Escritores, por sus escritos los conoceréis.

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San Alberto Magno
(Alemania, 1200-1280)

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Religioso, teólogo, filósofo y doctor de la Iglesia alemán, que introdujo la ciencia y filosofía griegas y árabes en Europa durante la edad media. También fue conocido por el sobrenombre de Doctor universalis (doctor universal) a causa de su profundo interés por las ciencias naturales. Nació en Lauingen (Suabia, en la actual Baviera) en una familia nobiliaria. En 1223, cuando estudiaba en Padua, ingresó en la orden de los dominicos, que por entonces contaba con menos de diez años de existencia. Ordenado sacerdote en Alemania, impartió clases antes de acudir a la Universidad de París, centro en el cual llegó a ser profesor en 1245 y, a continuación, catedrático de Teología. Entre sus primeros alumnos estuvo santo Tomás de Aquino. Viajó por toda Europa occidental en nombre de su orden, sirvió como provincial y, desde 1260 a 1262, fue obispo de Ratisbona, antes de volver a dedicarse a la enseñanza y la investigación. San Alberto Magno está considerado un personaje clave en el proceso de asimilación de la filosofía aristotélica por la escolástica medieval y en el resurgimiento de la ciencia natural que la inspiraba. A principios del siglo XIII, un conjunto de escritos filosóficos y científicos desconocidos para los filósofos y teólogos occidentales se convirtió en una fuerza perturbadora en los círculos escolásticos. Estos escritos latinos, basados en traducciones árabes de las obras de Aristóteles, iban acompañados de las anotaciones de comentaristas árabes como Avicena y Averroes. Como tal, presentaban un punto de vista extraño para los escolásticos, cuyo conocimiento de Aristóteles estaba limitado a su lógica, como había sido enseñado e interpretado durante siglos por la Iglesia, en la tradición de san Agustín y los neoplatónicos. San Alberto había mostrado en sus viajes un intenso interés por los fenómenos naturales y por los escritos científicos de Aristóteles. Los analizó, comentó y, en ocasiones, contradijo, a partir de la evidencia de sus precisas observaciones. Produjo nuevas obras y, de acuerdo con el filósofo inglés Roger Bacon, logró casi la misma autoridad en su tiempo que la que había gozado el mismo Aristóteles. Como teólogo, fue relevante entre los filósofos medievales pero no un innovador como su alumno Tomás de Aquino. En su Summa Theologiae (1270), trató de conciliar el aristotelismo y las enseñanzas cristianas: sostenía que la razón humana no podía contradecir la revelación, pero defendía el derecho del filósofo a investigar los misterios divinos. Murió en Colonia el 15 de noviembre de 1280. Fue beatificado en 1622 y canonizado y proclamado doctor de la Iglesia en 1931 por el papa Pío XI. En 1941, el papa Pío XII lo convirtió en patrón de todos los que estudian ciencias naturales. Su festividad se celebra el 15 de noviembre. © M.E.

Textos:

El libro de los compuestos (fragmento)
El libro supremo de todas las magias (fragmento)
 
El «cazador que escribe» hoy estaría «atónito»
Los hijos del autor recuerdan la pasión cinegética de su padre, quien nunca vio «incompatible» la caza con la conservación de la fauna
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15 Castilla y León se rebela contra la prohibición de la caza

«Amo la naturaleza porque soy un cazador. Soy un cazador porque amo la naturaleza. Son las dos cosas. Además, no sólo soy un cazador, soy proteccionista; miro con simpatía todo lo que sea proteger a las especies. Dicen que eso es contradictorio, pero si yo protejo las perdices tendré perdices para cazar en otoño. Si no las protejo me quedaré sin ellas, que es lo que nos está pasando. De manera que no hay ninguna contradicción. Por otra parte, yo no soy ningún cazador ciego, pendiente del morral o de la percha, sino que me gusta disfrutar del campo, ver amanecer, ponerse el sol, ver el rojo en las matas .... No mido la diversión ni el placer por el número de piezas». Son palabras pronunciadas hace ya muchos años por el escritor Miguel Delibes ante la disyuntiva entre actividad cinegética y conservación de la fauna que aun pasado el tiempo son de completa actualidad. Y es que aquel amante del mundo rural y de la práctica cinegética, aquel que prefería ser conocido como el «cazador que escribe» en vez de como el «escritor que caza», hoy estaría «atónito» ante la veda fijada como medida cautelar en su tierra, Castilla y León.

Así lo reconoce uno de sus hijos, Juan, quien explica cómo para su padre la caza era casi una «religión» y era practicante desde el «máximo respeto». «Recuerdo una vez siendo un niño que le echó una bronca a un cazador y no sabía por qué le reñía porque había cazado una codorniz con las patitas rojas. Luego, más adelante y con la edad aprendí que esa presunta codorniz era un pollo de perdiz que en esos momentos estaba prohibido cazar».

La figura del Miguel Delibes cazador forma parte del imaginario popular y de la historia de las letras. Ocho libros y dos trabajos menores abordan esta práctica desde distintas perspectivas: la motivación del acto cinegético, las normativas y las experiencias del autor, que le dio esta afición a uno de sus alter ego más conocidos, Lorenzo, el protagonista de «Diario de un cazador» (1955),por el que recibió el Premio Nacional de Literatura.

tribunales la regulación sobre caza en Castilla y León, cumple con «su papel de intentarlo por todos los medios», aunque a su juicio yerre. Pone como ejemplo el problema de la cabra montesa en Guadarrama, donde por su superpoblación «es probable que la mayoría mueran de sarna».

«Pacma ha impugnado casi todas las ordenes de vedas autonómicas y sólo en Castilla y León se le ha hecho caso. Abolir la caza acarrearía una situación insostenible», por la economía del medio rural, daños a la agricultura y riesgos de seguridad vial. Por ello ve muy «reconfortante» que «los principales partidos» -PP, PSOE y Cs- hayan pactado una ley con la que se pretende reconducir la veda.
https://www.abc.es/espana/castilla-...ibe-estaria-atonito-201903030040_noticia.html
 
"Los relatos del 'terror rural' hacen mucho daño al campo, ¿por qué no se habla del terror urbano?"

Igualdad

La veterinaria y poeta publica el ensayo Tierra de mujeres de cara al mismo 8M que el año pasado se olvidó de las trabajadoras del campo para poner el acento en lo que ocurre en los márgenes

"Fui bastante injusta porque el año pasado me indigné al ver que salían tan pocas mujeres en el campo. Esas poquitas abrieron una vereda, es fundamental sentirse respaldada y reconocida"

Mónica Zas Marcos
03/03/2019 - 20:45h
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María Sánchez, autora de 'Tierra de mujeres'

María Sánchez (Córdoba, 1989) se levanta a las seis de la mañana, coge su furgoneta y se lanza a la carretera, de ganadería en ganadería, para hacerse cargo de las cabras que requieran su ayuda en más de 90 granjas repartidas por toda España y Portugal. Este primer oficio le corre por las venas como herencia de su padre y de su abuelo. El segundo, el de la escritura y la poesía, es tan vocacional que lo ejerce "cansada".

Las ideas surgen en ruta, cuando recorre las autovías comarcales o si se le cruza un animal por el camino, pero solo las plasma en un papel por las noches o los fines de semana. "Para escribir tengo eso inherente a tantas mujeres, que lo hemos heredado de nuestras madres, de no poderme sentar hasta que no están todas las tareas domésticas hechas", reconoce esta veterinaria.

Aún así, se identifica en el estrato privilegiado de las mujeres rurales, por eso ha escrito un ensayo que reivindica a las grandes invisibilizadas de nuestros campos. Con su anterior Cuadernos de campo, Sánchez se sacudió la mancha personal de ser de pueblo a través de su historia familiar.



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Tierra de mujeres (Seix Barral), sin embargo, lanza una arenga frente al esnobismo urbanita: basta de estigmatizar a la gente del campo, de ignorar a sus trabajadoras y de comprar el relato de la España vacía.

"Para mí, lo más radical e innovador que se está haciendo en nuestro país ocurre en los márgenes", nos dice frente a un zumo de naranja en una cafetería del centro de Madrid. Capital que, el próximo 8M, acogerá una gran manifestación que tiene pendiente acordarse más y mejor de sus colegas rurales.

En una escena de la última de Almodóvar, su madre le pide que ni ella ni las vecinas del pueblo aparezcan en sus películas. Le da vergüenza que la gente se ría de su forma de hablar y de sus costumbres. ¿Su familia sintió ese pudor con la publicación del primer libro?

Me pasó algo parecido con mi madre y con mi abuela, pero al final se quedaron con el sentimiento de que para mí era importante saber de dónde venía. No nos solemos interesar. Creemos que la vida de nuestras madres empieza desde que nosotros existimos, pero muchas han sufrido un machismo y una desigualdad atroz y ni siquiera les preguntamos qué querían ser antes de tenernos.

Ya me quité la mancha de sentir vergüenza de mis raíces con el libro anterior. Viví esa ruptura y fue cuando quise reivindicar a las mujeres de mi familia.

Pero es curioso lo que dices de Almodóvar, me recuerda a un vídeo que me enseñó la poeta gallega Luz Pichel de unas mujeres mayores haciendo pan en una aldea. Se les oye hablar en gallego hasta que una de ellas se da cuenta y le dice al que graba: ¡animal, qué haces grabando mi voz! ¡Qué vergüenza!

Al escribir, por ejemplo, ¿se hereda este estigma?

Identifico ese sentimiento más con nuestras abuelas y nuestras madres, que siempre nos han dicho que nos merecemos algo mejor que la vida de pueblo. El estigma y la mancha están muy arraigadas en ellas. Pero, a diferencia de mi madre, yo he elegido qué hacer y qué estudiar. Parto de otro nivel.

Pero al principio, cuando empecé a escribir, se llevaba mucho la alt-lit, sobre las drogas y las experiencias salvajes, con la que yo nunca me he identificado. Hasta que me dije, ¿por qué no puedo escribir de lo que sé de primera mano? ¿Por qué no me puedo sentir orgullosa de ser de pueblo, de trabajar en el campo, con las cabras?

La gente que lo conocemos no le hemos dado importancia. Por ejemplo, hasta que no salió Cuadernos de campo, mi familia no empezó a contarme historias. Te da pena. Es una mezcla de alivio y orgullo, pero pienso a cuántas historias habré llegado tarde y se quedarán sin contar.

¿Cree que hay poca narrativa rural porque el campo es especialmente celoso de su intimidad?

No creo que sea así. Hay mucha gente que está contando y hablando del medio rural desde dentro. Que insisto: no quiero que los que escriban del campo sean de campo, pero sí que invito a preguntarnos de dónde viene la narrativa rural, a qué género pertenece y qué relación tienen y tenían esos autores con el campo.

Si haces un análisis rápido, el resultado son hombres que venían de la ciudad e iban al campo solo a descansar. No digo que sean malos escritores, de hecho Miguel Delibes sigue siendo mi escritor favorito. Pero nos tenemos que cuestionar y, de las dudas, aprender. Y, además, hacer el esfuerzo por nombrar a una escritora rural española. Yo ahora te podría decir Luz Pichel u Olga Novo...¡y son todas gallegas! Da mucha rabia.

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María Sánchez, autora de 'Tierra de mujeres'



Se acerca de nuevo el 8M y en el libro hace alusión a cómo nos olvidamos del medio rural en 2018. ¿Ve mejoras de cara a este año?

De hecho, en el libro soy bastante injusta porque me indigné al ver que salían tan pocas mujeres en el campo. Una amiga veterinaria me dijo el otro día que se había enfadado al leerlo. Porque claro, esas poquitas que salieron abrieron una vereda y este año van a salir aún más. Es fundamental sentirse respaldada y reconocida.

¿Por qué fue tan brutal la convocatoria en las ciudades grandes? Los colectivos, las asociaciones y la masa pueden respaldar a una chica de Sevilla, por ejemplo, cuyos padres no sean feministas. Y ella puede salir sabiendo que no va a estar sola. Pero en un pueblo, que te conoce el cura y te conoce hasta el panadero, es mucho más difícil.

Muchas veces no nos enteramos de lo que ocurre en nuestro país hasta que no llegan de fuera a contárnoslo, como los abusos sexuales de las jornaleras de la fresa. ¿Qué altavoces tiene a su disposición la mujer rural?

Y eso que lo de la fresa lo llevamos sabiendo en Andalucía desde hace muchos años, pero tienen que venir dos periodistas extranjeros a sacarlo. Y no solo la fresa, el otro día vi este titular: "De 23.000 empleos, solo se presentan a la recogida de la aceituna 970". Pero no se habla ni de las condiciones laborales ni de la explotación. Los invernaderos del Ejido son para echarse a llorar. Si ya de por sí las mujeres rurales son las grandes invisibilizadas, imagínate las migrantes.

No hay solo un tipo de mujer rural. No todas son pastoras o ganaderas, también están las que tienen una peluquería o son amas de casa. Hay que romper con ese relato.

Estuve hablando con algunas, a ver si nos da tiempo a redactar un manifiesto de las mujeres rurales por el 8M. Ellas van a necesitar una ayuda, porque sus animales no pueden dejar de comer y menos en época de parideras. Y ahí sería fundamental que los hombres nos apoyasen. Pero vuelvo al ritmo y al tiempo del medio rural. No se le puede exigir lo mismo a una mujer de campo que a una de ciudad.

¿Qué derechos apremia exigir en ese manifiesto?

Por ejemplo, el tema de la titularidad compartida. Es el caso de las mujeres que han estado trabajando codo con codo en las tierras del marido sin recibir un duro. Cómo le dices a una mujer de 50 o 60 años que le diga a su marido: "oye, que todo esto que he trabajado sin cotizar es de los dos".

El año pasado tuve una alumna que como trabajo de fin de grado hizo una investigación sobre la presencia de la mujer en las ganaderías de caprino, con las que yo trabajo. Sacó en conclusión que, donde había mujeres, morían menos cabritos, las cabras daban más leche y duraban más. Genial. Pero también descubrió que había ganaderías "solo" de hombres en las que trabajaban las mujeres, las hijas, las hermanas y las cuñadas en sus ratos libres.

Ellas no van a las reuniones, no deciden. Y luego las reconocerán como amas de casa. Para ellos es muy cómodo porque, cuando llegan del campo, tienen el plato de comida en la mesa, la casa limpia y se pueden echar una siesta.

Relacionamos el medio rural con un machismo más tosco y anacrónico que el de las ciudades. Perteneciendo a ambos mundos, ¿cómo lo percibe?

