Las cosas de orni

Es un hilo joven, no tiene ni dos semanas el pobrecico, a ver lo que dura :)
Gracias por pasarte y leer
Fiel seguidora @orni.
Sabes q me tienen enganchada los de la aldea.
Y sigo con mis sugerencia de darle avance al de la señora asesina de niños...... 😘 😘
 
Fiel seguidora @orni.
Sabes q me tienen enganchada los de la aldea.
Y sigo con mis sugerencia de darle avance al de la señora asesina de niños...... 😘 😘
La historia de la asesina fue una que me pidieron, de hecho, escribí dos "Asesinas", creo que no he puesto aún ninguno aquí. La verdad es que hay algunas historias, como esas, que me da cosa ponerlas porque pueden resultar muy desagradables a quien las lea y lo que no quiero es incomodar a nadie, por eso antes de "Cordero y araña" puse el aviso.

Los relatos "salados" creo que no podré ponerlos, por las normas del foro. Así que seguiré con los "dulces", intercalando de cuando en cuando historietas de mis "hazañas" vitales :)

Graciñas, rula. Bicos!!
 
Lo mismo que en Cordero y araña, puede resultar desagradable leerlo.

Asesina

Un día más, cojo mi cesto, ajusto mi chaqueta de punto, compruebo que llevo el monedero y las llaves, y me dispongo a salir hacia el mercado.

Voy a paso lento pero constante, fijándome en algunos escaparates, buscando ofertas, anotando mentalmente ideas para futuras compras. A veces, sin querer, en lugar de ver los objetos expuestos, atisbo un reflejo, mi imagen. Una mujer más de mediana edad que va a hacer las compras diarias. Con su cabello grisáceo corto, su calzado y ropa cómodos y sus labios apretados.

Llego al mercado de abastos, voy directa a los puestos de pescado. hay que tener cuidado, intentan meterte lo peor al precio más alto. Pero a mí es difícil engañarme. El truco, tal como me enseñó mi madre, está en los ojos. Los ojos del pescado no mienten. Ahí se ve su frescura.

Así que me paseo de puesto en puesto, ignorando las voces de las pescaderas, pisando con cuidado para no resbalar por la humedad del suelo. Y veo ojos. Grandes, pequeños, brillantes, apagados.

Siempre doy un par de vueltas antes de elegir el pescado a comprar. La transacción suele durar unos minutos, los dedicados al regateo. Y después de una pasada breve por la sección de verduras y frutas, ya estoy preparada para volver a casa.

Vuelvo con mis pensamientos puestos en las tareas que tengo por delante: limpiar, trocear y guardar el pescado en porciones, darle una revisión a fondo a los baños y hacer la colada.

Y así va pasando el día, hasta que, terminada la comida y recogida la cocina, decido salir a pasear. A veces me apetece hacerlo, vagar sin rumbo fijo, simplemente poner un pie delante de otro a ver dónde llego.

Me gusta cuando el destino me lleva cerca del centro social de algún barrio. Gente de edad, entrando y saliendo, algunos con energía, otros con achaques. A veces siento el impulso de entrar. Lo hago y paseo de un lado a otro, como en el mercado, viendo los ojos de la gente.

Pero enseguida salgo, llamo mucho la atención. La mayoría de los días de paseo acaban conmigo sentada en el banco de un parque, mirando a los niños, sus alegrías y sus penas, sus juegos, sus trastadas. Hoy parecen muy tranquilos todos.

Y recuerdo, recuerdo lo ocurrido el año pasado. Recuerdo las tardes en parques como este, esperando el momento oportuno que no siempre se daba, vigilante, viendo los niños que bajaban solos a jugar o que llegaban en compañía de otros niños. A veces se enfadaban y quedaba alguno solo. Y claro, yo aprovechaba el momento.

Una abuelita, aún a mi edad, para ellos soy una abuelita. Sonriendo de la forma adecuada y diciendo lo apropiado, los niños confiaban en mí. Yo veía en sus miradas lo que pensaban al verme: una señora mayor, lenta, aburrida, inofensiva. Cierto que los niños de ahora no son como los de antes. Antes, habrían confiado en mí. Ahora confían en ellos mismos, pensando estar por encima mía. Y yo me aprovecho.

