En corto. Relatos.

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Relato de Miguel Ángel Asturias: Leyenda de la máscara de cristal
¡Y, sí, Nana la Lluvia, el que hacía los ídolos y preparaba las cabezas de los muertos, dejándolas desabrido hueso, betún encima, tenía las manos tres veces doradas!

¡Y, sí, Nana la Lluvia, el que hacía los ídolos, cuidador de calaveras, huyó de los hombres de piel de gusano blanco, incendiaron la ciudad entonces, y se refugió en lo más inaccesible de sus montañas, allí donde la tierra se volvía nube!

¡Y, sí, Nana la Lluvia, el que hacía los dioses que lo hicieron a él, era Ambiastro, tenía dos astros en lugar de manos!

¡Y, sí, Nana la Lluvia, Ambiastro huyó del hombre de piel de gusano blanco y se hizo montaña, cima de montaña, sin inquietarle la ingrimitud de su refugio, la soledad más sola, piedras y águilas, habituado a vivir oculto, a no mostrarse mientras creaba las imágenes sacras, ídolos de barro y cebollín, y por la diligencia que puso en darse compañía de dioses, héroes y animales que talló, esculpió, modeló en piedra, madera y lodo, con los utensilios que trujo!

Y, sí, Nana la Lluvia, Ambiastro, faltando a su juramento de esculpir en piedra y sólo en piedra, mientras durara su destierro, se dio licencia para tallar, en su caña de fumador de tabaco, un grupo de monitos juguetones, asidos de la cola, los brazos en alto como queriendo atrapar el humo, y en un grueso tronco de manzanarrosa, el combate de la serpiente y el jaguar!
¡Y, sí, Nana la Lluvia!

Al nacer el día, luceros panzones y tenues albaluces, Ambiastro golpeaba el tronco hueco de palo de manzanarrosa, para poner en movimiento, razón de ser de la escultura, al jaguar, aliado de la luz, en su lucha a muerte con la noche, serpiente inacabable, y producir sonido de retumbo, tal y como se acostumbraba en las puertas de la ciudad, al asomar el lucero de las preciosas piedras.

Glorificado el lucero de la mañana, alabado todo lo que reverdecía, recortados los desaparecidos de la memoria nocturna (…nadie hubiera tomado su camino y ellos no regresarán…), Ambiastro juntaba astillas de madera seca y a un chispazo de su pedernal nacía aquel que se consume solo y tan prontamente que jamás le dio tiempo para esculpir su imagen de guacamayo de llamas bulliciosas. Encendido el fuego, ponía a calentar agua de nube en un recipiente de barro y en espera del hervor, soltaba los sentidos a vagar sin pensamiento, felices, fuera de la cueva en que vivía. Montes, valles, lagos, volcanes apuraban sus ojos mientras perdía el olfato en la borrachera de aromas frutales que subía de la tierra caliente, el tacto en el pacto de no tocar nada y sentirlo todo, y el oído en las relojerías del rocío.

Al formarse las primeras burbujas, corrían como perlas de zoguillas desatadas por la superficie del agua a punto de hervir, Ambiastro sacaba de un bucul amarillo un puño de polvo de chile colorado, lo que cogían cinco dedos, y lo arrojaba al líquido en ebullición. Un guacal de esta bebida roja, espesa, humeante, como sangre, era su alimento y el de su familia, como llamaba a sus esculturas en piedra, coloreadas del bermellón al naranja.
Sus gigantes, talla directa en la roca viva, bañados de plumas y collares de máscaras pequeñas, guardaban la entrada de la cueva en que a los jugadores de pelota, en bajorrelieve, seguían personajes con dos caras, la de la vida y la de la muerte, danzarines atmosféricos, dioses de la lluvia, dioses solares con los ojos muy abiertos, cilindros con figuras de animales en órbitas astrales, dioses de la muerte esqueléticos, enzoguillados de estrellas, sacerdotes de cráneos alargados y piedras duras, verdes, rojizas, negras, con representaciones calendáricas o proféticas.

Pero ya la piedra le angustiaba y había que pensar en el mosaico. Desplegar sobre las paredes y bóvedas de su vivienda subterránea, escenas de ceremonias religiosas, danzas, asaeteamientos, cacerías, todo lo que él había visto antes de la llegada de los hombres de piel de gusano blanco.
Apartó los ojos de un bosquecillo de árboles que ya sin fuerza para izarse, tan alto habían nacido en las montañas azules, se retorcían y bajaban reptando por laderas arenosas, pedregales y nidos de aguiluchos solitarios. Apartó los ojos de estos árboles casi culebras, al reclamo de los que sembrados en estribaciones más bajas, subían s ofrecerle sus copas de verdores fragantes y sus hondas carnes amorosas. La tentación de la madera lo sacaba de su refugio poblado de ídolos pétreos, gigantes minerales, piedras y más piedras, al mundo vegetal cálido y perfumado de las florestas que recorría de noche como sonámbulo por caminos de estrellas que llovían de los ramajes, y de día, traspuesto, enajenado, ansioso, delirante, suelto a dejar la piedra, faltando a su promesa de no tocar árbol, arcilla o materia blanda durante su destierro, y lanzarse a la multiplicación de sus criaturas en palos llamarosa, palos carne-amarilla, humo-fuego, maderas que lejos de oponer resistencia como la piedra, dura y artera, se entregaban a su magia, blandas, ayudadoras, gozosas. Una conciencia remota las hacía preferir aquel destino de esculturas de palo blanco, rival del marfil más fino, de ébanos desafiadores del azabache, de caobas sólo comparables con el granate vinoso.

Dormir, imposible. Todo su mundo dé’ dioses, guerreros, sacerdotes esculpidos en piedras duras, casi de joyería, le hacía sentir su cueva como sepultura de momia. Que la madera no pasa de ser escultura para hoy y nada para mañana… Se. mordía los labios. Por otra parte, su obra no era de pura complacencia. Enterraba un mensaje. Escondía una cauda de cometas sin luz. Daba nacimiento a la gemanística. Se llevó a la boca su caña de fumar, adornada con montos que jugaban con el humo que tendía un veló entre él y su pensamiento. Aunque todo quedaría sepultado si se desplomaba la caverna. Mejor la madera, esculpir dioses-árboles, dioses-ceibas, esculturas con raíces, no sus granitos y mármoles sin raigambre, esculturas de brazos gigantes, ramas que se vestirían de flores tan enigmáticas como los jeroglíficos.

No supo de sus ojos. Estallaron. Ciego, Ciego. Estallaron luces al golpear con la punta de su pedernal, mientras buscaba piedras duras, en una vera de cristal de roca. Sus manos, sus brazos, su pecho bañados en rocío cortante. Se llevó los dedos a la cara, sembrada de piquetazos de agujas, para buscarse los ojos. No estaba ciego. Fue el deslumbramiento, el chispado, la explosión de la roca luminosa. Olvidó sus piedras oscuras y la tentación de las maderas fragantes. Tenía al alcance sus manos, pobres astros apagados, más allá del mar de jade y la noche de obsidiana, la luz de un mediodía de diamantes, muerta y viva, fría y quemante, desnuda y enigmática, fija y en movimiento.

Esculpiría en cristal de roca, pero cómo trasladar aquella masa luminosa hasta su caverna. Imposible. Más hacedero que él se trasladara a vivir allí. ¿Solo o con su familia, sus piedras esculpidas, sus ídolos, sus gigantes? Reflexionó, la cabeza de un lado a otro. No, no. No pensarlo. Desconocía todo parentesco con seres de tiniebla.

Improvisó allí mismo, junto al peñasco de cristales, una cabaña, trajo al dios que se consume solo y pronto, acarreó agua en un tinajas y en una piedra de mollejón fue dando filo de navajuela a sus pedernales.
Nueva vida. La luz. El aire. La cabaña abierta al sol y de noche a la cristalería de los astros.

Días y días de faena. Sin parar. Casi sin dormir. No podía más. Las manos lastimadas, la cara herida, heridas que antes de cicatrizar eran cortadas por nuevas heridas, lacerado y casi ciego por las astillas y el polvo finísimo del cuarzo, reclamaba agua, agua, agua para beber y agua para bañar el pedazo de luz cristalizada y purísima que iba tomando la forma de una cara.
El alba lo encontraba despierto, ansioso, desesperado porque tardaba en aclarar el día y no pocas veces se le oyó barrer alrededor de la cabaña, no la basura, sino la tiniebla. Sin acordarse de saludar al lucero de las preciosas piedras, qué mejor saludo que golpear la roca de purísimo cuarzo de donde saltaban salvas de luz, apenas amanecía continuaba su talla, falto de saliva, corto de aliento, empapado en sudor de loco, en lucha con el pelo que se le venía a la cara sangrante, las astillas heridoras, a los ojos llorosos, el polvo cegador, lo que le ponía iracundo, pues perdía tiempo en ‘levantárselo con el envés de la mano. Y la exasperación de afilar a cada momento sus utensilios, ya no de escultor, sino de lapidario.

Pero al fin la tenía, tallada en fuego blanco, pulida con el polvo del collar de ojos y martajados caracoles. Su brillo cegaba y cuando se la puso — Máscara de Nana la Lluvia — tuvo la sensación de vaciar su ser pasajero en una gota de agua inmortal. ¡Pared geológica! ¡Sí, Nana la Lluvia! ¡Soberanía no rebelada! ¡Sí, Nana la Lluvia! ¡Superficie sin paralelo! ¡Sí, Nana la Lluvia! ¡Lava respirable! ¡Sí, Nana la Lluvia! ¡Dédalo de espejos! ¡Sí, Nana la Lluvia! ¡Tumba ritual! ¡Sí, Nana la lluvia! ¡Nivel de sueños luminosos! ¡Sí, Nana la Lluvia! ¡Máscara irremovible! ¡Sí, Nana la Lluvia! ¡Obstáculo que afila sus contornos hasta anularlos para montar la guardia de la eternidad despierta!
Paso a paso volvió a su cueva, no por sus olvidadas piedras, dioses, héroes y figurillas de animales tallados en manantiales de tiniebla, sino por su caña de hablar humo. No la encontraba. Halló el tabaco guiándose por el olor. Pero su caña… su caña… su pequeña cerbatana, no de cazar pájaros, de cazar sueños…

Dejó la máscara luminosa sobre una esterilla tendida en lo que fue su lecho de tablas de nogal y siguió buscando. Se la llevaron los monitor esculpidos alrededor, se consolaba, ella tampoco quiso quedarse en esta tenebrosa tumba, entre estos ídolos y gigantas que dejaré soterrados abata que encontré un material digno de gris manos de Ambiastro.

Se golpeaba en los objetos. La poca costumbre de andar en la oscuridad, se dijo. Aunque más bien los objetos le saltan al paso y se golpeaban can él. Los banquitos de tres pies a darle en las espinillas. Las mesas no esperaban, mesas y bancos de trabajo, se le tiraban encima como fieras. Esquinazos, cajonatos, patadas de mesas convertidas en bestias enfurecidas. Los tapexcos llenos de trastes lo atacaban por la espalda, a matar, como si alguien los empujara, y allí la de caerle encima ollas, jarros, potes, piedras de afilar, incensarios, tortugas, caracoles, tambores de lengüetas, ocatinas, todo lo que él guardaba para ahuyentar el silencio ton las fiestas del ruido, mientras los apartes, las tinajas, los guacales, poseídos de un extraño furor, le golpeaban a más y mejor y del tedio se desprendían, entre nubes de cuero de bestias de aullido, zogas y bejucos flagelantes como culebras marcadoras.

