En corto. Relatos.

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Un cuento con final inesperado: Corazones solitarios


Magistral cuento con final inesperado este que comparto con vosotros: “Corazones solitarios”. Su autor es el escritor y cineasta brasileño Rubem Fonseca, al que vengo siguiendo desde haciendo tiempo.


Confieso que me pone un poco nervioso ese desaliño que se gasta a la hora de mezclar las voces de los personajes con la del narrador, como si todo fueran la misma cosa. Al final he acabado aceptando ese desaliño como su marca de estilo.
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Pero a lo que vamos: “Corazones solitarios”. El relato narra con cierto humor –quizá no buscado– la dinámica de una publicación llamada Mujer, dirigida a mujeres de la clase C. “Mujer no es una de esas publicaciones en color para burguesas que hacen régimen. Está hecha para la mujer de la clase C, que come arroz con frijoles y si engorda es cosa suya”, dice uno de los personajes. El caso es que Mujer está integrada por hombres con pelo en el pecho que firman con nombres de mujer.



Hay un giro inesperado –yo al menos no lo esperaba– que le concede al cuento toda su grandeza. No os lo perdáis. Y si os gusta, compartidlo, por favor. La buena literatura debe ser un bien común.



Un cuento con final inesperado: Corazones solitarios (de Rubem Fonseca)
Yo trabajaba en un diario popular como repórter de casos policiacos. Hace mucho tiempo que no ocurría en la ciudad un crimen interesante, que envolviera a una rica y linda joven de la sociedad, muertes, desapariciones, corrupción, mentiras, s*x*, ambición, dinero, violencia, escándalo.

Crimen así ni en Roma, París, Nueva York, decía el editor del diario, estamos en un mal momento. Pero dentro de poco cambiará. La cosa es cíclica, cuando menos lo esperamos estalla uno de aquellos escándalos que da materia para un año. Todo está podrido, a punto, es cosa de esperar.

Antes de que estallara me corrieron.

Solamente hay pequeño comerciante matando socio, pequeño bandido matando a pequeño comerciante, policía matando a pequeño bandido. Cosas pequeñas, le dije a Oswaldo Peçanha, editor-jefe y propietario del diario Mujer.

Hay también meningitis, esquistosomosis, mal de Chagas, dijo Peçanha.

Pero fuera de mi área, dije.

¿Ya leíste Mujer?, Peçanha preguntó.

Admití que no. Me gusta más leer libros.

Peçanha sacó una caja de puros del cajón y me ofreció uno. Encendimos los puros. Al poco tiempo el ambiente era irrespirable. Los puros eran corrientes, estábamos en verano, las ventanas cerradas, y el aparato de aire acondicionado no funcionaba bien.

Mujer no es una de esas publicaciones en color para burguesas que hacen régimen. Está hecha para la mujer de la clase C, que come arroz con frijoles y si engorda es cosa suya. Echa una ojeada.

Peçanha tiró frente a mí un ejemplar del diario. Formato tabloide, encabezados en azul, algunas fotos desenfocadas. Fotonovela, horóscopo, entrevistas con artistas de televisión, corte y costura.

¿Crees que podrías hacer la sección De mujer a mujer, nuestro consultorio sentimental? El tipo que lo hacía se despidió.

De mujer a mujer estaba firmado por una tal Elisa Gabriela. Querida Elisa Gabriela, mi marido llega todas las noches borracho y…

Creo que puedo, dije.

Estupendo. Comienza hoy. ¿Qué nombre quieres usar?

Pensé un poco.

Nathanael Lessa.

¿Nathanael Lessa?, dijo Peçanha, sorprendido y molesto, como si hubiera dicho un nombre feo, u ofendido a su madre.

¿Qué tiene? Es un nombre como otro cualquiera. Y estoy rindiendo dos homenajes.

Peçanha dio unas chupadas al puro, irritado.

Primero, no es un nombre como cualquier otro. Segundo, no es un nombre de la clase C. Aquí sólo usamos nombres que agraden a la clase C, nombres bonitos. Tercero, el diario rinde homenajes sólo a quien yo quiero y no conozco a ningún Nathanael Lessa y, finalmente —la irritación de Peçanha aumentaba gradualmente, como si estuviera sacando algún provecho de ella— aquí, nadie, ni siquiera yo mismo, usa seudónimos masculinos. ¡Mi nombre es María de Lourdes!

Di otra ojeada al diario, inclusive en el directorio. Sólo había nombres de mujer.

¿No te parece que un nombre masculino da más crédito a las respuestas? Padre, marido, médico, sacerdote, patrón, sólo hay hombres diciendo lo que ellas tienen que hacer. Nathanael Lessa pega mejor que Elisa Gabriela.

Es eso justamente lo que no quiero. Aquí se sienten dueñas de su nariz, confían en nosotros, como si fuéramos comadres. Llevo veinticinco años en este negocio. No me vengas con teorías no comprobadas. Mujer está revolucionando la prensa brasileña, es un diario diferente que no da noticias viejas de la televisión de ayer.

Estaba tan irritado que no pregunté lo que Mujer se proponía. Tarde o temprano me lo diría. Yo sólo quería el empleo.

Mi primo, Machado Figueiredo, que también tiene veinticinco años de experiencia, en el Banco del Brasil, suele decir que está siempre abierto a teorías no comprobadas. Yo sabía que Mujer debía dinero al banco. Y sobre de la mesa de Peçanha había una carta de recomendación de mi primo.

Al oír el nombre de mi primo, Peçanha palideció. Dio un mordisco al puro para controlarse, después cerró la boca, pareciendo que iba a silbar, y sus gruesos labios temblaron como si tuviera un grano de pimienta en la lengua. En seguida abrió la boca y golpeó con la uña del pulgar sus dientes sucios de nicotina, mientras me miraba de manera que él debía considerar llena de significados.

Podía añadir Dr. a mi nombre: Dr. Nathanael Lessa.

¡Rayos! Está bien, está bien, rezongó Peçanha entre dientes, empiezas hoy.

Fue así como pasé a formar parte del equipo de Mujer.

Mi mesa quedaba cerca de la mesa de Sandra Marina, que firmaba el horóscopo. Sandra era conocida también como Marlene Katia, al hacer entrevistas. Era un muchacho pálido, de largos y ralos bigotes, también conocido como João Albergaria Duval. Había salido hacía poco tiempo de la escuela de comunicaciones y vivía lamentándose, ¿por qué no estudié odontología?, ¿por qué?

Le pregunté si alguien traía las cartas de los lectores a mi mesa. Me dijo que hablara con Jacqueline, en expedición. Jacqueline era un negro grande de dientes muy blancos.

Queda mal que sea yo el único aquí dentro que no tiene nombre de mujer, van a pensar que soy mari**n. ¿Las cartas? No hay ninguna carta. ¿Crees que la mujer de la clase C escribe cartas? Elisa inventaba todas.

Apreciado Dr. Nathanael Lessa. Conseguí una beca de estudios para mi hija de diez años, en una escuela elegante de la zona sur. Todas sus compañeritas van al peluquero, por lo menos una vez a la semana. Nosotros no tenemos dinero para eso, mi marido es conductor de autobús de la línea Jacaré-Cajú, pero dice que va a trabajar horas extras para mandar a Tania Sandra, nuestra hijita, al peluquero. ¿No cree usted que los hijos se merecen todos los sacrificios? Madre Dedicada. Villa Kennedy.

Respuesta: Lave la cabeza de su hija con jabón de coco y colóquele papillotes. Queda igual que en el peluquero. De cualquier manera, su hija no nació para ser muñequita. Ni tampoco la hija de nadie. Coge el dinero de las horas extras y compra otra cosa más útil. Comida, por ejemplo.

Apreciado Dr. Nathanael Lessa. Soy bajita, gordita y tímida. Siempre que voy al mercado, al almacén, a la abacería me dejan en la cola. Me engañan en el peso, en el cambio, los frijoles tienen bichos, la harina de maíz está mohosa, cosas así. Acostumbraba sufrir mucho, pero ahora estoy resignada. Dios los está mirando y en el Juicio Final van a pagarlo. Doméstica Resignada. Penha.

Respuesta: Dios no está mirando a nadie. Quien tiene que defenderte eres tú misma. Sugiero que grites, vocees a todo el mundo, que hagas escándalo. ¿No tienes ningún pariente en la policía? Bandido también sirve. Arréglate, gordita.

Apreciado Dr. Nathanael Lessa: Tengo veinticinco años, soy mecanógrafa y virgen. Encontré a ese muchacho que dice que me ama mucho. Trabaja en el Ministerio de Transportes y dice que quiere casarse conmigo, pero que primero quiere probar. ¿Qué te parece? Virgen Loca. Parada de Lucas.

Respuesta: Escucha esto, Virgen Loca, pregúntale al tipo lo que va a hacer si no le gusta la experiencia. Si dice que te planta, dáselo, porque es un hombre sincero. No eres grosella ni caldo de jilo para ser probada, pero hombres sinceros hay pocos, vale la pena intentar. Fe y adelante, firme.

Fui a almorzar.

A la vuelta Peçanha mandó llamarme. Tenía mi trabajo en la mano.

Hay algo aquí que no me gusta, dijo.

¿Qué?, pregunté.

¡Ah! ¡Dios mío!, qué idea la gente se hace de la clase C, exclamó Peçanha, balanceando la cabeza pensativamente, mientras miraba para el techo y ponía boca de silbido. Quienes gustan ser tratadas con palabrotas y puntapiés son las mujeres de la clase A. Acuérdate de aquel lord inglés que dijo que su éxito con las mujeres era porque trataba a las damas como putas y a las putas como damas.

Está bien. ¿Entonces cómo debo tratar a nuestras lectoras?

No me vengas con dialécticas. No quiero que las trates como putas. Olvida al lord inglés. Pon alegría, esperanza, tranquilidad y confianza en las cartas, eso es lo que quiero.

Dr. Nathanael Lessa. Mi marido murió y me dejó una pensión muy pequeña, pero lo que me preocupa es estar sola, a los cincuenta y cinco años de edad. Pobre, fea, vieja y viviendo lejos, tengo miedo de lo que me espera. Solitaria de Santa Cruz.

Respuesta: Graba esto en tu corazón, Solitaria de Santa Cruz: ni dinero, ni belleza, ni juventud, ni una buena dirección dan felicidad. ¿Cuántos jóvenes ricos y hermosos se matan o se pierden en los horrores del vicio? La felicidad está dentro de nosotros, en nuestros corazones. Si somos justos y buenos, encontraremos la felicidad. Sé buena, sé justa, ama al prójimo como a ti misma, sonríe al tesorero del INPS * cuando vayas a recibir tu pensión.

Al día siguiente Peçanha me llamó y me preguntó si podía también escribir la fotonovela. Producíamos nuestras propias fotonovelas, no es fumeti italiano traducido. Elige un nombre.

Elegí Clarice Simone, eran otros dos homenajes, pero no le dije eso a Peçanha.

El fotógrafo de las novelas vino a hablar conmigo.

Mi nombre es Mónica Tutsi, dijo, pero puedes llamarme Agnaldo. ¿Tienes la papa lista?

Papa era la novela. Le expliqué que acababa de recibir el encargo de Peçanha y que necesitaba por lo menos dos días para escribir.

¿Días? Ja, ja, carcajeó, haciendo el ruido de un perro grande, ronco y domesticado, ladrándole al dueño.

¿Dónde está la gracia?, pregunté.

Norma Virginia escribía la novela en quince minutos. Tenía una fórmula.

Yo también tengo una fórmula. Ve a dar una vuelta y te apareces por aquí en quince minutos, que tendrás tu novela lista.

¿Qué pensaba de mí ese fotógrafo idiota? Sólo porque yo había sido repórter policial no significaba que fuera una bestia. Si Norma Virginia, o como fuera su nombre, escribía una novela en quince minutos, yo también la escribiría. A fin de cuentas leí todos los trágicos griegos, los ibsens, los o’neals, los beckets, los chejovs, los shakespeares, las four hundred best television plays. Era sólo chupar una idea de aquí, otra de allá, y listo.

Un niño rico es robado por los gitanos y dado por muerto. El niño crece pensando que es un gitano auténtico. Un día encuentra una moza riquísima y los dos se enamoran. Ella vive en una rica mansión y tiene muchos automóviles. El gitanillo vive en un carromato. Las dos familias no quieren que ellos se casen. Surgen conflictos. Los millonarios mandan a la policía prender a los gitanos. Uno de los gitanos es muerto por la policía. Un primo rico de la muchacha es asesinado por los gitanos. Pero el amor de los dos jóvenes enamorados es superior a todas esas vicisitudes. Resuelven huir, romper con las familias. En la fuga encuentran un monje piadoso y sabio que sacramenta la unión de los dos en un antiguo, pintoresco y romántico convento en medio de un bosque florido. Los dos jóvenes se retiran a la cámara nupcial. Son hermosos, esbeltos, rubios de ojos azules. Se quitan la ropa. Oh, dice la muchacha, ¿qué es ese cordón de oro con medalla claveteada de brillantes que tienes en el pecho? ¡Ella tiene una medalla igual! ¡Son hermanos! ¡Tú eres mi hermano desaparecido!, grita la muchacha. Los dos se abrazan. (Atención, Mónica Tutsi: ¿qué tal un final ambiguo?, haciendo aparecer en la cara de los dos un éxtasis no fraternal, ¿eh? Puedo también cambiar el final y hacerlo más sofocliano: los dos descubren que son hermanos sólo después del hecho consumado; desesperada, la moza salta de la ventana del convento reventándose allá abajo.)

