En corto. Relatos.

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EL SUICIDA

(cuento)

Enrique Anderson Imbert (Argentina, 1910-2000)

Al pie de la Biblia abierta –donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo– alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.

Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.


¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.

Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.

Tomó el cuchillo de la cocina, se desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud como el agua después que le pescan el pez.

Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.

Corrió hacia el balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad incendiada.
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Escritor Slawomir Mrozek

REVOLUCION

En mi habitación la cama estaba aquí, el armario allá y en medio la mesa.

Hasta que esto me aburrió. Puse entonces la cama allá y el armario aquí.

Durante un tiempo me sentí animado por la novedad. Pero el aburrimiento acabó por volver.

Llegué a la conclusión de que el origen del aburrimiento era la mesa, o mejor dicho, su situación central e inmutable.


Trasladé la mesa allá y la cama en medio. El resultado fue inconformista.

La novedad volvió a animarme, y mientras duró me conformé con la incomodidad inconformista que había causado. Pues sucedió que no podía dormir con la cara vuelta a la pared, lo que siempre había sido mi posición preferida.

Pero al cabo de cierto tiempo la novedad dejó de ser tal y no quedo más que la incomodidad. Así que puse la cama aquí y el armario en medio.

Esta vez el cambio fue radical. Ya que un armario en medio de una habitación es más que inconformista. Es vanguardista.

Pero al cabo de cierto tiempo… Ah, si no fuera por ese «cierto tiempo». Para ser breve, el armario en medio también dejó de parecerme algo nuevo y extraordinario.

Era necesario llevar a cabo una ruptura, tomar una decisión terminante. Si dentro de unos límites determinados no es posible ningún cambio verdadero, entonces hay que traspasar dichos límites. Cuando el inconformismo no es suficiente, cuando la vanguardia es ineficaz, hay que hacer una revolución.

Decidí dormir en el armario. Cualquiera que haya intentado dormir en un armario, de pie, sabrá que semejante incomodidad no permite dormir en absoluto, por no hablar de la hinchazón de pies y de los dolores de columna.

Sí, esa era la decisión correcta. Un éxito, una victoria total. Ya que esta vez «cierto tiempo» también se mostró impotente. Al cabo de cierto tiempo, pues, no sólo no llegué a acostumbrarme al cambio—es decir, el cambio seguía siendo un cambio—, sino que, al contrario, cada vez era más consciente de ese cambio, pues el dolor aumentaba a medida que pasaba el tiempo.

De modo que todo habría ido perfectamente a no ser por mi capacidad de resistencia física, que resultó tener sus límites. Una noche no aguanté más. Salí del armario y me metí en la cama.

Dormí tres días y tres noches de un tirón. Después puse el armario junto a la pared y la mesa en medio, porque el armario en medio me molestaba.

Ahora la cama está de nuevo aquí, el armario allá y la mesa en medio. Y cuando me consume el aburrimiento, recuerdo los tiempos en que fui revolucionario.

…………..

“Revolución” de S. Mrozek. Perteneciente a la obra La vida difícil

© de la traducción, 1995 by Bozena Zaboklicka y Francesc Miravitlles y Quaderns Crema S.A.U. (Acantilado, Barcelona)




Comentario de Revolución, de Slawomir Mrozek
Sorprende que en un cuento tan breve como “Revolución” se haya sintetizado, y con excelente sentido del humor, el devenir de los últimos tiempos de la historia de Europa, tanto en su evolución político-social como artístico-cultural. Pero, sobre todo, destaca la gracia inteligente del autor polaco que narra, en primera persona, las peripecias de un hombre que, un buen día, insatisfecho por el orden y monótona disposición de los muebles de su habitación y para hacer más interesante su cotidianeidad, decidió cambiarlos de lugar, suponiendo que así él mismo podría renovarse, pues la transformación de su hábitat comportaría la renovación de su propia existencia. El resultado fue que, por ello, se sometió primero a lo novedoso, más tarde, a lo insólito -ambos, valores máximos y aun míticos de la modernidad-, y, después, por supuesto, a lo incómodo, llegando incluso al sufrimiento insoportable.

No hay que ser un lince para darse cuenta de que estamos ante una parodia brevísima, pero excelente, de las innovaciones del arte moderno, de los experimentos culturales y, también y sobre todo, de los inhumanos y brutales sistemas políticos del último siglo. Si colocar la cama en medio de la habitación resulta indudablemente inconformista, poner en dicho lugar el armario se transmuta en un acto de vanguardia. Como el armario entorpece el paso y no permite llegar hasta la cama, nuestro hombre toma la decisión de dormir de pie dentro de él, o sea, justo lo más incómodo, absurdo y doloroso: “Esto sí era ya un acto revolucionario”.

Al fin el buen sentido se impone, porque ni pueblos ni hombres pueden soportar por largo tiempo el dolor y ni mucho menos el absurdo; y, por tanto, se vuelve al orden primigenio. Pero, ¡ay!, de vez en cuando, nuestro hombre se aburre y siente nostalgia de su pasado revolucionario; así, pues, es posible que, sentado en su silla, ante la mesa, con rostro lánguido y mano en mejilla, esté esperando a los bárbaros…

Paz Díez Taboada

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Relato corto de Dorothy Parker: Una llamada telefónica


Dorothy Parker es una de las voces narrativas estadounidenses más importantes del pasado siglo. Parker inoculó su personal sarcasmo en sus cuentos, poemas, obras de teatro, críticas literarias…


El relato que podéis leer a continuación, “Una llamada telefónica”, publicado por primera vez en 1928, narra en una suerte de monólogo interior la angustia de una mujer que está pendiente de que el hombre al que quiere marque su número de teléfono.

Algunos de los mejores cuentos de Dorothy Parker están incluidos en Colgando de un hilo, publicado en 2015 por Lumen, traducido por Jordi Fibla, Celia Filipetto y Carmen Franci.

Alan Ruldolph dirigió la película La señora Parker y el círculo vicioso (1994), basada en la vida de la escritora, con la interpretación de Jennifer Jason Leigh.



Una llamada telefónica, un relato corto de Dorothy Parker
Por favor, Dios, que llame ahora. Querido Dios, que me llame ahora. No voy a pedir nada más de ti, realmente no lo haré. No es mucho pedir. Sería tan poco para ti, Dios, una cosa tan, tan pequeña. Solo deja que llame ahora. Por favor, Dios. Por favor, por favor, por favor.

Si no pienso en eso, tal vez el teléfono suene. A veces lo hace. Si pudiera pensar en otra cosa. Si pudiera pensar en otra cosa. Quizá si cuento hasta quinientos de cinco en cinco, suene antes de que termine. Voy a contar lentamente. Sin trampas. Y si suena cuando llegue a trescientos, no voy a parar, no voy a contestar hasta que llegue a quinientos. Cinco, diez, quince, veinte, veinticinco, treinta, treinta y cinco, cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta… Oh, por favor, llama. Por favor.

Esta es la última vez que voy a mirar el reloj. No voy a mirar de nuevo. Son las siete y diez. Dijo que llamaría a las cinco. “Te llamaré a las cinco, cariño.” Creo que fue en ese momento que dijo: “cariño”. Estoy casi segura de que fue en ese momento. Sé que me llamó “cariño” dos veces, y la otra fue cuando me dijo adiós. “Adiós, cariño.” Estaba ocupado, y no puede hablar mucho en la oficina, pero me llamó “cariño” dos veces. Mi llamada no puede haberlo molestado. Sé que no debemos llamarlos muchas veces; sé que no les gusta. Cuando lo haces ellos saben que estás pensando en ellos y que los quieres, y hace que te odien. Pero yo no había hablado con él en tres días, tres días. Y todo lo que hice fue preguntarle cómo estaba, justo como cualquiera puede llamar y preguntarle. No puede haberle molestado eso. No podía haber pensado que lo estaba molestando. “No, por supuesto que no”, dijo. Y dijo que me llamaría. Él no tenía que decir eso. No se lo pedí, en verdad no lo hice. Estoy segura de que no lo hice. No creo que él prometa llamarme y luego nunca lo haga. Por favor, no le permitas hacer eso, Dios. Por favor, no.

“Te llamaré a las cinco, cariño.” “Adiós, cariño.” Estaba ocupado, y tenía prisa, y había gente a su alrededor, pero me llamó “cariño” dos veces. Eso es mío, mío. Tengo eso, aunque nunca lo vea de nuevo. Oh, pero es tan poco. No es suficiente. Nada es suficiente si no lo vuelvo a ver. Por favor, déjame volver a verlo, Dios. Por favor, lo quiero tanto. Lo quiero mucho. Voy a ser buena, Dios. Voy a tratar de ser mejor persona, lo haré, si me dejas verlo de nuevo. Si lo dejas que me llame. Oh, deja que me llame ahora.

Ah, no desprecies mi oración, Dios. Tú te sientas ahí, tan blanco y anciano, con todos los ángeles alrededor y las estrellas deslizándose en tu entorno. Y yo te vengo implorando por una llamada telefónica. Ah, no te rías, Dios. Verás, tú no sabes cómo se siente. Estás tan seguro, allí en tu trono, con el gran azul remoloneando debajo de ti. Nada puede tocarte, nadie puede torcer tu corazón en su mano. Esto es sufrimiento, Dios, esto es sufrimiento malo, malo. ¿No me ayudarás? Por el amor de tu Hijo, ayúdame. Dijiste que harías lo que se te pidiera en su nombre. Oh, Dios, en el nombre de tu único y amado Hijo, Jesucristo, nuestro Señor, que me llame ahora.

Tengo que parar esto. No debo ser así. Veamos. Supón que un hombre joven dice que va a llamar a una chica, y luego pasa algo y no lo hace. No es tan terrible, ¿verdad? ¿Por qué? Está pasando en todo el mundo en este mismo momento. Oh, ¿qué me importa lo que esté pasando en todo el mundo? ¿Por qué no puede sonar el teléfono? ¿Por qué no puede? ¿Por qué no? ¿No podrías sonar? Vamos, por favor, ¿no? Maldita cosa fea y brillante. ¿Es que te haría daño sonar? Oh, eso te haría daño. ¡Maldita sea! Voy a arrancar tus raíces sucias de la pared y te romperé esa cara negra y engreída en pequeños trozos. Vete al infierno.

No, no, no. Tengo que parar. Tengo que pensar en otra cosa. Esto es lo que voy a hacer. Voy a poner el reloj en la otra habitación. Entonces no podré verlo. Si quisiera mirarlo, tendría que entrar al dormitorio, y eso sería algo que hacer. Tal vez, antes de que yo lo vea de nuevo, él me llame. Voy a ser tan dulce con él, si me llama. Si dice que no puede verme esta noche, le diré: “No te preocupes, está bien, cariño. En serio, por supuesto que está bien.” Voy a ser exactamente como era cuando lo conocí. Entonces tal vez le guste de nuevo. Yo era siempre dulce, entonces. Oh, es tan fácil ser dulce con la gente antes de amarla.

Creo que todavía debo gustarle un poco. No me habría llamado “cariño” dos veces hoy si ya no le gustara. No todo se ha perdido si todavía le gusto un poco, aunque sea solo un poquito. Verás, Dios, si dejaras que me llamara, no tendría que pedirte nada más. Sería dulce con él, sería alegre, justo del modo en que solía ser, y entonces él me amará otra vez. Y entonces yo nunca tendría que pedirte nada más. ¿No ves, Dios? Así que, ¿dejarías que me llame ahora? ¿Podrías, por favor, por favor?

¿Me estás castigando, Dios, por haber sido mala? ¿Estás enojado conmigo? Oh, pero, Dios, hay personas tan malas; no puedes castigarme solo a mí. Y no hice tanto mal, no podía haber sido tanto. No le hice daño a nadie, Dios. Las cosas solo son malas cuando se lastiman personas. No herí una sola alma, tú lo sabes. Tú sabes que no hice mal, ¿no, Dios? Así que, ¿dejarás que me llame ahora?

Si no me llama, voy a saber que Dios está enojado conmigo. Voy a contar a quinientos de cinco en cinco, y si no me ha llamado entonces, sabré que Dios no va a ayudarme nunca más. Esa será la señal. Cinco, diez, quince, veinte, veinticinco, treinta, treinta y cinco, cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta, cincuenta y cinco… Hice mal. Yo sabía que hacía mal. Muy bien, Dios, mándame al infierno. Crees que me asustas con tu infierno, ¿no? Eso piensas. Que tu infierno es peor que el mío.

No debo. No debo hacer esto. Supón que se le hizo tarde para llamarme; no hay que ponerse histérica. Tal vez no va a llamar; tal vez ya viene para acá sin llamar por teléfono. Se desconcertará si ve que he estado llorando. No les gusta que llores. No llores. Pido a Dios que pudiera hacerlo llorar. Me gustaría poder hacerlo llorar y rodar por el suelo y sentir su corazón pesado, grande y supurante dentro de él. Me gustaría poder hacerle pasar un infierno.

Él no me desea un infierno a mí. Ni siquiera sé si sabe lo que siento por él. Me gustaría que lo supiera, pero sin yo decirle. No les gusta que les digas que te han hecho llorar. No les gusta que les digas que eres infeliz por culpa de ellos. Si lo haces, piensan que eres posesiva y exigente. Y luego te odian. Te odian cada vez que dices algo que realmente piensas. Siempre tienes que seguir con los jueguitos. Oh, pensé que no era necesario, yo pensaba que esto era tan grande que podía decir lo que quería. Supongo que no se puede, nunca. Supongo que no hay nada lo suficientemente grande como para eso, jamás. ¡Oh, si él me llamara, no le diría que había estado triste por su culpa! Odian a la gente triste. Sería tan dulce y alegre que no podría evitar encariñarse conmigo. Si tan solo me llamara. Si tan solo me llamara.

Tal vez eso está haciendo. Tal vez viene para acá sin llamarme. Tal vez está en camino. Quizá le ocurrió algo. No, nada puede pasarle a él. No puedo siquiera imaginar tal cosa. Nunca me lo imagino atropellado. Nunca lo he visto tirado, quieto y largo y muerto. Me gustaría que estuviera muerto. Es un deseo terrible. Es un deseo encantador. Si estuviera muerto sería mío. Si estuviera muerto nunca pensaría en hoy y estas últimas semanas. Solo recordaría los tiempos espléndidos. Todo sería hermoso. Me gustaría que estuviera muerto. Me gustaría que estuviera muerto, muerto, muerto.

Qué tontería. Es una tontería ir por ahí deseando que personas mueran, tan solo porque no te llamaron a la hora que dijeron. Tal vez el reloj se adelantó, no sé si tiene la hora correcta. Quizá su tardanza no es real. Cualquier cosa podría haberlo retrasado un poco. Tal vez tuvo que quedarse en la oficina. Tal vez fue a su casa, para llamarme desde ahí, y alguien lo visitó. No le gusta llamarme delante de la gente. Tal vez está preocupado, aunque sea un poco, de tenerme esperando. Puede que incluso espere que yo lo llame. Yo podría hacer eso. Podría llamarlo.

No debo. No debo, no debo. Oh, Dios, por favor, no me dejes hacerlo. Por favor, prevén que me atreva. Yo sé, Dios, tan bien como tú, que si se preocupara por mí habría llamado sin importar dónde esté ni cuánta gente tiene alrededor. Por favor hazme saberlo, Dios. No te pido que me lo hagas fácil ni me ayudes; no puedes hacerlo, aunque pudiste crear un mundo entero. Solo hazme saberlo, Dios. No me dejes seguir con esperanzas. No quiero seguir reconfortándome. Por favor, no dejes que me llene de esperanzas, querido Dios. No, por favor.

No voy a llamarlo. Nunca lo llamaré de nuevo mientras viva. Puede pudrirse en el infierno antes de que lo llame. No hace falta que me des fuerza, Dios, ya la tengo. Si él me quiere, puede tenerme. Él sabe dónde estoy. Él sabe que estoy esperando aquí. Él está tan seguro de mí, tan seguro. Me pregunto por qué nos odian tan pronto están seguros de una. Pienso que sería tan dulce estar seguro.

Sería tan fácil llamarlo. Entonces sabría todo. Tal vez no sería tan tonto. Tal vez no le molestaría. Tal vez hasta le gustaría. Tal vez ha estado tratando de llamarme. A veces la gente trata y trata de llamar a alguien, pero el número no responde. No estoy diciendo eso para confortarme, eso pasa de verdad. Tú sabes que ocurre de verdad, Dios. Oh, Dios, mantenme lejos de ese teléfono. Mantenme lejos. Permíteme quedarme con un poco de orgullo. Creo que voy a necesitarlo, Dios. Creo que será lo único que tendré.

Oh, ¿qué importa el orgullo cuando no puedo soportar estar sin hablarle? Este orgullo es tan tonto y miserable. El verdadero orgullo, el grande, consiste en no tener orgullo. No estoy diciendo eso solo porque quiera llamarlo. No. Eso es verdad, yo sé que es verdad. Voy a ser grande. Voy a librarme de los orgullos pequeños.

Por favor, Dios, impídeme llamarlo. Por favor, Dios.

No veo qué tiene que ver el orgullo aquí. Esto es una cosa demasiado pequeña para meter el orgullo, para armar tal alboroto. Puede que lo haya malinterpretado. Tal vez él me dijo que lo llamara a las cinco. “Llámame a las cinco, cariño.” Él pudo haber dicho eso, perfectamente. Es muy posible que no haya escuchado bien. “Llámame a las cinco, cariño.” Estoy casi segura de que eso dijo. Dios, no me dejes decirme estas cosas. Hazme saber, por favor, hazme saber.

Voy a pensar en otra cosa. Voy a sentarme en silencio. Si pudiera quedarme quieta. Si pudiera quedarme quieta. Tal vez pueda leer. Oh, todos los libros son acerca de personas que se aman verdadera y dulcemente. ¿Qué ganan escribiendo eso? ¿No saben que no es verdad? ¿Acaso no saben que es una mentira, una maldita mentira? ¿Por qué deben escribir esas cosas, si saben cómo duele? Malditos sean, malditos, malditos.

No lo haré. Voy a estar tranquila. Esto no es nada para alterarse. Mira. Supón que fuera alguien que no conozco muy bien. Supón que fuera otra chica. Entonces marcaría el teléfono y diría: “Bueno, por amor de Dios, ¿qué te ha pasado?” Eso haría, sin pensarlo apenas. ¿No puedo ser casual y natural solo porque lo amo? Puedo serlo. Honestamente, puedo serlo. Lo llamaré, y seré tan ligera y agradable. A ver si no lo haré, Dios. Oh, no dejes que lo llame. No, no, no.

Dios, ¿realmente no vas a dejar que llame? ¿Seguro, Dios? ¿No podrías, por favor, ceder? ¿No? Ni siquiera te pido que dejes que llame ahora, Dios, solo que lo haga dentro de un rato. Voy a contar quinientos de cinco en cinco. Voy a hacerlo despacio y con parsimonia. Si no ha telefoneado entonces, lo llamaré. Lo haré. Oh, por favor, querido Dios, querido Dios misericordioso, mi Padre bienaventurado en el cielo, ¡que llame antes de entonces! Por favor, Dios. Por favor.

Cinco, diez, quince, veinte, veinticinco, treinta, treinta y cinco…

Dorothy Parker, “A Telephone Call”, The Bookman, 1928

https://escribirycorregir.com/relato-corto-de-dorothy-parker/
 
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Relato corto de Mark Twain: Cuento de fantasmas


En esta sección de relatos no podía faltar un autor de la calidad e interés de Mark Twain, célebre por novelas como Las aventuras de Tom Sayer, El príncipe y el mendigo (1881), Las aventuras de Huckleberry Finn (1885) Un yanki en la corte del rey Arturo (1889).


Hoy os ofrezco uno de sus cuentos, “Una historia de fantasmas”, publicada por primera vez en 1875.



“Mark Twain, por su parte, diseñaba sus propios cuadernos según lo que necesitara, normalmente con tapas en cuero y marcadores para encontrar la siguiente página en blanco. El instrumento para rellenarlos fue una Conklin Crescent Filler, una de las primeras plumas estilográficas, que eligió porque no podía rodar y caerse de la mesa. Al final, su reumatismo le impidió escribir con la mano derecha y, aunque lo intentó con la izquierda, acabó dictando sus últimas historias para que otro las escribiera”. Fuente de la cita: Susurros de otro mundo



Relato corto de Mark Twain: Una historia de fantasmas
Alquilé una gran habitación lejos de Broadway, en un edificio grande y viejo cuyos pisos superiores habían estado vacíos por años… hasta que yo llegué. El lugar había sido ganado hacía tiempo por el polvo y las telarañas, por la soledad y el silencio. La primera noche que subí a mis aposentos me pareció estar a tientas entre tumbas e invadiendo la privacidad de los muertos. Por primera vez en mi vida me dio un pavor supersticioso; y como si una invisible tela de araña hubiera rozado mi rostro con su textura, me estremecí como alguien que se encuentra con un fantasma.

