Camilo Sesto: su vida, canciones, muerte y herencia

He visto fotos de los padres de Camilo pero no sabría decir si se parecía a alguno de los dos porque soy muy mala sacando parecidos. Aunque sí creo que el hermano que sale en la foto es similar físicamente a un primo por parte de madre apellidado Micó, que era inseparable de Camilo y del que alguien en páginas atrás colgó una entrevista radiofónica que dio recientemente junto a una de sus hijas.

En una entrevista en televisión, Camilo comentó que él era el alto y delgado de la familia, mientras que sus hermanos habían salido bajitos y tirando a regordetes. También decía que de pequeño tenía una cara angelical, con pelo rubio y ojos azules que hacían derretir a su profesora siendo el consentido de la clase. Y al ser el hermano pequeño comentaba que en casa era el mimado. A ver si había pelusilla y envidias entre los hermanos y de ahí que solo tuviera palabras bonitas para sus padres y su hermana.
 
Última edición:
Si yo no digo que no quisiera a sus hermanos varones, pero el amor que sentía Camilo hacia sus padres y hacia Chelo no lo expresaba de la misma manera hacia Eliseo y Pepe.

Este es un extracto de sus memorias que la prima @Cenicienta ha traído muy amablemente al hilo: "... fui recibiendo generosas raciones de amor, fui aprendiendo a cantar y a desear convertirme en cantante...Arropado siempre por el cariño de mi madre, de mi padre, de mi hermana Consuelo". Si no supiera de su vida, al leer esto pensaría que Camilo solo tenía una hermana.

En más pasajes vuelve a repetir el cariño recibido de sus padres y de su hermana. En cambio, de los otros hermanos no dice más que el nombre y la edad que le llevaban. Ninguna palabra de afecto. Ninguna anécdota o travesura de infancia con, por ejemplo Pepe, que solo era 3 años mayor que él. Es más frecuente tener afinidad con los hermanos del mismo s*x* y con los que te llevas menos diferencia de edad. No es una regla que se cumpla al 100%, pero es más comun eso que tener de favorita a una hermana que le llevaba 12 años y que se independizó cuando Camilo era aún muy pequeño.
Te entendi que no te refereias a la falta de afecto (Perdon sino me explique bien). Lo que quise decir es que por su hermano ing. Tenia admiracion por sus proezas academicas y le daba orgullo. Tengo la impression de que era un buen tio para sus sobrinos.
 
He visto fotos de los padres de Camilo pero no sabría decir si se parecía a alguno de los dos porque soy muy mala sacando parecidos. Aunque sí creo que el hermano que sale en la foto es similar físicamente a un primo por parte de madre apellidado Micó, que era inseparable de Camilo y del que alguien en páginas atrás colgó una entrevista radiofónica que dio recientemente junto a una de sus hijas.

En una entrevista en televisión, Camilo comentó que él era el alto y delgado de la familia, mientras que sus hermanos habían salido bajitos y tirando a regordetes. También decía que de pequeño tenía una cara angelical, con pelo rubio y ojos azules que hacían derretir a su profesora siendo el consentido de la clase. Y al ser el hermano pequeño comentaba que en casa era el mimado. A ver si había pelusilla y envidias entre los hermanos y de ahí que solo tuviera palabras bonitas para sus padres y su hermana.
Ese primo al que te refieres, una vez dijo en son de broma que de chico "Lo odiaba". Por que todas las chicas lo seguian a el.
 
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Capítulo 22. La Dama de Tules

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por Admin el Dom Sep 04, 2011 4:54 pm