Yo estoy en un estrato privilegiado respecto a las pastoras, ganaderas, agricultoras y mujeres que están en el campo. Soy veterinaria. No estoy al frente de una ganadería ni de un cultivo. Ellas lo cuentan, que cuando van a comprar a las cooperativas, les preguntan siempre por sus maridos.

Yo he recibido comentarios machistas en el campo, pero muchos más en el ámbito de la cultura. Siempre se da la imagen de los hombres incultos y los paletos de pueblo, por eso me duele mucho más que presente un libro y me digan que con quién me he acostado para publicarlo. O que hablen de mis exparejas, de mi vida personal o de mi físico. Ves los comentarios de las entrevistas y son para echarse a llorar. "Pues muy del campo no será, que lleva el peto muy limpio y los labios pintados".

Los peores insultos me los encuentro en la literatura. Pero insisto, no soy una jornalera, una ganadera, una pastora ni una mujer migrante. No estoy subordinada. Yo solo tengo un altavoz privilegiado y lo uso, pero es más importante lo que ellas tienen que contar.

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María Sánchez, autora de 'Tierra de mujeres'



¿Existe un relato ruralófobo en la literatura, el cine y los medios? Se vio en la cobertura del asesinato de Laura Luelmo, con el que se presentó al pueblo como un lugar hostil y peligroso para las mujeres. O incluso en películas como La isla mínima.

Totalmente. Encima culpabilizamos a la víctima por irse a vivir allí sola. Los relatos del terror rural han hecho mucho daño al campo y a los pueblos. ¿Por qué no se habla de terror urbano cuando los peores crímenes se dan en las ciudades? Hay un componente de condescendencia y paternalismo enorme. Es atroz que en 2019 se nos siga comparando a Los santos inocentes.

De hecho, yo voy recogiendo titulares: "Que nos quiten de la lista de los pueblos más bonitos de España, o aquí va a morir gente", cuando lo que estaban diciendo es que la situación de las carreteras era tan peligrosa que podía provocar accidentes de los turistas. "El terror rural que acabó en muerte en una aldea de Galicia llega a juicio", de El País. Otro se refería a un pastor por el crimen machista del verano pasado en Zamora como "un hombre bruto e ignorante". Ese lo han borrado. Es muy duro.

En el libro dice que no son "la España vacía". ¿Se incide demasiado en el discurso alarmista en lugar de dar voz a las medidas contra la despoblación?

¿Sabes cuál es el problema? Que siempre vemos el problema. Y no prestamos atención a esos colectivos y toda la gente que está haciendo cosas maravillosas en los pueblos. Para mí, lo más radical e innovador que se está haciendo en España ocurre en los márgenes.

Veterinarias de mi edad que están recuperando razas autóctonas de una ganadería extensiva, asociaciones como Amigos de la tierra que luchan contra las macrogranjas y están consiguiendo paralizar su crecimiento, o comunidades que pelean por los servicios básicos de su pueblo o por mantener la biodiversidad y que no se pierda la cubierta vegetal. Y todo promovido por gente joven, que llevan la cultura, los actos, el cine y los talleres a sus regiones.

Pero eso no interesa a los grandes medios, sino el relato sepulturero del "hombre que se muere solo en el pueblo" y la "España vacía". Fueron las elecciones en Andalucía y en la portada de El País pusieron una foto de un pueblo fantasma de Granada. Y estamos hablando de Andalucía, que no tiene el problema de despoblación que tiene Castilla y León. ¿De verdad era necesario ir a ese pueblo?

Aprovechando el tema de las elecciones andaluzas, hubo varias noticias de los pueblos que "despertaron" para votar a Vox. ¿Es peligroso identificar el auge de la ultraderecha como un símbolo del supuesto atraso y aislamiento rural?

Exacto, es peligroso fomentar de nuevo esa imagen. En el campo hay de todo y en las ciudades también hay gente que vota a Vox. Es muy triste lo del Ejido, que salió Vox y está lleno de mano de obra migrante que no vota y los que votan son los empresarios y dueños de invernaderos.

Para mí eso no es medio rural. Eso es plástico. Son empresas y un capitalismo brutal. La despensa de Europa me da vergüenza. En el campo habrá gente de derechas, de ultraderechas y gente de izquierdas. Es más, casi todos los pueblos de Andalucía son de izquierdas.

Se les está aupando desde los medios dando voz a ese relato. Les encanta hablar de la "protección de la vida rural" de Vox con las plataforma de la caza y la tauromaquia. Pero, ¿y todas las asociaciones que están luchando contra las macrogranjas? O, por ejemplo, el otro día salieron 10.000 personas a manifestarse contra la España vacía en Teruel. Pero eso no aparece en la primera plana de los informativos. Más nos valdría cambiar el foco y empezar a mirar otras cosas.

https://www.eldiario.es/cultura/libros/Maria-Sanchez-terror-rural-campo-urbano_0_873162974.html
 
Escritoras fantásticas (y dónde encontrarlas)
La antología «Insólitas» reivindica el papel de las narradoras españolas y latinoamericanas en la fantasía y la ciencia ficción
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David Morán@Dmoranb
Barcelona Actualizado:08/03/2019 01:02h
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Con Matis, explica la profesora e investigadora Teresa López-Pellisa, empezó todo. La «ignota y remota» primera mujer de Zeus desapareció del mapa devorada por su propio esposo (y mientras estaba embarazada de Atenea, ahí es nada) y el destino de las mujeres quedó sellado bajo un grueso y pesado manto de invisibilidad. «Todos conocemos al padre y a la hija, pero en un acto de inexplicable complicidad antropofágica hemos acabado borrando a la titánide Metis de nuestra memoria colectiva. Cosas que pasan, ¿no?», leemos ahora.

De ahí que, a la hora de escoger, seleccionar y compilar a las autoras que articulan la antologìa «Insólitas. Narradoras de lo fantástico en Latinoamérica y España» (Páginas de Espuma), López-Pellisa y el escritor Ricard Ruiz Garzón no hayan dudado en presentarlas como «Las hijas de Metis». He aquí, pues, una selección de escritoras fantásticas rescatadas de su olímpico olvido por obra y gracia del cuento.

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Cubierta de «Insólitas»- ABC
«Como su ‘madre’, las herederas de este linaje están ahí, existen, escriben y publican aunque muchos no las vean», destaca el prólogo de un volumen que, bajo el paragüas de lo insólito y sus múltiples mutaciones, reúne a 28 voces de ambos lados del Atlántico y orilladas todas hacia la fantasía, la ciencia ficción y el terror. Autoras como Cristina Fernández Cubas, Elia Barceló, Mariana Enríquez, Cecilia Eudave, Laura Gallego y Cristina Peri Rossi,entre otras, con las que López-Pellisa y Ruiz Garzón componen un retrato intergeneracional y transatlántico de «lo extraño y lo desacostumbrado».

como precursora española de la ciencia ficción (sigan el rastro de, por ejemplo, «La cabeza a componer», cuento publicado en 1894 y recuperado el año pasado en la antología «Poshumanas y distópicas») para demostrar que lo insólito femenino nunca ha hecho buenas migas con cánones académicos y tradiciones literarias hiperrealistas.

En países como Argentina y México, es cierto, las narrativas oficiales nunca han tenido demasiados remilgos a la hora de enredarse con los llamados géneros no miméticos, pero en España la voz cantante casi siempre la he llevado el realismo social, por lo que la mezcla de lo fantástico y lo femenino ha sido muchas veces el camino más rápido para que una autora desapareciese de titulares, mesas redondas y, en fin, también de las librerías.

Lo mismo ocurre con la colombiana Laura Rodríguez Leiva, la ecuatoriana Solange Rodríguez Pappe, la chilena Alicia Fenieux Campos, la boliviana Liliana Colanzi o la peruana Tanya Tynjälä, autoras que, al no existir «diálogo continental», han permanecido prácticamente inéditas por estos lares. «Al final, todo se resume en dos preguntas: por qué no se había hecho antes una antología como esta y por qué la mayoría de gente no conoce a estas autoras cuando deberían estar dentro del canon», añade Ruíz Garzón. Editor de otras recopilaciones como «Mañana será otro día» y «Riesgo», para el escritor barcelonés la aparición de un libro como «Insólitas» no hace más que añadir un nuevo eslabón a la naturalización de un género que, sostiene, ha dado «algunas de las mejores obras de la literatura universal».

Otra cosa, añaden, es que una antología como la que nos ocupa se deje acompañar de apellidos como femenina o feminista. «No porque sean autoras tiene que escribir cuentos femeninos», destaca López-Pellisa. «Son cuentos buenos por sí mismos que en ocasiones hablan de temas que tienen que ver con mujeres y en otras no. Se aborda la inmigración, la guerra, los abusos de poder, los avances tecnológicos… También hay algunos cuentos feministas, sí, pero no es una antología feminista. Son autoras invisibilizadas por el hecho de escribir fantástico, no por tratar unos temas u otros», añade Ruiz Garzón.

Tormenta de géneros
De hecho, las trabas a la hora de asomar la cabeza cultivando géneros no realistas tampoco han sido exclusivamente femeninas; así, por más que sus nombres hayan pasado a la historia inscritos al canon realista. autores como Unamuno, Valle-Inclán, Clarín o Ramón y Cajal también coquetearon con la ciencia ficción «Durante mucho años, la norma, la vara, ha sido muy estrechita, pero todo eso está saltando por los aires. Si miras las mesas de novedades ves que, de Mercè Rodoreda a Maria Aurèlia Capmany, las últimas recuperaciones son de fantástico. Literariamente parece que estemos descubriendo la sopa de ajo cuando hace tiempo que muchos autores ya lo habían hecho», destaca Ruiz Garzón.

El caso es que, insólitas e invisibles, las herederas de Matis se rebelan (y también se revelan) para desbaratar por enésima vez el canon y agruparse a partir de unos pocos criterios básicos. Esto es: estar vivas, trabajar el cuento de forma más o menos habitual y cultivar lo insólito ya sea en formato de sitcom galáctica, de perturbadora distopía preadolescente o de perla fantástica poco paseada. «Dentro de ese sesgo subversivo y transgresor hemos intentado sorprender y que no sean los cuentos más conocidos de cada autora. El de Elia Barceló, por ejemplo, prácticamente no lo habrá leído nadie», destacan.

Ahora sólo queda esperar que, como apuntan, una antología como esta deje de ser necesaria. «Esto es algo temporal, ya que llevamos años en los que todas las antologías eran nueve hombres y una mujer, nueve hombres y una mujer. Parecía que con tener a Elia Barceló en ciencia ficción y a Pilar Pedraza en terror ya era suficiente»: Y no. No lo era.
https://www.abc.es/cultura/libros/a...-donde-encontrarlas-201903080102_noticia.html
 
Pierre Lemaitre: «Las obras de ficción nunca han cambiado la historia»
El autor regresa a la Francia de entreguerras con «Los colores del incendio», continuación de la aclamada «Nos vemos allá arriba» con la que ganó el Goncourt en 2013
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David Morán@Dmoranb
Enviado especial a Arlés (Francia) Actualizado:09/03/2019 01:19h0

Pierre Lemaitre (1951) se ha vuelto a mudar y, tras instalarse en Montmartre nada más ganar el Goncourt, recibe ahora en Arlés, coqueta ciudad sureña en la que Van Gogh perdió la cabeza –y, literalmente, también la oreja– y en la que el autor parisino ha encontrado la calma necesaria para seguir reescribiendo la historia del siglo XX. «En realidad no sé hacia dónde voy; sólo que quiero seguir escribiendo novelas sobre una década y luego sobre la siguiente», relativiza ahora que, aparcado el thriller y escondido en alguna maleta el comandante Verhoeven, publica «Los colores del incendio» (Salamandra), segunda entrega de esa trilogía de entreguerras que estrenó con «Nos vemos allá arriba». Un nuevo capítulo a ese bullicioso fresco de inspiración folletinesca e incisivo espíritu decimonónico con el que, además de celebrar el poso de las narrativas populares, sigue apretándole las tuercas a la familia Péricourt y a la Francia del siglo pasado.

Así, después de seguir los pasos torcidos de Édouard Péricourt, joven pudiente que regresa del frente herido y con una fenomenal estafa en mente, Lemaitre se arranca en esta segunda novela enterrando al patriarca de la familia y sumiendo a sus herederos y allegados en un ciclón de codicia, estafas y traiciones. En el horizonte, los nubarrones del nazismo empiezan a emponzoñar un paisaje que el propio Lemaitre resume a la perfección cuando, mediada la narración, hace un alto para resituar al lector. «Le consolaba pensar que la casa había vuelto a la normalidad en la medida que eso era posible en un sitio donde convivían un niño paralítico, una enfermera que no hablaba ni jota de francés, un periodista que cobraba por no hacer nada, una señorita de compañía que había cogido de la caja más de quince mil francos y la heredera de un banco familiar que no tenía la menor idea de lo que era un umbral de asignación o un valor nominal de crédito», escribe.

Ahora que hemos llegado a la segunda entrega de la trilogía, ¿las cosas marchan según lo planeado?

En realidad, «Nos vemos allá arriba» no era el primer tomo de nada; fue mientras escribía «Los colores del incendio» que me di cuenta de que sería una trilogía, por lo que había que hacerlo de forma armónica. De hecho, lo ideal sería escribir algo que abarcara todo el siglo, desde 1920 a 2020. Cien años. Pero esto supondría escribir muchas secuelas. De momento lo que hay es una trilogía con una unidad narrativa y un título genérico, que será «Los hijos del desastre». Luego me gustaría hacer una nueva novela ambientada en los años cincuenta que, quién sabe, quizá inaugure otra trilogía.

Con «Los colores del incendio» entramos en los años treinta y vemos el protagonismo creciente de los bancos, la implantación del capitalismo tal y como lo conocemos, y una barra libre de desmanes y corruptelas políticas ¿Demasiados paralelismos con nuestro propio presente?

Todas las épocas podrían ser espejos de otras anteriores, pero sí que es cierto que aquí las resonancias resultan más numerosas. Con los años treinta, es cierto, hay muchas similitudes. Con el crack del 29 el capitalismo ya había demostrado que es un deporte de alto riesgo y, paradójicamente, en esa misma época se inventaron las cuentas bancarias anónimas. ¡Qué casualidad!

Otro paralelismo que muestra la novela es el auge de los nacionalismos, los totalitarismos y la irrupción de la extrema derecha. ¿Estamos condenados a tropezar una y otra vez con la misma piedra?