Se refugió junto a la máscara. No realizaba bien lo que le sucedía. Seguía creyendo que era él, poco acostumbrado ya al mundo subterráneo, el que se, golpeaba en las cosas de su uso y su trabajo. Y efectivamente, al quedarse quieto cesó el ataque, pausa en la que terco como era volvió a ver de un lado a otro, cama preguntando a todos aquellos seres inanimados por su. caña de fumar. No estaba. Se conformó con llevarse a la boca un puño de tabaco y masticarlo. Pero algo extraño. Se movían la serpiente y el jaguar de su tambor de madera, aquel con que saludaba al lucero de las preciosas luces. Y si las mesas, los tapexcos, los bancos, las tinajas, los apaxtes, los guacales, se habían aquietado, ahora bajaban y subían los párpados los gigantes de piedra. La tempestad agitaba sus músculos. Cada brazo era un río. Avanzaban contra él. Levantó los astros apagados de sus manos para defender la cara del puñetazo de una de esas inmensas bestias. Maltrecha, sin respiración, el esternón hundido por el golpe de aquel puño de gigante de piedra, un segundo golpe con la mano abierta le deshizo la quijada. En la penumbra verdosa que quiere ser tiniebla y no puede,, luz y no alcanza, movíanse en orden de batalla los escuadrones de flecheros creados por él, nacidos de sus manos, de su artificio, de su magia. Primero por los flancos, después de frente, sin dar gritos de combate, apuntaron sus arcos y dispararon contra él flechas envenenadas. Un segundo grupo de guerreros, también hechos por él, esculpidos en piedra por sus manos, tras abrirse en abanico y jugar a mariposas, lo rodearon y clavaron con los aguijones de las cañas tostadas, en las tablas de la cama en que yacía tendido junto a su máscara maravillosa. No lo dudó. Se la puso. Debía salvarse. Huir. Romper el cero. Ese gran ojo redondo de la muerte que no tiene dos ojos, como las calaveras, sino un inmenso y solitario cero sobre la frente. Lo rompió, deshizo la cifra abstracta, antes de la unidad, nada, y después de la unidad, todo, y corrió hacia la salida de la cueva, guardada por ídolos también esculpidos por él en materiales de tiniebla. El ídolo de las orejas de cabro, pelo de paxte y pechos de fruta. Le tocó las t*tas y lo dejó pasar. El ídolo de los veinticuatro diablos… viudo, castrado y honorable. Le saludó reverente y lo dejó pasar. La mujer verde, Maribal, tejedora de salivas estériles. Le dio la suya para preñarla y lo dejó pasar. El ídolo de los dedales de la luna caliente. Le tocó el murciélago del galillo con la punta de la lengua en un boca a boca espantoso, y lo dejó pasar. El ídolo del cenzontle negro, ombligo de floripundia. Le sopló el ombligo para avivarle el celo y lo dejó pasar…

Noche de puercoespines. En cada espina, una gota luminosa de la máscara que Ambiastro llevaba sobre la cara. Los ídolos lo dejaron pasar, pero ya iba muerto, rodeado de flores amarillas por todas partes.

Los sacerdotes del eclipse, decían:

¡El que agrega criaturas de artificio a la creación, debe saber que esas criaturas se rebelan, lo sepultan y ellas quedan!
Por la ciudad de los caballeros de piedra pasa el entierro de Ambiastro. No se sabe si ríe o si llora, la máscara de cristal de roca que le oculta la cara. Lo llevan sobre tablas de nogal fragante, los gigantes, los ídolos y los héroes de piedra nacidos de sus manos, hieráticos, atormentados, arrogantes, y le sigue un pueblo de figuras de barro amasadas con el llanto de Nana la Lluvia.

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Live and work
Vivir y trabajar

Father was a hardworking man who delivered a living to support his wife and three children.
El padre era un hombre trabajador que entregaba la vida para mantener a su esposa y sus tres hijos.

He spent all his evenings after work attending classes, hoping to improve himself so that he could one day find a better paying job.
Pasaba toda sus noches después del trabajo asistiendo a clases, con la esperanza de superarse a sí mismo para que algún día podueda encontrar un trabajo mejor remunerado.

Except for Sundays, Father hardly ate a meal together with his family.
A excepción de los domingos, el padre casi no comía una comida junto a su familia.

He worked and studied very hard because he wanted to provide his family with the best money could buy.
Trabajaba y estudiaba muy duro porque quería dar a su familia con lo mejor que el dinero podía comprar.

Whenever the family complained that he was not spending enough time with them, he reasoned that he was doing all this for them.
Cada vez que la familia se quejaba de que no estaba pasando suficiente tiempo con ellos, el razonaba que estaba haciendo todo esto por ellos.

But he often yearned to spend more time with his family.
Pero a menudo anhelaba pasar más tiempo con su familia.

The day came when the examination results were announced.
Llegó el día cuando los resultados del examen fueron anunciados.

To his joy, Father passed, and with distinctions too!
Para su alegría, el padre pasó, y ademas con distinciones!

Soon after, he was offered a good job as a senior supervisor which paid handsomely.
Poco después, le ofrecieron un buen trabajo como supervisor que pagaba con creces.

Like a dream come true, Father could now afford to provide his family with life's little luxuries like nice clothing, fine food and vacation abroad.
Como un sueño hecho realidad, el padre puede ahora darse el lujo de proveer a su familia con pequeños lujos de la vida como la ropa bonita, buena comida y vacaciones en el extranjero.

However, the family still did not get to see father for most of the week.
Sin embargo, la familia todavía no llegaba a ver al padre de la mayor parte de la semana.

He continued to work very hard, hoping to be promoted to the position of manager.
EL continuó trabajando muy duro, con la esperanza de ser promovido al cargo de gerente.

In fact, to make himself a worthily candidate for the promotion, he enrolled for another course in the open university.
De hecho, para hacerse un candidato digno para la promoción, se matriculó para otro curso en la universidad abierta.

Again, whenever the family complained that he was not spending enough time with them, he reasoned that he was doing all this for them.
Nuevamente, cuando la familia se quejaba de que no estaba pasando suficiente tiempo con ellos, él pensó que estaba haciendo todo esto para ellos.

But he often yearned to spend more time with his family.
Pero a menudo anhelaba pasar más tiempo con su familia.

Father's hard work paid off and he was promoted.
El arduo trabajo del padre valió la pena y fue promovido.

Jubilantly, he decided to hire a maid to relieve his wife from her domestic tasks.
con Júbilo, decidió contratar a una sirvienta para aliviar a su esposa de sus tareas domésticas.

He also felt that their three-room flat was no longer big enough, it would be nice for his family to be ablet to enjoy the facilities and comfort of a condominium.
También consideró que su piso de tres habitaciónes ya no era lo suficientemente grande, sería bueno para su familia ser capaz de disfrutar de las instalaciones y la comodidad de un condominio.

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Having experienced the rewards of his hard work many times before, Father resolved to further his studies and work at being promoted again.
Después de haber experimentado los beneficios de su arduo trabajo muchas veces antes, el padre decidió continuar sus estudios y trabajo al ser ascendido de nuevo.

The family still did not get to see much of him.
La familia todavía no lllegaba a verle mucho.

In fact, sometimes Father had to work on Sundays attending clients.
De hecho, a veces el padre tenia que trabajar los domingos atendiendo clientes.

Again, whenever the family complained that he was not spending enough time with them, he reasoned that he was doing all this for them.
nuevamente, cuando la familia se quejaba que él no estaba pasando suficiente tiempo con ellos, él pensaba que estaba haciendo todo esto para ellos.

But he often yearned to spend more time with his family.
Pero a menudo anhelaba pasar más tiempo con su familia.

As expected, Father's hard work paid off again and he bought a beautiful condominium overlooking the coast of Singapore.
Como era de esperar, el trabajo duro del padre valió la pena de nuevo y se compró un bonito condominio con vista a la costa de Singapur.

On the first Sunday evening at their new home, Father declared to his family that he decided not to take anymore courses or pursue any more promotions.
El primer domingo por la noche en su nuevo hogar, el padre declaró a su familia que decidió no tomar más cursos o buscar mas promociones.

From then on he was going to devote more time to his family.
A partir de entonces iba a dedicar más tiempo a su familia.

Father did not wake up the next day.
El padre no despertó al día siguiente.
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Relato de terror de Emilia Pardo Bazán: El corazón perdido


Después del relato de fantasmas de Emilia Pardo Bazán que ofrecimos recientemente, traemos otro cuento de la misma autora titulado “El corazón perdido”. Ni el otro relato era la clásica historia de fantasmas ni esta es la historia de terror al uso. Si bien nos presenta la historia estremecedora del personaje narrador que se encuentra un corazón en el suelo, acaba desembocando en un cuento surrealista. Quizá lo dramático está al principio y al final.


En cualquier caso, leer a Emilia Pardo Bazán es siempre un placer.

Novelista, periodista, poeta, dramaturgo, editora, dramaturga… Muchos lectores la conocen por su afamada novela Los pazos de Ulloa (1886), pero también sus cuentos -escribió muchos, más de quinientos- son de gran altura, y que aunó en títulos como Cuentos de la tierra (1888), Cuentos escogidos (1891), Cuentos de Marineda (1892), Cuentos de Navidad y Año Nuevo (1893), Cuentos nuevos (1894) o Cuentos de amor (1898).





El corazón perdido, relato de terror de Emilia Pardo Bazán
Yendo una tardecita de paseo por las calles de la ciudad, vi en el suelo un objeto rojo; me bajé: era un sangriento y vivo corazón que recogí cuidadosamente. «Debe de habérsele perdido a alguna mujer», pensé al observar la blancura y delicadeza de la tierna víscera, que, al contacto de mis dedos, palpitaba como si estuviese dentro del pecho de su dueño. Lo envolví con esmero dentro de un blanco paño, lo abrigué, lo escondí bajo mi ropa, y me dediqué a averiguar quién era la mujer que había perdido el corazón en la calle. Para indagar mejor, adquirí unos maravillosos anteojos que permitían ver, al través del corpiño, de la ropa interior, de la carne y de las costillas –como por esos relicarios que son el busto de una santa y tienen en el pecho una ventanita de cristal–, el lugar que ocupa el corazón.

Apenas me hube calado mis anteojos mágicos, miré ansiosamente a la primera mujer que pasaba, y ¡oh asombro!, la mujer no tenía corazón. Ella debía de ser, sin duda, la propietaria de mi hallazgo. Lo raro fue que, al decirle yo cómo había encontrado su corazón y lo conservaba a sus órdenes de si gustaba recogerlo, la mujer, indignada, juró y perjuró que no había perdido cosa alguna; que su corazón estaba donde solía y que lo sentía perfectamente pulsar, recibir y expeler la sangre. En vista de la terquedad de la mujer, la dejé y me volví hacia otra, joven, linda, seductora, alegre. ¡Dios santo! En su blanco pecho vi la misma oquedad, el mismo agujero rosado, sin nada allá dentro, nada, nada. ¡Tampoco ésta tenía corazón! Y cuando le ofrecí respetuosamente el que yo llevaba guardadito, menos aún lo quiso admitir, alegando que era ofenderla de un modo grave suponer que, o le faltaba el corazón, o era tan descuidada que había podido perderlo así en la vía pública sin que lo advirtiese.