Capítulo 22. La Dama de Tules

El hombre era evidentemente un entendido en cante jondo, casi un cabal. Al menos, eso quería demostrar. Estaba yo en las Cuevas de Nemesio atento a esa música severa, misteriosa y profunda, eterno aprendiz pero saboreador honesto, cuando aquel hombre se me acercó a hablarme y terminó sentándose a mi mesa. Estaba yo acostumbrado a estos inconvenientes –a veces ventajosos– de la popularidad. Algunas noches, para drenarnos de los excesos de nuestra propia música, íbamos un grupo de amigos a aquella pequeña catedral del cante flamenco. He procurado siempre no cerrar los ojos a nada que el hombre haga, por lejano que en apariencia esté de mis intereses; así he encontrado muchas veces satisfacciones inolvidables. Uno, incluso agitadamente, vive entre los hombres y no puede desdeñar nada de lo que hagan. Pocas cosas me indignan tanto como la presuntuosa ignorancia del que es número uno en cualquier cosa y por ese simple hecho rechaza todo lo demás. El flamenco, como los conciertos de música clásica, o el teatro, o los espectáculos deportivos me han interesado siempre, a veces unas temporadas más que otras, según mi estado de ánimo, pero por nada me perdería un acontecimiento cultural si puedo llegar a él. La primera cosa que pido a mi secretaria antes de emprender una gira es que se entere bien de los acontecimientos que hay en la ciudad o de lo que vale la pena ver allí.
El tablao madrileño ha sido uno de mis refugios. Sin embargo, no puedo recordar con quién me encontraba aquella noche, sin duda porque fue tan desmesurado lo que sucedió después que pasó un borrador sobre mi inmediata memoria.
Tendría aquel hombre unos treinta y cinco años y parecía muy educado. Hablamos de las posibles o imposibles relaciones entre el pop y el cante, sobre los parecidos remotos orígenes de ambas músicas –campesinos andaluces, esclavos negros en Estados Unidos, jóvenes marginados en Inglaterra–; callábamos mientras intervenían cantaores y bailarinas; le dábamos con tiento a un jerez seco y frío que ayudaba a entornar el alma.
Alguien había invitado a un grupo de gente, a local cerrado, a aquella sesión; en cierto modo, pues, todos éramos presuntamente conocidos. En realidad, el hombre tenía muy poco que ver con la música. Era (es) una personalidad destacada en Madrid, sobre todo por el tipo de trabajo que tiene y por su dinero, que debe de ser incluso excesivo. Y parecía muy simpático.
Cuando acabó el espectáculo, me tomó del brazo:
–Es todavía temprano. ¿Quieres venir a tomar una copa a casa?
–Bueno, es que he venido con unos amigos...
–Mi mujer tiene mucho interés en enseñarte unas teclas. Sabemos que has sido pintor y nos gustaría conocer tu opinión.
–Yo en realidad...
–No puedes desairarla, Camilo. Se enfadaría conmigo, fíjate. No puedes imaginar lo que te admira, de veras. Bueno, ya te lo he dicho. Y aprovechas para dedicarnos tus discos; los tenemos todos, todos.
Muchas veces me he metido en conflictos por no atreverme a decir que no a la gente que me rodea. Muchas veces por cordialidad, varias por timidez, algunas por el aguijón de la vanidad halagada, el caso es que en muchas ocasiones he hecho lo que no me apetecía hacer. De cualquier manera, aquel tipo parecía tan encantador, tan educado, tan sereno, que finalmente empecé a dudar.
–Mira, será un momentito. Una sola copa. Te llevo en coche y luego yo mismo te devuelvo a casa. O adonde vayas con tus amigos.
Todo lo ponía muy fácil aquel caballero.
Salimos, pues los dos de las Cuevas de Nemesio. El portero trajo hasta la puerta un “Porsche” blanco y brillante.