Una vez que llegué a mi cuarto me sentí feliz, y expulsé la oscuridad. Un alegre fuego ardía en la chimenea, y me senté frente al mismo con reconfortante sensación de alivio. Estuve así durante dos horas, pensando en los buenos viejos tiempos; recordando escenas e invocando rostros medio olvidados a través de las nieblas del pasado; escuchando, en mi fantasía, voces que tiempo ha fueron silenciadas para siempre, y canciones una vez familiares que hoy en día ya nadie canta. Y cuando mi ensueño se atenuó hasta un mustio patetismo, el alarido del viento fuera se convirtió en un gemido, el furioso latido de la lluvia contra las ventanas se acalló y uno a uno los ruidos en la calle se comenzaron a silenciar, hasta que los apresurados pasos del último paseante rezagado murieron en la distancia y ya ningún sonido se hizo audible. El fuego se estaba extinguiendo. Una sensación de soledad se cebó en mí. Me levanté y me desvestí moviéndome en puntillas por la habitación, haciendo todo a hurtadillas, como si estuviera rodeado por enemigos dormidos cuyos descansos fuera fatal suspender. Me acosté y me tendí a escuchar la lluvia y el viento y los distantes sonidos de las persianas, hasta que me adormecí.

Me dormí profundamente, pero no sé por cuánto tiempo. De repente, me desperté, estremecido. Todo estaba en calma. Todo, a excepción de mi corazón: podía escuchar mi propio latido. En ese momento las frazadas y colchas comenzaron a deslizarse lentamente hacia los pies de la cama, ¡cómo si alguien estuviera halándolas! No podía moverme, no podía hablar. Los cobertores se habían deslizado hasta que mi pecho quedó al descubierto. Entonces, con un gran esfuerzo, los aferré y los subí nuevamente hasta mi cabeza. Esperé, escuché, esperé. Una vez más comenzó el firme halón. Al final arrebaté los cobertores nuevamente a su lugar, y los así con fuerza. Esperé. Luego sentí nuevos tirones, y la cosa renovó sus fuerzas. El tirón se afianzó con firme tensión; a cada momento se hacía más fuerte. Mi fuerza cesó, y por tercera vez las frazadas se alejaron. Gemí. ¡Y un gemido de respuesta vino desde los pies de la cama! Gruesas gotas de sudor comenzaron a poblar mis sienes. Estaba más muerto que vivo. Escuché unos fuertes pasos en el cuarto -como si fuera el paso de un elefante, eso me pareció- y no era nada humano. Pero era como si se alejara de mí. Lo escuché aproximándose a la puerta, traspasándola sin mover cerrojo o cerradura, y deambular por los tétricos pasillos, tensando el piso de madera y haciendo crujir las vigas a su paso. Luego de eso, el silencio reinó una vez más.

Cuando mi excitación se calmó, me dije a mí mismo: “Esto ha sido un sueño, simplemente un horrendo sueño.” Y me quedé pensando eso hasta que me convencí que había sido solo una pesadilla, y entonces me relajé lo suficiente como para reír un poco y estuve feliz de nuevo. Me levanté y encendí una luz; y cuando revisé la puerta, vi que la cerradura y el cerrojo estaban como los había dejado. Otra serena sonrisa fluyó desde mi corazón y se ondeó en mis labios. Tomé mi pipa y la encendí, y cuando estaba ya sentado frente al fuego, ¡la pipa se me cayó de entre los dedos, la sangre se fue de mis mejillas, y mi plácida respiración se detuvo y quedé sin aliento! Entre las cenizas del fuego, a un costado de mi propias huellas, había otra, tan vasta en comparación que las mías parecían las de un infante. Entonces, había habido un visitante, y las pisadas del elefante quedaban demostradas.

Apagué la luz y regresé a la cama, paralítico de miedo. Me recosté un largo rato, mirando fijamente en la oscuridad, y escuchando. Percibí un rechinido más arriba, como si alguien estuviera arrastrando un cuerpo pesado por el piso; entonces escuché que lanzaban el cuerpo, y el chasquido de mis ventanas fue la respuesta del golpe. En otras partes del edificio escuché portazos. A intervalos, también oí sigilosos pasos, por aquí y por allá, a través de los corredores, y subiendo y bajando las escaleras. Algunas veces esos ruidos se acercaban a mi puerta, dubitaban y luego retrocedían. Escuché, desde pasillos lejanos, el débil sonido de cadenas, los que se iban acercando paulatinamente a la par que ascendían las escaleras, marcando cada movimiento con un matraqueo metálico. Escuché palabras murmurantes; gritos a medias que parecían ser violentamente sofocados; y el crujido de prendas invisibles. En ese momento fui conciente de que mi habitación estaba siendo invadida, y de que no estaba solo. Escuché suspiros y alientos alrededor de mi cama, y misteriosos murmullos. Tres pequeñas esferas de suave fosforescencia aparecieron en el techo, directamente sobre mi cabeza, brillando durante un instante, para luego dejarse caer… dos de ellas sobre mi cara, y una sobre la almohada. Me salpicaron con algo líquido y cálido. La intuición me dijo que podría ser sangre; no necesitaba luz para darme cuenta de ello. Entonces vi rostros pálidos, levemente luminosos, y manos blancas, flotando en el aire, como sin cuerpos; flotando en un momento, para luego desaparecer. El murmullo cesó, lo mismo que las voces y los sonidos, y una solemne calma siguió. Esperé y escuché. Sentí que tenía que encender una luz o moriría. Estaba debilitado por el temor. Lentamente me alcé hasta sentarme, ¡y mi rostro entró en contacto con una mano viscosa! Todas mis fuerzas me abandonaron de repente, y me caí como si fuera un inválido. Entonces escuché el susurro de una tela; pareció como si hubiera pasado la puerta y salido.

Cuando todo se calmó una vez más, salí de la cama, enfermo y enclenque, y encendí la luz de gas con una mano tan trémula como si fuera de una persona de cien años. La luz le dio algo de alegría a mi espíritu. Me senté y quedé contemplando las grandes huellas en las cenizas. Las miré mientras la llama del gas se ponía mustia. En ese mismo momento volví a escuchar el paso elefantino. Noté su aproximación, cada vez más cerca, por el vestíbulo, mientras la luz se iba extinguiendo poco a poco. Los ruidos llegaron hasta mi puerta e hicieron una pausa; la luz ya había menguado hasta convertirse en una mórbida llama azul, y todas las cosas a mi alrededor tenían un aspecto espectral. La puerta no se abrió; sin embargo, sentí en el rostro una leve bocanada de aire. En ese momento fui consciente que una presencia enorme y gris estaba frente a mí. Miré con ojos fascinados. Había una luminosidad pálida sobre la Cosa; gradualmente sus pliegues oscuros comenzaron a tomar forma; apareció una mano, luego unas piernas, un cuerpo, y al final una gran cara de tristeza surgió del vapor. ¡Limpio de su cobertura, desnudo, muscular y bello, el majestuoso Gigante de Cardiff apareció ante mí!

Toda mi miseria desapareció, ya que de niño sabía que ningún daño podría esperar de tan benigno semblante. Mi alegría regresó una vez más a mi espíritu, y en simpatía con esta, la llama de gas resplandeció nuevamente. Nunca un solitario exiliado fue tan feliz en recibir compañía como yo al saludar al amigable gigante. Dije:

-¿Nada más que tú? ¿Sabes que me he pegado un susto de muerte durante las últimas dos o tres horas? Estoy más que feliz de verte. Desearía tener una silla, aquí, aquí. ¡No trates de sentarte en esa cosa!

Pero ya era tarde. Se había sentado antes que pudiera detenerlo; nunca vi una silla estremecerse así en toda mi vida.

-Detente, detente o arruinarás todo.

De nuevo muy tarde. Hubo otro destrozo, y otra silla fue reducida a sus elementos originales.

-¡Al infierno! ¿Es que no tienes juicio? ¿Deseas arruinar todo el mobiliario de este lugar? Aquí, aquí, tonto petrificado.

Pero fue inútil, antes que pudiera detenerlo, ya se había sentado en la cama, y esta era ya una melancólica ruina.

-¿Qué clase de conducta es esta? Primero vienes pesadamente aquí trayendo una legión de fantasmas vagabundos para intranquilizarme, y luego tengo que pasar por alto tal falta de delicadeza que no sería tolerada por ninguna persona de cultura elevada excepto en un teatro respetable, y no contento con la desnudez de tu s*x*, me compensas destrozando todo el mobiliario mientras buscas lugar dónde sentarte. Tú te dañas a ti mismo tanto como a mí. Te has lastimado el final de tu columna vertebral, y has dejado el piso sembrado de astillas de tus destrozos. Deberías estar avergonzado, ya eres bastante grande como para saber las cosas.

-Está bien, no romperé más muebles. Pero ¿qué puedo hacer? No he tenido la oportunidad de sentarme desde hace cien años.

Y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos.

-Pobre diablo -dije- no debería haber sido tan rudo contigo. Eres un huérfano, sin duda. Pero siéntate en el piso, aquí, ninguna otra cosa aguantará tu peso.

Así que se sentó en el piso y encendí una pipa que me dio, le di una de mis mantas y se la puso sobre los hombros, le puse mi bañera invertida en la cabeza, a modo de casco, y lo puse a sentir confortable. Entonces él cruzó las piernas mientras yo avivé el fuego y acerqué las prodigiosas formas de sus pies al calor.

-¿Qué pasa con las plantas de tus pies y la parte anterior de tus piernas, que parecen cinceladas?

-¡Sabañones infernales! Los agarré estando en la granja Newell. Amo ese lugar como si fuera mi viejo hogar. No hay para mí nada como la tranquilidad que siento cuando estoy ahí.

Hablamos durante media hora, y luego noté que se veía cansado, y se lo dije.

-¿Cansado? -dijo-. Bueno, debería estarlo. Y ahora te diré todo, ya que me has tratado tan bien. Soy el espíritu del Hombre Petrificado que yace sobre la calle que va al museo. Soy el fantasma del Gigante de Cardiff. No puedo tener descanso, no puedo tener paz, hasta que alguien dé a mi pobre cuerpo una sepultura. ¿Qué es lo más natural que puedo hacer para que los hombres satisfagan ese deseo? ¡Aterrorizarlos, encantar el lugar donde descansan! Así que embrujé el museo noche tras noche. Hasta tuve la ayuda de otros espectros. Pero no hice bien, porque nadie se atrevía luego a ir al museo a medianoche. Entonces se me ocurrió acechar un poco este lugar. Sentí que si escuchaba gritos, tendría éxito, así que recluté a las más eficientes almas que la perdición pudiera proveer. Noche tras noche estuvimos estremeciendo estas enmohecidas recámaras, arrastrando cadenas, gruñendo, murmurando, deambulando, subiendo y bajando escaleras, hasta que, para decir la verdad, me cansé de hacerlo. Pero cuando vi una luz en tu cuarto esta noche, recuperé mis energías nuevamente y salí con la frescura original. Pero estoy cansado, enteramente agotado. ¡Dame, te imploro, dame alguna esperanza!

Encendido por un estallido de excitación, exclamé:

-¡Esto sobrepasa todo, todo lo ocurrido! ¿Por qué tú, pobre fósil antiguo, te tomas tantas preocupaciones por nada? ¡Has estado acechando una efigie de yeso de ti mismo, ya que el verdadero Gigante de Cardiff está en Albany! ¡Demonios! ¿No sabes en dónde están tus propios restos?

Nunca vi tan elocuente mirada de vergüenza, de lastimera humillación. El Hombre Petrificado se levantó lentamente y dijo:

-Honestamente, ¿es eso cierto?

-Tan cierto como que estoy aquí sentado.

Sacó la pipa de su boca y la dejó en el mantel, luego se irguió dubitativamente (de manera inconsciente, por algún viejo hábito, llevó sus manos hasta donde los bolsillos de sus pantalones deberían haber estado, y de forma meditativa dejó caer su barbilla en su pecho) y finalmente dijo:

-Bien, nunca antes me sentí tan absurdo. ¡El Hombre Petrificado ha sido vendido a alguien más, y ahora el peor fraude ha terminado vendiendo su propio fantasma! Hijo mío, si alguna caridad queda en tu corazón por un pobre fantasma sin amigos como yo, por favor no dejes que esto se sepa. Piensa cómo te sentirías si te hubieras puesto tú mismo en ridículo también.

Escuché esto, y el bribón se fue retirando lentamente, paso a paso bajó las escaleras y salió a la calle desierta; me sentí triste de que se hubiera ido, pobre tipo, y también porque se llevó mi manta y mi bañera
 
Relato de miedo de Rossi Vas: El reflejo del fular


Saltó la caja que estaba al lado de la mesita de noche, y, abatido del viaje, se fue a dormir. La cama era estrecha e incómoda, sin almohadas y con un colchón deformado y hundido, debajo del cual encontró horquillas, pinzas de pelo y un fular. En la inmobiliaria le pidieron disculpas por el desorden en el piso, escondiéndole la verdad de que la propietaria se había ahorcado repentinamente. A Fran no le quedaba otra cosa que acostumbrarse a las incomodidades lo antes posible, ya que no sabía cuánto tiempo iba a vivir allí. Miró las cajas todavía sin abrir que formaban un camino hacia el recibidor mal iluminado, y apagó la luz. Cansado de la mudanza, intentó dormirse, mientras que sus pensamientos vagaban por el pasado.


Necesitaba tiempo para reflexionar tranquilamente sobre la separación de su celosa expareja, y por ello se fue lejos. Desde la distancia, esperaba solucionar los problemas emocionales que tenía acumulados desde hacía tanto. El piso que encontró no era de su gusto, pero prefirió un cambio rápido en vez de quedarse con los brazos cruzados, cerca de la maniática Sara. Emprender el viaje le dio dinamismo y libertad, sensaciones de las que carecía para avanzar en su camino. Dándole vueltas a todo eso, no oyó cuando la puerta de le entrada se abrió. Se tragó un sorbo de la cerveza negra que compró antes de descargar las cajas, y calmado por su denso sabor, se durmió.

Una silueta fina y esbelta atravesó el recibidor. El hombre dormía con la espalda hacia la puerta de cristal. La sombra se cayó sigilosa por encima de la cama, encendiendo la luz en el dormitorio. Fran abrió los ojos y, somnoliento, miró a su alrededor. En el silencio, la luz relumbraba cegadora. No había nadie, solo las cajas estaban removidas, como si alguien hubiera intentado pasar entre ellas. Se levantó e inquieto empezó a observar el hogar, que consistía en un dormitorio, una cocina y un pequeño cuarto de baño. Por todas partes, la luz estaba encendida, y olía intensamente a colonia de mujer. Una horquilla crujió bajo sus pies descalzos, y se le clavó en el talón.

–¿Sara?

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Su voz resonó nerviosa en el piso escaso de muebles. No obtuvo respuesta, solo notó el roce del aire a sus espaldas. Un gemido sordo provenía del cuarto de baño, y él se dirigió hacia allí. Detrás, las luces se apagaban, y el aroma fuerte de la colonia se arrastraba perturbable por el suelo.

Fran abrió bruscamente el baño. No vio a nadie. El gemido de antes enmudeció.

–¡Sara!

El hombre volvió a llamar a su expareja. Entrando en pánico, estaba casi seguro de que había sido ella en gastarle esas bromas malvadas. Llevada por sus celos paranoicos, era capaz de seguirlo hasta aquí, sin escrúpulos. Sin embargo, le sonó el móvil.

–¡Fran!

Era ella, estaba llorando. Sorprendido, él quiso contestar, pero el reflejo del fular en el espejo de enfrente le envolvió el cuello.

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Cuento de Oscar Wilde: El gigante egoísta



EL GIGANTE EGOÍSTA, un cuento de Oscar Wilde (Irlanda, 1854-1900)

Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.


-¡Qué felices somos aquí! -se decían unos a otros.Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.
-¿Qué hacen aquí? -surgió con su voz retumbante.
Los niños escaparon corriendo en desbandada.
-Este jardín es mío. Es mi jardín propio -dijo el Gigante-; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.
Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:
ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES
Era un Gigante egoísta…
Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.
-¡Qué dichosos éramos allí! -se decían unos a otros.
Cuando la Primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el Invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.
Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha.
-La Primavera se olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.
La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.
-¡Qué lugar más agradable! -dijo-. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.
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Escritor Oscar Wilde
Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.

-No entiendo por qué la Primavera se demora tanto en llegar aquí -decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco-, espero que pronto cambie el tiempo.
Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.
-Es un gigante demasiado egoísta -decían los frutales.
De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.
Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.
-¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la Primavera -dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana.
¿Y qué es lo que vio?
Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón el Invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse.
-¡Sube a mí, niñito! -decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.
El Gigante sintió que el corazón se le derretía.
-¡Cuán egoísta he sido! -exclamó-. Ahora sé por qué la Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.
Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.
Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera regresó al jardín.
-Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos -dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.
Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.
Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.
-Pero, ¿dónde está el más pequeñito? -preguntó el Gigante-, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?
El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.
-No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito.
-Díganle que vuelva mañana -dijo el Gigante.
Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.
-¡Cómo me gustaría volverlo a ver! -repetía.
Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.
-Tengo muchas flores hermosas -se decía-, pero los niños son las flores más hermosas de todas.
Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno pues sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban descansando.
Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…
Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.
Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo:
-¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?
Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies.
-¿Pero, quién se atrevió a herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.
-¡No! -respondió el niño-. Estas son las heridas del Amor.
-¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? -preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.
Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:
-Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.
Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.
 
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Relato corto de Antón Chéjov: ¡Chist!
Iván Krasnukin, periodista de no mucha importancia, vuelve muy tarde a su hogar, con talante desapacible, desaliñado y totalmente absorto. Tiene el aspecto de alguien a quien se espera para hacer una pesquisa o que medita suicidarse. Da unos paseos por su despacho, se detiene, se despeina de un manotazo y dice con tono de Laertes disponiéndose a vengar a su hermana:

–¡Estás molido, moralmente agotado, te entregas a la melancolía, y, a pesar de todo, enciérrate en tu despacho y escribe! ¿Y a esto se llama vida? ¿Por qué no ha descrito nadie la disonancia dolorosa que se produce en el alma de un escritor que está triste y debe hacer reír a la gente o que está alegre y debe verter lágrimas de encargo? Yo debo ser festivo, matarlas callando, e ingenioso, pero imagínese que me entrego a la melancolía o, una suposición, ¡que estoy enfermo, que ha muerto mi niño, que mi mujer está de parto!…

Dice todo esto agitando los brazos y moviendo los ojos desesperadamente… Luego entra en el dormitorio y despierta a su mujer.

–Nadia –le dice–, voy a escribir… Te ruego que no me molesten, me es imposible escribir si los niños chillan, si las cocineras roncan… Procura que tenga té y… un bistec, ¿eh?… Ya lo sabes, no puedo escribir sin té… El té es lo que me sostiene cuando trabajo.

Aquí nada es resultado del azar, del hábito, sino que todo, hasta la cosa más insignificante, denota una madura reflexión y un programa estricto. Unos pequeños bustos y retratos de grandes escritores, una montaña de borradores, un volumen de Belinski con una página doblada, una página de periódico, plegada negligentemente, pero de manera que se ve un pasaje encuadrado en lápiz azul, y al margen, con grandes letras, la palabra: “¡Vil!”. También hay una docena de lápices con la punta recién sacada y unos cortaplumas con plumas nuevas, para que causas externas y accidentes del género de una pluma que se rompe no puedan interrumpir, ni siquiera un segundo, el libre impulso creador… Krasnukin se recuesta contra el respaldo del sillón y, cerrando los ojos, se abisma en la meditación del tema. Oye a su mujer, que anda arrastrando las zapatillas, y parte unas astillas para calentar el samovar. Que no está aún despierta del todo se adivina por el ruido de la tapadera del samovar y del cuchillo que se le caen a cada instante de las manos. No se tarda en oír el ruido del agua hirviendo y el chirriar de la carne. La mujer no cesa de partir astillas y de hacer sonar las tapas redondas y las puertecillas de la estufa. De pronto, Krasnukin se estremece, abre unos ojos asustados y olfatea el aire.

–¡Dios mío, el óxido de carbono! –gime con una mueca de mártir–. ¡El óxido de carbono! ¡Esta mujer insoportable se empeña en envenenarme! ¡Dime, en el nombre de Dios, si puedo escribir en semejantes condiciones!

