En corto. Relatos.

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Relato corto de Heinrich Böll: Aquellos días en Odessa


Ha llegado el momento de leer un relato corto del gran escritor alemán Heinrich Böll, premio Nobel de literatura en 1972, un autor que se consagró a lo que se llamó “literatura de escombros”, en referencia a su temática, centrada en la posguerra.


A Böll le tocó vivir tiempos difíciles. Opositor al régimen nazi, su obra está marcada precisamente por ese conflicto bélico imposible de olvidar que fue la Segunda Guerra Mundial.

En el cuento realista “Aquellos días en Odessa” narra las vivencias de cuatro soldados que escapan de cuartel para darse un garbeo por la ciudad mientras esperaban entrar en combate.




Relato corto de Heinrich Böll: Aquellos días en Odessa
Hacía mucho frío en Odessa aquellos días. Cada mañana íbamos al aeropuerto en grandes y ruidosos camiones, por la carretera mal adoquinada. Allí esperábamos, muertos de frío, a los grandes pájaros grises que rodaban por el campo de aterrizaje. Pero los dos primeros días, cuando estábamos a punto de subir a bordo, llegó una orden en sentido contrario, porque sobre el mar Negro había una niebla muy densa, o bien demasiadas nubes, y volvimos a subir a los grandes y ruidosos camiones y regresamos al cuartel por la carretera empedrada. El cuartel era muy grande. Estaba sucio y lleno de piojos. Pasábamos el rato sentados en el suelo o bien nos acodábamos en las mugrientas mesas y jugábamos a las cartas, o cantábamos. Siempre esperábamos una ocasión para saltar el muro y hacer una escapada. En el cuartel había muchos soldados que esperaban para entrar en combate, y no se nos permitía ir a la ciudad. Los dos primeros días habíamos intentado escabullirnos, pero nos atraparon, y como castigo nos hicieron transportar los grandes recipientes llenos de café hirviendo, y descargar panes. Mientras descargábamos los panes nos vigilaba el contador, que llevaba un magnífico abrigo de pieles, abrigo, sin duda, destinado al frente. El contador contaba los panes para que no desapareciese ninguno. El cielo de Odessa estaba siempre nublado y oscuro, y los centinelas paseaban arriba y abajo, a lo largo de los negros y sucios muros del cuartel.

El tercer día esperamos a que hubiera oscurecido del todo y nos dirigimos simplemente a la entrada principal. Cuando el centinela nos dio el alto, gritamos “comando Seltscbáni”, y nos dejó pasar. Éramos tres, Kurt, Erich y yo. Caminábamos muy despacio. Sólo eran las cuatro y ya estaba oscuro. Lo único que habíamos ansiado era salir de aquellos altos, negros y sucios muros, y ahora que estábamos fuera casi habríamos preferido estar dentro otra vez. Sólo hacía ocho semanas que nos habían movilizado y teníamos mucho miedo. Pero nos dábamos cuenta de que, si hubiéramos estado otra vez en el cuartel, habríamos querido salir a toda costa, y entonces habría sido imposible. Eran sólo las cuatro, y no podríamos dormir a causa de los piojos y de las canciones, y también porque temíamos y al mismo tiempo esperábamos que a la mañana siguiente haría buen tiempo para volar, y nos llevarían en los aviones a Crimea, donde seguramente moriríamos.

No queríamos morir, no queríamos ir a Crimea, pero tampoco nos gustaba pasarnos todo el santo día tirados en aquel cuartel sucio y negro que olía a café de malta, donde siempre descargaban panes destinados al frente y donde siempre había un contador con abrigo de pieles, abrigo, sin duda, destinado al frente, que vigilaba y contaba los panes para que no desapareciera ninguno. En realidad, no sé lo que queríamos. Avanzábamos lentamente por aquella callejuela del suburbio, oscura y llena de hoyos. Entre las casitas, donde no se veía una sola luz, la noche estaba cercada por unas cuantas estacas de madera podrida, y más allá, en algún lugar, debía de haber páramos, tierras baldías, como en nuestro país, donde siempre dicen que se va a construir una carretera y abren zanjas y van de aquí para allá con varas de medir, y después no se habla más de la carretera y echan en las zanjas escombros, cenizas y basura, y vuelve a crecer la hierba, mala hierba áspera, indómita y exuberante, hasta que el letrero “Prohibido tirar escombros” queda cubierto por los escombros…

Caminábamos muy despacio porque aún era muy pronto. En la oscuridad nos cruzamos con otros soldados que iban al cuartel, y otros que venían del cuartel nos adelantaban. Teníamos miedo de las patrullas y habríamos preferido volver, pero sabíamos también que si nos hallásemos otra vez en el cuartel estaríamos desesperados, y era mejor tener miedo que sentir sólo desesperación entre los negros y sucios muros del cuartel, donde siempre había que llevar café de aquí para allá y descargar panes para el frente, siempre panes para el frente, y donde vigilaban los contadores con sus magníficos abrigos, mientras nosotros nos moríamos de frío.

De vez en cuando, a uno y otro lado de la callejuela, veíamos una casa en cuyas ventanas brillaba una mortecina luz amarilla, y oíamos el murmullo de unas voces claras, extranjeras e inquietantes. Y después encontramos, en medio de la oscuridad, una ventana muy iluminada de la que salía mucho ruido, y oímos voces de soldados que cantaban “El sol de México”.

Abrimos la puerta y entramos. La estancia estaba caliente y llena de humo. Había en ella un grupo de soldados, ocho o diez, algunos de los cuales estaban con mujeres. Bebían y cantaban, y uno de ellos se rio muy fuerte cuando entramos nosotros. Éramos muy jóvenes, los más jóvenes de toda la compañía. Nuestros uniformes eran completamente nuevos, y la fibra de madera nos pinchaba los brazos y las piernas; las camisetas y calzoncillos nos producían un terrible picor. También los jerseys eran nuevos y ásperos.

Kurt, el más joven, pasó delante y eligió una mesa. Kurt era aprendiz en una fábrica de cuero, y nos había contado de dónde procedían las pieles, aunque la cosa se consideraba secreto industrial. Nos había explicado incluso los beneficios que se obtenían con ello, aunque eso era también un secreto industrial muy celosamente guardado. Nos sentamos los tres.

De detrás del mostrador vino hacia nosotros una mujer gorda, de cabello oscuro y cara bondadosa, y nos preguntó qué queríamos beber. Preguntamos primero cuánto costaba el vino, pues habíamos oído decir que en Odessa todo era muy caro. Nos dijo que eran cinco marcos la botella, y pedimos tres botellas. Habíamos perdido mucho dinero jugando a las cartas y nos habíamos repartido el resto: teníamos diez marcos cada uno. Algunos de los soldados comían carne asada, que humeaba aún, con rebanadas de pan blanco, y unas salchichas que olían a ajo, y entonces nos dimos cuenta por primera vez de que teníamos hambre. Cuando la mujer trajo el vino le preguntamos cuánto costaba la comida. Nos dijo que las salchichas costaban cinco marcos y la carne con pan, ocho. Dijo que la carne era de cerdo y fresca, pero nosotros le pedimos salchichas. Los soldados besaban a las mujeres y las abrazaban sin disimulo, y nosotros no sabíamos adónde mirar. Las salchichas eran grasientas y calientes, y el vino era muy seco. Cuando nos hubimos comido las salchichas, no supimos qué hacer. No teníamos ya nada que decirnos, pues nos habíamos pasado dos semanas echados en el mismo vagón del tren y nos lo habíamos contado todo. Kurt había trabajado en una fábrica de cuero, Erich en una granja y yo estaba en la escuela. Todavía teníamos miedo, pero se nos había quitado el frío.

Los soldados que habían estado besando a las mujeres se pusieron ahora los cinturones y salieron con ellas afuera. Eran tres chicas; sus caras eran redondas y bonitas; reían y bromeaban, pero se iban con seis soldados, creo que eran seis, o, por lo menos, cinco. Quedaron en la sala sólo los borrachos, los que antes cantaban “El sol de México”. Uno que estaba junto al mostrador, cabo primero, alto y rubio, se volvió hacia nosotros y se echó a reír otra vez; creo que nuestro aspecto hacía pensar que estábamos en alguna clase del cuartel, allí sentados a la mesa, muy silenciosos y correctos, con las manos en las rodillas. El cabo le dijo algo a la mujer y ésta nos trajo tres vasos bastante grandes de aguardiente blanco.

–Hemos de brindar a su salud –dijo Erich, golpeándonos con la rodilla.

Yo llamé varias veces al cabo hasta que él se fijó en mí; Erich nos hizo otra vez una señal con las rodillas, y nos pusimos en pie diciendo al unísono:

–A su salud, cabo…

Los otros soldados se echaron a reír a carcajadas, pero el cabo levantó su vaso y nos respondió:

–A su salud, soldados…

El aguardiente era fuerte y amargo, pero nos calentó, y nos habríamos tomado otro vaso.

El cabo le hizo una seña a Kurt para que se acercase. Kurt lo hizo, habló unas palabras con él y nos hizo una seña a nosotros. El hombre nos dijo que estábamos locos, que no teníamos dinero y que teníamos que vender algunas de nuestras cosas. Nos preguntó de dónde veníamos y adónde estábamos destinados. Le dijimos que estábamos en el cuartel esperando que nos llevasen a Crimea. Se puso muy serio y no dijo nada. Yo le pregunté qué podíamos vender, y él me respondió que cualquier cosa: abrigos, gorras, ropa interior, relojes, plumas estilográficas… Ninguno de nosotros quería vender el abrigo. Estaba prohibido y teníamos miedo, y además en Odessa hacía mucho frío. Nos vaciamos los bolsillos: Kurt tenía una pluma estilográfica, yo un reloj y Erich un portamonedas nuevo, de cuero, que había ganado en una rifa del cuartel. El cabo tomó los tres objetos y le preguntó a la mujer cuánto daba por ellos. Ella los examinó detenidamente, dijo que eran cosas de poco valor y nos ofreció doscientos cincuenta marcos, ciento ochenta sólo por el reloj.

El cabo nos dijo que doscientos cincuenta marcos era poco, pero que estaba seguro de que no nos daría más y que aceptásemos, porque quizás a la mañana siguiente nos llevarían a Crimea y entonces todo daría igual.

Dos de los soldados que cantaban antes “El sol de México” se levantaron de sus mesas y le dieron al cabo unas palmadas en el hombro; el cabo nos saludó y salió con ellos.

La mujer me había dado a mí todo el dinero, y yo le pedí dos trozos de carne con pan para cada uno y un vaso grande de aguardiente. Después nos comimos todavía cada uno un trozo más de carne y nos bebimos otro vaso de aguardiente. La carne estaba muy caliente, era fresca, grasienta y casi dulce, y el pan estaba todo empapado de grasa. Después nos tomamos otro aguardiente. Entonces nos dijo la mujer que ya no le quedaba carne, sólo salchichas, y comimos salchichas acompañadas de cerveza, una cerveza oscura y espesa. Después nos tomamos cada uno otro vaso de aguardiente y nos hicimos traer pasteles, unos pasteles planos y secos, de nuez molida. Después bebimos aún más aguardiente, pero no estábamos borrachos en absoluto; teníamos calor y nos sentíamos bien, y no pensábamos en el picor de las fibras de madera de nuestra ropa. Llegaron otros soldados y cantamos todos juntos “El sol de México”…

A las seis, nos habíamos gastado todo el dinero y seguíamos sin estar borrachos. Como no teníamos nada más que vender, regresamos al cuartel. En la oscura calle llena de hoyos no se veía ya ninguna luz y, cuando llegamos, el centinela nos dijo que nos presentásemos en el puesto de guardia. Allí se estaba caliente y no había humedad, estaba sucio y olía a tabaco. El sargento nos echó una bronca y nos dijo que habríamos de atenernos a las consecuencias. Pero aquella noche dormimos muy bien. A la mañana siguiente fuimos al aeropuerto en los ruidosos camiones, por la carretera empedrada. Hacía frío en Odessa. El tiempo era magnífico; el cielo estaba despejado. Subimos por fin a los aviones, y, cuando despegábamos, nos dimos cuenta de pronto de que no volveríamos nunca, nunca…
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El folio en blanco, un relato de Manuel Pastrana Lozano


Manuel Pastrana Lozano nos envía este relato, Página en blanco, sobre un escritor embrionario que tiene problemas para romper el bloqueo literario. Cierto día conoce a una mujer atractiva y mantiene una conversación con ella, esperando de esa forma encontrar la inspiración y dejar atrás el folio en blanco.


El cuento tiene cierto toque metaliterario e incluye historias dentro de otras historias.





PÁGINA EN BLANCO (relato)
Carlos observa desde su ventana en el segundo piso a una mujer que pasea sola por la calle desierta a esa hora de la noche. Desciende rápido las escaleras, la mira y se le acerca.

–Perdone mi imprudencia, pero me pareció que usted me ha hecho una señal para que le encienda el cigarrillo que trae en su mano.

La mujer se la extiende con un gesto gracioso y le dice sonriente:

–¡Qué amable es usted!, me hacía falta fumarme este cigarrillo, y sin darme cuenta he olvidado mi encendedor en casa.

–Permítame que me presente: Carlos Silva Pérez, escritor. Me gustaría conversar con usted, si no le importuna.

Sin esperar respuesta, comienza a hablarle, como si fuese una vieja amiga. Y la invita a sentarse en un banco de la avenida.

–Mi pasión es escribir. Modestia aparte, le confieso que mi ambición es llegar a ser un buen escritor, vale decir, con un estilo propio, personal, reconocible y valorado no sólo por la crítica, sino también por mis posibles lectores. Decidí salir a pasear un rato para airearme un poco. Me ha costado empezar mi relato, se me atascan las ideas, mi imaginación está en blanco, siento como un estupor creativo.

La mujer lo mira con curiosidad. Carlos prosigue:

–Hace un tiempo, a partir de una fábula conocida, escribí una pequeña pieza teatral, “La Señorita Pulga y el Señor Elefante”, en dos actos, tres escenas y un desenlace abierto, sujeto a las consideraciones subjetivas del público. Fue bien acogida por la crítica, me estimuló a escribir una especie de continuación, “La Señorita Pulga y el Señor Elefante, fin de un romance”, a la que le incorporo un perrito como narrador. Pero las páginas se me resisten –y la mira dudoso, preocupado de aburrirla con su relato intempestivo.

La mujer lo ha escuchado con atención, y no hace comentarios, simplemente lo observa.

–Espero no molestarla con mi monólogo fastidioso, es una especie de deformación profesional. Tenía ganas de hablar, y me pareció interesante conversar con una desconocida. La verdad, es que casi siempre estoy solo, no tengo muchas amistades. Aunque no quiero ser impertinente, me gustaría saber quién es usted, cuál es su nombre, siento curiosidad por conocer el motivo que la trajo hasta aquí a estas horas de la noche. Puede ser muy peligroso para una mujer joven, bella, de buena figura y con un vestido atrayente. Permítame que la acompañe, me sentiría más seguro.

Y comienzan a caminar hacia el parque cercano. La mujer le señala con un ligero gesto los frondosos árboles que pueblan la avenida, sus hojas mecidas por el viento suave que sopla en esos momentos. Entonces le dice:

–Me llamo Laura, y también paseo, como usted, disfruto a veces de estas noches claras y estrelladas, me permiten soñar, me encantan las arboledas de este barrio, me recuerdan mi infancia cuando recorría los parques fascinada junto a mis padres.

–Su presencia tan repentina, extraña, este encuentro imprevisto me estimula para escribir una novela, sería la primera, quizá una historia de amor, quién sabe, tal vez podría llamarse “Los secretos de Laura” –le dice sonriendo–. Hasta la fecha sólo he escrito cuentos breves, relatos anecdóticos como el de la pulga y el elefante. ¿Le agradaría que le contara la fábula que me inspiró a escribir mi obrita teatral, aunque es bastante conocida como chiste?

–Por supuesto que sí. Cuéntemela, por favor, no me deje en la duda.

Carlos reflexiona unos instantes, y empieza su relato:

“LA SEÑORITA PULGA Y EL SEÑOR ELEFANTE”

“Un día, la Señorita Pulga le pide al Señor Elefante que la ayude a atravesar el río.

“Por favor, Señor Elefante, ¿podría usted llevarme hasta el otro lado? No me atrevo a ir sola.

“Claro que sí, Señorita Pulga, con mucho agrado. Súbase a mi lomo.

“La Señorita Pulga da un salto y se acomoda en el dorso del Señor Elefante. Cuando llegan a su destino, le dice:

“Muchas gracias, Señor Elefante, ha sido usted muy amable.

“Cómo que muchas gracias, Señorita Pulga. Ya pues, comience a bajarse los calzones…”

–Me gustó mucho, sobre todo ese final tan sorpresivo –le dice Laura–. Pero no me estará insinuando que yo haga lo mismo que le pidió el Señor Elefante a la Señorita Pulga –y suelta una carcajada discreta que, sin ser provocativa, confunde a Carlos.

–Ahora, por favor, dígame a qué se dedica, cuál es su profesión, no me la imagino sólo como una dueña de casa, consagrada a sus hijos y marido. A propósito, ¿es usted casada?