Tan grandes excesos de amabilidad empezaban a mosquearme. Pero llevaba aún el cante en el cerebro y el jerez en el corazón. Tampoco me importaban las sorpresas. Desde que era un hombre famoso e incluso-según algunos– un hombre público (en el sentido de que me debía a mi público). Estaba acostumbrado ya a todo género de asaltos, de administraciones súbitas, de halagos inopinados. El peso de la púrpura, que dicen. Uno procura llevarlo lo mejor que puede y sin descomponer la figura, que para eso se lo buscó con ahínco...
Bueno. Enfilamos estrechas callejuelas, cruzamos avenidas, empezamos a salir de la ciudad. Mi anfitrión poseía una impresionante casa en Puerta de Hierro con mayordomo que recogía los abrigos apenas abierta la puerta y perros guardianes que se apaciguaban a la voz del amo. Nos quedamos los dos en un inmenso salón que parecía de Lo que el viento se llevó.
–¿Un whisky, Camilo?
–Con “Coca Cola”, por favor –dije–. Es mi bebida predilecta.
Nos sirvió el mayordomo y el dueño le ordenó que se retirara. Ni me traían discos para que los firmase ni me señalaban cuadros sobre los que poder emitir una opinión, aunque colgaban muchos y buenos de las paredes.
–Un momento, ahora aparecerá mi mujer.
Todo natural. Casi me daban ganas de ponerme a contar esos chistes idiomáticos bobos que tanto nos divierten a mí y a mis músicos a eso de las cinco de la madrugada, después del trabajo agotador: “¿Cómo se dice escupir en árabe?” ¿...? “Saliva-va” “¿Cómo se llama el ministro japonés de Sanidad?” ¿...? “Yo quito Kakita” Contar alguna tontería de ese género. El hombre miraba con una sonrisa perfecta y yo empezaba a sorber mi bebida.
De pronto, apareció la mujer por una puerta lateral. Llevaba el pelo suelto, largo y dorado, y sobre su piel lucía una especie de túnica trasparente y azul cuyo borde arrastraba por el suelo. Tan trasparente que podía verse toda su piel. Toda. No llevaba una sola prenda aparte de aquellos tules. ¡Sopla, manopla, y escucha la copla de Constantinopla!, como dijo el otro. El marido me la presentó sin hacer mención alguna a su vestuario, como si ella recibiera siempre así a sus invitados, con la piel a la intemperie.
Después de un respingo que me agitó de los pies a la cabeza, intenté mantenerme frío vaciando el resto de mi copa. La mujer se sentó a mi lado y comenzó a hablar de mí mismo, de lo que le gustaban mis canciones, todo lo que había oído en el tablao, como si tal cosa. En un momento dado, el marido se levanta del sofá y desaparece. “¡Vaya, otro que se me presenta en pelota viva!”, pensé yo.
No fue así. No estaba previsto o su esposa no le dio tiempo. Casi inmediatamente me tomó de la mano y me pidió que la siguiera para enseñarme sus cuadros.
La pinacoteca familiar era bastante rara y estaba en un lugar poco adecuado: el dormitorio. Lo menos erótico que había allí eran unos espléndidos traseros de Urculo. Unos espejos clarísimos sujetos al techo multiplicaban todo aquel arte que una censura incluso poco rigurosa hubiese condenado a la hoguera. La señora me pidió que me sentara en la cama, “el lugar más apropiado para ver todo esto”, dijo. Para eso y para todo lo demás. Realmente, no puede negarme, porque la dama estaba francamente muy bien. Antes de pensarlo mucho andaba ya metido en una orgía bastante inverosímil y absurda, pero ¿cómo negarse después de tantos alicantes? Mientras veía nuestros cuerpos reflejados a la vez en docenas de espejos, asustado por casi lo que veía, pensé que me habían tendido una trampa suntuosa. “Ahora me están filmando, seguro, ahora aparece el marido y me pega un tiro; han llamado a la Policía y va a trincarme por estupro o violación o asalto; la semana que viene aparezco en todas las revistas de Madrid como mi madre me trajo al mundo...”