Corre a la cocina y se extiende en lamentaciones caseras. Cuando, unos instantes después, su mujer le lleva, caminando con precaución sobre la punta de los pies, una taza de té, él se halla, como antes, sentado en su sillón, con los ojos cerrados, abismado en su tema. Está inmóvil, tamborilea ligeramente en su frente con dos dedos y finge no advertir la presencia de su mujer… Su rostro tiene la expresión de inocencia ultrajada de hace un momento. Igual que una jovencita a quien se le ofrece un hermoso abanico, antes de escribir el título coquetea un buen rato ante sí mismo, se pavonea, hace carantoñas… Se aprieta las sienes o bien se crispa y mete los pies bajo el sillón, como si se sintiese mal o entrecierra los ojos con aire lánguido, como un gato tumbado sobre un sofá… Por último, y no sin vacilaciones, adelanta la mano hacia el tintero y, como quien firma una sentencia de muerte, escribe el título…

–¡Mamá, agua! –grita la voz de su hijo.

–¡Chist! –dice la madre–. Papá escribe. Chist…

Papá escribe a toda velocidad, sin tachones ni pausas, sin tiempo apenas para volver las hojas. Los bustos y los retratos de los escritores famosos contemplan el correr de su pluma, inmóviles, y parecen pensar: “¡Muy bien, amigo mío! ¡Qué marcha!”.

–¡Chist! –rasguea la pluma.

–¡Chist! –dicen los escritores cuando un rodillazo los sobresalta, al mismo tiempo que la mesa. Bruscamente, Krasnukin se endereza, deja la pluma y aguza el oído… Oye un cuchicheo monótono… Es el inquilino de la habitación contigua, Tomás Nicolaievich, que está rezando sus oraciones.

–¡Oiga! –grita Krasnukin–. ¿Es que no puede rezar más bajo? No me deja escribir.

–Perdóneme –responde tímidamente Nicolaievich.

–¡Chist!

Cuando ha escrito cinco páginas, Krasnukin se estira de piernas y brazos, bosteza y mira el reloj.

–¡Dios mío, ya son las tres! –gime–. La gente duerme y yo… ¡sólo yo estoy obligado a trabajar!

Roto, agotado, con la cabeza caída hacia a un lado, se va al dormitorio, despierta a su mujer y le dice con voz lánguida:

–Nadia, dame más té. Estoy sin fuerzas…

Escribe hasta las cuatro y escribiría gustosamente hasta las seis, si el asunto no se hubiese agotado. Coquetear, hacer zalamerías ante sí mismo, delante de los objetos inanimados, al abrigo de cualquier mirada indiscreta que le atisbe, ejercer su despotismo y su tiranía sobre el pequeño hormiguero que el destino ha puesto por azar bajo su autoridad, he ahí la sal y la miel de su existencia. ¡De qué manera este tirano doméstico se parece un poco al hombre insignificante, oscuro, mudo y sin talento que solemos ver en las salas de redacción!

–Estoy tan agotado que me costará trabajo dormirme… –dijo al acostarse–. Nuestro trabajo, un trabajo maldito, ingrato, un trabajo de forzado, agota menos el cuerpo que el alma… Debería tomar bromuro… ¡Ay, Dios es testigo de que si no fuera por mi familia dejaría este trabajo!… ¡Escribir de encargo! ¡Esto es horrible!

Duerme hasta las doce o la una, con un sueño profundo y tranquilo… ¡Ay, cuánto más dormiría aún, qué hermosos sueños tendría, cómo florecería si fuese un escritor o un editorialista famoso o al menos un editor conocido!…

–¡Ha escrito toda la noche! –cuchichea su mujer con gesto apurado–. ¡Chist!

Nadie se atreve a hablar ni andar, ni a hacer el menor ruido. Su sueño es una cosa sagrada que costaría caro profanar.

–¡Chist! –se oye a través de la casa–. ¡Chist!.
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La vida secreta de Walter Mitty, un relato corto de James Thurber


En algunas ocasiones un relato corto sobrepasa las barreras de la ficción y acaba convirtiéndose en un espejo de las conductas humanas más curiosas del ser humano en la vida real. Es lo que ocurrió con el cuento “La vida secreta de Walter Mitty”, publicado por el estadounidense James Thurber en 1939. Tuvo tanto éxito la narración, que comenzó a denominarse “el síndrome de Walter Mitty” a la tendencia que tienen ciertas personas a soñar despiertos.


El relato se convirtió así en insigne ejemplo de la patología –creo que podemos llamarlo de esta manera– que lleva a algunas personas a no distinguir la realidad de la ficción. Y, en un maravilloso ejercicio narrativo, el lector tiene serios problemas para discernir en “La vida secreta de Walter Mitty” qué fragmentos del cuento debemos adjudicar al exceso de imaginación del personaje y cuál a su biografía.

James Thurber fue escritor e ilustrador humorístico. En los últimos años de su vida, como le pasara a Jorge Luis Borges, se quedó ciego.



Relato corto de James Thurber: La vida secreta de Walter Mitty
“¡Estamos pasando!” La voz del comandante se oía como cuando se quiebra una capa delgada de hielo. Llevaba el uniforme de gala, con la gorra blanca, cubierta de bordados de oro, inclinada con cierta malicia sobre uno de sus fríos ojos grises. “No lo lograremos, señor. En mi opinión, está a punto de desencadenarse un huracán”. “No le estoy pidiendo su opinión, teniente Berg ‑dijo el comandante‑. ¡Ponga en marcha el generador de luz a 8.500 revoluciones! ¡Vamos a pasar!” El golpeteo de los cilindros aumentó: tá‑poquetá‑poquetá-poquetá‑poquetá‑poquetá. El comandante observó la formación del hielo sobre la ventanilla del piloto. Dio unos pasos y manipuló una hilera de complicados cuadrantes. “¡Conéctese el motor auxiliar número 8!”, gritó. “¡Conéctese el motor auxiliar número 8!”, repitió el teniente Berg. “¡Dotación completa en la torrecilla número 3’, gritó el comandante. “¡Dotación completa en la torrecilla número 3!” Los tripulantes atareados en el desempeño de sus respectivos trabajos, dentro del gigantesco hidroplano de ocho motores de la Armada, se decían entre sí, con sonrisa aprobatoria: “¡El viejo nos hará pasar! ¡Ese viejo no le tiene miedo ni al diablo… !”

‑“¡No tan aprisa! ¡Estás manejando demasiado aprisa! ‑dijo la señora Mitty‑. ¿Por qué vamos tan deprisa?”

“¿Qué?”, dijo Walter Mitty. Con un extraño asombro miró a su mujer que estaba sentada al lado de él. Le hizo el efecto de ser una mujer desconocida que le hubiera gritado en medio de una multitud. “Íbamos a cien kilómetros –dijo-. Sabes bien que no me gusta correr a más de sesenta. Sí, ¡llegaste a cien!” Walter Mitty siguió conduciendo el coche hacia Waterbury, en silencio, alejándose el rugido del SN202 a través de la peor tormenta que había experimentado durante sus veinte años de vuelos al servicio de la Armada en las íntimas y remotas rutas aéreas de su imaginación. “Te encuentras de nuevo sufriendo una tensión ‑dijo la señora Mitty‑. Es uno de tus días. Quisiera que el doctor Renshaw te hiciera un examen.”

Walter Mitty detuvo el coche frente al edificio adonde su esposa iba para que le arreglaran el peinado. “No te olvides de comprar los zapatos de goma, mientras me peinan”, dijo ella. “No necesito zapatos de goma”, dijo Mitty. Ella colocó el espejito de nuevo en su bolsa de mano. “Ya hemos discutido eso ‑dijo apeándose del coche‑. Ya no eres joven.” Él aceleró el motor unos instantes. “‑¿Por qué no llevas puestos los guantes? ¿Acaso los perdiste?”. Walter Mitty se llevó la mano a un bolsillo y sacó de él los guantes. Se los puso, pero tan pronto como ella volvió la espalda y entró en el edificio, y después de llegar a una luz roja, se los quitó. “¡Dése prisa!” le gritó un policía cuando cambió la luz, y entonces Mitty se puso de nuevo los guantes y reanudó la marcha. Anduvo recorriendo calles sin rumbo fijo, y luego se encaminó hacia el parque, cruzando de paso frente al hospital.
-… es el banquero millonario, WeIlington McMillan, dijo la linda enfermera. “¿Sí?”, preguntó Mitty, mientras se quitaba lentamente los guantes. “¿A cargo de quién está el caso?” “Del doctor Renshaw y del doctor Bendow, pero hay también dos especialistas aquí, el doctor Remington, de Nueva York, y el doctor Pritchard‑Mitford, de Londres, que hizo el viaje en avión.” Se abrió una puerta que daba acceso a un corredor largo y frío, en el que apareció el doctor Renshaw. Parecía aturdido y trasnochado. “¡Hola, Mitty! ‑le dijo‑. Estamos pasando las de Caín con McMillan, el banquero millonario que es un íntimo amigo de Roosevelt. Obstreosis del área conductiva. Una operación terciaria. Ojalá que usted quisiera verlo”. “Con mucho gusto”, dijo Mitty. En la sala de operaciones se hicieron las presentaciones en voz baja: “El doctor Remington, el doctor Mitty. El doctor Pritchard‑Mitford, el doctor Walter Mitty”. “He leído su libro sobre estreptotricosis ‑dijo Pitchard‑Mitford, estrechándole la mano‑ Un trabajo magnífico”. “Gracias”, dijo Walter Mitty. No sabía que estuviera usted aquí, Mitty ‑murmuró Remington‑, llevar bonetes a Roma; eso fue lo que hicieron al traernos a Mitford y a mí para esta operación terciaria”. “Es usted muy bondadoso”, dijo Mitty. En aquel momento, una máquina enorme y complicada conectada a la mesa de operaciones, con muchos tubos y alambres, comenzó a hacer un ruido: poquetá‑poquetá‑poquetá. “¡El nuevo anestesiador está fallando! ‑exclamó

un interno del hospital‑. ¡No hay aquí quién sepa componer este aparato!” “¡Calma, hombre!”, dijo Mitty, en voz baja y serena, y en un momento se colocó frente a la máquina, que seguía haciendo de forma irregular poquetá‑poquetá‑cuip. Comenzó a mover con suavidad una serie de llaves brillantes. “¡Dénme una estilográfica!”, dijo secamente. Alguien le entregó una pluma estilográfica. Sacó entonces un émbolo defectuoso y en su lugar insertó la pluma. “Esto resistirá unos diez minutos ‑dijo‑. Prosigan la operación.” Una enfermera se acercó y dijo algo al oído de Renshaw, y Mitty pudo ver que el hombre palidecía. “Ha aparecido la coreapsis ‑dijo Renshaw, muy nervioso‑. ¿Quisiera usted intervenir, Mitty?” Mitty se les quedó mirando a él y al atemorizado Bendow, y fijó luego la vista en los rostros austeros y llenos de incertidumbre de los dos grandes especialistas. “Si ustedes lo desean…”, dijo. Le pusieron una túnica blanca y él mismo se ajustó una máscara y se puso los guantes de cirugía que le presentaban las enfermeras.
“‑¡Atrás, Mac, atrás! ‑dijo el encargado del parque‑. ¡Cuidado con ese Buick!” Walter Mitty aplicó los frenos. “No, por ahí”, continuó el encargado. Mitty murmuró algo ininteligible. “Déjelo en donde está. Yo lo colocaré debidamente”, dijo el aparcador. Mitty se apeó del coche. “¡Pero déjeme la llave!”. “Sí, sí”, dijo Mitty y entregó la llave del motor. El aparcador saltó al coche, lo hizo retroceder con insolente habilidad y lo colocó luego en el lugar debido.

“Son gente demasiado orgullosa”, pensó Walter Mitty mientras caminaba por la calle Main; “creen que lo saben todo.” Una vez, a la salida de New Milford, había tratado de quitar las cadenas antideslizantes de las ruedas y las enredó en los ejes. Hubo necesidad de llamar a una grúa para que el mecánico desenredara las cadenas. Desde entonces, cuando se trataba de quitar las cadenas, la señora Mitty le obligaba a llevar el coche a un taller para que efectuaran esa sencillísima operación. “La próxima vez, pensó Mitty, me pondré un brazo en cabestrillo y entonces no se reirán de mí, pues verán así que me era imposible quitar yo mismo las cadenas.” Pisó con disgusto la nieve fangosa en la acera. “Zapatos de goma”, se dijo, y se puso a buscar una zapatería.

Cuando salió de nuevo a la calle ya con los zapatos de goma dentro de una caja que llevaba debajo del brazo, Walter Mitty comenzó a preguntarse qué otra cosa le había encargado su mujer. Le había dicho algo dos veces, antes de que salieran de su casa rumbo a Waterbury. En cierto modo, odiaba esas visitas semanales a la ciudad; siempre le salía algo mal. ¿Kleenex, pasta dentífrica, hojas de afeitar?, pensó. No. ¿Cepillo de dientes, bicarbonato, carborundo iniciativa o plebiscito? Se dio por vencido. Pero ella seguramente se acordaría. “¿Dónde está la cosa esa que te encargué? -le preguntaría-. No me digas que te olvidaste de la cosa esa?” En aquel momento pasó un muchacho voceando algo acerca del juicio de Waterbury.

‑…Tal vez ésta le refrescará la memoria. El fiscal, súbitamente presentó una pesada pistola automática al ocupante del banquillo de los testigos. “¿Ha visto usted esto antes, alguna vez?” Walter Mitty tomó la pistola y la examinó con aire de conocedor. “Esta es mi Webley‑Vickers 50.80”, dijo con calma. Un murmullo que denotaba agitación general se oyó en la sala de la audiencia. El juez impuso el silencio dando golpes con el mazo. “Es usted un magnífico tirador con toda clase de armas de fuego, ¿verdad?”, dijo el fiscal con tono insinuante. “¡Objeto la pregunta! ‑gritó el defensor de Mitty‑. Hemos probado que el acusado no pudo haber hecho el disparo. Hemos probado que la noche del 14 de julio llevaba el brazo derecho en cabestrillo.” Walter Mitty levantó la mano como para imponer silencio y los abogados de una y otra parte se quedaron perplejos. “Con cualquier marca de pistola pude haber matado a Gregory Fitzhurst a cien metros de distancia, usando mi mano izquierda.” Se desencadenó un pandemónium en la sala del tribunal. El alarido de una mujer se impuso sobre todas las voces y, de pronto, una mujer joven y bonita se arrojó en los brazos de Walter Mitty. El fiscal la golpeó de una manera brutal. Sin levantarse siquiera de su asiento, Mitty descargó un puñetazo en la extremidad de la barba del hombre. “¡Miserable perro!”

‑Bizcocho para cachorro, dijo Walter Mitty. Detuvo el paso, y los edificios de Waterbury parecieron surgir de entre la niebla de la sala de audiencias, y lo rodearon nuevamente. Una mujer que pasaba por ahí se echó a reír. “Dijo bizcocho para cachorro ‑explicó a su acompañante‑. Ese hombre iba diciendo bizcocho para cachorro, hablando solo.” Walter Mitty siguió su camino de prisa. Fue a una tienda de la cadena de A and P, pero no entró en la primera por donde pasó, sino en otra más pequeña que estaba calle arriba. “Quiero bizcocho para perritos muy chicos”, dijo al dependiente. “¿De alguna marca especial, señor?” El mejor tirador de pistola de todo el mundo pensó durante un momento. “Dice en la caja bizcocho para cachorro”, dijo Walter Mitty.

Su mujer ya debía haber terminado en el salón de belleza, o tardaría tal vez otros quince minutos, pensó Mitty consultando su reloj, a menos que hubiera tenido dificultades para teñirse como le había ocurrido algunas veces.
No le agradaba llegar al hotel antes que él; deseaba que le aguardara allí como de costumbre. Encontró un gran sillón de cuero en el vestíbulo, frente a una ventana, y puso los zapatos de goma y el bizcocho para cachorro en el suelo, a su lado. Tomó un ejemplar atrasado de la revista Liberty y se acomodó en el sillón. “¿Puede Alemania conquistar el mundo por el aire?” Walter Mitty vio las ilustraciones del artículo, que eran de aviones de bombardeo y de calles arruinadas.

“…El cañoneo le ha quitado el conocimiento al joven Raleigh, señor”, dijo el sargento. El capitán Mitty alzó la vista, apartándose de los ojos el pelo alborotado. “Llévenlo a la cama con los otros ‑dijo con tono de fatiga‑. Yo volaré solo.” “Pero no puede usted hacerlo, señor ‑dijo el sargento con ansiedad‑. Se necesitan dos hombres para manejar ese bombardero y los hunos están sembrando el espacio con proyectiles. La escuadrilla de Von Richtman se encuentra entre este lugar y Saulier”. “Alguien tiene que llegar a esos depósitos de municiones ‑dijo Mitty‑. Voy a ir yo. ¿Un trago de coñac?” Sirvió una copa para el sargento y otra para él. La guerra tronaba y aullaba en torno de la cueva protectora y golpeaba la puerta. La madera estaba desbaratándose y las astillas volaban por todas partes dentro del cuarto, “Una migajita del final”, dijo el capitán Mitty negligentemente. “El fuego se está aproximando”, dijo el sargento. “Sólo vivimos una vez, sargento ‑dijo Mitty con su sonrisa lánguida y fugaz‑. ¿O acaso no es así?” Se sirvió otra copa, que apuró de un trago. “Nunca había visto a nadie que tomara su coñac como usted, señor ‑dijo el sargento‑. Perdone que lo diga, señor. “ El capitán Mitty se puso de pie y fijó la correa de su automática Webley‑Vickers. “Son cuarenta kilómetros a través de un verdadero infierno, señor”, dijo el sargento. Mitty tomó su último coñac. “Después de todo ‑dijo‑, ¿en dónde no hay infierno?” El rugido de los cañones aumentó; se oía también el rat‑tat‑tat de las ametralladoras, y desde un lugar distante llegaba ya el paquetá‑paquetá‑paquetá de los nuevos lanzallamas. Walter Mitty llegó a la puerta del refugio protector tarareando “Auprés de ma blonde”. Se volvió para despedirse del sargento con un ademán, diciéndole: “¡Ánimo, sargento… !”

Sintió que le tocaban un hombro. “Te he estado buscando por todo el hotel ‑dijo la señora Mitty‑. ¿Por qué se te ocurrió esconderte en este viejo sillón? ¿Cómo esperabas que pudiera dar contigo?” “Las cosas empeoran”, dijo Mitty con voz vaga. “¿Qué?”, exclamó la señora Mitty. “¿Conseguiste lo que te encargué? ¿Los bizcochos para el cachorro? ¿Qué hay en esa caja?” “Los zapatos de goma”, dijo Mitty. “¿No pudiste habértelos puesto en la zapatería?” “Estaba pensando ‑dijo Walter Mitty‑. ¿No se te ha llegado a ocurrir que yo también pienso a veces?” Ella se le quedó mirando. “Lo que voy a hacer es tomarte la temperatura tan pronto como lleguemos a casa”, dijo.

Salieron por la puerta giratoria, que produce un chirrido débilmente burlón cuando se la empuja. Había que caminar dos calles hasta el parque. En la droguería de la esquina le dijo ella: “Espérame aquí. Olvidé algo. Tardaré apenas un minuto”. Pero tardó más de un minuto. Walter Mitty encendió un cigarrillo. Comenzó a llover y el agua estaba mezclada con granizo. Se apoyó en la pared de la droguería, fumando. Apoyó los hombros y juntó los talones. “¡Al diablo con el pañuelo!”, dijo Walter Mitty con tono desdeñoso. Dio una última chupada y arrojó lejos el cigarrillo. Entonces, con esa sonrisa leve y fugaz jugueteando en sus labios, se enfrentó al pelotón de fusilamiento; erguido e inmóvil, altivo y desdeñoso, Walter Mitty, el Invencible, inescrutable hasta el fin.

“The secret life of Walter Mitty”, 1939
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Relato corto de Naguib Mahfuz: Una fotografía antigua



Hoy nos vamos hasta Giza, Egipto, el lugar donde se encuentran las famosas pirámides, para rescatar un relato corto de Naguib Mahfuz(1911-2006), el primer escritor en lengua árabe que recibió el premio Nobel de Literatura (1988).


En este cuento, “La vieja fotografía”, Mahfuz desarrolla la historia de un periodista que pretende escribir un reportaje sobre su generación a partir de una vieja fotografía que encuentra en casa, en la que aparece con algunos de los que fueron sus compañeros de colegio.