No creo que la historia sea cíclica y se repita una y otra vez. Sí que puede haber cosas conectadas, pero eso no significa que la historia no avance, ya que cambian los parámetros. Ahora, es cierto, hay un auge de los nacionalismos, pero las redes sociales cambian un poco las reglas del juego. Mira lo que pasa en Francia con los Chalecos Amarillos: es algo sin precedentes. Es la primera vez que tenemos un movimiento así que no está vinculado a un partido político ni a un sindicato.

¿Y eso es bueno o malo?

Sólo la historia dirá, pero ahora yo creo que es algo positivo. El gobierno en Francia está integrado por tecnócratas convencidos de que saben mejor que nadie qué es lo que necesita el pueblo. Uno de los ministros de Macron dijo hace poco que uno de sus problemas es que eran demasiado inteligentes, así que me parece interesante que haya un movimiento que quiera retar y rebatir al gobierno. Es un buen síntoma que el pueblo le recuerde a los dirigentes que sigue ahí.

Queda la sensación de que con esta trilogía lo que quiere decir es que no se entiende cómo estamos ahora sin contemplar lo que ocurrió en aquellos años.

Pero no sólo eso. Nuestro presente se explica a través de los años treinta, sí, pero también con la creación de la Unión Europea. Dicho esto, creo que mis libros pueden servir para explicar las razones que nos han llevado a ser lo que somos. Espero que a algunos de mis lectores eso les ayude a reflexionar sobre la situación actual. Pero, ¿sabe? Las obras de ficción nunca han cambiado la historia.

Al final de la novela habla de sus «infidelidades a la historia auténtica».

Eso tiene que ver con la responsabilidad de los escritores. Yo soy novelista, no historiador, y por definición una novela es un conjunto de mentiras, así que tienes un margen de maniobra con la historia. En este sentido, creo que la responsabilidad de un novelista con la historia debe ser más moral que histórica. Por ejemplo, sin tener en cuenta la historia yo podría escribir una novela en la que las cámaras de gas nunca hubiesen existido, una novela revisionista, pero moralmente sería totalmente opuesto a quién soy. Así que, por más que no quiera seguir la historia al dedillo y no me importe si tal modelo de coche empezó a fabricarse en 1933 o en 1934, sí que creo que la veracidad es importante. Más que la exactitud. Es por eso que mi miedo no es que alguien me venga a decir si este coche o aquel sombrero no existían, sino que un historiador me diga que la novela no refleja la mentalidad de la época.

Echando un vistazo a los personajes que circulan por «Los colores del incendio», se entiende que la mentalidad de la época tenía mucho que ver con la codicia.

Así es. En los años treinta predominaba la codicia, la prevaricación, el amañar las cuentas..

Y todo visto a través de una ironía, una acidez, que parece indispensable para acercarse a épocas históricas literariamente muy transitadas.

Es más sencillo que eso: se debe simplemente a que escribo como soy. La ironía forma parte de mi manera de ver el mundo, y mis libros tienen mis cualidades y mis defectos.

Lo que no puede negarse es que le gusta poner en aprietos a sus personajes y hacérselas pasar canutas.

Un buen personaje es alguien que sufre. ¿Qué novela podrías escribir con dos personajes que no sufren, que se aman y están siempre de acuerdo? La prueba de que me caen bien mis personajes es precisamente que sufren.

A estas alturas, reivindicar a un autor como Alejandro Dumas, como hace en «Los colores del incendio», ¿es reivindicar también el poder de esa literatura popular denostada por la academia?

Popular, sí, pero con ella gané el Goncourt, el premio más prestigioso que hay en Francia. Así que es una literatura popular, sí, pero reconocida. La han legitimado. Yo me considero un autor contemporáneo, pero al mismo tiempo creo que no hemos aprovechado del todo la literatura del siglo XIX. Se pueden escribir obras muy contemporáneas que le deben mucho a la novela decimonónica. Lo que hago es apostar por esas recetas que funcionaban entonces y aprovecharlo al máximo. Las lecciones de los maestros del siglo XIX pueden ser válidas siempre que la escritura sea contemporánea.

¿Y qué ocurre con la novela negra? ¿La ha abandonado para siempre?

No forma parte de mis proyectos ahora mismo. Tiene muchas restricciones y obligaciones y una mecánica demasiada precisa. Además, cuando has disfrutado de la libertad de escribir novelas como «Nos vemos allá arriba» es muy difícil volver al pasado. Eso sí: todo lo bueno que tienen ahora mis novelas lo aprendí de la novela policiaca. Bien pensado, no he cambiado de género, porque sigo utilizando las mismas herramientas.

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Un fotograma de la adaptación de «Nos vemos allá arriba» - ABC
Un gigante de cifras astronómicas
Pierre Lemaitre se dio a conocer con 55 años gracias a la serie de novelas protagonizada por el permanentemente enfurruñado y sorprendentemente bajito comandante Camille Verhoeven, pero sus números son, al contrario que su célebre personaje, propios de un gigante. Y todo gracias a ese premio Goncourt que le cambió la vida en 2013. Ahí están, por ejemplo, los dos millones de ejemplares de «Nos vemos allá arriba» que vendió sólo en Francia o los 100.000 que despachó la novela en España, cifras redondas que abonan un fenómeno que trasciende lo puramente literario. Es más: después de que la adaptación cinematográfica de «Nos vemos allá arriba» se llevase cinco premios César, Lemaitre repite como guionista y anda preparando ya el trasvase cinematográfico de «Los colores del incendio».
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Gérard de Nerval, el poeta más loco y romántico de París que terminó ahorcado
Una nueva antología recupera la obra de este genial escritor, que vivió siempre entre este mundo y el otro, y que fue admirado por Octavio Paz, Luis Cernuda o Ramón Gómez de la Serna
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Bruno Pardo Porto@brunopardoo
Actualizado:13/03/2019 01:54h
0 Los bohemios de Montmartre, noches de absenta y cancán

Llegó a este mundo antes que Rimbaud y Baudelaire, cuando ser maldito todavía no era una virtud literaria y las biografías no pesaban tanto como los versos, aunque en su caso todo eso ya se avecinaba, como un anuncio, como una condena. Gérard de Nerval (1808-1855) nunca trazó la frontera entre la realidad y la ficción, quizá porque siempre vivió en el territorio del sueño, donde esas palabras no tienen sentido. Desde allí, tan lejos como cerca de su París natal, por el que se paseaba con ademanes excéntricos, escribió una obra febril y fantasmagórica, propia del mito, que abrió las puertas por las que llegarían a este mundo los vientos del simbolismo y el surrealismo.

Nerval, que en realidad se apellidaba Labruine, se supo poeta desde siempre. Con dieciséis primaveras, cuando compartía clase con Théophile Gautier, otro futuro titán de las letras, publicó su primer poemario. Y solo dos años más tarde, en 1827, se embarcó en la traducción de la primera parte de «Fausto». Cuando la leyó, el mismísimo Goethe dijo que aquello era un «prodigio de estilo» y que Nerval llegaría a ser «uno de los más puros y elegantes escritores de Francia». No se equivocó, aunque le faltó añadir que también firmaría, con su sangre, una de las existencias más trágicas del siglo XIX.

Siempre escribía, pero tuvo que ganarse los panes como aprendiz de imprenta o periodista, oficios que compaginaba con su faceta creativa. En 1834 recibió una suculenta herencia de su abuela materna, pero no le duró mucho. Se gastó la mayor parte en una lujosa revista de teatro –«Le Monde dramatique»– que fue, sobre todo, un agujero negro financiero. Para entonces ya había conocido a Jenny Colon, su gran amor no correspondido, el alimento de su nostalgia, de su paraíso perdido. De su literatura. Nerval nunca se olvidaría de ella, y sus lecturas, sobre todo la de «Fausto», no hacían más que avivar una llama imaginaria. En 1841 tuvo su primera muestra de locura clínica, que capeó entrando y saliendo de distintas clínicas. Al principio le diagnosticaron una «manía aguda de probable curación», pero su segundo doctor, Émile Blanche, lo declara «incurable» y le recomienda como terapia que escriba mucho…

Baudelaire, Dumas, Balzac, Flaubert o Délacroix para experimentar con los efectos del opio y del hachís.

A su vuelta de aquella travesía, que inspiró su apasionante «Viaje a Oriente», ya tenía clara la superioridad del sueño sobre la realidad, y con esa certeza comenzó a pergeñar los sonetos que componen «Las Quimeras», una obra poblada de una mitología personalísima, de seres que no están aquí y allí, sino en su imaginación, que también es memoria, pues sus visiones eran una fuente de inspiración constante.

Estos versos, una de sus cumbres líricas, son, precisamente, los que reinan en «Las quimeras y otros poemas», una antología prologada y traducida por Pedro Gandía que acaba de publicar la editorial Visor. «Si el Romanticismo, la última gran revolución subversiva del espíritu, es una tentativa de sintetizar el mundo clásico y el mundo antiguo, Nerval, el poeta, el loco, el Cristo y el Anticristo, encarna la gran síntesis de este movimiento», afirma ahí Gandía. «Es el poeta más puro y más moderno del Romanticismo francés», añade. Por no hablar de su alargada sombra, que persiguieron, entre muchos otros, Marcel Proust, Octavio Paz o Luis Cernuda.

Pasó casi una década entre cavilaciones, odiseas, delirios y otros empeños hasta que culminó este sublime poemario. Fue en 1854, cuando su locura ya estaba desatada y los médicos hablaban de esquizofrenia y sonambulismo. Mientras tanto, él se dedicaba a trazar horóscopos y a conjurar espíritus con ritos más bien extraños. Su salud mental, al cabo, estaba muy tocada en esos años cincuenta, que sin embargo fueron muy prolíficos en lo creativo, como si encontrara luz en sus tinieblas. O monstruos y demás criaturas. «Yo he soñado en la gruta que habita la sirena», escribía en su célebre poema «El desdichado»… «Es la época en la que peor se encuentra y en la que más trabaja. La convivencia de lo imaginario con lo real, lo visible con lo invisible, con el objeto de alcanzar la realidad esencial, son sustanciales en su obra», explica el traductor en la introducción.

El 1 de enero, por fin, publica la primera parte de «Aurelia» en la «Reuve de Paris». Sería su último logro. Porque ese mes, el día 26, hacia las tres de la madrugada, Nerval se ahorcó en un callejón oscuro de la capital francesa. Tenía 46 años. El día anterior le había escrito a su tía una breve esquela que terminaba así: «No me esperes hoy, porque la noche será negra y blanca»
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Ian McEwan, el escritor bisturí: “Escribo para saber adónde voy”
Gatopardo Ediciones publica una joya: Conversaciones con Ian McEwan, que recoge el diálogo del británico con escritores como Martin Amis, Zadie Smith y David Remnick o el psicólogo Steven Pinker, entre otros.

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Ian McEwan, en una imagen de archivo, de 2013. EFE
KARINA SAINZ BORGO
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PUBLICADO12.3.2019 - 5:15

Cuando se publicó El Jardín de cemento, su primera novela, Ian McEwan (1948) ya era famoso. No cumplía aún los treinta, pero ya había publicado dos volúmenes de relatos que fulminaron a la crítica. Gozaba de ese prestigio que distingue a las jóvenes promesas de la chatarra editorial. Todo ocurrió, dice él, por azar. Martin Amis y él eran los únicos autores jóvenes en la Inglaterra de los setenta, por eso se volcaron en sus obras. Pero no es del todo cierto lo que dice escritor, quien ofrece claves importantísimas de su vida y su obra en el libro Conversaciones con Ian McEwan, complicado por el escritor y bibliotecario del Lincoln Land Commmunity College, Ryan Roberts, que trabajó codo con codo junto a McEwan para reunir catorce entrevistas en las que se condensan más de cuarenta años de trayectoria literaria.

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Gatopardo Ediciones es el sello que apostó por la traducción de esta joya. El libro está editado con rigor y precisión -esa elegancia sencilla de los que eligen los libros necesarios- . Conversaciones con Ian McEwanrecoge el diálogo del británico con escritores como Martin Amis, Zadie Smith y David Remnick o el psicólogo Steven Pinker,entre otros. El volumen, traducido por María Antonia de Miquel, supone una especie de taller no sólo literario, también intelectual y humano. Aunque en ocasiones el lector perciba estrías de de falsa modestia o egolatría en las opiniones de McEwan, la piel de este libro brilla sólo como lo hacen las cosas iluminadoras: con agudeza, humor y complejidad. Traza el recorrido vital de uno de los autores británicos contemporáneos más importantes y urgentes.

Los orígenes
En 1975, Ian McEwan irrumpió con fuerza en el panorama literario con dos recopilaciones de cuentos: Primer amor, últimos ritos- que tradujo Antonio Escohotado para Anagrama (que la publicó en 1989) y Entre las sábanas. McEwan tenía apenas 27 años, pero se adentraba con descaro en las zonas oscuras del ser humano, rasgaba tejidos con el fino bisturí que necesitan los cirujanos y los buenos narradores para abrir en canal los temas más broncos: la muerte, el incesto, el aislamiento … A aquellos relatos siguieron las novelas El jardín de cemento y El placer del viajero, cuyos temas acabaron de apuntalar la reputación de McEwan en la prensa como escritor de calidad, con una predilección por las tramas polémicas y perturbadoras. Casi diez años más tarde, en 1983, la revista Granta y el Book Marketing Council lo incluyeron entre los ‘Veinte mejores jóvenes novelistas británicos’, junto con contemporáneos suyos como Martin Amis, Salman Rushdie, Pat Barker, Wi- lliam Boyd, Kazuo Ishiguro y Julian Barnes.

McEwan nació en Aldershot, una ciudad a 60 kilómetros de Londres. Hijo de un oficial del ejército y una joven viuda que ya traía consigo dos hijos de su primer matrimonio, McEwan se mudó a vivir a Singapur, donde destinaron a su padre. De él guarda recuerdos casi fantasmagóricos, un hombre de modales bruscos, que aparecía los fines de semana y por quien llegó a sentir verdadero terror y del que, sin embargo, hizo suyas algunas de sus costumbres. “Todas las mañanas me ponía a trabajar a las nueve y media. Heredé la ética de trabajo de mi padre, quien, sin importar lo que hubiese hecho la noche anterior, se levantaba siempre a las siete de la mañana. En 48 años en el ejército no faltó ni un solo día al trabajo”.