Pero no estaba en condiciones de evitarlo, con aquella mujer en mis brazos. Se incendiaba antes de sacar la cerilla. Bastaba que acercara mi lengua a uno de sus pezones para que se retorciera como una serpiente y gritara de placer. En realidad, el solo hecho de verme desnudo a su lado la empujaba a reír, a chillar, exaltada y enfebrecida. Cuando estábamos ya en los umbrales del séptimo cielo, se abrió la puerta del dormitorio y apareció el marido. Muy tranquilo con su copa en mano. Quizá llevaba el revólver escondido... Pero dijo, sonriendo:
–¿Qué tal? ¿Bien todo?
–¡Sí, sí, de veras! ¡Magnífico, cariño! –respondió a gritos su mujer.
El tipo hizo un gesto de contento y se fue.
Había terminado la primera sesión, de modo no completamente satisfactorio por culpa de la presencia del hombre. Así que iniciamos una segunda y, a continuación, una tercera, más tranquilo yo e igualmente desbordada ella. Cuando por fin acabaron nuestros trajines, después de mucho rato, la señora se enfundó en sus tules.
–Has estado muy bien, Camilo. Espero que vuelva a repetirse. Muchas gracias.
–De nada, señora. Ha sido un placer –le respondí yo, todavía asombrado.
–Llamaré a mi marido y te llevaremos a Gitanillos. ¿No te esperaban allí tus amigos?
Regresamos al salón. Estaba allí el marido, entretenido con su bebida y contemplando las musarañas. Se puso de pie, tan educado como siempre, salimos hasta el “Porsche” después de que ella se enfundara sobre los tules un abrigo de visón blanco, enfilamos la autopista y llegamos a la discoteca. Al despedirse de mí, el hombre me tendió una blanda y helada. Con una brillante sonrisa profijé. La mujer me besó en la mejilla y me entregó un sobre.
Yo pensé que sería una carta o una cita. Lo guardé sin preocuparme. Cuando ya en mi casa, abrí aquel sobre, descubrí que contenía cinco billetes de mil pesetas. ¿Qué podía hacer: correr a devolvérselas?
No, se las devolví cuando, pocos días más tarde, la mujer comenzó a visitarme en mi apartamento para que repitiéramos juntos, más calmado yo, la escena nocturna de su casa. Así lo hicimos muchas veces, hasta que me cansé de sus visitas. En cuanto al marido, nunca supe más de él. “Miró al soslayo, fuese y no hubo nada”, como decía del valentón el soneto de Cervantes. Ni me filmaron ni vendieron mi pellejo en exclusiva a ninguna revista por**. Probablemente era aquél su modo de vivir y de soportarse juntos. Hay gente para todo, decía El Guerra.
Pero en hazañas semejantes a ésta me he visto envuelto tantas veces que podría componer una deliciosa antología. “Acerca de los sobresaltos que un cantante conocido debe soportar de parte de sus admiradoras”, así podría titularse Claro que pronto termina uno curado de espantos y hasta acaba por acostumbrarse. A que le obliguen a cantar a punta de pistola y a que quieran violarlo en un avión. En el fondo, son incidencias propias del oficio. Aunque sospecho que aquella dama de los tules podría haber actuado lo mismo con su cartero, con el profesor de sus hijos o con su director espiritual. Para ciertas cuestiones la voz no es muy necesaria...
Cito la historia como ejemplo insignificante, simpática anécdota de los muchos sucesos novelescos en que he ido metiéndome casi en el momento mismo en que mis primeras canciones obtuvieron un éxito destacado. Cuando tenga más calma, más ánimo y menos compromisos quizá decida reunir los más notables, incluyendo en ellos los nombres y apellidos de sus protagonistas. Porque mientras las revistas publicaban cábalas sobre mi romance con Maribel Martín, por ejemplo (y fue la primera portada en color de mi vida, en la revista Ondas), relación que tampoco era falsa, en mis noches y mis días empezaban a acumularse acontecimientos como el que he relatado. Paralelamente a una vida profesional laboriosa y fecunda circulaba inesperable, una vida privada sobre la que prefiero no hablar demasiado...