Y pasaron centenares de mujeres, viejas y mozas, lindas y feas, morenas y pelirrubias, melancólicas y vivarachas; y a todas les eché los anteojos, y en todas noté que del corazón sólo tenían el sitio, pero que el órgano, o no había existido nunca, o se había perdido tiempo atrás. Y todas, todas sin excepción alguna, al querer yo devolverles el corazón de que carecían, negábanse a aceptarlo, ya porque creían tenerlo, ya porque sin él se encontraban divinamente, ya porque se juzgaban injuriadas por la oferta, ya porque no se atrevían a arrostrar el peligro de poseer un corazón. Iba desesperando de restituir a un pecho de mujer el pobre corazón abandonado, cuando, por casualidad, con ayuda de mis prodigiosos lentes, acerté a ver qué pasaba por la calle una niña pálida, y en su pecho, ¡por fin!, distinguí un corazón, un verdadero corazón de carne, que saltaba, latía y sentía. No sé por qué –pues reconozco que era un absurdo brindar corazón a quien lo tenía tan vivo y tan despierto– se me ocurrió hacer la prueba de presentarle el que habían desechado todas, y he aquí que la niña, en vez de rechazarme como las demás, abrió el seno y recibió el corazón que yo, en mi fatiga, iba a dejar otra vez caído sobre los guijarros.

Enriquecida con dos corazones, la niña pálida se puso mucho más pálida aún: las emociones, por insignificantes que fuesen, la estremecían hasta la médula; los afectos vibraban en ella con cruel intensidad; la amistad, la compasión, la tristeza, la alegría, el amor, los celos, todo era en ella profundo y terrible; y la muy necia, en vez de resolverse a suprimir uno de sus dos corazones, o los dos a un tiempo, diríase que se complacía en vivir doble vida espiritual, queriendo, gozando y sufriendo por duplicado, sumando impresiones de esas que bastan para extinguir la vida. La criatura era como vela encendida por los dos cabos, que se consume en breves instantes. Y, en efecto, se consumió. Tendida en su lecho de muerte, lívida y tan demacrada y delgada que parecía un pajarillo, vinieron los médicos y aseguraron que lo que la arrebataba de este mundo era la rotura de un aneurisma. Ninguno (¡son tan torpes!) supo adivinar la verdad: ninguno comprendió que la niña se había muerto por cometer la imprudencia de dar asilo en su pecho a un corazón perdido en la calle.
 
Relato corto de Gonçalo M. Tavares: El viejo


En este relato de Gonçalo M. Tavares conocemos la historia peculiar de un viejo que, a sabiendas de que se está quedando ciego, tiene una ocurrencia que le permitirá, de manera parcial, leer todos los libros de la mayor biblioteca del mundo.


El cuento tiene quizá resonancias borgianas (Borges también se quedó ciego y también fue un gran lector de bibliotecas), si bien el autor argentino no es citado en la narración.

El escritor Gonçalo M. Tavares (narrador, dramaturgo y poeta), considerado portugués (aunque nacido en Angola) es una de las voces literarias en portugués del momento.



El autor, entre otros libros, de Historias falsas, un catálogo de historias que transitan entre la realidad y la ficción y que recuerda a Falsificaciones, de Marco Denevi.





Relato de Gonçalo M. Tavares: El viejo
Ya que no tenía tiempo para leer su contenido, el viejo quería por lo menos leer el título de todos los libros que existían en la mayor biblioteca del mundo. Es que, gradualmente, semana a semana, se estaba quedando ciego. Como no tenía tiempo para más su opción le pareció acertada. Si el título concentra lo esencial del libro y él leyese todos los títulos, se quedaría con lo esencial de una biblioteca entera.

Comenzó el día 1 de enero alrededor de las 8 de la mañana. Comenzó por el ala Norte.

Con la cabeza inclinada, ora hacia un lado ora hacia el otro, como si estuviese loco o tuviese una enfermedad, leía el título del libro en el lomo.

Para las estanterías más altas se colocaba encima de los escalones de una escalera de metal que existía para el efecto.

Con rigor exhaustivo iba arrastrando la escalera ligeramente hacia el lado para que ningún libro de las estanterías altas escapase a su mirada.

Era exhaustivo –no falló ni un libro– pero era lento. Sólo en junio entró en el ala Sur de la Biblioteca y su vejez mientras tanto había avanzado: estaba casi ciego. A aquel ritmo probablemente no conseguiría llegar al final de la segunda ala de la biblioteca. La muerte y la ceguera se acercaban al mismo ritmo.

Los bibliotecarios y los usuarios, en los últimos días lo incentivaban, algunos le ayudaban a transportar la escalera.

Casi me estoy quedando ciego, repetía el viejo. Y todos en aquella frase oían: casi me estoy muriendo.

Pero el viejo aún conseguía leer, aunque cada vez con mayor dificultad. Leía ahora como un niño que estuviese aprendiendo: letra a letra.

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Escritor portugués Gonçalo M. Tavares
Llegó al último libro de la biblioteca. Con una extraordinaria dificultad leyó su título. Después se sentó, con la respiración jadeante. Instintivamente sonaron aplausos: los funcionarios y los usuarios de la biblioteca manifestaban su admiración por el hecho, por la perseverancia.

El viejo se sentó en una silla y allí se dejó estar.

Aún permanece allí, sin moverse, sentado en la misma posición. Habrá quien diga que está tan feliz que ya no se muere.

Traducción de Ana María Iglesias

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Dos relatos cortos de Manuel Pastrana Lozano


Manuel Pastrana Lozano nos ofrece dos relatos cortos, microrrelatos podríamos decir, de diversa temática. En “El silencio de mar” nos ofrece una imagen perturbadora de un mar que desconcierta a los pescadores al no reaccionar como se espera de él.


“Punto final” es, por así decirlo, un cuento cósmico narrado con juegos de palabras relacionados con el lenguaje.

Puedes leer en Narrativa Breve otros cuentos de Manuel Pastrana Lozano.



Si te gustan los relatos cortos, los microrrelatos, las grandes historias literarias, recuerda que estamos publicando al menos cuatro cuentos por semana, y que aquí tienes el listado de relatos de Escribir y Corregir.



Relato corto de Manuel Pastrana Lozano: El silencio del mar
El mar va recogiéndose sin ruido. Su lento repliegue permite ver poco a poco las arenas cenagosas, humedecidas, descubriendo su desnudez hacia el horizonte. Los pescadores han escapado en desorden hacia los faldeos de la colina más cercana y esperan allí el retorno violento de las olas. No han tenido tiempo para salvar sus botes, varados a la orilla de la costa. Temen que sus modestas moradas sean arrasadas por la violencia destructora del oleaje, quieren estar lejos del mar amenazante, y hacen plegarias para que Dios los proteja del cataclismo inevitable. Transcurren minutos, horas, quizá días, sin que nada suceda. Enmudecen aterrados, sin encontrar alguna explicación de lo que está ocurriendo. Esta vez, las olas no regresan, permanecen inmóviles, atascadas por una fuerza desconocida, misteriosa. No se escucha nada, solo la visión de un mar quieto, silencioso, imperturbable, lejano en los atisbos del horizonte. Ahora las infinitas arenas secas duermen plácidas cubiertas por el polvo invisible de los peces.



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Relato corto de Manuel Pastrana Lozano: Punto final
¡En la puntuación cósmica, no existe el punto final! –había exclamado categórico el ser divino-, solo valen las comas entre la infinitud de los planetas y las estrellas, los dos puntos para enumerar las galaxias y las constelaciones y los puntos suspensivos para el universo infinito. Las comillas –agregaba-, para los agujeros negros y los agujeros de gusano y los signos de interrogación para la materia y la energía oscura. Y tal vez un punto y aparte para los universos paralelos. Tan simple como eso. Pero en la Tierra la cosa era distinta. Abundaban las faltas ortográficas y el mal uso y el caos incontrolable entre los signos de puntuación –una verdadera torre de babel sintáctica-, tornando el lenguaje y las comunicación incomprensibles para el común de los seres humanos. Sintiéndose culpable y convencido de que su gramática celestial no era bienvenida en la Tierra, recurrió entonces a las matemáticas, hizo la cuenta regresiva desde el infinito hasta el 0, puso su propio punto final divino (y desapareció entre paréntesis)
 
Dos cuentos tradicionales de Marruecos


Todos los países tienen sus cuentos tradicionales, y Marruecos no podría ser una excepción. Hoy os ofrecemos dos narraciones cortas tradicionales marroquíes que pueden ser de vuestro interés: “El grano de arena” y “La suerte”.


Ambas historias tratan temas frecuentes en la narrativa breve: la creación del mundo y la suerte (tan enraizada al destino). En el primer relato vemos a Dios trabajando en su gran obra (el mundo), cuando uno de los arcángeles, en un acto de clarividencia, le sugiere a su patrón que habría que fabricarle un alma al ser humano. En el segundo relato leemos el episodio de una mujer y su relación con la suerte.

En definitiva: dos cuentos tradicionales marroquíes que te harán pasar unos (pocos) minutos de grata lectura.





Cuento tradicional de Marruecos: El grano de arena
Dios estaba fabricando el mundo. Después de los astros, la tierra, el mar, fabricó también a las personas. Eran bellas criaturas, con los ojos espléndidos, pero no tenían alma.

—Es necesaria el alma —sugirió el arcángel que lo ayudaba.

—Tienes razón —dijo Dios—. Vamos a hacerles un alma.

Y se puso a preparar las almas. Dios estaba contento, trabajaba con entusiasmo. Amasó rayos de sol con perfume de jardines, zafiros de montaña con susurro de olas marinas… y las almas salían del laboratorio todas adornadas y brillantes. Entonces el Padre bajó a la tierra y distribuyó un alma a cada persona.

Pero como aquel día llovía, algún alma llegó a destino un poco estropeada. Y un día una persona —una de aquellas que había recibido un alma algo estropeada— tuvo el impulso de decir una mentira, una mentira de nada, así de pequeña; pero era el primer hilo de la inmensa red de los engaños.

Dios, que lo sabe todo, se dio cuenta y se enfadó. Reunió a sus hijos de la Tierra y les dijo que no se debe mentir.

—Por cada mentira que digáis, arrojaré sobre la Tierra un granito de arena.

Los hombres no hicieron caso. En aquel tiempo no había arena sobre la Tierra; y con todo aquel verde, ¿qué importancia podía tener un granito de arena? Así fue como, después de la primera mentira vino la segunda, y tras ésta la tercera y la cuarta… La lealtad iba desapareciendo, el fraude y el engaño invadían el mundo. Dios por cada mentira arrojaba un granito de arena; pero a un cierto punto, ya no pudo más, y tuvo que ser ayudado por un ejército de ángeles y de arcángeles.

Cayeron del cielo torrentes de arena, y la Tierra, el bello jardín florido, empezó a ajarse. Vastas zonas terrestres se cubrieron de arena: era el desierto. Sólo aquí y allá, donde todavía vivía alguna buena persona, quedaron raros oasis. Pero como la calamidad continúa difundiéndose, no está excluido que un día, por culpa de las mentiras, la Tierra se convierta toda en un inmenso desierto…



Cuento tradicional de Marruecos: La suerte
Una mujer encontró un día una bolsa llena de monedas mientras barría la puerta de su casa. Dejó la escoba y se marchó al zoco para comprar un cordero. A pesar del calor, del polvo y del olor desagradable de los animales, recorrió lentamente el corral en el que se hallaban. Al final eligió un carnero de cuernos muy largos. Le tocó el vellón de lana para ver si estaba tan gordo como pretendía el vendedor. Se puso a regatear el precio, fingió marcharse, volvió, regateó nuevamente y terminó pagando. Regresó a su casa llevando el carnero de una cuerda y lo ató a una estaca en el jardín que se encontraba detrás de su casa.

Unos días más tarde, un chacal pasó por allí. Se relamió pensando en el carnero. «Alá es muy generoso al ofrecerme tal festín», se dijo. Tras saltar el cerco, se lanzó sobre el carnero y se lo comió. La mujer vio desde su ventana al chacal en plena comilona. Le gritó, pero era demasiado tarde.

Luego fue a ver al cadí para ver si obtenía alguna reparación.