–No, no lo estoy, y adoro a mis dos hijos –por primera vez lo mira con fijeza, con sus hermosos ojos verdes–. Sí, es verdad, tengo una profesión. Pero no le sorprenda mi franqueza. Me gano la vida como prost*t*ta, ya que usted me lo pregunta. Y soy de las caras, tengo clientes muy escogidos. Con usted tal vez podría hacer una excepción y cobrarle menos, pero debo advertirle que no trabajo gratis, y mi tarifa no está al alcance de cualquiera, cobro doscientos cincuenta mil pesos por un par de horas. Soy muy reservada y me cuido mucho cuando selecciono a mis clientes, casi todos adultos mayores. Pero usted me ha resultado simpático, es joven y bastante atractivo, además con una elocuencia seductora. Quizá pueda interesarle volver a verme. A pocas personas les doy mi tarjeta de visita. Se la muestra y se la entrega con suavidad, casi con ternura. La tarjeta dice:

LAURA PULGAR CANES

Disfunciones sexuales en el adulto mayor

Seriedad y discreción

–No le recomiendo los viernes, ese día tengo mucha demanda. Tampoco trabajo sábados ni domingos. Los fines de semana se los dedico a mis hijos –se le aproxima, le hace un gesto coqueto y le susurra un número telefónico al oído. No lo olvide, sobre todo trabajo durante el día, en las noches me gusta pasear. Si usted me llama, le daré gustosa mi dirección. Eso sí, deberá utilizar la clave:

E L E F A N T E

–Y no lo tome a broma, le hablo en serio.

Carlos recibe la tarjeta sin asombro. Ahora sí está inspirado para escribir la segunda parte de su pieza teatral.

–No sabe lo valioso que ha sido para mí este encuentro fortuito, Laura. Uno de estos días espero telefonearle para que concertemos una cita. Tal vez podría hacer otra excepción y no cobrarme. No dispongo de mucho dinero, no olvide que todavía soy un escritor incipiente. A lo mejor, en ese momento le despierto algo más que una simple curiosidad. Incluso podría ser el comienzo de un romance –le dice sin malicia–. Me agradas mucho, Laura –y la mira durante unos instantes, sus ojos reflejan sin disimulo la emoción que está sintiendo.

Laura sonríe, y le dice con dulzura:

–Tú también has significado hoy algo más que la simple charla con un desconocido… de verdad espero que me llames algún día, Carlos.



“He fallado como seductor” –se dice Carlos–. “Pero la aventura ha valido la pena…hay esperanzas”.

Le da un beso en la mejilla y le sujeta brevemente las manos con suavidad. Luego observa como la mujer se aleja sin prisa, con aire desenvuelto, sin llamar mucho la atención. Finalmente llega a la esquina, dobla y se pierde en la noche tranquila. Carlos sube rápido las escaleras, entra en su departamento presuroso, excitado. Se sienta frente al ordenador y comienza a teclear sin pausa. Le cambia el título a la fábula. Ahora se llamará:

LA SEÑORITA PULGA Y EL SEÑOR ELEFANTE, COMIENZO DE UN ROMANCE

“Aparece en el escenario el Perrito Narrador, antes de que la Señorita Pulga le salte encima. Se escucha un leve ladrido.

“PERRITO NARRADOR:

“Tal cual decíamos ayer…el Señor Elefante le había dicho a la Señorita Pulga:

“SEÑOR ELEFANTE:

“…Cómo que muchas gracias, Señorita Pulga. Ya pues, comience a bajarse los calzones.

“SEÑORITA PULGA:

“Muy bien, de acuerdo Señor Elefante, pero debe usted pagarme doscientos cincuenta mil pesos por adelantado. Esa es mi tarifa, ni un peso menos. Además, tiene usted que apurarse, ese valor es sólo por una hora. Si desea permanecer más tiempo conmigo deberá cancelarme una suma adicional, no lo hago por amor.

“El Señor Elefante duda un instante y finalmente accede, la Señorita Pulga es sumamente atractiva y coqueta.

“SEÑOR ELEFANTE:

“Conforme, Señorita Pulga, pese a este comienzo tan poco alentador, tengo la esperanza de que luego sea el inicio de un gran romance, usted me atrae poderosamente… si usted quiere podemos empezar de inmediato…”

Carlos se detiene un momento, reflexiona sobre el desenlace abierto de la fábula. Luego continúa escribiendo con fluidez, su imaginación se desborda. Ha encontrado la fórmula para seguir con sus relatos: las historias sin fin de la Señorita Pulga y el Señor Elefante. Y ya piensa en la siguiente aventura:

“LA INFIDELIDAD DE LA SEÑORITA PULGA CON EL PERRITO NARRADOR”.

Adiós página en blanco
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Relato corto de humor negro de Roland Topor


Roland Topor (1938- 1967) fue una de las figuras más insignes del humor negro, un concepto acuñado por André Breton en 1939.


Dibujante, escritor, ilustrador, pintor, cineasta… Sus propuestas artísticas, marcadas por el surrealismo, no pasaban indiferentes. Junto a Alejandro Jodorowsky y Fernando Arrabal creó el Grupo Pánico, que defendía la locura controlada como ejercicio de supervivencia. Suya es la novela El quimérico inquilino, que Roman Polanski llevó al cine.

Os ofrezco un cuento de humor negro de Topor: Los alimentos espirituales, que trata la pulsión por la lectura. Esta historia da título al libro que publicó la revista satírica La Codorniz, posiblemente muy difícil de adquirir hoy.



En cualquier caso, si queréis indagar en la obra de Roland Topor, son fáciles de encontrar libros (en castellano) como El quimérico inquilino o Acostarse con la reina y otros relatos.



Relato corto de humor negro de Roland Topor: Los alimentos espirituales
Con los ojos muy abiertos en la oscuridad, el niño escuchaba. Penosamente liberó sus piernas sudorosas de la trampa de las sábanas. Escuchó todavía, después saltó de la cama. Su gran cabeza de idiota oscilaba sobre su delgado cuello mientras se deslizaba furtivamente hacia la puerta. Con dificultad, agarrándose a los barrotes de la barandilla, bajó la escalera. En el vestíbulo se sintió angustiado, pero la extraña necesidad que sentía fue más fuerte. Se dirigió hacia la biblioteca.

Allí le descubrieron de madrugada los vigilantes, dormido en un sillón, con un gran libro abierto sobre las rodillas: La crítica de la razón pura, antes de enfrascarse en las obras completas de Leibniz.

Un apretado cuestionario, seguido de una serie de tests, demostraron no solamente que el idiota no retenía nada de lo que leía, sino que sus facultades mentales estaban disminuyendo. Y él leía, leía…

Se tragó toda la biblioteca. La cabeza le dolía.

Decidieron operarle.

–Van ustedes a ver –bromeó el médico del Centro, que iba a ayudar al cirujano, mientras éste se preparaba para practicar la trepanación–. ¡Todos los libros van a saltarnos a la cara!

Pero no salió ningún libro. Solamente una larga cintura blancuzca que se retorcía ahora sobre el suelo de la sala de operaciones.

–¡Dios mío! –dijo el cirujano enjugándose la frente–. ¡Un gusano del cerebro! ¡Es la primera vez que veo una cosa así!

Pasaron los días, después las semanas. El niño parecía curado. Una noche volvió a la biblioteca. Y su hambre de lectura le acometió de nuevo.

Cuando el médico del Centro comprendió, movió la cabeza:

–Hay que volver a operar. La cabeza del gusano se quedó dentro.
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Relato de Ignacio Aldecoa: Young Sánchez | Una historia sobre el boxeo


Ignacio Aldecoa, uno de los narradores españoles más importantes del siglo XX, nos ofrece hoy uno de sus cuentos más elogiados, “Young Sánchez”, ambientado en el mundo del boxeo.


El relato está incluido en la antología Cuentos, publicado en Cátedra, que preparó su mujer, Josefina Rodríguez de Aldecoa. Más información sobre el libro.

Ignacio Aldecoa es autor de (1925-1969) es autor de novelas memorables como El fulgor y la sangre (1954), que resultó finales del Premio Planeta ese mismo año, Gran Sol o Con el viento solano. Su libro de relatos Neutral Corner está considerado uno de los primeros libros de microrrelatos publicados en España.







YOUNG SÁNCHEZ, un cuento sobre boxeo de Ignacio Aldecoa



A Manuel Alcántara

Del este al oeste, por toda la ciudad se oye un solo grito: el punte de Londres se ha caído y…

John L. Sullivan ha puesto k.o. a Jake Kilrain

VACHEL LINDSAY



1

Dejó el trozo de peine en uno de los ángulos del pequeño lavabo metálico con vaso en forma de cacerola. Con las palmas de las manos se planchó el pelo hacia la nuca. Silbaba. No se molestó en limpiar el peine; lo dejó donde lo había encontrado, junto al grifo, que daba un hilo de agua y no se podía cerrar. Orinó en el sumidero de la ducha. Recogió su reloj de pulsera de las cabillas del grifo, que tenía cortada la tubería de conducción. Distraído tocó ligeramente la lengua de jabón, áspero y azul, que resbaló, y unos instantes estuvo barqueando por el fondo del lavabo. Con el pañuelo se secó la melenilla. Se ahuecó en torno del cogote el cuello de la camisa, húmedo, gastado, seboso.

El cuarto olía a cañería de desagüe.

Desazogado estaba el espejo. Se le difuminaba el rostro en la neblina del cristal. Buscando dónde mirarse se alzó de puntillas. Movió la cabeza con repente de escalofrío para desorganizar de un modo natural el cuidadoso peinado. Un mechón se le desprendió. Tenía la camisa abierta, y hundiendo la barbilla en el pecho, conteniendo la respiración, miró. Y remiró entre cejas para ver el efecto en el espejo.

El cuarto olía a pared mohosa y a toalla siempre empapada y sucia.

Le gustaba llevar el cuello de la camisa sin doblar. Le gustaba tener el pelo largo. Le gustaba mostrar el tórax por la camisa, abierta hasta el peto del mono. Le gustaba que un mechón le velase parte de la frente. Detalles de personalidad, pensó. Y se sintió seguro.

Un momento se fijó en el párpado que le cubría blando, fresco y brillante como la clara de un huevo, el ojo derecho. Se recogió las mangas de la camisa muy altas, por encima de los bíceps. Una izquierda de camelo, pensó, una entrada de suerte. Se dio saliva en la ceja del ojo lastimado, peinándola, y salió.

El cuarto era como una axila del sótano y sabía salado, agrio y dulzarrón.

Silbaba. Hacían salón dos ligeros. Penduleaba tan levemente el abandonado saco que sólo en su sombra se percibía. El puching era como un avispero, lo había pensado muchas veces. La mesa de masaje tenía la huella de un cuerpo, hecho con muchos cuerpos. Sobre el ring colgaba una bombilla de pocas bujías. El suelo era de tarima; debía de haber ratas de seis onzas bajo las tablas. Encajó el puño derecho en el cuenco de la mano izquierda y se fue acercando al ring.

Una lona en el suelo y cuatro postes sosteniendo doce sogas forradas. Oía el chasquido de los guantes golpeando. Los guantes viejos suenan más que los nuevos. Los guantes viejos a veces cortan como navajas de afeitar, a veces levantan la piel como navajas desafiladas. Los guantes viejos infectan los cortes o hacen que en los rasponazos de la piel surjan puntitos de pus.

Ya no silbaba. Los dos ligeros se rajaban una y otra vez. Oía las advertencias acostumbradas: “Esa derecha, esa derecha… Sal de cuerdas… Esa guardia, levántala… Sal de cuerdas… Boxea”. El maestro se aburría. Se aburrían todos los que contemplaban el asalto. Sin embargo, en el ring uno tenía miedo. Uno tenía ganas de dejarlo y esperaba que la voz, sin cambiar el tono, diese por finalizada la pelea. “Cúbrete”, dijo el maestro. Pero la palabra no llegó a ninguno de los dos contendientes, que jadeaban entrelazados, empujándose. “Cúbrete al salir”, dijo el maestro. Pero cuando salieron, los dos se separaron sin tocarse. Entonces el maestro dijo: “Basta”. Y a los dos se les cayeron las manos pesadamente a lo largo del cuerpo.

Se lo sabía bien. Ahora diría alguien: “¿Hacemos un asalto nosotros? ¿Quiénes? Nosotros; Juan y yo, o el Conca y yo”. Otra callejera con miedo. Otra payasada. Uno que estaba apoyado en la pared contemplando despreciativamente la pelea fue hacia el saco. Pensó que aquel sí podría ser boxeador; los demás, no. A los demás los conocía bien. Cinco meses de gimnasio bastaban para cada uno. Sabía cómo presumían en las tabernas del barrio, en los talleres, en los bailes del domingo. Se los imaginaba amagando un golpe a un compañero: “Te doy así…”.

El maestro se acercó cansadamente.

–Estás flojo de piernas.

–Ya.

–No te descuides.

–Ya.

–Te veo sin muchas ganas.

–No, tengo ganas. Es el turno de noche. Cuando acabe volveré a estar bien.

–Bueno.

El maestro andaba algo encorvado. Si subiera las manos cubriéndose podía parecer que estaba en el ring. Había sido un buen boxeador. Nada demasiado importante, pero había peleado en París, en Londres… Fue a la Argentina… Había sido figura. Se defendía dando clase de gimnasia en dos colegios de frailes y con el gimnasio. Era un buen hombre, un poco amargado porque la gente de su gimnasio no tenía suerte. Les robaban las peleas… No, no las robaban… En el gimnasio apenas había gente que valiera la pena.

Oyó su nombre.

–Paco, ponle chicha a ese ojo.

Risas de compromiso. Contestó con una brutalidad.

Se volvió de espaldas. Se acercó al que estaba golpeando el saco.

–¿Sales el domingo?

Esperó la respuesta. El que golpeaba el saco respiraba sonoramente cada vez que pegaba.

–¿Con quién te toca, Ruiz?

Ruiz hacía profundas aspiraciones y luego iba expulsando el aire como si se sonase. Dio cinco golpes con el puño izquierdo.

–Si es el de la Fiero, tienes que tener cuidado con su izquierda. Da duro.

Uno, dos. Ruiz se apartó y alzó los brazos respirando hondo y dejando escapar el aire por la boca. Tenía la camiseta sucia: llevaba un pantalón de fútbol; calzaba alpargatas y calcetines con grises soletas[1].

–Si sales puedo dejarte la bata.

Ruiz hizo un signo afirmativo. Paco guardó silencio. Pensó que aquel muchacho que salía al ring con todo prestado: las zapatillas, los calzones y la camiseta; con una toalla amarilla, que era lo único suyo, por los hombros. Pensó que en el gimnasio había más de uno que tenía dos pares de zapatillas, una de entrenamiento y otras para cuando alguna vez se decidiera a salir en un matinal de Price[2]. Los de dos pares de zapatillas era difícil, muy difícil, que se decidieran a enfrentarse con un muchacho al que no conocían, durante diez minutos. Los de dos pares de zapatillas, dos calzones y camisetas con los colores del gimnasio era improbable que tuvieran verdadera afición al boxeo. Eran boxeadores para las novias y los tontos del barrio. Le dejaría la bata –un trofeo ganado en cinco combates– a Ruiz, que era un muchacho que se lo merecía.

–La cuidaré –dijo Ruiz.

–Si quieres salgo de segundo.

–Me lo ha pedido uno de esos –aclaró Ruiz señalando a los que charlaban junto al ring.

Esos están para dar la botella.

Paco sonrió. Ni para dar la botella, pensó; se ponen nerviosos cuando la gente les mira o les gusta una broma. Pero les gusta estar cerca de la sangre. Después de los combates aconsejan al derrotado o celebran un gancho gesticulando.

–El domingo puedo ganar. Ya le he visto a la de la Ferro. No tiene piernas –dijo Ruiz.

A Paco le pesaba el párpado y se lo tocó suavemente con la punta d elos dedos.

–¿Duele? –preguntó Ruiz.

–No.

–No es de golpe.

–No. El dedo. Ése boxea todavía con las manos abiertas.

Ruiz volvió a golpear el saco. Paco se despidió y caminó hacia la puerta. Al pasar al lado de los colgadores cogió su chaqueta y se la puso sobre los hombros. Salió. Uno de los chicos del gimnasio salió con él. Comenzó a hablarle mientras subían las escaleras del sótano. Le hablaba con una confianza respetuosa. Paco silbaba.

–¿Tú crees que me sacarán alguna vez? –preguntó el muchacho.

–Claro, hombre.

–¿Tú crees que estoy preparado?

–Necesitas más tiempo. El año que viene seguro… No tengas prisa.

Continuó silbando en bajo. El muchacho comenzó a hablarle de sus esperanzas.

–Si tuviera suerte de aficionado, puede que me pudiera hacer profesional.

–¿Dónde trabajas? –dijo de pronto Paco.

Notó que el muchacho se azoraba.

–En un comercio –respondió el muchacho.

–¿En un comercio? –se extraño Paco–. Entonces…

Paco pensaba que trabajando en un comercio no se podía ser boxeador…

–Pero voy a dejarlo…

Paco sonrió pensando que aquel muchacho bailaría muy bien, que aquel muchacho debía haber tenido ya unas cuantas novias con las que seguramente había paseado buscando los oscuros de las calles cuando las acompañaba a sus casas; que había paseado con ellas muy apoyado, a pasitos cortos y chulones, diciéndoles cosas que las hacían respirar entrecortadamente.

Llegaron a la boca del Metro. El muchacho se adelantó a sacar los billetes. Paco le dejó hacer. Después se separaron; iban en direcciones opuestas.

El andén estaba solitario.

En un comercio, pensó Paco, los días de invierno debe estar muy caliente y en los de verano muy fresco.

Estaba en el extremo derecho del andén. El ruido del tren crecía. Paco no se retiró cuando llegó, y aguantó al borde mientras le poseía una sensación de atropello.



2

De todas maneras tenía que engrasarla antes de que apareciera el jefe del taller. El jefe de taller llevaba chaqueta y pantalones azules. Y corbata negra. Asomaban por el bolsillo superior de su chaqueta el capuchón de una estilográfica, la contera de un lápiz, el alambre espiral de un bloc pequeño. Lo primero que se veía del jefe de taller cuando se estaba engrasando la máquina eran sus zapatos de color. Cuando se veían los zapatos se oía su voz, porque el jefe de taller no hablaba hasta que el obrero volvía la cabeza para ver sus zapatos. Su voz caía sobre los hombros del obrero y pesaba.