El periodista visita a varios de ellos, tratando de saber qué ha sido de sus vidas…



Relato de Naguib Mahfuz: Una fotografía antigua
Una idea, relampagueando de improviso, anunció el fin de su incertidumbre. Surgió cuando sus ojos tropezaron con una vieja fotografía escolar. Estaba preocupado por lo difícil que le resultaba encontrar algo original para la revista: el deber del periodista, la obligación de aportar cotidianamente novedades. Y de pronto le vino la inspiración. La foto llevaba colgada en el mismo sitio, en el cuarto de estar, más de treinta años; discreta, muda, difusa ya. Mas ahora parecía tener algo que decir.

Se concentró en la foto, apenas alterada por el paso del tiempo: su orla de Bachillerato en Letras, Instituto de Enseñanza Media de Giza, año 1928. ¿Cómo enfocar periodísticamente estos rostros juveniles?… ¿“Educación y vida”?… ¿“1928 y 1960”? … prometedor punto de partida, pero ¿cómo conseguir datos que sirvan de base a un buen artículo?

¡Cuántos años sin echar una mirada a aquella foto! ¡Cuántas cosas presentes en ella se fueron para no volver! ¡Aquellos tarbuses! ¡Aquellos profesores ingleses y franceses!

Una simple mirada le bastaba para recordar a cada uno, aunque hubiera olvidado sus nombres, y aunque desconociera el curso de su vida por completo: ninguno mantenía en la actualidad contacto con él, ni siquiera aquel chico inquieto que fue vecino suyo durante mucho tiempo.

Procedió a examinar los rostros despacio, comenzando por los de la fila superior. Pasó de largo dos que no le sonaban para detenerse en el que fue el as del equipo de fútbol y que encontró la muerte en un partido entre el Giza y otro instituto… Inolvidable accidente… se diría que su suerte está expresa de algún modo en la foto: ojos de brillo agresivo, arrogante, torcida la boca en un rictus de sonrisa…; hoy es sólo polvo.

Continuó su recorrido de rostro en rostro, hasta pararse en otro, rectangular, vigoroso… recordó la actitud del dueño de aquel rostro, en la escalera de la Secretaría de la Escuela, pronunciando un inflamado discurso con el que pretendía que se sumasen a una manifestación de protesta por el Estatuto del 28 de febrero.

Al lado, uno de aire distinguido que delataba la clase a la que pertenecía; en seguida le vino a la memoria su apellido, al-Mawardi, y lo anotó en su agenda. Seguro que le sería fácil dar con él, porque había sido una personalidad destacada en la política de hacía diez años. Será el primero a investigar.

Sus ojos continuaron deslizándose por los rostros sin que ninguno le dijera nada, hasta llegar a uno difícil de olvidar; fue el símbolo del alumno sobresaliente, con todo el poder de fascinación que esto tiene, el primero de la clase, el número uno siempre, el mejor del Instituto… ¡al-Aurafli!; ¡además de su fama le había quedado en la cabeza aquel raro apellido suyo! Había destacado en la Facultad de Derecho y había sido nombrado en seguida Fiscal de Distrito; por aquel entonces tal nombramiento fue sonado. No tendrá dificultades en dar con él dirigiéndose al Ministerio de Justicia. Será el segundo eslabón de su artículo; al-Aurafli después de al-Mawardi.

Un nuevo rostro se destacó desafiante. Era de sangriento recuerdo: una pelea en el patio de la Escuela; del motivo no puede acordarse en absoluto.

Siguió pasando caras, calladas como piedras, hasta llegar a la provocativa fisonomía de su antiguo vecino Hamid Zahrán, hoy director de la Compañía La Pirámide Escalonada. Esbozó una sonrisa fría. He aquí a una figura de actualidad. Recordaba claramente cómo había dejado los estudios al suspender la Reválida, y que, con la enseñanza media solamente, se había incorporado al Ministerio de la Guerra. Había seguido en contacto con él hasta hacía diez años, cuando dejó de vivir en Abu Judà, al empezar a dedicarse al periodismo. Supo después que había renunciado a su empleo estatal para ocupar el puesto de secretario del director de La Pirámide Escalonada, y que más adelante había heredado el cargo de director con un sueldo de quinientas libras mensuales. Un verdadero milagro, si no se piensa en su locura o en su misma estupidez, de la que no le cabe la menor duda. De todos modos será un elemento significativo para su reportaje, que confía en que será de mucha calidad: dependerá más de su análisis que de las entrevistas con los anónimos personajes, ya que no importarán las individualidades, sino sus posiciones sociales. En fin, mejor será que deje las consideraciones hasta que tenga reunido todo el material.

Empezó por concertar una entrevista con Abbás al-Mawardi en su finca de Qulyub, tras informarse en el despacho que éste mantenía en la Plaza del Azhar, de que ahora residía allí. A la hora en punto cruzaba el paseo de entrada flanqueando por macetas de flores que llegaban hasta el recibidor. Era un artístico palacete de dos pisos rodeado por un parque, de dos feddans de extensión, plantado de mangos, naranjos y limoneros, emparrados; innumerables arriates en forma de cuadrados, círculos y triángulos; flores, maleza y arroyos. Y él allí, de pie, como un gigante, en medio de los campos que se extendían hasta el horizonte, se vio dominado por el silencio, la calma, la armonía. Creyó ver a lo lejos, en los bancales, cuerpos inclinados que parecían perdidos entre los sembrados y el espacio.

Abbás al-Mawardi le recibió luciendo una abba holgada, con su cara llena, sonrosada, pelo brillante en retirada sobre la gran cabeza redonda; su corpulencia le hacía muy semejante a una estatua tapada antes de su inauguración. Abbás le miró sonriente, con cierta expectación mezclada de cautela y curiosidad, dándole la bienvenida:

–¡Bienvenido, señor Husayn Mansur!

Se estrecharon las manos, se sentaron y añadió:

–Sigo tu actividad periodística con verdadero interés; siempre que leo algo tuyo, recuerdo que fuimos compañeros de Instituto, aunque no nos hayamos vuelto a ver desde que salimos de Giza.

Husayn replicó sonriendo:

–Nos vimos una vez de pasada en el Parlamento, allá por el cincuenta o el cincuenta y uno.

Frunció el entrecejo:

–¿Sí…?

Se entregaron durante un buen rato a los recuerdos del Instituto, hasta que Husayn le descubrió el objeto de su visita; entonces Abbás dijo cortante:

–¿No te parece mejor dejarme en paz…?

Pero Husayn le atajó con mucho ánimo:

–No estoy de acuerdo contigo; se trata de un estudio que será la primera piedra para reconstruir la trayectoria de toda una generación. Desde luego, no publicaré nada explícitamente a ti referido, sin haberlo sometido antes a su aprobación. Palabra de honor. Es más, acaso ni siquiera necesite mencionar ningún nombre.

No se negó, pero tampoco pareció muy contento. Su rostro era un enigma, hasta el punto de que Husayn Mansur se preguntaba con angustia qué podía pasarle, ¿le ha dolido este encuentro con todos los recuerdos que ha provocado? Aunque hoy sea rico, ayer fue millonario, sin duda, y su estrella política estaba en alza. Ganó honestamente las elecciones… en todas las hablillas se le nombraba como candidato al Ministerio a finales de 1950…

–Resido aquí habitualmente, por eso mi hijo, el que está en edad universitaria, vive en El Cairo con mi hermana. Yo no salgo de aquí casi nunca.

Los frenos de su lengua se habían relajado y confirmó extensamente que sí llevaba en persona la explotación de su tierra, utilizando las más modernas técnicas agrícolas. Habló de que le interesaba sobremanera la cría de ganado y aves de corral; de que para los ratos de ocio se había preparado una buena biblioteca, y de que había elegido como deporte y afición la equitación, en fin, que había creado un pequeño reino y que podía prescindir de los demás; más aún… ¡deseaba pasar allí la vida, sin salir de los límites de su propiedad!

Luego el periodista aludió a los campesinos de sus tierras.

–¡Yo soy un labrador más!, como lo fue mi padre. No me avergüenza trabajar con ellos, ¡son buena gente!

Husayn suscitó otra cuestión:

–¿No te has presentado como candidato por la Unión Nacional?

Pero su interlocutor sorteó la respuesta con habilidad:

–Muchos me lo han propuesto, pero aquí soy feliz.

Husayn imaginó aquella vida, medio salvaje, medio refinada, que ofrecía tantas compensaciones: la noche, la luna, el bar americano, el toque rústico…

–¿Y tus amigos de antes?

–¡Ah, esos! Los íntimos pasan en casa el fin de semana. De los demás no sé nada.

Rehusó seguir hablando de asuntos generales, y Husayn no insistió:

–¿No te apetece a veces ir al cine, por ejemplo?

–Tengo sala de proyección aquí, ¡sí!, ya ves que no me falta de nada.

Le alargó la foto escolar por si le sonaba alguno de los que había en ella. La examinó sonriendo. Al poco señaló su rostro:

–Alí Sulaymán, alcanzado por una bala en el pecho en tiempos de Sidqi. Después que se graduó se incorporó al Cuerpo Diplomático. Ha sido depuesto cuando la purga ministerial.

Husayn señaló la imagen de Hamid Zahrán. Al-Mawardi negó con la cabeza. Husayn le explicó:

–Es Hamid Zahrán, director de una Compañía, quinientas libras al mes.

Las cejas de su interlocutor dibujaron un ¿“de verdad”?; sus ojos brillaron entre escépticos y perplejos. El periodista dio por terminada la conversación.

En el Ministerio de Justicia encontró al que fuera primero de la clase, el señor Ibrahim al-Aurafli, Juez de Causas Criminales. Esperó ante el Juzgado hasta que el otro salió seguido de un ujier que corrió por un taxi. Husayn se acercó sonriente a al-Aurafli, que le miró desorientado. De improviso le reconoció y le tendió la mano. Husayn le contó su propósito en líneas generales y al-Aurafli le invitó a comer en su casa. El taxi les llevó a la calle Maher. Entraron en un piso confortable, pero corriente en definitiva, cosa que sorprendió a Husayn, pero cuando se sentaron a la mesa ocho niños, de edades parecidas, poco más o menos, se le fue la sorpresa.

“Tu actividad periodística llama la atención, de verdad.

Le dio las gracias mientras echaba una mirada furtiva a su cuerpo enjuto y a sus ojos brillantes y cansados. ¡Qué buena vida se dio en la Escuela gracias a la fama de su extraordinaria valía!, y hoy no le conoce nadie fuera del Juzgado.

Cuando le pidió que hablara con detalle de su trabajo, al-Aurafli contestó vivamente: “Mi trabajo no tiene nada que ver con la Prensa… Cuando era Fiscal de Distrito, con motivo de un caso sonado, los periódicos quisieron sacarme a la luz, pero yo me negué. La fama no debe significar nada para un juez, pues los acusados, o son inocentes a los que se debe respetar, o desgraciados culpables a los que no hay por qué darles publicidad”.

Husayn dijo muy seguro de sí:

–No temas a la Prensa, estoy solamente haciendo un estudio sobre Educación y Vida; si quieres, significaré tu nombre con una letra y puede ser que prescinda hasta de eso.

–Mejor será. Pero ¿qué estás buscando concretamente?

Le miró con ojo periodístico mientras tomaban café en el salón solos. De los niños no quedaba más que un murmullo que de vez en cuando traspasaba la puerta cerrada.

–Quiero saber tu opinión sobre nuestra generación y la actual, los problemas a los que tuviste que enfrentarte, la filosofía de tu trabajo y de tu vida.

Habló lentamente, con un resquicio de vergüenza. Se inclinaba a la generación pasada, como individualidades, y a la actual como filosofía. Parecía encantado con su profesión y la bendecía, a pesar de la continua entrega que reclama. Empezó a contar luego casos extraños que le habían surgido.

–Siempre fuiste el primero de todos nosotros.

–Y el primero en Bachillerato de todo el país.

Husayn pensó un poco y luego dijo:

–Se te ve satisfecho a pesar de todo.

–¿A pesar de qué?

Dijo con elegancia:

–Quien juzga la muerte de un ser humano…

Le interrumpió decidido:

–Mientras tenga la conciencia tranquila, no sabré qué es angustia.

–La verdad es que tu temple no es cosa corriente.

Rio a carcajadas:

–¡Considérame un sufí si quieres!

Los ojos de Husayn acusaron la sorpresa y se animó a indagar más sobre el particular. Pero el otro estaba arrepentido de lo que se le había escapado y se negó a añadir una sola palabra al respecto.

–Parece que vuestro trabajo es difícil.

–Nuestra vida transcurre entre legajos de problemas.

Daba la impresión de trabajar demasiado, como cuando era estudiante. ¡Vida recogida, lucha continua, ocho hijos y… Sufismo!

A pesar de todo, los funcionarios ven en la Justicia el Jardín del Edén.

Sonrió:

–¡Sí, el Paraíso es nuestro!

Le enseñó la foto escolar. La miró con interés. Husayn señaló a Hamid Zahrán:

–¿Recuerdas a éste?

–Ni lo más mínimo.

–Es Hamid Zahrán, uno de los que no consiguieron terminar el Bachillerato; ahora es director de una Compañía, gana quinientas al mes, ¿lo sabías?

Le miró como hubiese mirado un platillo volante. Husayn dijo:

–Creí que la noticia dejaría frío a un sufí como tú…

Se echaron a reír.

Le preguntó a continuación si recordaba a alguno de los de la foto. La recorrió con la mirada, posando luego el dedo sobre un rostro de la segunda fila: “Muhammad Abd al-Salam, escribiente de la Fiscalía, trabajó conmigo al principio en Abu Tig. Ahora no sé nada de él”.

Husayn logró enterarse de que Muhammad Abd al-Salam trabajaba ahora en al-Minya y tuvo que trasladarse a al-Minya para encontrar a Muhammad Abd al-Salam en su último trabajo. Abd al-Salam le dio la impresión de tener, por lo menos, diez años más de los que en realidad tenía. Captó en su aspecto descuidado, su pelo blanco, revuelto, y sus encías melladas, un cierto aire de ruina. El buen hombre ni se acordaba de él, ni le convencieron sus pretensiones, hasta que le mostró la antigua fotografía. Se sentaron en el recibidor. Era un piso antiguo, lleno de críos.

–No reconozco a ninguno de los de la foto, llevo mucho tiempo sin parar en ningún sitio a causa de mi empleo.

A Husayn le dio un vuelco el corazón, sintió una compasión y un respeto profundos por aquel hombre. Le preguntó cuál era su categoría como funcionario…

–Quinta desde hace un año. ¡Apunte usted eso! sería estupendo que publicase una foto de mi familia: ¡seis hijas y cuatro hijos! ¿Qué le parece?…, o mucho me equivoco o Dios le ha enviado aquí para sacarme de apuros.

Le prometió que intentaría hacer algo y condujo la conversación a los recuerdos del pasado; pero antes de entrar en materia tuvo que tomar buena nota de la familia. Señaló la imagen de Hamid Zahrán:

–Este compañero nuestro gana quinientas libras al mes.

La noticia le causó una enorme impresión; palideció:

–¿Qué hace?

–Es Director de una Compañía.

–¡¡Pero un Ministro no saca ni la mitad!!

–Son cosas distintas.

-¡¿Cómo y en qué las puede gastar?!

Husayn sonrió; la respuesta sobraba.

–¿Qué título tiene?

–Enseñanza media.

–¡Vaya! ¿Es una broma?

–De ninguna manera, un título no lo es todo.

–Entonces, ¿qué?, explícame cómo puede un hombre lograr esa oportunidad. ¡Está en la misma fila que yo en la foto!, dime, ¿cómo lo ha logrado?

Contestó conciliador:

–A veces interviene un factor llamado suerte.

El otro sacudió la cabeza con pena y dijo muy convencido:

–No existe en nuestro país, en justicia, un trabajo que merezca tal sueldo… y si lo hay, ¿por qué no llegamos a la Luna?

Husayn rio:

–De todos modos estáis mejor que millones y millones.

Protestó:

–¿Millones?, sí, lo sé, pero la cuestión es Hamid Zahrán.

Husayn no tuvo la menor dificultad en concertar una entrevista con su antiguo vecino Hamid Zahrán. Pero la Compañía no era un lugar apropiado para charlar como viejos amigos y le invitó a ir a su domicilio, en el Doqqi. Husayn contempló admirado el chalet, el edificio rodeado de árboles… y se acordó del palacete de Abbás al-Mawardi en la finca de Qulyub: admirable arquitectura, jardines frondosos, indicios de vivir bien… ¿Cómo será ahora su antiguo vecino?, de él no le queda más que la sensación de un cuerpo desmedrado y un rostro enfermizo… una sonrisa burlesca… recuerdos que de ninguna manera armonizan con este chalet ostentoso. ¡Que Dios tenga en su gloria los días de antaño, Hamid!, aquellos días en que te las ingeniabas para rapacear un céntimo y no lo soltabas luego aunque se pregonara a tambor. ¡Ojalá no nos hubiera separado el tiempo para poder analizar, codo con codo, la sucesión de seísmos humanos!

–¡Caramba, Husayn, cómo estás! ¿Dónde te has metido estos últimos años?

Su aspecto era tan impecable como el de su casa. Los esplendores del salón encandilaban la mirada… oros, espejos, obras de arte. El dueño aparecía joven, vigoroso, lleno de energías.

–Protesto de que vengas a verme por un motivo preciso. Estás en tu casa… espero que me felicitarás…

Se sentía molesto, pero contestó, muy a tono:

–No tengo excusa, discúlpame.

Hamid rio satisfecho. Se sumergieron en recuerdos largo rato; luego, Husayn puso manos a la obra. Evitó tocar temas que pudieran molestar al otro o fueran demasiado íntimos… la conversación se redujo a comentar el éxito, cómo lo logró, su manera de dirigir la Compañía… las opiniones que tenía sobre su generación, etc…

–Me ligaban al Director anterior relaciones profesionales, anteriores a su nombramiento de Director de la Compañía, y me nombró Secretario suyo, luego Jefe de su despacho; me eligió porque éramos antiguos conocidos…

(¡Antiguos conocidos! La realidad es que en la casa donde vivías antes habías puesto un salón de juego al que invitabas a tus jefes más destacados. No eres más que un oportunista hábil.)

–Aprendí todo, lo grande y lo menudo, trabajando de secretario suyo. Me relacioné con todos los que tenían algo que ver con la Compañía…

–Ahí está la diferencia entre el secretario torpe y el habilidoso…

–Mi jefe, el Director, me eligió para desempeñar su cargo cuando se marchó al extranjero…

–¡Bien por el nombramiento!… ¿Qué planes tienes para el futuro?

Se abandonó a la conversación y dio detalladas explicaciones. El periodista recogió un amplio resumen de lo que decía; mientras, podía observarle de cerca y grabar en la memoria sus ademanes y sus pausas. Cuando acabó la entrevista, se levantó Zahrán, dirigiéndose al interior de la casa:

–Ahora aguarda, voy a presentarte a mi mujer…

¡Fayqa… la antigua vecina! ¡Al fin ha conseguido vivir en la cumbre! Zahrán se casó con ella estando aún en el Bachillerato. Todos habían sido vecinos. El padre de ella, Amm Salama, era conductor de tranvías; le recordaba perfectamente. ¿Cómo se sentiría en semejante chalet?

Hamid Zahrán volvió, precedido de una deslumbrante joven de veinte años, rostro moreno, entre Oriente y Occidente… ¡nueva esposa!

Hechas las presentaciones, la conversación se desarrolló en inglés casi todo el tiempo. El rostro de Zahrán desbordaba satisfacción. ¿Dónde podría estar la otra? ¿Habría muerto? ¿Se habrían divorciado? Hay que aclarar este punto para que la imagen de Zahrán quede completa.

Del chalet se fue a la calleja al-Karmani, cerca de Bab al-Saria, donde vivía antes Amm Salama. A la entrada de la calleja preguntó por él y se enteró de que había muerto algunos años antes y de que su hija Fayqa había puesto una tienda, un estanquillo con venta de caramelos en los bajos de su casa. Se acercó emocionado, no quería que ella le viera antes que él a ella… Estaba sentada detrás del mostrador y no alcanzó a ver más que su cara y su cuello… fumaba un cigarrillo y su rostro, lo mismo que el de Abd al-Salam, el escribiente de al-Minya, le dio la impresión de pertenecer a una persona diez años mayor. Parecía acobardada y abandonada a su destino. Recordó que había sido un deleite para la vista, y que había estado llena de vitalidad y esperanza. Sintió que lo más noble de su alma le dedicaba una elegía de admiración.