—Dime de qué se trata —le dijo el juez.

—Estaba yo barriendo delante de mi puerta…

—Tienes mucha razón. Hay que mantener limpio el hogar y sus alrededores —le dijo el cadí.

—… cuando me encontré una bolsa llena de monedas.

—Era tu día de suerte.

—Con el dinero me compré un carnero.

—Era el de la Aid el Kebir.

—Unos días más tarde, un chacal, maldito sea, se lo comió.

—Era su día de suerte y no el tuyo —dijo el cadí sonriendo.

La mujer, sintiéndose desairada, se marchó sin agregar palabra.

El relato “La suerte” está incluido en 30 Cuentos del Magreb. Jean Muzi, Solidaridad Internacional.
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Relato de Juan Carlos Onetti: Mañana será otro día


En este cuento Juan Carlos Onetti nos ofrece la estampa de la Sonia, un personaje marginal que se mueve por las Ramblas sin dinero y sin futuro.


El relato, que apenas tiene acción, desemboca en una imagen desoladora y realista.

El uruguayo Juan Carlos Onetti es uno de los grandes escritores latinoamericanos del siglo XX por novelas tan aclamadas como Juntacadáveres (1964) o libros de cuentos como El infierno tan temido y otros cuentos (1962).



Al fin al del cuento podéis ver un vídeo con una entrevista con el autor, emitida en TVE el 27 de mayo de 1977.




Relato de Juan Carlos Onetti: Mañana será otro día
La lluvia había dejado las Ramblas casi vacías y solo quedaba gente agrupada en el café encristalado donde, desde meses atrás, no la dejaban entrar.

La Sonia, de pie en el portal de la casa vacía, vio que la lluvia pasaba fatigada, amansa llovizna, la vio cesar mientras crecía el frío del viento, y pensó que aquello era un signo de buena suerte. Un poco más lejos, del otro lado del ancho paseo, las luces de la ciudad comenzaban a encenderse. Empezaba la noche y respirando el aroma tristón de su abrigo mojado, la Sonia pensó que también empezaba la esperanza. Sonrió, sin creer de verdad, como una niña a la que le recitaban un cuento ya oído e inverosímil.

Volvió a tantear la rizada peluca rubia y con gran cuidado —tenía las uñas muy largas— fue estirando las medias caladas que sostenía el portaligas.

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Juan Carlos Onetti
Volvió a sentir hambre y recordó que tenía un sándwich de jamón en el bolso. Pero no podía estropear el dibujo de boca que se había hecho con el rouge y con tanto cuidado. También recordó que hasta fin de mes estaba en orden con la policía y se obligó a caminar, acercándose al borde de las aceras para sonreír a los coches, mover las caderas y detenerse fingiendo buscar algo en la enorme cartera. Pero nada, nadie, y sin dinero para probar suerte en los bares donde todavía le dejaban entrar.

Era la noche y después fue la madrugada en el barrio sucio de la gran ciudad. Y Sonia, ya sin hambre, casi sin esperanzas continuaba caminando sobre el dolor de los tacones de aguja.

Se repitieron los diálogos breves con los hombres que pasaban.

—Vamos. ¿Vienes?

—Que te den por saco.

—Eso quiero. También yo te puedo dar si quieres enterarte.

Hombres y hombres y su asco por ellos. La luz limpia amenazaba llegar desde el puerto y las otras se iban apagando. Subió las escaleras pisando con las caras medias de seda. Abrió la puerta manchada.

—¿Cómo te fue?

—Como la mierda, nena. Estoy hambriento. Creo que teníamos una lata de sardinas y quedó pan del desayuno.

El chico, moreno y flaco, se levantó de la cama y se puso a revolver el armario; dijo con voz de mimo y queja:

—Todavía no me besaste.

—Ahora.

Frente al espejo, la Sonia se quitó la peluca y se acarició las mejillas.

—Otra vez barbuda.

Después se desnudó y estuvo mirando los pechos hinchados con parafina y el s*x* que le colgaría tembloroso e inútil hasta después de las sardinas.
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Relato de Shirley Jackson: La Lotería


“La lotería” es un impresionante relato de Shirley Jackson, publicado en The New Yorker el 26 de junio de 1948. La historia narra la llegada de la lotería a una pequeña población estadounidense. Se trata de un acontecimiento muy significativo y recurrente, algo así como la llegada del circo al Macondo de García Márquez.


Durante la narración todo parece más o menos normal, pero el desenlace de este sorteo familiar acaba por desvelar lo macabro que es el cuento, hasta el punto de que muchos suscriptores de The New Yorker se dieron de baja tras leerlo.

“La lotería”, de Shirley Jackson (1916-1965), es uno de los cuentos más aclamados de la literatura norteamericana. La autora es un claro representante de la narrativa de terror norteamericana, y está avalada por escritores como Stephen King y Richard Matteson, que la tienen como una de sus grandes referencias literarias.




Relato de Shirley Jackson: La Lotería
La mañana del 27 de junio amaneció clara y soleada con el calor lozano de un día de pleno estío; las plantas mostraban profusión de flores y la hierba tenía un verdor intenso. La gente del pueblo empezó a congregarse en la plaza, entre la oficina de correos y el banco, alrededor de las diez; en algunos pueblos había tanta gente que la lotería duraba dos días y tenía que iniciarse el día 26, pero en aquel pueblecito, donde apenas había trescientas personas, todo el asunto ocupaba apenas un par de horas, de modo que podía iniciarse a las diez de la mañana y dar tiempo todavía a que los vecinos volvieran a sus casas a comer.

Los niños fueron los primeros en acercarse, por supuesto. La escuela acababa de cerrar para las vacaciones de verano y la sensación de libertad producía inquietud en la mayoría de los pequeños; tendían a formar grupos pacíficos durante un rato antes de romper a jugar con su habitual bullicio, y sus conversaciones seguían girando en torno a la clase y los profesores, los libros y las reprimendas. Bobby Martin ya se había llenado los bolsillos de piedras y los demás chicos no tardaron en seguir su ejemplo, seleccionando las piedras más lisas y redondeadas; Bobby, Harry Jones y Dickie Delacroix acumularon finalmente un gran montón de piedras en un rincón de la plaza y lo protegieron de las incursiones de los otros chicos. Las niñas se quedaron aparte, charlando entre ellas y volviendo la cabeza hacia los chicos, mientras los niños más pequeños jugaban con la tierra o se agarraban de la mano de sus hermanos o hermanas mayores.

Pronto empezaron a reunirse los hombres, que se dedicaron a hablar de sembrados y lluvias, de tractores e impuestos, mientras vigilaban a sus hijos. Formaron un grupo, lejos del montón de piedras de la esquina, y se contaron chistes sin alzar la voz, provocando sonrisas más que carcajadas. Las mujeres, con descoloridos vestidos de andar por casa y suéteres finos, llegaron poco después de sus hombres. Se saludaron entre ellas e intercambiaron apresurados chismes mientras acudían a reunirse con sus maridos. Pronto, las mujeres, ya al lado de sus maridos, empezaron a llamar a sus hijos y los pequeños acudieron a regañadientes, después de la cuarta o la quinta llamada. Bobby Martin esquivó, agachándose, la mano de su madre cuando pretendía agarrarlo y volvió corriendo, entre risas, hasta el montón de piedras. Su padre lo llamó entonces con voz severa y Bobby regresó enseguida, ocupando su lugar entre su padre y su hermano mayor. La lotería –igual que los bailes en la plaza, el club juvenil y el programa de la fiesta de Halloween– era dirigida por el señor Summers, que tenía tiempo y energía para dedicarse a las actividades cívicas.

El señor Summers era un hombre jovial, de cara redonda, que llevaba el negocio del carbón, y la gente se compadecía de él porque no había tenido hijos y su mujer era una gruñona. Cuando llegó a la plaza portando la caja negra de madera, se levantó un murmullo entre los vecinos y el señor Summers dijo: «Hoy llego un poco tarde, amigos». El administrador de correos, el señor Graves, venía tras él cargando con un taburete de tres patas, que colocó en el centro de la plaza y sobre el cual instaló la caja negra el señor Summers. Los vecinos se mantuvieron a distancia, dejando un espacio entre ellos y el taburete, y cuando el señor Summers preguntó: «¿Alguno de ustedes quiere echarme una mano?», se produjo un instante de vacilación hasta que dos de los hombres, el señor Martin y su hijo mayor, Baxter, se acercaron para sostener la caja sobre el taburete mientras él revolvía los papeles del interior.

Los objetos originales para el juego de la lotería se habían perdido hacía mucho tiempo y la caja negra que descansaba ahora sobre el taburete llevaba utilizándose desde antes incluso de que naciera el viejo Warner, el hombre de más edad del pueblo. El señor Summers hablaba con frecuencia a sus vecinos de hacer una caja nueva, pero a nadie le gustaba modificar la tradición que representaba aquella caja negra. Corría la historia de que la caja actual se había realizado con algunas piezas de la caja que la había precedido, la que habían construido las primeras familias cuando se instalaron allí y fundaron el pueblo. Cada año, después de la lotería, el señor Summers empezaba a hablar otra vez de hacer una caja nueva, pero cada año el asunto acababa difuminándose sin que se hiciera nada al respecto. La caja negra estaba cada vez más gastada y ya ni siquiera era completamente negra, sino que le había saltado una gran astilla en uno de los lados, dejando a la vista el color original de la madera, y en algunas partes estaba descolorida o manchada. El señor Martin y su hijo mayor, Baxter, sujetaron con fuerza la caja sobre el taburete hasta que el señor Summers hubo revuelto a conciencia los papeles con sus manos. Dado que la mayor parte del ritual se había eliminado u olvidado, el señor Summers había conseguido que se sustituyeran por hojas de papel las fichas de madera que se habían utilizado durante generaciones.

Según había argumentado el señor Summers, las fichas de madera fueron muy útiles cuando el pueblo era pequeño, pero ahora que la población había superado los tres centenares de vecinos y parecía en trance de seguir creciendo, era necesario utilizar algo que cupiera mejor en la caja negra. La noche antes de la lotería, el señor Summers y el señor Graves preparaban las hojas de papel y las introducían en la caja, que trasladaban entonces a la caja fuerte de la compañía de carbones del señor Summers para guardarla hasta el momento de llevarla a la plaza, la mañana siguiente. El resto del año, la caja se guardaba a veces en un sitio, a veces en otro; un año había permanecido en el granero del señor Graves y otro año había estado en un rincón de la oficina de correos y, a veces, se guardaba en un estante de la tienda de los Martin y se dejaba allí el resto del año.

Había que atender muchos detalles antes de que el señor Summers declarara abierta la lotería. Por ejemplo, había que confeccionar las listas de cabezas de familia, de cabezas de las casas que constituían cada familia, y de los miembros de cada casa. También debía tomarse el oportuno juramento al señor Summers como encargado de dirigir el sorteo, por parte del administrador de correos. Algunos vecinos recordaban que, en otro tiempo, el director del sorteo hacía una especie de exposición, una salmodia rutinaria y discordante que se venía recitando año tras año, como mandaban los cánones. Había quien creía que el director del sorteo debía limitarse a permanecer en el estrado mientras la recitaba o cantaba, mientras otros opinaban que tenía que mezclarse entre la gente, pero hacía muchos años que esa parte de la ceremonia se había eliminado. También se decía que había existido una salutación ritual que el director del sorteo debía utilizar para dirigirse a cada una de las personas que se acercaban para extraer la papeleta de la caja, pero también esto se había modificado con el tiempo y ahora solo se consideraba necesario que el director dirigiera algunas palabras a cada participante cuando acudía a probar su suerte. El señor Summers tenía mucho talento para todo ello; luciendo su camisa blanca impoluta y sus pantalones tejanos, con una mano apoyada tranquilamente sobre la caja negra, tenía un aire de gran dignidad e importancia mientras conversaba interminablemente con el señor Graves y los Martin.

