecho todo el tiempo antes. Yo sentía latir mi cabeza, estaba al borde de la apoplejía, sentía arder mi cara, sudaba a mares, mis piernas me dolían. Pero no iba a dejar de correr, no iba a abandonar delante suya. Antes muerta que hacerlo. Y así di cinco vueltas. La última media, era justo por la zona donde él estaba sentado. Y al llegar al final, me giré para verle... y ya no estaba, se había ido exactamente al acabar.

Me doblé, jadeando. La profesora me preguntó si estaba bien. Asentí con la cabeza, no podía hablar. Llegué a los vestuarios y entré en un lavabo para vomitar. Y ahí empezó la tos. Tosía y tosía sin parar, entre jadeos. Era todo un cuadro, de verdad.

La clase siguiente era Inglés. Yo trataba de no toser ni ahogarme demasiado, pero no lo conseguía, hasta el punto de que la profesora le dijo a un compañero, Ricardo (un amor de niño, simpatiquísimo) que me acompañara para refrescarme un poco y ver si mejoraba. Eso te hace una idea de cómo estaba.

Al llegar a los baños, me apoyé en la pared al lado de la pileta y el grifo. Y empecé a deslizarme hacia el suelo. No podía evitarlo, las piernas no me respondían. Ricardo trataba de echarme agua en la cara, pero yo me iba al suelo. Así que con una mano me empujaba hacia la pared, intentando frenar mi caída, y con la otra me echaba agua a distancia. Y entonces la cosa fue a peor.

Me dio un ataque de risa. Por todo. Por lo de correr, porque Marcos se fue justo al final, porque Ricardo estaba echando agua por todas partes menos por mi cara, porque no podía evitar escurrirme.... Y la mala suerte fue que Ricardo también empezó a reír. Te aseguro que reírte cuando tienes dificultad para respirar, no es ninguna broma. Cuanto más me ahogaba, más risa me entraba. Y Ricardo, riendo también y pidiéndome entre carcajadas que por favor no me muriera.

Y esa fue la estupidez más grande que hice en el instituto.

Se me ocurren muchas cosas que hacíamos y que son muy diferentes a cómo son las cosas hoy en día en esa edad... ya te iré contando. Por cierto, fue la evaluación con mi mejor nota en gimnasia.
 
La marea


Es mi hora favorita del día. Cuando el horizonte se tiñe de rubor antes de empezar a oscurecer el azul y fundirlo a un negro manto de estrellas. Los sonidos del exterior van disminuyendo en volumen y cadencia. La gente, poco a poco, abandona la playa.

He pasado la tarde en la cómoda penumbra de mi casa, leyendo, sumergiéndome en mundos desconocidos de la mano de historias y personajes inexistentes. Pestañeo rápidamente, tratando de centrarme en el aquí y ahora. Miro a través de la ventana a la playa casi desierta. Un par de familias rezagadas recogen sus toallas, sombrillas y bolsas para llevarlos de vuelta al coche y regresar a su hogar.

Todos los días el mismo ciclo: la gente llega y unas horas más tarde, se va. Dejan la arena hollada con sus pisadas. Sé que con la oscuridad de la noche, esos pequeños valles se convertirán en posibles abismos sin fondo.

Me desperezo, estirando mis brazos y mis piernas al máximo, disfrutando esa sensación. Dejo el libro sobre la mesa más cercana y, descalza, salgo de casa.

Apenas unos pasos y ya siento los diminutos granos de arena pegarse a mi piel. Aún está caliente, del sol estival y muevo los dedos de los pies, masajeando las yemas y notando un cosquilleo que me hace sonreír.

Veo las onduladas líneas marcadas por algas arrastradas por la marea y secadas por el sol. La pleamar fue hace un par de horas y desde entonces el agua se ha replegado sobre sí misma, dejando una franja de arena virgen entre las algas y la suave rompiente de las olas.

Ese es mi territorio. Una superficie lisa, sin huella alguna, un lugar en el que nadie ha estado y que yo voy a disfrutar. Camino en paralelo al agua, viendo diminutas conchas blancas aquí y allá. No las cojo. Dejé de hacerlo hace mucho tiempo. Me detengo y echo la vista atrás, una fila zigzagueante de pisadas, mis pisadas. La luz va palideciendo y la tranquila y pacífica playa parece convertirse en una superficie lunar, llena de pequeños hoyos oscuros, insondables. La suave brisa marina se transforma en un airecillo frío que eriza la piel de mis brazos. Es hora de volver a casa.

