Las cosas de orni

Mujer (mi abuela materna)

La veo sentada en un pequeño taburete, cuyo asiento está suavizado por los años de uso. Inclinada sobre una pequeña tina en la que desgrana guisantes, habichuelas o maíz. O pelando patatas, desollando un conejo, desplumando un pollo o una gallina... sus manos, pequeñas, de dedos deformados, siempre están ocupadas.

Parece muy frágil, sentada junto a la estufa. Un cuerpo menudo, cubierto por ropa de un luto que parece no acabar nunca. Sé que debajo del pañuelo que lleva anudado en su cabeza, hay dos trenzas sorprendentemente largas de fino cabello gris. Sé que la piel de sus manos, de su cara, está curtida por el sol, la lluvia y el viento, pero en el resto de su cuerpo la piel es blanca, casi de un tono enfermizo.

Sus ojillos castaños, vivaces, rodeados de un sinfín de arrugas profundas, parecen los de un pájaro curioso que no perdiera un detalle de lo que le rodea. Es en su cara donde se puede leer la historia de su vida, en la que ha habido mucho sufrimiento, mucha lucha y muy pocas risas.

Su rostro es como un mapa de la vida, lleno de surcos, de líneas, de marcas. Cada una de ellos cuenta una historia, guarda un recuerdo u oculta un secreto. Es una luchadora, una de tantas, de los miles de mujeres que mantuvieron su casa, sus hijos y su honradez a base de trabajo duro, ingrato y a veces sin obtener gran cosa a cambio.

Todo lo que ha castigado su cuerpo, ha endurecido su alma, una frágil mujer de hierro, sentada junto al fuego, desgranando guisantes, mientras el olor del café recién hecho inunda la casa y la convierte en un hogar.
 
La aldea. Un día

El día solía empezar con la llegada del panadero, tocando la bocina de la camioneta de reparto. Mi tía ya estaba levantada y en marcha, porque mi tío se iba en uno de los primeros autobuses del día. Normalmente compraba un mollete pequeño y una bollita para mi bocadillo, aunque cuando no había bollitas, me hacía la merienda con gruesas rebanadas de ese delicioso pan hecho en horno de leña.

Nunca desayunaba. (Y ahora que no nos lee nadie, te diré que sigo sin desayunar), así que bajaba, pasaba la inspección de mi tía, me bebía un vaso de agua, íbamos al gallinero a abrirle a las gallinas y después tenía el resto de la mañana para jugar, salvo que hiciera falta ir a comprar algo.

En las aldeas gallegas, la compra se hace en la taberna. Y todas las tabernas que conocí, eran prácticamente iguales. En el bajo de la vivienda de los dueños. Una habitación grande, con unas pocas mesas aquí y allá donde los hombres iban a echar la partida de cartas o de dominó. Una barra de lado a lado, ancha, amplia, en uno de cuyos lados se acodaban los parroquianos, todos con su boina y su palillo entre los labios, su cunca de vino en la mano o apoyada en el mostrador, charlando unos con otros. Detrás de la barra, el dueño de la taberna sirviendo básicamente vino, con unos estantes a su espalda con un par de pequeñas barricas de vino, una botella o dos de coñac, varias de aguardiente y poco más. Era lo que se consumía por entonces.

En el otro extremo del mostrador estaba la zona de tienda. Se podían comprar cosas que no se cultivaban, como azúcar, sal, hilo, mercromina, unas zapatillas, un mono de trabajo, pañuelos... Todo colocado pulcramente en las estanterías y bien a la vista. Si alguien necesitaba algo que no tenían en ese momento, al día siguiente ya estaba en la tienda, gracias a un acuerdo entre los dueños de la taberna y algún conductor de autobús, que les traía y llevaba mercancía aprovechando que la parada estaba a escasos metros de la casa.

Una vez cumplidas mis "obligaciones" matutinas, me iba a sentar en los escalones de piedra del hórreo de mis tíos, esperando a que saliera alguien más para jugar.

Solíamos hacer carreras, jugar a pillar, al escondite. A hacer silbatos con Paj*s huecas (yo nunca conseguí hacer silbar ninguna), o música haciendo vibrar largas y finas hojas de hierba. Hasta la hora de comer.

No hay palabras para describir los sabores de la comida. Si te digo que comía tortilla de patatas o pollo guisado o empanada de zorza, asociarás esos platos con los sabores que conoces, pero si no has probado comida de aldea, no puedes tener ni idea de lo buenísimo que estaba todo.

A la hora de comer Boby se sentaba a mi lado, en el suelo, poniéndome cara de pena. Yo era incapaz de comer sabiendo que él estaba esperando a que le cayera algo de mi plato, así que me comportaba bastante salomónicamente: un bocado para mí, otro que deslizaba cuidadosamente hacia el perro. Hasta que mi tía se dio cuenta, claro... desde entonces el pobre Boby no podía entrar en la cocina si estábamos comiendo. El postre siempre era fruta: manzanas, pexegos, peras de san Juan.... Algunas tardes, cuando mi tío llegaba temprano de trabajar, cogía una escalera grande y un caldero con un gancho e iba al huerto de atrás, a coger cerezas. Bajaba con el caldero a rebosar. Yo solía ponerme las cerezas colgando de las orejas, cuando venían dos juntas, en plan pendientes. Me encantan las cerezas.

Después de comer llegaba lo peor. Un martirio, un sufrimiento, una tortura. La siesta.

Por mucho que insistiera en que no dormía, mi tía era inflexible: tenía que meterme en cama e intentar dormir. Así que subíamos a los dormitorios, me descalzaba y me echaba sobre la cama. Y allí estaba quieta, escuchando el silencio, porque a esa hora toda la aldea parecía dormir, incluso los animales dejaban de emitir sonidos. Era una eternidad de tiempo. En cuanto mi tía se levantaba, me volvía a calzar a toda prisa y salía fuera de casa.

No teníamos juguetes. Ni muñecas, ni cochecitos ni nada de eso. No los necesitábamos, porque cualquier cosa que teníamos alrededor podía ser un juguete en sí misma. Algunas veces nos daban platillos o tacitas rajadas o desportilladas y las niñas nos poníamos a cocinar. Si había mucha suerte, también nos daban diminutas patatas, más pequeñas que una nuez, que normalmente se les daban a los cerdos para comer, pero en ocasiones nos daban un puñado para jugar.