A principios de los ochenta, McEwan sintió la necesidad de romper con el mundo claustrofóbico de sus obras anteriores. Por eso aparcó el género novela. Durante este período escribió Or Shall We Die?, acerca del peligro de la guerra nuclear, y The Plough- man’s Lunch, traducida al español como El reportero sin escrúpulos, y que dio pie a una película dirigida por Richard Eyre. Ambos libros hicieron a McEwan cambiar su percepción de la novela, y así lo explica en una de estas entrevistas, específicamente con Études britanniques contemporaines: “El placer del viajero se asomaba a un mundo algo más ancho, y cuando hube escrito un oratorio acerca del peligro de guerra nuclear y comencé Niños en el tiempo, pensé que podría encontrar alguna forma de acercar esos tempranos retablos de gran intensidad psicológica a una realidad más amplia».

Ian McEwan irrumpió con fuerza con dos recopilaciones de cuentos: uno de los Primer amor, últimos ritos, traducido por Antonio Escohotado

Tras Niños en el tiempo(1987), McEwan inició un fértil periodo de escritura en el que consiguió arrancar de forma unánime los aplausos de la crítica, a la que, por cierto, concede en este libro no pocos navajazos. Se publicaron entonces El inocente(1990), Los perros negros(1992), Amor perdurable(1997) y Ámsterdam(1998), premio Booker de ese año. A lo largo de los noventa, su reputación era destacada pero fue su novela Expiación (2001), la que lo llevó al escalón del superventas. A esa siguieron Sábado(2005), la demoledora y magnífica Chesil Beach(2007), Solar(2010), Operación dulce (2012), La ley del menor (2014) y Cáscara de nuez (2016), publicada por el sello Anagrama hace ya dos años. En ese amplio arco, McEWan pasó de la claustrofobia inicial a una obra ambiciosa, que escrudriña al mundo en sus elementos más universales: la guerra, la pérdida, las relaciones personales y la soledad que las caracteriza, pero también las psicosis contemporáneas de un mundo empeñado en destruirse.

Contarse
McEwan es un hombre interesado por el undo que lo rodea. No le basta glosarlo, desea entenderlo: hablarlo, moverlo, sacudirlo como a una caja de música a la que desea destartalarla para comprender cómo está hecha. De ahí sus innumerables conversaciones con personajes como Antony Gormley y el psicólogo Steven Pinker, o los debates con sus colegas escritores Ian Hamilton, Christopher Ricks, David Remnick, Zadie Smith o Martin Amis.Las entrevistas recogidas en este volumen le brindan a McEwan numerosas ocasiones de explicarse y de clarificar los temas esenciales de su escritura, y, en conjunto, proporcionan a los lectores una oportunidad para com- prender la complejidad de sus obras.

Tal y como escribe Ryan Roberts en el prólogo de este libro, McEwanaborda cada una de sus novelas con profunda reflexión y perspicacia y se muestra especialmente comunicativo acerca del impulso creador que desencadena sus narraciones. “Buscaba situaciones extremas, narradores trastornados, obscenidad y conmoción, e insertaba estos elementos dentro de una prosa cuidada o precisa”, dice a Adam Begley refiriéndose a sus primeros relatos. McEwan también aporta detalles acerca de sus otras obras, incluyendo su guioon de El reportero sin escrúpulos (1985), sus cuentos para niños, el oratorio Or Shall We Die? (1983) y el libreto operístico For You(2008). Su relación con lo lírico, con la propia ópera como género, delatan en él al firme picador de una piedra de la que arranca las angustias más elementales y justo por esa razón universales.

"Su relación con lo lírico, con la propia ópera como género, delatan en él al firme picador de una piedra de la que arranca las angustias más elementales"

El acto creativo ocupa un lugar destacado en estas e trevistas, en las que McEwan analiza la naturaleza íntima del proceso de escritura. En su conversación con David Lynn, McEwan afirma: “Escribo para saber adónde voy”. Y se explaya sobre este asunto cuando dice: «Considero que la escritura, la propia sustancia física de la escritura, es un acto de la imaginación. Y los mejores días, las mejores mañanas son aquellas en que alumbrar una frase es capaz de darte una sorpresa». Para él, escribir es como reír, un acto incontrolable: “un proceso que es imposible controlar del todo, y tampoco quiero hacerlo»”. Existe sin embargo, una cierta paradoja, así como McEwan considera que escribir es “un asunto privado, obsesivo”, es consciente del papel que a veces desempeñan los escritores en la sociedad.

Lo dice en una entrevista realizada en el año 2007 -ex profeso para esta recopilación- y que presta especial atención al tema. Cuando se le pregunta acerca de conceder entrevistas, McEwan responde: “Cuando dices algo en público nada es definitivo. Lo más probable es que te citen incorrectamente y luego te ataquen por algo que nunca dijiste”. Las conversaciones ponen de manifiesto varios temas comunes, entre ellos las relaciones entre hombres y mujeres, la noción de tiempo y espacio, la verdad, la sexualidad, el terror, la parte oscura de la naturaleza humana, la religión y la ciencia, la historia y las relaciones entre la escritura y la vida.

40 años, hablando
Las entrevistas se publicaron originalmente en diversos lugares (Gran Bretaña, Estados Unidos, Canadá, Francia y España), a estas s esuma una nueva entrevista realizada por Vanessa Guignery, en 2018. Juntas abarcan cuarenta años, de 1978 a 2018, un período en el que se despliegan diversas fases de la trayectoria de McEwan. En su conjunto, estas entrevistas recorren la totalidad de las obras del autor y profundizan en su interés por la música, el cine, el teatro, los cuentos para niños, la gestión de su celebridad, la política, la ciencia y, en especial, por la biología evolucionista y los asuntos medioambientales.

“Como editor, he seleccionado las entrevistas más significativas, perspicaces, cultas y de mayor alcance, y he pro- curado ofrecer una mezcla equilibrada entre las que son menos accesibles y aquellas que se citan más a menudo en los estudios literarios. Dentro de lo posible, he intentado evitar repeticiones, aunque en algunos casos el material que cubren pueda solaparse. Todas ellas conservan su formato original, y han sido sometidas únicamente a cambios editoriales menores para aumentar su claridad o conseguir una presentación uniforme”, asegura Ryan Roberts sobre este prodigioso volumen, una joya que habría que lucir en el dedo índice, por si alguna vez surgen dudas al momento de tocar un teclado. Un pedrusco bien afilado, como el bisturí de sus libros, que haga las veces de brújula... o bisturí. Abrirse en canal forma parte de la travesía para conocer la dirección hacia la que marchan nuestras vidas.
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https://www.vozpopuli.com/altavoz/cultura/ian-mcewan-escritor-bisturi-vida-obra_0_1225677852.html
 
Las siete vidas de Vicente Blasco Ibáñez
Publicado por María Jesús Espinosa de los Monteros
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Blasco Ibáñez. Imagen: Cordon.
Todos los hombres con talento tienen dos patrias: una, donde nacieron; la otra es Francia. (Vicente Blasco Ibáñez)

La biblioteca de mi abuelo se quedó huérfana demasiado pronto. José García Roda —carpintero y repartidor de periódicos, colchones y dónuts— tenía una librería ecléctica y poderosa. Allí encontrabas novelitas wéstern de Marcial Lafuente Estefanía o Silver Kane, novelazas de José María Gironella u obras maestras como Los episodios nacionales de Benito Pérez Galdós. Era un lector omnívoro y delicado. A Pepe le encantaba practicar un tipo de lectura sosegada y en horizontal. Cuando yo tenía seis años, él se despertaba a las 4 de la madrugada para repartir periódicos, colchones y dónuts. Algún fin de semana me quedaba a dormir en su casa de Gandía. Cenaba pronto con mi abuela —un amor igual de terso que el que profesaba por los libros— y se acostaba a las 21 h. A las 22 h ya debía estar durmiendo. Esa hora que transcurría entre el encame y el sueño profundo la empleaba en la lectura. Yo me asomaba por la puerta y lo veía reclinado en su cama, con las gafas en pendiente, a punto de precipitarse siempre; el gesto serio y concentrado. A veces le adivinaba un pequeño brillo, una iluminación. Yo me preguntaba qué sucedía dentro de aquellos objetos que amontonaba en la mesilla de noche para que mi abuelo sacrificara tantas horas de sueño. Dice el dramaturgo francés Pascal Rambert que entramos en las personas a través de los libros y que leemos con el pecho. Yo creo que ese señor tiene razón porque pasé mucho tiempo observando cómo mi abuelo leía.

Su biblioteca se quedó yerma el 10 de enero de 1993. Falleció con solo cincuenta y siete años cuando un cáncer feroz le devoró en pocos meses; yo apenas tenía once años. Tuvo que pasar bastante tiempo para que aquella biblioteca volviera a tocarse. Cualquiera que haya leído y amado con el pecho sabe lo difícil que es leer los libros de las personas muertas a las que tanto se ha querido. Es como entrar en ellas de nuevo, reconocer su huella, su olor, sus apuntes, sus listas improvisadas. Mi abuelo tenía letra de médico: angulosa, sofisticada. Yo intenté imitarla durante mucho tiempo pero era irrepetible. Recuerdo la mano de mi abuelo escribiendo. Tenía un pequeño bultito en el dedo corazón, provocado por algún leve accidente en su anterior trabajo de carpintero. De pequeña imaginaba que la singularidad de su letra, su misticismo, radicaba en aquella excrecencia rosácea que a mí me resultaba tan agradable.

Hace unas semanas volví a visitar la biblioteca de mi abuelo. Ahora sus libros reposan en una estantería nueva que yo misma me encargué —torpemente— de montar. En un momento dado, uno de los anaqueles de la biblioteca se venció y tres libros cayeron en una caja. Me asomé. Allí habían ido a parar, como tres tesoros en el fondo de un mar inhóspito, los tres volúmenes de la obra completa de Vicente Blasco Ibáñez, uno de los autores más misteriosos y fascinantes de España, cuya trayectoria vital —vertiginosa y sorprendente— ha pasado desapercibida para el gran público.

***

La Casa-Museo Blasco Ibáñez está situada al final de la playa de la Malvarrosa. Es el mismo enclave del chalet que en su día habitó el escritor. Ahora está rodeado de otras viviendas, pero cuando Blasco Ibáñez lo compró, era prácticamente el único en la zona, con una extraordinaria vista al mar. Hace veinte años esa casa fue inaugurada como museo. Muchos niños valencianos que hemos disfrutado los veranos en esta playa de Valencia pasamos por delante de este edificio, adornado con una imponente terraza en la que lucen unas hermosas cariátides que ejercen de pilastras con un entablamento que descansa sobre sus cabezas. A Blasco le gustaba apoyarse en ellas, en sus curvas delicadas. Puede verse al autor en algunas fotografías que se conservan en la Fundación Centro de Estudios Vicente Blasco Ibáñez, que trabaja incansablemente por velar por la obra del valenciano y difundirla. En la primera planta del edificio se encuentra uno de los enseres más entrañables del escritor: la silla desde la que contemplaba el mar. Aquel Mediterráneo fue la inspiración de muchas de sus obras. Es hermoso imaginar a Vicente sentado en aquella silla con la maciza mesa de mármol delante —en la que probablemente descansarían algunos libros, cuartillas a medio escribir, licores y puros—, observando la inmensidad del mar y la particularidad de algunos bañistas. En uno de sus paseos, tal y como explica en el prólogo de Flor de mayo, se encontró con otro ilustre valenciano:

Muchas veces, al vagar por la playa preparando mentalmente mi novela, encontré a un pintor joven —solo tenía cinco años más que yo— que laboraba a pleno sol, reproduciendo mágicamente sobre sus lienzos el oro de la luz, el color invisible del aire, el azul palpitante del Mediterráneo, la blancura transparente y sólida al mismo tiempo de las velas, la mole rubia y carnal de los grandes bueyes cortando la ola majestuosamente al tirar las barcas.

Este pintor y yo nos habíamos conocido de niños, perdiéndonos luego de vista. Venía de Italia y acababa de obtener sus primeros triunfos.

Convertido al realismo en el arte y abominando de la pintura aprendida en las escuelas, tenía por único maestro al mar valenciano, admirando fervorosamente su luminoso esplendor.

Trabajamos juntos, él en sus lienzos, yo en mi novela, teniendo enfrente el mismo modelo. Así se reanudó nuestra amistad, y fuimos hermanos, hasta que hace poco nos separó la muerte.

Era Joaquín Sorolla.

***

Vicente Blasco Ibáñez nació en la calle Jabonería Nueva (Valencia) el 29 de enero de 1867. Con solo doce años empezó a escribir. A los catorce ya tenía su primera novela. Y a los quince se marchó a Madrid escapando de su casa, con la clara intención de labrarse un porvenir. Pasó hambre y miedo; conoció a un viejo novelista llamado Manuel Fernández González y le hizo de secretario o, mejor dicho, de negro. Todo en la vida de Blasco fue rápido. Tanto como un relámpago. Seis meses después de su llegada, un policía mandado por la familia lo retuvo y mandó de vuelta a Valencia. Desde entonces creció en él un sentimiento republicano y anticlerical que le acompañaría el resto de su vida. A Blasco le hubiera gustado entrar en la Marina de guerra, pero tuvo que conformarse —como él mismo decía— con una «carrera más pacífica»: la de abogado. Se ausentó de la universidad en numerosas jornadas para ejercer la vida de joven acomodado: deambuló por la vega valenciana, se acostó a la sombra de viejas barcas mientras contemplaba el mar. En la universidad escribió un soneto en el que difamaba a todos los reyes del mundo. Le sentaron en el banquillo acusado de un delito de «lesa majestad». Al contar solo con dieciséis años decidieron absolverle. Lo cierto es que en la vida de Blasco Ibáñez las cosas se sucedían a un ritmo vertiginoso. El valenciano agotó en una sola existencia siete vidas poderosas y revolucionarias, intensas e insólitas: político, duelista, masón, novelista, viajero, periodista y guionista de Hollywood.

Blasco Ibáñez, el político

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Meeting republicano en Madrid, 1905. Fotografía: José Demaría López / Nuevo Mundo (DP).
Utilizo el tomo I de las Obras completas de Vicente Blasco Ibáñez publicadas por la editorial Aguilar en Madrid el año 1961. Son 1658 páginas de un papel tan fino como el de los cigarros que el mismo Blasco solía fumar. Mi abuelo ha anotado un número cuyo significado no logro descifrar: 19.220. Al comienzo del libro hay una nota bibliográfica que recoge algunos fragmentos de la autobiografía del propio Blasco. Después del episodio del soneto antimonárquico, Blasco se vio inmerso en un agitado ambiente valenciano. Corría el año 1889 y en la ciudad había cargas de caballería, heridos y muertos. Al marqués de Cerralbo, jefe del partido clerical, se le había ocurrido izar una bandera inglesa en su casa. Así contaba Blasco su efervescencia política en aquella Valencia vibrante:

Sentía con pasión desbordadora aquellas luchas por un ideal. Es que soy un agitador, un artista enamorado de la acción, y aquellas conspiraciones novelescas me arrebatan el ánimo. Pero me fue forzoso abandonar aquel peligroso campo de acción.