Acompañaba al niño o niña de turno hasta su casa. Eso hacía que se confiara más. Si nos cruzábamos con alguien conocido, ahí acababa todo. Si llegábamos sin novedad, esperaba a entrar en el portal para golpearle con el calcetín lleno de arena húmeda que siempre llevaba en mi bolso, "por si acaso". Y después, arrastrando el cuerpecillo hasta las escaleras y actuando deprisa para evitar tropiezos inoportunos, sacaba el cuchillito pequeño y le arrancaba los ojos, metiéndolos en una bolsita de plástico. Acababa con el sufrimiento del pequeño o la pequeña a golpes contra el borde de un escalón. Toda la operación me llevaba menos de cinco minutos.

Y salía después tranquilamente, como si nada, alejándome sin llamar la atención. Una mujer de mediana edad, como otras tantas, inofensiva y aburrida.

La cuarta vez estuvieron a punto de pillarme con las manos en la masa. Ya se había corrido la voz de lo que ocurría con algunos niños y la gente ya estaba sobre aviso, especialmente los padres. Mi capa de invisibilidad empezaba a fallar y hasta las mujeres como yo empezaban a ser visibles. Hora de trasladarse.

Otra ciudad, otros parques, otros mercados, más ojos que observar, más ojos que coleccionar, al menos durante un tiempo.

Es peligroso coleccionar cosas así, con lo que la noche antes de trasladarme de una ciudad, dejaba mis pequeños recuerdos sobre algún banco oscuro, donde al día siguiente alguien los encontraría, pero posiblemente cuando ya me encontrara lejos, muy lejos.

Han pasado ya muchos meses y esta mañana en el mercado, sentí el cosquilleo, las ganas, de nuevo. Pensando un nuevo método, algo diferente, recuerdo que la joven vecina del piso de abajo deja a veces a sus tres niños solos en casa...
 
Lo mismo que en Cordero y araña, puede resultar desagradable leerlo.

Asesina

Un día más, cojo mi cesto, ajusto mi chaqueta de punto, compruebo que llevo el monedero y las llaves, y me dispongo a salir hacia el mercado.

Voy a paso lento pero constante, fijándome en algunos escaparates, buscando ofertas, anotando mentalmente ideas para futuras compras. A veces, sin querer, en lugar de ver los objetos expuestos, atisbo un reflejo, mi imagen. Una mujer más de mediana edad que va a hacer las compras diarias. Con su cabello grisáceo corto, su calzado y ropa cómodos y sus labios apretados.

Llego al mercado de abastos, voy directa a los puestos de pescado. hay que tener cuidado, intentan meterte lo peor al precio más alto. Pero a mí es difícil engañarme. El truco, tal como me enseñó mi madre, está en los ojos. Los ojos del pescado no mienten. Ahí se ve su frescura.

Así que me paseo de puesto en puesto, ignorando las voces de las pescaderas, pisando con cuidado para no resbalar por la humedad del suelo. Y veo ojos. Grandes, pequeños, brillantes, apagados.

Siempre doy un par de vueltas antes de elegir el pescado a comprar. La transacción suele durar unos minutos, los dedicados al regateo. Y después de una pasada breve por la sección de verduras y frutas, ya estoy preparada para volver a casa.

Vuelvo con mis pensamientos puestos en las tareas que tengo por delante: limpiar, trocear y guardar el pescado en porciones, darle una revisión a fondo a los baños y hacer la colada.

Y así va pasando el día, hasta que, terminada la comida y recogida la cocina, decido salir a pasear. A veces me apetece hacerlo, vagar sin rumbo fijo, simplemente poner un pie delante de otro a ver dónde llego.

Me gusta cuando el destino me lleva cerca del centro social de algún barrio. Gente de edad, entrando y saliendo, algunos con energía, otros con achaques. A veces siento el impulso de entrar. Lo hago y paseo de un lado a otro, como en el mercado, viendo los ojos de la gente.