En el preciso instante en que el señor Summers terminaba de hablar y se volvía hacia los vecinos congregados, la señora Hutchinson apareció a toda prisa por el camino que conducía a la plaza, con un suéter sobre los hombros, y se añadió al grupo que ocupaba las últimas filas de asistentes.

–Me había olvidado por completo de qué día era –le comentó a la señora Delacroix cuando llegó a su lado, y las dos mujeres se echaron a reír por lo bajo–. Pensaba que mi marido estaba en la parte de atrás de la casa, apilando leña –prosiguió la señora Hutchinson–, y entonces miré por la ventana y vi que los niños habían desaparecido de la vista; entonces recordé que estábamos a veintisiete y vine corriendo.

Se secó las manos en el delantal y la señora Delacroix respondió:

–De todos modos, has llegado a tiempo. Todavía están con los preparativos.

La señora Hutchinson estiró el cuello para observar a la multitud y localizó a su marido y a sus hijos casi en las primeras filas. Se despidió de la señora Delacroix con unas palmaditas en el brazo y empezó a abrirse paso entre la multitud. La gente se apartó con aire festivo para dejarla avanzar; dos o tres de los presentes murmuraron, en voz lo bastante alta como para que les oyera todo el mundo: «Ahí viene tu mujer, Hutchinson», y, «Finalmente se ha presentado, Bill». La señora Hutchinson llegó hasta su marido y el señor Summers, que había estado esperando a que lo hiciera, comentó en tono jovial:

–Pensaba que íbamos a tener que empezar sin ti, Tessie.

–No querrías que dejara los platos sin lavar en el fregadero, ¿verdad, Joe? –respondió la señora Hutchinson con una sonrisa, provocando una ligera carcajada entre los presentes, que volvieron a ocupar sus anteriores posiciones tras la llegada de la mujer.

–Muy bien –anunció sobriamente el señor Summers–, supongo que será mejor empezar de una vez para acabar lo antes posible y volver pronto al trabajo. ¿Falta alguien?

–Dunbar –dijeron varias voces–. Dunbar, Dunbar.

El señor Summers consultó la lista.

–Clyde Dunbar –comentó–. Es cierto. Tiene una pierna rota, ¿no es eso? ¿Quién sacará la papeleta por él?

–Yo, supongo –respondió una mujer, y el señor Summers se volvió hacia ella.

–La esposa saca la papeleta por el marido –anunció el señor Summers, y añadió–: ¿No tienes ningún hijo mayor que lo haga por ti, Janey?

Aunque el señor Summers y todo el resto del pueblo conocían perfectamente la respuesta, era obligación del director del sorteo formular tales preguntas oficialmente. El señor Summers aguardó con expresión atenta la contestación de la señora Dunbar.

–Horace no ha cumplido aún los dieciséis –explicó la mujer con tristeza–. Me parece que este año tendré que participar yo por mi esposo.

–De acuerdo –asintió el señor Summers. Efectuó una anotación en la lista que sostenía en las manos y luego preguntó–: ¿El chico de los Watson sacará papeleta este año?

Un muchacho de elevada estatura alzó la mano entre la multitud.

–Aquí estoy –dijo–. Voy a jugar por mi madre y por mí.

El chico parpadeó, nervioso, y escondió la cara mientras varias voces de la muchedumbre comentaban en voz alta: «Buen chico, Jack», y, «Me alegro de ver que tu madre ya tiene un hombre que se ocupe de hacerlo».

–Bien –dijo el señor Summers–, creo que ya estamos todos. ¿Ha venido el viejo Warner?

–Aquí estoy –dijo una voz, y el señor Summers asintió.

Un súbito silencio cayó sobre los reunidos mientras el señor Summers carraspeaba y contemplaba la lista.

–¿Todos preparados? –preguntó–. Bien, voy a leer los nombres (los cabezas de familia, primero) y los hombres se adelantarán para sacar una papeleta de la caja. Guarden la papeleta cerrada en la mano, sin mirarla, hasta que todo el mundo tenga la suya. ¿Está claro?

Los presentes habían asistido tantas veces al sorteo que apenas prestaron atención a las instrucciones; la mayoría de ellos permaneció tranquila y en silencio, humedeciéndose los labios y sin desviar la mirada del señor Summers. Por fin, este alzó una mano y dijo, «Adams». Un hombre se adelantó a la multitud. «Hola, Steve», le saludó el señor Summers. «Hola, Joe», le respondió el señor Adams. Los dos hombres intercambiaron una sonrisa nerviosa y seca; a continuación, el señor Adams introdujo la mano en la caja negra y sacó un papel doblado. Lo sostuvo con firmeza por una esquina, dio media vuelta y volvió a ocupar rápidamente su lugar entre la multitud, donde permaneció ligeramente apartado de su familia, sin bajar la vista a la mano donde tenía la papeleta.

–Allen –llamó el señor Summers–. Anderson… Bentham.

–Ya parece que no pasa el tiempo entre una lotería y la siguiente –comentó la señora Delacroix a la señora Graves en las filas traseras–. Me da la impresión de que la última fue apenas la semana pasada.

–Desde luego, el tiempo pasa volando –asintió la señora Graves.

–Clark… Delacroix…

–Allá va mi marido –comentó la señora Delacroix, conteniendo la respiración mientras su esposo avanzaba hacia la caja.

–Dunbar –llamó el señor Summers, y la señora Dunbar se acercó con paso firme mientras una de las mujeres exclamaba: «Animo, Janey», y otra decía: «Allá va».

–Ahora nos toca a nosotros –anunció la señora Graves y observó a su marido cuando este rodeó la caja negra, saludó al señor Summers con aire grave y escogió una papeleta de la caja. A aquellas alturas, entre los reunidos había numerosos hombres que sostenían entre sus manazas pequeñas hojas de papel, haciéndolas girar una y otra vez con gesto nervioso. La señora Dunbar y sus dos hijos estaban muy juntos; la mujer sostenía la papeleta.

–Harburt… Hutchinson…

–Vamos allá, Bill –dijo la señora Hutchinson, y los presentes cercanos a ella soltaron una carcajada.

–Jones…

–Dicen que en el pueblo de arriba están hablando de suprimir la lotería –comentó el señor Adams al viejo Warner. Este soltó un bufido y replicó:

–Hatajo de estúpidos. Si escuchas a los jóvenes, nada les parece suficiente. A este paso, dentro de poco querrán que volvamos a vivir en cavernas, que nadie trabaje más y que vivamos de ese modo. Antes teníamos un refrán que decía: «La lotería en verano, antes de recoger el grano». A este paso, pronto tendremos que alimentarnos de bellotas y frutos del bosque. La lotería ha existido siempre –añadió, irritado–. Ya es suficientemente terrible tener que ver al joven Joe Summers ahí arriba, bromeando con todo el mundo.

–En algunos lugares ha dejado de celebrarse la lotería –apuntó la señora Adams.

–Eso no traerá más que problemas –insistió el viejo Warner, testarudo–. Hatajo de jóvenes estúpidos.

–Martin… –Bobby Martin vio avanzar a su padre–. Overdyke… Percy…

–Ojalá se den prisa –murmuró la señora Dunbar a su hijo mayor–. Ojalá acaben pronto.

–Ya casi han terminado –dijo el muchacho.

–Prepárate para ir corriendo a informar a tu padre –le indicó su madre.

El señor Summers pronunció su propio apellido, dio un paso medido hacia adelante y escogió una papeleta de la caja. Luego, llamó a Warner.

–Llevo sesenta y siete años asistiendo a la lotería –proclamó el señor Warner mientras se abría paso entre la multitud–. Setenta y siete loterías.

–Watson… –el muchacho alto se adelantó con andares desgarbados. Una voz exhortó: «No te pongas nervioso, muchacho», y el señor Summers añadió: «Tómate el tiempo necesario, hijo». Después, cantó el último nombre.

–Zanini…

Tras esto se produjo una larga pausa, una espera cargada de nerviosismo hasta que el señor Summers, sosteniendo en alto su papeleta, murmuró:

–Muy bien, amigos.

Durante unos instantes, nadie se movió; a continuación, todos los cabezas de familia abrieron a la vez la papeleta. De pronto, todas las mujeres se pusieron a hablar a la vez:

–¿Quién es? ¿A quién le ha tocado? ¿A los Dunbar? ¿A los Watson?

Al cabo de unos momentos, las voces empezaron a decir:

–Es Hutchinson. Le ha tocado a Bill Hutchinson.

–Ve a decírselo a tu padre –ordenó la señora Dunbar a su hijo mayor.

Los presentes empezaron a buscar a Hutchinson con la mirada. Bill Hutchinson estaba inmóvil y callado, contemplando el papel que tenía en la mano. De pronto, Tessie Hutchinson le gritó al señor Summers:

–¡No le has dado tiempo a escoger qué papeleta quería! Te he visto, Joe Summers. ¡No es justo!

–Tienes que aceptar la suerte, Tessie –le replicó la señora Delacroix, y la señora Graves añadió:

–Todos hemos tenido las mismas oportunidades.

–¡Vamos, Tessie, cierra el pico! –intervino Bill Hutchinson.

–Bueno –anunció, acto seguido, el señor Summers–. Hasta aquí hemos ido bastante deprisa y ahora deberemos apresurarnos un poco más para terminar a tiempo.

Consultó su siguiente lista y añadió:

–Bill, tú has sacado la papeleta por la familia Hutchinson. ¿Tienes alguna casa más que pertenezca a ella?

–Están Don y Eva –exclamó la señora Hutchinson con un chillido–. ¡Ellos también deberían participar!

–Las hijas casadas entran en el sorteo con las familias de sus maridos, Tessie –replicó el señor Summers con suavidad–. Lo sabes perfectamente, como todos los demás.

–No ha sido justo –insistió Tessie.

–Me temo que no –respondió con voz abatida Bill Hutchinson a la anterior pregunta del director del sorteo–. Mi hija juega con la familia de su esposo, como está establecido. Y no tengo más familia que mis hijos pequeños.

–Entonces, por lo que respecta a la elección de la familia, ha correspondido a la tuya –declaró el señor Summers a modo de explicación–. Y, por lo que respecta a la casa, también corresponde a la tuya, ¿no es eso?

–Sí –respondió Bill Hutchinson.

–¿Cuántos chicos tienes, Bill? –preguntó oficialmente el señor Summers.

–Tres –declaró Bill Hutchinson–. Está mi hijo, Bill, y Nancy y el pequeño Dave. Además de Tessie y de mí, claro.

–Muy bien, pues –asintió el señor Summers–. ¿Has recogido sus papeletas, Harry?

El señor Graves asintió y mostró en alto las hojas de papel.

–Entonces, ponlas en la caja –le indicó el señor Summers–. Coge la de Bill y colócala dentro.

–Creo que deberíamos empezar otra vez –comentó la señora Hutchinson con toda la calma posible–. Les digo que no es justo. Bill no ha tenido tiempo para escoger qué papeleta quería. Todos lo han visto.

El señor Graves había seleccionado cinco papeletas y las había puesto en la caja. Salvo estas, dejó caer todas las demás al suelo, donde la brisa las impulsó, esparciéndolas por la plaza.

–¡Escúchenme todos! –seguía diciendo la señora Hutchinson a los vecinos que la rodeaban.

–¿Preparado, Bill? –inquirió el señor Summers, y Bill Hutchinson asintió, después de dirigir una breve mirada a su esposa e hijos.