Blasco huyó a París en 1890 tras haber promovido una manifestación contra Cánovas del Castillo. En el Barrio Latino se puso a leer con fruición a Zola y Balzac. Allí, influido por la tendencia del folletín, comenzó a escribir obras por entregas. De ahí resultó Historia de la revolución española en el siglo XIX yLa araña negra, una novela «muy popular, por cierto que muy mala» —según el propio Blasco—, inspirada en El judío errante de Eugène Sue. Es una de las novelas juveniles —la escribió con veinticinco años— más conocidas del valenciano y tiene un ánimo claramente antijesuita: «El mundo está en peligro: la libertad y el progreso serán palabras vanas que representarán cosas inestables mientras siga en pie esa sombría institución». No fueron pocas las críticas que recibió por esta novela anticlerical protagonizada por unos sacerdotes jesuitas que son retratados como seres infames, perversos y ambiciosos.

Vivió como un animal político toda su vida e hizo del republicanismo su gran bandera. Su vehemencia política le hizo entrar en la cárcel más de treinta veces. Una de ellas fue en Sabadell, el lugar al que Pi y Margall le había enviado como candidato a la Diputación. Mientras paseaba por las calles de Barcelona, Blasco fue confundido con un anarquista francés por sus largos cabellos. En aquel momento se vivía en Barcelona una cierta psicosis antianarquista. Apenas unos meses antes un activista había lanzado una bomba en el teatro del Liceu. Se trataba de Santiago Salvador Franch, un anarquista que había acudido el 7 de noviembre de 1893 a ver el Guillermo Tell de Rossini. En la platea había algunas personalidades como Pío Baroja. Desde el quinto piso y durante el segundo acto apareció por la barandilla y lanzó dos bombas. Veinte personas murieron en aquel atentado.

La siguiente peripecia política de Blasco fue en el año 1895 cuando, con ocasión de la guerra de Cuba, promovió en Valencia todo tipo de manifestaciones contra el Gobierno. La ciudad se declaró en «estado de sitio» y Blasco volvió a huir. Antes de llegar a Roma —ciudad a la que escapó disfrazado de marinero y donde escribió En el país del arte— se escondió en una tienda de vinos de El Grao de Valencia donde vivía otro republicano con su madre. Allí, para matar el tiempo, escribió durante cuatro días un relato corto llamado Venganza moruna y cuyo desarrollo posterior se acabaría convirtiendo en La barraca, uno de los títulos más conocidos del autor que, sin embargo, vendió más bien poco.

Tras su estancia italiana volvió a Valencia y se vio envuelto en una nueva reyerta. Unos tipos republicanos se lanzaron a la huerta a robar algunos alimentos. La Guardia Civil los intentó detener y comenzó un tiroteo. El fiscal del caso afirmó que «en Valencia no se movía ni una hoja sin que Blasco Ibáñez lo mandase», así que por orden del general comandante del tercer Cuerpo de Ejército le encarcelaron de nuevo. Así escribía Blasco aquella literaria escena:

Dicha escena tuvo una teatralidad que no olvidaré nunca. Después de un larguísimo debate, me fue leída la sentencia, por la noche, en medio del patio, entre bayonetas y a la luz de un candil. Se había rebajado la pena a cuatro años de presidio, de los que pasé catorce meses encerrado en uno de los dos penales que tenía entonces Valencia, un convento viejo, situado en el centro de la ciudad y con capacidad para trescientos penados, si bien estaban más de mil. (…) Todos me trataban con el mayor respeto, y a uno sentenciado a muerte, le facilité la evasión.

Blasco-Danton, el masón

Cuando solo tenía veinte años, Blasco Ibáñez ingresó en un movimiento conocido como «masonería» o «francmasonería», una institución que data de finales del siglo XVII y principios del XVIII y cuyo objetivo no era otro que buscar la verdad de la existencia con un carácter fraternal e iniciático en los que dominaban los significados filantrópicos, simbólicos, filosóficos, jerárquicos y discretos —por no decir secretos—. Blasco adoptó el nombre de Danton, en homenaje al abogado y político francés Georges-Jacques Danton, que jugó un papel decisivo en la Revolución francesa. Entró en la Logia Acacia número 25 de Valencia. Allí ocupó el atril de orador, un cargo fundamental que requería unas extraordinarias dotes oratorias y un conocimiento muy minucioso de las leyes masónicas. Solo él podía, por ejemplo, suspender una reunión.

El profesor de la Universidad de Valencia, Luís M. Lázaro Lorente, escribió un artículo titulado «Blasco Ibáñez: Masonería, librepensamiento, republicanismo y educación» en el que analiza el origen de la masonería en Valencia, vinculada a un profundo anticlericalismo. Así recoge el Boletín Oficial del Arzobispado de Valencia una carta pastoral dedicada a los maestros de instrucción primaria de su diócesis en el año 1913:

La masonería es, pues, hijos amadísimos, el gran enemigo de la educación religiosa, y es difícil tomarse idea completa de su influencia fuertísima y de su radio de acción en las cuestiones de enseñanza.

Según el artículo de Lázaro, un ejemplo de la «imbricación entre republicanismo y masonería nos lo ofrece el propio líder carismático local de esa tendencia política a través de un escrito poco conocido, en el que de manera genérica aborda el problema de la educación, en un contexto de crítica generalizada a la hegemonía social del clericalismo». Poco más de un mes después de conseguir su licenciatura de Derecho y en mitad de una ceremonia de adopción masónica en Valencia, el hermano Blasco-Danton pronuncia un discurso en el que pone el foco en la mujer y el niño como dos ejes básicos sobre los que «se articula la defensa y la consolidación de una idea»:

Las ideas más trascendentales, las doctrinas que comúnmente conmueven más a la humanidad, encuentran su más fiel propagandista en la mujer, y por esto mismo el obscurantismo procura conquistarla para hacerla instrumento de sus planes.

Para Blasco-Danton el problema fundamental era que los elementos dinamizadores de un progreso social se encontraban en manos del «bárbaro ultramontanismo», es decir, en manos de un integrismo católico, según el cual, el orden eclesial, social e histórico debía estar sometido a la autoridad del papa de Roma y articularse según una jerarquía de orden divino. Ante este hecho, el catolicismo integral poseía dos medios privilegiados en los que ejercer su malvada influencia sobre la mujer y el niño: el confesionario y el colegio, respectivamente. De este modo analiza Blasco-Danton la relación de una Iglesia que hace apología de la tiranía y el obscurantismo, así como condenan la libertad, la luz y la ciencia:

(…) Los hijos de la luz trabajamos completamente solos, y la mujer, ese ser cuyas cadenas hemos roto y a la cual elevaremos a la categoría que le corresponde, nos maldice llena de horror, y el niño, cuyo cerebro pretendemos envolver en los fulgores de la luminosa antorcha de la ciencia, nos contempla lleno de miedo como si fuéramos seres malvados y sobrenaturales.

El propio Blasco tuvo cuatro hijos, fruto de su matrimonio con María Blasco del Cacho, a los que puso nombres tan rotundos como el futuro que deseaba para ellos: Mario, Libertad, Julio César y Sigfrido.

Blasco, el duelista

Blasco Ibáñez tuvo, al menos, un par de duelos fascinantes a lo largo de su vida. De los dos salió indemne. Los duelos tenían unas reglas muy específicas: cada duelista podía elegir el tipo de armas con el que retarse y a un testigo —llamado «padrino»— que debía asegurar la legalidad de los contrincantes y el cumplimiento de las normas. Los duelos estaban propiciados por alguna rivalidad grupal o, más habitualmente, por la mancha en el honor de alguien querido.

El primero de los duelos fue registrado por el diario Las Provincias en el año 1900 y se reflejaba así:

Blasco Ibáñez se ha retado a duelo con Fernández Arias, director del diario La Correspondencia Militar, por varios artículos muy ofensivos hacia Blasco. Se batieron en una quinta próxima a Madrid. El encuentro fue a pistola, y quedó Blasco levemente herido en un muslo. Esto produjo gran excitación entre sus parciales y un numeroso grupo acudió a la redacción del diario lanzando gritos y pedradas. Fernández abandonó la dirección del periódico.

El segundo de los duelos fue todavía más espectacular. En el año 1904, Blasco era diputado y en uno de sus incendiarios discursos parlamentarios arremetió contra las fuerzas del orden por haber sido zarandeando en una manifestación, y llamó «teniencillo» a uno de los allí congregados. Le retaron a duelo y solo le quedaron dos opciones si quería mantener su honor intacto: o bien retractarse públicamente, o bien batirse en duelo. Eligió esta segunda opción y se enfrentó al teniente Alestuei, un tirador certero. Se citaron en una finca con sus respectivos padrinos. Se situaron en un lugar amplio y despejado; se dieron la espalda y tras dar veinticinco pasos que fueron anunciando con solemne ritmo, se dispararon. En el primer tiro ambos fallaron. En el segundo, sin embargo, Blasco cayó al suelo con violencia. No reaccionaba. Cuando los padrinos se acercaron para certificar su muerte comprobaron no solo que estaba vivo, también que la bala había golpeado en la hebilla del cinturón y se había quedado ligada al cuero. Es cierto que las reglas dejaban bien claro que estaba prohibido llevar cinturón, pero como el padrino del teniente Alestuei no se percató, no hubo nada que hacer. Blasco salió de allí vivo y con honor.

Blasco, el novelista

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Vicente Blasco Ibáñez, 1919. Fotografía: Library of Congress.
Nunca Blasco Ibáñez ha sido considerado un gran escritor, un excelso literato. En el año 1998 se celebró en Valencia el Congreso Internacional «Vicente Blasco Ibáñez 1898-1998: la vuelta al mundo de un novelista». Allí, entre muchos invitados, se encontraban dos escritores esencialmente realistas que reflexionaron a propósito de la obra literaria de Blasco. Eran Almudena Grandes y Rafael Chirbes. La primera afirmó que Blasco Ibáñez siempre le había caído muy simpático y que, en verdad, «la gran novela de Blasco fue su vida». La escritora comenzó a leer sus libros al mismo tiempo que los de Pérez Galdós. La biblioteca de su abuelo —como la del mío— contenía hermosos tesoros a los que ella tenía acceso durante la época estival. Contaba Grandes en aquella mesa redonda que existían tres razones fundamentales por las que Blasco era un escritor olvidado. La primera era extranarrativa: Blasco escribía a «golpe de agitación». Dicho de otro modo: Blasco era un narrador poderoso pero algo descuidado. La segunda de las razones tenía que ver con esa cualidad de escritor personaje que se debatía constantemente entre la pugna de vivir o la pulsión de escribir. La tercera es que era un escritor «conflictivo e injustamente tratado por la opinión pública»; Blasco vendía mucho y Valle-Inclán nada; Valle era el buen escritor, Blasco el malo. Cuentan que Valle-Inclán, cuando supo la noticia de la muerte del escritor valenciano en el sur de Francia, profirió: «Pura publicidad»

Rafael Chirbes, por su parte, afirmó que la primera vez que leyó a Blasco tenía nueve años. La escena con la que se estrenó era una de Arroz y tartana, cuando se describe el mercado en vísperas de la Navidad. Contaba Chirbes en aquella ocasión que lo que más le interesa de Blasco es cómo reflejaba «un mundo popular que habla en valenciano y lo hace en castellano». Para el autor de Crematorio, «el mejor Blasco era el que quería contar dos mundos entre los que se forma un puente y él mismo se siente el puente». Había solo una cosa que a Chirbes le disgustaba de su obra o, mejor dicho, que no le parecía moderna: la ausencia del yo, del punto de vista. Tal vez la influencia notable de Balzac y su narrativa panorámica le restara algo de modernidad.

Tanto Chirbes como Grandes convenían que el mejor novelista era el de las novelas valencianas: Arroz y tartana, La Barraca, Cañas y barro, Flor de mayo o Entre naranjos. Ahí desplegaba Blasco toda su capacidad de observación, el gusto por el detalle y la aptitud para perfilar personajes y atmósferas del comercio valenciano, de la huerta, de los pescadores. Era habitual que para documentarse Blasco acudiera a la playa de la Malvarrosa, donde posteriormente coincidiría con Sorolla. Fue, de hecho, en el estudio del pintor, en 1905, cuando conoció a Elena Ortúzar, Chita. Ella llevaba un vestido blanco de noche y una capa roja. Esta chilena, esposa del agregado cultural de la embajada, enamoró instantáneamente a Blasco, que seguía casado con María Blasco pero cuyo distanciamiento propició este nuevo amor que nadie comprendía: una mujer ferviente católica, adinerada y afecta a los lujos; un hombre ateo y anticlerical, republicano y cercano al pueblo. Ambos vivieron esta relación mientras estaban casados y Blasco publicó un libro titulado La voluntad de vivir, que narra el amor pasional de una bella sudamericana adúltera y caprichosa con un sabio español que había sido diputado. La mujer aflige tanto al hombre que lo conduce hasta el su***dio. Cuando Chita leyó el borrador de la novela suplicó al escritor que parara la edición un día antes de su publicación; él, con sus habituales gestos excesivos, quemó la edición entera delante de su casa familiar en la Malvarrosa, formando una enorme hoguera que simbolizaba la magnitud de su amor. Afortunadamente, se salvaron algunos ejemplares y la pareja se reconcilió. Eso sí, hasta 1917, año en el que Chita enviudó, Blasco no se separó totalmente de su mujer. Fue entonces cuando ambos se fueron a vivir a su lujosa villa Fontana Rosa de Menton, en la Costa Azul francesa.

Hasta allí fue a visitarle al final de sus días el escritor catalán Josep Pla y le dedicó uno de sus míticos Homenots:

Era un hombre absolutamente rodeado de gloria, no de una gloria académica, sino popular, dilatada. Era rico, ruidoso, importante, y su nombre volaba de un continente a otro. Un hombre fabuloso, desorbitado.