Se fue de la calleja al-Karmani emocionado y triste. Pasó revista a los materiales que había conseguido, los sopesó en un análisis primario, y se preguntó:

–¿Qué conclusiones sacar de esta vieja fotografía?
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Relato de Isaac Bashevis Singer: La muerte de Matusalén


“La muerte de Matusalén” es un relato corto que puede ayudarnos a conocer el estilo literario de Isaac Bashevis Singer: reminiscencias bíblicas, pensamientos filosóficos, la lujuria sexual, la infidelidad, la dualidad entre la obligada creencia a las tradiciones judías o el librepensamiento…


Autor en yiddish (el que hablaban los judíos de las pequeñas poblaciones judías del este de Europa antes de que Hitler las aniquilara), Isaac Bashevis Singer ganó el Premio Nobel de Literatura en 1978. Todas sus historias están centradas en la comunidad judía, y no es raro encontrar en sus narraciones un varón lujurioso que deambula por la vida entre dos o más mujeres, posiblemente un alter ego del propio escritor.

“La muerte de Matusalén” alude a los últimos días de vida del hombre más viejo del mundo, que en este cuento tiene 965 años y, en consecuencia, no está para demasiados trotes. :–)



Tenéis más información sobre Isaac Bashevis Singer en mi artículo “El mundo perdido de Isaac Bashevis Singer”. Y, si podéis, leed las novelas de su hermano, Israel Yehoshúa Singer, otro gran escritor, más reputado incluso que Isaac antes de que a este le dieran el Nobel. ¿Alguna recomendación más? Sí, la hermana, Esther Kreitman, la tercera en discordia. Una excelente escritora que, por su condición de mujer en un mundo tan cerrado como el suyo, tenía todas las puertas cerradas para sacar su carrera literaria adelante.

Francisco Rodríguez Criado

[Cuento incluido en La muerte de Matusalén y otros relatos]



Relato corto de Isaac Bashevis Singer: La muerte de Matusalén
Era un bochornoso día de verano. En una tienda de Paj* reposaba Matusalén, un anciano de más de novecientos años. Estaba descalzo, desnudo; una banda de hojas de higuera rodeaba su cuerpo. Yacía, entre acostado y sentado, en una cama de pieles de venado, cabra y buey. De cuando en cuando alcanzaba con su mano arrugada una jarra de agua y tomaba un trago. Tenía hundidas las mejillas y las encías desdentadas. En su juventud, Matusalén tenía reputación de hombre fuerte. Pero cuando se pasa de los novecientos, ya nadie es lo que era. Estaba escuálido, y su piel se había vuelto marrón oscuro, reseca por el sol. Había perdido todo el pelo, incluso el de la barba y el pecho. Su cuerpo estaba cubierto de furúnculos y tumores. Se le veían los huesos, su nariz estaba torcida y sus costillas parecían los aros de un tonel.

Matusalén no estaba ni despierto ni dormido. Parecía derretirse por el calor y mascullaba para sí mismo los murmullos de la extrema ancianidad.

Pero su mente estaba clara. Sabía muy bien quién era: Matusalén, el hijo de Enoch. Enoch, quien no había muerto sino que había sido llevado por Dios. Su esposa y varios de sus hijos habían visto a Enoch caminando por el campo, en dirección al granero, cuando súbitamente desapareció. Algunos decían que la tierra había abierto la boca y se lo había tragado, pero otros sostenían que la mano de Dios había descendido del cielo y lo había transportado a las alturas celestiales, pues Enoch era un hombre justo que caminaba junto al Todopoderoso.

Matusalén esperaba poder desaparecer del mismo modo. Dios podía extender su divina mano y llevarlo consigo, con su padre, y con los ángeles (los serafines, los aralim y los querubines), con las bestias sagradas y otros coros celestiales. ¿Pero cuándo? Ya estaba en sus novecientos sesenta y nueve años. Hasta donde sabía, era el hombre más viejo de la Tierra. Había escuchado que Naamah, una mujer a la que una vez había amado, podía ser incluso más vieja. Ella era, supuestamente, la hija de Lamech y Zillah, la hermana de Tubal Caín, quien forjaba todos los elementos de cobre y hierro. Matusalén había conocido a Naamah cientos de años atrás. Desde entonces, la había deseado apasionadamente, y añoraba descansar en su regazo. Existían rumores de que no era realmente la hija de Lamech, sino de uno de los ángeles caídos que habían visto cuan hermosas eran las hijas del hombre y cohabitaban con aquellas de su preferencia.

Después, Naamah desapareció, y se dijo que había partido rumbo a un campo de demonios, a reunirse con las hijas de Lilith, con quien Adán había yacido ciento cincuenta años antes de que Dios lo durmiera y creara a Eva de su costilla.

Mientras dormitaba, sobrecogido por el calor, cercano a la muerte, Matusalén no podía desprenderse del recuerdo de Naamah. Soñaba con ella por las noches, y a veces durante el día. A duras penas diferenciaba el sueño de la vigilia. Abría los ojos y se le aparecían imágenes. Escuchaba las voces de sus hermanos y hermanas muertos, de sus hijas e hijos. Matusalén tenía un hijo a quien había llamado Lamech en memoria del padre de Naamah. Este hijo, a su vez, había engendrado un hijo llamado Noé. Algunos de los hijos de Matusalén que aún vivían, erraban con sus rebaños de ovejas, con burros, mulas, caballos y camellos. Sus hijas habían sido desposadas por hombres cuyos nombres ya había olvidado.

Matusalén tenía hordas de nietos y bisnietos a quienes nunca había conocido y cuyos nombres nunca había escuchado. La Tierra era vasta, y escasamente poblada. Muchos hombres se dedicaban a la caza. Perseguían animales, los mataban, los asaban, y comían su carne. Hacían ropas y zapatos con sus pieles.

Sabían disparar flechas con arcos y, como Tubal Caín, podían forjar utensilios de hierro y cobre, e incluso trabajar el oro y la plata. Tejían redes para atrapar peces en los ríos. Construían armas, libraban guerras y mataban a sus hermanos, como Caín había asesinado a Abel. Ahora sabían que Yaveh lamentaba haber creado al hombre: había visto cuán grande era la maldad humana y cómo cada uno de los planes concebidos por la mente del hombre no era sino maligno.

Bien, yo ya no pertenezco realmente al mundo de los vivos, pensó Matusalén. Pronto descendería al Sheol, al Dumah, a la Tierra de las Sombras. Moscas y mosquitos lo rodeaban y azuzaban, pero no le quedaban fuerzas para espantarlos.

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Isaac Bashevis Singer
Entró a la tienda una muchacha, descalza y medio desnuda. Matusalén no sabía si era una de sus nietas o una de sus esclavas. Incluso si era una esclava, provenía de su simiente, puesto que todas sus esclavas habían sido también sus concubinas. Matusalén quería pedirle a la muchacha que le dijera su nombre, pero su garganta estaba llena de flema y no podía hablar. La muchacha le extendió un cuenco de madera con compota de dátiles. Matusalén sostuvo la vasija con una mano temblorosa y bebió el jugo dulce. Repentinamente, recordó que su hijo Lamech había engendrado un hijo llamado Noé. Y Noé también tenía algunos hijos.

«¿Dónde están? ¿Por qué me dejan solo? ¿Quién va a enterrarme después de mi último suspiro?»

Alzó la vista y vio a Naamah ante él, desnuda como su madre la había traído al mundo. El débil resplandor escarlata del sol poniente teñía su rostro, sus pechos y su vientre. El cabello negro le llegaba a la cintura. Matusalén la abrazó, y se besaron. Ella dijo:

–Matusalén, he venido a ti.

–Te he añorado durante todas estas centurias –respondió.

–Y yo a ti.

–¿Dónde has estado? –preguntó Matusalén.

–Con mi ángel Ashiel, en una profunda caverna en el corazón del desierto. He comido de los alimentos celestiales y bebido el vino de los dioses. Los demonios me atienden y me cantan. Danzan para mí, y trenzan mi cabello y la barba de Ashiel. Me sirven granadas, almendras, pan, dátiles y miel. Tocan liras y golpean tambores para complacerme. Yacen conmigo y su s*men inunda mi vientre.

Las palabras de Naamah reencendieron el deseo en Matusalén, y se sintió joven y fuerte otra vez. Preguntó:

–¿Y Ashiel no está celoso?

–No, mi señor. Todos los ángeles caídos son mis esclavos y criadas. Lavan mis pies y se beben el agua.

–¿Por qué vienes a mí después de tantos cientos de años?

–Para llevarte conmigo a la ciudad que el abuelo Caín construyó y llamó con el nombre de su hijo –respondió Naamah, y continuó– : Este hijo es el padre de Irad y el abuelo de Mehujael, Matusael y Lamech, quien asesinó a un hombre y a un niño, y desposó a Adah y a mi madre, Zillah. Soy la hija de un asesino, la nieta de un asesino, y vivo en una ciudad construida por un asesino. Allí te llevaré, mi amado. Ashiel cayó allí, y llevó a muchos ángeles con él. Tú debes saber que Yaveh es despiadado, un Dios celoso y vengativo. Tienta constantemente a aquellos que lo sirven. Cuanto más fuerte es la devoción hacia Él, más los castiga. En la ciudad de Caín servimos a Satán y a su esposa, Lilith, con quien el padre de todos nosotros copuló. Satán y su hermano Asmodeo son dioses de pasión, igual que su esposa, la diosa Lilith. Disfrutan y permiten disfrutar a los demás. No son fieles ni demandan fidelidad de sus amantes. La cólera de Dios se enciende fácilmente. Prohibe todos los placeres, incluso el mero pensamiento de ellos. Nunca lo abandona el temor a que la prole de Adán pueda arrebatarle sus dominios. He sabido que quiere lanzar un diluvio sobre la Tierra para ahogar hombres y animales. Bendito sea mi abuelo Caín, que construyó su ciudad, adonde las aguas no llegarán.

–¿Cómo sabes todo esto?

–En la ciudad de Caín contamos con muchos espías –fue la réplica de Naamah.

–Siento temor de Yaveh, de su venganza –dijo Matusalén– . He cometido una inmensa cantidad de pecados en mis novecientos sesenta y nueve años. He sentido lujuria por ti, Naamah, día y noche.

–En la ciudad de Caín la lujuria no es un pecado –dijo Naamah–. Por el contrario: es la más elevada virtud. Matusalén quería decir algo más, pero Naamah lo calló. –Ven, vuela conmigo hasta donde mi cama está hecha.

Naamah extendió los brazos y Matusalén se elevó con ella. Volaron juntos como dos pájaros. Todos los signos de enfermedad y vejez se evaporaron. Matusalén quería cantar y silbar en su euforia. Había escuchado que Yaveh podía hacer milagros sólo por aquellos que le servían de todo corazón y con toda el alma. Pero ahora un milagro le ocurría a él, el más viejo de todos los pecadores.

Matusalén sabía que la Tierra era inmensa y rica. Pero ahora podía verla desde lo alto: montañas, valles, ríos, lagunas, campos, bosques, huertos y plantas de todo tipo.

Mientras él, Matusalén, comía, dormía y soñaba, los hijos de Adán habían construido ciudades, aldeas, caminos, puentes, casas, torres y veleros.

Naamah entró volando con él a la ciudad de Caín, profusamente poblada con jinetes a caballo y hombres de a pie, con almacenes y factorías de todo tipo de cosas. Matusalén vio personas de diversas razas: blancos, negros, y marrones. Habían construido templos para servir a sus dioses. Sonaban las campanas.

Los sacerdotes sacrificaban animales en los altares, desparramaban la sangre y encendían grasa e incienso. Soldados con espadas colgando de sus caderas y lanzas cruzadas en la espalda arrastraban a cautivos encadenados, los torturaban y los mataban. Salía humo de las chimeneas. Algunas mujeres usaban joyas de oro y de plata, y símbolos fálicos entre sus pechos. Naamah le señalaba cada cosa. Mujeres desnudas, enjauladas, llamaban a los pastores y a los hombres que conducían caravanas hacia el desierto, y a los que venían de allí. Matusalén inhaló olores desconocidos. Había anochecido y los fuegos flameaban en la oscuridad. Alrededor, la gente reía, gritaba, danzaba y daba volteretas. Los dementes chillaban con voces salvajes. En el desierto, tras la ciudad, brillaba la luna llena. Bajo esa luz, Matusalén pudo ver una puerta abierta en la superficie de la tierra: unos pasos hacia abajo, se abría un abismo.

¿Era eso Sheol o Dumah?, se preguntó Matusalén. Aunque estaba preparado para afrontar la muerte, sentía temor y curiosidad a la vez. Su madre le había contado acerca de los poderes de la noche. Esos poderes libraban una guerra contra Yaveh, se rebelaban contra Él y su Providencia. Llamaban vida a la muerte y muerte a la vida. Para ellos lo recto era errado y lo errado, recto. La madre de Naamah, Zillah, le había dicho a su hija que los poderes del Mal eran tan viejos como tohu y vohu y la oscuridad que precedía a la Creación. Esas fuerzas se llamaban a sí mismas «nativas», y consideraban a Yaveh un intruso que había traspasado las fronteras de Satán, roto todas sus barreras y corrompido al mundo con luz y vida. Cuan extraño resultaba que en su avanzada ancianidad, cuando el cuerpo de Matusalén estaba a un paso de convertirse en polvo y su alma de retornar a su fuente, hubiera caído en manos de esos adversarios de Dios.

Naamah lo condujo a su cámara y, aunque estaba oscuro, Matusalén pudo ver su cama y a un hombre inmenso acostado en ella. Era Ashiel, un ángel caído, uno de los hijos de Anak, el renombrado gigante.

Naamah presentó a Matusalén diciendo:

–Éste es uno de mis más antiguos amantes.

Y el otro respondió:

–¿Tú eres Matusalén? Ella habla todo el tiempo de ti. Ella te ansia a ti, no a mí. A pesar de ser yo un gigante y tú pequeño como un saltamontes.

–Es pequeño, pero es un hombre real –dijo Naamah– . Mientras que tu s*men es como agua y espuma.

–Debo irme ahora –dijo Ashiel–. A la asamblea de los sabios.

Ashiel se marchó, y Matusalén abrazó a Naamah y entró en ella. Ella le reveló todos los secretos del cielo y de la tierra.

–Tu padre, Enoch –dijo– , llegó a ser cabeza de los ángeles de Yaveh, el señor Metatrón. En realidad, no es más que su siervo. Tu hijo Lamech está entre las sombras de Dumah.

Naamah reveló a Matusalén que su madre, Zillah, era una ramera que se acostaba tanto con los amigos como con los enemigos de su marido. Naamah había sido engendrada por Zillah y uno de los hijos de Adán, Jubal, el ancestro de todos los que tocaban la lira y la gaita.

–Debes saber que el mundo de Yaveh no es más que una casa de locos –continuó Naamah– . Crear al hombre fue su error, y ha ordenado a tu nieto, Noé, construir un arca para salvarse a sí mismo y a los suyos y a todos los animales del Diluvio. Pero puedes estar seguro de que el Diluvio nunca caerá sobre la Tierra.

«Aquí en el inframundo se ha reunido una asamblea de hombres sabios de todo el mundo. Han venido de Kush y de la India, de Sodoma y Nínive, de Shinar y Gomorra. Yaveh está viejo y cansado. Cree que es el único Dios y siente celos de los otros dioses. Teme constantemente que sus propios ángeles se rebelen contra Él y tomen el dominio del Universo. Nosotros, los demonios de esta generación, somos muchos y jóvenes. Yaveh amenaza con abrir las ventanas del cielo y descargar el Diluvio. Pero entre nosotros hay eruditos que han descubierto cómo cerrarlas. En todos estos años, Matusalén, mientras tú vivías con tus leales esposas y concubinas, arando los campos con el sudor de tu frente y llevando a pastar a tus rebaños de ovejas, muchos hombres instruidos avanzaban en sus conocimientos: pueden partir un cabello a lo largo, contar la arena del mar y los ojos de una mosca, medir el hedor del zorrillo y el veneno de la serpiente. Algunos de esos hombres han aprendido a amaestrar cocodrilos y arañas; pueden volver jóvenes a los viejos, sabios a los tontos y revertir los sexos. Tienen acceso a lo más profundo de la perversión. Quédate con nosotros, Matusalén, serás dos veces más sabio y diez veces más viril. Naamah besó y acarició a Matusalén. –Yaveh tiene una sola esposa, la Shekinah, y han estado separados por una cantidad incalculable de años debido a la impotencia de Él y la frigidez de ella. Él ha prohibido todos los actos que producen placer a hombres y mujeres, tales como el robo, el asesinato y el adulterio. Incluso la dulce codicia de la mujer de otro la considera un crimen. Pero aquí, nosotros hemos convertido la incitación y la provocación en el más elevado arte. Ven conmigo, Matusalén, y te llevaré a la asamblea de los sabios que se han reunido aquí, y atestiguarás sus logros y escucharás lo que intentan hacer en los felices tiempos que vienen. Mi amante, Ashiel, está ahora allí, y muchos ángeles caídos que se cansaron de las hijas de Adán y se acuestan unos con otros. Si te quedas conmigo te daré a todas mis criadas y muchos demonios para nuestro compartido deleite.

Matusalén y Naamah se levantaron y ella lo llevó a través de un laberinto de muchos pasadizos. Entraron en un templo donde cada erudito hablaba de su tierra y su gente.

Un sabio de Sodoma dijo a los reunidos que, en su tierra, enseñaban a los niños el arte del asesinato, así como también las artes de la piromanía, el desfalco, la mentira, el robo, el abuso de los ancianos y la violación de los jóvenes.

Un glotón de Nínive estaba explicando cómo devorar la carne de los animales mientras aún estaban vivos y succionar su sangre mientras circulaba.

Les entregaban premios a los más avezados ladrones, atracadores, falsificadores, mentirosos, rameras y torturadores, a los hijos que deshonraban a sus padres y a las viudas que se habían destacado en envenenar a sus maridos. Habían creado cursos especiales para la enseñanza de la blasfemia, la profanación y el perjurio. El mismísimo gran Nimrod estaba enseñando cómo ejercer crueldades con los animales.

Un viejo demonio llamado Shavriri recitaba una oración y decía: «Yaveh es el Dios del pasado, pero nosotros somos el futuro. Yaveh está agonizando, o quizá ya ha muerto, pero la Serpiente está viva y dando a luz a incontables nuevas serpientes por medio de la cópula con nuestra reina, Lilith, y las damas de su corte. Todos los ángeles del cielo han sido cegados por la maldición de la luz, pero nosotros haremos resurgir las tinieblas primigenias, que son la sustancia de toda materia».

Una estridente música era ejecutada para toda la asamblea, y cantaban tan alto que Matusalén sentía que le perforaban los oídos. Ya no podía distinguir entre risas y sollozos, los gritos festivos de las mujeres-demonio y el llanto salvaje de los dybbuks.

–Estoy demasiado viejo para todo este jolgorio –decía Matusalén, sin saber si hablaba para sí mismo o para Naamah. Cayó de rodillas y le rogó a Naamah que lo llevara de regreso a su tienda, a su cama, y a la calma y el descanso de la vejez. Por primera vez en casi mil años, lo había abandonado el temor a la tumba. Estaba listo para abrazar al ángel de la muerte con su afilada espada y su miríada de ojos.

A la mañana siguiente, cuando la sirvienta le llevó el cuenco con jugo de dátiles, lo encontró muerto. Se propagó la noticia de que el hombre más viejo de la Tierra había vuelto a ser polvo. Pronto Noé supo que su abuelo había muerto, pero no podía dejar a su esposa y a sus tres hijos, Shem, Ham y Japhet, ni al arca que el Todopoderoso le había encomendado construir. La decisión de Dios de precipitar la inundación estaba a punto de ser un hecho.