–Recuerden –continuó el director del sorteo–: Saquen una papeleta y guárdenla sin abrir hasta que todos tengan la suya. Harry, tú ayudarás al pequeño Dave.

El señor Graves tomó de la manita al niño, que se acercó a la caja con él sin ofrecer resistencia.

–Saca un papel de la caja, Davy –le dijo el señor Summers. Davy introdujo la mano donde le decían y soltó una risita–. Saca solo un papel –insistió el señor Summers–. Harry, ocúpate tú de guardarlo.

El señor Graves tomó la mano del niño y le quitó el papel de su puño cerrado; después lo sostuvo en alto mientras el pequeño Dave se quedaba a su lado, mirándolo con aire de desconcierto.

–Ahora, Nancy –anunció el señor Summers. Nancy tenía doce años y a sus compañeros de la escuela se les aceleró la respiración mientras se adelantaba, agarrándose la falda, y extraía una papeleta con gesto delicado–. Bill, hijo –dijo el señor Summers, y Billy, con su rostro sonrojado y sus pies enormes, estuvo a punto de volcar la caja cuando sacó su papeleta–. Tessie…

La señora Hutchinson titubeó durante unos segundos, mirando a su alrededor con aire desafiante y luego apretó los labios y avanzó hasta la caja. Extrajo una papeleta y la sostuvo a su espalda.

–Bill… –dijo por último el señor Summers, y Bill Hutchinson metió la mano en la caja y tanteó el fondo antes de sacarla con el último de los papeles.

Los espectadores habían quedado en silencio.

–Espero que no sea Nancy –cuchicheó una chica, y el sonido del susurro llegó hasta el más alejado de los reunidos.

–Antes, las cosas no eran así –comentó abiertamente el viejo Warner–. Y la gente tampoco es como en otros tiempos.

–Muy bien –dijo el señor Summers–. Abran las papeletas. Tú, Harry, abre la del pequeño Dave.

El señor Graves desdobló el papel y se escuchó un suspiro general cuando lo mostró en alto y todos comprobaron que estaba en blanco. Nancy y Bill, hijo, abrieron los suyos al mismo tiempo y los dos se volvieron hacia la multitud con expresión radiante, agitando sus papeletas por encima de la cabeza.

–Tessie… –indicó el señor Summers. Se produjo una breve pausa y, a continuación, el director del sorteo miró a Bill Hutchinson. El hombre desdobló su papeleta y la enseñó. También estaba en blanco.

–Es Tessie –anunció el señor Summers en un susurro–. Muéstranos su papel, Bill.

Bill Hutchinson se acercó a su mujer y le quitó la papeleta por la fuerza. En el centro de la hoja había un punto negro, la marca que había puesto el señor Summers con el lápiz la noche anterior, en la oficina de la compañía de carbones. Bill Hutchinson mostró en alto la papeleta y se produjo una reacción agitada entre los congregados.

–Bien, amigos –proclamó el señor Summers–, démonos prisa en terminar.

Aunque los vecinos habían olvidado el ritual y habían perdido la caja negra original, aún mantenían la tradición de utilizar piedras. El montón de piedras que los chicos habían reunido antes estaba preparado y en el suelo; entre las hojas de papel que habían extraído de la caja, había más piedras. La señora Delacroix escogió una piedra tan grande que tuvo que levantarla con ambas manos y se volvió hacia la señora Dunbar.

–Vamos –le dijo–. Date prisa.

La señora Dunbar sostenía una piedra de menor tamaño en cada mano y murmuró, entre jadeos:

–No puedo apresurarme más. Tendrás que adelantarte. Ya te alcanzaré.

Los niños ya tenían su provisión de piedras y alguien le puso en la mano varias piedrecitas al pequeño Davy Hutchinson. Tessie Hutchinson había quedado en el centro de una zona despejada y extendió las manos con gesto desesperado mientras los vecinos avanzaban hacia ella.

–¡No es justo! –exclamó.

Una piedra la golpeó en la sien.

–¡Vamos, vamos, todo el mundo! –gritó el viejo Warner. Steve Adams estaba al frente de la multitud de vecinos, con la señora Graves a su lado.

–¡No es justo! ¡No hay derecho! –siguió exclamando la señora Hutchinson. Instantes después todo el pueblo cayó sobre ella.

“The Lottery”, The New Yorker, Estados Unidos, 1948
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Relato corto de Juan Gracia Armendáriz: Las mil y una noches


En este relato corto de Juan Gracia Armendáriz, “Las mil y una noches”, asistimos como invitados a la cena de un matrimonio y su hija mientras el telediario informa de un atentado en Bagdag, una ciudad –le dicen a la pequeña– “donde se contaban muchos cuentos”.


La historia, narrada con un lenguaje nada estridente, parece desenvolverse en diferentes planos geográficos y temporales, entre el mundo real y el onírico, entre la cotidianidad y el drama, y está coronada en un final inesperado que nos obliga a una segunda relectura.

“Las mil y una noches” está incluido en Cuentos del jíbaro (Demipage, 2010).



Juan Gracia Armendáriz es autor de una valiosa obra narrativa en la que destaca una trilogía, dedicada al tema de la enfermedad, compuesta por Diario del hombre pálido (Demipage), La línea Plimsoll (Castalia) y Piel Roja (Demipage).



Las mil y una noches, un relato corto de Juan Gracia Armendáriz
El día en que cenamos los tres por última vez lo hicimos como siempre. Vimos el telediario y supimos que una bomba había explotado en un mercado de Bagdad. Fue una cena frugal: sopa de sobre y tortilla francesa. Mi hija preguntó qué era Bagdad y su madre le explicó que era una ciudad donde se contaban muchos cuentos. Yo la miré por encima del vaso de agua, y luego miré a mi hija, que sorbía la sopa, y después las imágenes del televisor, donde varios cuerpos permanecían tendidos en una calle polvorienta, entre chancletas y salpicones de sangre. Recogimos los restos de la cena y luego acosté a la niña. Tragué saliva. Sentía una canica de hierro en la garganta, pero le conté El castillo de irás y no volverás. A su edad, era el cuento que más me gustaba. Ella me escuchó con atención. Con gravedad infantil. La besé en la frente y apagué la luz. Mi mujer estaba terminando de empaquetar sus cosas en el dormitorio, así que debí esperar a que acabara para poder acostarme. Ella se acomodó en el sofá del comedor. Puse el despertador a las ocho. Era la hora acordada. Tomé un potente ansiolítico. Me encontraba en Bagdag, perdido entre gente que estaba a punto de morir en una explosión. Yo trababa de advertirles del peligro que corrían cuando sonó el despertador. No hubo escenas ni melodramas. Supongo que los efectos del ansiolítico amortiguan la despedida. Desayunamos en silencio. Luego, mi mujer llamó a un taxi, y ambas abandonaron la casa. Me senté a la mesa de la cocina, frente a las tazas sucias del desayuno. Escuché el ruido de las maletas en los escalones y luego la voz de mi hija en el portal del edificio, pero yo sólo trataba de salir a la superficie entre aquella polvareda de escombros.
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Relato corto de Stephen King: Una estatua para Papá


Stephen King (Portland, Maine, 1947) es un exitoso escritor de historias de terror (cuentos y novelas). Sus padres se separaron cuando él era muy joven, y él y su hermano David dividieron su tiempo entre Indiana y Connecticut durante varios años. King luego regresó a Maine con su madre y su hermano. Allí se graduó de Lisbon Falls High School en 1966.


Empezó escribiendo para el periódico del colegio, época en la que publicó su primer cuento, que fue publicado en Startling Mistery Stories.

Desde entonces no ha parado de producir narraciones de misterio y terror que le han granjeado la admiración de millones de lectores.



Hoy damos uno de sus relatos corto, “Una estatua de Papá”, en el que el personaje narrador habla del interesante y a proriinviable proyecto de su padre, un físico teórico que estudiaba los viajes por el tiempo.

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Relato de Stephen King: Una estatua para Papá
¿La primera vez? ¿De veras? Pero por supuesto que ha oído usted hablar de ello. Sí, estoy seguro.

Si le interesa el descubrimiento, créame que será para mí un placer contárselo. Es una historia que siempre me ha gustado narrar, pero pocas personas me brindan la oportunidad de hacerlo. Incluso me han aconsejado que la mantuviera en secreto, porque atenta contra las leyendas que proliferan en torno a mi padre.

Pero yo creo que la verdad es valiosa. Tiene su moraleja. Un hombre se pasa la vida consagrando sus energías a satisfacer su curiosidad y de pronto, por accidente, sin habérselo propuesto, termina por ser un benefactor de la humanidad.

Papá era sólo un físico teórico que se dedicaba a investigar el viaje por el tiempo. Creo que nunca pensó en lo que el viaje por el tiempo podría significar para el Homo sapiens. Sentía curiosidad únicamente por las relaciones matemáticas que regían el universo.

¿Tiene hambre? Mejor así. Supongo que tardará cerca de media hora. Lo prepararán adecuadamente para un dignatario como usted. Es una cuestión de orgullo.

Ante todo, papá era pobre como sólo puede serlo un profesor universitario. Pero con el tiempo se fue haciendo rico. En sus últimos años era fabulosamente rico, y en cuanto a mí, mis hijos y mis nietos…, bueno, ya lo ve con sus propios ojos.

También le han dedicado estatuas. La más antigua está en la ladera donde se realizó el descubrimiento. Puede verla por la ventana. Sí. ¿No distingue la inscripción? Claro, el ángulo es desfavorable. No importa.

Cuando papá se puso a investigar el viaje por el tiempo, la mayoría de los físicos estaban desilusionados, a pesar del entusiasmo que provocaron inicialmente los cronoembudos.

La verdad es que no hay mucho que ver. Los cronoembudos son totalmente irracionales e incontrolables. Sólo presentan una distorsión ondulante, de algo más de medio metro de anchura como máximo, y que desaparece rápidamente. Tratar de enfocar el pasado es como tratar de enfocar una pluma en medio de un turbulento huracán.

Intentaron sujetar el pasado con garfios, pero eso resultó igual de imprevisible. A veces funcionaba unos segundos, con un hombre aferrado con fuerza al garfio, aunque lo habitual era que el martinete no resistiera. No se obtuvo nada del pasado hasta que… Bien, ya llegaré a eso.

Al cabo de cincuenta años de no progresar en absoluto, los científicos perdieron todo interés. La técnica operativa parecía un callejón sin salida. Al recordar la situación, no puedo echarles la culpa. Algunos incluso intentaron demostrar que los embudos no revelaban el pasado; pero se divisaron muchos animales vivos a través de los embudos, y se trataba de animales ya extinguidos en la actualidad.

De cualquier modo, cuando los viajes por el tiempo estaban casi olvidados ya, apareció papá. Convenció al Gobierno de que le suministrara fondos para instalar un cronoembudo propio, y abordó el asunto desde otro ángulo.

Yo lo ayudaba en aquella época. Acababa de salir de la universidad y era doctor en Física.

Sin embargo, nuestros intentos tropezaron con problemas al cabo de un año. Papá tuvo dificultades para lograr que le renovaran la subvención. Los industriales no estaban interesados, y la universidad pensaba que papá comprometía la reputación de la institución al empecinarse en investigar un campo muerto. El decano, que sólo comprendía el aspecto financiero de las investigaciones, empezó insinuándole que se pasara a áreas más lucrativas y terminó por expulsarlo.

Ese decano —que todavía vivía y seguía contando los dólares de las subvenciones cuando papá falleció— se sentiría de lo más ridículo cuando papá legó a la universidad un millón de dólares en su testamento, con un codicilo que cancelaba la herencia con el argumento de que el decano carecía de perspectiva de futuro. Pero eso fue tan sólo una venganza póstuma. Pues años antes…

No deseo entrometerme, pero le aconsejo que no coma más panecillos. Bastará con que tome la sopa despacio, para evitar un apetito demasiado voraz.