Arturo Barea, por su parte, le dedicó unas hermosas palabras en su obra más conocida, La forja de un rebelde:

Hay un escritor valenciano, que se llama Blasco Ibáñez, que ha hecho todos estos libros. Un día dijo que en España no se leía porque la gente no tenía bastante dinero para comprar libros. Entonces dijo: yo voy a dar a leer a los españoles, y en la calle de Mesonero Romanos puso una tienda y empezó a hacer libros. Pero no los libros de él, sino los libros mejores que se encuentran en el mundo. Y todos valen, nuevos, treinta y cinco céntimos. La gente los compra a millares, y cuando los ha leído los vende a los puestos de libros viejos y allí los compramos los chicos y los pobres. Así yo he leído a Dickens y a Tolstói, a Dostoievski, a Dumas, a Victor Hugo, a muchos otros.

Pero no todos aceptaron su desmedida personalidad. En uno de los artículos que Andrés Trapiellodedicó a la generación del 98 en el periódico La Vanguardia se afirmaba que «se le consideró burdo, demagogo, y les molestó su personalidad sanguínea». Pero ¿cómo iban a perdonar a un colega que había vendido dos millones de ejemplares con una única novela?

Si hay que elegir un perfil de Blasco Ibáñez certero y jocoso es el que escribió su paisano Manuel Vicent en su libro Los últimos mohicanos bajo el título «El exceso como unidad de medida»:

Llevaba el cuello de la camisa vuelto por fuera a lo Byron, pero, lejos de la cojera romántica y el elegante diseño óseo del poeta inglés, el nuestro era un escritor despechugado en todos los sentidos, apaisado y sensual, que se movió siempre entre la convulsión de la política, la torrentera del periodismo de combate, el éxito literario a granel y los placeres del moro valenciano en chaqueta de pijama coronado por el cuerno de la abundancia.

Blasco y el periodismo

Blasco entendió siempre el periodismo como una herramienta para impactar en la política. El periodismo le llevaría además a la literatura por la vía más directa: la pasión por contar historias. El periodismo que practicó Blasco fue enormemente reivindicativo, sin embargo, estaba muy alejado de los actuales cánones de pluralidad e independencia. Su proyecto periodístico sería hoy tildado de populista y de enardecer a las masas.

Con solo veintitrés años funda, junto a Miquel Senent y Remigio Herrero, el semanario La Bandera Federal, un periódico de ideología republicana y federal. Allí empezaría a combatir a la Iglesia y la opulencia que la caracterizaba ya en 1892, cuando entra un nuevo arzobispo en la ciudad. El 12 de noviembre de 1894 fundaría El Pueblo, el periódico que le daría mayor relevancia, una suerte de relámpago que empezaba a iluminar un panorama, hasta entonces, dominado por un periodismo clásico y rancio. En él invirtió toda la herencia que recibió de sus padres Gaspar y Ramona, propietarios de una tienda de ultramarinos y comestibles que levantaron con la misma humildad con la que lo hicieron los zapateros, tenderos y drogueros con los que compartían calle. Con El Pueblo, Blasco competiría con los grandes diarios valencianos —El Mercantil Valenciano y Las Provincias— y se ocuparía de que la mejor prosa estuviera al servicio de los ideales políticos que defendía, es decir, para propagar su republicanismo y para criticar algunas decisiones políticas. Buena prueba de ello es la campaña que realizó en el levantamiento de Cuba con un artículo titulado «¡O van todos, ricos y pobres, o nadie!» el 11 de octubre de 1895:

Terrible es para España la guerra que sostiene en Cuba; sacrificios sobrehumanos y torrentes de sangre nos cuesta el mantener la bandera nacional en aquella isla; verdadera Barataria, a la que han ido a enriquecerse todos los Sanchos más o menos maliciosos de la restauración; pero tras tantas desdichas, también se ocultan magníficos negocios, y cabe decir imitando al latino:

¿A quién aprovecha la guerra de Cuba?

Aprovecha a los bolsistas sin conciencia, que, partidarios fanáticos de la baja, esperan con ansiedad un cataclismo nacional y hacen votos para que nuestros soldados perezcan en espantosa derrota y sean macheteados a miles para poder ellos pescar millones en el pánico que tales hecatombes producen en la Bolsa.

Estas piezas provocaron motines en la calle y su posterior ingreso en prisión durante un año. Pero todavía más: hubo una época en la que los periodistas se enfrentaban a brazo partido por realizar su oficio del modo que mejor supieron. Blasco fue víctima de un atentado perpetrado por los sorianistas y de un disparo en la pierna que efectuó un redactor del diario de la competencia en aquel duelo legendario. En una ocasión el escritor afirmó con sorna: «Los artículos de mi periódico me hicieron ir a la cárcel más de treinta veces. Un correligionario me había construido una cama de campaña en la que dormía allí. En la cárcel había una celda que consideraban, y consideraba yo, como la prolongación de mi casa». El Pueblo cerró en 1904. Blasco se cansó del periodismo, se desilusionó del oficio por un tiempo y vendió la cabecera a su amigo, el también periodista Félix Azzati.

El periodismo volvió a su vida con gran potencia en 1914, cuando se marchó a París después de una aventura colonizadora en Argentina. Aquel verano de 1914 le pilla en París y aprovecha la oportunidad para convertirse en corresponsal de guerra. Empieza a escribir artículos que tenían un componente social y político pero también antropológico o historicista. Apenas dotaba al relato de épica, solo le interesaba subrayar el dolor y la destrucción.

Nunca se han visto chocar y morir tantos hombres juntos en un terreno de operaciones tan vasto. La mitad aproximadamente del género humano está en guerra en estos momentos directa o indirectamente. De los 1700 millones de seres que constituyen la población del globo, 854 millones (entre metrópolis y colonias) se odian y gastan su dinero para exterminarse. ¿Cuándo se conoció esto en la historia?

Estas crónicas quedarían compiladas en los nueve tomos que componen la Crónica de la Guerra Europea de 1914, un libro que analiza minuciosamente el conflicto atendiendo al contexto en el que se inscribía y a los agentes que lo protagonizaron. Tan populares se hicieron que el presidente de la República francesa, Raymond Poincaré, le pidió que escribiera una novela basada en esas crónicas bélicas para levantar el ánimo de las tropas del frente aliado. Así surgió Los cuatro jinetes del Apocalipsis, su obra magna. Blasco siguió en su faceta de cronista internacional y llegó a escribir sobre la Revolución mexicana de Zapata en The New York Times. Allí llegó a comparar a los Estados Unidos «con un hombre que pasa por una tienda y solo se fija en el escaparate». Los americanos, por cierto, le adoraban.

Blasco: guionista de Hollywood

Blasco Ibáñez se inventó los best sellers y Hollywood catapultó la fama del valenciano. Llegó a vender más de dos millones de ejemplares del libro Los cuatro jinetes del apocalipsis (1916). En 1921, solo la Biblia le superaba en ventas. En 1924, la revista neoyorquina International Book Review ofreció el resultado de una votación que realizó entre sus lectores donde preguntaba cuáles eran los diez escritores más célebres del siglo XX. Blasco Ibáñez ocupó la segunda posición a solo noventa votos de H. G. Wells. Durante nueve meses protagonizó un tour literario por todo Estados Unidos. Impartió conferencias en universidades, teatros, iglesias, cines, logias masónicas… Empezó a colaborar en decenas de periódicos y la Universidad George Washington le nombró doctor honoris causa con más de seis mil personas entre el público que quisieron presenciar el acto. Se hizo inmensamente rico. Y todo estuvo provocado por una serie de libros que escribió de forma compulsiva, casi gimnástica.

Cinco fueron las adaptaciones fílmicas que le hicieron un icono mundial. La primera de ellas, Los cuatro jinetes del apocalipsis, fue llevada al cine en 1921 por Rex Ingram y estuvo protagonizada por Rodolfo Valentino, la gran estrella del cine mudo. La película recreaba lo sucedido un par de años antes en la Primera Guerra Mundial cuando dos familias, pertenecientes a los dos bandos del conflicto —la Triple Entente y las Potencias Centrales— se enfrentaron. La película rescata, quizás con más fortuna que la novela, esa sensualidad vital que desplegaba Blasco en su literatura. En 1962, el film sería adaptado nuevamente por Vincent Minnelli, con Glenn Ford de protagonista y cambiando el escenario al de la Segunda Guerra Mundial.

En 1922 llegó Sangre y arena, dirigida por Fred Niblo y, nuevamente, protagonizada por Rodolfo Valentino, que encarnaba a un torero casado con un mujer pero enamorado de otra (Lila Lee y Nita Naldi eran las coprotagonistas). La película mostraba todos los tópicos españoles que existían en torno a esta saga taurina: la plaza, las peinetas, el mantón de Manila, las llamas, el toro, la mantilla…

En 1926 llegó The Torrent, la adaptación de Monta Bell de Entre naranjos, una de sus novelas valencianas. Fue la película en la que debutó Greta Garbo en el mundo del cine. Ella interpretaba a Leonora, una campesina que se enamoraba del hijo del terrateniente. Tras ser despedida, se marcha a París y allí acaba siendo una diva de la ópera. Ese mismo año, de nuevo Rex Ingram adaptó Mare Nostrum, una novela que Blasco Ibáñez inició con una de las sentencias más enigmáticas de su obra: «Sus primeros amores fueron con una emperatriz. Él tenía diez años y la emperatriz seiscientos». Esta película estaba protagonizada por Antonio Moreno, galán de la época muda. En el año 1948 se adaptó de nuevo; fue dirigida por Rafael Gil y protagonizada por María Félix, Fernando Rey y Guillermo Marín. Esta obra de Blasco constituye su particular homenaje al mar Mediterráneo, uno de sus escenarios predilectos. Mare Nostrum tiene al capitán Ulises Ferragut como protagonista, un marino valenciano que se hace inmensamente rico y se enamora de una emperatriz griega.

En el año 1941 Sangre y arena fue adaptada de nuevo por Rouben Mamoulian con Tyrone Power, Rita Hayworth y Linda Darnell como trío de protagonistas. Este film, que para Blasco era «la epopeya de los humildes», acabó de apuntalar su éxito, convirtiéndolo en un hombre absolutamente rico. En algunas de sus cartas, Blasco Ibáñez hablaba del cine como un «negocio seguro», que «tiene la ventaja de ser muy rápido y al contado». Había otra virtud que el cine proporcionaba a Blasco y que, de algún modo, incidía en su egotismo. En una carta que envió a Martínez de la Riva escribió: «Puede uno, gracias al Cinematógrafo, ser aplaudido en la misma noche en todas las regiones del globo… esto es tentador y conseguirlo representaría la conquista más enorme y victoriosa que puede coronar una existencia».

Blasco, el viajero

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Vincente Blasco Ibáñez en Villa Fontana Rossa, 1925. Fotografía: Cordon.
Como buen cosmopolita, Blasco conservó siempre una gran vocación viajera. Su afán de ver mundo es consustancial a su capacidad para devorar libros de viajes, épicos y románticos. De esa pulsión por contar historias nacerá un tipo de escritura prolija e incandescente. Blasco viajó mucho a lo largo de su vida, pero se pueden acotar en tres los periodos más viajeros de su existencia.

El primero de ellos ya lo hemos citado al comienzo: en 1895, con solo veintiocho años, el escritor huyó de Valencia por motivos políticos y se marchó a Roma, donde escribiría En el país del arte. La mirada propia y el carácter divulgativo de algunas de sus entradas mientras paseaba por Génova, Milán, Turín, Pisa, Vaticano, Nápoles, Pompeya, Asís, Florencia o Venecia anticipaban ya una poética muy propia del viaje.

El segundo de esos periodos viajeros comenzó en 1901 cuando le invitaron a Buenos Aires a impartir unas conferencias. En aquella época, los escritores llenaban teatros para ser escuchados. En el muelle de la ciudad argentina le recibieron miles de personas que le acompañaron hasta la plaza de Mayo donde estaba ubicado su hotel: un Ritz, naturalmente. Se pasó nueve meses dando conferencias por Argentina, Paraguay y Chile. Nueve años después volvió a Argentina y allí decidió fundar dos colonias. Contrató a arroceros de Sueca, a huertanos y agricultores y los llevó a la recién fundada colonia Cervantes, muy cercana al río Negro. Quiso abrir acequias de riegos y fabricar barracas. El plan no salió muy bien, ya que el clima de la Patagonia marcaba dieciocho grados bajo cero en su invierno más crudo. Por si fuera poco, en el otro extremo del país, casi en la frontera con Paraguay, fundó otra nueva colonia llamada Nueva Valencia. ¿La razón? Él mismo la ofrecía: «El ensueño de hacerme millonario, la perspectiva de mandar en un ejército de trabajadores, de crear lugares habitables en el desierto…». La ignorancia y un cierto delirio de grandeza le jugaron malas pasadas. En 1914 y tras casi cinco años de aventura colonizadora, el cansancio de los trabajadores, la presión de los bancos y la evidente lógica derrumbaron el sueño de Blasco. Tras cinco años sin escribir una sola línea, se marchó de Argentina llamando «imbéciles» a sus ciudadanos.

El tercer y último periodo coincidió con la parte final de su vida. Se trata, sin duda, de su viaje más fascinante: la vuelta al mundo que quedó registrada en los tres volúmenes que componen La vuelta al mundo de un novelista, una obra que se publicó en 1924. En los seis meses que estuvo a bordo del buque Franconia visitó Estados Unidos, Cuba, Panamá, Hawái, Japón, Corea, Manchuria, China, Macao, Hong Kong, Filipinas, Java, Singapur, Birmania, Calcuta, India, Ceilán, Sudán, Nubia y Egipto. Este crucero nada podía envidiar a los actuales: tenía piscina, los mejores restaurantes, habitaciones lujosas y hasta una pista de squash.

En esa vuelta al mundo que disfrutó con Chita, Blasco fijaba su mirada —corrosiva y mordaz— en dos asuntos a los que recurría con cierta frecuencia: la gastronomía y las mujeres. Aquí dos ejemplos:

En Hawái la mujer se ha considerado siempre superior al hombre, tal vez porque, en los pasados tiempos de comunismo amoroso y voluptuosidad libre, se vio muy solicitada y pudo escoger y mandar.

Por amor a lo pintoresco y lo exótico, no diré la mentira enorme de que me parece agradable la cocina japonesa. Además, a los pocos segundos de estar sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, empiezo a sentir los dolores de un lento y creciente suplicio. Colocan delante de cada uno de nosotros una mesita que es, en realidad, un pequeño banco y apenas si levanta dos palmos del suelo.