Paco se arrodilló en el portland [3]. Le entró frío. Un frío que le ascendió hasta el estómago vacío. Hacía cuatro horas que había cenado. Tenía un bocadillo en el bolsillo de la chaqueta, que pensaba comer cuando acabara de engrasar la máquina. En el turno de noche, no sabía por qué, siempre pasaba hambre. Comería el bocadillo y, al amanecer, ya cercano el relevo, sentiría náuseas. Náuseas que desaparecerían con sólo comer. “La noche del hambre”, pensó Paco, y se puso al trabajo. Cuando vio los zapatos del jefe de taller estaba terminado. Alzó los ojos y recorrió todo su cuerpo hasta la barbilla prominente. Al jefe del taller le caían las gafas sobre la punta de la nariz.

–Esto ya está –dijo Paco.

No obtuvo respuesta.

–Si usted quiere –dijo Paco–, paso a echarles una mano a los del grupo.

El jefe del taller preguntó:

–¿Ese ojo?

–Entrenándome.

–¿Cuándo boxeas otra vez?

–Dentro de dos semanas.

–¿Cuándo empiezas a ganar dinero?

–Dentro de dos semanas. Es mi primero como profesional.

–Bueno, hombre.

–No es en Madrid; si no le daría de las entradas que nos suelen dar a los boxeadores.

–Bueno, hombre. Muchas gracias. ¿Dónde boxeas?

–En Valencia.

–Pues que tengas suerte.

El jefe del taller hizo una pausa, luego dijo:

–Vete a echarles una mano a los del grupo.

–Sí, señor.

En el grupo viejo trabajaban dos obreros. Paco estuvo viéndoles trabajar en tanto se comía el bocadillo. Uno de los obreros era alto, delgado y amarillo. Moqueaba continuamente y se pasaba el dorso de la mano izquierda, libre de herramienta, por la nariz. El otro era de mediana estatura, con un pelo rizoso y empastado. Llevaba patillas en punta. Discutía con su compañero, daba órdenes, cantaba. Paco terminó el bocadillo y cogió el botijo de color muerto, con la huella de grasa de una mano grande en su panza, y bebió. El estómago acusó el trago de borborigmos[4]. Se dio unas palmadas en el vientre que sonaron como golpes en un tambor con el parche roto.

–¿Cómo va eso? –preguntó Paco.

El obrero alto, delgado y amarillo no llegó a tiempo de explicar cómo iba el trabajo, porque era tartamudo y su compañero se le adelantó. Se limitó a pasarse la mano por la nariz.

–Hay que echar un año, figura, para arreglar esto. Pero tú ves…

Paco se acuclilló junto al grupo. El obrero que le había llamado figura tenía un color de vino clarete en la cara.

–Nos hemos metido en un tango que verás.

Paco meditaba produciendo trinos de después de comer con la lengua y los dientes. Torcía la boca. Dijo:

–Se acaba hoy, Tanis. Está listo para el turno.

Tanis se incorporó.

–Vamos a verlo, figura.

De pronto se asombró espectacularmente.

–¿Quién te ha puesto persiana en ese tragaluz, chacho? ¿Estabas dormido? No nos desacredites. Al que te ha dado hay que ponerlo en la Prensa.

Paco sonrió.

–Dime quién ha sido, que ficho por él –dijo Tanis–, y Pedrito también, ¿verdad?

–Sí –silbó Pedrito el tartamudo e hizo ruidos con la nariz.

–Poca cosa –dijo Paco–, ni sostiene por los guantes. Los que pasan miedo y no saben boxear, de vez en cuando, volviendo la cabeza, meten las manos y te dan; es un chaval que está empezando.

Paco pidió una llave inglesa a Pedrito. Tanis fumaba un cigarrillo Peninsular. Guardaba dos Bisontes para la salida. Uno para él, otro para el jefe del taller, al que se lo daría al pasar si no estaba fumando y estaba en la puerta del pabellón: “Señor Luis, ¿un pito?”. A los jefes hay que darles su faena, decía siempre Tanis. Lo decía tan convencido que a Paco ni siquiera le indignaba y a los de la cuadrillo del turno les traía sin cuidado. No se lo reprochaban.

–En el primer combate –dijo Tanis– tienes que ganar por k.o.: un primer combate de profesional no vale a los puntos.

Tanis estaba apoyado en la ventana: su silueta se recortaba negra en el amanecer.

–¿Sabes cómo se llama el punto[5]? –preguntó.

–Bustamante –respondió Paco.

Tanis alzó las cejas, echó el humo, estuvo unos instantes reflexionando.

–Lo he oído –dijo.

–Tiene siete combates de profesional –dijo Paco–. Cinco victorias, uno nulo y una derrota. El último le dieron. Querrá sacarse el clavo.

Tanis expelió el humo por la nariz y por la boca, se rascó un costado.

–No son muchos.

–¿Pero qué habéis hecho aquí? –preguntó Paco.

–No son muchos –insistió Tanis–. Puedes estar tranquilo, con los que tú llevas se puede salir. Hablo sólo de salir, no cuento lo que tú eres.

–Es… tá mal en…ca… ja…do… –dijo repitiendo sílabas Pedrito.

–Hay que desmontarlo todo –afirmó Paco.

–¿Cuántos asaltos? Eso lo debes cuidar. Para un primer combate tienes suficiente con ocho. No te dejes engañar. Siete combates dan fuelle. ¿Sabes algo de él?

–Es zurdo –dijo Paco.

–Es–tá for–za–do enormemente –habló Pedrito.

Paco y Pedrito comenzaron a desmontar el grupo. Tanis iba acabando su cigarrillo.

–Un buen resultado te dobla el precio en el combate siguiente. ¿Cuánto le sacas a éste?

–Mil –hizo un esfuerzo Paco que abrió un silencio–. Mil y los viajes en segunda y un hotel de segunda.

–Vaya. ¿Quién va contigo?

–Voy solo.

–Mal. Eso no lo debes hacer. Que te acompañe un maestro.

–No puede.

–Un segundo de allá no te conviene.

–Da igual.

–Ya–es–tá –dijo Pedrito.

Tanis pisó la colilla y se acercó al grupo. En la ventana se iba reposando la turbiedad del amanecer, se iba declarando el día. Pedrito se irguió y señaló al grupo y a Tanis.

Tanis pisó la colilla y se acercó al grupo. En la ventana se iba reposando la turbiedad del amanecer, se iba aclarando el día. Pedrito se irguió y señaló el grupo a Tanis.

–Tú.


Escritor Ignacio Aldecoa
Luego sacó de su bolsillo un tubo metálico y lo destapó. Se echó una palmadilla de bicarbonato y se lo llevó de golpe a la boca. Bebió del botijo.

Tanis empezó a cantar. Pedrito eructaba discretamente junto a ventana. El jefe del taller estaba parado junto a un soldador. El resplandor de la llama del soplete azuleaba su figura. El rumor del trabajo crecía o decrecía según los turnos de las máquinas, unas libres y otras ocupadas. Para Paco se perdió la canción de Tanis cuando, en un momento, el rumor fue creciendo, rompió su tono y se desbordó de golpe en un ruido ensordecedor. Mis personas gritando cuando uno es golpeado en la cabeza y ya no puedo controlar con el oído la fuerza de un golpe, el jadeo del contrario, la propia respiración. Pedrito se desgañitaba intentando decirles que se acercaba el jefe del taller. Acabó señalándose con la mano cuando estaba junto a ellos.

El jefe del taller contempló el trabajo desde su altura, luego dobló la cintura y, apoyando las palmas de las manos en los muslos, comenzó a hablarle a Tanis.

Paco estiró el rostro y se tocó el párpado hinchado con la muñeca. El párpado le escocía. De vez en vez se le escapaba una lágrima que enjugaba violentamente en el hombro. Pensó que cuando tuviera que hacer un asalto con el muchacho que le había lastimado iba a darle un par de buenos golpes de los que hacen daño, de los que se sienten durante una semana al hacer un esfuerzo, de los que despiertan y desvelan al iniciar un movimiento en el lecho. Los que no saben, en los gimnasios siempre son de temer. De ellos son los rodillazos, los golpes con la cabeza o con los antebrazos, los marcajes bajos.

Sonó sordamente la sirena. Segundos después el ruido del taller fue decreciendo, hasta que se pararon casi todas las máquinas. Paco terminó de poner apresuradamente una tuerca. Tanis ya caminaba emparejado con el jefe del taller hacia la puerta de salida. Entraban los primeros obreros del turno de la mañana. Pacio vio al jefe de taller parándose a encender un cigarrillo: el cigarrillo de Tanis.

El aire de la mañana de primavera no tenía aroma. Era todavía muy temprano. Cansaba el respirar como cansa beber un vino de agua demasiada fría que no mitiga la sed. Un aire sin aroma como un vaso de agua muy fría son elementos demasiado puros. Paco se subió el cuello de la chaqueta y, al lado de Tanis, Pedrito y tres compañeros más, echó a andar hacia la parada del tranvía. El sol comenzaba a dorar el vaho de Madrid cercano; el aire principiaba a tener sabor. Las palabras vencían el rumor del taller, del que se iban alejando paso a paso.



3

–Ya voy –dijo Paco.

El jergón chicharreó. De la calle llegaba el alborozo del mediodía primaveral. Los filetes luminosos que recortaban las contraventanas cerradas tenían el carnoso amarillo rojiz de los quesos de bola. Solamente había dormido seis horas, pero se encontraba descansando. Estiró las piernas y puso los músculos en tensión.

Oyó el ruido de los grifos en la cocina Luego la cisterna del retrete vaciándose. Un murmullo familiar de trajín doméstico. Escuchó a su madre riñendo al gato, humanizando al gato. Golpearon en su puerta y acompañaron los débiles golpes de palabras suaves, que invitaban a continuar en la cama.

–Son las doce y media, Paco…

–Ya voy.

Paco pensó que su hermana era una chica con mala suerte. Lo único bonito que tenía era la voz. A veces le daba como pena mirarla. Una chica fea, acaso muy fea de rostro, con un cuerpo basto, donde el vientre se hincaba y las caderas se ensanchaban casi cuadradas… Una chica fea, con conciencia de que era fea. Humillada por su fealdad. Acabada por su fealdad. Pensó en lo importante que era para una muchacha pobre ser guapa. En la belleza estribaban todas las posibilidades de mejorar de vida. Buenos empleos y hasta un buen matrimonio. Una chica pobre, fea, equivalía un muchacho pobre, débil. Paco se palpó loa músculos de los antebrazos. A cada movimiento que hacía para calzarse, el jergón crujía. Abrió la pierna cuando tuvo puesto el pantalón, y le llegó el olor de la comida. Habló a gritos:

–Mercedes.

–Ya voy, Paco.

La docilidad de la hermana, la atenta y servicial disposición que tenía para él, llegaban a irritarle.

–Búscame una camisa que esté bien.

–¿Quieres que te planche la blanca?

–No, tengo prisa. ¿Está la comida?

–Sí. Te plancho la blanca en un momento.

–No. Búscame una camisa que no esté muy bieja.

–No me cuesta nada planchártela.

–No.

La muchacha acababa desilusionada.

–Como tú quieras

Paco se lavó en la pila de la cocina. Se puso la camisa y se sentó a comer. La madre le contemplaba mientras hacía leves gestos negativos con la cabeza.

–¿Qué te pasa? –dijo Paco.

–Ya lo sabes, Paco.

Paco se tocó el párpado hinchado, que tenía un color violeta oscuro

–¿Es esto?… ¡Bah!… Nada.

La madre continuaba moviendo la cabeza negativamente.

–Trabajando –dijo Paco con la boca llena– te puede ocurrir esto o algo peor.

La madre tenía demasiado cansancio en la mirada para que fuese dulce. Era una mirada vidriosa, vaga, vuelta ya de la desesperación o de la rabia o del deseo de conseguir algo. La madre tenía las crenchas de un rubio sucio como del color del papel de estraza. La madre tenía la roña metida en los poros de la piel de las manos de tal manera, que aunque se lavase no se le iría. Era la porquería de la mujer que hace coladas para cuatro personas, que lava los suelos, que guisa, sube el carbón y trabaja, si le queda tiempo, de asistenta n una casa conocida. La porquería en los nudillos en las yemas de los dedos, en las palmas de las manos, en las muñecas. La porquería como un tatuaje.

–¿A qué hora quieres la cena? –preguntó la hermana, que se había sentado a su lado a verle comer.

–Como siempre.

La madre tomó asiento en una banqueta, recogiéndose el delantal sobre el vestido negro cosido y roto, recosido y roto, y roto. La madre se sentó como si estuviera de visita, en el mismo borde de la banqueta.

–Tu padre ha dicho –dijo la madre– que vayas a la bodega de Modesto, que te espera allí a las ocho y media.

–Bien.

–La madre se levantó para atender lo que estaba puesto en el fogón. Primero comía Paco y después las dos mujeres, con lentitud, dialogando pausadamente. Paco terminó.

–Me voy –anunció.

–A las ocho y media te espera tu padre –repitió la madre.

–Iré.

La hermana tuvo un rato la puerta abierta hasta que ya no oyó los pasos de Paco en la escalera. La madre seguía en el fogón.

Del portal a la calle, un paso. El paso que va desde la sordidez a la alegría.

–¡Hola! Paco, ¿cuándo te pegas? –le dijo la muchacha de la frutería.

–Dentro de quince días –ensayó un piropo–. Cada día que pasa te pones… Vamos, tú me entiendes…

La muchacha sacó cadera.

–¿Aquí? –preguntó.

–No… Un día te voy a llevar a bailar.

–¿Dónde peleas?

–En Valencia. Y después de bailar te llevo a un cine de la Gran Vía, o antes, como tú digas.

–Las ganas que yo tengo de ir a Valencia, majo.

–Dentro de quince días, ya sabes, si tú quieres…

–Vamos, Paco…

–En serio.

–Bueno…, pero éste… Pero ¡qué cosas tienes!

Paco se rió.

–Te llevo.

La muchacha fingió enfadarse. Compuso una mueca de altivez, de intocable, de ofendida en su honestidad.

–¿Hablas en serio, Paco? ¿Con quién es?

–¿Qué más da?… Te llevo.

–Ya está bien, Paco… –hizo una pausa–. A ver si ganas y llegas a campeón.

Dentro de la frutería sonó una voz ronca.

–Juana, menos palique y más estar en lo que estamos.

–¿Te gustaría?… –preguntó Paco.

–Juana, gansa.

–Me llaman –dio la muchacha.

–Espérate.

–No, que está hoy… –ladeó graciosamente la cabeza y miró al cielo.

–¡Juana!

La muchacha giró el cuerpo y encogió los hombros.

–No te digo…

La vio desaparecer en el fondo de la frutería, atravesando entre los frescos colores de las hortalizas y las frutas. Antes de desaparecer dio un tropezoncillo adrede y volvió la cabeza haciendo un gesto de despedida. Paco echó a andar silbando.

Apretaba el calor. El asfalto despedía como un aliento caliente que sofocaba. Paco se quitó la chaqueta que llevaba por los hombros y la recogió al brazo.

–Adiós, Paquito.

Sonrió a la vieja que vendía chucherías, golosinas y cigarrillos en un puestecito del esquinazo de la manzana. Dos niños sorprendieron sus juegos con chapas de botellas de refresco y cuchichearon entre ellos. El vendedor de periódicos alzó la mano en un saludo.

En torno de un ciclista que descansaba sin bajarse de la bicicleta, con un pie apoyado en el suelo y el muslo de la pierna contraria en la barra del cuadro, como se suelen sentar en los bares los habituales chuletones, hacía como la afición de la calle: el pescadero hijo, la chaquetilla blanca remangada, delantal verde con rayas negras, madreñas de madera y cuero, que se guiaba por el periódico Marca y tenía una fe ciega, heredada, en la Prensa; el cobrador del tranvía, que se soltaba la chaquetilla del uniforme, con la camisa sin cuello y la cabeza sin gorra parecía que iba a ser fusilado en el solar cercano como un militar de cuartelada decimonónica; el cobrador que no creía en la Prensa; el vago con buenos recuerdos de un equipo de primera regional, que había empezado con muchachos que eran figuras y que si no hubiese sido por una lesión…, el electricista, de zapatillas de ciclista, admirador profundo de Julián Barrendero [6], de los Regueiro [7], de Juanito Martín [8], de Angelillo [9], que se sentía antes que nada madrileño y solamente creí en los valores del tiempo pasado.

Paco llegó al grupo… El ciclista se despidió y, alzándose sobre los pedales fue cogiendo velocidad con gran estilo.

–¿Qué hay, Paco, qué te cuentas? –le palmeó las espaldas fuertemente el tranviario.

A Paco le turbaban las muestras de afecto espectaculares.

–¿Te entrenas mucho? –preguntó el electricista.

–¡Hombre!… –dijo Paco.

–Ese Bustamante –afirmó el pescadero hijo– tiene una zurda, ¡uf!, como un exprés.

–Si estás bien entrenado seguro que le tienes en el bote –afirmó el electricista–. Porque el boxeo, desde luego, exige mucho entrenamiento. De aquí ha salido la flor y nata de los boxeadores.

–¿Y los vascos, qué? –preguntó el vago.

–Y los vascos –dijo el electricista.

–Y los catalanes, ¿no son nada? –preguntó el tranviario.

–Te diré.

–Bueno, me vas a contar ahora que no son nada.

–Muy técnicos, pero con la clase de los de aquí, no. ¿Verdad, Paco?

–Cataluña da muy buenos boxeadores –dijo Paco–. Acuérdate de Romero [10], por ejemplo.