Con esas patatitas podíamos jugar a cocinar o a hacer nuestras propias muñecas, utilizando un palillo para marcar ojos y boca y posteriormente clavarlo para que hiciera de cuerpo. Pero la mayoría de las veces, jugábamos a cocinar. Y menudos platos. Por poner un ejemplo, preparábamos algo que tranquilamente podría llamarse: souflé de barro con patatas y hierbas verdes al aroma de margarita campestre. Digno de cualquier tres estrellas Michelín.

Por las tardes a veces íbamos al lavadero comunitario. Si hacía mucho calor, nos quedábamos en ropa interior y nos metíamos en el agua helada. Había que tener cuidado porque se resbalaba mucho ahí dentro. No había mucha profundidad, pero una caída podría significar un golpe contra la piedra del pilón y podía ser peligroso.

Otras veces íbamos a las moras. Regresábamos horas más tarde, con los dedos y las bocas teñidas de morado y pegajosas, pero con la barriga llena y felices.

Pero de todos los juegos, de todas las invenciones y pasatiempos, el preferido por todos era, sin duda, el del pajar del señor Manolo.

El señor Manolo vivía en la casa que estaba pegada a la de mis tíos. La habitaban él y sus dos hermanas. Era una casa más grande que la de mis tíos, pero muy oscura. Incluso la piedra con la que estaba construída era oscura, triste. Él sólo salía para trabajar en los campos y ellas aún menos. Yo las vi muy pocas veces, pero aún las recuerdo. Me llamaban mucho la atención porque no caminaban erguidas, sino dobladas hacia adelante, como si tuvieran un permanente dolor de lumbago o algún tipo de desviación en la columna. Y además iban siempre corriendo de un lado a otro, como si tuvieran prisa por hacer lo que fuera y volver lo antes posible a meterse en la casa. Entre eso y que se vestían de negro y con la consabida pañueleta en la cabeza, nunca llegué a verles las caras.

El señor Manolo, sin embargo, siempre caminaba como muy tieso. Y siempre sonriendo. No me gustaba su sonrisa, me parecía una sonrisa de mentira. Claro que mi opinión no era objetiva, ya que, desde que él se enteró de que sus bueyes me daban miedo, siempre que yo andaba por ahí y él los sacaba, hacía lo posible para acercarlos a mí. Sin dejar de sonreír. Aparte de su afán en asustarme con los bueyes, nunca hizo ni dijo nada desagradable. Al contrario, nos proporcionaba la mejor diversión del verano.

Hacía un pajar que a mí me parecía altísimo. Por comodidad, el pajar estaba casi pegado al hórreo de mis tíos, donde no molestaba el paso a nadie y le quedaba a mano para llevar la Paj* al establo de los bueyes.

Y llegaba el día en que el señor Manolo nos decía que podíamos deshacer el pajar. Nos subíamos uno a uno a las escaleras de piedra del hórreo y desde allí saltábamos hacia el pajar, intentado caer lo más alto posible. Después nos dejábamos deslizar hacia el suelo, arrastrando con nosotros montones de Paj*. La diversión duraba poco, pero valía la pena.

Acabábamos tosiendo y estornudando por el polvo, rascándonos el cuerpo y sacudiendo la ropa porque quedaban pequeños trozos de Paj* clavados en ella.

Otras tardes, las mujeres sacaban alfombras viejas y se sentaban en corrillo sobre ellas. En medio, guisantes o habas para desgranar. En esas ocasiones, me gustaba acercarme, ponerme en una esquina con un manojo de plantas para coger las vainas y desgranar mientras escuchaba las historias que contaban las mujeres. Historias de amores, de desamores, de meigallos, de desapariciones, de extrañas enfermedades, de gente que emigró y volvió, algunos más pobres de lo que se fueron y otros más ricos, o de la gente que emigró y no volvió. De si a Fulanito o Menganita le había llegado no sé qué paquete y qué podría tener dentro. De cómo están las cosechas. De algún truco nuevo para macerar alguna carne. De quién estaba enfermo. De ir a adornar la iglesia para la misa mayor de las fiestas..... Si mantenía la cabeza gacha, como enfrascada en la tarea y estaba calladita, casi llegaban a olvidarse de que estaba allí y la conversación llegaba a ser muy interesante. Tan interesante, que a veces ni me enteraba de lo que estaban diciendo :)

No puedo hablar de las tardes sin hablar de La Pitusa. Mi tía compraba dos cajas de La Pitusa, una de gaseosas y otra de refresco de naranja, mi favorito. Metía las botellas en el agua fresca y con el bocadillo de la merienda me ponía un vaso de Pitusa. Con el paso de los años, las cosas en la aldea se fueron modernizando y aparecieron los frigoríficos, las neveras, etc. Fue poco después de que yo dejara de pasar el mes de verano allí. Mi tía, en verano, cogía la cubitera del congelador y la llenaba de Pitusa, ponía un palillo en cada cubículo y al congelador. Cuando aparecía algún niño por la puerta, fuera vecino o de la familia, mi tía sacaba la cubitera y le daba "un helado" de gaseosa :)

Tras la muerte de mi abuela y el nacimiento de mi hermano pequeño, dejé de pasar esas semanas allí. Muchos años más tarde, volví para vivir un año con mis tíos. Sólo diré que en ese año pasaron cosas que, estoy segura, arrancaron más de una y de dos carcajadas en muchos hogares del lugar. Porque soy un desastre :)
 
El bosque


Me he alejado un poco más de lo normal. Eso me pasa por dejarme llevar por mi imaginación. Pero es casi imposible no hacerlo, vagando entre los árboles, envuelta en la niebla nocturna y sintiendo el frescor del otoño en la cara.

Me encanta este lugar. Parece de otro mundo, un lugar donde esperas ver aparecer personajes de cuento o bien de otra época muy anterior a la actual. Y sin embargo, a un par de cientos de metros, están las luces del pueblo. Las farolas del alumbrado público, las ventanas iluminadas de los edificios, los faros de los coches que pasan por la carretera principal...

Miro hacia mi derecha y veo, entre los arbustos, el camino asfaltado que me lleva a la civilización. Y sigo paseando, a veces parándome para inspirar y captar los olores a tierra, a hojas húmedas. Otras veces intento estar tan inmóvil que las pequeñas criaturas que pueblan el bosquecillo se sientan lo bastante seguras como para campar por sus respetos y emitir sus sonidos característicos.