Me gustó tu historia, dijo Mónica Tutsi.

Un pellizco de Romeo y Julieta, una cucharadita de Edipo Rey, dije modestamente.

Pero no sirve para que yo la fotografíe. Tengo que hacer todo en dos horas. ¿Dónde voy a encontrar la rica mansión? ¿Los automóviles? ¿El convento pintoresco? ¿El bosque florido?

Ése es tu problema.

¿Dónde voy a encontrar, continuó Mónica Tutsi, como si no me hubiera oído, los dos jóvenes rubios, esbeltos, de ojos azules? Nuestros artistas son todos medio tirando a mulatos. ¿Dónde voy a encontrar el carromato? Haz otra, muchacho. Vuelvo dentro de quince minutos. ¿Y qué es sofocliano?

Roberto y Betty son novios y van a casarse. Roberto, que es muy trabajador, economiza dinero para comprar un departamento y amueblarlo, con televisión a color, equipo musical, refrigerador, lavadora, enceradora, licuadora, batidora, lavaplatos, tostador, plancha eléctrica y secador de pelo. Betty también trabaja. Ambos son castos. El casamiento está fijado. Un amigo de Roberto, Tiago, le pregunta, ¿te vas a casar virgen?, necesitas ser iniciado en los misterios del s*x*. Tiago, entonces, lleva a Roberto a casa de la Superputa Betatrón. (Atención, Mónica Tutsi, el nombre es un toque de ficción científica.) Cuando Roberto llega allí descubre que la Superputa es Betty, su noviecita. ¡Oh! ¡Cielos! ¡Sorpresa terrible! Alguien dirá, tal vez un portero. ¡Crecer es sufrir! Fin de la novela.

Una palabra vale mil fotografías, dijo Mónica Tutsi, estoy siempre en la parte podrida. De aquí a poco vuelvo.

Dr. Nathanael. Me gusta cocinar. Me gusta mucho también bordar y hacer crochet. Y más que nada me gusta ponerme un vestido largo de baile, pintar mis labios de carmesí, darme bastante colorete, ponerme rímel en los ojos. ¡Ah, qué sensación! Es una pena que tenga que quedarme encerrado en mi cuarto. Nadie sabe que me gusta hacer esas cosas. ¿Estoy equivocado? Pedro Redgrave. Tijuca.

Respuesta: ¿Equivocado, por qué? ¿Estás haciendo daño a alguien con eso? Ya tuve otro consultante que, como a ti, también le gustaba vestirse de mujer. Llevaba una vida normal, productiva y útil a la sociedad, tanto que llegó a ser obrero-supervisor. Viste tus vestidos largos, pinta tu boca de escarlata, pon color en tu vida.

Todas las cartas deben ser de mujeres, advirtió Peçanha.

Pero esa es verdadera, dije.

No creo.

Entregué la carta a Peçanha. La miró poniendo cara de policía examinando un billete groseramente falsificado.

¿Crees que es una broma?, preguntó Peçanha.

Puede ser, dije. Y puede no ser.

Peçanha puso su cara reflexiva. Después:

Añade a tu carta una frase animadora, como por ejemplo, escribe siempre.

Me senté a la máquina.

Escribe siempre. Pedro, sé que éste no es tu nombre, pero no importa, escribe siempre, cuenta conmigo. Nathanael Lessa.

coxx, dijo Mónica Tutsi, fui a hacer tu dramón y me dijeron que está calcado de una película italiana.

Canallas, atajo de babosos, sólo porque fui repórter policial me están llamando plagiario.

Calma, Virginia.

¿Virginia? Mi nombre es Clarice Simone, dije. ¿Qué cosa más idiota es esa de pensar que sólo las novias de los italianos son putas? Pues mira, ya conocí una novia de aquéllas realmente serias, era hasta hermana de la caridad, y fueron a ver, también era put*.

Está bien, muchacho, voy a fotografiar esa historia. ¿La Betatrón puede ser mulata? ¿Qué es Betatrón?

Tiene que ser rubia, pecosa. Betatrón es un aparato para la producción de electrones, dotado de gran potencial energético y alta velocidad, impulsado por la acción de un campo magnético que varía rápidamente, dije.

¡coxx! Eso sí que es nombre de put*, dijo Mónica Tutsi, con admiración, retirándose.

Comprensivo Nathanael Lessa. He usado gloriosamente mis vestidos largos. Y mi boca ha sido tan roja como la sangre de un tigre y el romper de la aurora. Estoy pensando en ponerme un vestido de satén e ir al Teatro Municipal. ¿Qué te parece? Y ahora voy a contarte una gran y maravillosa confidencia, pero quiero que guardes el mayor secreto de mi confesión. ¿Lo juras? Ah, no sé si decirlo o no decirlo. Toda mi vida he sufrido las mayores desilusiones por creer en los demás. Soy básicamente una persona que no perdió su inocencia. La perfidia, la estupidez, la falta de pudor, la bribonería, me dejaron muy impresionada. Oh, cómo me gustaría vivir aislada en un mundo utópico hecho de amor y bondad. Mi sensible Nathanael, déjame pensar. Dame tiempo. En la próxima carta contaré más, tal vez todo. Pedro Redgrave.

Respuesta: Pedro. Espero tu carta, con tus secretos, que prometo guardar en los arcanos inviolables de mi recóndita conciencia. Continúa así, enfrentando altanero la envidia y la insidiosa alevosía de los pobres de espíritu. Adorna tu cuerpo sediento de sensualidad, ejerciendo los desafíos de tu mente valerosa.

Peçanha preguntó:

¿Esas cartas también son verdaderas?

Las de Pedro Redgrave sí.

Extraño, muy extraño, dijo Peçanha golpeando con las uñas en los dientes, ¿qué te parece?

No me parece nada, dije.

Parecía preocupado por algo. Hizo preguntas sobre la fotonovela, sin interesarse, sin embargo, por las respuestas.

¿Qué tal la carta de la cieguita?, pregunté.

Peçanha cogió la carta de la cieguita y mi respuesta y leyó en voz alta: Querido Nathanael. No puedo leer lo que escribes. Mi abuelita adorada me lo lee. Pero no pienses que soy analfabeta. Lo que soy es cieguita. Mi querida abuelita me está escribiendo la carta, pero las palabras son mías. Quiero enviar unas palabras de consuelo a tus lectores, para que ellos, que sufren tanto con pequeñas desgracias, se miren en mi espejo. Soy ciega pero soy feliz, estoy en paz, con Dios y con mis semejantes. Felicidades para todos. Viva el Brasil y su pueblo. Cieguita Feliz. Carretera del Unicornio, Nova Iguacu. P. S. Olvidé decir que también soy paralítica.

Peçanha encendió un puro. Conmovedor, pero Carretera del Unicornio suena falso. Me parece mejor que pongas Carretera de Catavento, o algo así. Veamos ahora tu respuesta. Cieguita Feliz, enhorabuena por tu fuerza moral, por tu fe inquebrantable en la felicidad, en el bien, en el pueblo y en el Brasil. Las almas de aquéllos que desesperan en la adversidad deberían nutrirse con tu edificante ejemplo, un haz de luz en las noches de tormenta.

Peçanha me devolvió los papeles. Tienes futuro en la literatura. Esta es una gran escuela. Aprende, aprende, sé aplicado, no te desanimes, suda la camisa.

Me senté a la máquina.

Tesio, banquero, vecino de la Boca do Mato, en Lins de Vasconcelos, casado en segundas nupcias con Frederica, tiene un hijo, Hipólito, del primer matrimonio. Frederica se enamora de Hipólito. Tesio descubre el amor pecaminoso entre los dos. Frederica se ahorca en el mango del patio de la casa. Hipólito pide perdón al padre, huye de casa y vagabundea desesperado por las calles de la ciudad cruel hasta ser atropellado y muerto en la Avenida Brasil.

¿Cuál es la salsa aquí?, preguntó Mónica Tutsi.

Eurípides, pecado y muerte. Voy a contarte una cosa: Yo conozco el alma humana y no necesito de ningún griego viejo para inspirarme. Para un hombre de mi inteligencia y sensibilidad basta sólo mirar en torno. Mírame bien a los ojos. ¿Has visto una persona más alerta, más despierta?

Mónica Tutsi me miró fijo a los ojos y dijo:

Creo que estás loco.

Continué:

Cito los clásicos sólo para mostrar mis conocimientos. Como fui repórter policial, si no lo hiciera no me respetarían los cretinos. Leí miles de libros. ¿Cuántos libros crees que ha leído Peçanha?

Ninguno. ¿La Frederica puede ser negra?

Buena idea. Pero Tesio e Hipólito tienen que ser blancos.

Nathanael. Yo amo, un amor prohibido, un amor vedad. Amo a otro hombre. Y él también me ama. Pero no podemos andar por la calle de la mano, como los demás, besarnos en los jardines y en los cines, como los demás, tumbarnos abrazados en la arena de las playas, como los demás, bailar en las boites, como los demás. No podemos casarnos, como los demás, y juntos enfrentar la vejez, la enfermedad y la muerte, como los demás. No tengo fuerzas para resistir y luchar. Es mejor morir. Adiós. Ésta es mi última carta. Manda decir una misa por mí. Pedro Redgrave.

Respuesta: ¿Qué es eso, Pedro? ¿Vas a desistir ahora que encontraste tu amor? Oscar Wilde sufrió el demonio, fue desmoralizado, ridiculizado, humillado, procesado, condenado, pero aguantó la embestida. Si no puedes casarte, arrímate. Hagan testamento, uno a favor del otro. Defiéndanse. Usen la ley y el sistema en su beneficio. Sean, como los demás, egoístas, encubridores, implacables, intolerantes e hipócritas. Exploten. Expolien. Es legítima defensa. Pero, por favor, no hagan ninguna locura.

Mandé la carta y la respuesta a Peçanha. Las cartas sólo eran publicadas con su visto bueno.

Mónica Tutsi apareció con una muchacha.

Ésta es Mónica, dijo Mónica Tutsi.

Qué coincidencia, dije.

¿Qué coincidencia, qué?, preguntó la muchacha Mónica.

Que tengan el mismo nombre, dije.

¿Se llama Mónica?, preguntó Mónica apuntando al fotógrafo.

Mónica Tutsi. ¿Tú también eres Tutsi?

No. Mónica Amelia.

Mónica Amelia se quedó royendo una uña y mirando a Mónica Tutsi.

Tú me dijiste que tu nombre era Agnaldo, dijo ella.

Allá afuera soy Agnaldo. Aquí dentro soy Mónica Tutsi.

Mi nombre es Clarice Simone, dije.

Mónica Amelia nos observó atentamente, sin entender nada. Veía dos personas circunspectas, demasiado cansadas para bromas, desinteresadas del propio nombre.

Cuando me case mi hijo, o mi hija, va a llamarse Hei Psiu, dije.

¿Es un nombre chino?, preguntó Mónica.

O bien Fiu Fiu, silbé.

Te estás volviendo nihilista, dijo Mónica Tutsi, retirándose con la otra Mónica.