Capítulo 23. El ídolo de la juventud
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por Admin el Dom Sep 04, 2011 4:56 pm


Capítulo 23. El ídolo de la juventud
En el avión empecé a sentirme frágil y solo. Tan solo que me dolía la garganta. En medio de la noche del cielo, cuando cada hora tarda poco más de media hora en pasar por los husos horarios, pero parecen siete horas cada una de ellas; en esa situación indecisa de todos los viajeros aéreos, aunque no tengan ningún miedo al avión, de pronto me sentí solo. Debió de ser una sensación efímera, pero punzante e insidiosa. Me vino incluso a la cabeza un verso escrito por el cura Ernesto Cardenal –muchos años antes de ser ministro de Cultura sandinista en Nicaragua– en forma de oración por Marilyn Monroe: “sola como un astronauta frente a la noche celestial”, quizá por el hecho de encontrarme en medio de esa “noche celestial”. El monótono zumbido de los motores, el roce del aire al otro lado de la ventanilla, los silenciosos paseos de la azafata y la pacífica somnolencia de mi manager, tranquilo a mi lado en la cabina de primera clase, me hacían sentirme más abandonado que nunca, como perdido para siempre.
–-José María, que no puedo hablar.
–¿Cómo dices?
Me llevé una mano a la garganta y repetí mis palabras. Apenas pudo oírme.
–¿Te duele la garganta?
Hice un gesto afirmativo con la cabeza.
–No voy a poder cantar mañana, José María.
José María Lasso de la Vega, que era mi segundo manager -creo que también entonces el de Serrat-, mayor, con toda la experiencia del mundo, extendió ante mí su mano derecha. Sobre ella brillaba un diamante, como una nuez; el resplandor parecía conferir a aquella mano grande y pesada, un aura de ligereza: como la mano de un ángel. Dibujó en el aire una especie de círculo:
–No te preocupes, muchacho. Si mañana no puedes cantar, no cantas. No pasará nada. Duerme tranquilo.
Cerré los ojos. No poder cantar en Buenos Aires era una tragedia. Por un momento pensé que iba a terminar mi carrera si no podía cantar en Buenos Aires. Cantar en Argentina era demasiado importante para mí.
Había realizado mi primer viaje unos meses antes, al lado de mi primer manager Juan Martínez, alias Tino, y había sido un conjunto de aventuras alucinantes. De momento, Tino me había convencido para que me hiciese unas fotografías con un pantalón vaquero que no me gustaba nada. “Son cosas de promoción, no tienes más remedio” Luego, poco antes de subir al avión, nos dimos cuenta de que en Argentina era entonces invierno (Junio en España, creo recordar) y que yo no tenía abrigo. Tino no perdió el tiempo. Me trajo uno suyo, de piel, enorme. Pasear en junio por Madrid con aquel abrigo fue todo un espectáculo.
Y apenas aterrizamos en Buenos Aires me encuentro toda la ciudad empapelada con enormes cartelones en donde aparecía yo vestido de vaquero: “El ídolo de la juventud viste pantalones Kansas” Al parecer, el Algo de mi había sido en Argentina un éxito gigantesco (dije ya que me dieron allí mi primer disco de oro, antes que en España) y una consecuencia de que todo el mundo conociese mi canción eran aquellos anuncios. Si hubo dinero de por medio, no lo sé ni quién pudo llevárselo. El empresario argentino organizó aquella publicidad por la que, como yo es lógico, yo no cobré un duro. Pero sería el primer y último anuncio que he hecho, aunque luego las ofertas se han presentado por millares. Por ahora pienso que mi misión en la vida es cantar, no anunciar calcetines o desodorantes. Tampoco es misión mía en la vida lo que esos asuntos proporcionan, es decir, ganar dinero. Que me paguen por cantar, que me paguen mucho, me parece bien, porque es una forma de reconocer el mérito de mi trabajo. Presentarme como consumidor eximo de cualquier cosa no me apetece demasiado.
Pero aquel Buenos Aires lleno de CamilosSestos en vaqueros me pareció maravilloso. Creo que di un abrazo a Tino por aquella idea. Durante un par de semanas estuve paralizado por la emoción de aquella inmensa y animada ciudad. Era la primera vez, aparte de viajar a Londres, que salía de España; la primera vez que me presentaban como “ídolo”. El día carecía de horas suficientes para alimentar mi asombro y mi entusiasmo: el mercado de San Telmo, las formas de hablar, los boliches donde el tango fluía como una fuente inagotable, las librerías abiertas veinticuatro horas, sesiones de teatro vanguardista que comenzaban a las dos de la madrugada, las grandes avenidas llenas de gente hermosa, los bifes de chorizo y los panqueques y el queso con dulce de membrillo, el barrio de Boca, el ineludible paseo por la calle Caminito, con sus fachadas pintadas de colores... Ni Londres era entonces una ciudad tan bulliciosa, tan viva, tan joven como Buenos Aires. Recorrí la ciudad palmo a palmo, como el más devoto turista.