Nunca me encuentro con nadie. Y no es sólo por salir en circunstancias que para la mayoría de la gente serían adversas para pasear, si no que también es, en gran parte, por el fantasma. Sí, mi bosquecillo está encantado de verdad. Al parecer una muchacha a la que le gustaba pasear murió en extrañas circunstancias y su espíritu a veces vaga por aquí, o eso dicen. Siempre por el bosque, como si el lugar en que antes encontraba placer se hubiera convertido en su prisión.

No creo en fantasmas. Ni siquiera ahora, que se acerca la hora bruja y que estoy sola aquí. Me paro junto a un roble, que ha sembrado los alrededores de bellotas. Y recuerdo cuando era niña, recogiéndolas para jugar con ellas. Me apoyo en el tronco del árbol.

Me sobresalta un poco el sonido de los gañidos de un perro, asustado. Giro la cabeza hacia el origen del ruído y doy un par de pasos hacia allí. Veo a un hombre que intenta aplacar los temblores de un perro al que lleva por una correa. En el momento en que miro hacia él, levanta la cabeza y su cara se transforma en una mueca pavorosa que hace que me vuelque el corazón. ¿Qué es lo que hay detrás de mí que hace que tanto perro como hombre se atemoricen tanto?. Mientras pienso eso, hombre y perro se lanzan en una carrera carretera abajo, hacia las luces, hacia la civilización, hacia la salvación.

Este incidente me ha afectado mucho, me he contagiado del temor de ambos. Miro en todas direcciones y no veo nada, pero sí que siento algo, una presencia, ¿alguien?. No estoy sola. La oscuridad que antes sentía como un abrigo a mi alrededor, ahora se ha convertido en una trampa que me impide correr hacia el camino. Los árboles tan amados son ahora muros con los que tropiezo en mi afán por alcanzar lo antes posible el camino a casa.

Está cerca, muy cerca, pero siento que avanzo como a cámara lenta, como si el aire que me rodea se hubiera vuelto espeso y se opusiera a mi movimiento. Y no dejo de pensar en qué es lo que hay aquí, lo que vieron hombre y perro, tras de mí, para salir corriendo y dejándome a merced de lo que quiera que sea.

Sé que cuando esté en las aceras iluminadas me sentiré como una tonta, lo sé. Pero ahora es ahora y lo que siento es mi corazón latir con tanta fuerza que creo que su retumbar se podría escuchar a varios metros. Siento cómo un sudor frío cubre mi piel. Tengo miedo. Son sólo unos pocos metros, pero se me hacen eternos.

No llego, ¿cómo es posible?. No puedo llegar, por mucho que me esfuerce, por mucho que lo intente, no puedo llegar, no puedo salir. Y estoy aquí, intentando escapar de mi bosquecillo encantado, sin lograr dar ese último paso que me llevaría de vuelta a la seguridad de mi hogar.

Me paro, agotada. Me giro, dispuesta a encararme con lo que sea que me persigue. Levanto la cabeza... y no veo nada. No hay nada, nadie. Sólo los árboles, las hojas caídas, los arbustos... mi bosquecillo de siempre. Inspiro con fuerza, intentando tranquilizarme. Y me río de mí misma, de mi debilidad, de mi miedo. Tal vez lo que vieron el hombre y su perro fue alguna composición extraña de la niebla entre los árboles. Qué tontería. Qué tonta. Tener miedo... Y lo que hace el subconsciente, por un terrible instante pensé que no podría salir del bosquecillo.

Sigo paseando, tranquila, disfrutando de mi soledad, de nuevo. Cierro los ojos y siento el olor a otoño en el aire.

Y mientras yo sigo disfrutando mi paseo, a menos de medio kilómetro de distancia, un hombre se abraza tembloroso a su mujer, mientras su perro se esconde bajo la cama. Minutos más tarde, le contará entre tartamudeos, la visión que tuvo en el bosque, mientras paseaba al perro,la joven aparición, casi etérea, casi transparente, mirándoles apoyada en un gran roble.
 
De aquí a la eternidad


"De aquí a la eternidad", una mieeerda de aquí a la eternidad. Qué vergüenza, qué vergüenza.... la culpa es mía, por dejarme convencer.

Que era muy romántico, dijo. Que era algo diferente, dijo. Pues sí, mira, diferente sí que fue, majo.

Hacer el amor en la orilla del mar, como en la película. Pasión, lujuria y un cambio en la monotonía. La madre que te...

Si yo ya lo dije al llegar, que no iba a salir bien, que las cosas de las películas no son como en la vida real. Pero no, él erre que erre.

Así que nos vimos, despelotados, en la cala chiquita, a primera hora de la noche. Y fuimos de la mano hasta la orilla. Joer, qué fría está el agua a estas horas, más que por la tardecilla. ¿A tí se te va a levantar con esta temperatura? Va a ser que no, pero mejor me callo y no digo nada, no vayamos a tener bronca.

Poco a poco, primero sentaditos, después estiramos las piernas, las olas nos mojan, sigo notando frío pero ya menos, al final la temperatura no será problema, o eso espero. Nos tumbamos. Mala idea, mejor nos vamos un poco màs hacia la arena o acabaremos esnifando agua del mar. Bien, ahora parece que vamos bien. Pues nada, al lío.

Y yo me giro hacia ti y te veo sonriente. Y nos empezamos a dar besitos tontos y después no tan tontos. Y como estamos a la orilla, al cabo de un rato siento que la arena se va deslizando por mi costado y me voy hundiendo un poquitín de nada, pero lo suficiente como para que haya arenilla en todos los pliegues de mi cuerpo. Y cuando digo todos, es en todos.

Echo la cabeza hacia atrás y te veo feliz, así que me callo la boca otra vez. Tú acercas la boca a mi oreja y yo me preparo para escuchar algo romántico, como un "te quiero", y me dices "¿ves? yo tenía razón, es como en la película, De aquí a la eternidad". Mira niño, en estos momentos un comentario así, en plan "ya te lo dije" como que no, que una al oír esas cosas se calienta, pero no por los bajos precisamente.

Aún así, me muerdo la lengua. Es nuestra noche romántica y voy a sujetar mi mala leche todo lo que pueda. Y para una vez que se esfuerza en pensar algo romántico, pues qué menos que aguantar alguna salida de tono.

