Esa lengua que se llevaron las golondrinas

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Esa lengua que se llevaron las golondrinas
Publicado por Karlos Zurutuza

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Vista de Burgui y su puente, valle del Roncal, Navarra. Fotografía: Javiergomezvet (CC).
Nain din sin cona ichasoaren ecustra? Anisco andia da, tia Juana.

Julián Gayarre en una carta a su tía Juana, 1884.

Era capaz de ejecutar el re bemol en Lucia di Lammermoor, e incluso el do sostenido que exigía Il trovatore; triunfaba en alemán con Lohengrin de Wagner, o en italiano con L’elisir d’amore de Donizetti. Por si fuera poco, Julián Gayarre era capaz de contarle todo aquello a su tía Juana, y mucho más, en unas cartas que escribía en roncalés. Sepan ustedes que el tenor navarro pensaba en una variante arcaica y ya extinta del euskera.

Dejen de leer si buscan algo que no se haya contado sobre su prodigiosa voz; en realidad se ha hablado siempre de oídas, porque no existe grabación alguna. La fatalidad quiso que Gayarre muriera prematuramente en 1890, justo antes de que se popularizaran las primeras grabaciones de voz en fonógrafo. Merece la pena visitar su casa solariega en la localidad pirenaica de Roncal (Erronkari en euskera). Los horarios son algo erráticos y entre semana cierra, pero se puede dar con Marta Zazu, la encargada, en el restaurante familiar que regenta a la entrada de este pueblo de casi doscientos habitantes. Si no, pregunten por el laberinto de calles de piedra que lleva hasta la casa de Gayarre. Allí, entre una mesa de billar, un carruaje, su laringe conservada en formol (han leído bien) y sus muchísimos premios y obsequios recibidos a lo largo de una brillante carrera, están las cartas que el tenor enviaba a su tía Juana. Pueden pasar desapercibidas entre tanto kitsch decimonónico, pero su valor ha resultado incalculable para saber cómo respiraba una lengua vasca cuya última hablante murió en 1991. Se llamaba Fidela Bernat.

Antes de meternos en harina, y por si se han quedado noqueados con lo de esa laringe mostrándose impúdica a los visitantes, hay que decir que todavía quedan roncaleses que achacan los prodigios de Gayarre a que este tuviera dos órganos fónicos: uno masculino y otro femenino. El jarro de agua fría para los amantes de tan fantástica teoría llegó en 2010, cuando un estudio del Hospital de Navarra concluyó que el secreto de su voz se debía a una malformación congénita. Por lo visto, estamos ante una laringe «asimétrica», y que presenta unas cuerdas vocales más largas de lo normal.

Necesitamos un segundo inciso para recordar que Gayarre comenzó a ganarse la vida como pastor de ovejas a los trece años hasta que, dos años más tarde, su padre decide mandarlo a Pamplona, donde trabajará como dependiente en una mercería. A mediados del xix, la capital navarra era el centro del mundo para un roncalés, y este en concreto comienza su carrera musical en el Orfeón Pamplonés. Aquella será la plataforma desde la que encadenará las becas y los premios que le llevaron a consagrarse como Primer Tenor del Mundo en La Scala de Milán en 1876.

Nos gusta imaginar que, de jovencito, apartaría su rebaño del camino para dejar paso al carruaje del príncipe Louis Lucien Bonaparte durante alguna de las cinco visitas que el sobrino de Napoleón hizo a tierras vascas. Completamente ajeno al boato cortesano que le otorgaba su cuna, el bueno de Louis dedicó su vida a algo tan maravilloso como el estudio comparativo de las lenguas europeas: desde el livonio —del que quedan una veintena de hablantes a orillas del Báltico— hasta el gallego, pasando, por supuesto, por el valle del Roncal. Y vaya si lo hizo bien. Su Carte des sept Provinces Basques, un minucioso mapa dialectal de la lengua vasca publicado en 1866, ha sido usado hasta que fuera actualizado por el lingüista Koldo Zuazo en 1998. Los cambios principales estriban en las ausencias. El roncalés ya no está.

Lengua secreta

Roncal es uno de los siete pueblos del valle homónimo; un pequeño paraíso natural distribuido a lo largo del cauce del Esca, y cuyas lindes van desde la frontera con Francia, a 1500 m de altitud, hasta Burgi, el primer pueblo del valle cuando uno accede desde el sur. «Onki Xin», ‘Bienvenidos’, nos saluda un cartel a la entrada, a pocos metros del imponente puente romano donde, según la leyenda, los roncaleses cerraron el paso a las huestes musulmanas. Cierto o no, la cabeza cortada del emir cordobés Abderramán I sobre el puente de Burgi es el escudo del valle desde tiempo inmemorial.