Pero enseguida salgo, llamo mucho la atención. La mayoría de los días de paseo acaban conmigo sentada en el banco de un parque, mirando a los niños, sus alegrías y sus penas, sus juegos, sus trastadas. Hoy parecen muy tranquilos todos.

Y recuerdo, recuerdo lo ocurrido el año pasado. Recuerdo las tardes en parques como este, esperando el momento oportuno que no siempre se daba, vigilante, viendo los niños que bajaban solos a jugar o que llegaban en compañía de otros niños. A veces se enfadaban y quedaba alguno solo. Y claro, yo aprovechaba el momento.

Una abuelita, aún a mi edad, para ellos soy una abuelita. Sonriendo de la forma adecuada y diciendo lo apropiado, los niños confiaban en mí. Yo veía en sus miradas lo que pensaban al verme: una señora mayor, lenta, aburrida, inofensiva. Cierto que los niños de ahora no son como los de antes. Antes, habrían confiado en mí. Ahora confían en ellos mismos, pensando estar por encima mía. Y yo me aprovecho.

Acompañaba al niño o niña de turno hasta su casa. Eso hacía que se confiara más. Si nos cruzábamos con alguien conocido, ahí acababa todo. Si llegábamos sin novedad, esperaba a entrar en el portal para golpearle con el calcetín lleno de arena húmeda que siempre llevaba en mi bolso, "por si acaso". Y después, arrastrando el cuerpecillo hasta las escaleras y actuando deprisa para evitar tropiezos inoportunos, sacaba el cuchillito pequeño y le arrancaba los ojos, metiéndolos en una bolsita de plástico. Acababa con el sufrimiento del pequeño o la pequeña a golpes contra el borde de un escalón. Toda la operación me llevaba menos de cinco minutos.

Y salía después tranquilamente, como si nada, alejándome sin llamar la atención. Una mujer de mediana edad, como otras tantas, inofensiva y aburrida.

La cuarta vez estuvieron a punto de pillarme con las manos en la masa. Ya se había corrido la voz de lo que ocurría con algunos niños y la gente ya estaba sobre aviso, especialmente los padres. Mi capa de invisibilidad empezaba a fallar y hasta las mujeres como yo empezaban a ser visibles. Hora de trasladarse.

Otra ciudad, otros parques, otros mercados, más ojos que observar, más ojos que coleccionar, al menos durante un tiempo.

Es peligroso coleccionar cosas así, con lo que la noche antes de trasladarme de una ciudad, dejaba mis pequeños recuerdos sobre algún banco oscuro, donde al día siguiente alguien los encontraría, pero posiblemente cuando ya me encontrara lejos, muy lejos.

Han pasado ya muchos meses y esta mañana en el mercado, sentí el cosquilleo, las ganas, de nuevo. Pensando un nuevo método, algo diferente, recuerdo que la joven vecina del piso de abajo deja a veces a sus tres niños solos en casa...
Curioso...me ha gustado...creo..
 
Lo mismo que en Cordero y araña, puede resultar desagradable leerlo.

Asesina

Un día más, cojo mi cesto, ajusto mi chaqueta de punto, compruebo que llevo el monedero y las llaves, y me dispongo a salir hacia el mercado.

Voy a paso lento pero constante, fijándome en algunos escaparates, buscando ofertas, anotando mentalmente ideas para futuras compras. A veces, sin querer, en lugar de ver los objetos expuestos, atisbo un reflejo, mi imagen. Una mujer más de mediana edad que va a hacer las compras diarias. Con su cabello grisáceo corto, su calzado y ropa cómodos y sus labios apretados.

Llego al mercado de abastos, voy directa a los puestos de pescado. hay que tener cuidado, intentan meterte lo peor al precio más alto. Pero a mí es difícil engañarme. El truco, tal como me enseñó mi madre, está en los ojos. Los ojos del pescado no mienten. Ahí se ve su frescura.

Así que me paseo de puesto en puesto, ignorando las voces de las pescaderas, pisando con cuidado para no resbalar por la humedad del suelo. Y veo ojos. Grandes, pequeños, brillantes, apagados.