Bien, parece que el hombre entra a matar. Me dispongo a disfrutar mi primer coito marino. "Joder, rascas", me dice mi particular Romeo. "Es la arena, cielo, con el movimiento de las olas, pues eso, que se pegotea toda". ·"Mmmmm, por dentro ya no". Por dentro no antes, merluzo, ahora tendré las que me estás metiendo, mira qué gracia me hace. Me muerdo el labio para no soltárselo en la cara y él lo ve como una muestra de pasión desenfrenada. "No te calles, grita y gime lo que quieras, no nos oye nadie". Sí, sí, anda que si gritara lo que quisiera ibas tú a estar tan sonriente, Tarzán, que eres un Tarzán.. de los monos.

Al cabo de un par de minutos empiezo yo a cogerle el gusto a la cosa, a pesar de la arena. Pero claro, siempre pasa algo. Y ese algo fue un ruido extraño unos metros más arriba. El levanta la cabeza, oteando y me dice que hay alguien ahí. Se aparta rápidamente, dejándose caer, boca abajo, un metro a mi derecha. Yo me giro, quedando culo en pompa, para poder ver, o intentarlo. Está ya bastante oscuro, pero puedo apreciar que la sombra que se mueve allí es un perro. Cuando voy a decírselo a mi marido, escucho su aullido.

Me levanto de un salto y me acerco, preguntándole qué ha pasado, si está bien... Giro su cuerpo y le veo con las manos tapando su entrepierna y a la luz de la luna, lágrimas brillantes deslizándose por sus mejillas.

El sigue gritando y aullando de dolor. Entre grito y grito, farfulla que le ha picado una faneca brava, cuando se echó sobre la arena y que cree que aún tiene el pincho dentro.

Y ahí me ves, buscando el móvil para llamar a emergencias, vistiéndome sin siquiera secarme y esperando a la ambulancia al lado de mi Burt Lancaster particular.

Y el cachondeíto subsiguiente, claro. Ya nada más ver la situación, los de la ambulancia, después en el hospital... Sí, De aquí a la eternidad, será el tiempo en que estén con las bromitas y recordando la memorable noche.
 
La aldea. Parte 1

Era costumbre en mi familia pasar los domingos en la aldea mientras vivió mi abuela. Madrugábamos y nos subíamos al coche, mis padres, mis hermanos y yo. Lo pasaba fatal, porque me mareaba y el hecho de que mi padre fumara sin parar (y sin dejarnos abrir una ventanilla) no ayudaba demasiado. Resultado: parada técnica para vomitar. Después, ya iba todo mejor.

La primera parada era la casa de mi abuela. Estaba en una aldea a unos tres kilómetros de la casa de mis tíos. La pequeña casita, cuadrada, estaba casi en el borde de la carretera. Y siempre, siempre, mi abuela en la puerta, esperándonos.

Era una mujer menuda, la recuerdo muy pequeñita, frágil incluso desde el punto de vista de la niña que era. Siempre vestida de luto eterno, desde la cabeza, con el pañuelo bien anudado en la cabeza, hasta los pies, siempre embutidos en cálidas y cómodas zapatillas. Sólo una vez la vi sin pañuelo y me sorprendió ver que ocultaba una larga trenza plateada, que enrollaba sobre sí misma, como si fuera un moño, bajo él.

No sabía leer ni escribir, nunca fue a la escuela. Se pasó gran parte de su vida intentando alimentar a su seis hijos, soportando las palizas de su marido, al que echó de casa cuando intentó pegar a uno de los niños. Una mujer, como tantas otras, que trabajaba en lo que saliera, con tal de poder llevar un trozo de pan a casa. Y eso, cuando había suerte. Al ir creciendo, sus hijos fueron encontrando trabajo y dándole parte de su jornal y la vida le fue, desde entonces, algo más llevadera. No recuerdo que me diera besos, nunca. Me abrazaba, con fuerza y después me daba, a escondidas de mi madre, tazones de café "de pota". Lo preparaba a la vieja usanza, echándole un tizón a rojo vivo dentro y colándolo con un colador de tela, que en sus orígenes era blanco pero que el uso teñía de marrón.

Un día mi madre nos pilló. Puso el grito en el cielo, por supuesto. Yo debía tener por entonces unos siete años y ya llevaba varios tomándome mi tazón de café negro dominical. La bronca fue tal, que desde entonces no he vuelto a tomar café.

Mi abuela siempre tenía que estar haciendo algo. Cocinar, pelar patatas o desgranar (debullar) guisantes, habas, maíz... A veces cosía, otras veces, las menos, tocaba la pandereta y canturreaba. Su cara estaba prematuramente llena de arrugas. Era como un mapa de su vida, sus luchas, sus preocupaciones, sus logros. Era feliz teniendo gente en casa. O fuera, sentados en sillas o pequeños bancos, contando historias.

Antes dije que mi abuela no había ido a la escuela. Pero era lista, muy lista. Y trabajadora. Y buena persona. Mi madre tampoco fue a la escuela, se puso a trabajar a los ocho años. También es muy lista. Aprendió a leer y escribir fijándose en cómo lo hacían los demás. ¿Y sabes? No me sentiría más orgullosa de ellas si tuvieran las paredes llenas de diplomas y reconocimientos académicos. Son luchadoras, las mujeres de esas generaciones.

Después de estar con la abuela, íbamos a comer a casa de mis tíos. Siempre el mismo menú; en invierno, cocido y en verano, pollo con patatas. Todo "de casa", por supuesto. Yo salía a jugar con los otros niños, hasta que me llamaban porque nos teníamos que volver.

El mes de septiembre del año que cumplí nueve, murió mi abuela, en su casa, rodeada del amor de sus hijos y en paz. Muy joven de edad pero muy gastada por la vida. Su corazón se fue debilitando poco a poco hasta que se paró. Ese hecho fue el fin de muchas cosas y el principio de otras.



Me traes muchos recuerdos, Orni. Muchos coinciden punto por punto con los tuyos. Gracias.
 
Después


Creía que lo peor había pasado. Estaba tan satisfecho de mí mismo, de lo bien que lo había hecho... y ahora me encuentro atrapado. Sin poder bajar la guardia un solo instante, siempre en tensión, siempre atento a cada palabra, cada gesto. Incluso me da miedo dormir, temo hablar en sueños, desvelar más de lo que quisiera que se supiera.