Si no han conducido nunca por esa única carretera que atraviesa una estrecha garganta entre acantilados y bosques, imaginen una especie de Twin Peaks pero con casonas de piedra blasonadas. Se harán una idea. Y si echan de menos un misterioso asesinato como el de la icónica serie, siempre pueden desviarse hacia Fago por la carretera que lleva a Ansó, el valle limítrofe. Es en estos siete pueblos donde se habló la variedad más arcaica de una lengua a la que, hasta el día de hoy, no se le han encontrado parientes lingüísticos.

En sus Études sur les trois dialectes basques des Vallées d‘Aezcoa, de Salazar et de Roncal, el propio Bonaparte ya había apuntado que los roncaleses hablaban en castellano entre ellos, pero no las roncalesas.

Pregunten a los que aguantan inviernos como el de este año en el valle; ellos les contarán que el roncalés, o uskara, murió en las cocinas de sus abuelas, que se convirtió en una lengua secreta que las mujeres usaban cuando no querían que les entendieran ni sus hijos ni sus maridos.

Había una explicación. Durante años, cada 7 de octubre un grupo de roncalesas arrancaba desde Burgi en dirección a Maule, al otro lado del Pirineo, para trabajar en la fábrica de alpargatas. En el cruce de Bidankoze se sumaba alguna más, y lo mismo en el de Garde; y luego, en Roncal y Urzainki. Una vez en Izaba hablamos de una larga caravana que enfilaba hacia Belagua con destino a la Venta de Arrako, donde muchas pasarían la primera noche de su vida fuera de casa. Allí se juntaban con las ansotanas y con las de Fago, que llegaban exhaustas después de una travesía bastante más dura en la que atravesaban el Paso del Oso. Tras un buen desayuno, ascenderían con los primeros rayos de sol por la falda de Lakora rumbo la frontera, y no volverían hasta la primavera. Con razón se las llamaba «golondrinas».


(Click en la imagen para ampliar). Diseño de relajaelcoco.
Aquella migración estacional no significaba que ellos se quedaran casa: los hombres bajaban con sus rebaños hasta la Ribera navarra en busca de pastos de invierno, o navegaban en almadías, aquellas precarias balsas de troncos con las que se enfrentaban a los embates de ese Esca que se funde «mayenco» con el Ebro, ya entrada la primavera. Algunos almadieros —así se les llamaba— llegaban hasta Tortosa a vender su madera, pero eran muchos más los que perdían los pingües beneficios de aquella aventura a manos de bandidos con los que se cruzaban en el viaje de vuelta. Lo hacían andando, por supuesto.

Las golondrinas se movían siempre juntas, y en Maule podían incluso entenderse con los locales en su propia lengua, más o menos. Ellos, sin embargo, combatían la soledad entre pastores aragoneses con los que, por supuesto, hablarían en castellano. Podríamos decir que los hombres del Roncal se dejaron su lengua por el camino.

Eran roncaleses como Gabriel Salvoch, un pastor de Urzainki —a dos kilómetros al norte de la casa de Gayarre—. Más de cincuenta años de soledad entre ovejas no le han hecho olvidar que escuchar hablar roncalés a su abuela le ponía los pelos de punta. «Solo lo hacía para abroncarme, a menudo antes de zurrarme con una alpargata», recuerda este hombre de un millón de historias. Como cuando bajó en bicicleta a Roncal a que el médico le extirpara un brote de carbunco —ántrax— del brazo, y vuelta a casa, como si aquello no hubiera sido más que un arañazo en un zarzal. Gabriel, hombre muy leído, por cierto, hace tiempo que dejó atrás la desértica Ribera para quedarse en el bosque: huele las setas antes incluso de que estas se atrevan a asomar, y es una fuente de conocimiento única cuando uno pregunta por el nombre de esa loma o aquella vaguada. No en vano Tomás Urzainki, jurista e historiador local, ha recurrido a su vecino en más de una ocasión para temas de toponimia en sus investigaciones.