Las ventanas del cielo comenzarían a abrirse, y nadie podría cerrarlas. Todos los señores de Sodoma y Shinar, de Nínive y Admah, serían barridos por el Diluvio. En algún lugar, en las profundidades de Dumah y Sheol, se ocultaba una pandilla de demonios, Naamah entre ellos. Matusalén conocía muy bien el pasado, y había logrado echar un vistazo al futuro. Dios había asumido un peligroso riesgo al crear al hombre y otorgarle el dominio sobre todas las criaturas de la Tierra; pero finalmente Él estaba a punto de prometer, con la aparición del arco iris entre las nubes, nunca más lanzar un Diluvio para destruir toda carne. Resultó claro para el Todopoderoso que cualquier castigo era vano, pues carne y corrupción eran lo mismo desde el origen y continuarían siendo siempre la escoria de la Creación, el exacto opuesto de la sabiduría divina, de su misericordia y esplendor. Dios había dotado a los hijos de Adán con un exceso de amor propio, el precario don de la razón, así como también con la ilusión del tiempo y del espacio; pero sin ningún sentido de propósito o justicia. El hombre podía arrastrarse de un modo u otro, por la superficie de la Tierra, avanzando y retrocediendo, hasta que el pacto establecido entre Dios y él finalizara, y su nombre fuera borrado para siempre del libro de la vida.
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Relato corto de Arthur Conan Doyle: La aventura de la inquilina del velo


“Recibí cierta mañana (a finales de 1896) una nota apresurada de Holmes en la que solicitaba mi presencia. Al llegar a su casa, me lo encontré sentado y envuelto en una atmósfera cargada de humo de tabaco. En la silla que caía frente por frente de él había una señora anciana y maternal, del tipo rollizo de las dueñas de casas de pensión.

–Le presento a la señora Merrilow, de South Brixton –dijo mi amigo, indicándomela con un ademán de la mano–. La señora Merrilow no tiene inconveniente en que se fume, Watson. Se lo digo por si quiere entregarse a esa sucia debilidad suya. La señora Merrilow tiene una historia interesante que contar. Esa historia puede traer novedades en las que sería útil la presencia de usted”.




Cuento de Arthur Conan Doyle: La aventura de la inquilina del velo
Si se piensa en que Holmes permaneció ejerciendo activamente su profesión por espacio de veinte años, y que durante diecisiete de ellos se me permitió cooperar con él y llevar el registro de sus hazañas, se comprenderá fácilmente que dispongo de una gran masa de material. Mi problema ha consistido siempre en elegir, no en descubrir. Aquí tengo la larga hilera de agendas anuales que ocupan un estante, y ahí tengo también las cajas llenas de documentos que constituyen una verdadera cantera para quien quiera dedicarse a estudiar no solo hechos criminosos, sino los escándalos sociales y gubernamentales de la última etapa de la era victoriana. A propósito de estos últimos, quiero decir a los que me escriben cartas angustiosas, suplicándome que no toque el honor de sus familias o el buen nombre de sus célebres antepasados, que no tienen nada que temer. La discreción y el elevado sentimiento del honor profesional que siempre distinguieron a mi amigo siguen actuando sobre mí en la tarea de seleccionar estas memorias, y jamás será traicionada ninguna confidencia. He de protestar, sin embargo, de la manera más enérgica contra los intentos que últimamente se han venido haciendo para apoderarse de estos documentos con ánimo de destruirlos. Conocemos la fuente de que proceden estos intentos delictivos. Si se repiten estoy yo autorizado por Holmes para anunciar que se dará publicidad a toda la historia referente a cierto político, al faro y al cuervo marino amaestrado. Esto que digo lo entenderá por lo menos un lector.

No es razonable creer que todos esos casos de que hablo dieron a Holmes oportunidad de poner en evidencia las extraordinarias dotes de instinto y de observación que yo me he esforzado por poner de relieve en estas memorias. Había veces en que tenía que recoger el fruto tras largos esfuerzos; otras se le venía fácilmente al regazo. Pero con frecuencia, en esos casos que menos oportunidades personales le ofrecían, se hallaban implicadas las más terribles tragedias humanas. Uno de ellos es el que ahora deseo referir. He modificado ligeramente los nombres de personas y de lugares, pero, fuera de eso, los hechos son tal y como yo los refiero.



Recibí cierta mañana (a finales de 1896) una nota apresurada de Holmes en la que solicitaba mi presencia. Al llegar a su casa, me lo encontré sentado y envuelto en una atmósfera cargada de humo de tabaco. En la silla que caía frente por frente de él había una señora anciana y maternal, del tipo rollizo de las dueñas de casas de pensión.

–Le presento a la señora Merrilow, de South Brixton –dijo mi amigo, indicándomela con un ademán de la mano–. La señora Merrilow no tiene inconveniente en que se fume, Watson. Se lo digo por si quiere entregarse a esa sucia debilidad suya. La señora Merrilow tiene una historia interesante que contar. Esa historia puede traer novedades en las que sería útil la presencia de usted.

–Todo lo que yo pueda hacer…

–Comprenderá usted, señora Merrilow, que si yo me presento a la señora Ronder, preferiría hacerlo con un testigo. Déselo usted a entender antes de que nosotros lleguemos.

–¡Bendito sea Dios, señor Holmes! –contestó nuestra visitante–. Ella tiene tales ansias de hablar con usted, que lo hará aunque se haga usted seguir de todos los habitantes de la parroquia.

–Iremos, téngalo presente, a primera hora de la tarde. Es, pues, preciso que, antes de ponernos en camino, conozcamos con exactitud todos los hechos. Si les damos un repaso ahora, el doctor Watson podrá ponerse al corriente de la situación. Usted me ha dicho que desde hace siete años tiene de inquilina a la señora Ronder, y que en todo ese tiempo solo una vez le ha visto la cara.

–¡Y pluguiera a Dios que no se la hubiese visto! –exclamó la señora Merrilow.

–Tengo entendido que la tiene terriblemente mutilada.

–Tanto, señor Holmes, que ni cara parece. Esa fue la impresión que me produjo. Nuestro lechero la vio en cierta ocasión nada más que un segundo, cuando ella estaba curioseando por la ventana del piso superior, y cuál no sería su impresión, que dejó caer la vasija de leche y corrió por todo el jardincillo delantero. Ahí verá usted qué clase de cara es la suya. En la ocasión en que yo la vi la pillé desprevenida, y se la tapó rápidamente, y luego dijo: «Ya sabe usted, por fin, la razón de que yo no me levante nunca el velo.»

–¿Sabe usted algo acerca de su vida anterior?

–Absolutamente nada.

–¿Dio alguna referencia cuando se presentó en su casa?

–No, señor, pero dio dinero contante y sonante y en mucha cantidad. Puso encima de la mesa el importe de un trimestre adelantado, y no discutió precios. Una mujer pobre, como yo, no puede permitirse en estos tiempos rechazar una oportunidad como esa.

–¿Alegó alguna razón para preferir su casa?

–Mi casa está muy retirada de la carretera y es más recogida que otras muchas. Además, yo solo tengo una inquilina y soy mujer sin familia propia. Me imagino que había visitado otras casas y que la mía le resultó de mayor conveniencia. Lo que ella busca es vivir oculta, y está dispuesta a pagarlo.

–Ha dicho usted que jamás esa señora dejó ver su cara, salvo en esa ocasión y por casualidad. Pues sí, es la suya una historia extraordinaria, muy extraordinaria, y no me admiro de que desee hacer luz en ella.

–No, señor Holmes, yo no lo deseo. Me doy por satisfecha con cobrar mi renta. No es posible conseguir una inquilina más tranquila ni que dé menos trabajo.

–¿Y qué ha ocurrido entonces para que se haya lanzado a dar este paso?

–Su salud, señor Holmes. Me da la impresión de que se está acabando. Además, algo espantoso hay en aquella cabeza. «¡Asesino! –grita– ¡Asesino!» Y otra vez la oí: «¡Fiera! ¡Monstruo!» Era de noche, y sus gritos resonaban por toda la casa, dándome escalofríos. Por eso fui a verla por la mañana, y le dije: «Señora Ronder, si tiene usted algún secreto que conturbe su alma, para eso están el clero y la policía. Entre unos y otros le proporcionarían alguna ayuda.» Ella exclamó: «Nada de Policía, por amor de Dios. Y en cuanto al clero, no es posible cambiar el pasado. Y, sin embargo, me quitaría un peso del alma que alguien se enterase de la verdad antes que yo me muera.» «Pues bien –le dije yo–; si no quiere usted nada con la policía, tenemos a ese detective del que tanto leemos», con su perdón, señor Holmes. Ella se agarró a esa idea inmediatamente, y dijo: “Ese es el hombre que necesito. ¿Cómo no se me ocurrió jamás acudir a él? Tráigalo, señora Merrilow, y si pone inconvenientes a venir, dígale que yo soy la mujer de la colección de fieras de Ronder. Dígale eso y cítele el nombre de «Abbas Parva».” Aquí está como ella lo escribió: «Abbas Parva.» «Eso le hará venir si él es tal y como yo me lo imagino.»

–Me hará ir, en efecto –comentó Holmes–. Muy bien, señora Merrilow. Desearía tener una breve conversación con el doctor Watson. Eso nos llevará hasta la hora del almuerzo. Puede contar con que llegaremos a su casa de Brixton a eso de las tres.

Apenas nuestra visitante había salido de la habitación con sus andares menudos y bamboleantes de ánade, cuando ya Sherlock Holmes se había lanzado con furiosa energía sobre una pila de libros vulgares que había en un rincón. Se escuchó durante algunos minutos un constante roce de hojas y de pronto un gruñido de satisfacción, porque había dado con lo que buscaba. Era tal su excitación que no se levantó, sino que permaneció sentado en el suelo, lo mismo que un Buda extraño, con las piernas cruzadas, rodeado de gruesos volúmenes, y con uno de ellos abierto encima de las rodillas.

–Watson, este es un caso que en su tiempo me trajo preocupado. Fíjese en mis notas marginales que lo demuestran. Reconozco que no logré explicármelo. Sin embargo, estaba convencido de que el juez de investigación estaba equivocado. ¿No recuerda usted la tragedia de Abbas Parva?

–En absoluto, Holmes.

–Sin embargo, por aquel entonces vivía usted conmigo. Desde luego, también mis impresiones del caso eran muy superficiales, porque no disponía de datos en que apoyarme, y porque ninguna de las dos partes había solicitado mis servicios. Quizá le interese leer los periódicos.

–¿No podría señalarme usted mismo los detalles sobresalientes?

–Es cosa muy fácil de hacer. Ya verá cómo los recuerda conforme yo vaya hablando. El nombre de Ronder era, desde luego, conocidísimo. Era el rival de Wombwell y de Sanger, uno de los más grandes empresarios de circo de su tiempo. Hay, sin embargo, pruebas de que se entregó a la bebida y de que al ocurrir la tragedia se hallaban tanto él como su circo ambulante en decadencia. La caravana se había detenido para pasar la noche en Abbas Parva, pueblo pequeño del Berkshire, que fue donde ocurrió este hecho horrendo. Iban camino de Wimbledon y viajaban por carretera. Se limitaron, pues, a acampar, sin hacer exhibición alguna, porque se trataba de un lugar tan pequeño que no les habría compensado el trabajo.

»Entre las fieras que exhibían figuraba un magnífico ejemplar de león de África. Le llamaban el rey del Sahara, y tanto Ronder como su mujer tenían por costumbre realizar exhibiciones dentro de su jaula. Ahí tiene una foto de la escena. Verá por ella que Ronder era un cerdo corpulento, y su esposa una espléndida mujer. Alguien testimonió durante la investigación que el león había ofrecido síntomas de estar de humor peligroso, pero que, como de costumbre, la familiaridad engendra el menosprecio, y nadie hizo caso.

»Era cosa corriente que Ronder o su esposa diesen de comer al león por la noche. Unas veces lo hacía uno de ellos, otras, los dos juntos; pero nunca permitían que nadie más le diese de comer, creyendo que mientras fuesen ellos los que le llevaban el alimento, el león los consideraría como bienhechores suyos y no les haría ningún daño. La noche del suceso habían entrado los dos a darle de comer, y entonces ocurrió un suceso horrendo, pero cuyos detalles nunca se consiguió poner en claro.

»Parece que el campamento todo se despertó hacia medianoche por los rugidos del animal y los chillidos de la mujer. Todos los cuidadores y empleados acudieron desde sus tiendas corriendo, llevando linternas. A la luz de estas vieron un espectáculo terrible. Ronder yacía en el suelo, con la parte posterior del cráneo hundida y con señales de profundos zarpazos en el cuero cabelludo; a unos diez metros de distancia de la jaula, que estaba abierta. Cerca de la puerta de la jaula yacía la señora Ronder, de espaldas, con la fiera acurrucada y enseñando los dientes encima de ella. Le había destrozado la cara de tal manera que no se creyó que sobreviviría. Varios de los artistas del circo, encabezados por el forzudo Leonardo y por el payaso Griggs, acometieron a la fiera con pértigas, y el león dio un salto hacia atrás y se metió en la jaula, que aquellos se apresuraron a cerrar.

»Nadie supo cómo había quedado abierta. Se llegó a la suposición de que la pareja había intentado entrar en la jaula, pero que, en el instante en que fueron corridos los cierres de la puerta, el animal se lanzó sobre ellos de un salto. Ningún otro detalle de interés apareció en la investigación, fuera de que la mujer, en el delirio de sus atroces dolores, no cesaba de gritar: «¡Cobarde! ¡Cobarde!», cuando la conducían al carromato en que vivían. Transcurrieron seis meses antes que ella pudiera prestar declaración, pero se cumplieron debidamente todos los trámites, y el veredicto del jurado del juez de instrucción fue de muerte sobrevenida por una desgracia.

–¿Cabía otra alternativa? –pregunté yo.

–Tiene usted razón de hacer esa pregunta. Sin embargo, había un par de detalles que trajeron desasosiego a Edmunds, de la Policía de Berkshire. ¡Magnífico muchacho el tal Edmunds! Más adelante lo destinaron a Allahabad. Gracias a él me puse en contacto con el asunto, porque se dejó caer por aquí y fumamos un par de pipas hablando del mismo.

–¿Era un individuo delgado y de pelo rubio?

–Exactamente. Tenía la seguridad de que descubriría usted su pista inmediatamente.

–¿Y qué fue lo que le preocupaba?

–La verdad es que nos preocupó a los dos. Resultaba endiabladamente difícil reconstruir el hecho. Mírelo desde el punto de vista del león. Se ve en libertad. ¿Y qué hace entonces? Da media docena de saltos hacia delante para ir a caer sobre Ronder. Este se da media vuelta para huir, puesto que las señales de los zarpazos las tenía en la parte posterior de la cabeza; pero el león lo derriba. Entonces, en vez de dar otro salto y escapar, se vuelve hacia la mujer, que estaba cerca de la jaula, la derriba de espaldas y le mastica la cara. Por otro lado, los gritos de la mujer parecían dar a entender que el marido le había fallado de una u otra manera. ¿Qué pudo hacer el pobre hombre para socorrerla? ¿No ve usted la dificultad?

–Desde luego.

–Pero había algo más, que se me ocurre a mí, ahora que vuelvo a repasar el asunto. Algunas de las personas declararon que, coincidiendo con los rugidos del león y con los chillidos de la mujer, se oyeron gritos de terror que daba un hombre.

–Serían de Ronder, sin duda.

–Difícilmente podía gritar si estaba con el cráneo destrozado. Dos testigos, por lo menos, se refieren a gritos de un hombre mezclados con los de una mujer.

–Yo creo que para entonces estaría gritando el campamento entero. Por lo que se refiere a los demás puntos, creo que podría apuntar una solución.

–La tomaré muy a gusto en consideración.

–Cuando el león se vio en libertad, él y ella estaban juntos, a diez metros de la jaula. Ronder se dio media vuelta y fue derribado. La mujer concibió la idea de meterse dentro de la jaula y de cerrar la puerta. Era aquel su único refugio. Se lanzó a ponerla en práctica, pero cuando ya llegaba a la puerta, la fiera saltó sobre ella y la derribó. La mujer, irritada contra su marido, porque, al huir este, la fiera se había enfurecido. Si ambos le hubiesen hecho frente, quizá la hubiesen obligado a retroceder. De ahí sus estentóreos gritos de «¡Cobarde!»

–¡Magnífico, Watson! Su brillante exposición no tiene más que un defecto.

–¿Qué defecto, Holmes?

–Si ambos estaban a diez pasos de distancia de la jaula, ¿cómo llegó la fiera a encontrarse con la puerta abierta?

–¿No es posible que tuviesen algún enemigo y que este la abrió?

–¿Y por qué había de acometerlos de manera tan salvaje si estaba acostumbrada a jugar con ellos y a exhibir con ellos sus habilidades dentro de la jaula?

–Quizás ese mismo enemigo había hecho algo con el propósito de enfurecerlo.

Holmes permaneció pensativo y en silencio durante algunos momentos.

–Bien, Watson, hay algo que decir en favor de su hipótesis. Ronder era un hombre que tenía muchos enemigos. Edmunds me dijo que cuando estaba metido en copas era espantoso. Hombre corpulento y fanfarrón, maltrataba de palabra y obra a cuantos se le cruzaban en el camino. Yo creo que aquellos gritos de monstruo, de los que nos ha hablado nuestra visitante, son reminiscencias nocturnas del muerto querido. Sin embargo, todo esto no son sino cábalas fútiles mientras no conozcamos todos los hechos. Tenemos en el aparador una perdiz fría y una botella de Montrachet. Renovemos nuestras energías antes de que tengamos que exigirles un nuevo esfuerzo.

Cuando nuestro coche Hamson nos dejó junto a la casa de la señora Merrilow, nos encontramos a la rolliza señora cerrando con su cuerpo el hueco de la puerta de su morada humilde, pero retirada. Era evidente que su precaución principal era la de no perder una buena inquilina, y antes de conducirnos al piso superior nos suplicó que no dijésemos ni hiciésemos nada que pudiera provocar un hecho tan indeseable. Por fin, después de haberle dado toda clase de seguridades, nos condujo por la escalera, estrecha y mal alfombrada, hasta la habitación de la misteriosa inquilina.

Era un cuarto mal ventilado, angosto, que olía a rancio, como no podía menos, puesto que la ocupante no salía de él apenas. Por algo que parecía justicia del Destino, aquella mujer que tenía encerradas a las fieras en una jaula había acabado siendo como una fiera dentro de una jaula. Se hallaba sentada en un sillón roto, en el rincón más oscuro del cuarto. Los largos años de inactividad habían quitado algo de esbeltez a las líneas de su cuerpo, que debió de ser hermoso, y conservaba aún su plenitud y voluptuosidad. Un grueso velo negro le cubría el rostro, pero el borde del mismo terminaba justamente encima del labio superior, dejando al descubierto una boca perfecta y una barbilla finamente redondeada. Yo pensé que, en efecto, debió de ser una mujer extraordinaria. También su voz era de timbre delicado y agradable.

–Señor Holmes, usted conoce ya mi nombre –explicó–. Pensé que bastaría para que viniese.

–Así es, señora, aunque no acabo de comprender cómo sabe que yo estuve interesado en el caso suyo.

–Lo supe cuando, recobrada ya mi salud, fui interrogada por el detective del condado, el señor Edmunds. Pero yo le mentí. Quizás habría sido más prudente decirle la verdad.

–Por lo general, decir la verdad suele ser lo más prudente. ¿Y por qué mintió usted?

–Porque de ello dependía la suerte de otra persona. Era un ser indigno por demás. Yo lo sabía, pero no quise que su destrucción recayese sobre mi conciencia. ¡Habíamos vivido tan cerca, tan cerca!

–¿Ha desaparecido ya ese impedimento?

–Sí, señor. La persona a que aludo ha muerto.

–¿Por qué, entonces, no le cuenta usted ahora a la policía todo lo que sabe?

–Porque hay que pensar también en otra persona. Esa otra persona soy yo. Sería incapaz de aguantar el escándalo y la publicidad que acarrearía el que la policía tomase en sus manos el asunto. No es mucho lo que me queda de vida, pero deseo morir sin ser molestada. Sin embargo, deseaba dar con una persona de buen criterio a la que poder confiar mi terrible historia, de modo que, cuando yo muera, pueda ser comprendido cuanto ocurrió.

–Eso es un elogio que usted me hace, señora. Pero soy, además, una persona que tiene el sentimiento de su responsabilidad. No le prometo que, después que usted haya hablado, no me crea en el deber de poner su caso en conocimiento de la policía.

–Creo que no lo hará usted, señor Holmes. Conozco demasiado bien su carácter y sus métodos, porque vengo siguiendo su labor desde hace varios años. El único placer que me ha dejado el Destino es el de la lectura, y pocas cosas de las que ocurren por el mundo se me pasan inadvertidas. En todo caso, estoy dispuesta a correr el riesgo del empleo que usted pudiera hacer de mi tragedia. Mi alma sentirá alivio contándola.

–Tanto mi amigo como yo nos alegraríamos de oírla.

La mujer se levantó y sacó de un cajón la fotografía de un hombre. Saltaba a la vista que se trataba de un acróbata profesional, de magnífica conformación física. Estaba retratado con sus poderosos brazos cruzados delante del arqueado pecho, y con una sonrisa que asomaba por entre sus tupidos bigotes; la sonrisa engreída del hombre conquistador de mujeres.

–Es Leonardo –nos dijo.