Siempre doy un par de vueltas antes de elegir el pescado a comprar. La transacción suele durar unos minutos, los dedicados al regateo. Y después de una pasada breve por la sección de verduras y frutas, ya estoy preparada para volver a casa.

Vuelvo con mis pensamientos puestos en las tareas que tengo por delante: limpiar, trocear y guardar el pescado en porciones, darle una revisión a fondo a los baños y hacer la colada.

Y así va pasando el día, hasta que, terminada la comida y recogida la cocina, decido salir a pasear. A veces me apetece hacerlo, vagar sin rumbo fijo, simplemente poner un pie delante de otro a ver dónde llego.

Me gusta cuando el destino me lleva cerca del centro social de algún barrio. Gente de edad, entrando y saliendo, algunos con energía, otros con achaques. A veces siento el impulso de entrar. Lo hago y paseo de un lado a otro, como en el mercado, viendo los ojos de la gente.

Pero enseguida salgo, llamo mucho la atención. La mayoría de los días de paseo acaban conmigo sentada en el banco de un parque, mirando a los niños, sus alegrías y sus penas, sus juegos, sus trastadas. Hoy parecen muy tranquilos todos.

Y recuerdo, recuerdo lo ocurrido el año pasado. Recuerdo las tardes en parques como este, esperando el momento oportuno que no siempre se daba, vigilante, viendo los niños que bajaban solos a jugar o que llegaban en compañía de otros niños. A veces se enfadaban y quedaba alguno solo. Y claro, yo aprovechaba el momento.

Una abuelita, aún a mi edad, para ellos soy una abuelita. Sonriendo de la forma adecuada y diciendo lo apropiado, los niños confiaban en mí. Yo veía en sus miradas lo que pensaban al verme: una señora mayor, lenta, aburrida, inofensiva. Cierto que los niños de ahora no son como los de antes. Antes, habrían confiado en mí. Ahora confían en ellos mismos, pensando estar por encima mía. Y yo me aprovecho.

Acompañaba al niño o niña de turno hasta su casa. Eso hacía que se confiara más. Si nos cruzábamos con alguien conocido, ahí acababa todo. Si llegábamos sin novedad, esperaba a entrar en el portal para golpearle con el calcetín lleno de arena húmeda que siempre llevaba en mi bolso, "por si acaso". Y después, arrastrando el cuerpecillo hasta las escaleras y actuando deprisa para evitar tropiezos inoportunos, sacaba el cuchillito pequeño y le arrancaba los ojos, metiéndolos en una bolsita de plástico. Acababa con el sufrimiento del pequeño o la pequeña a golpes contra el borde de un escalón. Toda la operación me llevaba menos de cinco minutos.

Y salía después tranquilamente, como si nada, alejándome sin llamar la atención. Una mujer de mediana edad, como otras tantas, inofensiva y aburrida.

La cuarta vez estuvieron a punto de pillarme con las manos en la masa. Ya se había corrido la voz de lo que ocurría con algunos niños y la gente ya estaba sobre aviso, especialmente los padres. Mi capa de invisibilidad empezaba a fallar y hasta las mujeres como yo empezaban a ser visibles. Hora de trasladarse.

Otra ciudad, otros parques, otros mercados, más ojos que observar, más ojos que coleccionar, al menos durante un tiempo.

Es peligroso coleccionar cosas así, con lo que la noche antes de trasladarme de una ciudad, dejaba mis pequeños recuerdos sobre algún banco oscuro, donde al día siguiente alguien los encontraría, pero posiblemente cuando ya me encontrara lejos, muy lejos.

Han pasado ya muchos meses y esta mañana en el mercado, sentí el cosquilleo, las ganas, de nuevo. Pensando un nuevo método, algo diferente, recuerdo que la joven vecina del piso de abajo deja a veces a sus tres niños solos en casa...
Aterrador, me gusta esa calma de las descripciones
 
A mí también me gustaría que incluyeses más relatos sobre la aldea. Que exigente, perdona, Orni.
 

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