De cualquier modo, nos las apañamos. Papá conservó el equipo que había comprado con el dinero de la subvención, lo sacó de la universidad y lo instaló aquí.

Esos primeros años sin recursos fueron agobiantes, y yo insistía en que abandonara. Él no cejaba. Era tozudo y siempre se las ingeniaba para encontrar mil dólares cuando los necesitaba.

La vida continuaba, pero él no permitía que nada obstruyera su investigación. Mamá falleció; papá guardó luto y volvió a su tarea. Yo me casé, tuve un hijo y luego una hija. No siempre podía acompañarlo, pero él continuaba sin mí. Se rompió una pierna y siguió trabajando con la escayola puesta durante meses.

Así que le atribuyo todo el mérito. Yo ayudaba, por supuesto. Hacía funciones de asesoría y me encargaba de negociar con Washington. Pero él era el alma del proyecto.

A pesar de eso, no llegábamos a ninguna parte. Hubiera dado lo mismo tirar por uno de esos cronoembudos todo el dinero que lográbamos juntar, lo cual no quiere decir que hubiese podido atravesarlo.

A fin de cuentas, nunca conseguimos meter un garfio en un embudo. Sólo nos acercamos en una ocasión. El garfio había entrado unos cinco centímetros cuando el foco se alteró. Lo arrancó limpiamente y, en alguna parte del Mesozoico, hay ahora una varilla de acero, construida por el hombre, oxidándose en la orilla de un río.

Hasta que un día, el día crucial, el foco se mantuvo durante diez largos minutos; algo para lo cual había menos de una probabilidad entre un billón. ¡Cielos, con qué frenesí instalamos las cámaras! Veíamos criaturas que se desplazaban ágilmente al otro lado del embudo.

Luego, para colmo de bienes, el cronoembudo se volvió permeable, y hubiéramos jurado que sólo el aire se interponía entre el pasado y nosotros. La baja permeabilidad debía de estar relacionada con la duración del foco, pero nunca pudimos demostrar que así fuera.

Por supuesto, no teníamos ningún garfio a mano. Pero la baja permeabilidad permitió que algo se desplazara del «entonces» al «ahora». Obnubilado, actuando por mero instinto, extendí el brazo y agarré aquello.

En ese momento perdimos el foco, pero ya no sentíamos amargura ni desesperación. Ambos observábamos sorprendidos lo que yo tenía en la mano Era un puñado de barro duro y seco, completamente liso por donde había tocado los bordes del cronoembudo, y entre el barro había catorce huevos del tamaño de huevos de pato.

—¿Huevos de dinosaurio? —pregunté—. ¿Crees que es eso?

—Quizá. No podemos saberlo con certeza.

—¡A menos que los incubemos! —exclamé de pronto, con un entusiasmo incontenible. Los dejé en el suelo como si fueran de platino. Estaban calientes, con el calor del sol primitivo—. Papá, si los incubamos tendremos criaturas que llevan extinguidas más de cien millones de años. Será la primera vez que alguien trae algo del pasado. Si lo hacemos público…

Yo pensaba en las subvenciones, en la publicidad, en todo lo que aquello significaría para papá. Ya veía el rostro consternado del decano.

Pero papá veía el asunto de otra manera.

—Ni una palabra, hijo. Si esto se difunde, tendremos veinte equipos de investigación estudiando los cronoembudos, con lo que me impedirán progresar. No, una vez que haya resuelto el problema de los embudos, podrás hacer público todo lo que quieras. Hasta entonces, guardaremos silencio. Hijo, no pongas esa cara. Tendré la respuesta dentro de un año, estoy seguro.

Yo no estaba tan seguro, pero tenía la convicción de que esos huevos nos brindarían todas las pruebas que necesitábamos. Puse un gran horno a la temperatura de la sangre e hice circular aire y humedad. Conecté una alarma para que sonara en cuanto hubiese movimiento dentro de los huevos.

Se abrieron a las tres de la madrugada diecinueve días después, y allí estaban: catorce diminutos canguros con escamas verdosas, patas traseras con zarpas, muslos rechonchos y colas delgadas como látigos.

Al principio pensé que se trataba de tiranosaurios, pero eran demasiado pequeños. Pasaron meses, y comprendí que no alcanzarían mayor tamaño que el de un perro mediano.

Papá parecía defraudado, pero yo perseveré, con la esperanza de que me permitiera utilizarlos con fines publicitarios. Uno murió antes de la madurez y otro pereció en una riña. Pero los otros doce sobrevivieron, cinco machos y siete hembras. Los alimentaba con zanahorias picadas, huevos hervidos y leche, y les tomé bastante afecto. Eran tontorrones, pero tiernos; y realmente hermosos. Sus escamas…

Bueno, es una bobada describirlos. Las fotos publicitarias han circulado más que suficiente. Aunque, pensándolo bien, no sé si en Marte… Ah, también allí. Pues me alegro.

Pero pasó mucho tiempo antes de que esas fotos pudieran impresionar al público, por no mencionar la visión directa de aquellas criaturas. Papá se mantuvo intransigente. Pasaron tres años. No tuvimos suerte con los cronoembudos. Nuestro único hallazgo no se repitió, pero papá no se daba por vencido.

Cinco hembras pusieron huevos, y pronto tuve más de cincuenta criaturas en mis manos.

—¿Qué hacemos con ellas? —pregunté.

—Matarlas —contestó papá.

Yo no podía hacer tal cosa, por supuesto.

Henri, ¿está todo a punto? De acuerdo.

Cuando sucedió, ya habíamos agotado nuestros recursos. Estábamos sin blanca. Yo lo había intentado por todas partes sin conseguir nada más que rechazos.

Casi me alegraba, porque pensaba que así papá tendría que ceder. Pero él, firme ante la adversidad, preparó fríamente otro experimento.

Le juro que si no hubiera ocurrido el accidente jamás habríamos encontrado la verdad. La humanidad habría quedado privada de una de sus mayores bendiciones.

A veces ocurren cosas así. Perkin detecta un tinte rojo en la suciedad y descubre las tinturas de anilina. Remsen se lleva un dedo contaminado a los labios y descubre la sacarina. Goodyear deja caer una mixtura en la estufa y descubre el secreto de la vulcanización.

En nuestro caso fue un dinosaurio joven que entró en el laboratorio. Eran tantos que yo no podía vigilarlos a todos.

El dinosaurio atravesó dos puntos de contacto que estaban abiertos, justo allí, donde ahora está la placa que conmemora el acontecimiento. Estoy convencido de que ésa coincidencia no podría repetirse en mil años. Estalló un fogonazo y el cronoembudo que acabábamos de configurar desapareció en un arco iris de chispas.

Ni siquiera entonces lo comprendimos. Sólo sabíamos que la criatura había provocado un cortocircuito, estropeando un equipo de cien mil dólares, y que estábamos en plena bancarrota. Lo único que podíamos mostrar era un dinosaurio achicharrado. Nosotros estábamos ligeramente chamuscados, pero el dinosaurio recibió toda la concentración de energías de campo. Podíamos olerlo. El aire estaba saturado con su aroma. Papá y yo nos miramos atónitos. Lo recogí con un par de tenacillas. Estaba negro y calcinado por fuera; pero las escamas quemadas se desprendieron al tocarlas, arrancando la piel, y debajo de la quemadura había una carne blanca y firme que parecía pollo.

No pude resistir la tentación de probarla, y se parecía a la del pollo tanto como Júpiter se parece a un asteroide.

Me crea o no, con nuestra labor científica reducida a escombros, nos sentamos allí a disfrutar del exquisito manjar que era la carne de dinosaurio. Había partes quemadas y partes crudas, y estaba sin condimentar; pero no paramos hasta dejar limpios los huesos.

—Papá —dije finalmente—, tenemos que criarlos sistemáticamente con propósitos alimentarios.

Papá tuvo que aceptar. Estábamos totalmente arruinados.

Obtuve un préstamo del banco cuando invité a su presidente a cenar y le serví dinosaurio.

Nunca ha fallado. Nadie que haya saboreado lo que hoy llamamos «dinopollo» se conforma con los platos normales. Una comida sin dinopollo no es más que un alimento que ingerimos para sobrevivir. Sólo el dinopollo es comida.

Nuestra familia aún posee la única bandada de dinopollos existente y seguimos siendo los únicos proveedores de la cadena mundial de restaurantes —la primera y más antigua— que ha crecido en torno de ellos.

Pobre papá. Nunca fue feliz, salvo en esos momentos en que comía dinopollo. Continuó trabajando con los cronoembudos, al igual que muchos oportunistas que pronto se sumaron a las investigaciones, tal como él había previsto. Pero no se ha logrado nada hasta ahora; nada, excepto el dinopollo.

Ah, Pierre, gracias. ¡Un trabajo superlativo! Ahora, caballero, permítame que lo trinche. Sin sal, y con apenas una pizca de salsa. Eso es… Ah, ésa es la expresión que siempre veo en la cara de un hombre que saborea este manjar por primera vez.

La humanidad, agradecida, aportó cincuenta mil dólares para construir la estatua de la colina, pero ni siquiera ese tributo hizo feliz a papá.

Él no veía más que la inscripción: «El hombre que proporcionó el dinopollo al mundo.»

Y hasta el día de su muerte sólo deseó una cosa: hallar el secreto del viaje por el tiempo. Aunque fue un benefactor de la humanidad, murió sin satisfacer su curiosidad.
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Cuento de Oscar Wilde: El gigante egoísta

Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.


EL GIGANTE EGOÍSTA, un cuento de Oscar Wilde (Irlanda, 1854-1900)

Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.

-¡Qué felices somos aquí! -se decían unos a otros.Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.
-¿Qué hacen aquí? -surgió con su voz retumbante.
Los niños escaparon corriendo en desbandada.
-Este jardín es mío. Es mi jardín propio -dijo el Gigante-; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.
Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:
ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES
Era un Gigante egoísta…
Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar en la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.
-¡Qué dichosos éramos allí! -se decían unos a otros.
Cuando la Primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el Invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.
Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha.
-La Primavera se olvidó de este jardín -se dijeron-, así que nos quedaremos aquí todo el resto del año.
La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.
-¡Qué lugar más agradable! -dijo-. Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.
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Escritor Oscar Wilde
Y vino el Granizo también. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.

-No entiendo por qué la Primavera se demora tanto en llegar aquí -decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco-, espero que pronto cambie el tiempo.
Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.
-Es un gigante demasiado egoísta -decían los frutales.
De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del Norte y el Granizo y la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.
Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.
-¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la Primavera -dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana.
¿Y qué es lo que vio?
Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y se habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón el Invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas que parecían a punto de quebrarse.
-¡Sube a mí, niñito! -decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.
El Gigante sintió que el corazón se le derretía.
-¡Cuán egoísta he sido! -exclamó-. Ahora sé por qué la Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a botar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.
Estaba de veras arrepentido por lo que había hecho.
Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos, y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera regresó al jardín.
-Desde ahora el jardín será para ustedes, hijos míos -dijo el Gigante, y tomando un hacha enorme, echó abajo el muro.
Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.
Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.
-Pero, ¿dónde está el más pequeñito? -preguntó el Gigante-, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?
El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.
-No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito.
-Díganle que vuelva mañana -dijo el Gigante.
Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.
Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.
-¡Cómo me gustaría volverlo a ver! -repetía.
Fueron pasando los años, y el Gigante se puso viejo y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.
-Tengo muchas flores hermosas -se decía-, pero los niños son las flores más hermosas de todas.
Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno pues sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban descansando.
Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…
Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.
Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo:
-¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?
Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies.
-¿Pero, quién se atrevió a herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para tomar la espada y matarlo.
-¡No! -respondió el niño-. Estas son las heridas del Amor.
-¿Quién eres tú, mi pequeño niñito? -preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.
Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:
-Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el jardín mío, que es el Paraíso.
Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba entero cubierto de flores blancas.
https://narrativabreve.com/2013/10/cuento-oscar-wilde-gigante-egoista.html
 
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Un día perfecto para el pez plátano, un relato de J.D. Salinger


“Un día perfecto para el pez plátano” (a veces traducido como “Un día perfecto para el pez banana”), es uno de los relatos más emblemáticos de J.D. Salinger, el esquivo escritor estadounidense (vivió oculto gran parte de su vida) que nos ha dado títulos tan comentados como El guardián entre el centeno o Franny y Zooey.