–¿Leonardo, el forzudo que prestó declaración?

–El mismo. Y este otro es… mi marido.

Era una cara espantosa. La cara de un cerdo humano, o más bien de un jabalí formidable en su bestialidad. Era fácil imaginarse aquella boca repugnante, rechinando y echando espumarajos en sus momentos de rabia, y aquellos ojillos malignos proyectando sus ruindades sobre todo lo que miraban. Rufián, fanfarrón, bestia; todo eso estaba escrito en aquel rostro de gruesa mandíbula.

–Estos dos retratos les ayudarán, caballeros, a comprender esta historia. Cuando yo tenía diez años era ya una muchacha de circo, educada en el serrín de la pista y que saltaba por el aro. Cuando me convertí en mujer, se enamoró de mí este hombre, si a su lascivia se le puede dar el nombre de amor. En un mal momento me casé con él. Desde ese día viví en un infierno, y él fue el demonio que me atormentó. No había una sola persona en toda la compañía que no supiese cómo me trataba. Me abandonó para ir con otras. Si yo me quejaba, solía atarme y me azotaba con su fusta de montar. Todos me compadecían y todos le odiaban, pero, ¿qué podían hacer? Desde el primero hasta el último le temían. Porque era terrible en todo momento, pero llegaba a sanguinario siempre que estaba borracho. Una y otra vez fue condenado por agresión y por crueldades con los animales; pero tenía dinero abundante, y le importaban muy poco las multas. Los mejores artistas nos abandonaron, y el espectáculo empezó a ir cuesta abajo. Únicamente Leonardo y yo lo sosteníamos, con la ayuda del pequeño Jimmy Griggs, el payaso. Este pobre hombre no tenía muchos motivos para estar de buen humor, pero se esforzaba cuanto podía en evitar que todo se derrumbase.

»Leonardo entró entonces cada vez más íntimamente en mi vida. Ya han visto ustedes cómo era físicamente. Ahora sé cuán pobre era el espíritu encerrado en un cuerpo tan magnífico, pero, comparado con mi marido, parecía algo así como el ángel Gabriel. Me compadeció y me ayudó, hasta que nuestra intimidad sé convirtió en amor; un amor profundo, profundísimo, apasionado, con el que yo había soñado siempre, pero que nunca esperé sentir. Mi marido lo sospechó, pero yo creo que tenía tanto de cobarde como de bravucón, y que Leonardo era el único hombre al que temía. Se vengó a su manera, atormentándome cada vez más. Una noche mis gritos trajeron a Leonardo hasta la puerta de nuestro carromato. Aquella vez bordeamos la tragedia, y mi amante y yo no tardamos en comprender que no era posible evitarla. Mi marido no tenía derecho a vivir. Planeamos su muerte.

»Leonardo era hombre de cerebro astuto y calculador. Fue él quien lo planeó todo. No lo digo para censurarle, porque yo estaba dispuesta a acompañarle hasta la última pulgada del camino. Pero yo no habría tenido jamás el ingenio necesario para trazar aquel plan. Preparamos una clava (fue Leonardo quien la fabricó), y en la cabeza de la misma, hecha de plomo, aseguramos cinco largas uñas de acero, con las puntas fuera y de la misma anchura de la garra del león. Daríamos con ella a mi marido el golpe de muerte, pero, por las señales que quedarían haríamos pensar a todos que se la había producido el león, al que dejaríamos libre.

»La noche estaba negra corno la pez cuando mi marido y yo marchamos, según era nuestra costumbre, a dar de comer a la fiera. Llevábamos la carne cruda en un cubo de cinc. Leonardo estaba al acecho detrás de la esquina del gran carromato junto al cual teníamos que pasar antes de llegar a la jaula.

»Actuó con retraso; cruzamos por delante de él sin que descargase el golpe; pero nos siguió de puntillas, y yo oí el crujido que produjo la clava al destrozar el cráneo. Fue un ruido que hizo dar un vuelco de alegría a mi corazón. Corrí hacia delante y solté el cierre que sujetaba la puerta de la gran jaula del león.

»Y entonces ocurrió una cosa terrible. Quizás esté usted enterado de lo rápidos que son estos animales para recibir el husmillo de la sangre humana, y cómo esta los excita. Algún instinto extraño debió de hacer barruntar al león que un ser humano había muerto. Al descorrer yo el cerrojo saltó y se me vino encima en un segundo. Leonardo pudo salvarme. Si él se hubiese abalanzado sobre el león y le hubiese golpeado con la maza, habría podido hacerle retroceder. Pero se acobardó. Lo oí gritar aterrorizado y lo vi darse media vuelta y huir. En el mismo instante sentí en mi carne los dientes del león. Ya su aliento abrasador y sucio me había envenenado y apenas experimenté sensación alguna de dolor. Intenté apartar con las palmas de mis manos las tremendas fauces manchadas de sangre que lanzaban un vaho hirviente. Grité pidiendo socorro. Tuve la sensación de que todo el campamento se ponía en movimiento y conservo el confuso recuerdo de que un grupo de hombres, compuesto por Leonardo, Griggs y otros, me sacaron de debajo de las zarpas de la fiera. Ese fue, señor Holmes, por espacio de muchos meses fatigosos, el último de mis recuerdos. Cuando recobré la razón y me vi en el espejo maldije al león, ¡oh!, cómo lo maldije; no porque había destrozado mi hermosura, sino por no haberme arrancado la vida. Solo un deseo tenía, señor Holmes, y contaba con dinero suficiente para satisfacerlo. Este deseo era el de cubrirme el rostro de manera que nadie pudiera verlo, y vivir donde nadie de cuantos yo había conocido pudieran encontrarme. Eso era lo único que ya me restaba por hacer; y eso es lo que he venido haciendo. Convertida en un pobre animal que se ha arrastrado hasta dentro de un agujero para morir: así es cómo acaba su vida Eugenia Ronder.

Permanecimos sentados en silencio un rato, cuando ya la desdichada mujer había acabado de relatar su historia. De pronto, Holmes extendió su largo brazo y palmeó en la mano a la mujer con una expresión de simpatía como rara vez yo le había visto exteriorizar.

–¡Pobre muchacha! ¡Pobre muchacha! –decía–. Los manejos del Destino son, en verdad, difíciles de comprender. Si no existe alguna compensación en el más allá, entonces el mundo no es sino una broma cruel. ¿Y qué fue del tal Leonardo?

–Jamás volví a verlo ni a oír hablar de él. Quizá no tuve razón para llevar mi animosidad hasta ese punto. Quizás él hubiese amado a esta pobre cosa que el león había dejado, lo mismo que a uno de esos monstruos de mujer que exhibimos por el país. Pero no se puede hacer tan fácilmente a un lado el amor de una mujer. Aquel hombre me había dejado entre las garras de la fiera, me había abandonado en el momento de peligro. Sin embargo, no pude decidirme a entregarlo a la horca. Mi suerte me tenía sin cuidado. ¿Qué podía ser más angustioso que mi vida actual? Pero me interpuse entre Leonardo y su destino.

–¿Y ha muerto ya?

–Se ahogó el mes pasado mientras se bañaba cerca de Margate. Leí su muerte en los periódicos.

–¿Y qué hizo de su clava de cinco garras, detalle este el más extraordinario e ingenioso de toda su historia?

–No puedo decírselo, señor Holmes. Cerca del campamento había una cantera de cal que tenía en su base una profunda ciénaga verdosa. Quizás en el fondo de la misma…

–Bien, bien, la cosa tiene ya poca importancia. El caso ha quedado concluso.

Nos habíamos puesto en pie para retirarnos, pero algo observó Holmes en la voz de la mujer que atrajo su atención. Volviose rápidamente hacia ella.

–Su vida no le pertenece –le dijo–. No atente contra ella.

–¿Qué utilidad tiene para nadie?

–¿Qué sabe usted? El sufrir con paciencia constituye por sí mismo la más preciosa de las lecciones que se pueden dar a un mundo impaciente.

La contestación de la mujer fue espantosa. Se levantó el velo y avanzó hasta que le dio la luz de lleno, y dijo:

–¡A ver si es usted capaz de aguantar esto!

Era una cosa horrible. No existen palabras para describir la conformación de una cara cuando esta ha dejado de ser cara. Los dos ojos oscuros, hermosos y llenos de vida que miraban desde aquella ruina cartilaginosa, realzaban aún más lo horrendo de semejante visión. Holmes alzó las manos en ademán de compasión y de protesta, y los dos juntos abandonamos el cuarto.

Dos días después fui a visitar a mi amigo, y este me señaló con cierto orgullo una pequeña botella que había encima de la repisa de la chimenea. La cogí en la mano. Tenía una etiqueta roja, de veneno. Al abrirla, se esparció un agradable olor de almendras.

–¿Ácido prúsico? –le pregunté.

–Exactamente. Me ha llegado por el correo. «Le envío a usted mi tentación. Seguiré su consejo.» Eso decía el mensaje. Creo, Watson, que podemos adivinar el nombre de la valerosa mujer que lo ha enviado.
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Relato corto sobre boxeo de Dashiell Hammet: El guardián de su hermano


Dashiell Hammet (1894-1961) fue un exitoso escritor estadounidense especializado en la novela corta, los cuentos y los guiones cinematográficos. Es famoso por ser el padre personajes tan reconocibles como el detective Sam Spade, de El halcón maltés, protagonizado por Humprhey Bogart en la película homónima.


Es autor de novelas como La llave de cristal, El hombre delgado y la ya citada El halcón maltés. Publicó también varios libros de cuentos, muchos de ellos reunidos en la colección El gran golpe.

El relato corto que hoy ofrecemos, “El guardián de su hermano”, narra la relación entre dos hermanos que se mueven en el ámbito del boxeo. El pequeño de ellos está en los inicios de su carrera pugilística, asesorado por su hermano mayor, un tipo carismático y de vida disipada, que hace las veces de entrenador.



Esta historia sobre boxeo fue publicada por primera vez en 1934 en Collier’s Weekly, con el título “His brothers’s keeper”.



Relato corto sobre boxeo de Dashiell Hammet: El guardián de su hermano

Sé que muchos hablaban mal de Loney, pero conmigo siempre fue fabuloso. Desde que tengo memoria fue fabuloso, y supongo que me habría caído tan bien si hubiese sido cualquiera en lugar de mi hermano. De todos modos, me alegro de que no fuera cualquiera.

No se parecía a mí. Era delgado y, lo vistieras como lo vistieses, parecía un señor, aunque siempre llevara ropa elegante y fuera de punta en blanco, incluso cuando paraba en casa. Tenía el pelo liso, los dientes más blancos que he visto en mi vida y dedos largos, delgados y limpios. Se parecía al recuerdo de mi padre, pero más apuesto. Yo era más parecido a la familia de mamá, a los Malone, lo que resultaba gracioso, porque Loney fue bautizado en honor de ellos: Malone Bolan. Era más listo que el hambre. Era inútil tratar de engañarlo, y quizá por ese motivo algunos no lo querían, cosa que a Pete González le costaba un huevo encajar.

A veces me preocupaba que Pete González le tuviera tirria a Loney, porque también era un tío de primera y no le hacía un feo a nadie. Tenía dos boxeadores y un luchador conocido como Kilchak y siempre los mandaba a hacer las cosas lo mejor posible, lo mismo que Loney hacía conmigo. Era el mejor apoderado de la comarca, y muchos decían que no existía otro que lo superara, por lo que me gustaba que quisiera dirigirme, aunque yo no lo expresara en voz alta.

Aquella tarde estaba en el pasillo, a punto de salir del gimnasio de Tubby White, cuando me topé con Pete González, que dijo:

–Hola, Kid, ¿cómo van las cosas? –se acercó el cigarro a la comisura de los labios para pronunciar esas palabras.

–Hola. Todo va bien.

Me miró de arriba abajo y bizqueó a causa del humo.

–¿Ganarás el sábado?

–Eso espero.

Volvió a mirarme de arriba abajo como si me estuviera sopesando. Sus ojos eran muy pequeños, y cuando bizqueaba apenas se veían.

–Kid, ¿qué edad tienes?

–Voy para diecinueve.

–Supongo que pesas setenta y dos y medio –añadió.

–Peso setenta y seis. Crezco muy rápido.

–¿Conoces al tipo con el que te enfrentas el sábado?

–No.

–Es bastante duro.

Sonreí y respondí:

–Eso espero.

–Y muy espabilado.

–Eso espero –repetí.

Se quitó el cigarro de la boca, frunció el ceño y dijo que estaba cabreado conmigo.

–Sabes que en el cuadrilátero no tienes nada que hacer con él, ¿verdad? –antes de que se me ocurriera una respuesta, Pete González se metió el cigarro en la boca y cambió la expresión y el tono–. Kid, ¿por qué no me dejas ser tu apoderado? Tienes pasta de boxeador. Te llevaría bien, te haría crecer, en lugar de consumirte, y durarías la tira.

–No puedo –respondí–. Loney me enseñó todo lo que sé y…

–¿Qué te enseñó? –se enfureció Pete. Volvió a poner cara de loco–. Si crees que te han enseñado algo, mírate la jeta en el primer espejo que te salga al paso –se quitó el cigarro de la boca y escupió una hebra de tabaco–. ¡Solo tienes dieciocho abriles, hace menos de un año que boxeas y mírate la cara!

Sentí que me ruborizaba. Nunca fui un Adonis pero, como acababa de decir Pete, había recibido muchos puñetazos, y se notaba. Repliqué:

–Bueno, todavía no soy boxeador.

–Eso sí que es la pura verdad –reconoció Pete–. ¿Y por qué no lo eres?

–Y yo qué sé. Supongo que no va con mi estilo de pelear.

–Podrías aprender. Eres rápido y listo. ¿Qué mosca te ha picado? Cada semana Loney te enfrenta con alguien para el que todavía no estás preparado, recibes un montón de golpes y…

–Pero gano, ¿no? –pregunté.

–Claro que ganas… de momento. Ganas porque eres joven, duro, tienes madera de boxeador y una buena pegada, pero a mí no me gustaría pagar lo que tú pagas por ganar y tampoco se lo deseo a mis muchachos. He visto a jóvenes, algunos tan prometedores como tú, seguir ese camino y también vi en qué se convirtieron un par de años después. Hazme caso, Kid, conmigo correrás mejor suerte.

–Puede que tengas razón y te lo agradezco, pero no puedo abandonar a Loney. Es…

–Pagaré a Loney para hacerme con tu contrato, si es que no has firmado ningún papel con él.

–No, lo siento, yo… no puedo.

Pete comenzó a decir algo, se interrumpió y se puso rojo. Se había abierto la puerta del despacho de Tubby y Loney franqueaba el umbral. Estaba pálido y apenas se le veían los labios de tan apretados que los tenía, lo que me permitió saber que había oído la conversación.

Se acercó a Pete sin dirigirme una sola mirada y dijo:

–Rata latina y tramposa.

–Solo le dije lo mismo que a ti cuando la semana pasada te hice una oferta –afirmó Pete.

–Fantástico, se lo has contado a todo el mundo –replicó Loney–. Ahora podrás hablar de esto –golpeó la boca de Pete con el dorso de la mano.

Me acerqué porque Pete era mucho más corpulento que Loney, pero González se limitó a decir:

–Vale, amigo, tal vez no vivas eternamente. Tal vez no vivas eternamente si Big Jake se entera del rollo con su esposa.

Loney le soltó un puñetazo, pero en esta ocasión Pete lo esquivó retrocediendo medio metro. Loney echó a correr tras él y Pete giró y se metió en el gimnasio.

Loney se acercó sonriente y disimulando su cara de loco. Era capaz de cambiar de actitud a una velocidad vertiginosa. Me cogió por los hombros y dijo:

–Esa rata latina y tramposa. Larguémonos –una vez fuera me hizo girar para ver el letrero que anunciaba el combate–. Ahí estás, Kid. Entiendo que quiera tenerte en sus filas. Muchos te querrán antes de que hayas alcanzado la cumbre.

Era fantástico: Kid Bolan vs. Sailor Perelman, escrito en letras rojas más grandes que las de los demás nombres y puestas en primer término. Era la primera vez que mi nombre aparecía en primera línea. Pensé: desde ahora siempre será así y quizás algún día pelee en Nueva York, pero le sonreí a Loney sin decir nada y seguimos caminando hacia casa.

Mamá estaba fuera, visitando a mi hermana, la casada en Pittsburgh, y la negra Susan se ocupaba de la casa y de nosotros. Después de que Susan fregara los platos de la cena y se fuera a su casa, Loney habló por teléfono en voz baja. Cuando regresó quise decirle algo, pero temí plantearlo mal y que Loney pensara que me metía en sus asuntos y, antes de encontrar un modo seguro de tomar la palabra, alguien llamó a la puerta.

Loney abrió. Era la señora Schiff. Tuve la corazonada de que sería ella, pues había venido de visita la primera noche de la partida de mamá.

La señora Schiff entró riendo, con el brazo de Loney a la altura de la cintura, y me dijo:

–Hola, campeón.

–Hola –respondí y le estreché la mano.

Aunque me gustaba, creo que también le temía. No solo por Loney, sino en otro sentido. Ya sabes, lo que a veces te pasa cuando eres pequeño y de pronto te encuentras solo en un barrio desconocido de la otra punta de la ciudad. Aunque no había nada claro para aterrorizarte, estabas esperando que ocurriera algo. Con ella me pasaba lo mismo. Aunque estaba como un tren, su aspecto tenía algo de salvaje. No hablo de algo salvaje en el sentido en que te refieres a algunas fulanas, sino de algo casi animal, como si siempre estuviera alerta. Daba la impresión de que estaba hambrienta. Me refiero a sus ojos y, tal vez, a su boca, ya que no se la podía considerar flaca, entrada en carnes ni gorda.

Loney sacó una botella de whisky y vasos y bebieron unos tragos. Por pura amabilidad me quedé un rato, luego dije que estaba cansado, les di las buenas noches y me dirigí a mi habitación, revista en mano. Al subir la escalera oí que Loney le contaba su pelotera con Pete González.

Me desvestí e intenté leer, pero estaba preocupado por Loney. El chiste que Pete había hecho por la tarde se refería a la señora Schiff. Era la esposa de Big Jake Schiff, uno de los que cortaban el bacalao en nuestro barrio, y mucha gente debía saber que estaba liada con Loney. Sea como fuere, Pete lo sabía y Big Jake y él eran muy amigos, para no hablar de que ahora se la tenía jurada a Loney. Ojalá mi hermano liquidara esa historia. Tenía chicas para elegir y Big Jake no era el tipo con quien valiera la pena enemistarse, incluso dejando de lado la influencia que ejercía en el ayuntamiento. Como cada vez que me ponía a leer terminaba pensando en estos problemas, renuncié y me dormí muy temprano.

Todo había ocurrido el lunes. El martes por la noche, cuando volví del cine, la encontré esperando en el vestíbulo. Llevaba un abrigo largo, pero no tenía sombrero, y estaba muy nerviosa.

–¿Dónde está Loney? –preguntó sin saludar ni nada que se le parezca.

–No lo sé. No me dijo a dónde iba.

–Tengo que verlo –insistió–. ¿Tienes idea de dónde puede estar?

–No, no sé dónde está.

–¿Crees que llegará tarde?

–Suele hacerlo –respondí.

Me miró con el ceño fruncido y repitió:

–Tengo que verlo. Esperaré un rato.

Fuimos al comedor. Se dejó el abrigo puesto y caminó de un lado a otro, con la mirada perdida. Le pregunté si quería una copa y aceptó mecánicamente. Estaba a punto de servirle un trago cuando me cogió de las solapas del abrigo y dijo:

–Escúchame, Eddie, ¿me dirás una cosa? ¿Me dirás la pura verdad?

–Seguro, si es que puedo –respondí y me sentí incómodo de tenerla tan cerca.

–¿Está Loney realmente enamorado de mí?

Era una pregunta difícil: me puse al rojo vivo. Si Loney llegara de una buena vez…, si estallara un incendio o cualquier otra cosa.

Me sacudió las solapas.

–¿Me quiere?

–Supongo que sí. Sí, supongo que sí.

–¿No lo sabes?

–Claro que lo sé, pero Loney no comenta conmigo estas cosas. De verdad que no lo hace.

Se mordió el labio y me dio la espalda. Yo sudaba a más no poder. Pasé tanto tiempo como pude en la cocina, preparando el whisky y lo demás. Cuando regresé al comedor, vi que la mujer se había sentado y se estaba pintando los labios. Dejé el whisky sobre la mesa, a su lado.

Me sonrió y comentó:

–Eddie, eres un buen chico. Espero que ganes un millón de combates. ¿Cuándo es el próximo?