Nathanael. ¿Sabes lo que es dos personas que se gustan? Éramos nosotros dos, María y yo. ¿Sabes lo que es dos personas perfectamente sincronizadas? Éramos nosotros dos, María y yo. Mi plato predilecto es arroz, frijoles, col a la mineira, farofa y chorizo frito. ¿Imaginas cuál era el de María? Arroz, frijoles, col a la mineira, farofa y chorizo frito. Mi piedra preciosa preferida es el Rubí. La de María, verás, era también el Rubí. Número de la suerte, el 7; color, el Azul; día, el Lunes; película, del Oeste; libro, El Principito; bebida, Cerveza; colchón, el Anatón; equipo, el Vasco da Gama; música, la Samba; pasatiempo, el Amor; todo igualito entre ella y yo, una maravilla. Lo que hacíamos en la cama, muchacho, no es para presumir, pero si fuera en el circo y cobráramos la entrada nos hacíamos ricos. En la cama ninguna pareja jamás fue alcanzada por tanta locura resplandeciente, fue capaz de performance tan hábil, imaginativa, original, pertinaz, esplendorosa y gratificante como la nuestra. Y repetíamos varias veces por día. Pero no era sólo eso lo que nos unía. Si te faltara una pierna continuaría amándote, me decía. Si tú fueras jorobada no dejaría de amarte, respondía yo. Si fueras sordomudo continuaría amándote, decía ella. Si tú fueras bizca no dejaría de amarte, yo respondía. Si estuvieras barrigón y feo continuaría amándote, decía ella. Si estuvieras toda marcada de viruela no dejaría de amarte, yo respondía. Si fueras viejo e impotente continuaría amándote, decía ella. Y estábamos intercambiando estos juramentos cuando un deseo de ser verdadero me golpeó, hondo como una puñalada, y le pregunté, ¿y si no tuviera dientes, me amarías?, y ella respondió, si no tuvieras dientes continuaría amándote. Entonces me saqué la dentadura y la puse encima de la cama, con un gesto grave, religioso y metafísico. Quedamos los dos mirando la dentadura sobre la sábana, hasta que María se levantó, se puso un vestido y dijo, voy a comprar cigarros. Hasta hoy no ha vuelto. Nathanael, explícame qué fue lo que sucedió. ¿El amor acaba de repente? ¿Algunos dientes, miserables pedacitos de marfil, valen tanto? Odontos Silva.

Cuando iba a responder apareció Jacqueline y dijo que Peçanha me estaba llamando.

En la oficina de Peçanha había un hombre con gafas y patillas.

Éste es el Dr. Pontecorvo, que es… ¿qué es usted realmente?, preguntó Peçanha.

Investigador motivacional, dijo Pontecorvo. Como iba diciendo, hacemos primero un acopio de las características del universo que estamos investigando. Por ejemplo: ¿quiénes son los lectores de Mujer? Vamos a suponer que es mujer y de la clase C. En nuestras investigaciones anteriores ya estudiamos todo sobre la mujer de la clase C, dónde compra sus alimentos, cuántas bragas tiene, a qué hora hace el amor, a qué horas ve la televisión, los programas de televisión que ve, en suma, un perfil completo.

¿Cuántas bragas tiene?, preguntó Peçanha.

Tres, respondió Pontecorvo, sin vacilar.

¿A qué hora hace el amor?

A las veintiuna treinta, respondió Pontecorvo con prontitud.

¿Y cómo descubren ustedes todo eso? ¿Llaman a la puerta de doña Aurora, en el conjunto residencial del INPS, abre la puerta y ustedes le dicen a qué hora se echa su acostón? Escucha, amigo mío, estoy en este negocio hace veinticinco años y no necesito a nadie para que me diga cuál es el perfil de la mujer de la clase C. Lo sé por experiencia propia. Ellas compran mi diario, ¿entendiste? Tres bragas… Ja!

Usamos métodos científicos de investigación. Tenemos sociólogos, psicólogos, antropólogos, especialistas en estadísticas y matemáticos en nuestro staff, dijo Pontecorvo, imperturbable.

Todo para sacar dinero a los ingenuos, dijo Peçanha con no disimulado desprecio.

Además, antes de venir para acá, recogí algunas informaciones sobre su diario, que creo pueden ser de su interés, dijo Pontecorvo.

¿Y cuánto cuesta?, preguntó Peçanha con sarcasmo.

Se la doy gratis, dijo Pontecorvo. El hombre parecía de hielo. Hicimos una miniinvestigación sobre sus lectores y, a pesar del tamaño reducido de la muestra, puedo asegurarle, sin sombra de duda, que la gran mayoría, la casi totalidad de sus lectores, está compuesta por hombres, de la clase B.

¿Qué?, gritó Peçanha.

Eso mismo, hombres, de la clase B.

Primero, Peçanha se puso pálido. Después se fue poniendo rojo, y después violáceo, como si lo estuvieran estrangulando, la boca abierta, los ojos desorbitados, y se levantó de su silla y caminó tambaleante, los brazos abiertos, como un gorila loco en dirección a Pontecorvo. Una imagen impactante, incluso para un hombre de acero como Pontecorvo, incluso para un ex-repórter policial. Pontecorvo retrocedió ante el avance de Peçanha hasta que, con la espalda en la pared, dijo, intentando mantener la calma y compostura: Tal vez nuestros técnicos se hayan equivocado.

Peçanha, que estaba a un centímetro de Pontecorvo, tuvo un violento temblor y, al contrario de lo que yo esperaba, no se tiró sobre el otro como un perro rabioso. Agarró sus propios cabellos y comenzó a arrancárselos, mientras gritaba: farsantes, estafadores, ladrones, aprovechados, mentirosos, canallas. Pontecorvo, ágilmente, se escabulló en dirección a la puerta, mientras Peçanha corría tras él arrojándole los mechones de pelo que había arrancado de su propia cabeza. ¡Hombres! ¡Hombres! ¡Clase B!, graznaba Peçanha, con aire alocado.

Después, ya totalmente sereno —creo que Pontecorvo huyó por las escaleras—, Peçanha, nuevamente sentado detrás de su escritorio, me dijo: Es a ese tipo de gente a la que el Brasil está entregado, manipuladores de estadísticas, falsificadores de informaciones, patrañeros con sus computadoras creando todos la Gran Mentira. Pero conmigo no podrán. Puse al hipócrita en su sitio, ¿o no?

Dije cualquier cosa, concordando. Peçanha sacó la caja de mata-ratas del cajón y me ofreció uno. Permanecimos fumando y conversando sobre la Gran Mentira. Después me dio la carta de Pedro Redgrave y mi respuesta, con su visto bueno, para que la llevara a composición.

En mitad del camino verifiqué que la carta de Pedro Redgrave no era la que yo le había enviado. El texto era otro:

Apreciado Nathanael, tu carta fue un bálsamo para mi corazón afligido. Me dio fuerzas para resistir. No haré ninguna locura, prometo que…

La carta terminaba ahí. Había sido interrumpida en la mitad. Extraño. No entendí. Había algo equivocado.

Fui a mi mesa, me senté y comencé a escribir la respuesta al Odontos Silva:

Quien no tiene dientes tampoco tiene dolor de dientes. Y como dijo el héroe de la conocida pieza Mucho ruido y pocas nueces, nunca hubo un filósofo que pudiera aguantar con paciencia un dolor de dientes. Además de eso, los dientes son también instrumentos de venganza, como dice el Deuteronomio: ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie. Los dientes son despreciados por los dictadores. ¿Recuerdas lo que dijo Hitler a Mussolini sobre un nuevo encuentro con Franco?: Prefiero arrancarme cuatro dientes. Temes estar en la situación del héroe de aquella obra Todo está bien si al final nadie se equivoca, sin dientes, sin gusto, sin todo. Consejo: ponte los dientes nuevamente y muerde. Si la dentellada no fuera buena, da puñetazos y puntapiés.

Estaba en la mitad de la carta del Odontos Silva cuando comprendí todo. Peçanha era Pedro Redgrave. En vez de devolverme la carta en que Pedro me pedía que mandara rezar una misa y que yo le había entregado junto con mi respuesta hablando sobre Oscar Wilde, Peçanha me entregó una nueva carta, inacabada, ciertamente por equivocación, y que debía de llegar a mis manos por correo.

Cogí la carta de Pedro Redgrave y fui a la oficina de Peçanha.

¿Puedo entrar?, pregunté.

¿Qué hay? Entra, dijo Peçanha.

Le entregué la carta de Pedro Redgrave. Peçanha leyó la carta y advirtiendo el equívoco que había cometido, palideció, como era su natural. Nervioso, revolvió los papeles de su mesa.

Todo era una broma, dijo después, intentando encender un puro. ¿Estás disgustado?

En serio o en broma, me da lo mismo, dije.

Mi vida da para una novela… dijo Peçanha. Esto queda entre nosotros, ¿de acuerdo?

Yo no sabía bien lo que él quería que quedara entre nosotros, que su vida daba para una novela o que él era Pedro Redgrave. Pero respondí:

Claro, sólo entre nosotros.

Gracias, dijo Peçanha. Y dio un suspiro que cortaría el corazón de cualquiera que no fuera un ex-repórter policial.
 
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Relato corto de Juan Gracia Armendáriz: Las mil y una noches


En este relato corto de Juan Gracia Armendáriz, “Las mil y una noches”, asistimos como invitados a la cena de un matrimonio y su hija mientras el telediario informa de un atentado en Bagdag, una ciudad –le dicen a la pequeña– “donde se contaban muchos cuentos”.


La historia, narrada con un lenguaje nada estridente, parece desenvolverse en diferentes planos geográficos y temporales, entre el mundo real y el onírico, entre la cotidianidad y el drama, y está coronada en un final inesperado que nos obliga a una segunda relectura.

“Las mil y una noches” está incluido en Cuentos del jíbaro (Demipage, 2010).



Juan Gracia Armendáriz es autor de una valiosa obra narrativa en la que destaca una trilogía, dedicada al tema de la enfermedad, compuesta por Diario del hombre pálido (Demipage), La línea Plimsoll (Castalia) y Piel Roja (Demipage).



Las mil y una noches, un relato corto de Juan Gracia Armendáriz
El día en que cenamos los tres por última vez lo hicimos como siempre. Vimos el telediario y supimos que una bomba había explotado en un mercado de Bagdad. Fue una cena frugal: sopa de sobre y tortilla francesa. Mi hija preguntó qué era Bagdad y su madre le explicó que era una ciudad donde se contaban muchos cuentos. Yo la miré por encima del vaso de agua, y luego miré a mi hija, que sorbía la sopa, y después las imágenes del televisor, donde varios cuerpos permanecían tendidos en una calle polvorienta, entre chancletas y salpicones de sangre. Recogimos los restos de la cena y luego acosté a la niña. Tragué saliva. Sentía una canica de hierro en la garganta, pero le conté El castillo de irás y no volverás. A su edad, era el cuento que más me gustaba. Ella me escuchó con atención. Con gravedad infantil. La besé en la frente y apagué la luz. Mi mujer estaba terminando de empaquetar sus cosas en el dormitorio, así que debí esperar a que acabara para poder acostarme. Ella se acomodó en el sofá del comedor. Puse el despertador a las ocho. Era la hora acordada. Tomé un potente ansiolítico. Me encontraba en Bagdag, perdido entre gente que estaba a punto de morir en una explosión. Yo trababa de advertirles del peligro que corrían cuando sonó el despertador. No hubo escenas ni melodramas. Supongo que los efectos del ansiolítico amortiguan la despedida. Desayunamos en silencio. Luego, mi mujer llamó a un taxi, y ambas abandonaron la casa. Me senté a la mesa de la cocina, frente a las tazas sucias del desayuno. Escuché el ruido de las maletas en los escalones y luego la voz de mi hija en el portal del edificio, pero yo sólo trataba de salir a la superficie entre aquella polvareda de escombros.
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Un cuento sobre un asesino a sueldo


Siguiendo la estela de los grandes cuentistas italianos del siglo XX (la de Dino Buzatti o la de Italo Calvino, quien fuera su mentor), Manganelliconsigue con Centuria un libro de relatos casi perfecto. Y no digo perfecto a secas, porque ya se sabe que la perfección puede ser muy aburrida, y lo que sobra en Centuria es humor, agudeza y una imaginación apoteósica; en definitiva, sobradas oportunidades para el disfrute y la diversión inteligente.

Javier Aspiazu, “Los raros. Manganelli, el genio de los cuentos breves”

Centuria: Cien breves novelas-río (Otra vuelta de tuerca)

Relato corto de Giorgio Manganelli: Dieciocho
Aquel señor que ha comprado un impermeable usado, un sombrero flexible, que fuma nerviosamente, y pasea de un lado a otro de una miserable habitación de hotel que ha tenido que pagar de antemano, decidió, hace diez años, que cuando fuera mayor sería un asesino a sueldo. Ahora ya es mayor, y ningún hecho nuevo, ni amores, ni sanos desayunos por la mañana, ni himnos eclesiásticos, han modificado en absoluto su decisión, que no era un capricho infantil, sino una opción sabia y consciente. Ahora bien, un asesino a sueldo necesita pocas cosas, pero se trata de cosas peculiares. Precisa tener un arma a un tiempo prestigiosa y disimulada, una puntería perfecta, un cliente, y una persona a la que matar; el cliente, a su vez, precisa tener odio e interés, y mucho dinero. Lo difícil es hacerse con todas estas condiciones al mismo tiempo. Puesto que su temperamento oscila entre el fatalismo y la superstición, está persuadido de que un auténtico asesino a sueldo no podrá dejar de encontrarse en la situación prevista, pero que, siendo ésta una situación compleja y altamente improbable, únicamente puede suceder no sólo si el asesino a sueldo es competente, o el arma no es exacta, o existe en alguna parte un gran odio o un interés terrible, o hay dinero para matar, sino si algo en los cielos, en las estrellas, tal vez en el propio Dios, en el caso de que exista, interviene y reúne esos acontecimientos dispersos y con frecuencia tan lejanos que no pueden encontrarse.