La vuelta es mucho más rápida. El agua, que antes era fuente de placer, que masajeaba mis piernas, se ha convertido ahora en una masa oscura e inquieta, con aparente vida propia. La arena, suave y acogedora, semeja endurecerse a medida que se enfría. Siento como si fuera la única persona viva en el planeta, escuchando sólo el rumor del mar. Unos metros más allá veo la suave luz que se filtra por las rendijas de una de mis ventanas, llamándome como un faro, acogedora, amistosa. Me estremezco al pisar algo frío y viscoso. Veo hacia abajo... un alga oscura, filosa y desagradable, que parece deseosa de enroscarse en mis pies.



Camino más enérgicamente, mi mirada fija ahora en mi pequeña casita cercana. Entro sin siquiera un amago de quitarme la arena pegada a mis pies. Mi corazón está acelerado, no por el paseo, sino por la sensación de miedo que me asaltó hace unos minutos.
 
Ceguera (otra)


Soy feliz. No me hace feliz. Porque la felicidad nace en uno mismo y por uno mismo. Pero sí es cierto que desde que estamos juntos los momentos felices se han multiplicado.

Todas las chorradas sobre almas gemelas, todas las letras de canciones ñoñas parecen haberse encarnado en él. Una mirada, sólo eso, y ya sabemos todo lo que tenemos que saber uno de otro.

Estar con una persona así, a quien le puedo contar todo, lo que sea, sin tapujos, que no me juzga ni me recrimina y que siente la misma confianza conmigo, me da una tremenda sensación de seguridad.

Es como tener una red de seguridad y, al mismo tiempo, ser la red de la otra persona. Oh, dioses, sólo me falta escuchar musiquita de violines mientras pienso en todo esto. Pero me da igual, estoy demasiado contenta para sentirme ridícula.

Ha entrado en mi vida casi sin darme cuenta, y ahora parece que siempre ha formado parte de ella. Apenas recuerdo cómo eran las cosas antes, a qué me dedicaba, cómo me sentía.

Confío en él. Le quiero. Me quiere. No todo es perfecto, pero sí maravilloso.

Tarareo mientras trabajo, cuido más mi aspecto y hasta he dejado de lado los grises y negros de mi ropa para ir metiendo algo de color en mi armario.

Es la una. Bajo, como todos los días a esta hora, para recoger el correo del buzón. No puedo dejar de sonreír como una idiota.

Abro la portezuela del buzón y veo que hay cuatro sobres. Dos facturas, publicidad y un sobre sin remite ni sello, que obviamente no ha traído el cartero. Le doy la vuelta y veo que sólo pone en mayúsculas "PARA QUE ABRAS LOS OJOS". Enarco las cejas, pensando que es una nueva maniobra publicitaria de algún tipo. Subo a casa. Me siento delante de mi escritorio y abro la carta misteriosa, aún sonriendo. Pero la sonrisa se congela en mis labios cuando veo el contenido del sobre. Mi cuerpo queda rígido, intentando asimilar lo que veo. Y las canciones de amor, el sonido de los violines y las historias de almas gemelas desaparecen en un segundo.
 
Cuento



Un día más. Eso pensó al abrir los ojos por la mañana. Un día como otro cualquiera, en el que llevaría a cabo la rutina establecida, una rutina cómoda, apacible, pero rutina al fin y al cabo. Tras vestirse, fue a la cocina con la idea de prepararse una taza de café que le proporcionara la energía necesaria para afrontar las próximas horas. Los platos en el fregadero y alguna pelusilla campando por el suelo mataron la ilusión del café e hicieron aparecer una amarga mueca en su rostro.

Rutina, lavar, recoger, barrer, preparar, comprar, las mismas tareas, las mismas caras, las mismas cosas, un día tras otro. Ya no pensaba en el futuro, un monótono transcurrir de días vacíos, de simplemente sobrevivir. Acaso alguna fecha especial, alguna celebración como colofón pero poco más. A veces recordaba cuando el abrir los ojos era el inicio de una jornada llena de ilusión, cuando una sonrisa no abandonaba su cara, cuando las maravillas la rodeaban. ¿Cuándo cambió todo?¿Cuándo se convirtió en alguien gris y apagado? Creía que había sido un proceso lento pero firme, donde los pequeños detalles y las pequeñas cesiones fueron haciéndose cada vez mayores, más presentes, fueron barriendo las ilusiones y la alegría hacia un rincón.

¿Qué hacer?¿Cómo romper la rutina, el ciclo, las cómodas pero asfixiantes costumbres diarias?

El brillo de sus ojos había desaparecido hacía tiempo y la ausencia de sonrisas había dejado marcas profundas en su cara. Ya no había luz en ella.