A su vuelta se quedó en su villa de Fontana Rosa en la Costa Azul, delante del mar Mediterráneo que tanto amaba. Allí se dedicó a escribir, a cultivar su jardín, a disfrutar de su riqueza. También a esperar la muerte, que llegó la madrugada del 28 al 29 de enero de 1928, apenas unas horas antes de cumplir sesenta y un años. Una neumonía agravó su estado de salud y murió en una habitación de su villa, rodeado por su mujer —Elena Ortúzar—, sus hijos —Sigfrido y Mario—, su amigo y director de la editorial Prometeo —Fernando Llorca— y su fiel secretario.

Todavía realizaría Blasco un último viaje. Esta vez ya sin vida. El que le llevó de Menton a Valencia en 1933 cuando, proclamada la Segunda República Española, sus restos regresaron en el buque de la Armada española, el acorazado Jaime I. Así lo dejó escrito el propio Blasco: «Quiero descansar en el más modesto cementerio valenciano, junto al mare nostrum, que llenó de ideal mi espíritu; quiero que mi cuerpo se confunda con esta tierra de Valencia, que es el amor de todos mis amores».

En el puerto de Valencia fue recibido por trescientas mil personas, entre ellas, el presidente de la República, Niceto Alcalá-Zamora; el del Consejo de Ministros, Alejandro Lerroux y el de la Generalitat catalana, Francesc Macià. El artista valenciano Mariano Benlliure le diseñó un hermoso sarcófago. Todo cambió en 1936 con el estallido de la Guerra Civil. Los restos de Blasco fueron trasladados a un nicho provisional en el cementerio municipal de Valencia por miedo a que el cuerpo fuera profanado. Ahí sigue todavía hoy, en el nicho 93 de la sección 3.ª del cementerio civil de Valencia, protegido por una lápida gris oscuro en la que solo sobresale su nombre con letras blancas. Un lugar ciertamente anodino para la magnanimidad de su vida.

***

He tenido la fortuna de leer a Vicente Blasco Ibáñez gracias al legado secreto de mi abuelo. Conocí durante poco tiempo a José García Roda, pero estoy unida a él a través de los libros que hemos ido compartiendo durante algunos años. Todos encierran historias que van más allá de lo que cuentan. Esta de Blasco Ibáñez es solo una de ellas.

Es curioso el modo en el que la literatura nos elige. Pepe lleva más de veinte años muerto y sigue siendo el tipo que mejores libros me recomienda.

Antes de devolver los libros a su lugar, le muestro a mi abuela ese número enigmático —19.220— que Pepe escribió en la primera página del tomo I de las Obras completas de Blasco. Ella se pone las gafas, se queda pensando y dice: «Ah, sí, eran las pesetas que nos quedaban en el banco cuando los compró. Ni siquiera en nuestros peores momentos económicos dejó de comprar libros».
https://www.jotdown.es/2018/09/las-siete-vidas-de-vicente-blasco-ibanez/
 
Julian Barnes: «Se supone que los ingleses somos racionales, pero a veces se nos va la cabeza»
El escritor inglés visita el festival Kosmopolis para presentar su última novela, «La única historia», y pasar revista a la «aberración» del Brexit
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David Morán@Dmoranb
Barcelona
Actualizado:22/03/2019 01:59h

Luce Julian Barnes (Leicester, 1943), atildado gentleman de la literatura inglesa y soberbio estilista con pinta de acabar de salir haciendo cabriolas de una novela de P. G. Wodehouse, un pequeño pin que, dorado sobre azul, reproduce en la solapa de su chaqueta esa bandera europea a la que su país ha decidido dar la espalda. «Con la que está cayendo en Londres, es un alivio estar aquí», asegura el autor de «El sentido de un final».

Ese aquí nos traslada al Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), hasta donde Barnes ha viajado para participar en el festival literario Kosmopolis y presentar la primorosa «La única historia», novela con la que la colección Panorama de Narrativas de Anagrama llega a su referencia número 1.000 y Barnes, a su vez, a otra de sus cimas literarias. Un cóctel de amor, pasion, memoria, violencia, melancolía, insatisfacción y partidos de tenis concentrado en poco más de 200 páginas. ¿Quién da más?

«Londres no existe ahora mismo», insiste Barnes con la vana esperanza de, nunca mejor dicho, haber venido a hablar de su libro. Pero no. Ahí está Londres y también ahí están los nubarrones de ese Brexit que amenaza con emponzoñarlo todo. «Reino Unido es el país de Shakespeare y de Churchill, sí, pero también de los Monty Python y de “Alicia en el país de las maravillas”. Se supone que somos un país racional, pero a veces se nos va la cabeza», desliza un autor que, añade, siempre se ha sentido «muy europeo y muy inglés». No británico, puntualiza, ya que «eso nos llevaría al concepto de imperio», sino inglés. Y, claro, europeo.

de las letras inglesas que el editor Jorge Herralde alineó en los ochenta, se muestre especialmente disgustado con los dirigentes políticos que han propiciado el su***dio comunitario de Reino Unido. «La idea de Europa ha sido más práctica que idealista: nunca se ha hablado de un marco emocional o moral, sólo de las ventajas económicas. Ningún primer ministro, ni siquiera Edward Heath, que parecía tener una perspectiva muy clara después de la Segunda Guerra Mundial, ha tenido el valor de decir que el proyecto europeo era algo extraño, fantástico y necesario. Cuando oiga a un primer ministro que hable así, entenderé que ha regresado la normalidad», asegura. De momento, sin embargo, reina el caos y el desconcierto. El horror, que diría Kurt. «Lo que está sucediendo es una aberración; no es normal», subraya.

Contar la verdad
Ante semejante panorama, se diría que la voz de los creadores cobra especial relevancia, algo que Barnes no acaba de ver tan claro. «El trabajo del escritor es contar la verdad y describir la vida de la forma más precisa posible. Y si escribes ficción, hacerlo de una manera proporcionada y hermosa para que tenga impacto emocional en el lector. A partir de ahí, todo depende de tu temperamento. Yo, por ejemplo, tengo un efecto indirecto, ya que no hago discursos sobre el estado de la nación», explica.

Lo que sí hace, sobra decirlo, es firmar obras de alto impacto como «La única historia», novela en la que uno entra silbando el «Mrs. Robinson» de Simon & Garfunkel y de la que sale con el ánimo por los suelos y sollozando a coro con Paul y Susan, protagonistas de un romance aparentemente poco convencional. Una historia iniciática marcada por la diferencia de edad (él suma 19 años; ella, 49) y por el envoltorio de una década prodigiosa que la memoria ha acabado idealizando en exceso. «Soy lo suficientemente viejo como para recordar que la mayoría de la gente no experimentó los sesenta hasta la década de los setenta. Fue entonces cuando llegaron la revolución sexual, las drogas y el rock and roll. Así que lo que experimentamos en realidad durante los sesenta fueron los cincuenta», sostiene

Será que, después de todo, al autor de «El loro de Flaubert» no le falta razón cuando asegura que, con el tiempo, «la memoria tiene que ver más con la imaginación que con la observación». «Al principio, creemos que nuestra memoria es algo sólido, pero a medida que te haces mayor ves que es algo muy maleable, que depende mucho de las circunstancias», explica. Eso sí, recordar, del modo que sea, sigue siendo algo esencial. «Creo que si pierdes la memoria, pierdes parte de la identidad».

«And here’s to you, Mrs. Robinson...»
A Barnes, como a cualquier escritor, le gusta pensar que si se pone manos a la obra es para «hacer algo único, original» . «Y no sólo único respecto a mis otros libros, sino también respecto a la historia de la literatura europea», añade con sorna. De ahí que no esconda que mientras escribía «La única historia» ni siquiera reparó en «El graduado», libro de Charles Webb (y posterior película de Mike Nichols) con el que su novela se emparenta por la vía de la relación entre mujer madura y joven veinteañero. «El caso es que tanto el libro como la película me gustan, pero en mi novela, y a pesar de la diferencia de edad, los dos personajes están en un plano de igualdad y su experiencia es similar», relata. Ni rastro, pues, de la mujer «sofisticada y madura que le abre las puertas del mundo» al joven. «Además -añade-. al final de “El graduado” Dustin Hoffman se casa con Katharine Ross, ¿verdad? Pues no es como mi novela». Ni, según parece, tampoco como su vida. ¿O sí? «¿Autobiográfico? Tendrá que esperar hasta mi biografía póstuma», bromea.
https://www.abc.es/cultura/libros/a...s-pero-veces-cabeza-201903220159_noticia.html
 
Emilia Pardo Bazán, la primera española que plantó cara
Ahora que una biografía ha devuelto a la actualidad a tan insigne personaje, ABC Cultural propone un juego literario: la periodista y escritora Inés Martín Rodrigo se mete en la piel de la autora gallega, a la que da voz en sus últimos días
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Inés Martín Rodrigo@imartinrodrigo
Actualizado:24/03/2019 01:10h

Si escribo esto es por mi hija Carmen. No quiero que sean unas memorias. No tendría tiempo de completarlas, y nunca me gustaron los trabajos a medio hacer. Aunque mi familia, confabulada con los pocos amigos que ya me quedan, intenta ocultármelo, sé que no me queda mucho tiempo. Habré sido muchas cosas -cabezota, impertinente, vehemente, obstinada y hasta un poco metomentodo-, pero tonta nunca. Esta maldita diabetes, a la que tan poca atención he prestado pese a las recomendaciones de los médicos, me tiene postrada en la cama. En unos días, sólo seré carne y huesos. Quedará para la posteridad el recuerdo de mis palabras, pero como a esas normalmente se las lleva el tiempo, sobre todo si quien las dijo fue una mujer, es mejor atender a lo escrito, y de eso tengo afortunadamente en abundacia.

Es posible que estas líneas sean las últimas que redacto y no es mi intención sentar cátedra sobre mi vida. Es cierto: hice lo que quise y cuando quise; lo que me dio la real gana, en resumidas cuentas. Y quizás por eso puedo afirmar, con rotundidad, que he tenido una vida feliz. No sin sobresaltos ni pesares, pero feliz en lo mínimo y básico, que es la satisfacción de haber cumplido con mis propios deseos, y no con los del resto. Por eso no quiero que este texto caiga en saco roto, destino que le esperaría de llegar a manos inadecuadas, sobre todo si lo pescara alguno de mis colegas literatos. El pobre Valera, que Dios le tenga en su gloria, ya no lo catará, pero iguales que él «haberlos haylos», como mis meigas queridas. Y como fue idea de Carmen, para entretenerme sin hacer un esfuerzo demasiado sesudo en las muchas horas tumbada que me esperan en los días venideros, quiero que sea ella la albacea de mis últimas palabras. Sólo así podrán ser leídas dentro de veinte, treinta, cuarenta, cincuenta años, un siglo o quién sabe cuánto tiempo más por las muchachas de la época que corresponda. A las de finales de este siglo me las imagino como mujeres liberadas, con una educación sólida, disfrutando de la igualdad por la que tantas como yo luchamos antes que ellas. Así quiero que me recuerden: como una luchadora infatigable, una feminista sin complejos que hizo de su capa un sayo en tiempos en los que las jóvenes sólo podíamos llevar vestidos intelectuales remendados por los hombres.

Conciencia
Ellas, como ustedes, se preguntarán de dónde viene esa conciencia mía tan feminista, cuando en la sociedad que me vio nacer, crecer y formarme -no sin esfuerzo, pues las mujeres teníamos vetado el acceso a la universidad- era un término que ni existía, y los pocos que lo usaban lo hacían con ánimo tergiversador. El caso es que yo tuve la suerte, para desgracia de mis futuros oponentes, todos hombres, de nacer en una casa instruida. Fui una privilegiada, no lo voy a negar. Nací un soleado 16 de septiembre de 1851 en La Coruña -en mis novelas, «Marineda»- y fui la hija única de un matrimonio feliz, en el fondo y en la superficie, formado por José Pardo Bazán y Mosquera y Amalia de la Rúa Figueroa y Somoza. Fue mi padre el que me inculcó que la igualdad es un derecho, no una quimera, y que tanto los hombres como las mujeres tenemos la obligación de luchar por él. Años después, al leer las páginas de «La esclavitud de la mujer», deJohn Stuart Mill, vinieron a mí, con dolorosa alegría, reminiscencias de los razonamientos oídos en casa en mi juventud y que, ya en la madurez, se convirtieron en apasionados diálogos con mi padre.

Francisco Giner de los Ríos.Fueron años consagrados al estudio de Kant, Descartes, Platón, Aristóteles, Santo Tomás... Mientras mi amiga y paisana Concepción Arenal no dudaba en disfrazarse de hombre para poder asistir a la universidad, yo siempre me resistí a renunciar a mi identidad y opté por ser autodidacta; por lo visto, no me equivoqué.

Jugoso titular
En aquella época empecé a ser conocida -el reconocimiento me costaría años y mucho sufrimiento- como escritora gracias a un concursillo que se celebró en Orense para celebrar el centenario de mi idolatrado Feijoo. Pocos hubo y aún menos habrá de haber tan ilustrados como el benedictino. De él aprendí todo lo bueno que luego procuré trasladar a mi obra. Dicen que fui la introductora en España del naturalismo, pero a mí eso me parecen palabras mayores. De esa aseveración, convertida en jugoso titular por la prensa de la época, me quedo con el recuerdo de haber conocido a Émile Zola, quien tuvo a bien recibirme en París para contarme lo divino y humano de una corriente literaria a la que muchos entonces en España confundían con una rama de la biología. Yo lo que tenía claro es que las novelas romanticuchas me aburrían, y prefería el realismo: contar las verdades del barquero, aunque dolieran.

Y eso hice en todas mis novelas -pensarán que mi preferida, porque recibí numerosos parabienes, es «Los pazos de Ulloa», pero ahora le tengo más estima a «La sirena negra», será cosa de la proximidad de la muerte-, cuentos, obras de teatro, ensayos, artículos -de estos perdí la cuenta hace tiempo, pero serán, sin duda, cerca de dos mil-... Me doy cuenta de lo prolífica que he sido y siento un cierto vértigo. La crítica, y los críticos, a veces tienden a ensañarse con quien mucho y bien hace.

Inquietudes
Mi abuela y mi madre me llamaban «culiño de mal asiento», y no les faltaba razón. Repartiendo mi tiempo entre Meirás y Madrid, sin parar de viajar al extranjero y ya con mis tres hijos a cuestas, usé toda la herencia que me dejó mi padre para fundar la revista «Nuevo Teatro Crítico», una publicación mensual de unas cien páginas que yo misma escribía, corregía y editaba. Un año después, puse en marcha la Biblioteca de la Mujer, con títulos eminentemente feministas, y al poco tiempo la Sociedad del Folclore Gallego.