–¿Y vas a comparar a Romero con todo su campeonato y todo lo que quieras, con Luis? –preguntó el electricista–. Vamos, Paco… ¡Romero!… Corazón, eso sí.

–Los campeonatos no se logran solamente con corazón –dijo el pescadero hijo–, hay que saber… ¿Es verdad o no es verdad, Paco?

Paco hizo un vago gesto afirmativo. El electricista interrumpió la conversación, invitando.

–Pago unos vasos.

Aceptaron. Entraron en un bar cercano.

–Cuatro blancos –dijo el electricista–, porque si tú beberás, ¿eh, Paco?





4

El padre pagó dos rondas de vino. Los amigos le despidieron en la puerta.

–¡Que haya suerte!

–Ánimo que tú llegarás!

El padre caminaba por la calle muy orgulloso, junto al hijo.

–¿Cuánto cuesta una radio a plazos? –preguntó Paco.

–No sé –dijo el padre–, pero ya me enteraré.

El padre saludó a dos hombres que charlaban en medio de la calle.

–¿Dónde vas? –le dijeron.

–Aquí, con éste.

Se iba alejando, pero continuaba la conversación.

–¿Cuándo pelea?

–Dentro de quince días en Valencia.

Paco agachó la cabeza. El padre caminaba por la calle muy ufano.

–Que gane.

–Gracias, Paulino.

–Es lo que hace falta, Andrés.

Paco se avergonzaba cuando iba con su padre, porque se sentía exhibido.

–¿Has comprado Marca para ver si habla de ti? –preguntó el padre.

–No, ¿por qué iba a hablar de mí?

–Porque vas a pelear… ¡por qué!

–Todavía es demasiado pronto. Eso lo darán un par de días antes.

–Lo mismo lo pueden dar hoy.

En el quiosco de periódicos el padre compró el diario deportivo y se paró a hojearlo bajo la luz de un farol. No hablaba de Paco, pero el padre no se defraudó.

–Lo miraré con más calma en casa –dijo.

–Yo te voy a dejar –anunció Paco.

–Bueno, como tú quieras.

–Dile a mamá que dentro de media hora en casa.

–¿Dónde vas?

–Subo hasta la plaza.

Estaban parados. El padre sonrió picarescamente.

–Cuidado, ¿eh Paco? Mucho cuidado.

Sintió que no podía dominar el rubor. La despedida fue apresurada.

–Hasta luego.

Dio unos pasos y se volvió para ver a su padre. Andaba con inseguridad. Le había herido un trozo de metralla en la cadera durante la guerra, en las trincheras de a Ciudad Universitaria. Era tan bajo como él. Seguramente daría el peso de los plumas. No, pensó, tal vez de un peso más alto, porque los viejos pesan más. Paco se subió hacia la plaza.

Prefería que no fuera a los combates, pero iba. Se sentaba en la segunda fila dering o en la primera. Comenzaba por decirle al vecino de asiento que el combate bueno era el tercero. Si el vecino era propicio a la conversación le comunicaba que el que iba a ganar el tercer combate era su hijo, Young Sánchez.

Gritaba durante el combate. Alguna vez se acercó a la escuadra para darle un consejo, y el segundo le tuvo que decir violentamente que se marchara. Cuando peleó en el campo del Gas [11], tuvo un lío con un guardia de la Policía Armada, y gritó que el que estaba boxeando era su hijo. Hubo choteo del público. Al final de las peleas lo sacaba abrazado por entre la gente que ocupaba el pasillo, acompañándolo a los vestuarios. Asistía a la dacha hablando de combate. Si se hubiese dejado le he hubiera enjabonado, porque el padre sentía aquel cuerpo completamente suyo. En el barrio era peor: era el elogio hasta el cansancio, hasta la antipatía, hasta la fuga.

Se sentía liberado y también un poco apenado por haber dejado a su padre. Se sabía una esperanza y un asidero de algo inconcreto que siempre había rondado el corazón de su padre; un deseo de estima, un anhelo de fama, una gana de que se le tuviera en cuenta. Le había oído muchas veces contar cosas de la guerra, vulgares, quitándoles importancia de una manera que parecían tenerla; y se percataba perfectamente de que en el padre había latente una congoja, nacida de la indiferencia de los compañeros, de los amigos, de los vecinos. Ahora el padre se tomaba la revancha.

Llegó a la plaza. En el café, las luces de los tubos fluorescentes empalidecían lo rostros de la clientela, que charlaba, que jugaba al dominó, daba la matraca con los viejos discos de la gramola: a peseta la voz de Antonio Molina, a peseta Lola, a peseta la Perrita Pequinesa. El muchacho del mostrador se movía tanto y tanto hablaba para la nada, que apenas había una cuadrilla al chato: un señor leyendo un periódico y bebiendo un vermut a salto de noticia, como un pajarito; una vieja que se refrescaba con una gaseosa, acompañada de un niño entretenido en recoger chapas de botellines por las suciedades del suelo.

–La gaseosa ¿no tiene tapa? –preguntó la vieja.

El señor que leía el periódico la miró estupefacto.

–No, señora. Las tapas con gaseosa hacen daño… –dijo el que atendía el mostrador.

Paco entró hasta el fondo del café, hasta la gramola y la puerta de paso a los servicios. Volvió.

–¿Cerveza, Paco?

–Un corto… ¿No han venido ésos?

–Aquí no ha venido nadie. Andarán por El Chapas o por La Venencia.

Paco silbaba y se paseaba delante del mostrador, casi luciéndose, casi vigilando la plaza, como preocupado o distraído.

–¿Has visto al pluma que salió el domingo?

Paco se acercó a tomarse el vaso de cerveza. Su respuesta fue un vago comentario.

–Pega, ¿eh?

Paco miraba a la calle de espaldas al mostrador.

–Ese chaval sabe.

Paco se volvió, apoyó los brazos en la barra y agachó la cabeza. Se distrajo silbando.

–Con la derecha y con la izquierda.

Paco miraba el vaso mediado. Bebió el resto de la cerveza y pidió más.

–Si le cuidan, ahí hay un campeón, ¿no te parece?

Paco se encogió de hombros. Sonaron una moneda en el mármol del mostrador.

–¡Va!…

Y antes de atender el reclamo aseguró.

–Ese chaval es boxeador y va a dar muchos disgustos, pero muchos disgustos en su peso…

Pertenecía a la fauna de los que sienten placer desasosegando, amenazando. Pertenecía a la fauna de los retorcidos que elogian para despertar el recelo, para punzar el amor propio, para tantear irritante en la inseguridad y en el desánimo.

Echó la cabeza hacia atrás y el mechón le desbordó la frente. Pensó en el pluma de que hablaba el muchacho del mostrador. Un buen comienzo, dos combates limpiamente ganados; pero ¿podría aguantar con los viejos, con los que no salían nunca de aficionados y se sabían las marrullerías de los profesionales? Recordaba su primer combate con un boxeador viejo, la impasibilidad de su rostro cuando le golpeaba y su intranquilidad en la escuadra. Los boxeadores viejos enseñan a costa de sufrir la dureza de sus golpes. Cuando acabó el combate le dolían los antebrazos. Cuando llegó a casa le dolía el cuello y la cabeza. Había ganado, pero no supo hasta el último momento si iba a ganar o a perder, porque los boxeadores viejos se derrumban de pronto, pero no dan ni un síntoma de flaqueza, de agotamiento; un indicio que puede animar al contrincante durante el combate.

–¿No has ido al gimnasio? –preguntó al mozo de mostrador.

–No.

–¿Te encuentras en forma?

–¡Vaya!

–El de Valencia tiene un buen palmarés.

–Sí.

–Los boxeadores valencianos saben, saben y aguantan. Un fajador [12] como tú…

–Oye –dijo Paco–, si vienen por aquí los amigos les dices que me he ido a casa, que después de cenar saldré.

–¿Aquí?

–Sí, aquí. Sobre las nueve y cuarto.

–¿Hoy no currelas?

–No.

–Ya se puede…

En la plaza estuvo unos instantes dudando. Era todavía pronto para ir a cenar; era ya un poco tarde para ir hasta Atocha. La plaza estaba repartida entre la oscuridad del descampado y la luz de la vecindad. Junto a las casas paraban los autobuses. La luna iba baja; una luna como la plaza, con un semicírculo de luz y otro de sombra, pero una luna con su contorno precisado en una circunferencia, que se le antojó azul. Una luna ascendiente por el cielo del descampado que no limitaba la plaza, que la ampliaba al mundo.

Se encontró bajando lentamente hacia su casa. Iba pensando en el muchacho del mostrador. “Hoy no has estado bien… ¿Por qué no sacaste la izquierda cuando lo tenías a placer?… Lo podías haber tumbado en el segundo asalto. ¿Qué te pasó?… Se te notaba falto de fuelle. Se vio que te había hecho daño; yo creí que ibas a abandonar…”.

El muchacho del mostrado acabaría teniendo una taberna donde presumiría de haber conocido a un campeón: “¿Young Sánchez? Fuimos muy amigos. Ése es bueno de verdad… Ése es…”. Entonces estaría muy lejos del muchacho del mostrador, de su taberna, de la calle, a la que volvería de visita alguna vez… Entonces…

–¡Adiós, Paco! –le dijeron.



5

–¡Adiós, Paco! –le dijeron.

Caminaba de prisa. Saludó con la mano. Titilaban las acacias a la luz del sol. El descampado de la plaza estaba como recién barrido por la mañana, limitada su extensión por las fachadas posteriores de una calle nueva. Esperó la llegada del autobús, y cuando llegó tuvo una sensación de partida para un viaje alegre, de excursión de día festivo. El autobús dio la vuelta a la plaza y se adelantó por una calle hacia la ciudad. Un vientecillo fresco entraba por las ventanas revolviéndose el mechón, que sentía como una carrera de insecto por la frente, acariciándole los párpados entornados y el rostro recién afeitado, la piel escocida por una hoja muy usada.

Tuvo que esperar en la salita de las oficinas. La salita estaba en penumbra, con las cortinas del gran ventanal corridas. Recoleta, desvinculada de la calle, hostil, con la frialdad de una habitación de espera, le inquietaba. Era una espera miedosa. Había llegado alegre y estaba triste. Se fijó en un grabado que representaba una escena mitológica… Dos sillones y un sofá de cuero moreno. Dos sillones y un sofá, no sabía por qué enemigos. Y una mesa baja sin revistas. La alfombra, gruesa. Una lámpara como una amenaza colgando del techo La salita era como una isla, donde se acababa la seguridad. Estaba deseando marcharse.

Se abrió la puerta.

–Venga –le dijeron.

Salió y caminó por un pasillo hasta una habitación.

–¡Pase! –le dijeron.

Pasó sin decisión. Oyó una voz suave que le invitaba desde el fondo:

–¡Pase usted, pase!

En un sillón cercano a la ventana fumaba un hombre joven. Olió su perfume. Una mezcla de tabaco rubio, de agua de colonia, de manos lavadas con un buen jabón, de traje nuevo, de camisa limpia… Husmeó sorprendido como un animalillo. La voz le agarrotaba los músculos. Se sintió torpe.

–¡Siéntese, joven, siéntese!

Se sentó en un sillón que cedía a su peso. Cuando la voz preguntó, le fue dificultoso responder e inició un movimiento para incorporarse.

–¿Cuántos combates, cuántos?

Titubeó antes de responder, como si no recordarse el número de combates. El hombre comenzó a explicar, sin atenderle demasiado, como si hablase para sí:

–No sé si usted lo sabe, pero conviene que lo sepa. Es una dedicación que no me reporta más que gastos. Me divierte ayudar a los que pueden ser algo. Ni sé si usted me entiende. Realmente…

No entendía por qué el maestro le había indicado que fuera a ver a aquel hombre. Aquel hombre que hablaba y fumaba delante de él nada tenía que ver con el boxeo. “Ayuda”, le había dicho el maestro. Y él había ido a que le ayudasen. El hombre seguía hablando:

–… cuando usted regrese de Valencia venga a verme, joven.

Se encontró repentinamente de pie, estrechando una mano, que se le tendía lánguida desde la butaca. Caminó rápidamente hacia la puerta. La puerta era de madera, de una madera con vetas estrechas… Estaban en el pasillo. Se sintió liberado en la calle. Liberado y confuso, el tipo era raro. ¿Ayudaba? Pero ¿por qué ayudaba? No le interesaba el boxeo, no sacaba ningún beneficio de los boxeadores. Ayudaba porque le divertía ayudar. “Tiene mucho dinero –le había dicho el maestro– y se lo gasta. Le gustan las cosas donde hay sangre. Gallos, boxeo, ¡qué sé yo! El caso es que ayuda”.

La entrevista le había amargado.

El sol de mediodía agriaba el color del descampado de la plaza. El solo del mediodía pesaba en las copas de las acacias. La calle hacia su casa era un túnel de luz cegadora.

–¿Vas para casa? –le preguntó alguien que le echó un brazo a los hombros.

–¡Hola, Luis!

Hizo un movimiento para sacudirse el brazo que le daba calor. Llevaba el traje nuevo y se había puesto corbata para la entrevista. No se decidía a quitarse la chaqueta.

–Te vas pronto, ¿no?

–Sí.

–Tienes que ganar. Después del combate pon un telegrama si todo ha ido bien. Ponlo a La Venecia, Paco.

–¡Bueno, hombre!

–Tú ya sabes que aquí, en el barrio, se te da ganador por todos.

–El otro también pega, no vayas a creer que sale sólo a recibir.

–Tú le das. Si fuero por k.o. mejor. Figúrate, el primero de profesional y tumbándolo. Si peleas como debes, seguro que…

–El otro también pega.

Se separaron al llegar a la altura de la casa donde vivía el administrador.

–Ya sabes que se confía, Paco, y que se te admira.

Le agradaba que le admirasen y le molestaba que le creasen obligaciones. Saldría a pelear, pero el otro no se iba a dejar pegar. El otro tenía más experiencia y era un buen boxeador.

Subió las escaleras de la casa lentamente.

–No te he oído llear, Paco –dijo la hermana cuando salió a abrir.

Paco se quitó la chaqueta y se desanudó la corbata.

–Como siempre subes corriendo y cantando es fácil saber que eres tú, pero hoy…

–Estoy cansado –dijo Paco.

–Padre se ha marchado y madre está echada, porque le duelen las espaldas –anunció la hermana–. Padre ha dicho que no te vayas hasta que él vuelva del trabajo. ¿Te pongo la comida?

–Bueno.

–¿Te pasa algo, Paco?

–No, nada.

–Algo te pasa, Paco. Dímelo.

–¡Qué me va a pasar! –dijo desabridamente.

La hermana se dedicó a prepararle la mesa. Paco respiró hondo el olor de su casa. Un olor en el que se distinguían las cosas que lo producían. El olor de la comida, el del carbón, el de la mesa fregada con lejía, el de los trapos húmedos… En la salita donde le habían hecho esperar solamente olía a nuevo. El olor de nuevo y de caro era hostil. Cuando pensaba en la visita de la mañana se sentía de pronto sucio, sucio de las cosas limpias, nuevas y caras.

–Pasa a ver a mamá –indicó la hermana.

–Paco se levantó y salió al pasillo. Abrió la puerta de la habitación de los padres.

–¡Madre! –dijo.

–¿Qué, hijo?

En la penumbra no se percibía el rostro de la madre.

–Me ha dicho Mercedes que te sientes mal.

–No es nada. Cansancio.

–¿Quieres que avisemos a un médico…?

–No. Se pasará. Es que me he cansado más de la cuenta.

–Deberíamos avisar a un médico para que te mirase.

–No, hijo.

La madre y el hijo aguardaron silencio. En la cama de matrimonio a madre estaba como desmayada La almohada, blanca, y el rostro, de un pálido grisáceo. El pelo como un manojo de esparto.

–Vete a comer.

–Luego vengo a estar contigo.

–Bueno. No os preocupéis, que no es nada.

–¿Has comido?

–No.

–¿No quieres nada?

–No. No te preocupes. Anda, vete.

Paco cerró suavemente la puerta. Cuando llegó a la cocina preguntó a la hermana:

–¿Ha cogido algún frío?

–Esta mañana ha estado lavando.

–Habrá que avisar a un médico. Padre, ¿qué ha dicho?

–¡Como ella dice que no se avise…!

–¡No quiere, siempre igual! –dijo Paco, y se indignó–. Pues aunque no quiera.

La hermana colocó a cazuela encima de la mesa, sobre una rejilla.

–¡Anda, come! –dijo.

Paco dejó que le sirviera. Metió la cuchara en el plato y comenzó a comer en silencio.

–¿En qué estás pensando? –preguntó la hermana

Paco no respondió.



6

La tarde estaba pesada y tormentosa. Llegaban del campo aromas cereales. Olían las cloacas. Olía a humos de locomotoras. La gente que callejeaba olía un poco a sudor, un poco a ropas que han tomado el soso olor de la cal en armarios enjalbegados y sombríos como despensas: olía a campesino puesto de domingo en la ciudad.

Cada paso era un descubrimiento. Olía a hospital. No olía a hospital, pero Paco tenía la sensación de que caminaba por un pasillo de hospital, mezclados el olor de la botica y el del ser humano, acompañado por el murmullo. De un zumbido de quejas sobre enfermedades propias y enfermedades de los parientes o de los amigos a los que se va a visitar. En los retazos de conversaciones que llegaban a sus oídos creía sorprender la quejumbre, la salmodiosa habla de los enfermos y de los visitadores.

Apuntaban las cuatro y media e iba por la calle de Atocha.