Él quiere ser digno de una elección a la que no vacila en atribuir un carácter fatal. Así, pues, después de haberse elegido un vestido como un hábito, ha decidido convertirse en un tirador perfecto. Es un novicio, pero tiene la vocación del asceta. Se ha dado cuenta inmediatamente de un error en el que incurren todos los aspirantes a asesino a sueldo; se entrenan con blancos ficticios. El blanco ficticio no pone a prueba el ascetismo del asesino a sueldo. Este principio, en sí mismo irrefutable, ha inducido al asesino a sueldo a unas cuantas conclusiones: ha establecido que debe aprender la puntería perfecta en condiciones perfectamente ascéticas. No debe herir, debe matar. No animales, que quieren ser muertos. ¿Hombres? Pero matar a un hombre si no es por dinero es fatuo exhibicionismo. Le queda una única solución, que sí es realmente ascética. Debe ejercitar la puntería contra sí mismo. Ahora ha colocado el arma en un rincón de la habitación elevada, y ha atado el gatillo a una cuerda. El asesino a sueldo medita. Ahora se apuntará a sí mismo. ¿Y después? Si falla el tiro, se salvará, pero quedará descalificado como asesino a sueldo; si da en el blanco, alguien morirá: el asesino a sueldo. Titubea durante mucho rato: pero sabemos que al final prevalecerá su conciencia profesional.
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Cuento de Miguel Ángel Asturias: Leyenda del Volcán

Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles: los tres que venían en el viento y los tres que venían en el agua, aunque no se veían más que tres. Tres estaban escondidos en el río y sólo les veían los que venían en el viento cuando bajaban del monte a beber agua.

Seis hombres poblaron la Tierra de los Árboles.

Los tres que venían en el viento correteaban en la libertad de las campiñas sembradas de maravillas.



Los tres que venían en el agua se colgaban de las ramas de los árboles copiados en el río a morder las frutas o a espantar los pájaros, que eran muchos y de todos colores.

Los tres que venían en el viento despertaban a la tierra, como los pájaros, antes que saliera el sol, y anochecido, los tres que venían en el agua se tendían como los peces en el fondo del río sobre las yerbas pálidas y elásticas, fingiendo gran fatiga; acostaban a la tierra antes que cayera el sol.

Los tres que venían en el viento, como los pájaros, se alimentaban de frutas.

Los tres que venían en el agua, como los peces, se alimentaban de estrellas.

Los tres que venían en el viento pasaban la noche en los bosques, bajo las hojas que las culebras perdidizas removían a instantes o en lo alto de las ramas, entre ardillas, pizotes, micos, micoleones, garrobos y mapaches.

Y los tres que venían en el agua, ocultos en la flor de las pozas o en las madrigueras de lagartos que libraban batallas como sueños o anclaban a dormir como piraguas.

Y en los árboles que venían en el viento y pasaban en el agua, los tres que venían en el viento, los tres que venían en el agua, mitigaban el hambre sin separar los frutos buenos de los malos, porque a los primeros hombres les fue dado comprender que no hay fruto malo; todos son sangre de la tierra, dulcificada o avinagrada, según el árbol que la tiene.

—¡Nido!…



Pió Monte en un Ave.

Uno de los del viento volvió a ver y sus compañeros le llamaron Nido.

Monte en un Ave era el recuerdo de su madre y su padre, bestia color de agua llovida que mataron en el mar para ganar la tierra, de pupilas doradas que guardaban al fondo dos crucecitas negras, olorosa a pescado femenina como dedo meñique.

A su muerte ganaron la costa húmeda, surgiendo en el paisaje de la playa, que tenía cierta tonalidad de ensalmo: los chopos dispersos y lejanos los bosques, las montañas, el río que en el panorama del valle se iba quedando inmóvil… ¡La Tierra de los Árboles!

Avanzaron sin dificultad por aquella naturaleza costeña fina como la luz de los diamantes, hasta la coronilla verde de los cabazos próximos y al acercarse al río la primera vez, a mitigar la sed, vieron caer tres hombres al agua.

Nido calmó a sus compañeros —extrañas plantas móviles—, que miraban sus retratos en el río sin poder hablar.

—¡Son nuestras máscaras, tras ellas se ocultan nuestras caras! ¡Son nuestros dobles, con ellos nos podemos disfrazar! ¡Son nuestra madre, nuestro padre, Monte en un Ave, que matamos para ganar la tierra! ¡Nuestro nahua l! ¡Nuestro natal!

La selva prologaba el mar en tierra firme. Aire líquido, hialino casi bajo las ramas, con trasparencias azules en el claroscuro de la superficie y verdes de fruta en lo profundo.

Como si se acabara de retirar el mar, se veía el agua hecha luz en cada hoja, en cada bejuco, en cada reptil, en cada flor, en cada insecto…

La selva continuaba hacia el Volcán henchida, tupida, crecida, crepitante, con estéril fecundidad de víbora: océano de hojas reventando en rocas o anegado en pastos, donde las huellas de los plantígrados dibujaban mariposas y leucocitos el sol.

Algo que se quebró en las nubes sacó a los tres hombres de su deslumbramiento.

Dos montañas movían los párpados a un paso del río:

La que llamaban Cabrakán, montaña capacitada para tronchar una selva entre sus brazos y levantar una ciudad sobre sus hombros, escupió saliva de fuego hasta encender la tierra.

Y la incendió.

La que llamaban Hurakán, montaña de nubes, subió al volcán a pelar el cráter con las uñas.

El cielo repentinamente nublado, detenido el día sin sol, amilanadas las aves que escapaban por cientos de canastos, apenas se oía el grito de los tres hombres que venían en el viento, indefensos como los árboles sobre la tierra tibia.

En las tinieblas huían los monos, quedando de su fuga el eco perdido entre las ramas. Como exhalaciones pasaban los venados. En grandes remolinos se enredaban los coches de monte, torpes, con las pupilas cenicientas.

Huían los coyotes, desnudando los dientes en la sombra al rozarse unos con otros, ¡qué largo escalofrío…!

Huían los camaleones, cambiando de colores por el miedo; los tacuazines, las iguanas, los tepescuintles, los conejos, los murciélagos, los sapos, los cangrejos, los cutetes, las taltuzas, los pizotes, los chinchintores, cuya sombra mata.

Huían los cantiles, seguidos de las víboras de cascabel, que con las culebras silbadoras y las cuereadoras dejaban a lo largo de la cordillera la impresión salvaje de una fuga en diligencia. El silbo penetrante uníase al ruido de los cascabeles y al chasquido de las cuereadoras que aquí y allá enterraban la cabeza, descargando latigazazos para abrirse campo.

Huían los camaleones, huían las dantas, huían los basiliscos, que en ese tiempo mataban con la mirada; los jaguares (follajes salpicados de sol), los pumas de pelambre dócil, los lagartos, los topos, las tortugas, los ratones, los zorrillos, los armados, los puercoespines, las moscas, las hormigas…

Y a grandes saltos empezaron a huir las piedras, dando contra las ceibas, que caían como gallinas muertas y a todo correr, las aguas, llevando en las encías una gran sed blanca, perseguidas por la sangre venosa de la tierra, lava quemante que borraba las huellas de las patas de los venados, de los conejos, de los pumas, de los jaguares, de los coyotes; las huellas de los peces en el río hirviente; las huellas de las aves en el espacio que alumbraba un polvito de luz quemada, de ceniza de luz, en la visión del mar. Cayeron en las manos de la tierra, mendiga ciega que no sabiendo que eran estrellas, por no quemarse, las apagó.

Nido vio desaparecer a sus compañeros, arrebatados por el viento, y a sus dobles, en el agua arrebatados por el fuego, a través de maizales que caían del cielo en los relámpagos, y cuando estuvo solo vivió el Símbolo. Dice el Símbolo: Hubo en un siglo un día que duro muchos siglos.

Un día que fue todo mediodía, un día de cristal intacto, clarísimo, sin crepúsculo ni aurora.

—Nido —le dijo el corazón—, al final de este camino…

Y no continuó porque una golondrina pasó muy cerca para oír lo que decía.

Y en vano esperó después la voz de su corazón, renaciendo en cambio, a manera de otra voz en su alma, el deseo de andar hacia un país desconocido.

Oyó que le llamaban. Al sin fin de un caminito, pintado en el paisaje como el de un pan de culebra le llamaba una voz muy honda.

Las arenas del camino, al pasar él convertíanse en alas, y era de ver cómo a sus espaldas se alzaba al cielo un listón blanco, sin dejar huella en la tierra.

Anduvo y anduvo…

Adelante, un repique circundó los espacios. Las campanas entre las nubes repetían su nombre:

¡Nido!

¡Nido!

¡Nido!

¡Nido!

¡Nido!

¡Nido!

¡Nido!

Los árboles se poblaron de nidos. Y vio un santo, una azucena y un niño. Santo, flor, y niño la trinidad le recibía. Y oyó:

¡Nido, quiero que me levantes un templo!

La voz se deshizo como manojo de rosas sacudidas al viento y florecieron azucenas en la mano del santo y sonrisas en la boca del niño.

Dulce regreso de aquel país lejano en medio de una nube de abalorio. El Volcán apagaba sus entrañas —en su interior había llorado a cántaros la tierra lágrimas recogidas en un lago, y Nido, que era joven, después de un día que duró muchos siglos, volvió viejo, no quedándole tiempo sino para fundar un pueblo de cien casitas alrededor de un templo.

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6 microrrelatos latinoamericanos

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Latinoamérica ha sido siempre un manantial de buenas historias, en la vida real y sobre el papel. A modo de pequeña muestra, os dejo seis de mis microrrelatos latinoamericanos preferidos, de autores consagrados: Jairo Aníbal Niño, Gustavo Sainz, Guillermo Cabrera Infante, Humberto Mata, Jorge Luis Borges, Augusto Monterroso y Jorge Luis Borges.

He ordenado estos microrrelatos de menor a mayor extensión. No tienen entre sí otro denominador común que el de llevar la firma de un autor latinoamericano y su calidad literaria.

Si tenéis alguna recomendación que queráis compartir con los lectores de ESCRIBIR Y CORREGIR, no dudéis en dejar un comentario en el blog.



FUNDICIÓN Y FORJA, Jairo Aníbal Niño (Colombia)
Todo se imaginó Superman, menos que caería derrotado en aquella playa caliente y que su cuerpo fundido, serviría después para hacer tres docenas de tornillos de acero, de regular calidad.

RÍO DE LOS SUEÑOS, de Gustavo Sainz (México)
Yo, por ejemplo, misántropo, hosco, jorobado, pudrible, inocuo exhibicionista, inmodesto, siempre desabrido o descortés o gris o tímido según lo torpe de la metáfora, a veces erotómano, y por si fuera poco, mexicano, duermo poco y mal desde hace muchos meses, en posiciones fetales, bajo gruesas cobijas, sábanas blancas o listadas, una manta eléctrica o al aire libre, según el clima, pero eso sí, ferozmente abrazado a mi esposa, a flote sobre el río de los sueños.

EL NIÑO QUE GRITABA: ¡AHÍ VIENE EL LOBO!, de Guillermo Cabrera Infante (Cuba)
Un niño gritaba siempre “¡Ahí viene el lobo! ¡Ahí viene el lobo!” a su familia. Como vivían en la ciudad no debían temer al lobo, que no habita en climas tropicales. Asombrado por el a todas luces infundado temor al lobo, pregunté a un fugitivo retardado que apenas podía correr con sus muletas tullidas por el reuma. Sin dejar de mirar atrás y correr adelante, el inválido me explicó que el niño no gritaba ahí viene el lobo sino ahí viene Lobo, que era el dueño de casa de inquilinato, quintopatio o conventillo donde vivían todos sin (poder o sin querer) pagar la renta. Los que huían no huían del lobo, sino del cobro –o más bien, huían del pago.

Moraleja: El niño, de haber estado mejor educado, bien podría haber gritado “Ahí viene el Sr. Lobo”! y se habría ahorrado uno todas esas preguntas y respuestas y la fábula de paso.

LOS DESCUBRIDORES, de Humberto Mata (Venezuela)
Cierta vez- de eso hace ahora mucho tiempo- fuimos visitados por gruesos hombres que desembarcaron en viejísimos barcos. Para aquella ocasión todo el pueblo se congregó en las inmediaciones de la playa. Los grandes hombres traían abrigos y uno de ellos, el más grande de todos, comía y bebía mientras los demás dirigían las pequeñas embarcaciones que los traerían a la playa. Una vez en tierra –ya todo el pueblo había llegado-, los grandes hombres quedaron perplejos y no supieron qué hacer durante varios minutos. Luego, cuando el que comía finalizó la presa, un hombre flaco, con grandes cachos en la cabeza, habló de esta manera a sus compañeros: Volvamos. Acto seguido todos los hombres subieron a sus embarcaciones y desaparecieron para siempre.
Desde entonces se celebra en nuestro pueblo –todos los años en una fecha determinada- el desembarco de los grandes hombres. Estas celebraciones tienen como objeto dar reconocimiento a los descubridores.