Calculé todo milimétricamente, tuve en cuenta todas las posibilidades para llevarlo a cabo con éxito y con el menor riesgo para mí. Pero no pensé en el "después" más allá de verme libre.

Y aquí estoy en tensión, sintiendo que en el momento menos esperado explotaré. Sé que dejé todos los cabos bien atados, que no corro ningún riesgo más que cometer una equivocación ahora, decir algo inoportuno en el peor momento.

Así que mantengo el gesto serio, apesadumbrado, hasta que siento rígidos los músculos de mi cara, como si estuvieran congelados. Mantengo la mirada baja todo el tiempo que me es posible hacerlo sin levantar sospechas. Digo sólo lo indispensable, balbuceando la mayor parte de las veces. Afortunadamente, nadie se sorprende de ello, es una reacción lógica ante la muerte de un ser querido. El aturdimiento.

Se empeñan en hacerme compañía constantemente, para ayudarme a pasar estos primeros días de intenso dolor por la pérdida. Cuando me ven apretar los puños o cerrar los ojos con fuerza, se acercan a mí, me tocan, me dicen palabras que deberían ser reconfortantes pero que me suenan como una condena "no estás solo" "estaremos siempre contigo" "nos tienes aquí al lado". Y lo que no saben es que esos momentos que confunden con pesadumbre, lo que siento es impotencia, ira, temor. Y que cuento las horas que se van desgranando perezosamente, esperando el momento en que pueda ser yo, en que con ellos se lleven el miedo que me envuelve desde el momento en que se hizo pública la muerte.

Sin apenas comer ni dormir, rodeado de gente pendiente de mí, ha habido momentos en que he estado a punto de confesarlo todo. Detalle a detalle, desde el momento en que decidí matarle hasta cada uno de los puntos esenciales del hecho en sí. Sólo por liberarme de esta amenaza que siento encima. Pero respiro profundamente, cierro mis ojos y cuento hasta diez, cincuenta o cien, hasta que mi corazón recupera su ritmo normal y mi mente se aclara.

"Lo peor ya ha pasado, lo peor ya ha pasado. Unas horas más y ya estará, habrá terminado todo, sólo tengo que aguantar unas horas más", mi mantra, que repito mentalmente una y otra vez.

Está más presente en su muerte de lo que estuvo en su vida. No hacen más que contarme anécdotas, chistes, recuerdos. Está en todas partes, en cada una de las personas presentes. He matado su cuerpo, le he quitado la vida, pero no se ha ido, no ha desaparecido, persiste.

Me siento ahogar. Necesito un poco de aire fresco. Me cuesta respirar. Lo peor ya ha pasado, lo peor ya ha pasado... no funciona. Necesito un poco de soledad, recuperar mi equilibrio mental. Me encierro en el baño, aún sabiendo que en pocos minutos alguien estará en la puerta preguntando si estoy bien. Pero necesito esos minutos, los necesito o me volveré loco.

Abro la ventana, para sentir el aire frío del exterior. Me siento en el taburete al lado de la bañera, apoyo mi espalda en la pared embaldosada y cierro los ojos, disfrutando de este momento de silencio y de paz. Intento recuperar la compostura, siento los latidos del corazón en mis sienes y de pronto es como si mi cuerpo dejara de tener consistencia, como si flotara o me durmiera en un sueño dulce y profundo. Me dejo llevar...

Una tímida llamada a la puerta del baño y un "¿Te encuentras bien?" que no obtienen respuesta. Se repite el toque en la puerta, con un poco más de intensidad "¿Necesitas algo?". Tras unos minutos, unos pasos se alejan de la puerta del baño y se escucha un murmullo lejano. Vuelve otra persona, aporreando ya la puerta, repitiendo las preguntas y sin obtener respuesta. Los nervios afloran, empiezan las discusiones sobre qué hacer y al final fuerzan la puerta, encontrando, al entrar, al hombre sentado al lado de la bañera, con el semblante relajado y una media sonrisa. Al tocarle, se cae hacia un lado. La piel aún está caliente, pero su corazón ha dejado de latir ya hace unos cuantos minutos.
 
Me traes muchos recuerdos, Orni. Muchos coinciden punto por punto con los tuyos. Gracias.
Gracias a ti por leer, de verdad. Eran tiempos donde la imaginación y las cosas sencillas eran nuestro mundo, sin complicaciones, sin tecnología, quizás con un punto demasiado intenso de fatalismo y credulidad, pero todo eso forma parte de nuestra cultura, de nuestras raíces, de lo que somos, creo yo.
 
Un bonheur indicible


Me gusta viajar. Literalmente. Sé que la mayoría de la gente que dice lo mismo, se refiere a visitar otros lugares. Yo no. Yo disfruto el viaje en sí, el ir de un lado a otro.

Y me encanta el tren. Bueno, la mayoría de las veces. Esta es una de ellas. Es un trayecto muy familiar para mí pero no por ello menos agradable. Vuelvo, una vez más, a casa.

Me he pasado leyendo casi todo el tiempo, pero ahora que faltan apenas veinte minutos para llegar, he recogido todo y me dedico a disfrutar el paisaje a través de la ventanilla.

Cae la tarde, empieza a cambiar la luz, de nítida a dorada. El sol comienza a ocultarse justo cuando aparece el mar, a lo lejos, con su superficie brillante atrapando los últimos rayos cálidos del día.

Uno de los grandes placeres de viajar es dejar mi mente libre. Dejar que mis pensamientos vaguen sin cortapisas, de un lado a otro, recuerdos, fantasías, esperanzas, planes, cálculos... lo que sea.

Mis ojos se recrean en el paisaje tan familiar para mí: las bateas de mejillones, ordenadas en grupos casi matemáticos, el puente que cruza la ría de un extremo a otro, algunas barquichuelas que se balancean con el suave oleaje de la ribera.

Y es entonces, de repente, cuando entre unas algodonosas nubes los rayos de sol dibujan un abanico justo sobre la superficie del mar. Y sonrío, feliz por la belleza de algo tan simple, feliz por haber podido disfrutar ese instante. Siento casi una opresión en el pecho, ganas de reír en voz alta, una mezcla de alegría y amor que me llena por dentro, que se expande por mi interior igual que lo hace una bebida caliente en lo más frío del invierno.