Sobre el chirrido de un tranvía rompió la tronada. Sobre el polvillo, tenue como una purpurina de alas de mariposas nocturnas, que cubre las calles antes de las tormentas, cayeron las primeras gotas. Paco andaba de prisa hacia Antón Martín [13]. Alzó los ojos al cielo negro–violeta como un gran hematoma. Las primeras gotas cayeron adormecidas. Después tabletearon delicadamente en el asfalto, en los tejados, en las claraboyas de las casas viejas.

No llovió más. Las nubes estaban fijas sobre la ciudad y la enclaustraron, la recogieron de su dispersión, la limitaron en un regazo denso, carnoso y morado. Cansaba caminar, pesaban las manos en los bolsillos, dolía la chaqueta en las axilas. Un olor de humedad ganó la calle. Una sensación de dolor sucio le desazonaba.

Paco pensó en las chinches de una pensión del Sur, en una población en la que había boxeado. Una noche con bochorno de tormenta. Una noche en que los nervios punteaban la piel. Pensó que lo peor que le podía ocurrir en el mundo era ponerse enfermo en una pensión del Sur, desmantelada, cargada de soledad. Prefería el hospital con toda su tristeza, con el cobijo de los demás, aunque temiera la cercanía de la muerte.

Entró en el bar. Pasó delante del mostrador y se fue al fondo. El muchacho del mostrador le saludó:

–Hola, Young.

En los vasares del mostrador se rizaban las fotografías de los boxeadores junto a la de las supervedetes y las de los caricatos célebres. Los boxeadores saludando; los boxeadores en guardia, con guantes, sin guantes, en vendas. Dedicatorias: “A mi particular amigo Mariano Martínez”, y la firma garrapateda. “A Mariano, gran aficionado al boxeo, su amigo”, y la firma torpe. “A Mariano después del combate más duro de mi vida”, y la firma clara. “A mi admirador Mariano Martínez el día que gané el Campeonato de Castilla del peso pluma por k.o.”, y la firma muy grande. Las fotografías de algunos de los campeones de España de los diferentes pesos solamente tenían las firmas.

–Hola, Young.

Los boxeadores jugaban al mus, rodeados de unos vagos vagos, admiradores profesionales.

–Hola, chaval –dijo el ex campeón.

Los vagos le hicieron un sitio al boxeador Young Sánchez.

–Hay que comer patatas –dijo el ex campeón.

Los vagos se rieron.

–¿Eh, chaval? –preguntó el ex campeón.

–Sí tú lo dices… respondió Young Sánchez.

–Hay que comer patatas –dijo el ex campeón–, porque si no el estómago no aguanta… –y barbarizó.

Uno de los vagos palmeó las espaldas del ex campeón, que volvió la cabeza irado.

–¡Eh, tú, que yo no soy una tía!

–¿Atiendes o no atiendes? –preguntó uno de los de la partida.

–Calma –dijo el ex campeón–, tengo unos pares de muerte, con los que te voy a matar.

–Muy bien.

–Pues me paso hasta mi compañero, que os va a arrear de muerte.

Young Sánchez miraba la cara del ex campeón. Una cara con “mucha leña encima”. Bajo las ceras, peladas de cicatrices, le brillaban hundidos los ojos. Las comisuras de los labios se le alargaban en dos rayas blanquecinas, que destacaban en el moreno de la piel y de la barba.

–Mátalos con un órdago [14].

Leña en los pómulos, leña en la nariz, leña en las orejas. Aceptaron el órdago y ganaron el ex campeón y su compañero. El ex campeón dijo satisfecho.

–Hay que comer patatas. Dos tiñosas [15] y dos ases. Ves, chaval, como hay que comer patatas. Y les das. Les das de derecha y luego de izquierda. Los dejas para sebo.

Uno de los vagos preguntó a Young Sánchez.

–¿Debutas por fin?

–No se habla –gritó el ex campeón–. No se habla, porque me distraigo. A hablar se va uno al mostrador.

Dieron cartas.

El compañero del ex campeón miró a Young Sánchez y sonrió:

–¿Son buenas las condiciones?

Young Sánchez le hizo un vago gesto de insatisfacción que formaba parte del juego cuando se hablaba de contratos. Un boxeador de alguna importancia nunca podía demostrar entusiasmo por el dinero de los contratos, siempre tenía que dar la impresión de que era algo muy por debajo de sus merecimientos. Al llegar a campeón, el juego variaba y había que dar la impresión contraria, la de que los contratos eran muy ventajosos.

El compañero del ex campeón era un buen peso ligero que se disponía a irse a América. Se llamaba Raimundo Moreno.

–No se habla, Ray –dijo el ex campeón–. Hay que estar en el combate.

–Bien, Marquitos –respondió Ray Moreno.

–Hay que dar de nuevo –dijo el ex campeón–, porque tengo cinco cartas. Todo por hablar. Jugando no se habla.

–¿Dónde están las cinco cartas? –preguntó, mirándole, uno de la pareja contraria.

El ex campeón contó las cartas y sonrió con una amplia sonrisa de máscara.

–Nada de marrullerías –dijo el que había preguntado por las cartas–. Nada de suciedades.

El ex campeón, alborozado, golpeó con las palmas de las manos en la mesa.

–Con estas cuatro cartas se acaba la partida. Órdago a todo. Y quiero una copa de coñac. Tú –señaló a uno de los vagos, tráeme una copa de coñac.

El vago obedeció y se encaminó al mostrador.

–Órdago a todo –gritó el ex campeón– Así se juega, Ray. Fíjate qué asalto. Qué pelea estoy haciendo, porque tú no me ayudas ni esto.

Hizo un ruido con el índice y el pulgar derechos.

–Bien, Marquitos; pero lleva cuidado –dijo Ray.

Siguieron la partida hablando únicamente las jugadas. El vago llegó con la copa de coñac.

–Gracias, segundo –dijo el ex campeón–. Te puedes tomar un chato a mi cuento.

–Gracias, Marquitos; luego.

–Luego, no. Ahora, que es cuando te he invitado.

–Bueno; lo tomaré ahora.

–Atiende, Marquitos –dijo Ray.

–Estoy, estoy…

–Esta es la última. Ellos están a falta de cinco y nosotros de dos –declaró Ray.

Pues órdago, no quiero perder los puntos –dijo el ex campeón.

–¡Quiero! –contestó uno de los contrarios.

El ex campeón perdió.

–Ves… –le reprochó Ray.

–A los puntos hubiera sido peor.

–Hubiéramos ganado si te pasas a todo.

–No, hubiéramos perdido.

Ray Moreno le hizo una suma del tanteo.

–¿Ves…?

–¿Quién me da un cigarro? –preguntó el ex campeón.

Uno de los vagos le ofreció una cajetilla de Bisonte. El ex campeón encendió un cigarrillo y principió a fumarlo como un fumador novato, casi soplando el humo.

–Esta partida estaba visto que la teníamos perdida desde el principio, totalmente perdida.

–¿Por qué? –preguntó Ray.

–Porque se veía. Yo lo he visto desde el primer momento, desde la campana.

Young Sánchez hablaba con Chele y Adrián Ortega, que era la pareja de ganadores.

–Yo voy a Zaragoza el sábado –dijo Chele.

–Dentro de dos semanas tengo combate en Barcelona –dijo Adrián Ortega.

Los vagos atendían al ex campeón. Éste dijo de pronto:

–Me marcho, porque me esperan, y mañana no vengo.

–Bueno, Marquitos –dijo Chele–, si mañana no hay partida, ya no la hay hasta que venga yo de Zaragoza.

–También me voy.

El ex campeón se quedó un momento pensando.

–Suerte, Chele; suerte Young. Ya nos veremos. A comer patatas.

El ex campeón parecía bailar al caminar. Se paró un momento en el mostrador y pagó. Al andar se llevaba la mano derecha a la cabeza. Se dirigió a la puerta. Arreciaba la lluvia. Young Sánchez, Chele, Adrián Ortega y Ray Moreno le siguieron con los ojos. El ex campeón, al llegar a la puerta, no dudó y salió a la calle. La calle estaba solitaria.

7

Paco estaba sentado en la mesa de masajes de la cabina de boxeadores. Unos metros a sus espaldas, Bustamante se dejaba vendar la manos.

–Estira un poco la cara.

Paco obedeció a su segundo, que comenzó a embadurnarle el rostro de glicerina. Luego le dio una toalla para que se enjuagase.

–Ya estás listo.

Paco cerró el puño derecho y lo golpeó contra la palma de su mano izquierda, probando el vendaje. Luego con el puño de la mano izquierda, golpeó en la palma de la mano derecha.

–¿Está bien? –preguntó el segundo.

–Bien.

–Voy a asomarme a ver cómo va el combate.

Era el último de aficionados. En cuanto acabara, les tocaba a ellos. De ellos, era el primero de profesionales de la velada mixta. Paco miró a Bustamante. Se lo habían presentado por la mañana en el pesaje oficial. Le había dicho “mucho gusto”, y no le había oído nada más. Bustamante le llevaba apenas unos gramos, pero tenía más envergadura que él.

Entró el segundo.

–Les quedan do rounds; ninguno de los dos pega –dijo–. Échate y te doy un poco de masaje.

–No es necesario.

–Como tú quieras, Young. ¿Estás tranquilo?

–Sí.

“Más envergadura que yo”, pensé. Y de repente sintió que el miedo le trepaba por las piernas, debilitándoselas, le ascendía por el vientre y se le asentaba en el estómago. Una bola en el estómago. Una bola, eso era el miedo que obligaba a respirar fuerte, “porque ahogaba –pensó–, hacía daño y fijaba en ella la atención de uno”. Se llegaba a sentir las dimensiones de la bola y su peso. Su miedo pesaba exactamente un kilo y no era mayor de tamaño que la pesa de un kilo de ultramarinos.

–Cálmate –dijo el segundo.

Paco sonrió inseguro.

–Cálmate –repitió el segundo–, eso acaba en seguida. Piensa en otra cosa.

Continuó sonriendo.

–El público estará de tu parte.

A medida que el segundo le hablaba, Paco iba recuperando seguridad. Prestaba atención a su segundo, eso era todo.

–Si te conservas fresco los cuatro primeros asaltos, el combate es tuyo, y si lo desbordas en el primero, también. Yo lo conozco bastante, ¿sabes? No le sigas su ritmo porque ahí no tienes nada que hacer. O desbordarlo o esperar.

Paco no se fiaba. El segundo parecía adivinarle el pensamiento.

–Fíjate en lo que te digo. Yo no te engaño.

El segundo hablaba en un tono muy bajo, muy suavemente.

–Ceja izquierda la tiene muy resentida; ahí debes dirigirte en los golpes a la cabeza. Y fájate los cuatro primeros, o si te atreves…; bueno…, no, es mejor que esperes.

Los del combate de fondo no se preparaban en la cabina común. Los del combate de semifondo acababan de entrar. Uno de ellos silbaba mientras se iba desnudando. Ninguno de los dos había saludado. Paco lo esperaba. Cada uno estaba pensando en el combate; cada uno sentía cómo el miedo le ascendía por las piernas, por el vientre, hasta el estómago.

–Ya han acabado –dijo el segundo.

–¿Vamos? –preguntó Paco.

–Deja que entren.

Bustamante miraba hacia la puerta. Se oían los aplausos y silbidos del público. Paco estaba de pie con la bata puesta. Su segundo le alargó una toalla, que se puso en torno al cuello. Se Abrió la puerta y entró un muchacho sostenido por un segundo que hizo una seña, significado la derrota. El mucho apenas podía tenerse en pie y le ayudaron a echarse sobre la mesa de masaje. En seguido entró el ganador.

–Vamos –dijo el segundo.

Paco le siguió mansamente.

–Calma –dijo el segundo.

Ya caminaban por el pasillo entre la gente. Paco se estiró. Le llegaban los aplausos, como una calentura, hasta las sienes, que le palpitaban fuertemente. Ya sentía a sus partidarios. A sus primeros partidarios, que se habían pronunciado a su favor. Los sentía en los aplausos y en las palabras de aliento y en su deseo de violencia.

Saltó al ring y saludó con la mano derecha en alto.

Se fue a la escuadra. Vio a Bustamante saltar al ring y saludar. Calibró los aplausos.

–Las manos.

Casi se sorprendió ante la exigencia del árbitro. Extendió sus manos y el árbitro cumplió el trámite.

–Lo que te he dicho, no lo olvides –dijo el segundo.

–Bien.

Paco se quitó la bata y se la puso por los hombros. Después se calzó los guantes. Volvió a saludar con el puño enguantado cuando el speaker dio su nombre y su peso.

No tenía miedo. No sentía el cuerpo. Los llamó el árbitro al centro del ring. Les hizo las recomendaciones de costumbre y encareció la combatividad: era profesionales. Volvió cada uno a su rincón.

“Tengo que ganar”, pensó. Abrió la boca y el segundo le colocó el protector. “Tengo que ganar –pensó– para ellos. Tengo que ganar este combate para mi padre y su orgullo, para mi hermana y su esperanza, para mi madre y su tranquilidad. Tengo que ganar”.

–Haz lo que te he dicho –dijo el segundo.

Entonces sonó la campana y se volvió. Estaban esperándole.

[1] Soleta: Pieza con que se remienda la planta de las medias y calcetines.

[2] Price: Circo de Madrid en donde se celebraban veladas de boxeo.

[3] Portland: Cemento Pórtland

[4] Borborigmos: Ruido producido en el vientre por el movimiento de los gases intestinales.

[5] Punto: individuo.

[6] Julián Barrendero: Famoso ciclista del momento.

[7] Los Regueiro (Luis y Pedro): Jugadores de fútbol.

[8] Juanito Martín: Boxeador.

[9] Angelillo: Cantaor.

[10] Luis Romero: Fue campeón de España, de boxeo.

[11] Campo del Gas: Campo de deportes madrileño, situado entre la Ronda de Toledo y el Paseo de Acacias.

[12] Fajador: Boxeador de pesca técnica y mucha pegada.

[13] Antón Martín: Plaza del centro de Madrid, cruzada por la calle de Atocha.

[14] Órdago: Suerte en el juego del mus.

[15] Dos tiñosas…: Dos sotas y dos ases que componen lo que en el juego del mus se llaman dobles.

Ignacio Aldecoa, Cuentos. Edición de Josefina Rodríguez de Aldecoa, Cátedra, 1977 y 2007.
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Relato corto de Juan Bosch: Los amos


El escritor y político Juan Bosch (1909–2001) no solo escribió grandes cuentos sino que además teorizó sabiamente sobre el género.


En esta ocasión os ofrezco uno de sus relatos, “Los amos”, donde se narra mediante una pequeña anécdota la relación asimétrica entre un terrateniente y uno de sus trabajadores.

“Los amos” es una historia que lo dice todo con pocas palabras. La crítica social del cuento está implícita, pero cualquier lector la percibe sin necesidad de que el autor cargue las tintas: los hechos se encargan por sí solos de conectar al lector con dicha crítica.



Juan Bosch fue presidente de la República Dominicana durante siete meses, en 1963. Tras ser derrocado en un golpe de estado dirigido por el coronel Elías Wessin y Wessin, se exilió a Puerto Rico.



Los amos, un relato corto de Juan Bosch
Cuando ya Cristino no servía ni para ordeñar una vaca, don Pío lo llamó y le dijo que iba a hacerle un regalo.

–Le voy a dar medio peso para el camino. Usté está muy mal y no puede seguir trabajando. Si se mejora, vuelva.

Cristino extendió una mano amarilla, que le temblaba.

–Mucha gracia, don. Quisiera coger el camino ya, pero tengo calentura.

–Puede quedarse aquí esta noche, si quiere, y hasta hacerse una tisana de cabrita. Eso es bueno.

Cristino se había quitado el sombrero, y el pelo abundante, largo y negro le caía sobre el pescuezo. La barba escasa parecía ensuciarle el rostro, de pómulos salientes.

–Ta bien, don Pío –dijo–; que Dio se lo pague.

Bajó lentamente los escalones, mientras se cubría de nuevo la cabeza con el viejo sombrero de fieltro negro. Al llegar al último escalón se detuvo un rato y se puso a mirar las vacas y los críos.

–Que animao ta el becerrito –comentó en voz baja.

Se trataba de uno que él había curado días antes. Había tenido gusanos en el ombligo y ahora correteaba y saltaba alegremente.

Don Pío salió a la galería y también se detuvo a ver las reses. Don Pío era bajo, rechoncho, de ojos pequeños y rápidos. Cristino tenía tres años trabajando con él. Le pagaba un peso semanal por el ordeño, que se hacía de madrugada, las atenciones de la casa y el cuido de los terneros. Le había salido trabajador y tranquilo aquel hombre, pero había enfermado y don Pío no quería mantener gente enferma en su casa.

Don Pío tendió la vista. A la distancia estaban los matorrales que cubrían el paso del arroyo, y sobre los matorrales, las nubes de mosquitos. Don Pío había mandado poner tela metálica en todas las puertas y ventanas de la casa, pero el rancho de los peones no tenía ni puertas ni ventanas; no tenía ni siquiera setos. Cristino se movió allá abajo, en el primer escalón, y don Pío quiso hacerle una última recomendación.

–Cuando llegue a su casa póngase en cura, Cristino.

–Ah, sí, cómo no, don. Mucha gracia –oyó responder.

El sol hervía en cada diminuta hoja de la sabana. Desde las lomas de Terrero hasta las de San Francisco, perdidas hacia el norte, todo fulgía bajo el sol. Al borde de los potreros, bien lejos, había dos vacas. Apenas se las distinguía, pero Cristino conocía una por una todas las reses.

–Vea, don –dijo–, aquella pinta que se aguaita allá debe haber parío anoche o por la mañana, porque no le veo barriga.

Don Pío caminó arriba.

–¿Usté cree, Cristino? Yo no la veo bien.

–Arrímese pa aquel lao y la verá.

Cristino tenía frío y la cabeza empezaba a dolerle, pero siguió con la vista al animal.