EL ECLIPSE, de Augusto Monterroso (Guatemala)
Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado, implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza, aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su labor redentora.

Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus temores, de su destino, de sí mismo.

Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron comprendidas.

Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y salvar la vida.

–Si me matáis –les dijo– puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.

Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no sin cierto desdén.

Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles.



EPISODIO DEL ENEMIGO, de Jorge Luis Borges (Argentina)
Tantos años huyendo y esperando y ahora el enemigo estaba en mi casa. Desde la ventana lo vi subir penosamente por el áspero camino del cerro. Se ayudaba con un bastón, con un torpe bastón que en sus viejas manos no podía ser un arma sino un báculo. Me costó percibir lo que esperaba: el débil golpe contra la puerta. Miré, no sin nostalgia, mis manuscritos, el borrador a medio concluir y el tratado de Artemidoro sobre los sueños, libro un tanto anómalo ahí, ya que no se griego. Otro día perdido, pensé. Tuve que forcejear con la llave. Temí que el hombre se desplomara, pero dio unos pasos inciertos, soltó el bastón, que no volví a ver, y cayó en mi cama, rendido. Mi ansiedad lo había imaginado muchas veces, pero sólo entonces noté que se parecía, de un modo casi fraternal, al último retrato de Lincoln. Serían las cuatro de la tarde.

Me incliné sobre él para que me oyera.

–Uno cree que los años pasan para uno –le dije–, pero pasan también para los demás. Aquí nos encontramos al fin y lo que antes ocurrió no tiene sentido.
Mientras yo hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano derecha estaba en el bolsillo del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era un revólver.

Me dijo entonces con voz firme:

–Para entrar en su casa, he recurrido a la compasión. Le tengo ahora a mi merced y no soy misericordioso.

Ensayé unas palabras. No soy un hombre fuerte y sólo las palabras podían salvarme. Atiné a decir:

–En verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni yo aquel insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el perdón.

–Precisamente porque ya no soy aquel niño –me replicó– tengo que matarlo. No se trata de una venganza, sino de un acto de justicia. Sus argumentos, Borges, son meras estratagemas de su terror para que no lo mate. Usted ya no puede hacer nada.

–Puedo hacer una cosa –le contesté.

–¿Cuál? –me preguntó.

–Despertarme.

Y así lo hice.
 
Mi Vida grabada a Fuego
Escrito por: Moretti
14 agosto, 2018

Recuerdo mis valores de más joven…dónde se esculpieron mis principios, unos principios que ahora me hacen sentir dolor y tristeza, pero de más joven…era todo un sentir, un sentir del valor de la Amistad que era tan dulce que superaba al del Amor, un Amor que entonces era más Amor que el de hoy, donde verse era una alegría muy común y sentida, sentida desde la inocencia y el creer, el creer en unos valores, recordando todo esto…casi me quedaría en ese pensar y sentir del pasado…pero estamos aquí..en un presente, un presente dónde la Amistad o el amor..no es más que el de uno mismo,egomismo lo llamaría yo, en este presente dónde con ilusión, le dices a un amigo…hola guapo, mira, he conocido a este chico(le enseño una foto), para mi asombro su respuesta fue…lo conozco,hace mucho tiempo quede con el, y yo le pregunto…pero es buen chico?, Si si es buen chico, pasaron algunos meses y volvi a ver a ese chico, le comenté que tenía un amigo que le conocía, yo le enseñé una foto de mi amigo y el con cara de asombro me dijo: ahora lo entiendo todo, me dijo que cuando yo le estaba conociendo mi amigo le llamo para quedar y quedaron y se liaron…mi amistad y confianza no entendían nada, no hablo de un colega…hablo de Amistad….mi ilusión cayó al suelo…pero el dolor más fuerte era el de no entender nada…o no quería entenderlo…..joder por qué?? No hay más chicos? Al día siguiente vi a mi “amigo” y le comenté ……

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Autorretrato
Escrito por: Jesus Macias
22 agosto, 2018

Desde la perspectiva que le ofrecía su sillón, contemplaba impávido el blanco casi inmaculado del último lienzo que había colocado en el caballete; y en la esquina inferior derecha de éste, su firma y una anotación: “autorretrato de un vampiro”.


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Jesus Macias

Toda mi infancia la pasé esperando ser joven; y ahora que creo haberlo conseguido, estoy en la última etapa de mi vida.
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Bájate las bragas
Publicado por Flavia Company
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Imagen: Film4.
Este relato forma parte de nuestro libro Tócate.

Estoy en la cocina. Azulejos de color celeste que nunca me gustaron. Mesada de mármol. Pila de aluminio. Abro la nevera. Hora del almuerzo. Dos tomates y un pepino. No hay más. Los miro con una sensación parecida al desánimo y me consuelo pensando en el pan congelado que, rociado con aceite de oliva virgen extra, dará cierta contundencia a un menú de solitaria que se está repitiendo con excesiva frecuencia. Mientras cojo los tomates con una mano y empuño el pepino con la otra me pregunto por el significado de excesiva y de frecuencia. Hay otras preguntas que surcan el aire. Las aparco. Lavo los tomates. Noto la piel dura contra la palma. La temperatura. Los seco con el trapo de cocina que, todavía con las manos húmedas, extraigo del primer cajón del mueble de madera que hay junto al lavavajillas. Los abro por la mitad. El jugo se desparrama sobre el mármol junto a las pepitas. Entonces agarro el pepino. Demasiado grande para mí sola, pienso. Pero si dejo la mitad en la nevera acabaré por tirarlo. Decido comérmelo entero. Quizás me queda alguna lata de atún. Miro en la despensa y bingo. Pongo a tostar el pan. Me encanta el olor del pan tostado. Abro la lata de atún. Me mancho. Me cago en todo. Es un vestido del color de los azulejos que me he puesto esta mañana. De los pocos frescos y bonitos que tengo para andar por casa. Me ha saltado aceite justo en el escote. Suerte que no me he puesto sujetador. Detesto los lamparones de aceite. En fin.

Pelo el pepino. Le dejo algunos trozos de piel. Dicen que así no repite. No sé si es cierto. A mí me funciona. Justo cuanto voy a cortar la primera rodaja, me suena el móvil. Por norma general no contesto cuando como ni cuando estoy a punto de comer, pero el número desde el que llaman me resulta extraño y siento curiosidad. Tampoco me va de un rato. Es sábado. No tengo nada mejor que hacer. «¿Diga?». «Bájate las bragas».

Cuelgo deprisa. Como si quien ha llamado me estuviera viendo. Como si me estuviera espiando. Voz de mujer. Una voz desconocida y aterciopelada. Una voz imperativa. Decidida. Una voz que me ha calentado como hace tiempo que no me calienta nada ni nadie. La gente es tan previsible en general. Tan poco osada.

Me apoyo contra el mármol. Me subo poco a poco el vestido con la punta del pepino. Me moriría de vergüenza si alguien me viera. O quizás me gustaría que alguien me viera. Lo que no me gusta es la palabra pepino. Pienso en las muchas ventajas que tiene la vida en solitario. Con la punta del pepino me aparto las bragas hacia un lado. Me excita notar la frialdad, la piel rugosa. Entonces recuerdo la orden, «bájate las bragas». Obedezco. Solo me las bajo un poco. Hasta dejar al descubierto el pubis, las nalgas. Me acaricio, primero de a poco, después más deprisa. Cierro los ojos y me acuerdo de aquella vez en que un egipcio me pintaba los ojos en un comercio lleno de pequeñas botellas de perfume, de su cuerpo envuelto en una túnica marrón y de la erección con la que me empujaba mientras me miraba a los ojos y me los delineaba con un pincel untado de kohl en aquel silencio de aromas mezclados, suspendidos bajo un atardecer que El Cairo consiguió grabarme en la memoria corporal. Me corro. Me limpio con la palma de la mano. Soy una cerda, pienso, porque no voy a lavarme y porque tampoco voy a lavar el pepino. Así, tal como está, voy a cortarlo para la ensalada, a mezclarlo con el tomate, a rociarlo de aceite y atún, a metérmelo en la boca y a tragármelo todo.

Fin de la historia, creo yo, una vez termino de almorzar y me tumbo en el sofá a dormitar un rato. Pero no. La llamada vuelve a mi cabeza y la intriga es inevitable. ¿Ha sido un número al azar? ¿Se trata de alguien que me conoce? ¿Una que quiere conocerme? ¿Cómo sabe mi número? ¿Quién? ¿Por qué me ha puesto a mil?

Intento deducir el tipo de mujer por la voz. Quizás, más que deducirlo, imagino lo que deseo. Morena, seguro. Solo me ponen las morenas. Boca generosa. Pechos grandes. Estatura media. No demasiado delgada. Femenina, pero al estilo lésbico: no para gustar a hombres ni a mujeres heterosexuales. Exclusivamente bollo. Joven, pero no tanto. La experiencia es un grado y, puesta a soñar, para qué limitarme. Desinhibida, pero con la típica timidez de quien prefiere una llamada anónima a una red de contactos. ¿Se habrá hecho una Paj* también ella? Puedo imaginarla, claro. Estamos en primavera, así que va ligera de ropa. Quizás unos shorts y una camisa bastante transparente. Sin ropa interior. Tras la llamada sonríe. Comprende su éxito. Mejor dicho, lo intuye. ¿Volverá a llamar? ¿Cuándo?

Lo único que me ha dicho es «bájate las bragas». Si por lo menos me hubiese llamado por mi nombre… «Andrea, bájate las bragas». Pero no. El colmo de la brevedad. No puedo averiguar si sabe quién soy, si me ha llamado a mí o a cualquiera.

Cojo el móvil, miro las llamadas recibidas. Reviso el número de teléfono. No me suena de nada. Lo agendo para ver si tiene WhatsApp. Tiene. La foto es una mierda de cactus. ¿Un cactus? ¿Qué le pasa? ¿Qué quiere decir? ¿Soy huraña? ¿Soy de México? ¿Bióloga? ¿Rara que te cagas? ¿No vas tener put* idea de quién soy a menos que me llames?

Me duermo un rato. Quiero estar descansada para mi cita de esta noche. Una rubia hot que me presentaron el lunes unas amigas que están hartas de tenerme soltera. «Necesitas una amante, Andrea. Estás insoportable. Esta chica te va a encantar. Pon algo de tu parte, en serio, ya va siendo hora de que olvides a la tarada». Con el término «tarada» mis adorables amigas se refieren a una tipa con la que mantuve una relación absurda durante algún tiempo.

¿Qué me pongo? Concéntrate en la ropa interior, Andrea, me digo. Y reza por que ella haga otro tanto. Por fuera de negro, por dentro de azul noche. La gama del deseo de hoy. Me miro al espejo por enésima vez antes de salir. Allá vamos.

Cuando llego al restaurante la rubia me está esperando. Vestida para matar. Cruce de piernas fastuoso con túnel hacia el centro metafórico de su cuerpo, falda corta de color tostado, tobillos aupados en sandalias con plataforma, camisa blanca con gemelos y con un escote en apariencia casual que deja entrever un sostén de encaje granate que, si no me equivoco, le queda algo pequeño y termina muy cerca de sus pezones. Si no fuera rubia sería perfecta; sonrío, le digo que no se levante para saludarme pero ya lo ha hecho, le rodeo la cintura para dirigir un beso muy cerca de su boca que ella mueve para encontrar la mía y humedecerla con una sutil apertura de los labios. Tiene claro a lo que hemos venido. No se anda con rodeos. No voy a permitir que me cohíba.

Asisto maravillada a su manera sexual de empuñar los cubiertos, de llevarse la comida a la boca, de chupar la cuchara del postre, de mirarme mientras lo hace y darme a entender que está lamiendo otra cosa.

A la noche, ya en su casa, en una cama de sábanas de lino sin duda planchadas para la ocasión, música de jazz clásico, las no menos de treinta velas encendidas mientras desaparezco un momento en el lavabo, los aceites de masajes en la mesita de noche al alcance de la mano, la sonrisa que todo lo pide y todo lo da, allí y en ese ambiente, ofrezco el do de pecho con la frase telefónica de la mañana en la cabeza, que me excita y estimula sin que yo lo quiera e incluso sin que lo acepte. La rubia tiene las nalgas duras y redondas. Le digo «bájate las bragas». Lo hace como si hubiese esperado que se lo pidiera. Antes le he quitado el sostén que, en efecto, resultaba demasiado pequeño para sus pechos, que he lamido con una gula evidente. Me monto en sus nalgas. Gime. Le tapo la boca con una mano mientas con la otra entro en ella. Me muerde los dedos, los aparto dolorida, pero es ella quien grita. Se ha corrido. Su pelo rubio huele a frutas. Su sudor a resina. Su espalda a tierra mojada. Suspiro. Muevo mi s*x* entre sus nalgas. Entonces me corro yo. Horas después, nos dormimos agotadas.