Miro alrededor, buscando una expresión parecida en las caras de mis compañeros de viaje, pero no. Parece que sólo yo he captado la belleza del momento. Giro de nuevo la cabeza hacia la ventanilla, con ganas de volver a sentir esa plenitud, esa satisfacción por el simple hecho de estar viva y poder gozar de cosas como un rayo de sol, de respirar, de ver, de...

Pero el momento ha pasado. Sólo veo el mar, brillante, como siempre y el sol tiñéndose de naranja entre las escasas nubes de algodón. Un bonito paisaje, sí. Pero ha perdido la magia. Porque eso es la felicidad extrema: un toque de magia en lo más mundano, en lo habitual, en lo diario.

Intento rememorar la sensación, pero ya ha palidecido. Sí, fue algo maravilloso, una sensación casi física, pero se ha desvanecido.

Aún así, sigo mirando el paisaje de mi infancia, reconociendo lugares, acercándome, de nuevo, al hogar.
 
Historia

Miro fijamente el monitor, cómo va trazando crestas y valles, insistentemente, sin apenas variación, sin detenerse. Los números que aparecen en el monitor parpadean, pero no cambian. La vida sigue. Por mucho que mire, el dibujo se repite una y otra vez, como burlándose de mí. A veces desearía que se detuvieran, que desaparecieran en una eterna línea contínua. Significaría el fin. Día a día, semana a semana, mes tras mes, veo la misma montaña apareciendo y desapareciendo, dibujándose y a veces queriendo saltarme a la cara desde la pantalla. Puedo pasar horas mirándola, como si eso pudiera cambiar algo. No. Lo mismo, una y otra y otra vez, sin parar.

Ellos no saben que lo veo. Creen que estoy... no sé dónde creen que puedo estar, pero lo que está claro es que no son conscientes de que sigo aquí, tumbada en la cama del hospital. No oigo, no hablo, no puedo moverme, sólo ver. Hace mucho que veo, sin más, un día empecé a ver, pensé, tonta de mí, que sería el inicio de una recuperación. Ese día, estaba él sentado a mi lado, se echó sobre el timbre y en unos minutos se llenó la habitación de médicos y enfermeras. Me auscultaron, me miraron el fondo del ojo, miraron y revisaron mis constantes y se fueron. No sé lo que debieron pensar o decir, porque no oigo. Recuerdo que mientras manejaban mi cuerpo, intentaba hablar, intentaba gritar, hacer algo que les hiciera notar que estaba de vuelta de la oscuridad. Pero no fui capaz, o ellos no fueron capaces de verlo. Doy por sentado que toman el movimiento de mis ojos como algún tipo de reflejo.

Ahora veo día a día sentado a alguien conocido y querido en la silla, a mi lado. Al principio me miraban a mí, y me hablaban o por lo menos eso creo, porque movían los labios, sonreían, a veces lloraban. Poco a poco su atención fue dispersándose. Salían (supongo que a la cafetería) y pasaban largos ratos fuera. Al volver, en lugar de mirarme, miraban el monitor. No les culpo, yo he hecho lo mismo, veo el monitor, más que a ellos.

Me siento enterrada dentro de mi cuerpo, como golpeando las paredes de músculo y piel, ahogada, atada, asfixiada. En esos momentos de angustia es cuando deseo que la montaña dé paso a una línea horizontal. No puedo escapar de esta situación, no puedo escapar de mí misma. Tenía la esperanza de que esas alteraciones lograran cambiar algo, que dieran pie a que se me diera una oportunidad de salir de aquí, de volver a ser dueña de mi cuerpo, de poder ser. Pero no, por mucho que mi mente grite, por mucho que me aporree, todo sigue igual.

He encontrado una forma de paliar esa angustia, los recuerdos. Es curioso, pero todos los recuerdos que vienen a mi memoria son buenos, alegres, curiosos, hermosos. Recuerdo tener bebés en brazos, su olor, su tacto, su liviandad. Recuerdo el olor de mi madre, sus manos que hacían que se marchara el dolor, cualquier dolor. Recuerdo lagrimear al comer pica pica y reír al tiempo. Recuerdo el agua helada del río. Recuerdo la sensación de dormir abrazada por la persona que amas. Muchos recuerdos, deshilvanados, pero que actúan como sedantes para mí.

Sé que piensan que no estoy, sé que con el tiempo van perdiendo la esperanza de que vuelva y sé que llegará un día en que el dibujo del monitor cambie.

Mientras, después de un fugaz vistazo a la silla, mirando cómo la miran, mis ojos se dirigen también a la pantalla. Van apareciendo crestas y valles, siempre igual, siempre lo mismo. A veces deseo que pare, a veces lo temo. Y grito y lloro y pido ayuda desde dentro de mí, pero no me ven, no me oyen. Estoy. Soy. He vuelto.
 
La insoportable levedad del ser


Cuando era niña me gustaba soplar dientes de león. Es curiosa la forma en que trabaja la memoria. Si pienso en mi niñez, lo que recuerdo es estar tirada en el prado, boca abajo, soplando dientes de león bajo el sol. Y si me concentro lo bastante en el recuerdo, puedo incluso sentir el calor del verano en mi piel y los olores difuminados.

Ultimamente pienso mucho en ello. Veo a mis hijos. No juegan con flores. Ni siquiera juegan fuera. Su piel es blanca, libre de arañazos, golpes y costras de heridas. Son buenos niños, ordenados, obedientes. Quizás demasiado. A mi alrededor no hay juguetes dispersos por el suelo, ni muebles marcados con pinturas. Todo en su sitio, todo ordenado, todo bien.

Ordenado. Una vida ordenada. Unos hijos ordenados. Un matrimonio ordenado. Mis días son un calco unos de otros. Se supone que debería ser feliz, estar agradecida por todo lo que tengo. Sin grandes problemas, sin aspavientos. Sin dientes de león en el jardín milimétricamente trazado. Sin risas.

Todos mis intentos por cambiar la rutina, por hacer cosas nuevas, divertidas, han chocado de frente con la incredulidad de mi familia. Toda la espontaneidad ha quedado sepultada bajo un aluvión de razones sensatas, de directrices correctas.

Cuando pienso en el futuro, en los miles de días que me quedan por delante, me desespero. Me ahogo. Y es cuando la imagen del diente de león, deshaciéndose en mil pedazos viene a mi cabeza.

A veces pasa el día sin darme cuenta. Hago las cosas de forma mecánica: tareas, recados, sonrisas, charlas... y en un parpadeo, ha pasado el día. Y me asusto. Porque he pasado de vivir a sobrevivir y de sobrevivir a vegetar.