–Dese una caminata y me la arrea, Cristino –oyó decir a don Pío.

–Yo fuera a buscarla, pero me toy sintiendo mal.

–¿La calentura?

–Unjú, me ta subiendo.

–Eso no hace. Ya usté está acostumbrado, Cristino. Vaya y tráigamela.

Cristino se sujetaba el pecho con los dos brazos descarnados. Sentía que el frío iba dominándolo. Levantaba la frente. Todo aquel sol, el becerrito…

–¿Va a traérmela? –insistió la voz.

Con todo ese sol y las piernas temblándole, y los pies descalzos llenos de polvo.

–¿Va a buscármela, Cristino?

Tenía que responder, pero la lengua le pesaba. Se apretaba más los brazos sobre el pecho. Vestía una camisa de listado sucia y de tela tan delgada que no le abrigaba.

Resonaron pisadas arriba y Cristino pensó que don Pío iba a bajar. Eso asustó a Cristino.

–Ello sí, don –dijo–: voy a dir. Deje que se me pase el frío.

–Con el sol se le quita. Hágame el favor, Cristino. Mire que esa vaca se me va y puedo perder el becerro.

Cristino seguía temblando, pero comenzó a ponerse de pie.

–Si: ya voy, don –dijo.

–Cogió ahora por la vuelta del arroyo –explicó desde la galería don Pío.

Paso a paso, con los brazos sobre el pecho, encorvado para no perder calor, el peón empezó a cruzar la sabana. Don Pío lo veía de espaldas. Una mujer se deslizó por la galería y se puso junto a don Pío.

–¡Qué día tan bonito, Pío! –comentó con voz cantarina.

El hombre no contestó. Señaló hacia Cristino, que se alejaba con paso torpe como si fuera tropezando.

–No quería ir a buscarme la vaca pinta, que parió anoche. Y ahorita mismo le di medio peso para el camino.

Calló medio minuto y miró a la mujer, que parecía demandar una explicación.

–Malagradecidos que son, Herminia –dijo–. De nada vale tratarlos bien.

Ella asintió con la mirada.

–Te lo he dicho mil veces, Pío –comentó. Y ambos se quedaron mirando a Cristino, que ya era apenas una mancha sobre el verde de la sabana.
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Relato corto de Juan Rulfo: Luvina
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Juan Rulfo escribió el relato corto “Luvina” entre finales de 1952 y principios de 1953. Es, por tanto, el último cuento que escribió antes que su novela Pedro Páramo. Podría decirse que “Luvina” prefigura a Pedro Páramo, por su espíritu fantasmagórico, habitado por personajes desolados y ensimismados, entregados a un fatalismo en el que la muerte no es tan mala, a fin de cuentas.


“Luvina” no es solo uno de los cuentos más reputados del Llano en llamas, sino también de cuantos se escribieron en Latinoamérica el pasado siglo.

Rulfo, escritor de producción corta pero muy importante, dio solo dos libros de narrativa a la imprenta: El llano en llamas (relatos) y Pedro Páramo (novela). Se le considera uno de los precursores del realismo mágico.





LUVINA, un relato corto de Juan Rulfo
De los cerros altos del sur, el de Luvina es el más alto y el más pedregoso. Está plagado de esa piedra gris con la que hacen la cal, pero en Luvina no hacen cal con ella ni le sacan ningún provecho. Allí la llaman piedra cruda, y la loma que sube hacia Luvina la nombran Cuesta de la Piedra Cruda. El aire y el sol se han encargado de desmenuzarla, de modo que la tierra de por allí es blanca y brillante como si estuviera rociada siempre por el rocío del amanecer; aunque esto es un puro decir, porque en Luvina los días son tan fríos como las noches y el rocío se cuaja en el cielo antes que llegue a caer sobre la tierra.

…Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un fondo que se pierde de tan lejano. Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento, en tremolina, como si allá abajo lo hubieran encañonado en tubos de carrizo. Un viento que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas en la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes. Sólo a veces, allí donde hay un poco de sombra, escondido entre las piedras, florece el chicalote con sus amapolas blancas. Pero el chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar.

-Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose de las cosas como si las mordiera. Y sobran días en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un sombrero de petate, dejando los paredones lisos, descobijados. Luego rasca como si tuviera uñas: uno lo oye mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos. Ya lo verá usted.

El hombre aquel que hablaba se quedó callado un rato, mirando hacia afuera.

Hasta ellos llegaba el sonido del río pasando sus crecidas aguas por las ramas de los camichines, el rumor del aire moviendo suavemente las hojas de los almendros, y los gritos de los niños jugando en el pequeño espacio iluminado por la luz que salía de la tienda.

Los comejenes entraban y rebotaban contra la lámpara de petróleo, cayendo al suelo con las alas chamuscadas.

Y afuera seguía avanzando la noche.

-¡Oye, Camilo, mándanos otras dos cervezas más! -volvió a decir el hombre. Después añadió:

-Otra cosa, señor. Nunca verá usted un cielo azul en Luvina. Allí todo el horizonte está desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca. Todo el lomerío pelón, sin un árbol, sin una cosa verde para descansar los ojos; todo envuelto en el calín ceniciento. Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en el más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de muerto…

Los gritos de los niños se acercaron hasta meterse dentro de la tienda. Eso hizo que el hombre se levantara, fuera hacia la puerta y les dijera: “¡Váyanse más lejos! ¡No interrumpan! Sigan jugando, pero sin armar alboroto.”

Luego, dirigiéndose otra vez a la mesa, se sentó y dijo:

-Pues sí, como le estaba diciendo. Allá llueve poco. A mediados de año llegan unas cuantas tormentas que azotan la tierra y la desgarran, dejando nada más el pedregal flotando encima del tepetate. Es bueno ver entonces cómo se arrastran las nubes, cómo andan de un cerro a otro dando tumbos como si fueran vejigas infladas; rebotando y pegando de truenos igual que si se quebraran en el filo de las barrancas. Pero después de diez o doce días se van y no regresan sino al año siguiente, y a veces se da el caso de que no regresen en varios años.

“… Sí, llueve poco. Tan poco o casi nada, tanto que la tierra, además de estar reseca y achicada como cuero viejo, se ha llenado de rajaduras y de esa cosa que allí llama ‘pasojos de agua’, que no son sino terrones endurecidos como piedras filosas que se clavan en los pies de uno al caminar, como si allí hasta a la tierra le hubieran crecido espinas. Como si así fuera.”

Bebió la cerveza hasta dejar sólo burbujas de espuma en la botella y siguió diciendo:

-Por cualquier lado que se le mire, Luvina es un lugar muy triste. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y usted, si quiere, puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca. Está allí como si allí hubiera nacido. Y hasta se puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada contra de uno, y porque es oprimente como un gran cataplasma sobre la viva carne del corazón.

“… Dicen los de allí que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento recorriendo las calles de Luvina, llevando a rastras una cobija negra; pero yo siempre lo que llegué a ver, cuando había luna en Luvina, fue la imagen del desconsuelo… siempre.

“Pero tómese su cerveza. Veo que no le ha dado ni siquiera una probadita. Tómesela. O tal vez no le guste así tibia como está. Y es que aquí no hay de otra. Yo sé que así sabe mal; que agarra un sabor como a meados de burro. Aquí uno se acostumbra. A fe que allá ni siquiera esto se consigue. Cuando vaya a Luvina la extrañará. Allí no podrá probar sino un mezcal que ellos hacen con una yerba llamada hojasé, y que a los primeros tragos estará usted dando de volteretas como si lo chacamotearan. Mejor tómese su cerveza. Yo sé lo que le digo.”

Allá afuera seguía oyéndose el batallar del río. El rumor del aire. Los niños jugando. Parecía ser aún temprano, en la noche.

El hombre se había ido a asomar una vez más a la puerta y había vuelto. Ahora venía diciendo:

-Resulta fácil ver las cosas desde aquí, meramente traídas por el recuerdo, donde no tienen parecido ninguno. Pero a mí no me cuesta ningún trabajo seguir hablándole de lo que sé, tratándose de Luvina. Allá viví. Allá dejé la vida… Fui a ese lugar con mis ilusiones cabales y volví viejo y acabado. Y ahora usted va para allá… Está bien. Me parece recordar el principio. Me pongo en su lugar y pienso… Mire usted, cuando yo llegué por primera vez a Luvina… ¿Pero me permite antes que me tome su cerveza? Veo que usted no le hace caso. Y a mí me sirve de mucho. Me alivia. Siento como si me enjuagaran la cabeza con aceite alcanforado… Bueno, le contaba que cuando llegué por primera vez a Luvina, el arriero que nos llevó no quiso dejar siquiera que descansaran las bestias. En cuanto nos puso en el suelo, se dio media vuelta:

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“-Yo me vuelvo -nos dijo.

“-Espera, ¿no vas a dejar sestear a tus animales? Están muy aporreados.

“-Aquí se fregarían más -nos dijo- mejor me vuelvo.

“Y se fue dejándose caer por la Cuesta de la Piedra Cruda, espoleando sus caballos como si se alejara de algún lugar endemoniado.

“Nosotros, mi mujer y mis tres hijos, nos quedamos allí, parados en la mitad de la plaza, con todos nuestros ajuares en nuestros brazos. En medio de aquel lugar en donde sólo se oía el viento…

“Una plaza sola, sin una sola yerba para detener el aire. Allí nos quedamos.

“Entonces yo le pregunté a mi mujer:

“-¿En qué país estamos, Agripina?

“Y ella se alzó de hombros.

“-Bueno, si no te importa, ve a buscar dónde comer y dónde pasar la noche. Aquí te aguardamos -le dije.

“Ella agarró al más pequeño de sus hijos y se fue. Pero no regresó.

“Al atardecer, cuando el sol alumbraba sólo las puntas de los cerros, fuimos a buscarla. Anduvimos por los callejones de Luvina, hasta que la encontramos metida en la iglesia: sentada mero en medio de aquella iglesia solitaria, con el niño dormido entre sus piernas.

“-¿Qué haces aquí, Agripina?

“-Entré a rezar -nos dijo.

“-¿Para qué? -le pregunté yo.

“Y ella se alzó de hombros.

“Allí no había a quién rezarle. Era un jacalón vacío, sin puertas, nada más con unos socavones abiertos y un techo resquebrajado por donde se colaba el aire como un cedazo.

“-¿Dónde está la fonda?

“-No hay ninguna fonda.

“-¿Y el mesón?

“-No hay ningún mesón

“-¿Viste a alguien? ¿Vive alguien aquí? -le pregunté.

“-Sí, allí enfrente… unas mujeres… Las sigo viendo. Mira, allí tras las rendijas de esa puerta veo brillar los ojos que nos miran… Han estado asomándose para acá… Míralas. Veo las bolas brillantes de su ojos… Pero no tienen qué darnos de comer. Me dijeron sin sacar la cabeza que en este pueblo no había de comer… Entonces entré aquí a rezar, a pedirle a Dios por nosotros.

“-¿Porqué no regresaste allí? Te estuvimos esperando.

“-Entré aquí a rezar. No he terminado todavía.

“-¿Qué país es éste, Agripina?

“ Y ella volvió a alzarse de hombros.

“Aquella noche nos acomodamos para dormir en un rincón de la iglesia, detrás del altar desmantelado. Hasta allí llegaba el viento, aunque un poco menos fuerte. Lo estuvimos oyendo pasar encima de nosotros, con sus largos aullidos; lo estuvimos oyendo entrar y salir de los huecos socavones de las puertas; golpeando con sus manos de aire las cruces del viacrucis: unas cruces grandes y duras hechas con palo de mezquite que colgaban de las paredes a todo lo largo de la iglesia, amarradas con alambres que rechinaban a cada sacudida del viento como si fuera un rechinar de dientes.

“Los niños lloraban porque no los dejaba dormir el miedo. Y mi mujer, tratando de retenerlos a todos entre sus brazos. Abrazando su manojo de hijos. Y yo allí, sin saber qué hacer.

“Poco después del amanecer se calmó el viento. Después regresó. Pero hubo un momento en esa madrugada en que todo se quedó tranquilo, como si el cielo se hubiera juntado con la tierra, aplastando los ruidos con su peso… Se oía la respiración de los niños ya descansada. Oía el resuello de mi mujer ahí a mi lado:

“-¿Qué es? -me dijo.

“-¿Qué es qué? -le pregunté.

“-Eso, el ruido ese.

“-Es el silencio. Duérmete. Descansa, aunque sea un poquito, que ya va a amanecer.

“Pero al rato oí yo también. Era como un aletear de murciélagos en la oscuridad, muy cerca de nosotros. De murciélagos de grandes alas que rozaban el suelo. Me levanté y se oyó el aletear más fuerte, como si la parvada de murciélagos se hubiera espantado y volara hacia los agujeros de las puertas. Entonces caminé de puntillas hacia allá, sintiendo delante de mí aquel murmullo sordo. Me detuve en la puerta y las vi. Vi a todas las mujeres de Luvina con su cántaro al hombro, con el rebozo colgado de su cabeza y sus figuras negras sobre el negro fondo de la noche.

“-¿Qué quieren? -les pregunté-. ¿Qué buscan a estas horas?

“ Una de ellas respondió:

“-Vamos por agua.

“Las vi paradas frente a mí, mirándome. Luego, como si fueran sombras, echaron a caminar calle abajo con sus negros cántaros.

“ No, no se me olvidará jamás esa primera noche que pasé en Luvina.

“…¿No cree usted que esto se merece otro trago? Aunque sea nomás para que se me quite el mal sabor del recuerdo.”

-Me parece que usted me preguntó cuántos años estuve en Luvina, ¿verdad…? La verdad es que no lo sé. Perdí la noción del tiempo desde que las fiebres me lo enrevesaron; pero debió haber sido una eternidad… Y es que allá el tiempo es muy largo. Nadie lleva la cuenta de las horas ni a nadie le preocupa cómo van amontonándose los años. Los días comienzan y se acaban. Luego viene la noche. Solamente el día y la noche hasta el día de la muerte, que para ellos es una esperanza.

“Usted ha de pensar que le estoy dando vueltas a una misma idea. Y así es, sí señor… Estar sentado en el umbral de la puerta, mirando la salida y la puesta del sol, subiendo y bajando la cabeza, hasta que acaban aflojándose los resortes y entonces todo se queda quieto, sin tiempo, como si viviera siempre en la eternidad. Esto hacen allí los viejos.

“Porque en Luvina sólo viven los puros viejos y los que todavía no han nacido, como quien dice… Y mujeres sin fuerzas, casi trabadas de tan flacas. Los niños que han nacido allí se han ido… Apenas les clarea el alba y ya son hombres. Como quien dice, pegan el brinco del pecho de la madre al azadón y desaparecen de Luvina. Así es allí la cosa.

“Sólo quedan los puros viejos y las mujeres solas, o con un marido que anda donde sólo Dios sabe dónde… Vienen de vez en cuando como las tormentas de que les hablaba; se oye un murmullo en todo el pueblo cuando regresan y uno como gruñido cuando se van… Dejan el costal de bastimento para los viejos y plantan otro hijo en el vientre de sus mujeres, y ya nadie vuelve a saber de ellos hasta el año siguiente, y a veces nunca… Es la costumbre. Allí le dicen la ley, pero es lo mismo. Los hijos se pasan la vida trabajando para los padres como ellos trabajaron para los suyos y como quién sabe cuántos atrás de ellos cumplieron con su ley…

“Mientras tanto, los viejos aguardan por ellos y por el día de la muerte, sentados en sus puertas, con los brazos caídos, movidos sólo por esa gracia que es la gratitud del hijo… Solos, en aquella soledad de Luvina.

“Un día traté de convencerlos de que se fueran a otro lugar, donde la tierra fuera buena. ‘¡Vámonos de aquí! -les dije-. No faltará modo de acomodarnos en alguna parte. El gobierno nos ayudará.’

“Ellos me oyeron, sin parpadear, mirándome desde el fondo de sus ojos, de los que sólo se asomaba una lucecita allá muy adentro.

“-¿Dices que el gobierno nos ayudará, profesor? ¿Tú no conoces al gobierno?

“Les dije que sí.

“-También nosotros lo conocemos. Da esa casualidad. De lo que no sabemos nada es de la madre de gobierno.

“Yo les dije que era la Patria. Ellos movieron la cabeza diciendo que no. Y se rieron. Fue la única vez que he visto reír a la gente de Luvina. Pelaron sus dientes molenques y me dijeron que no, que el gobierno no tenía madre.

“Y tienen razón, ¿sabe usted? El señor ese sólo se acuerda de ellos cuando alguno de los muchachos ha hecho alguna fechoría acá abajo. Entonces manda por él hasta Luvina y se lo matan. De ahí en más no saben si existe.

“-Tú nos quieres decir que dejemos Luvina porque, según tú, ya estuvo bueno de aguantar hambres sin necesidad -me dijeron-. Pero si nosotros nos vamos, ¿quién se llevará a nuestros muertos? Ellos viven aquí y no podemos dejarlos solos.

“Y allá siguen. Usted los verá ahora que vaya. Mascando bagazos de mezquite seco y tragándose su propia saliva para engañar el hambre. Los mirará pasar como sombras, repegados al muro de las casas, casi arrastrados por el viento.

“-¿No oyen ese viento? -les acabé por decir-. Él acabará con ustedes.

“-Dura lo que debe de durar. Es el mandato de Dios -me contestaron-. Malo cuando deja de hacer aire. Cuando eso sucede, el sol se arrima mucho a Luvina y nos chupa la sangre y la poca agua que tenemos en el pellejo. El aire hace que el sol se esté allá arriba. Así es mejor.

“Ya no les volví a decir nada. Me salí de Luvina y no he vuelto ni pienso regresar.