Solté la carcajada. Deduje que me había convencido de que todo el mundo sabía que el sábado me enfrentaba con Sailor Perelman, simplemente porque era mi primer encuentro importante. Así es como se te suben los humos a la cabeza.

–El sábado que viene –respondí.

–Me alegro –afirmó y miró la hora–. Oh, ¿por qué no vuelve de una vez?

Tengo que estar en casa antes de que llegue Jake –se incorporó de un salto–. No puedo esperar más. No debí quedarme tanto. ¿Le dirás algo de mi parte a Loney?

–Sí.

–¿Y no se lo contarás a nadie más?

–No.

Rodeó la mesa y volvió a sujetarme de las solapas.

–Pon atención. Dile que alguien ha hablado con Jake sobre… sobre nosotros. Dile que debemos tener cuidado, que Jake es capaz de matarnos a los dos. Dile que creo que de momento Jake no sabe nada a ciencia cierta, pero que debemos ser cuidadosos. Dile a Loney que no me telefonee y que espere a que yo lo llame mañana por la tarde. ¿Se lo dirás?

–Sí.

–Y no permitas que haga una locura.

–No lo permitiré –afirmé. Habría dicho cualquier cosa con tal de acabar con esa visita.

–Eddie, eres un buen chico –repitió, me besó en la boca y se fue.

No la acompañé a la puerta. Miré el whisky que había dejado sobre la mesa y pensé que ya era hora de tomar el primer trago de mi vida, pero me senté y me puse a pensar en Loney. Es posible que dormitara un rato, pero estaba despierto cuando Loney regresó, cerca de las dos.

Estaba muy enfadado y preguntó:

–¿Qué carajo haces levantado a esta hora?

Le hablé de la señora Schiff y de lo que me había pedido que le dijera.

Se quedó en pie, con el abrigo y el sombrero puestos, hasta que le conté todo.

–Esa rata latina y tramposa –murmuró con voz apenas audible y puso cara de cabreo.

–También dijo que no cometieras una locura.

–¿Una locura? –me miró y rio–. No, no haré ninguna locura. ¿Qué tal si te vas a dormir?

–Vale –acepté y subí.

Loney aún estaba en la cama cuando, a la mañana siguiente, me fui al gimnasio, y ya se había ido cuando volví a casa. Lo esperé casi hasta las siete y entonces decidí cenar solo. Susan comenzaba a enfadarse porque sospechaba que esa noche terminaría tarde. Aunque es posible que pasara fuera toda la noche, la tarde siguiente, cuando fue al gimnasio de Tubby para verme entrenar, Loney estaba bien, bromeaba y hacía chistes con los presentes, como si nada le preocupara.

Aguardó a que me cambiara y volvimos juntos a casa.

–Kid, ¿cómo estás? –fue un chiste, pues Loney sabía perfectamente que yo siempre estoy bien. Jamás estuve enfermo.

–Muy bien –repliqué.

–Te estás entrenando de maravillas –afirmó–. Mañana tómate la vida con calma. Será mejor que descanses para enfrentarte al tío de Providence. Como dijo la rata latina y tramposa, es muy duro y tiene la cabeza bien puesta.

–Eso espero. Loney, ¿estás realmente convencido de que Pete dio el soplo a Big Jake sobre…?

–Olvídalo –me interrumpió–. A la mierda con ellos –me dio un codazo–. Ahora solo debes preocuparte por lo que harás el sábado a la noche.

–Todo saldrá bien.

–Yo no estaría tan seguro. Con un poco de suerte, conseguirás un empate.

Quedé tan sorprendido que me detuve en plena calle. Hasta entonces Loney jamás había hablado así de mis combates. Siempre decía «No te preocupes, por muy duro que parezca, ataca y hazle picadillo» o algo parecido.

–¿Estás diciendo que…? –pregunté.

Me sujetó del brazo para que volviera a caminar.

–Kid, creo que esta vez te he elegido un contrincante superior. Perelman es muy bueno. Sabe boxear y pega más fuerte que cualquiera de tus adversarios anteriores.

–No te preocupes, todo saldrá bien –aseguré.

–Tal vez –dijo, y miró hacia adelante con el ceño fruncido–. ¿Qué opinas de lo que dijo Pete acerca de que necesitas más práctica?

–Qué sé yo. No presto atención a lo que suelen decirme, salvo a tus palabras.

–Eso está bien, pero ¿qué opinas? –insistió.

–Supongo que me gustaría aprender a boxear mejor.

Sonrió sin estirar demasiado los labios.

–Te guste o no, es probable que Sailor Perelman te dé unas cuantas lecciones. Hablando en serio, si te pidiera que boxearas en lugar de entrar precipitadamente, ¿lo harías? Lo digo para ganar experiencia, aunque no dieras un gran espectáculo.

–¿No peleo siempre como tú me indicas?

–Por supuesto. Pero supón que significa perder este combate y aprender algo.

–Lo que me gusta es ganar, pero haré lo que digas –respondí–. ¿Quieres que me enfrente con él de esa manera?

–Aún no estoy seguro –replicó–. Ya veremos.

El viernes y el sábado no di golpe. El viernes intenté encontrar a alguien con quien salir a ligar, pero solo di con Bob Kirby y, como estaba harto de oír siempre los mismos chistes, cambié de idea y me quedé en casa.

Loney vino a cenar y le pregunté qué posibilidades teníamos de ganar el combate.

–Hay una buena pasta de por medio –respondió–. Tienes muchos amigos.

–¿Hemos apostado?

–Todavía no. Tal vez lo hagamos si suben las apuestas. Aún no lo he decidido.

Lamenté que mi hermano tuviera tanto miedo de que yo perdiera y pensé que si hacía algún comentario sonaría presuntuoso, así que seguí comiendo.

El sábado por la noche el local estaba abarrotado. Cuando subimos al cuadrilátero los aplausos fueron ensordecedores. Me sentía bien y supongo que Dick Cohen –que estaba en mi rincón con Loney– también se sentía en forma, pues hacía esfuerzos por disimular su sonrisa. Solo Loney parecía preocupado, no tanto como para que se notara, a menos que lo conocieras tan bien como yo. Lo cierto es que lo noté.

–Estoy perfectamente –lo tranquilicé. Muchos boxeadores dicen sentirse inquietos mientras esperan a que comience el combate, pero yo siempre estoy bien.

–Seguro –afirmó Loney y me palmeó la espalda–. Escúchame, Kid –pidió y carraspeó. Acercó la cara a mi oreja para que nadie pudiera oírlo–. Escucha, Kid, tal vez… quizá sea mejor que boxees de la manera que comentamos. ¿Vale?

–Vale.

–No permitas que los matones de primera fila te acojonen. El que lucha en el ring eres tú.

–Vale –repetí.

El primer par de asaltos fue extraño, pues suponía una novedad para mí: se trataba de moverme de puntillas a su alrededor y de asestarle unos cuantos bofetones con las manos en alto. Aunque lo había practicado con los tíos del gimnasio, nunca lo había hecho en un cuadrilátero ni con alguien tan capaz como Perelman. Era muy bueno y en esos dos rounds me dio bastantes golpes, pero nadie castigó realmente al otro.

En el primer minuto del tercer asalto me alcanzó el mentón con un derechazo cruzado y me golpeó reciamente el cuerpo con la izquierda, a una velocidad vertiginosa. Pete y Loney no bromeaban cuando decían que era un buen pegador. Me olvidé de boxear y entré precipitadamente con ambas manos, arrastrándolo por el cuadrilátero hasta que me lio en un cuerpo a cuerpo. Como todos gritaban pensé que estaba bien, pero en realidad solo le propiné un buen golpe, ya que amortiguó los demás puñetazos con los brazos. Era el boxeador más espabilado con el que me había enfrentado.

Cuando Pop Agnew nos separó me acordé de que debía boxear y me concentré, pero Perelman se movía muy rápido y pasé casi todo el asalto intentando alejar su izquierda de mi cara.

–¿Te ha hecho daño? –preguntó Loney cuando me retiré al rincón.

–Todavía no, pero sabe pegar –respondí.

En el cuarto asalto paré con el ojo otro derechazo cruzado y un montón de golpes de la zurda con otras zonas de la cara. El quinto asalto fue aún más duro. Por un lado, tenía casi cerrado el ojo en el que me había dado y, por otro, ya me conocía las mañas. Dio vueltas y más vueltas, impidiéndome asegurar la posición.

–¿Cómo te sientes? –preguntó Loney, mientras Dick y él me masajeaban después del quinto asalto. Su voz sonaba rara, como si estuviera resfriado.

–Todo va bien –respondí. Me costaba trabajo hablar porque tenía los labios hinchados.

–Cúbrete un poco más –aconsejó Loney.

Subí y bajé la cabeza para indicar que había entendido.

–Y no hagas el menor caso de los matones de la primera fila.

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Actor Humphrey Bogart
Había estado demasiado ocupado con Sailor Perelman, pero cuando salimos a librar el sexto asalto oí que gritaban cosas como «Kid, entra y dale duro», «Vamos, Kid, enséñale lo que es bueno» y «Kid, ¿a qué esperas?». Supuse que habían gritado sin parar frases de esa guisa. Tal vez tuvo algo que ver o quizá fue que quería demostrarle a Loney que me sentía bien, para que no se inquietara por mí. Sea como fuere, hacia el final de ese asalto, cuando Perelman me sacudió otro derechazo cruzado de los que me dejaban turulato, me protegí y decidí acosarlo. Me pegó, pero no tanto como para apartarme y, pese a que asimiló la mayoría de mis puñetazos, le encajé un buen par de trompadas que le hicieron daño. Cuando me abrazó supe que lo hacía porque era más listo que yo, pero no más fuerte.

–¿Qué pasa contigo? –me gruñó al oído–. ¿Estás loco?

Como no me gusta hablar en el ring, sonreí para mis adentros sin decir esta boca es mía, e intenté liberar una mano.

Cuando al concluir el asalto regresé al rincón, Loney me miró de mala manera.

–¿Qué te pasa? ¿No te dije que boxearas? –estaba espantosamente pálido y afónico.

–Está bien, boxearé.

Dick Cohen comenzó a blasfemar junto al lado de la cara por el que yo no veía. No parecía maldecir a nada ni a nadie en particular, simplemente mascullaba en voz baja hasta que Loney le pidió que cerrara el pico.

Quería preguntarle a Loney cómo afrontar el derechazo cruzado pero, tal como tenía la boca, hablar requería un gran esfuerzo. Además, tenía la nariz torcida hacia arriba y necesitaba la boca para respirar, así que guardé silencio. Loney y Dick me masajearon más que en cualquiera de los descansos de los asaltos anteriores. Cuando bajó del ring, antes de que sonara la campana, Loney me palmeó el hombro y dijo en tono perentorio:

–Y ahora boxea.

Salí a boxear. En ese round, Perelman debió de pegarme treinta veces en la cara. Aunque eso fue lo que sentí, seguí tratando de boxear. Fue un asalto interminable.

Regresé al rincón, no mareado, sino a punto de vomitar, lo que era extraño, porque no recordaba haber recibido una buena sacudida en el estómago. Perelman me había golpeado casi exclusivamente en la cabeza. Loney tenía mucho peor aspecto que yo. Estaba tan jodido que procuré no mirarlo, y me avergoncé de dejarlo en ridículo al permitir que Perelman se burlara de mí.

–¿Aguantarás hasta el final? –preguntó Loney.

Al tratar de contestarle descubrí que no podía mover el labio inferior, porque tenía la encía pegada a un diente roto. Alcé el pulgar y Loney me quitó el guante. Separé el labio del diente y dije:

–Seguro. Pronto le cogeré el tranquillo.

Loney emitió un extraño gorgoteo y, de pronto, acercó tanto su cara a la mía que tuve que dejar de mirar al suelo y observarlo. Tenía mirada de drogadicto.

–Kid, presta atención –dijo con voz cruel y severa, como si me odiara–. A la mierda con esta historia. Sal y acaba de una buena vez con ese cabrón. ¿Para qué mierda boxeas? Eres un luchador. Súbete al ring y defiéndete.

Estaba a punto de decir algo pero me contuve. Tuve la absurda idea de que le daría un beso o algo parecido, pero para entonces Loney había franqueado las cuerdas y sonó la campana.

Seguí al pie de la letra las indicaciones de Loney y gané ese asalto con mucha ventaja. Fue maravilloso volver a pelear a mi estilo, entrar precipitadamente con los dos puños, sin balanceos ni pijaditas, simplemente lanzando golpes cortos y directos, inclinándome de un lado a otro para darle duramente de los tobillos hacia arriba. Claro que Perelman me pegó, pero calculé que ya no podría darme más duro que en los anteriores asaltos y que, si lo había soportado, ya no tenía de qué preocuparme. Poco antes de que sonara la campana lo cogí en un cuerpo a cuerpo y cuando sonó había logrado encerrarlo en un rincón.

En mi rincón reinaba la alegría. Todos gritaban salvo Loney y Dick, que no pronunciaron una sola palabra.

Apenas me miraron, se concentraron en las zonas de masaje y fueron más duros que nunca. Mi cuerpo parecía una máquina que ellos estaban reparando. Loney ya no tenía mala cara. Noté que estaba agitado por su expresión severa y rígida. Me gusta recordarlo así, era tan apuesto… Dick silbaba entre dientes, quedamente, mientras me mojaba la cabeza con una esponja.

Derroté a Perelman antes de lo que suponía, en el noveno. Dominó la primera parte del asalto porque se movió de prisa, me controló con la izquierda, y diría que me desconcerté; sin embargo, no se tenía en pie y le entré por debajo de sus zurdazos, haciéndole un gancho de izquierda en el mentón, el primero que conseguía atizarle en la cabeza tal como me proponía. Supe que había sido un buen golpe antes de que inclinara la cabeza hacia atrás y le asesté seis puñetazos tan rápido como pude colocarlos: izquierda, derecha, izquierda, derecha, izquierda, derecha. Asimiló cuatro, pero luego le di un derechazo en el mentón y otro justo encima del calzón; doblé ligeramente las rodillas e intentó abrazarme, pero lo aparté y le di en el pómulo con todas mis fuerzas.

Después Dick Cohen me puso el albornoz sobre los hombros y simultáneamente me abrazó, se sorbió los mocos, maldijo y rio; al otro lado del cuadrilátero sentaron a Perelman en su taburete.

–¿Dónde está Loney? –quise saber.

–No lo sé –Dick miró a su alrededor–. Hace un momento estaba aquí. ¡Chico, qué paliza!

Loney nos alcanzó cuando estábamos a punto de entrar en el vestuario.

–Tenía que ver a un individuo –explicó. Le brillaban los ojos como si se burlara de algo, pero estaba pálido como un fantasma y apretaba los labios contra los dientes al sonreírme torvamente y comentar–: Kid, pasará mucho tiempo hasta que alguien te supere.

Respondí que era lo que esperaba. Ahora que todo había terminado, estaba muy cansado. Por lo general, después de un combate me entra un hambre voraz, pero aquella noche me sentía agotado.

Loney caminó hasta el sitio donde había colgado el abrigo y se lo puso sobre los hombros. En ese instante, el dobladillo se enganchó y vi que en el bolsillo llevaba una pistola. Fue extraño porque nunca lo había visto portar armas y, si la había tenido en el cuadrilátero, seguramente todos habrían reparado en ella cuando se agachó para masajearme. No podía preguntarle nada porque en el vestuario había un montón de tipos que charlaban y discutían.

Al cabo de unos segundos apareció Perelman con su apoderado y un par de individuos que yo no conocía, por lo que supuse que lo habían acompañado desde Providence. Aunque el boxeador miraba hacia adelante, los otros nos observaron de mala manera a Loney y a mí y se dirigieron al otro extremo del vestuario sin abrir la boca. Allí todos nos vestíamos en la misma habitación.

–Tómatelo con calma. Prefiero que Kid se enfríe antes de salir –dijo Loney a Dick, que me estaba echando una mano.

Perelman se cambió deprisa y salió sin dejar de mirar hacia adelante. Su apoderado y los dos acompañantes se detuvieron junto a nosotros. El apoderado era un tío robusto, de ojos verdes como los de un pez y cara oscura y chata. Hablaba con acento, tal vez polaco. Dijo:

–Se creen muy listos, ¿eh?

Loney estaba de pie, con una mano a la espalda. Dick Cohen sujetó el respaldo de la silla con las manos y se apoyó en ella.

–Yo soy listo –dijo Loney–. Kid pelea como yo le digo.

El apoderado de Perelman nos miró a Dick y a mí, volvió a clavar la mirada en Loney y añadió:

–Jum, así que por ahí van los tiros –se quedó pensativo una eternidad–. Es mejor saberlo –se ajustó el sombrero, se volvió y salió mientras los otros dos le pisaban los talones.

–¿A este qué mosca le ha picado? –pregunté a Loney. Rio, pero no como si fuera algo divertido.

–No saben perder.

–Pero tú llevas una pistola en… –Loney no me dejó concluir.

–Bueno, bueno, alguien me pidió que se la guardase y ahora tengo que devolverla. Dick y tú se van a casa y en un rato nos vemos. Tómatelo con calma, quiero que te enfríes antes de salir. Cojan el coche, ya saben dónde está. Acércate, Dick.

Loney llevó a Dick aparte y le habló al oído. Este asintió con la cabeza y puso aún más cara de susto, si bien intentó disimularlo cuando se acercó a mí.

–Hasta luego –se despidió Loney.

–¿Qué pasa? –pregunté a Dick.

–No te preocupes –respondió meneando la cabeza. Fue todo lo que conseguí arrancarle.

Cinco minutos después entró corriendo Pudge, el hermano de Bob Kirby, y gritó:

–¡Mierda, le han disparado a Loney!

Yo le disparé a Loney. Se mire como se mire, Loney seguiría vivo si yo no fuera tan ingenuo. Durante mucho tiempo responsabilicé a la señora Schiff, pero creo que lo hice para no reconocer que la culpa era mía.

Jamás pensé realmente que ella fuera la autora de los disparos, como las personas que dijeron que, cuando Loney perdió el tren en el que iban a largarse juntos, ella regresó, esperó en la entrada y cuando él salió y le dijo que había cambiado de idea le disparó. La responsabilicé de haberle mentido, pues resultó que nadie le había dado el soplo a Big Jake sobre la aventura que vivía con Loney. Mi hermano le metió esa idea en la cabeza, le contó lo que Pete había dicho y ella fraguó el engaño para escapar con Loney. Y si yo no fuera tan ingenuo, Loney habría cogido ese tren.

Mucha gente dijo que Big Jake había asesinado a Loney. Dijeron que por ese motivo la policía nunca llevó la investigación a fondo, en virtud de la influencia de Big Jake en el ayuntamiento. Es verdad que regresó a su casa antes de lo que suponía la señora Schiff, que le había dejado una nota diciendo que se largaba con Loney, y que pudo llegar a la calle cercana al local donde abatieron a Loney, con tiempo más que suficiente para matarlo, pero no habría podido llegar a tiempo a la estación de trenes y si yo no fuera tan ingenuo, Loney habría cogido ese tren.

También dijeron que fueron los forofos de Perelman, algo que pensó casi todo el mundo, incluida la policía, pero tuvieron que soltarlos porque no había pruebas suficientes. Si yo no fuera tan ingenuo, Loney me habría dicho claramente: «Escucha, Kid, tengo que largarme, necesito reunir la mayor cantidad posible de dinero, lo mejor es llegar a un trato con Perelman para que pierdas y entonces apostar todo lo que tenemos en tu contra». Vamos, habría estado dispuesto a amañar un millón de combates por el bien de Loney, que no sabía que podía confiar en mí, que soy tan ingenuo.

Yo podría haber deducido lo que Loney quería y caído en el quinto asalto, cuando Perelman me pilló con aquel gancho. Habría sido fácil. Si no fuera tan ingenuo, habría aprendido a boxear con más clase y, aunque hubiese perdido con Perelman, habría evitado que me hiciera picadillo, hasta el extremo de que Loney ya no pudo soportarlo y echó todo a perder pidiéndome que dejara de boxear y entrara a por todas.

Si todo hubiese ocurrido tal como sucedió hasta aquel momento, igualmente Loney podría haberse esfumado si yo no fuera tan ingenuo como para que tuviera que quedarse a cuidar de mí y decir a esos tipos de Providence que yo no tuve nada que ver con la traición.

Ojalá el muerto fuera yo y no Loney.

FIN



“His brothers’s keeper”, 1934
Collier’s Weekly, Estados Unidos
https://escribirycorregir.com/relato-corto-sobre-boxeo-dashiell-hammet/
 
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