Un día más. Un día menos. Aparentemente, perfecto, pulcro, aséptico. Salgo al jardín que no disfrutamos para tomar la infusión de la noche. Paseo más con la mirada que con mis piernas. Miro el césped, preguntándome desde cuando la naturaleza es tan condenadamente matemática en su expresión. Y es entonces, en ese exabrupto, cuando lo veo.

Un diente de león. Lo impensable ha ocurrido. Un "hierbajo" en nuestro jardín. Me dirijo hacia él, para cogerlo, pero antes de alcanzarlo escucho cómo me llaman desde la casa. La hora. La rutina. No se puede alterar o son capaces de llevarme a terapia. Así que echo un último vistazo a la diminuta planta y entro a mi personal día de la marmota.

Y ya es de día, he caído en el ciclo de forma tan natural que hasta hace unos minutos no recordé la existencia del diente de león del jardín. No sé porqué le doy tanta importancia. Bueno, sí, lo sé. Porque es un cambio, es algo que no está en el guión de mi vida. Y es mi llave al pasado, al momento de felicidad y sobre todo, al momento de existencia, cuando todo mi futuro estaba por escribir, en contrapunto con mi vida actual, donde mi futuro está ya escrito hasta el mínimo detalle. Quizás soplarlo no sea un gran gesto, pero es un comienzo. Quizás aún pueda vivir.

Salgo al jardín de nuevo, a buscarlo... y ya no está. ¿Cómo es posible? Miro por todos lados. No está. Tal vez nunca estuvo, tal vez fue una ilusión óptica o un espejismo. Mis hombros caen al mismo tiempo que mi sonrisa desaparece y vuelve automáticamente el gesto de siempre.

Vuelvo a entrar, recojo mecánicamente los restos del desayuno y al abrir el cubo de la basura lo veo ahí, reposando entre papeles rasgados, el diente de león.

Lo cojo y veo que está algo mustio, pero aún así, puedo soplarlo. Lo cojo y lo acerco a mis labios ya aflautados y cuando estoy a punto de soplar, aparece él, mi marido, para el beso de rigor. Se queda mirándome, como si estuviera loca. Me lo arranca de las manos, diciendo que ese hierbajo estaba entre las rosas, en el jardín y qué creía que iba a hacer con él. No se me ocurriría soplarlo, y menos ahí, dentro de casa, ¿verdad? Mientras habla, aplasta entre sus dedos mi diente de león, sin saber que está acabando con mis sueños de libertad al mismo tiempo.

Y aquí estoy, no sé qué hora es porque, como siempre, he actuado mecánicamente hasta despertar con una especie de parpadeo aquí, en el cobertizo. Bajo la vista hacia mis manos. Abro el puño derecho y veo un tallo verde, medio reseco, sin vida alguna. Sin vida. Como yo.
 
Ceguera


Llegamos tarde. Odio llegar tarde. Pero hoy es uno de esos días en que todo parece salir mal, en que el agobio será moneda de cambio. Así que no queda otra más que intentar sobrellevarlo lo mejor posible y esperar que acabe cuanto antes.

El reloj se ha quedado sin pilas, así que me desperté media hora más tarde de lo necesario. Las niñas se han enfadado por todo: la ropa que elegí para ellas, el desayuno que preparé a toda prisa, los bocadillos que llevan para el recreo...

Todo eso hace que aumente el agobio y disminuya el tiempo disponible. Decido llevarlas en coche, excepcionalmente. Ellas llegarán justitas al colegio y yo llegaré unos diez minutos tarde a mi cita. Bueno, dentro de lo malo, es aceptable, supongo. Y aunque no lo sea, es como ha salido el día.

Trato de no ir demasiado deprisa, de mantener mis nervios bajo control. Pero parece que el universo se alía contra mí. Todos los semáforos en rojo. Bueno, sólo son dos, pero para mí, hoy, son "todos". Y todo el mundo parece querer atravesar los pasos de cebra justo antes de que los pase. Estupendo. Genial. Para rematarlo, empiezo a sentir un latido en las sienes. Hace años que no tengo un dolor de cabeza, pero aún no se me ha olvidado lo espantosamente mal que me siento durante uno de ellos.

Empiezo a respirar de forma suave y profunda, intentando relajarme. Me repito mentalmente que no pasa nada, mientras escucho a las niñas peleándose en el asiento trasero. Me niego a mirar por el espejo retrovisor, porque seguro que ya están despeinadas y llorosas. No, no miraré.

La punzada en mi cabeza se agudiza, cada latido es como un aguijón en mi cerebro. Y el día acaba de empezar.

Otro paso de cebra, otros peatones cruzando. Detengo el coche y aprovecho esos segundos para cerrar los ojos, intentando aliviar el dolor aunque sea ligeramente. Los abro, para seguir el camino antes de que los coches detrás de mí empiecen a pitar... y no pasa nada. No lo entiendo. Parpadeo. Nada. Oscuridad. Llevo mis manos a la cara, los froto. Nada. Los quejidos de las niñas y los bocinazos de los coches tras de mí se transforman en un zumbido lejano, sólo existe el palpitar de mi cabeza, ese dolor sordo y que se clava dentro de mí y la oscuridad.

Mi corazón se acelera, sigo parpadeando, cada vez más rápido. No sé qué está pasando. No puede ser real. Cierro los ojos con fuerza y los vuelvo a abrir. Nada. Sólo oscuridad. Mi cuerpo empieza a estremecerse, no puedo controlarlo, tengo miedo, no sé qué ocurre, no sé si esto es verdad o no, si estoy soñando.

Alguien me habla, a través de la ventanilla. No puedo contestar, me he quedado paralizada, sólo tiemblo y tiemblo y parpadeo, esperando el momento en que vuelva a ver de nuevo.

Las niñas, mis ojos, mis hijas, no veo, no veo a las niñas, no veo nada, ¿qué está pasando?. Voces, ruídos, mucho ruído de repente. Me giro hacia atrás, en el hueco entre los dos asientos delanteros, pero no veo nada. Las niñas me llaman, extrañadas, asustadas. Yo también estoy asustada.

Otra voz me habla, al parecer es un policía. Giro mi cuerpo hacia el sonido y le suelto mi salmodia: "Las niñas, mis ojos, nove, no veo a las niñas, no veo nada, sólo oscuridad, mis niñas están atrás y no las veo".