En principio, sólo estaba previsto que actuase en Canal 9 de televisión y en una pequeña discoteca, pero el empresario, animado por el éxito y por los dividendos de los tejanos –supongo–, organizó a toda prisa una gala en el teatro Rex, todo lleno de dorados y rojos. Media docena de músicos aprendieron a toda prisa algunas de mis canciones y así me presenté. El teatro estaba medio vacío, ya no sé si porque no había tenido tiempo de anunciar mi actuación. Las canciones que el grupo no había logrado aprender las cantaba acompañándome de una guitarra o sin música, a capella, como realmente me gusta cantar. La gente aplaudió mucho y confieso que fue la primera vez que los aplausos me impresionaron, especialmente porque era aplausos vigorosos y sin escándalo. El público vestía de gala y me aplaudía como a un director de orquesta o a un actor que hubiera representado a Shakespeare. Conocía el griterío de las discotecas, de las plazas del pueblo, de los cabarés; el humo de las salas de fiestas, el jolgorio de las fiestas patronales y de las actuaciones en radio. Aquello sobrepasaba cualquier experiencia. Y hasta que me encontré, años más tarde, ante seis personas en el Radio City Music may de Nueva York, el teatro cubierto más grande del mundo, no tuve una sensación parecida.
Si hubo muchas cosas que me habían impresionado en aquel primer viaje a Buenos Aires. Quizá la más importante de todas se llamaba Gabriela Isabel Jackiewisky (aunque no pondré mis manos al fuego por la exactitud del apellido). Cantaba algo, hacía alguna peliculita y era rubia, brillante, ojos azules, sumamente divertida. Su nombre artístico era Marcia Bell.
Era de origen lituano y me la presentaron en mi primera noche en Buenos Aires. Ya no me separé de ella mientras estuve allí, ni durante aquel viaje ni durante los siguientes, hasta que logré que ella se viniera a España conmigo. De pronto, a quince mil kilómetros de Madrid, me encontraba tan cómodo en el salón de mi casa rodeado de mi gente. Al lado de Marcia me sentía tan dichoso que me preguntaba:
–Bueno, pero ¿dónde estoy?
Era ella joven y lo que sigue siendo. Niña traviesa, jamás dejaba de reír y gastar bromas. Su sueño era venir a vivir a España, y le di un cheque para que se comprara un billete Buenos Aires-Madrid, con derecho a todo. Tardó varios meses en hacerlo, aunque de vez en cuando me llamaba:
–¡Che! ¿Cuándo querés que vaya, Camilo?
–¡Venite ya!
Se las arregló para cobrar aquel cheque de mi cuenta de Madrid y apareció en Barajas. Antes de llevármela a casa, pasamos por la boutique que mi amigo Juanjo Rocafort tenía al lado de Carlos III, la vestí de arriba abajo, le compré sus trajes, sus zapatos, sus plumas y nos fuimos al Palacio de la Música, donde hacía su presentación Raphael, después de dejar en mi casa su apabullante y voluminoso equipaje. Yo llevaba una chaqueta de leopardo -falsa, pero que daba el pego-.Hacía un año que había conocido a Marcia, nunca había estado tan hermosa. Los periodistas se nos echaron encima, porque era ciertamente una mujer espectacular.
Y de allí nos fuimos a la casa que acababa de comprar en Jorge Juan, un dúplex que me había costado todos mis ahorros. Marcia consiguió hacerse un nombre en Madrid muy rápidamente. Se integró en el grupo de “azafatas” del programa de televisión “Señoras y señores”, de Valerio Lazarov, junto a Cantudo, Ángela Carrasco, Norma Duval, Victoria Vera creo y otra chica que luego se casó con el guitarrista de los Pekenikes. Grabó algunas canciones con letras desastrosas que yo tuve que arreglarle, terminamos peleando, salió luego con Ramón Ribas, fue novia de Dany Daniel, finalmente se casó con un cantante argentino y ahora vive en México, con su marido y sus hijos. Isabel, Isabel, lo que yo daría por tenerte otra vez. Duró poco tiempo, ¿quién sabe por qué? La canción que le dedique en mi disco “Camilo”, enmascarada bajo su verdadero nombre de Isabel y a cuya protagonista, por lo tanto, nadie logró descubrir, explica un poco lo que fue para mí Marcia y la brevedad de nuestra relación.