Le beso los hombros cuando nos despertamos. Coloco la cara entre sus senos. La respiro. Ella suspira. La toco. Está empapada. Le abro las piernas con mis pies. Tanto como puedo. La penetro. Se mueve al ritmo de mi deseo. Me deslizo al ritmo del suyo. Me penetra. Y estando así, una dentro de la otra, rozándose con precisión nuestros cuerpos, tenemos un orgasmo común y salvaje.

Mientras me hace el desayuno me pregunto cuánto tiene que ver la llamada de la mañana anterior con el nivel de placer al que he llegado. Por qué lo oculto se nos instala en un lugar inconfesable. Me sirve café, tostadas y zumo recién hechos en la terraza. Apenas hablamos. Mirarnos, eso sí. Más de reojo que de frente. No nos conocemos apenas. Me pregunto qué debe de estar pensando ella. Siento que debo irme cuanto antes.

«Ya nos llamaremos», le digo desde el ascensor. Pero no le he pedido el teléfono ni le he dado el mío. «Claro», dice ella. Y cierra la puerta del apartamento antes de que acabe de taparme a mí la del ascensor.

Salgo de casa de la rubia intentando recordar cómo se llama. Es un nombre con ese. Silvia no. Sara. Sandra. No, no. Sonia. Tampoco, joder. Cómo se llama. Susan. Sí, eso es. Susan. Me tranquilizo. Ok, sé cómo se llama. Y qué. Ni que fuera un concurso y hubiese premio.

Me doy cuenta de que me entretengo con el tema del nombre para no pensar en el teléfono de las bragas —he decidido bautizarlo así—. Joder, cómo puedo estar pensando en esa guarrada en vez de centrarme en la noche que acabo de pasar con Susan —ahora me repito su nombre feliz de haberlo recordado; cuántas veces no ha sido así—, que es lo mejor que me ha pasado en los últimos meses, no cabe duda, y resulta que en lugar de flipar con ella sigo colgada de una mierda de llamada que además casi seguro que fue un error. Que me den. En serio, Andrea, no vas bien, me digo. Has perdido el norte. No se lo cuentes a nadie.

Voy caminando. No vivo lejos de la rubia. Saco el móvil del bolsillo. Miro las llamadas recibidas. No lo hagas, me digo. No tienes que hacerlo. Andrea, no pienses con los ovarios. Te mueres de ganas. Quieres conocer a esa tía descarada. Quieres follártela. Boca arriba, boca abajo. Bajarle las bragas, que te las baje. Bajaros las bragas las dos a la vez. Solo un poco, lo suficiente. ¿En serio?

¿Llamaría a Susan si tuviera su teléfono? Oficialmente no lo tengo. No sería difícil hacerme con su número. Pero averiguarlo sería mostrar demasiado interés. Ella tal vez piense lo mismo. ¿Cine? No me apetece. ¿Amigas? No tengo ganas. ¿Y qué quiero?

Llego a casa. Cojo el móvil. Le doy a la tecla verde. Llamando. El corazón se me acelera. El teléfono al que llama está desconectado o fuera de cobertura. Mierda. Mierda. Mierda. Acción fallida. No estás pensando, Andrea. Estás atontada. Verá la llamada perdida. Confirmación de tu interés. ¿Por qué quieres meterte en un lío?

Voy a la cocina, ni siquiera enciendo la luz. Imagino que acaba de llamarme. Imagino que me ha dicho: «Me gusta que me hayas obedecido. Ahora no te las bajes. Tócate». Me desabrocho el cinturón. Botón, cremallera. Me cuesta meter la mano por los vaqueros, tan ceñidos. Me ayudo por fuera con la otra mano. Actúo con las dos. Adelante y atrás, cada vez con más intensidad. No puedo estar más mojada. El orgasmo me deja con las piernas temblando. Apoyada en el mármol, frío. Mantengo la mano caliente por debajo de las bragas.

Lunes. Me voy a la tele. Me doy cuenta de que miro a todo el mundo como indagando. Como si me propusiera y fuera posible averiguar quién es. Cuando digo que miro a todo el mundo me refiero a las mujeres. Para mí, en ese sentido, ni existe ni ha existido ni va a existir nada más. Me fascinan, me pueden, me encantan, me seducen, me enloquecen. Y ahora que sospecho que hay una que me desea en secreto, que no en silencio, me derrito por averiguar quién es.

Cruzo miradas, sonrío más que de costumbre. Busco cercanías. Ser presentadora de televisión es un obstáculo. Hay demasiadas posibilidades y casi ninguna pista. En maquillaje creo notar que la maquilladora me toca con mayor intención que otras veces. Intento darle permiso con comentarios de doble sentido, pero no avanza. La de vestuario me ayuda con la ropa de un modo que a mí me parece distinto, cómplice; le pido que se pruebe una de mis blusas, se la abotono, la miro en el espejo, se incomoda; tiene novio, y lo sé, pero nunca se sabe con las que de pronto quieren probar. La productora me abraza feliz por el éxito de una gestión reciente que nos va a permitir entrevistar a Jennifer Aniston, de quien llevo años enamorada. Le pregunto si le va a dar un ataque de celos. Se ríe y no aprovecha el comentario. Una de las cámaras me guiña dos o tres veces el ojo mientras esperamos en plató. Le miro el culo de un modo más explícito que nunca. De nada sirve. No hay respuestas.

Exagero. Sobredimensiono. No tiene por qué ser alguien del trabajo. Tengo un montón de seguidoras. Cualquiera de ellas podría haber decidido dar un paso. ¿Y si es una broma de mis amigas? Las mato, te lo juro que las mato bien muertas. Cucarachas.

Resumamos la semana. Teatros, entrevistas, cines, programas, reuniones, velocidad, estrés, agenda apretujada y el móvil a todo gas y sin llamadas del teléfono de las bragas. Yo tampoco insisto. No olvido ni espero. Pero llega el sábado otra vez.

Susan me ha mandado un e-mail —qué raro que en vez del teléfono haya pedido a mis amigas el correo electrónico— para citarme en un japonés. Acepto. La cena es de lo más estimulante. Usa los palillos para atrapar las piezas de sushi pero también para separarme el escote de la piel y recorrer el borde de mi sostén hasta colocar uno de los palillos justo en medio, entre mis pechos, de modo que noto la humedad que conserva después de que ella se lo haya llevado a la boca para limpiarlo con la lengua. Me sonríe. Me digo que es la rubia de carácter menos rubio que he conocido en mi vida. Hemos entrado descalzas al tatami, así que coge uno de los cubitos en que se está enfriando el blanco que hemos pedido y, después de recorrerse con él la boca, lo lleva hasta los dedos de uno de mis pies, el que le queda más cerca. Me da escalofríos y placer. Me acaricia con el hielo, lo retira un instante y vuelve a pasearse con él por mi tobillo mientras se le derrite entre las manos. Yo me dejo hacer. La devolución llegará cuando alcancemos la cama.

Salimos a la calle incendiadas. Nos sobra la ropa. Caminamos deprisa. De vez en cuando nos empujamos hasta cualquier pared para besarnos.

En su casa, en el ascensor, le arrebato con la boca el sostén de puntilla, esta vez de color verde inglés. Le aparto con la lengua el tanga a juego. Abro la boca en sus pechos. Tropiezo con sus pezones, los busco, los pierdo, los huelo, los muerdo. La acaricio con las manos y después con el cuerpo. Entramos en la casa. Nos desnudamos una a la otra camino del dormitorio. No llegamos, nos detenemos en la alfombra blanca y mullida de la sala. Allí la aplasto, damos vueltas, me aplasta, damos vueltas, nos encajamos, nos cabalgamos, nos miramos, cerramos los ojos, sudamos, gemimos. Se convierte en una noche larga, tan larga que se hace de día sin que termine. De pronto la luz que entra desde la terraza nos sorprende. Por la noche no bajamos las persianas, así que ahora es tan de día fuera como dentro. Estoy rendida. La rubia no. Me coloca boca abajo, con la cabeza mirando hacia la terraza. Entonces me fijo en lo que se ve justo al nivel de mis ojos. Lo reconozco enseguida. Es el cactus de su foto de WhatsApp. Abro las piernas. Me tiene. Antes de seguir le pregunto: «O sea, que eres tú. Y eres morena, ¿verdad?». Se mete dentro de mí mientras contesta, inmóvil, un instante: «Creí que nunca ibas a darte cuenta».
https://www.jotdown.es/2018/08/bajate-las-bragas/
 

Fredric Brown (1906-1972).
Fuente de la imagen


“Fredric Brown ha sido considerado el maestro indiscutido del relato supercorto (“short-short story”), inimitable en su habilidad para crear en una o dos páginas todo un mundo lleno de sugerencias e implicaciones. Su humor endiablado, su imaginación portentosa y su dominio del idioma son los tres factores que lo sitúan a la altura de un Bierce o un Salinger como autor de relatos breves y hacen de él una figura singularísima en el campo de la ciencia ficción. Brown era un amante de las palabras y los signos de puntuación. Disfrutaba experimentando con los múltiples sentidos que pueden darse a una simple frase. Investigaba distintos recursos estilísticos y buscaba lograr el mayor efecto emocional con la máxima economía de palabras”.

Fuente de la introducción
PESADILLA EN AMARILLO
(cuento)
Fredric Brown (Estados Unidos, 1906-1972)
Despertó cuando sonó el despertador, pero se quedó tendido en la cama durante un rato después de haberlo apagado, repasando por última vez los planes que tenía para hacer un desfalco por la mañana y cometer un asesinato por la noche.
Había pensado en todos los detalles, pero les estaba dando el repaso final. Aquella noche, a las ocho y cuarenta y seis minutos, sería libre, en todos los sentidos. Había escogido aquel momento porque cumplía cuarenta años, y aquella era la hora exacta en la que había nacido. Su madre había sido muy aficionada a la astrología, razón por la que conocía tan exactamente el instante de su nacimiento. Él no era supersticioso, pero la idea de que su nueva vida empezara exactamente a los cuarenta años le parecía divertida.
En cualquier caso, el tiempo se le echaba encima. Como abogado especialista en sucesiones y custodia de patrimonios, pasaba mucho dinero por sus manos… Y una parte no había salido de ellas. Un año atrás había “tomado prestados” cinco mil dólares para invertirlos en algo que parecía una manera infalible de duplicar o triplicar el dinero, pero lo había perdido. Luego había “tomado prestado” un poco más, para jugar, de una manera u otra, y tratar de recuperar la primera pérdida. En aquel momento debía la friolera de más de treinta mil; el descuadre sólo podría seguir ocultado unos pocos meses más, y no le quedaban esperanzas de poder restituir el dinero que faltaba para entonces. De modo que había estado reuniendo todo el efectivo que pudo sin despertar sospechas, liquidando diversas propiedades que controlaba, y aquella tarde tendría dinero para escapar; del orden de más de cien mil dólares, lo suficiente para el resto de su vida.
Y no lo atraparían nunca. Había planeado todos los detalles de su viaje, su destino, su nueva identidad… y era un plan a prueba de fallos. Llevaba meses trabajando en él.
La decisión de matar a su esposa había sido casi una ocurrencia de última hora. El motivo era simple: la odiaba. Pero después de tomar la decisión de no ir nunca a la cárcel, de suicidarse si llegaban a arrestarlo alguna vez, se dio cuenta de que, puesto que moriría de todas manera si lo atrapaban, no tenía nada que perder si dejaba una esposa muerta tras él en lugar de una viva.
Casi no había podido contener la risa ante lo adecuado del regalo de cumpleaños que ella le había hecho el día anterior, adelantándose a la fecha: una maleta nueva. También lo había convencido para celebrar el cumpleaños dejando que ella fuera a buscarlo al centro para cenar a las siete. Poco imaginaba ella cómo iría la celebración después de aquello. Planeaba llevarla a casa antes de las ocho y cuarenta y seis para satisfacer su sentido de lo apropiado y convertirse en un viudo en aquel momento exacto. El hecho de dejarla muerta también tenía una ventaja importante. Si la dejaba viva y dormida, cuando despertara y descubriera su desaparición, adivinaría en seguida lo ocurrido y llamaría a la policía. Si la dejaba muerta, tardarían un tiempo en encontrar su cuerpo, posiblemente dos o tres días, y dispondría de mucha más ventaja.
En el despacho, todo fue como la seda; para cuando fue a reunirse con su mujer, todo estaba listo. Pero ella se entretuvo con los aperitivos y la cena, y él empezó a dudar de si le sería posible tenerla en casa a las ocho y cuarenta y seis. Sabía que era ridículo, pero el hecho de que su momento de libertad llegara entonces y no un minuto antes ni después se había vuelto importante. Miró el reloj.
Habría fallado por medio minuto de haber esperado a estar dentro de la casa, pero la oscuridad del porche era perfectamente segura, tan segura como el interior. La porra descendió una vez con todas sus fuerzas, justo mientras ella estaba de pie ante la puerta esperando a que él abriera. La tomó antes de que cayera y consiguió sostenerla con un brazo mientras abría la puerta y volvía a cerrarla desde dentro.
Entonces accionó el interruptor, la habitación se llenó de luz amarilla, y antes de que se dieran cuenta de que sostenía a su esposa muerta en los brazos, los invitados a la fiesta de cumpleaños gritaron a coro:
-¡Sorpresa!