“…Pero mire las maromas que da el mundo. Usted va para allá ahora, dentro de pocas horas. Tal vez ya se cumplieron quince años que me dijeron a mí lo mismo: ‘Usted va a ir a San Juan Luvina.’ En esa época tenía yo mis fuerzas. Estaba cargado de ideas… Usted sabe que a todos nosotros nos infunden ideas. Y uno va con esa plasta encima para plasmarla en todas partes. Pero en Luvina no cuajó eso. Hice el experimento y se deshizo…

“San Juan Luvina. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades. Y eso acaba con uno. Míreme a mí. Conmigo acabó. Usted que va para allá comprenderá pronto lo que le digo..

“¿Qué opina usted si le pedimos a este señor que nos matice unos mezcalitos? Con la cerveza se levanta uno a cada rato y eso interrumpe mucho la plática. ¡Oye, Camilo, mándanos ahora unos mezcales!

“Pues sí, como le estaba yo diciendo…”

Pero no dijo nada. Se quedó mirando un punto fijo sobre la mesa donde los comejenes ya sin sus alas rondaban como gusanitos desnudos.

Afuera seguía oyéndose cómo avanzaba la noche. El chapoteo del río contra los troncos de los camichines. El griterío ya muy lejano de los niños. Por el pequeño cielo de la puerta se asomaban las estrellas.

El hombre que miraba a los comejenes se recostó sobre la mesa y se quedó dormido.



El llano en llamas (1953), edic. Carlos Blanco Aguinaga, Madrid, Cátedra, 1993, págs. 119-128.

Juan Rulfo (México, 1917-1986)
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Relato de John Collier: El cazador


El escritor inglés John Collier (1901-1980) comenzó escribiendo poesía, pero más tarde abandonó su país natal y se asentó en Hollywood, donde trabajó como guionista para películas y programas televisivos.


Lector compulsivo desde muy pequeño, tuvo en Jonathan Swift a un maestro. Durante mucho tiempo llevó una vida diletante, vagabundeando por aquí y allá.

Poco a poco fue abriéndose paso como autor de cuentos, que vende a revistas literarias.



Hoy os damos uno de sus cuentos de terror: El cazador.

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Relato de terror John Collier: El cazador (o Una pócima para el amor)
Alan Austen, nervioso como un gato, subió cierta oscura y crujiente escalera en las inmediaciones de Pell Street y escudriñó un momento en el sombrío rellano, antes de localizar el nombre que buscaba, escrito confusamente sobre una de las puertas.

Empujó esa puerta, como se le había indicado, y se encontró en una pequeña estancia, en la que no había más mobiliario que una sencilla mesa de cocina, una mecedora y una silla corriente. En una de las sucias paredes color gris había un par de anaqueles que contenía en total, quizás, una docena de botellas y tarros.

Un hombre viejo estaba sentado en la mecedora, leyendo un periódico. Alan, sin palabras, le entregó la tarjeta que le habían dado.

–Siéntese, señor Austen –indicó el viejo con gran cortesía–. Tengo mucho gusto en conocerlo.

–¿Es verdad que posee usted cierta mixtura de… hum… unos efectos muy extraordinarios?

–Mi querido señor –contestó el anciano–, mis existencias de ese género no son muy amplias, pero no dejan de ser variadas. No trabajo compuestos comunes… Creo que nada de lo que vendo tiene efectos que puedan ser descritos, precisamente, como corrientes.

–Bien, el hecho es… –empezó Alan.

–Por ejemplo –le interrumpió el viejo, tomando una botella del anaquel–, aquí está un líquido incoloro como el agua, casi insípido, completamente imperceptible si se disuelve en café, vino o cualquier otra bebida. Pasaría también totalmente inadvertido en cualquier método usual de autopsia.

–¿Quiere decir que se trata de un veneno? –exclamó Alan horrorizado.

–Llámelo detergente, si le place –continuó el viejo con indiferencia–. Quizá sirva para limpiar guantes. Jamás lo he intentado. Se podría llamar detergente de vidas. Las vidas necesitan limpieza a veces.

–No deseo nada de esa clase –precisó Alan.

–Probablemente algo parecido –manifestó el anciano–. ¿Sabe el precio? Por una cucharadita de té, que es suficiente, pido cinco mil dólares. Nunca menos. Ni un centavo menos.

–Espero que no todos sus productos sean tan caros –dijo Alan, aprensivamente.

–¡Oh, no! –exclamó el viejo–. No sería justo poner ese precio a una poción de amor, por ejemplo. Los jóvenes que necesitan una poción de amor, muy raramente tienen cinco mil dólares. De otro modo no la necesitarían.

–Me complace oír eso –dijo Alan.

–Mi opinión es ésta –explicó el viejo–; complazca a un cliente con un artículo y volverá cada vez que necesite otro. Aunque sea más costoso. Ahorrará para ello, si es preciso.

–¿De manera que vende realmente pociones de amor? –preguntó Alan.

–Si no vendiese pociones de amor –afirmó el anciano, tomando otro frasco–, no le habría mencionado el otro asunto. Únicamente cuando se tiene oportunidad de prestar un servicio, se puede ser tan confidencial.

–Y esas pociones –continuó– no son precisamente… hum…

–En absoluto –exclamó el viejo–. Sus efectos son permanentes y se prolongan mucho más allá del mero impulso casual. Pero lo incluyen. ¡Ya lo creo que lo incluyen! Generosa, insistentemente, eternamente.

–¡Dios mío! –murmuró Alan, que intentó dar otro matiz a sus palabras–. ¡Qué interesante!

–Además, considere el aspecto espiritual –prosiguió el viejo.

–No dejo de hacerlo –aseguró Alan.

–A la indiferencia –explicó el anciano– sustituye la devoción. Al desdén, la adoración. Dé una pequeña cantidad de esto a una muchacha. El sabor es imperceptible en zumo de naranja, sopa o cócteles. Y, por alegre e inconstante que sea, cambiará por completo. No deseará nada más que la soledad y a usted.

–Apenas puedo creerlo –admitió Alan–. Es tan aficionada a las reuniones…

–Ya no le agradarán más –aseguró el viejo–. Sentirá temor de las muchachas bonitas que pueda conocer.

–¿Tendrá verdaderos celos? –saltó Alan en un rapto de entusiasmo–. ¿De mí?

–Sí, deseará ser todo para usted.

–Ya lo es. Pero eso no le preocupa.

–Lo hará cuando tome esto. Se preocupará intensamente. Usted será su único interés en la vida.

–¡Maravilloso! –gritó Alan.

–Deseará saber todo lo que haga –continuó el viejo–. Todo cuanto le ha sucedido durante el día. Cada palabra. Querrá conocer lo que está pensando, por qué sonríe súbitamente, por qué parece triste.

–¡Eso es amor! –gritó Alan.

–Sí –asintió el anciano–. ¡Con qué cariño le cuidará! Nunca permitirá que se fatigue, que se siente en una corriente de aire, que descuide su alimentación. Si se retrasa usted una hora, estará aterrada. Pensará que le han matado o que alguna sirena le ha atrapado.

–¡Apenas puedo imaginar a Diana así! –exclamó Alan, abrumado de alegría.

–No tendrá usted que emplear su imaginación –aseguró el anciano–. Y, a propósito, ya que siempre existen sirenas, si por cualquier casualidad usted necesitara más tarde una pequeña escapada, no necesita preocuparse… Ella terminará por perdonarle. Por supuesto, quedará terriblemente afectada, pero al final le perdonará.

–Eso no sucederá –afirmó Alan fervientemente.

–Desde luego que no –dijo el viejo–. No obstante, si sucediese, no necesita preocuparse. Jamás se divorciará de usted. Y, naturalmente, nunca le dará el menor, el más pequeño motivo de… disgusto.

–¿Y cuánto vale esa maravillosa mixtura? –preguntó Alan.

–No es tan cara –informó el viejo–, como el detergente de vidas, como a veces lo llamo. No. Ese vale cinco mil dólares, ni un centavo menos. Hay que ser más viejo que usted para permitirse ese lujo. Hace falta ahorrar para ello.

–Pero ¿y la poción de amor? –imploró Alan.

–¡Oh! –exclamó el viejo abriendo un cajón de la mesa de cocina para sacar un frasquito, de aspecto más bien sucio–. Esto vale sólo un dólar.

–No puedo expresarle mi reconocimiento –afirmó Alan, observando cómo lo llenaba.

–Me agrada prestar un servicio –explicó el anciano–. Los clientes vuelven más tarde cuando están mejor situados en la vida y desean cosas más caras. Aquí lo tiene. Lo encontrará muy efectivo.

–Gracias de nuevo –dijo Alan–. Adiós.

–Hasta la vista –respondió el viejo.
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Relato corto de Somerset Maugham: El poeta


Hacía mucho tiempo que no leía a William Somerset Maughan. En su momento leí muchos de sus libros (cuentos y novelas), y siempre con sumo placer. El mismo placer con el que leo este cuento, “El poeta”, que pese a su carencia de acción nos atrapa desde la primera línea, cuando el personaje narrador confiesa: “No siento gran interés por la gente célebre, y no puedo soportar a esas personas que tienen la pasión de codearse con las grandes figuras”.


El tema del cuento, como ocurriera en El talento, de Antón Chéjov, es la fascinación por los artistas (o la presunta fascinación, en este caso). Escribo “presunta” porque, mientras leemos la narración de Maughan, evidenciamos algunas contradicciones en el discurso del narrador. Y hasta ahí puedo contar…
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William Somerset Maughan (1874-1965) fue un escritor de muchísimo éxito, hasta el punto de que se dice era el mejor pagado de su época. Algunas de sus novelas más renombradas son Servidumbre humana o Al filo de la navaja.





EL POETA, un relato corto de Saumerset Maughan
No siento gran interés por la gente célebre, y no puedo soportar a esas personas que tienen la pasión de codearse con las grandes figuras.

Cuando alguien me propone presentarme a una persona que se distingue de sus semejantes, ya sea por su categoría social o por sus proezas, trato por todos los medios de buscar una excusa aceptable que me permita evitar el honor del encuentro. Por lo tanto, cuando mi amigo Diego Torre dijo que iba a presentarme al señor de Santa Ana rehusé inmediatamente.

Este señor de Santa Ana no era sólo un renombrado poeta, sino también una figura romántica y, a pesar de todo, me hubiese gustado saber cómo sería en la pobreza un hombre cuyas aventuras, por lo menos en España, eran legendarias. Pero supe al mismo tiempo que era ya un anciano y que estaba enfermo, y no pude menos de pensar que hubiese sido para mí una molestia tener que encontrarme con un desconocido y extranjero a la vez.

Calixto de Santa Ana, que así se llamaba, era el último descendiente de una familia de grandes personajes, y en un mundo repudiado por Byron había llevado una vida completamente byroniana, narrando las aventuras de su azarosa existencia en una serie de poemas que le habían hecho famoso, pero que sus contemporáneos ignoraban por completo.

No me considero capaz de juzgar el valor que puedan haber tenido, pues los leí por primera vez cuando contaba veintitrés años. Entonces me sedujeron; denotaban pasión, altiva arrogancia y estaban llenos de vida. Me entusiasmaron, y aun hoy no puedo leerlos sin sentirme emocionado, ya que sus estrofas traen a mi memoria los más queridos momentos de mi juventud.

Me inclino a creer que Calixto de Santa Ana merece en sumo grado la reputación que goza entre la gente de habla hispánica. En aquel tiempo, toda la juventud tenía sus versos en los labios, y mis amigos no cesaban de hablarme de sus modales, de sus apasionados discursos –además de poeta era también político–, de su agudo ingenio y de sus amoríos.

Era un rebelde, y a veces también un bravo bandolero, pero, por encima de todo, era un fogoso amante.

Todos conocíamos la pasión que demostraba por tal o cual artista o cantante de renombre, pues habíamos leído hasta saberlos de memoria los encendidos sonetos en que describía su vehemente amor, sus angustias o sus odios. Sabíamos también que una aristócrata, descendiente de una orgullosa familia, habiendo cedido a sus ruegos, tomó despechada los hábitos cuando él dejó de amarla. Aplaudimos el romántico rasgo de la dama, ya que realzándola a ella halagábamos a nuestro poeta.

Pero todo esto sucedió hace muchos años, y durante un cuarto de siglo don Calixto se retiró desdeñosamente del mundo, que ya nada podía brindarle, viviendo solitariamente en Écija, su pueblo natal.

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Hacía dos semanas que me encontraba en Sevilla, y cuando di a conocer mi intención de trasladarme allí, no por interés de conocerle, sino porque se trata de un pueblecito andaluz muy simpático y al que me unen gratos recuerdos, don Diego Torre se ofreció a darme una carta de presentación.

Parecía ser que don Calixto se dignaba algunas veces recibir la visita de los hombres de letras de la joven generación, con quienes conversaba imprimiendo tal fuego a sus palabras que electrizaba a sus oyentes, lo mismo que había hecho con sus poemas en la primavera de su vida.

–¿Y cómo está ahora? –pregunté.

–Espléndidamente.

–¿Tiene usted algún retrato suyo?

–Me gustaría tenerlo, pero se ha negado a dejarse retratar desde hace más de treinta y cinco años, alegando que no quiere que la posteridad lo conozca sino de joven.

Debo confesar que esta extraña forma de vanidad me conmovió. Se sabía que en su juventud había sido un hombre muy esbelto, y en una estrofa, escrita cuando comprendió que se desvanecería su aspecto juvenil, revelaba con qué amarga e irónica angustia contemplaba cómo esa gallardía que había sido la admiración de todos iba desapareciendo.

Sin embargo, rechacé la carta de presentación que me ofrecía mi amigo, contentándome con releer el poema que me era tan conocido. Por otra parte, prefería vagar por las silenciosas y soleadas calles de Écija en completa libertad.

Por esta razón, me sentí asombrado cuando la tarde de mi llegada al pueblo recibí una nota del mismo poeta. Don Diego le había escrito informándole de mi visita a Écija. Me hacía saber que le sería muy grato recibirme a la mañana siguiente, a eso de las once, si tal hora me convenía.

En estas circunstancias no me quedaba otro remedio que ir a su casa en el día y a la hora sugeridos. Mi hotel daba a la plaza del pueblo, que en aquella mañana primaveral se hallaba muy animada. Pero tan pronto como me alejé de ella me pareció transitar por una ciudad casi desierta. No se veía ni un alma por las tortuosas y angostas calles, excepto alguna dama que regresaba de la iglesia.

Écija es, por excelencia, el pueblo de las iglesias, y no hay que alejarse mucho para ver alguna fachada derruida o la torre de algún templo donde anidan las palomas. En cierta ocasión me detuve para contemplar una fila de burros cubiertos con mantas descoloridas y cargados con unas cestas cuyo contenido no pude llegar a ver.

Pero Écija había sido en un tiempo lugar importante, y muchas de sus blancas casas lucen aún sobre las puertas de entrada imponentes escudos, pues a este lugar afluían las riquezas del Nuevo Mundo, y los aventureros que habían hecho fortuna en las Américas pasaban allí sus últimos años.

En una de esas casas vivía don Calixto. Mientras esperaba ante la enrejada puerta de entrada, después de haber tocado la campanilla, pensé con satisfacción que vivía en una casa en consonancia con su modo de ser. Había cierta grandeza en aquella entrada, que concordaba con la idea que me había formado del poeta.

Aunque sentí claramente el sonido de la campanilla cuando llamé, nadie acudió, por lo que me vi obligado a llamar varias veces más.

Por fin, una vieja se presentó.

–¿Qué desea, señor? –me preguntó. Tenía unos hermosos ojos negros, pero su mirada era hosca. Suponiendo que era el ama de llaves, le entregué mi tarjeta.

–Tengo una cita con el señor de la casa –le dije.

En el patio se notaba una agradable frescura. Era proporcionado, de lo cual se deducía que seguramente había sido construido por algún discípulo de los conquistadores. Los mosaicos estaban rotos, y en algunos lugares el revoque se había desprendido, dejando unas grandes manchas. Todo denotaba pobreza, pero también limpieza y dignidad.

Yo sabía ya que don Calixto era pobre. Había ganado dinero con facilidad, pero no habiéndole dado importancia lo había gastado sin miramientos. Era evidente que vivía en una penuria que desdeñaba tomar en consideración.

En el centro del patio había una mesa y dos sillones, y sobre aquélla varios periódicos de quince días atrás. Me pregunté qué sueños cruzarían por su mente cuando se sentaba allí a fumar un cigarrillo en las calurosas noches de verano.

De las paredes pendían varios cuadros típicamente españoles, algunos de ellos ennegrecidos y francamente feos, y aquí y allá unos bargueños sobre los cuales se veían algunas remendadas estatuas de barro. De una puerta colgaban dos pistolas, y pensé que tal vez hubieran sido utilizadas en el duelo celebrado a causa de la bailarina Pepa Montañez –la cual supongo que es ahora una bruja desdentada y vieja–, en el que había matado al duque de Dos Hermanas.

Este escenario, con las vagas reminiscencias que traía a la memoria, cuadraba tan perfectamente con el ambiente y la manera de ser del poeta que quedé completamente subyugado por el lugar.

Su noble indigencia le rodeaba de una aureola de gloria tan grande como la misma grandeza de su juventud. Se notaba que él también tenía el alma de los viejos conquistadores, y era decoroso que terminara sus días en aquella arruinada y magnífica casa.

Pensé que ésta era la forma en que debía vivir y morir un poeta de su talla.

Me sentía bastante sereno, aunque a la vez un poco enfadado ante la perspectiva de enfrentarme con él. Comencé a ponerme nervioso, y encendí un cigarrillo. Había llegado puntualmente, y me preguntaba cuál podía ser el motivo del retraso del viejo poeta. El silencio que reinaba por doquier era ciertamente molesto.