Sobre Gayarre, Urzainki nos dice que el tenor se declaraba navarro, vasquista y liberal a partes iguales. Fue precisamente el final de las guerras carlistas el que dio el pistoletazo de salida hacia el progresivo declive del roncalés hasta su total extinción. El investigador explica que, durante la segunda mitad del siglo xix, llegan a Roncal maestros no vascoparlantes que prohíben y castigan el uso del roncalés en las escuelas. Eso, unido al tráfico cada vez mayor de gente de fuera del valle gracias a la construcción de su única carretera —financiada por Gayarre—, contribuyó a alimentar la idea de que el habla local era poco útil, además de sinónimo de incultura. Para una lengua no hay enemigo más temible que la diglosia.

Soledad

Cuando Bonaparte dibujó su preciso mapa se estimaba en unos dos mil novecientos el número total de vascófonos en todo el valle, y puede que fuera aquel su máximo histórico. El entierro de Mariano Mendigacha, en julio de 1918, fue también el del último hablante de roncalés de Bidankoze. Para entonces ya había desaparecido en Garde y Burgi. «Los ancianos conocen la lengua, pero no la hablan», acotaba Pablo Fermín Irigaray sobre los cuatro pueblos restantes, en un estudio lingüístico realizado en 1935. La cifra de hablantes de roncalés se había reducido ya a seiscientos, que equivale casi a la población total del valle a día de hoy. El Pirineo se muere, también en Roncal.

Desde Izaba —a seis kilómetros al norte de la casa de Gayarre— Bernardo Estornés Lasa se resistía a quedarse de brazos cruzados. Aprendió la lengua perdida de sus padres, pero tuvo que huir cuando los falangistas fueron a buscarle a su casa, en los albores de la Guerra Civil en España. Su obra, prolífica a pesar del exilio, fue reconocida al ser nombrado académico por Euskaltzaindia —la Academia de la Lengua Vasca— en 1966. De entre su vastísima producción rescatamos Erronkari´ko Uskara —un manual del vasco del Roncal publicado dos años más tarde junto con su hermano, José—. Por supuesto, se lo dedicaron al príncipe Bonaparte, entre otros. Aquel sería uno más de entre sus muchos intentos de garantizar la supervivencia del roncalés, pero era luchar contra molinos de viento. En 1972, la muerte de María Ezker certifica la defunción oficial del vasco en Urzainki; dos años más tarde y cuatro kilómetros más arriba muere Antonia Anaut, la última de Izaba. Era como si un misterioso virus ascendiera por la carretera llevándose consigo a los hablantes de una lengua que, según Bonaparte, era la más vieja de Europa. Pero Estornés no desfallece, y organiza clases de roncalés para los más jóvenes de Uztarroze, el último pueblo del Roncal; el más septentrional y aislado.

«Era duro», recuerda hoy Julio de Miguel. «Salir de la escuela y ver a tus amigos ir a bañarse al río mientras tu seguías encerrado en clase…». Por supuesto, tampoco funcionó.

Ya mencionábamos al principio que Fidela Bernat, de Uztarroze, fue la última hablante nativa. En YouTube encontrarán fragmentos de entrevistas que le hicieron en Pamplona, donde pasó sus últimos años antes de llevarse con ella la lengua de los roncaleses. Fidela recordaba así sus años de golondrina:

Erribrara xoaitan zia gizona, Erribrara, eta gu neskatoak, bai, lumiak Frantziara espartiña egitra, baia gero xin zia gerra kan, eta baratu gintia urte bat edo bi akabartion gerra eta gero xoaitan gintia baia kontrabandoz xoan gindian behin.

(‘Los hombres se iban, a la Ribera, y nosotras, las chicas, sí, (…) a Francia, a hacer alpargatas, pero luego llegó la guerra allá, y paramos uno o dos años hasta acabar la guerra y luego fuimos, pero de contrabando, una vez’).

En esa misma entrevista dice no entender cómo pudo aprender la lengua; solamente la escuchó de sus padres, principalmente a su madre, «y de una tía que siempre hablaba en uskara». Pero hacía más de veinte años que habían muerto y, desde entonces, no la había hablado con nadie más. Suponemos que Gayarre compartió ese mismo sentimiento de incomunicación y soledad en sus años de viajes por toda la geografía; quizá fuera lo que le impulsaba a escribir a su tía Juana, como cuando la invita a visitarle en Barcelona, en 1884. Él correrá con los gastos de viaje y alojamiento. Además, no hace nada de frío, y comerán muy bien.

¿Quieres venir a ver el mar? Es muy grande, tía Juana.

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Ovejas en Belagua, valle del Roncal, Navarra. Fotografía: David Santiago García / Getty.

https://www.jotdown.es/2018/06/esa-lengua-que-se-llevaron-las-golondrinas/
 
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