Luna de miel en el infierno y otros cuentos de marcianos, trad. Núria Gres y Máximo Miguel, Zaragoza, Gigamesh, 2004, págs. 401-402.
 
Microrrelato de Fredric Brown: Reconciliación

Afuera, la noche era silenciosa y estrellada. En el salón de la casa se respiraba un ambiente tenso. El hombre y la mujer que allí estaban se contemplaban con odio, a unos pocos metros el uno del otro.

El hombre tenía los puños cerrados como si debiera utilizarlos, y los dedos de la mujer estaban separados y curvados como garras, pero ambos mantenían los brazos rígidamente estirados a lo largo de su cuerpo. Eran seres civilizados.

Ella habló en voz baja:

–Te odio –dijo–. He llegado a odiar todo lo que te concierne.

–No me extraña –replicó él–. Ya me has arrancado hasta el último céntimo con tus extravagancias, y ahora que ya no puedo comparte todas las tonterías que tu egoísta corazoncito…

–No es eso. Ya sabes que no es eso. Si aún me trataras igual que antes, sabes que el dinero no importaría. Es esa… esa mujer.

Él suspiró como aquel que suspira al oír una cosa por diezmilésima vez.

–Sabes muy bien –dijo– que ella no significaba nada para mí, absolutamente nada. Tú me empujaste a hacer… lo que hice. Y, a pesar de que no significara nada para mí, no lo lamento. Volvería a hacerlo.

–Volverás a hacerlo en cuanto se te presente la oportunidad. Pero yo no estaré aquí para que me humilles. Me has humillado ante mis amigas…

–¡Amigas! Esas arpías cuya asquerosa opinión te importa más que…

Un destello cegador y un calor sofocante. Ambos comprendieron, y cada uno de ellos dio un paso hacia el otro con los brazos extendidos; se abrazaron desesperadamente durante el segundo que les quedaba, el segundo final, que era todo lo que entonces importaba.

–Oh, amor mío, te quiero…

–John, John, cariño…

La onda de choque los alcanzó.

Fuera, en lo que había sido una noche silenciosa, una flor roja aumentaba de tamaño y se alzaba hacia el cielo destruido.
 
Aprendan geometría

[Minicuento - Texto completo.]

Fredric Brown
Henry miró el reloj. A las dos de la mañana cerró el libro, desesperado. Seguramente lo suspenderían al día siguiente. Cuanto más estudiaba geometría, menos la comprendía. Había fracasado ya dos veces. Con seguridad lo echarían de la universidad. Solo un milagro podía salvarlo. Se enderezó. ¿Un milagro? ¿Por qué no? Siempre se había interesado por la magia. Tenía libros. Había encontrado instrucciones muy sencillas para llamar a los demonios y someterlos a su voluntad. Nunca había probado. Y aquel era el momento o nunca. Tomó de la estantería su mejor obra de magia negra. Era sencillo. Algunas fórmulas, ponerse a cubierto en un pentágono, llega el demonio, no puede hacernos nada y se obtiene lo que se desea. ¡El triunfo es nuestro! Despejó la sala retirando los muebles contra las paredes. Luego dibujó en el suelo, con tiza, el pentágono protector. Por fin pronunció los encantamientos.El demonio era verdaderamente horrible, pero Henry se armó de coraje.

-Siempre he sido un inútil en geometría… -comenzó.

-¡A quién se lo dices! -replicó el demonio, riendo burlonamente.

Y cruzó, para devorarse a Henry, las líneas del hexágono que aquel idiota había dibujado en vez del pentágono.

FIN
 
Las 15 mejores historias cortas (para aprender leyendo)
Narraciones sencillas que transmiten mensajes con los que se aprenden valores y principios de vida.
por Oscar Castillero Mimenza
Varias historias con mensajes educativos.


A lo largo de la historia y desde la invención de la escritura, han sido múltiples los ejemplos de autores que a través de esta han dado rienda suelta a su imaginación con el fin de expresar sus sentimientos, emociones y pensamientos. Muchos de ellos han plasmado diferentes creencias, valores y maneras de hacer o vivir, algunos incluso en un corto espacio.

Se trata de historias cortas, de gran valor, de las cuales a lo largo de este artículo os ofrecemos una quincena para aprender leyendo.

15 historias cortas con las que aprender
A continuación os dejamos con un total de quince ejemplos de historias cortas y microrrelatos, muchos de los cuales han sido elaborados por grandes autores de diferentes épocas, y que tratan gran diversidad de temáticas.

1. El cuento de la lechera
“Érase una vez una joven lechera que llevaba un cubo de leche en la cabeza, camino al mercado para venderla. Durante el camino, la soñadora joven iba imaginando lo que podría lograr conseguir con la leche. Pensó que en primer lugar y con el dinero de la venta compraría un canasto de huevos, los cuales una vez eclosionaran le permitiría montar una pequeña granja de pollos. Una vez estos crecieran podría venderlos, lo que le daría dinero para comprarse un lechón.

Una vez este creciera la venta del animal bastaría para comprarse una ternera, con la leche de la cual seguiría obteniendo beneficios y a su vez podría tener terneros. Sin embargo, mientras iba pensando todas estas cosas la joven tropezó, lo que provocó que el cántaro cayera el suelo y se rompiera. Y con él, sus expectativas hacia lo que podría haber hecho con ella.”

Este cuento, que cuenta con versiones de Esopo y La Fontaine (siendo este último el que hemos reflejado), nos enseña la necesidad de vivir en el presente y que a pesar de que soñar es necesario también debemos tener en cuenta que ello no basta para lograr nuestros propósitos. Inicialmente, es una pequeña historia que nos avisa de tener cuidado con que la ambición no nos haga perder el sentido.

Asimismo, en algunas adaptaciones se incluye también un diálogo posterior entre la lechera y su madre, quien le cuenta que gracias a tener fantasías parecidas pudo lograr montar una granja: en este caso es una reflexión de que necesitamos soñar y ambicionar, pero cuidando lo que hacemos para llegar a cumplir los objetivos, además de no rendirnos ante el primer tropiezo u obstáculo.

2. La sospecha
“Érase una vez un leñador el cual un día se dio cuenta que no tenía su hacha. Sorprendido y con lágrimas en los ojos, se encontró cerca de su casa al vecino, quien como siempre lo hacía le saludó sonriente y amablemente.

Mientras éste entraba en su casa, el leñador de repente empezó a sospechar y pensar que tal vez hubiese sido el vecino quien le había robado el hacha. De hecho, ahora que lo pensaba bien su sonrisa parecía nerviosa, tenía una mirada extraña e incluso hubiese dicho que le temblaban las manos. Bien pensado, el vecino tenía la misma expresión que un ladrón, caminaba como un ladrón y hablaba como un ladrón.

Todo ello iba pensando el leñador, cada vez más convencido de haber encontrado al culpable del hurto, cuando de repente se dió cuenta de que sus pasos le habían llevado de nuevo al bosque donde había estado la noche anterior.

De pronto, tropezó con algo duro y cayó. Cuando miró al suelo...encontró su hacha! El leñador volvió de nuevo a su hogar con el hacha, arrepentido de sus sospechas, y cuando vio de nuevo a su vecino vio que su expresión, andar y manera de hablar eran (y habían sido en todo momento) las de siempre.”

Esta historia corta, la cual forma parte de muchas tradiciones pero al parecer tiene su origen en China, nos sirve para aprender que a veces nuestros pensamientos y sospechas nos hacen tener percepciones distorsionadas de la realidad, pudiendo llegar a malinterpretar situaciones y personas con gran facilidad. También nos enseña a no acusar a alguien gratuitamente hasta tener pruebas reales de aquello de lo que le acusamos.

3. La gallina de los huevos de oro
“Érase una vez una pareja de granjeros que, un día, descubrieron en uno de los nidos en los que criaban gallinas un huevo de oro macizo. La pareja fue observando que el ave producía tal prodigio día tras día, obteniendo cada día un huevo de oro.

Reflexionando sobre qué era lo que hacía que la gallina en cuestión tuviese esa habilidad, sospecharon que que ésta poseía oro en su interior. Para comprobarlo y obtener todo el oro de una vez, mataron a la gallina y la abrieron, descubriendo para su sorpresa que por dentro la prodigiosa ave era igual a las demás. Y también se dieron cuenta que, en su ambición, habían acabado con aquello que les había estado enriqueciendo.”

Esta fábula, asociada a Esopo aunque también versionada por autores como Samariaga o La Fontaine y que en ocasiones nos habla de una gallina y en otras de un ganso, nos enseña la importancia de dejar de lado la codicia, ya que nos puede conducir a perder lo que tenemos.

4. El maestro zen
“Érase una vez, durante una guerra civil en la época feudal, un pequeño poblado en el que vivía un maestro zen. Un día, llegó a ellos la noticia de que un temible general se dirigía en su dirección para invadir y tomar la zona. El día anterior a la llegada del ejército toda la aldea huyó, con la excepción del anciano maestro. Cuando llegó el general, tras encontrar la aldea prácticamente desierta y sabiendo de la existencia del anciano, ordenó que el maestro zen se personase ante él, pero este no lo hizo.

El general se dirigió rápidamente hacia el templo donde el maestro descansaba. Furioso, el general sacó su espada y se la acercó a la cara, gritándole que si no se daba cuenta de que estaba simplemente parado delante de quien podría atravesarle en un instante. Con total tranquilidad, el anciano maestro le contestó que precisamente el general estaba ante alguien que podía ser atravesado en un instante. El general, sorprendido y confuso, terminó haciéndole una reverencia y marchándose del lugar.”

Esta historia corta refleja la cualidad del autocontrol emocional y el valor de tener la capacidad de mantenerse sereno en cualquier circunstancia. La cuestión es que cualquier cosa puede pasarnos en cualquier momento, y perturbarnos ante ello no nos conduce a nada.

5. El zorro y las uvas
“Había una vez un zorro que caminaba, sediento, por el bosque. Mientras lo hacía vio en lo alto de la rama de un árbol un racimo de uvas, las cuales deseó al instante al servirle para refrescarse y apagar su sed. El zorro se acercó al árbol e intentó alcanzar las uvas, pero estaban demasiado altas. Tras intentarlo una y otra vez sin conseguirlo, el zorro finalmente se rindió y se alejó. Viendo que un pájaro había visto todo el proceso se dijo en voz alta que en realidad no quería las uvas, dado aún no estaban maduras, y que en realidad había cesado el intento de alcanzarlas al comprobarlo.”

Otra interesante historia corta en forma de fábula que nos enseña que a menudo nos intentamos convencer a nosotros mismos de no querer algo e incluso llegamos a despreciar dicho algo por el hecho de que encontramos difícil llegar a alcanzarlo.

6. El lobo y la grulla
“Érase una vez un lobo el cual, comiendo carne, sufrió el atasco de un hueso en su garganta. Esta empezó a hinchársele y a generarla gran dolor, corriendo el lobo desesperado intentando sacárselo o encontrar ayuda. Durante su camino encontró una grulla, a la cual tras explicarle la situación suplicó ayuda prometiéndole darle lo que le pidiera. A pesar de que desconfiaba, la grulla aceptó con la condición de que el lobo cumpliera lo pactado. El ave procedió a introducir su cabeza por su garganta, consiguiendo que el hueso se desprendiera. Se retiró y observó como el lobo se recuperaba, pudiendo ahora respirar con normalidad, tras lo cual le pidió que cumpliera con lo prometido. Sin embargo el lobo contestó que suficiente recompensa era no haberla devorado pese a haberla tenido entre sus dientes.”

Esta fábula de Esopo (si bien también se encuentra una versión en la tradición de la India en que en vez de un lobo el animal en apuros es un león), nos enseña que no siempre podemos fiarnos de lo que nos dicen y prometen los demás, dado que habrá quien nos será ingrato o incluso quien nos mentirá y manipulará para lograr sus propósitos sin valorar el propio esfuerzo.

7. El viejo, el niño y el burro
“Érase una vez un abuelo y un nieto que decidieron emprender un viaje junto con un burro. Inicialmente el anciano hizo que el niño montara en el animal, con el fin de que no se cansara. Sin embargo, al llegar a una aldea, los lugareños empezaron a comentar y criticar que el anciano tuviera que ir al pie mientras que el niño, más joven y vital, fuera montado. Las críticas hicieron que finalmente abuelo y nieto cambiaran posiciones, yendo ahora el anciano montado sobre el burro y el niño caminando al lado.