Se llevaba muy mal con Petra, la mujer que ha cuidado de mi casa y de mi mismo desde que tenía diecinueve años, sobre todo porque tenía poco respeto a mi dinero, y ningún aprecio a las plantas, cosas ambas que Petra no ha podido soportar en nadie. “Al que no le gustan las plantas no es buena persona, Camilo” dice siempre Petra y yo le doy la razón. Lo del dinero a mi me importaba mucho menos, pero mi ama de llaves ha sido muy rígida en las cuestiones económicas del hogar. Por otro lado, Marcia tenía el don de llevarse mal con muchos de mis amigos y amigas. Odiaba a muerte a Angelita Carrasco, con la gente que yo he trabajado toda mi vida y a la adoro... De manera que en algún momento, no mucho después de haberla recibido en Madrid como a una reina, hube de invitarla a cambiar de domicilio. Para empezar, se fue a vivir con Roseta, cuya casa ha sido una especie de asilo de mis ex. Allí permaneció vinculada a mí, aunque de lejos, como la propia Roseta, hasta que buscó aires más libres.
Pero habíamos tenido tiempo de divertirnos mucho juntos. Me acompaño en giras por toda España, se vino conmigo a Londres para la grabación de otro disco, las revistas publicaron docenas de fotos de los dos y nuestra historia amorosa era un tema de conversación frecuente entre las gentes del gremio y los que nos siguen. Es verdad que me alegró muchas horas de mi vida y que fuimos muy felices juntos mientras duró. Claro que como ya me había ocurrido lo mismo media docena de veces, no fue demasiado dolorosa la despedida. Y desde luego, menos traumática y agitada que algunas de las anteriores...
Marcia Bell, lo más hermoso que encontré en Buenos Aires, durante mi primer viaje...
Mientras realizaba mi segundo viaje con Lasso de la Vega esperaba sobre todo estar en buena forma para cantar delante de ella. Pero me había quedado mudo. Y Lasso de la Vega, moviendo antes mis ojos su diamante tipo manzana, insistía:
–No te preocupes, no te preocupes...
Tiraba de la mantita para que fuera más arropado. Unos asientos más atrás, Tinín, el ayudante de Lasso; Adolfo Waitzman, que me acompañaba como director musical, y su mujer Encarnita Polo, dormían. Yo me sentía solo porque no tenía mi voz.
Llegamos al aeropuerto de Ezeiza. Periodistas, cámaras de televisión, y un coche que me conduce a casa de un médico.
Me mira la garganta, habla con mi manager y vuelta al coche y a casa de otro doctor. “Bueno, ¿qué está pasando aquí?”, me preguntaba yo. El nuevo médico vuelve a mirarme, prepara una jeringuilla de veinte centímetros de largo:
–Súbete las mangas.
Estoy sentado en una especie de sillón de dentista, sin abrigo, sin chaqueta. Me subo las mangas de la camisa y de repente ¡plaf!, aquel matasanos me clava la aguja a un lado de la garganta. Antes de que pudiera respirar, vuelve a clavármela en el otro lado. Ni siquiera tuve tiempo de desmayarme. Porque para consolarme de aquella sorpresa volvió a clavarme dos veces más la aguja, ahora una vez en cada brazo... Me había inyectado dosis de un medicamento de caballo que me dejó helado. Tuvieron que ayudarme a vestirme. Yo ni siquiera podía gritar... Y de nuevo al coche, al aeropuerto, a otro avión. Cuando me di cuenta estábamos todos en Asunción la capital de Paraguay, después de una larga escala promocional en Resistencia.
Y tenía que hacer el triplete aquel mismo día. Cuando íbamos a la primera actuación en una emisora de radio, el coche en el que viajaban el director y el guionista se pegó un golpe y hubo que llevarlos a todos al hospital, con lo que la presentación que me hicieron fue de una antología del desastre... Después fuimos a la casa del Presidente Stroessner, a cantar en el cumpleaños de su hija, lugar en que Tinín tuvo una de sus maravillosas actuaciones, como ya contaré. Finalmente, a una discoteca llamada “El Caracol”. Debía cantar en un escenario circular y giratorio, bastante alejado de los músicos. Pero los músicos habían sido contratados con premura, como siempre, y sólo tenían una idea muy somera de mi repertorio. Para mayor facilidad, sólo había sobre nosotros un grupo de focos. Cuando las partituras de los músicos caían bajo la luz de los focos, todo funcionaba a las mil maravillas. Pero la plataforma giratoria los apartaba en seguida de las luces y los pobres muchachos se quedaban con el dedo colgando y sólo podían tocar al azar: turu-tú-titi-ñac... Así sonaba aquello. Menos mal que el batería era un tipo ingenioso y conseguía mantener un ritmo aproximado. Y yo, milagrosamente curado de mi mudez por aquellas inyecciones, estaba decidido a cantar como fuese, con la música al revés o sin música.
Después volvimos a Montevideo y recalamos por fin en Buenos Aires, ciudad maravillosamente llena de Marcia Bell... He regresado muchas veces a Argentina. Sin desmerecer de otros países americanos, ha sido, con México, Venezuela y Puerto Rico donde más a gusto me he sentido. Aquella segunda vez –y tampoco otras posteriores, ciertamente– no careció de peripecias. Veníamos muy quemados de Paraguay, pero nos esperaban todavía algunas hazañas. Volvió a mirarme el médico y se quedó muy satisfecho del resultado de su actuación. Ante su puerta, Tinín me había pedido permiso para partirle la cara, pero le rogué un poco de calma.