Más ruído, sirenas, una ambulancia, más policía, preguntas y preguntas que no puedo contestar, mi mente está llena de miedo, entro en pánico. ¿Qué voy a hacer ahora? Doy el nombre y el número de teléfono de mi marido. Me dicen que llevarán a las niñas a la asistente social mientras su padre no vaya a recogerlas y a mí me llevarán al hospital más cercano.

Alguien abre la puerta del coche y saca las llaves. No sé quién es, no veo nada, me siento totalmente idefensa. Me dicen que no me preocupe. ¿Que no me preocupe???? El temblor de mi cuerpo se intensifica, alguien me lleva del brazo, no sé dónde, tropiezo y casi me caigo. El bordillo de la acera. Me dicen que suba a la ambulancia, pero no sé, no sé dónde he de subir, no sé la altura, la distancia, no sé nada. Oigo a mis niñas llamarme, lejos. Quiero ir hacia ellas, pero las manos que me sujetan me lo impiden. Me suben casi a volandas.

Lo siguiente que recuerdo es estar tumbada en una cama. No es mi cama, no es el olor de mi casa, de mis cosas. Pasos a unos metros, mucha gente de un lado a otro. Olores extraños. Voces extrañas. Me quedo quieta, abriendo y cerrando los ojos, sin ver, esperando que en uno de esos parpadeos el mundo vuelva a tener colores y formas. Pero no. Empiezo a llorar en silencio.

Alguien se acerca, escucho pasos. Un hombre, me habla. Se identifica, es un médico, me pregunta si me acuerdo de lo que me ha pasado y le cuento lo que recuerdo, hasta el momento en que me subieron a la ambulancia. Me dice en qué hospital estoy, qué pruebas me han hecho y me van a hacer... y que no encuentran nada que justifique mi ceguera. De momento. Pero que no me preocupe. Que no me preocupe...

Necesito ir al baño, pero no sé dónde está. Una enfermera acude a mi llamada y me guía hasta el cuarto de baño. Intento recordar los pasos, las distancias, los giros. Lo que antes no era más que dar unos pocos pasos, ahora se transforma en un problema de cálculo, en fijarme cuándo girar y cómo girar. Después de orinar, tanteo buscando el lavabo para lavar mis manos. Las dejo bajo el agua un buen rato, porque no sé dónde está el jabón y ya he tirado un par de cosas que ni siquiera sé lo que eran y que estaban sobre la repisa.

Voy tanteando, intentando volver a la cama. Golpeo mis pies contra el dintel de la puerta primero y contra las ruedas de la cama después. Me pregunto cómo será mi vida a partir de ahora, si no recobro la vista. Si el sólo hecho de ir al baño ha sido tan aterrador y complicado, me pregunto cómo podré llevar una vida lo más normal posible. Mi mente hace un listado de cosas que no podré hacer: leer, ver películas, cocinar, coser, ayudar a las niñas con los deberes, conducir, escribir... Mejor lo dejo, lo único que consigo es sentirme peor, mucho peor.

Tras dos días en el hospital, siendo sometida a pruebas, ya voy al baño con cierta seguridad. Me incomoda el no saber a veces si estoy sola o no en la habitación, me hace sentir que no tengo intimidad. Mi marido ha venido a visitarme, pero no tiene mucho tiempo, a sus problemas laborales habituales se le suma ahora el tener que atender a las niñas o buscar a alguien que le ayude con ello. Noto cierta tensión en su voz, pero sin ver la expresión de su cara me resulta complicado saber cuál es exactamente su estado de ánimo.

Me he transformado en una carga, en alguien nulo. No puedo sumar nada, aportar nada, sólo restar, dar trabajo. Las horas se me hacen interminables, es tiempo que paso pensando una y otra vez en mi situación. Los médicos no encuentran motivo alguno para que haya perdido la vista. Y sin saber el motivo, no pueden hallar remedio.

Ya en casa. Las cosas aquí irán mejor. Conozco mi casa como la palma de mi mano, quizás mejor. He ido de un lado a otro de noche y a oscuras desde que las niñas eran bebés, así que me podré mover sin problema. Un pequeño alivio en estos días de pesadilla.

Estoy en mi cama, hecha un ovillo bajo la sábana. No, no es tan sencillo como pensaba. Esos pasos instintivos que me llevaban en la oscuridad de la noche de una habitación a otra, se han transformado en titubeantes avances que normalmente acaban en tropezones con juguetes que las niñas dejan por el suelo, sillas que han movido de sitio y no han vuelto a poner contra la mesa... Es más sencillo de lo que era el hospital al principio, pero el desorden habitual de mi hogar ahora se vuelve contra mí.

Las niñas se mantienen alejadas, no entienden lo que sucede. Es normal, yo tampoco. Paso mi tiempo parpadeando sin parar, por una absurda teoría: si se fue en un parpadeo, volverá en otro. Pero ya llevo unos cuantos miles y no sucede.

Mi marido me pone la radio para que me entretenga. Mis padres han venido a pasar unos días, para ayudar con las niñas... y conmigo. Me visto yo sola y voy al baño sola, pero tengo muchos problemas para comer sin ayuda. Y lo que más me cuesta es ser yo. Porque no me siento yo. Me siento más una cosa que una persona, la privación de la vista me ha transformado en otra. No puedo hacer casi ninguna de las cosas que hacía antes. Tengo la impresión de que no puedo hacer nada, de hecho. El latido de mi cabeza no ha desaparecido del todo. Tengo la esperanza de que si desaparece, vuelva a ver de nuevo. Paso varias horas al día recorriendo la casa, hasta que me saturo de tropezar con las cosas, porque no dejan todo en el sitio en que estaba. Voy mejorando poco a poco mi movilidad dentro de casa a pesar de eso. Las niñas me ayudan a veces, se han adaptado a la situación mucho mejor que yo, y para ellas ahora es un juego el "ayudar a mamá".

Están empezando a hablar de psicólogos, de adaptación, de centros para invidentes... me niego a aceptar el hecho de no poder volver a ver. Estoy bien, ningún médico ha encontrado el origen de mi ceguera, así que puede volver en cualquier momento.

Cada vez que me duermo, lo hago con la esperanza de abrir los ojos al despertar y dejar esta pesadilla atrás. Y cada vez que abro los ojos, sigo rodeada de oscuridad.
 

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