Sin embargo, al pasar por una segunda aldea, los lugareños pusieron el grito en el cielo de que el pobre niño fuera caminando mientras el hombre mayor lo hacía cómodamente montado. Ambos decidieron entonces montar en el animal. Pero al llegar a un tercer poblado los aldeanos criticaron durante a ambos, acusándoles de cargar en exceso al pobre burro.

Ante esto, el anciano y su nieto decidieron ir ambos a pie, caminando al lado del animal. Pero en un cuarto pueblo se rieron de ellos, dado que disponían de una montura y ninguno de ellos viajaba en ella. El abuelo aprovechó la situación para hacer ver a su nieto el hecho de que, hicieran lo que hicieran, siempre habría alguien a quien le parecería mal y que lo importante no era lo que otros dijeran, sino lo que creyera una mismo.”

Este cuento tradicional nos enseña a tener en cuenta que debemos ser fieles a nosotros mismos, y que hagamos lo que hagamos habrá alguien a quien no le guste y nos critique: no podemos gustarle a todo el mundo, y no debemos obsesionarnos con agradar al prójimo.

8. La felicidad escondida
“En el inicio de los tiempos, antes de que la humanidad poblara la Tierra, los distintos dioses se reunieron con el fin de preparar la creación del ser humano, a su imagen y semejanza. Sin embargo uno de ellos se dió cuenta de que si los hacían exactamente iguales a ellos, en realidad estarían creando nuevos dioses, con lo que deberían quitarle algo de tal manera que se diferenciara de ellos. Tras pensarlo detenidamente, otro de los presentes propuso quitarles la felicidad y esconderla en un lugar donde no pudieran encontrarla nunca.

Otro de ellos propuso esconderla en el monte más alto, pero se dieron cuenta de que al tener fuerza, la humanidad podría llegar a subir y hallarla. Otro propuso que la ocultaran debajo del mar, pero dado que la humanidad poseería curiosidad podría llegar a construir algo para llegar a las profundidades marinas y encontrarla. Un tercero propuso llevar la felicidad a un planeta lejano, pero otros concluyeron que dado que el ser humano tendrá inteligencia podrá construir naves espaciales que puedan llegar a alcanzarla.

El último de los dioses, que había permanecido en silencio hasta entonces, tomó la palabra para indicar que sabía un lugar donde no la encontrarían: propuso que escondieran la felicidad dentro del propio ser humano, de tal modo que este estaría tan ocupado buscando fuera que jamás la hallaría. Estando todos de acuerdo con ello, así lo hicieron. Este el motivo por el cual el ser humano se pasa la vida buscando la felicidad, sin saber que en realidad está en sí mismo.”

Esta hermosa historia en forma de cuento refleja algo que está muy presente en la sociedad actual: solemos buscar la felicidad constantemente como si fuera algo externo que podemos alcanzar, cuando en realidad la encontramos precisamente cuando no la estamos buscando sino disfrutando del aquí y el ahora.

9. El pájaro víctima de la bondad
“Hubo una vez una gaviota, la cual descendió volando a uno de los suburbios de la capital de Lu. El marqués de la zona se afanó en agasajarla y darle la bienvenida en el templo, preparando para ella la mejor música y grandes sacrificios. Sin embargo, el ave estaba aturdida y triste, no probando la carne o el vino. Tres días después murió. El marqués de Lu agasajó a la gaviota tal y como a él le hubiese gustado serlo, no como al ave le hubiese gustado”

Esta historia corta nos cuenta algo muy importante: a menudo no tenemos en cuenta que nuestras necesidades y gustos no tienen porqué ser los mismos que los de los demás (y de hecho pueden ser directamente opuestos a los propios), siendo necesario que prestemos atención a lo que el otro necesita por tal de poder ayudarle o agasajarle de verdad.

10. El caballo perdido del anciano sabio
“Érase una vez un anciano campesino de gran sabiduría, el cual vivía con su hijo y que poseía un caballo. Un día el corcel escapó del lugar, algo que hizo que los vecinos fueran a consolarles ante su mala suerte. Pero ante sus palabras de consuelo, el anciano campesino les respondió que lo único verdadero es que el caballo había escapado, y si eso era buena o mala suerte sería el tiempo lo que lo dictaminaría.

Poco después el caballo regresó con sus dueños, acompañado de una hermosa yegua. Los vecinos corrieron a felicitarle por su buena suerte. Sin embargo, el anciano les respondió que en realidad lo único que sí era cierto era que el caballo había regresado con la yegua, y si esto era malo o bueno el tiempo lo diría.

Tiempo después el hijo del campesino intentó montar a la yegua, aún salvaje, de tal manera que se cayó de la montura y se rompió la pierna. Según el médico, la rutpura le provocaría una cojera permanente. Los vecinos volvieron a consolar a ambos, pero también en esta ocasión el anciano campesino dictaminaría que lo único que se sabía en verdad era que su hijo se había roto una pierna, y que si ello era bueno o malo aún estaba por verse.

Finalmente, llegó un día en que se inició una sangrienta guerra en la región. Se empezó a reclutar a todos los jóvenes, pero al ver la cojera del hijo del campesino los soldados que fueron a reclutarle decidieron que no era apto para el combate, algo que provocó que no fuera reclutado y pudiera permanecer sin combatir.

La reflexión que el anciano le hizo ver a su hijo en base a todo lo ocurrido es que los hechos no son buenos o malos en sí mismos, sino que lo son nuestras expectativas y percepción de ellos: la huida del caballo trajo a la yegua, lo que a su vez supuso la rotura de su pierna y asimismo ello condujo a una cojera permanente era lo que ahora le salvaba la vida.”

Esta conocida historia, bastante autoexplicativa, nos narra cómo nuestra consideración y valoración de lo que nos ocurre a veces puede estar sesgada, ya que el propio suceso no es ni bueno ni malo per se, y cómo lo que a veces vemos como algo positivo o negativo puede llevarnos a lugares insospechados.

11. El cojo y el ciego
“Hubo una vez un cojo y un ciego que iban paseando juntos cuando se encontraron un río, el cual ambos debían cruzar. El cojo le dijo al ciego que él no podría llegar a la otra orilla, a lo que el ciego respondió que él sí podría pasar pero ante su falta de visión podría resbalar.

Ante ello, se les ocurrió una gran idea: el hombre ciego sería quien llevaría la marcha y sostendría a ambos con sus piernas, mientras que el hombre cojo sería los ojos de ambos y podría guiar a ambos durante el cruce. Subiendo el cojo encima del ciego, ambos procedieron a cruzar cuidadosamente el río, lográndolo con éxito y consiguiendo alcanzar la otra orilla sin dificultades.”

Esta pequeña historia, que cuenta con otras variantes (como por ejemplo que en vez de cruzar un río ambos tienen que escapar de un incendio), nos sirve para entender la importancia de colaborar y cooperar con los demás, algo que permite aunar las habilidades de todos para alcanzar un proyecto común.

12. La leyenda de Toro Bravo y Nube Azul
“Cuenta una leyenda de los Sioux que hubo una vez una joven pareja formada por Toro Bravo y Nube Azul, que se amaban profundamente. Queriendo permanecer unidos por siempre, ambos acudieron al anciano de la tribu con el fin de que les proporcionara un talismán por tal de estar siempre juntos.

El anciano indicó a la joven Nube Azul que acudiera sola a la montaña del norte y capturase con una red al mejor halcón que allí viviese, mientras que a Toro Bravo le dirigió a la montaña del sur para atrapar al águila más poderosa. Ambos jóvenes se esforzaron duramente y lograron capturar cada uno a la mejor ave de cada una de las montañas.

Hecho esto, el anciano les indicó que ataran las patas del halcón y el águila entre sí y luego las dejaran volar en libertad. Así lo hicieron, pero al estar atadas ambas aves cayeron al suelo sin poder volar con normalidad. Tras varios intentos, ambas empezaron a agredirse entre sí. El anciano hizo a la pareja ver esto, y les indicó que el talismán era el aprendizaje de que debían volar juntos, pero nunca atados si no querían terminar dañándose el uno al otro.”

Este leyenda de los Sioux pretende hacernos ver que el amor no implica estar siempre y en todo momento juntos hasta el punto de depender el uno del otro, sino que debemos aprender a compartir nuestra vida pero conservando nuestra individualidad y no fomentar actitudes de dependencia o codependencia.

13. La Arena y la Piedra
“Había una vez dos amigos que caminaban por el desierto, tras haber perdido a sus camellos y habiendo pasado días sin probar bocado. Un día, surgió una discusión entre ellos en el que uno de los dos increpó al otro por haber elegido la ruta equivocada (si bien la decisión había sido conjunta) y en un arrebato de ira le dió una bofetada. El agredido no dijo nada, pero escribió en la arena que en ese día su mejor amigo le había pegado una bofetada (una reacción que sorprendió al primero).

Posteriormente ambos llegaron a un oasis, en el cual decidieron bañarse. En ello estaban cuando el anteriormente agredido empezó a ahogarse, a lo que el otro respondió rescatándole. El joven le agradeció la ayuda y posteriormente, con un cuchillo, escribió sobre una piedra que su mejor amigo le había salvado la vida.

El primero, curioso, le preguntó a su compañero por qué cuando le había pegado el había escrito en la arena y ahora lo hacía en una piedra. El segundo le sonrió y le contestó que cuando alguien le hacía algo malo intentaba escribirlo sobre la arena por tal de que la marca fuera borrada por el viento, mientras que cuando alguien hacía algo bueno prefería dejarlo grabado en piedra, donde permanecerá por siempre.”

Esta hermosa leyenda de origen árabe nos indica que lo que debemos valorar y mantener frescas en nuestra memoria son las cosas buenas que los demás hacen, mientras que las marcas que nos dejan las malas debemos intentar desdibujarlas y perdonarlas con el tiempo.

14. El zorro y el tigre
“ Había una vez un enorme tigre que cazaba en los bosques de China. El poderoso animal se topó y empezó a atacar a un pequeño zorro, el cual ante el peligro únicamente tuvo como opción recurrir a la astucia. Así, el zorro le increpó y le indicó que no sabía hacerle daño puesto que él era el rey de los animales por designio del emperador del cielo.

Asimismo le indicó que si no le creía le acompañara: así vería como todos los animales huían atemorizados al verle llegar. El tigre así lo hizo, observando en efecto como a su paso los animales escapaban. Lo que no sabía era que esto no era debido a que estuvieran confirmando las palabras del zorro (algo que el tigre acabó por creer), sino que de hecho huían de la presencia del felino.”

Esta fábula de origen chino nos enseña que la inteligencia y la astucia resultan mucho más útiles que el mero poderío físico o la fuerza.

15. Los dos halcones
“Había una vez un rey el cual amaba los animales, que un día recibió como regalo dos hermosas crías de halcón. El rey los entregó a un maestro cetrero para que los alimentara, cuidara y entrenara. Pasó el tiempo y después de unos meses en los que los halcones crecieron el cetrero pidió una audiencia con el rey para explicarle que si bien uno de los halcones había alzado ya el vuelo con normalidad, el otro había permanecido en la misma rama desde que llegó, no emprendiendo el vuelo en ningún momento. Ello preocupó en gran medida al rey, que mandó llamar a múltiples expertos para solucionar el problema del ave. Sin éxito.

Desesperado, decidió ofrecer una recompensa a quien lograra que el ave consiguiera volar. Al día siguiente el rey pudo ver cómo el ave ya no estaba en su rama, sino que volaba libremente por la región. El soberano mandó llamar al autor de tal prodigio, encontrándose con que quien lo había logrado era un joven campesino. Poco antes de entregarle su recompensa, el rey le preguntó cómo lo había logrado. El campesino le contestó que simplemente había partido la rama, no quedándole otra opción al halcón que echar a volar.”

Una breve historia que nos sirve para entender que a veces nos creemos incapaces de hacer las cosas por miedo, a pesar de que la experiencia demuestra más que a menudo que en el fondo sí tenemos la capacidad para conseguir realizarlas: el ave no confiaba en sus posibilidades para volar pero una vez se puso a prueba no le quedó más remedio que intentarlo, algo que le condujo al éxito.

Referencias bibliográficas:
TÓPICOS


https://psicologiaymente.com/autores/oscar-castillero-mimenza
Oscar Castillero Mimenza
Psicólogo en Barcelona | Redactor especializado en Psicología Clínica

Graduado en Psicología con mención en Psicología Clínica por la Universidad de Barcelona. Máster en Psicopedagogía con especialización en Orientación en Educación Secundaria. Cursando el Máster en Psicología General Sanitaria por la UB.

https://psicologiaymente.com/cultura/historias-cortas
 
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