Concepción Arenal se disfrazaba de hombre para ir a la universidad, pero yo fui autodidacta
Con tanto trajín, me di cuenta de que no estaba hecha para la vida tradicional de perfecta casada, dispuesta a esperar en casa, sin desesperar, a su marido con la comida y las pantuflas calientes. Acordé con José, siempre comprensivo y también compasivo, una separación amistosa que, por supuesto, nunca se hizo pública. De puertas afuera, seguíamos siendo felices y comiendo perdices pero de puertas adentro, cada uno se acostaba en su casa y compartía su cama con quien quería. Yo lo hice, durante largo tiempo, con Benito; ustedes le conocerán por sus apellidos: Pérez Galdós.

Ha llegado la hora de confesarlo, porque son tantas las cartas escritascon apasionado sentimiento que si algún día salen a la luz será un escándalo. Prefiero ahorrarme el escarnio, porque para la opinión pública siempre seré yo la fulanilla que perdió las bragas en un carruaje en el que nos achuchábamos en pleno centro de Madrid (sería a la altura de la Castellana, según creo recordar) y le engañó con José (para ustedes, Lázaro Galdiano), en una infidelidad que no debía perdonar, y no perdonó. A Benito le amé mucho, más que a mi marido -y que a algunos otros, entre ellos Narcís Oller-, pero no tanto como para renunciar a mi libertad. Sin depender de nadie, he logrado ser presidenta de la sección de Literatura del Ateneo de Madrid -dicen las buenas lenguas que mis conferencias sobre literatura contemporánea eran las que más público concregaban-.

A Benito le amé mucho, pero no tanto como para renunciar a mi libertad
En los últimos años, el Rey Alfonso XIII me otorgó el título de condesa de Pardo Bazán y me nombró consejera de Instrucción Pública. Pero de lo que más orgullosa me siento es de haber sido catedrática de Literatura Contemporánea de Lenguas Neolatinas en la Universidad Central. Fueron muchas las voces masculinas que, con inquina, se alzaron contra mi nombramiento. Mis clases no eran obligatorias y aunque al principio acudieron muchos alumnos, poco a poco fueron ausentándose, influidos por la presión académica, hasta que me quedé sola, literalmente. El bedel de la universidad -de cuyo nombre no es que no quiera acordarme, es que simplemente no lo recuerdo-, un señor mayor de planta gallarda y más educado que muchos de los profesores que le miraban con desdén, se apiadó de mí y decidió asistir a todas mis clases para evitar la vergüenza nacional que supondría la desaparición de una asignatura por falta de alumnos. Cuando él murió, unos meses después, me obligaron a abandonar la universidad y la cátedra quedó extinta.

Pero aquello no me dolió tanto como el desprecio de la Real Academia Española. Después de haber propuesto a mi querida Concepción Arenal y a Gertrudis de Avellaneda, que fueron rechazadas, yo misma intenté entrar hasta en tres ocasiones, la última en 1912. Pero me topé con la incomprensión de los académicos, temerosos de que les empezáramos a mover las sillas a las que dan nombre las letras, mayúsculas y minúsculas. Estoy convencida de que algún día las mujeres nos sentaremos en ellas por derecho propio, aunque yo no haya podido vivir para verlo.

Ya es tarde. No haber recordado el nombre del bedel me alerta de la oscuridad que está por llegar. No soy supersticiosa ni temerosa y siempre me gustó la fantasía, así que por qué no echar mano del género una última vez para pronosticar la fecha de mi muerte -hasta en eso pretendo salirme con la mía-: el 12 de mayo. Y no se olviden del epitafio: «Aquí yace Emilia Pardo Bazán, escritora, madre, pionera y feminista».
https://www.abc.es/cultura/cultural...spanola-planto-cara-201903240110_noticia.html
 
Matilde Asensi novela el misterio de un Van Gogh desaparecido
Tras cuatro años de silencio editorial, la escritora presenta en Madrid su nueva novela, «Sakura»
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@abc_cultura
Madrid
Actualizado:25/03/2019 01:22h

Tras cuatro años de silencio editorial, la escritora Matilde Asensi(Alicante, 1962) celebra sus dos décadas en la literatura con «Sakura» (La esfera de los libros), una novela que arranca con la misteriosa muerte de un coleccionista de arte japonés. Tras su fallecimiento, desaparece uno de los cuadros más reconocidos de Van Gogh, comprado por él en una subasta por 82,5 millones de dólares.

La idea, según explica Asensi a Efe, surge tras leer «Subastador. Aventuras en el mercado del arte» (Turner), de Simon de Pury, donde se cuenta cómo el millonario Ryoei Saito hizo que, tras su fallecimiento, fuera incinerado con él «Retrato del doctor Gachet».

Desde la muerte del millonario, en 1996, no se había vuelto a saber nada de la obra de arte. Un misterio que en la obra de Asensi se empieza a investigar desde la galería Père Tanguy en París. Esta búsqueda llevará a cinco desconocidos a emprender una aventura que cambiará sus vidas.

Comienzos


Asensi recuerda cómo hace justo veinte años la editora Carmen Fernández de Blas contactó con ella y apostó por la publicación de «Iacobus», un libro ambientado en las cruzadas del que se vendieron miles de ejemplares. «Fue toda una sorpresa –explica la escritora–, porque las críticas no eran buenas, ya que era una novela histórica de aventuras y leer novela de género estaba mal visto».

A partir de ahí, «las cifras han ido “in crescendo”», reconoce Asensi, que tiene más de 20 millones de lectores en los 15 idiomas a los que ha sido traducida. «Da vértigo, es como tener un país lleno de lectores. Te encoge el estómago, pero no tengo ninguna queja: es toda una satisfacción».

Asensi, que fue periodista y funcionaria antes de consagrarse como novelista, reconoce que tuvo que aprender a escribir novelas. «Recuperé aquel viejo sueño de escribir, pero el periodismo me dio el instinto para identificar las historias», subraya. Del género histórico y de aventuras, en el que ha enmarcado todas sus novelas, la autora destaca la versatilidad temática: «Aprendo mucho con cada novela, cosas muy distintas, y creo que mis lectores también».

Sobre sus proyectos futuros, Asensi cuenta que ya tiene «embriones de novelas sobre los que investigar», y con los que empezará a trabajar en cuanto termine la promoción de «Sakura», que presenta hoy en Madrid en un encuentro con sus lectores
https://www.abc.es/cultura/libros/a...o-gogh-desaparecido-201903250122_noticia.html
 
¿Quién quiere quemar un libro? Lecciones del incendio con un millón de "pérdidas" del que nadie habló

Creación cultural

En La biblioteca en llamas, la investigadora Susan Orlean rescata el mayor incendio de estas características de EEUU que quedó eclipsado por el desastre de Chernóbil y en el que se perdieron un millón de ejemplares

Con una mezcla de whodunit y true crime, Orlean analiza el porqué estos centros de saber se han convertido en objetivo en guerra desde los inicios de la humanidad

Mónica Zas Marcos
27/03/2019 - 22:29h
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Imagen de archivo del incendio de la biblioteca de Los Angeles BORIS YARO / LOS ANGELES TIMES

El club de los bibliotecarios muertos
Hace unos años, la escritora Susan Orlean se subió al cerro más alto de Los Ángeles dispuesta a incinerar un ejemplar de Farenheit 451, de Ray Bradbury. La elección no fue fácil, pero tampoco casual, porque al fin y al cabo era una novela que trataba sobre el aterrador poder de quemar libros. Orlean quería experimentar lo mismo que la persona que hizo arder la biblioteca pública de Los Ángeles el 29 de abril de 1986 y provocó el mayor incendio de estas características de la historia de EEUU.

Lo que iba a ser un procedimiento sencillo y aséptico para su investigación, terminó por remitirle a tiempos en los que los nazis prendían fuego a montones de Torás y le resultó repulsivo. Tanto, que estuvo a punto de cancelar su pequeño acto vandálico y regresar colina abajo con los diez cubos de agua que había preparado para sofocar la pira. No obstante, lo primero que aprendió es que no los necesitaba para nada.

"Fue tan rápido que me dio la impresión de que había explotado. El libro estaba allí y, en un abrir y cerrar de ojos, había desaparecido", escribe Orelan en La biblioteca en llamas, su último ensayo. Describe la sensación como una extraña euforia inicial que desembocó en un sentimiento espeluznante de aniquilación, "de constatación de lo rápido que se puede hacer desaparecer algo preñado de historias".

Después vino una desazón extraña porque "sabía perfectamente que no era el único ejemplar", nos cuenta la también periodista del New Yorker y The New York Times. La autora de bestsellers como El ladrón de Orquideas acaba de pasar por el ciclo Kosmopolis, celebrado en el CCCB de Barcelona, y se encuentra de gira por España para promocionar el libro.

Para ella fue como traicionar a uno de sus recuerdos favoritos de la infancia, cuando acompañaba a su madre a la biblioteca de Ohio y ambas se repartían los ejemplares para leerlos en orden de la fecha de entrega. También por eso sintió la necesidad de investigar un incendio que ocurrió hace casi treinta años, que se llevó por delante un millón de libros en la ciudad de Los Ángeles y del que casi nadie habló.



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Tras haber prometido retirarse de la literatura, Susan Orlean publica La biblioteca en llamas (Temas de Hoy) como colofón a seis años de entrevistas y persecución de un true crime sin salida.

"Ha sido una historia muy emocional para mí, y creo que si la hubiera mirado solo desde los ojos de una periodista y restándole esa emoción, el resultado habría sido muy distinto", confiesa transmitiendo ese entusiasmo con sus dos ojos azules. "También fue una forma de rendirle homenaje a mi madre, quien al fin y al cabo me transmitió el interés por ellas", continúa.

Cuando tuvo lugar el incendio de Los Ángeles, Orlean vivía en Nueva York y el suceso apenas recibió atención mediática desde la gran manzana. No es de extrañar, ya que la central nuclear de Chernóbil había estallado un día antes y el país estaba tiritando ante la brutal caída del mercado de valores. Además no hubo víctimas, por lo que fue relegado directamente a la página 42 de la mayoría de las cabeceras.

"No podía entender cómo no había tenido noticia de un acontecimiento de semejante magnitud, especialmente de algo relacionado con libros", cuenta. No fue como si un cigarrillo hubiese prendido un contenedor: las columnas de humo encapotaron el cielo durante casi ocho horas, se alcanzaron temperaturas de mil grados centígrados, acudieron casi todos los bomberos de la ciudad de los que 50 resultaron heridos y se perdió un millón de ejemplares entre los calcinados y los deteriorados.

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Susan Orlean, autora de 'La biblioteca en llamas'



"La cantidad de ejemplares destruidos o estropeados es igual al número total de libros de quince bibliotecas normales", escribe Orlean. Y, aunque esas no hubieran sido cifras suficientes para captar la atención del país, las económicas no se quedan atrás: fueron necesarios catorce millones de dólares para reemplazar los libros perdidos sin incluir el gasto del reabastecimiento de la biblioteca.

Pero ni siquiera aquello competía con el hecho de que el personal, la policía y los bomberos creían que el incendio había sido provocado. ¿El culpable? Harry Peak.

La quema como venganza política
Desde el primer momento Susan Orlean se encandiló de la historia de Peak, un guaperas de Palm Springs que se mudó a Los Ángeles convencido de que estaba llamado a ser el próximo James Dean. Frente a su familia era uno más entre lo más granado de Hollywood, pero en las lindes del paseo de la fama nadie reparó en su presencia. Según su hermana era un mentiroso compulsivo y un fantasma total, por eso confesó ante sus amigos que él había iniciado el incendio de la biblioteca.

Peak, su larga cabellera rubia y su personalidad cambiante se convirtieron en los principales protagonistas de un true crime para Orlean. Durante meses fue el único señalado por las autoridades, pero finalmente fue absuelto. "Al principio pensaba que necesitaba sacar una conclusión sobre el quién lo hizo y sobre Harry Peak. Y luego pensé que no sabía la respuesta, que nadie la sabía y era una locura pensar que yo podía resolver el misterio", admite sin frustración.

La historia que escondían las cenizas era demasiado jugosa como para dejarla escapar. Pero, tras hacer cientos de entrevistas y una revisión exhaustiva de los documentos, también ella tuvo que admitir que los hilos rojos no mostraban un final absoluto sobre el tablero. Sin embargo, quitándose el traje de investigadora, Orlean cree que sí lo hizo: "Pero no fue algo planeado a conciencia, más bien un impulso estúpido de los que le solían caracterizar y que acabó muy mal".

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Las bibliotecas en llamas



Aunque no le regaló un final de novela policíaca, lo que sí le debe a Peak es el resto de la tesis de su libro. ¿Qué puede llevar a alguien querer reducir a cenizas un libro, o peor, una biblioteca entera? "La idea de destruir un sitio así parece inverosímil y ofensivo. Pero el hecho de que sean tan importantes para nosotros las convierten un blanco por muchos motivos", analiza la escritora.

Desde el asalto final a la biblioteca de Alejandría en el año 640 hasta las Feuersprüche celebradas por los nazis, la quema de libros ha sido un acto de venganza política y un objetivo en guerra. En las últimas, una festividad nazi traducida literalmente como "el hechizo del fuego", las obras incluidas eran las firmadas por judíos o autores de izquierdas.

"Destruyeron unos cien millones de libros en los doce años que estuvieron en el poder y, junto a los bombardeos, La Segunda Guerra Mundial fue el periodo más oscuro para los libros y las bibliotecas de la humanidad", explica Orlean, quien con apenas un poco de investigación vio refrendado su argumento de que las bibliotecas y librerías son mucho más que museos de libros; son centros peligrosos que incitan al pensamiento. Y el pensamiento crítico asusta al poder.

Lo más importante del incendio de Los Ángeles no fue encontrar al culpable, sino el esfuerzo de centenares de trabajadores arrimando el hombro al mismo tiempo para recuperar el legado perdido, organizarlo y volverlo a ofrecer.

En Senegal, cuando alguien muere, se dice de forma poética que su biblioteca ha ardido. "La consciencia de cada individuo es un recuento de recuerdos que hemos catalogado y almacenado en nuestro interior, la biblioteca privada de la vida que hemos vivido". Y esa fue la lección más importante de aquel 28 de abril de 1986.
https://www.eldiario.es/cultura/libros/quiere-quemar-Lecciones-incendio-perdidas_0_881912792.html
 
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