Una vez acabadas las tareas caseras, se dispuso, como todos los días, a hacer la compra, pensando hastiada en la rutina que llegaba hasta el trayecto a seguir a la hora de ir de tiendas. Se preguntó, con un atisbo amargo de su antiguo sentido del humor, si el planeta dejaría de girar en el caso de pasar por la panadería antes de ir a la carnicería. Una leve sonrisa acompañó a ese pensamiento. Se imaginaba la cara de las parroquianas al verla entrar con la sempiterna barra de pan, en busca de un trozo de carne para asar, los comentarios. ¡Qué triste el saber que esa nimiedad sería el centro de los comentarios en los corrillos!

Dudó entre abrirlo en ese momento o, como siempre, esperar a la vuelta. La curiosidad le vencía, sus pasos la llevaron, inconscientemente, hacia los buzones en el portal. La rutina. Ver si había correo, verlo en caso de que lo hubiera y volver a dejarlo para recogerlo a la vuelta. Había algo, un sobre blanco. Pensó automáticamente en facturas. Pero no. Era un sobre de papel grueso, de tacto granuloso, sin matasellos, en el que sólo una palabra destacaba: su nombre. Se quedó perpleja, no parecía una nota de una vecina, ni uno de los típicos trucos publicitarios. Su nombre parecía saltar desde la blancura del papel. Su nombre, simplemente, sin apellidos ni más datos. Su corazón alteró momentáneamente su ritmo de latidos. Un rubor leve se extendió por sus mejillas, al ver lo tonta que era. ¡Sólo era un sobre, por favor!. ¿Tan patética era que el hecho de encontrar algo así en su buzón le parecía el colmo de la emoción?

Pero ese día estaba demasiado triste, demasiado vencida, y decidió dejarlo para la vuelta, con el fin de estirar un poco más la ilusión.

Seguramente sería una tontería que la haría sentir ridícula por su reacción, pero pensaba sacarle todo el jugo posible. Así que con un último esfuerzo, volvió a meter el sobre por la ranura correspondiente a su buzón, irguió sus hombros y se dispuso, un día más, a enfrentarse a la lucha diaria por el mejor trozo de carne de cerdo.

Una hora más tarde, cargada con diversas bolsas, estaba de nuevo frente al buzón. El sudor la cubría parcialmente, fruto del esfuerzo y la carga que llevaba. Dejó las bolsas de la compra, extrajo el sobre y se dirigió hacia la puerta de su casa. Dejó la carta sobre la mesa y se dispuso a guardar la compra. Se sentó, después, con el sobre en las manos, dándole vueltas. Bien, se acabó la ilusión. Ahora lo abriría y aparecería una absurda nota con un recado o un encargo. En fin, adelante.

Dentro había una hoja gruesa, de un blanco cremoso, doblada por la mitad. La abrió y para su sorpresa, no había ni una sola palabra escrita. De la doblez del papel cayó, revoloteando, un pétalo carmesí, acorazonado. Durante unos segundos, se quedó como helada, sin reaccionar. Su mano se dirigió, como por voluntad propia, hacia él. Estaba medio seco, tenía un tacto deliciosamente suave y era hermoso.

Volvió a meterlo en la hoja doblada y esta en el sobre. Le dio vueltas. No sabía qué pensar. Durante el resto del día, entre tarea y tarea, lo cogía entre sus manos y le hacía sentir bien. Lo guardó en su mesita, con sus objetos personales. Pasó el día, la monotonía alterada por un pétalo de flor.

Al día siguiente, lo primero que hizo al abrir los ojos, fue buscar el sobre. Se había convertido en una especie de amuleto contra la abulia, en un talismán, una ilusión. Se levantó dispuesta a enfrentarse a la rutina, pero parecía como si el alma le pesara un poco menos. Un pétalo, algo tan sencillo...

Al bajar a la compra, con pies más ligeros que el día anterior, hizo la parada obligada en el buzón, y su corazón pareció dar un vuelco cuando atisbó entre la oscuridad, el fulgor blanco de un sobre. No se arriesgó a abrir la puertecilla del buzón sino que salió apresurada a hacer los recados. Una sonrisa iluminaba su cara, la gente se le quedaba mirando, notando algo extraño en ella, algo diferente. ¿Ilusión?

Volvió a casa casi corriendo, sus manos temblaban al buscar la llave de la pequeña cerradura del buzón. Otro sobre, con su nombre. Llegó a casa. No se molestó en guardar las cosas, abrió el sobre. Otro papel doblado, otro pétalo. Otra ilusión que rompía la rutina. ¿Qué pasaría mañana?



 
Diente de león


Cuando era niña me gustaba soplar dientes de león. Es curiosa la forma en que trabaja la memoria. Si pienso en mi niñez, lo que recuerdo es estar tirada en el prado, boca abajo, soplando dientes de león bajo el sol. Y si me concentro lo bastante en el recuerdo, puedo incluso sentir el calor del verano en mi piel y los olores difuminados.