Fantasmas del pasado parecían cruzar el patio, mientras una época lejana surgía ante mis ojos. Los hombres de entonces poseían un espíritu aventurero y audaz que casi ha desaparecido hoy. No somos capaces de emular sus hazañas temerarias ni sus teatrales proezas.

Sentí un leve ruido, y mi corazón comenzó a latir con fuerza. Cuando al fin lo vi bajar lentamente la escalera, contuve la respiración. Llevaba en la mano mi tarjeta. Era un hombre viejo, alto y excesivamente delgado; su apergaminado rostro tenía el color del marfil antiguo; su cabello era blanco y abundante, pero sus frondosas cejas conservaban aún su color negro, lo que contribuía a que fuese más lúgubre el resplandor de sus grandes ojos. Era extraño ver que a su edad sus enormes ojos negros conservaban aún todo su brillo. Su nariz era aguileña y más bien pequeña su boca. No apartaba sus ojos de mí mientras se acercaba, y se notaba en su mirada que se formaba un juicio sobre mi persona.

Vestía un traje negro, y en la mano llevaba su sombrero de ala ancha. Su porte denotaba dignidad y firmeza. Era tal como me lo había imaginado, y mientras lo observaba comprendí perfectamente por qué había influido en el ánimo de sus semejantes y se hacía adueñado de sus corazones. Era un poeta en todo el sentido de la palabra.

Llegó al patio y se dirigió lentamente hacia mí. Tenía, en verdad, unos ojos de águila. Sentí una emoción incontenible viendo ante mí al heredero de los grandes poetas de España: el inmortal Herrera, el tan recordado y patético Fray Luis, el místico san Juan de la Cruz y el avinagrado y oscuro Góngora, de gran renombre…

Era el único superviviente de ese linaje de grandes hombres y un digno representante de ellos. En mi corazón resonaban las bellas y tiernas canciones que habían hecho tan famoso el lirismo de don Calixto. Cuando estuvo ante mí me turbé y pronuncié la frase que había preparado y con la cual pensaba saludarle

–Conceptúo como un alto honor, maestro, que un extranjero como yo haya podido trabar conocimiento con un poeta de su fama.

Pude ver en sus penetrantes ojos cuánto le divertía la ocurrencia. Una leve sonrisa se dibujó un instante en sus austeros labios.

–Disculpe, señor. No soy poeta; soy un simple comerciante. Se ha confundido usted. Don Calixto vive al lado.

¡Me había equivocado de casa!

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Relato corto de Medardo Fraile: Una camisa


Medardo Fraile (1925-2013), uno de los grandes escritores españoles, nos ofrece un cuento de iniciación a la vida, “Una camisa” que narra con un lenguaje poético de gran calidad la circunstancia de Fermín Ulía, un joven y pobre pescador que “no había hecho nunca el viaje del amor, que dicen insondable y misterioso”.


En un viaje a Dover, el pescador (o marinero, también así citado en la historia) conoce a Maureen, con la que vive una aventura durante un día. Durante esa jornada ella le compra una camisa, que tendrá una fuerte carga simbólica y dramática al final de la narración.

“Una camisa” es uno de los cuentos incluidos en el libro de Medardo Fraile Cuentos de verdad, publicado en 1964.





Relato de Medardo Fraile: Una camisa
Fermín Ulía, pobre y todo —desde su barrio pobre— había recorrido ya, si no los siete mares, al menos dos o tres. Es que su barrio estaba en cuesta y entre las ventanas de las casas la ropa iba secándose en drizas débiles que habían cambiado la vela por la camisa y el pañal. Es que en su barrio había trajín al alba y se rompían los amaneceres con farolillos. Es que Fermín era pescador. Iba, a diario, a esa gran fábrica de aceite de hígado de bacalao: al mar; a esa gran fábrica de fósforo.

Los mares le habían visto sobre dos mil quinientas toneladas y sobre embarcaciones pequeñas, chinchorros y barcos por el estilo. Pero Fermín Ulía, viajero de lo insondable, de lo misterioso, no sabía nada de amor. El amor se encontraba yendo por una calle. Le movían corazones de tinta que se adueñaban de los brazos como un salpullido. Era un amor a barlovento, con labios de pez y alma de serrín. Limitaba con el deseo, por un lado, y por otro, con una frase de humor tatuada en el pecho: “La maté porque era mía”. También estaba el amor en la charla de los pescadores bogando hacia la cala. Un amor pendejo y húmedo, como un aperitivo con chistes. Fermín Ulía no había hecho nunca el viaje del amor, que dicen insondable y misterioso. Se devanaba el ánimo y los sesos por iniciarlo con una de esas mozas que, en los puertos, van buscándole la sal a la vida. Y un buen día, estando en éstas y otras, un azar del destino le llevó a Dover por la manga de Francia. De esta manga se sacó Fermín una camisa escocesa, un destino tronchado maravillosamente y una mujer rubia.

Es verdad que el marinero llegó a Dover con la temperatura adecuada, en el hombre, para las grandes pescas. Dentro del buque, dos botellas de aguardiente vacías atestiguaban el algodón echado, en el viaje, a la nostalgia. Pero, de todas formas, la presencia de aquella muchacha en el puerto bastaba para agrandar las letras de Dover en el mapa rosa de Inglaterra. Una pared embreada, al fondo, hacía que su cuerpo y su pelo rubio resaltasen como en un cartelón de propaganda cinematográfica. Era rubia de las de verdad; rubia del norte, y tenía, además, tan buenos picos como la Rosa de los Vientos, aunque, naturalmente, treinta menos. Su nombre era Maureen; se llamaba Mari, María, como una dulce muchacha cualquiera. Cuando Fermín bajó del barco y la miró, creyó que estaba ante las luces del vapor-correo. La estuvo mirando tres minutos; dos de ellos los dedicó a la nariz. La nariz era respingona y le ponía en la expresión un falso resfriado lleno de gracia sin complicaciones. Sonrieron los dos, al mirarse. Era inútil hablar; no se entenderían con palabras. Con miradas sí. Se rieron, de pronto. El marinero enseñó a la muchacha, bajo el casacón de agua, una botella de coñac. Iba a cambiarla por algo típico en un almacén del puerto. Se marcharon juntos, cogidos por los ojos, respondiendo a una mímica elemental con la sonrisa.

Se metieron en los Modernos Almacenes, que eran antiguos y olían a costumbres y modas de otros años. Las dependientas añoraban finuras pasadas y solo esperaban para morir que les clavaran la espina de un rosal. Fermín y María, detrás de un maniquí con paraguas, se dieron el primer beso. Ella tenía los labios tan sabrosos como la anchoa de malla. Pasearon por los almacenes y a Mari le gustó, para él, una camisa escocesa de colores suaves. El marinero, con un guiño significativo, mostró una botella a la dependienta. Mari trataba de impedir que la cambiase. Sacó unas monedas. ¡Ah, vamos! Fermín Ulía lo comprendió. Vaciaron juntos la botella de coñac en un cuarto pequeño con paredes azules. Él se puso en el cuarto la camisa de colores suaves. Tenía, justamente, los colores de una jibia en celo.

Dover se quedó atrás con la muchacha rubia. Fermín volvió a su barrio de pescadores. Iba a la pesca todos los días con la camisa escocesa de marinero. Le ahogaba el recuerdo de su amor cuando bajaba la marea. En sueños veía a Mari entre marsopas voraces. Se despertaba con angustia. El recuerdo, abarloado para siempre a la muchacha, le hacía salir al chicharro y al verdel como el que lleva intención de hacer novillos. Estaba pensando, de codos en el carel del barco, y se veía que una ola —la más pequeña— podría llevárselo en cualquier momento.

Pero lo curioso fue lo que pasó aquella madrugada en que el marinero y su camisa no fueron juntos a pescar. La noche estaba suave, con regazos enormes, casi gelatinosa, y el mar, como un suspiro de muchacho. La camisa, con el gris y el violeta, el amarillo y el rosa recién lavados, había quedado colgada de una cuerda, secándose. El pescador —con sus pensamientos— iba camino de la cala. A eso de las cuatro, sin viento alrededor, la camisa comenzó a moverse. Se agitaba con la angustia de su vacío, como queriendo romper las ligaduras que le apretaban los hombros. Las mangas, retorcidas, subían y bajaban con el soplo de un invisible llanto de tragedia. Se juntaban a veces por los puños, se abrían en cruz. Y el cuerpo, prendido a los hombros, giraba convulso y se doblaba una y otra vez en una misteriosa corriente de tortura. Luego se quedó rígida, extenuada, como un palo; con las mangas señalando al suelo.

Fermín Ulía murió ahogado en el mar, a eso de las cuatro, aquella misma noche.
https://escribirycorregir.com/relato-corto-de-medardo-fraile-una-camisa/
 
Estimado @Serendi , me encanta este hilo, y con tu permiso paso a hacerte una consulta y te ruego perdones mi atrevimiento, al tiempo que mi ignorancia pues no se como se procede en estos casos. Lo que me ha ocurrido es lo siguiente:
Efectuando unas reparaciones en el viejo desván del antiguo caserón que habito, perdido en un rincón y cubierto de una espesa capa de polvo acumulada por los años, encontré los restos de un viejísimo y destartalado Baúl provisto de abundantes remaches y aldabas, las cuales pude al fin, tras considerable esfuerzo, liberar de su anclaje y acceder al interior.-

Cual seria mi decepción, al tiempo que mi sorpresa al no encontrar ningún tesoro, ni cosa que consideré de valor a primera vista, pues solo contenía un montón de pergaminos lacrados y algunas cartas dirigidas desde las entonces Colonias a mi cuarto Abuelo- Padre de mi Tatarabuelo-, hombre que era muy aficionado a las averiguaciones Arqueológicas y amante, según me han contado de cuestiones esotéricas.-

Uno de esos pergaminos remitidos a el por un escritor apócrifo, narra una extraña historia relacionada con una Fortaleza no menos extraña próxima al Camino de Santiago, y la no menos extraña muerte de un campesino de la zona por la que mi antepasado se interesaba.-

Y eso es todo. Te consulto debido a que no se si debo poner aquí ese relato, o bien al carecer de Autor reconocido pueda darse el caso que algún heredero reclame derechos o ponga obstáculos al hacerlo público en tu hilo.-

Quedo entretanto a la espera de tus noticias.-
Un cordial salúdo de Franfei.-
 
Estimado @Serendi , me encanta este hilo, y con tu permiso paso a hacerte una consulta y te ruego perdones mi atrevimiento, al tiempo que mi ignorancia pues no se como se procede en estos casos. Lo que me ha ocurrido es lo siguiente:
Efectuando unas reparaciones en el viejo desván del antiguo caserón que habito, perdido en un rincón y cubierto de una espesa capa de polvo acumulada por los años, encontré los restos de un viejísimo y destartalado Baúl provisto de abundantes remaches y aldabas, las cuales pude al fin, tras considerable esfuerzo, liberar de su anclaje y acceder al interior.-

Cual seria mi decepción, al tiempo que mi sorpresa al no encontrar ningún tesoro, ni cosa que consideré de valor a primera vista, pues solo contenía un montón de pergaminos lacrados y algunas cartas dirigidas desde las entonces Colonias a mi cuarto Abuelo- Padre de mi Tatarabuelo-, hombre que era muy aficionado a las averiguaciones Arqueológicas y amante, según me han contado de cuestiones esotéricas.-

Uno de esos pergaminos remitidos a el por un escritor apócrifo, narra una extraña historia relacionada con una Fortaleza no menos extraña próxima al Camino de Santiago, y la no menos extraña muerte de un campesino de la zona por la que mi antepasado se interesaba.-

Y eso es todo. Te consulto debido a que no se si debo poner aquí ese relato, o bien al carecer de Autor reconocido pueda darse el caso que algún heredero reclame derechos o ponga obstáculos al hacerlo público en tu hilo.-

Quedo entretanto a la espera de tus noticias.-
Un cordial salúdo de Franfei.-
Hola @franfei , lo has narrado todo en modo cinematográfico me ha gustado mucho.
Lo de los desvanes es muy gótico. En mi infancia me imponía respeto el altillo de mi casa, con sus muebles cubiertos por raídas sábanas, la semioscuridad del aposento y el silencio atronador de la estancia; así como sombras huidizas que solo percibía por el "rabillo del ojo". Procuraba no subir mucho y si lo hacía y a ser posible, siempre acompañado.
Respecto a tu consulta de subirlo a este Hilo, que se honra con tu visita vaya por delante; pues no se que decirte "paisano", el sentido común en base a reclamación de posibles derechos literarios por teóricos sucesores, imposible saber quiénes a lo que se ve, haría conveniente que evacuaras consulta, sobre el particular, a SuperCotilla o a Linnet, que ellas por supuesto sabrán lo mejor ya que manejan este tipo de cuestiones, con soltura y en base a su experiencia, que de términos legales al respecto poco se.
Un saludo cordial, amigo Franfei,
Serendi
 
Hola @franfei , lo has narrado todo en modo cinematográfico me ha gustado mucho.
Lo de los desvanes es muy gótico. En mi infancia me imponía respeto el altillo de mi casa, con sus muebles cubiertos por raídas sábanas, la semioscuridad del aposento y el silencio atronador de la estancia; así como sombras huidizas que solo percibía por el "rabillo del ojo". Procuraba no subir mucho y si lo hacía y a ser posible, siempre acompañado.
Respecto a tu consulta de subirlo a este Hilo, que se honra con tu visita vaya por delante; pues no se que decirte "paisano", el sentido común en base a reclamación de posibles derechos literarios por teóricos sucesores, imposible saber quiénes a lo que se ve, haría conveniente que evacuaras consulta, sobre el particular, a SuperCotilla o a Linnet, que ellas por supuesto sabrán lo mejor ya que manejan este tipo de cuestiones, con soltura y en base a su experiencia, que de términos legales al respecto poco se.
Un saludo cordial, amigo Franfei,
Serendi
Muchisimas gracias Amigo @Serendi , por tener la paciencia y atención que no merezco orientandome sobre el curso que debo dar a la historia relatada en ese pergamino que ahora es de mi propiedad; muchas gracias, y de todas formas transcurridos 200 años años´no creo que los derechos sigan activos, jajajaja.-
Respecto al miedo paso a contarte una historia verídica vivida por mí, ya que citas el asunto de los desvanes, yo al contrario que tu, siempre los visito solo, quiero vivir el momento.-
Es Esta.-

.- Hace ya muchos años, aquí en Asturias, pretendían cambiar una normativa carcelaria-creo recordar-, para dar mas seguridad a los transeúntes y que estos pudiesen deambular a su libre albedrío a deshora por cualquier vericueto de las estrechas calles empedradas y dotadas de soportales que forman parte del Casco Antiguo de la Ciudad en que sucedieron estos hechos ,y que circundan el Puerto.-

.-Tras numerosas reuniones, en las que participaron insignes técnicos de la mas variada índole y condición, llegaron las Autoridades a la conclusión que lo mas apropiado era dotar a los Patriotas de "Miedo", pues así se extremarían las precauciones y los facinerosos verían dificilísima su labor maligna o renunciarían a ella, con lo cual el número de delitos sería muy posible que quedase reducido a la nada.-

.- La idea resultaba perfecta; pero ya antes de empezar a poner en práctica tan fantástica medida, surgió el primer contratiempo, que no era de los menores, y es que en aquellas fechas, (relativamente recientes), el "Miedo" aquí en Asturias estaba a un precio prohibitivo, era un lujo que solo algunos adinerados se podían permitir, pues hacerse con unos gramos de tan etérea substancia suponía miles de pesetas, (las rubias).-

.-Como todo tiene solución excepto la muerte, pronto se arreglo el tema, al ofrecerse un Filántropo local, (en realidad era un corrupto, lo supe después), a Importar, si se le daba vía libre, a depositar en los Muelles 75.000 Tm. de Miedo, que un Bulkárrier consignado a su nombre transportaría desde allende los Mares, y asegurando que la mercancía sería de la mejor calidad.
Todos los gastos serían de su cargo, y el material podría repartirse gratuitamente a la población.-

.-No habían transcurrido dos meses de lo que relato, cuando ojeando el tráfico portuario en el periódico local, veo con asombro, que está próximo a arribar el carguero ""Nuevo Varapalo"" de Bandera de conveniencia, para descargar 70.400 Tm de Miedo procedente de un lejano País que no quiero nombrar, (esta en las hemerotecas).-

.- Lógicamente, al siguiente día, y cuando ya estaba ocultándose el Sol me acerqué a los Pantalanes Portuarios para ver de cerca el Navío y el éxito de la operación de descarga.
Fuertemente amarrado a los muelles aquél gigante lo empequeñecía todo, su sombra se proyectaba oscureciendo el anclaje de las grúas que se afanaban en extraer de sus entrañas la codiciada mercancía, y un trasiego infinito de gente recogía en todo tipo de envases, incluso un Empresario del transporte desplazó a cinco de sus trailers para llevar tal producto a su finca de las afueras.-

.-Yo al estar carente de ningún recipiente; ni disponer de sitio apropiado para depositar opté por no llevarme nada; pero a mi lado un mendigo en mejor disposición que yo, se acercó con una bolsita de plástico a uno de los camiones del Empresario y regresó muy contento, pues le habían llenado su recipiente. Poco era; pero algo es algo.-

.- Transcurridos ocho días, leo asombrado en las páginas de sucesos, que el Empresario conocido que se había llevado los cinco trailers del tal miedo, y dotado de todo tipo de seguridad su elegante mansión, resultó muerto a puñaladas por un mendigo, que reconocí en la foto como el de la bolsa. Y pensé........Dios mio!!!, la cantidad de miedo es inversamente proporcional a ....-

Muchas gracias.-


 
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