Publicado por primera vez en 1948 en The New Yorker, revista que sirvió y sirve de plataforma para algunos de los mejores escritores de Norteamérica, “Un día perfecto para el pez plátano”, en su mayor parte desarrollado mediante diálogos, nos ofrece un breve fragmento en la vida de una pareja recién llegada a un hotel de la costa.

“Un día perfecto para el pez plátano” mete el dedo en la herida de la generación de posguerra (hablamos de la II Guerra Mundial), con el consiguiente desencanto y apatía existencial tras la durísima experiencia. El propio personaje principal, Seymour, arrastra serios problemas anímicos tras su participación en el combate.



El relato “Un día perfecto para el pez plátano” está incluido en el libro Nueve cuentos. Esta historia corta de Salinger, como El Gran Gatsby de Scott Fritgerald o como toda la obra de Charles Bukowski, se lee como una proclama contra la socorrida idealización del sueño americano.

Francisco Rodríguez Criado

Nueve cuentos (El Libro De Bolsillo – Literatura)

Relato corto de J. D. Salinger: Un día perfecto para el pez plátano
En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El s*x* es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.

No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad. Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y –ya era la cuarta o quinta llamada– levantó el auricular del teléfono.

–Diga –dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.

–Su llamada a Nueva York, señora Glass –dijo la operadora.

–Gracias–contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.

A través del auricular llegó una voz de mujer:

–¿Muriel? ¿Eres tú?

La chica alejó un poco el auricular del oído.

–Sí, mamá. ¿Cómo estás? –dijo.

–He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?

–Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han…

–¿Estás bien, Muriel?

La chica separó un poco más el auricular de su oreja.

–Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde…

–¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada…

–Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente –dijo la chica–. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después…

–Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que… ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.

–Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.

–¿Cuándo llegaron?

–No sé… el miércoles, de madrugada.

–¿Quién condujo?

–Él –dijo la chica–. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.

–¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que…

–Mamá –interrumpió la chica–, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, esa es la verdad.

–¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?

–Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles… se notaba. Por cierto, ¿papá ha hecho arreglar el coche?

–Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, solo para…

–Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para…

–Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás…

–Muy bien –dijo la chica.

–¿Sigue llamándote con ese horroroso…?

–No. Ahora tiene uno nuevo.

–¿Cuál?

–Mamá… ¿qué importancia tiene?

–Muriel, insisto en saberlo. Tu padre…

–Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948 –dijo la chica, con una risita.

–No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo…

–Mamá –interrumpió la chica–, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza…

–Lo tienes tú.

–¿Estás segura?–dijo la chica.

–Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la… ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?

–No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído.

–¡Pero está en alemán!

–Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia –dijo la chica, cruzando las piernas–. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma… nada menos…

–Espantoso. Espantoso. Es realmente triste… Ya decía tu padre anoche…

–Un segundo, mamá –dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama–. ¿Mamá? –dijo, echando una bocanada de humo.

–Muriel, mira, escúchame.

–Te estoy escuchando.

–Tu padre habló con el doctor Sivetski.

–¿Sí? –dijo la chica.

–Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas… ¡Todo!

–¿Y…? –dijo la chica.

–En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.

–Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra –dijo la chica.

–¿Quién? ¿Cómo se llama?

–No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.

–Nunca lo he oído nombrar.

–De todos modos, dicen que es muy bueno.

–Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que… anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa…

–Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma.

–Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la…

–Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí –dijo la chica–. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.

–¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está…

–Lo usé. Pero me quemé lo mismo.

–¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?

–Me he quemado toda, mamá, toda.

–¡Qué horror!

–No me voy a morir.

–Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?

–Bueno… sí… más o menos… –dijo la chica.

–¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?

–En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.

–Bueno, ¿qué dijo?

–¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar! Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando al bingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije…

–¿Por qué te hizo esa pregunta?

–No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé –dijo la chica–. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo…

–¿El verde?

–Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas…! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison… la mercería…

–Pero ¿qué dijo él? El médico.

–Ah, sí… Bueno… en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.

–Sí, pero… ¿le… le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?

–No, mamá. No entré en detalles –dijo la chica–. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.

–¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse… ya sabes, raro, o algo así…? ¿De que pudiera hacerte algo…?

–En realidad, no –dijo la chica–. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno… todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.

–En fin. ¿Y tu abrigo azul?

–Bien. Le subí un poco las hombreras.

–¿Cómo es la ropa este año?

–Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.

–¿Y tu habitación?

–Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra –dijo la chica–. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión.

–Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?

–Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.

–Muriel, te lo voy a preguntar una vez más… ¿En serio, va todo bien?

–Sí, mamá –dijo la chica–. Por enésima vez.

–¿Y no quieres volver a casa?

–No, mamá.

–Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos…

–No, gracias –dijo la chica, y descruzó las piernas–. Mamá, esta llamada va a costar una for…

–Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra… quiero decir, cuando una piensa en esas esposas alocadas que…

–Mamá –dijo la chica–. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.

–¿Dónde está?

–En la playa.

–¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?

–Mamá –dijo la chica–. Hablas de él como si fuera un loco furioso.

–No he dicho nada de eso, Muriel.

–Bueno, esa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.

–¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?

–No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.

–Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?

–Lo conoces muy bien –dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas–. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.

–¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?

–No, mamá. No, querida –dijo la chica, y se puso de pie–. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.

–Muriel, hazme caso.

–Sí, mamá –dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.

–Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro… ya me entiendes. ¿Me oyes?

–Mamá, no le tengo miedo a Seymour.

–Muriel, quiero que me lo prometas.

–Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá –dijo la chica–. Besos a papá –y colgó.



*

–Ver más vidrio–dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre–. ¿Has visto más vidrio?

–Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estate quieta, por favor.

La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.

–No era más que un simple pañuelo de seda… una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo –dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter–. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.

–Por lo que dice, debía de ser precioso –asintió la señora Carpenter.

–Estate quieta, Sybil, cariño…

–¿Viste más vidrio? –dijo Sybil.

La señora Carpenter suspiró.

–Muy bien –dijo. Tapó el frasco de bronceador–. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.

Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel. Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.

–¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?–dijo.

El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.

–¡Ah!, hola, Sybil.

–¿Vas a ir al agua?

–Te esperaba –dijo el joven–. ¿Qué hay de nuevo?

–¿Qué? –dijo Sybil.

–¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?

–Mi papá llega mañana en un avión –dijo Sybil, tirándole arena con el pie.

–No me tires arena a la cara, niña –dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil–. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.

–¿Dónde está la señora? –dijo Sybil.

–¿La señora? –el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo–. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.

Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.

–Pregúntame algo más, Sybil –dijo–. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.

Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.

–Es amarillo –dijo–. Es amarillo.

–¿En serio? Acércate un poco más.

Sybil dio un paso adelante.

–Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.

–¿Vas a ir al agua? –dijo Sybil.

–Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.

Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.

–Necesita aire –dijo.

–Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir –retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena–. Sybil –dijo–, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti –estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil–. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?

–Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano –dijo Sybil.

–¿Sharon Lipschutz dijo eso?

Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.

–Bueno –dijo–. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?

–Sí que podías.

–Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?

–¿Qué?

–Me imaginé que eras tú.

Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.

–Vayamos al agua –dijo.

–Bueno –replicó el joven–. Creo que puedo hacerlo.

–La próxima vez, échala de un empujón –dijo Sybil.

–¿Que eche a quién?

–A Sharon Lipschutz.

–Ah, Sharon Lipschutz –dijo él–. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos –de repente se puso de pie y miró el mar–. Sybil –dijo–, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.

–¿Un qué?

–Un pez plátano –dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.

Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.
Los dos echaron a andar hacia el mar.

–Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano –dijo el joven.

Sybil negó con la cabeza.

–¿En serio que no? Pero ¿dónde vives, entonces?

–No sé –dijo Sybil.

–Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y solo tiene tres años y medio.

Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.

–Whirly Wood, Connecticut –dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.

–Whirly Wood, Connecticut –dijo el joven–. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?

Sybil lo miró:

–Ahí es donde vivo –dijo con impaciencia–. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.

Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.

–No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso –dijo él.

Sybil soltó el pie:

–¿Has leído El negrito Sambo? –dijo.

–Es gracioso que me preguntes eso –dijo él–. Da la casualidad de que acabé de leerlo anoche –se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil–. ¿Qué te pareció?

–¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?

–Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.

–No eran más que seis –dijo Sybil.

–¡Nada más que seis! –dijo el joven–. ¿Y dices «nada más»?

–¿Te gusta la cera? –preguntó Sybil.

–¿Si me gusta qué?

–La cera.

–Mucho. ¿A ti no?

Sybil asintió con la cabeza:

–¿Te gustan las aceitunas? –preguntó.

–¿Las aceitunas?… Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.

–¿Te gusta Sharon Lipschutz? –preguntó Sybil.

–Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.

Sybil no dijo nada.

–Me gusta masticar velas –dijo ella por último.

–Ah, ¿y a quién no? –dijo el joven mojándose los pies–. ¡Diablos, qué fría está!–dejó caer el flotador en el agua–. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.

Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.

–¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso? –preguntó él.

–No me sueltes –dijo Sybil–. Sujétame, ¿quieres?

–Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo –dijo el joven–. Ocúpate solo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano.

–No veo ninguno –dijo Sybil.

–Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.

Siguió empujando el flotador. El agua le llegaba al pecho.

–Llevan una vida triste –dijo–. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?

Ella negó con la cabeza.

–Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos –empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte–. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.

–No vayamos tan lejos –dijo Sybil–. ¿Y qué pasa después con ellos?

–¿Qué pasa con quiénes?

–Con los peces plátano.

–Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?

–Sí –dijo Sybil.

–Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.

–¿Por qué? –preguntó Sybil.

–Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.

–Ahí viene una ola –dijo Sybil nerviosa.

–No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia –dijo el joven–, como dos engreídos.

Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer. Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:

–Acabo de ver uno.

–¿Un qué, amor mío?

–Un pez plátano.

–¡No, por Dios! –dijo el joven–. ¿Tenía algún plátano en la boca?

–Sí –dijo Sybil–. Seis.

De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.

–¡Eh! –dijo la propietaria del pie, volviéndose.

–¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?

–¡No!

–Lo siento –dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del camino lo llevó bajo el brazo.

–Adiós –dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.

El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.

En el primer nivel de la planta baja del hotel –que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia– entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.

–Veo que me está mirando los pies –dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.

–¿Cómo dice? –dijo la mujer.

–Dije que veo que me está mirando los pies.

–Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo –dijo la mujer, y se volvió hacia las puertas del ascensor.

–Si quiere mirarme los pies, dígalo –dijo el joven–. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.

–Déjeme salir, por favor –dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.

Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.

–Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos –dijo el joven–. Quinto piso, por favor.

Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.

Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.

Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7.65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.

“A Perfect Day for Bananafish”,
The New Yorker, 1948

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