Ultimamente pienso mucho en ello. Veo a mis hijos. No juegan con flores. Ni siquiera juegan fuera. Su piel es blanca, libre de arañazos, golpes y costras de heridas. Son buenos niños, ordenados, obedientes. Quizás demasiado. A mi alrededor no hay juguetes dispersos por el suelo, ni muebles marcados con pinturas. Todo en su sitio, todo ordenado, todo bien.

Ordenado. Una vida ordenada. Unos hijos ordenados. Un matrimonio ordenado. Mis días son un calco unos de otros. Se supone que debería ser feliz, estar agradecida por todo lo que tengo. Sin grandes problemas, sin aspavientos. Sin dientes de león en el jardín milimétricamente trazado. Sin risas.

Todos mis intentos por cambiar la rutina, por hacer cosas nuevas, divertidas, han chocado de frente con la incredulidad de mi familia. Toda la espontaneidad ha quedado sepultada bajo un aluvión de razones sensatas, de directrices correctas.

Cuando pienso en el futuro, en los miles de días que me quedan por delante, me desespero. Me ahogo. Y es cuando la imagen del diente de león, deshaciéndose en mil pedazos viene a mi cabeza.

A veces pasa el día sin darme cuenta. Hago las cosas de forma mecánica: tareas, recados, sonrisas, charlas... y en un parpadeo, ha pasado el día. Y me asusto. Porque he pasado de vivir a sobrevivir y de sobrevivir a vegetar.

Un día más. Un día menos. Aparentemente, perfecto, pulcro, aséptico. Salgo al jardín que no disfrutamos para tomar la infusión de la noche. Paseo más con la mirada que con mis piernas. Miro el césped, preguntándome desde cuando la naturaleza es tan condenadamente matemática en su expresión. Y es entonces, en ese exabrupto, cuando lo veo.

Un diente de león. Lo impensable ha ocurrido. Un "hierbajo" en nuestro jardín. Me dirijo hacia él, para cogerlo, pero antes de alcanzarlo escucho cómo me llaman desde la casa. La hora. La rutina. No se puede alterar o son capaces de llevarme a terapia. Así que echo un último vistazo a la diminuta planta y entro a mi personal día de la marmota.

Y ya es de día, he caído en el ciclo de forma tan natural que hasta hace unos minutos no recordé la existencia del diente de león del jardín. No sé porqué le doy tanta importancia. Bueno, sí, lo sé. Porque es un cambio, es algo que no está en el guión de mi vida. Y es mi llave al pasado, al momento de felicidad y sobre todo, al momento de existencia, cuando todo mi futuro estaba por escribir, en contrapunto con mi vida actual, donde mi futuro está ya escrito hasta el mínimo detalle. Quizás soplarlo no sea un gran gesto, pero es un comienzo. Quizás aún pueda vivir.

Salgo al jardín de nuevo, a buscarlo... y ya no está. ¿Cómo es posible? Miro por todos lados. No está. Tal vez nunca estuvo, tal vez fue una ilusión óptica o un espejismo. Mis hombros caen al mismo tiempo que mi sonrisa desaparece y vuelve automáticamente el gesto de siempre.

Vuelvo a entrar, recojo mecánicamente los restos del desayuno y al abrir el cubo de la basura lo veo ahí, reposando entre papeles rasgados, el diente de león.

Lo cojo y veo que está algo mustio, pero aún así, puedo soplarlo. Lo cojo y lo acerco a mis labios ya aflautados y cuando estoy a punto de soplar, aparece él, mi marido, para el beso de rigor. Se queda mirándome, como si estuviera loca. Me lo arranca de las manos, diciendo que ese hierbajo estaba entre las rosas, en el jardín y qué creía que iba a hacer con él. No se me ocurriría soplarlo, y menos ahí, dentro de casa, ¿verdad? Mientras habla, aplasta entre sus dedos mi diente de león, sin saber que está acabando con mis sueños de libertad al mismo tiempo.

Y aquí estoy, no sé qué hora es porque, como siempre, he actuado mecánicamente hasta despertar con una especie de parpadeo aquí, en el cobertizo. Bajo la vista hacia mis manos. Abro el puño derecho y veo un tallo verde, medio reseco, sin vida alguna. Sin vida. Como yo.
 
Como me gustan tus relatos Orni, me producen desde ternura a miedo, continúa con ellos, este foro necesita cosas, vivencias, vidas, como las q tu describes tan maravillosamente
Te quiero ❤️❤️❤️❤️
 

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