Tinín, José Manuel Inchausti por verdadero nombre, era torero, pero trabajaba por amistad como road-mánager para Lasso de la Vega, que por entonces era el más importante de los managers españoles. Llevaba o había llevado al Dúo Dinámico, Juan y Junior, a Celia Gómez, a Serrat, a Antonio Amaya, a decenas y docenas de artistas importantes. Tinín era su mano derecha..., o su puño derecho. Cordial, amable, servicial y eficacísimo, sólo le faltaba para ser perfecto un poco de finura y diplomacia.
Pues bien, la primera actuación fue en el Centro Gallego. Ante la falta de la puerta trasera, tuve que salir por entre el público, por la puerta principal. Pero la gente, españoles en su mayoría, se había arremolinado por todas partes, se había subido a mi coche. Comenzaron a aparecer policías a caballo, con unas porras impresionantes, y como ocurre muchas veces en que los policías no saben cómo arreglar las cosas, se liaron a golpes contra todo el mundo, los caballos saltando por encima la multitud. Hubo docenas de heridos y un escándalo espantoso.
A los pocos días tocaba el Canal 9. Buenos Aires estaba entonces muy tenso por la proclamación de Perón como candidato a la presidencia del justicialismo: manifestaciones, policías y militares por las calles...Entre Lasso y el empresario argentino Alfredo Capalbo tenían algunos negocios poco claros. Lasso dirigía la operación desde la habitación del hotel y Tinín y yo fuimos a la emisora. Grabé una actuación y salimos. Una vez acomodados en el coche, los militares meten las ametralladoras por las ventanillas diciéndonos que volvamos a entrar, que yo tengo que hacer otras dos grabaciones más. Tinín se cabrea y empieza a soltar todos los tacos y blasfemias que conocía, que eran desde luego muchos, más de los que yo he oído jamás.
–¡Por Dios, Tinín, que nos fríen, cállate, que tengo el tubo en la sien!
A Tinín, el torero, no le daba miedo nada. Siguió jurando y despotricando contra los militares. Hasta que salió alguien de la emisora, parlamentó y nos obligaron a entrar de nuevo. Al parecer, el contrato estipulaba que yo debía grabar más canciones.
–¿Cuántas quieren, diez, veinte, cincuenta? Estoy grabando aquí hasta que me caiga redondo, hasta que se vayan estos señores.
No podía decir otra cosa, porque los militares seguían con sus armas en la mano, mientras Tinín releía el contrato y echaba pestes contra todos los muertos, los vivos, los seres celestiales y los infernales. Al fin se solucionaron las cosas, a costa de mis pulmones, naturalmente, y volvimos al hotel.
Todos aquellos follones y otros muchos que no vale la pena mencionar, con los empresarios, con los músicos, contratos firmados en una servilleta de bar, hicieron que Lasso de la Vega dejara de ser mi manager. Aunque siempre me trató, en el poco tiempo que estuvimos juntos, como un padre. Tinín también desapareció de mi lado, como consecuencia de ello. Y lo sentí mucho porque era un compañero ideal, sobre todo para los momentos de apuro. Empecé a descubrir que en la vida de un cantante conocido esos momentos suelen ser más de los que a él le gustaría encontrar. De todas maneras, Lasso y Tinín siguen siendo hoy en día grandes amigos míos.
 
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Capítulo 24. Camilo... ¡Che!

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por Admin el Dom Sep 04, 2011 4:56 pm


Capítulo 24. Camilo... ¡Che!

Un colega que empezó su carrera dedicando una heroica y lacrimógena canción al general Franco y fotografiándose con maserattis alquilados, y que luego alcanzó mucha fama y mucho apoyo por su militancia izquierdista, militancia que teñía a sus canciones de una calité que no tenían, fue el principal responsable de una terrible campaña de desprestigio que me azotó en uno de los momentos de más éxito de mi carrera profesional. Después, cuando esa militancia le resultó económicamente estéril, la abandonó y ha venido a caer últimamente en los territorios de la canción amorosa que tanto había criticado en mí, sólo que escrita con mucho más comercialismo que convicción. Por otro lado, muchos de los que entonces apoyaron su ingenio –incluido él mismo– , aunque no sus trapacerías subterráneas, han hecho más tarde lo que yo había hecho entonces, sólo que por más dinero y sin riesgo a las maledicencias. Sí, ahora todo el mundo va a Chile e incluso canta en el palacio de Pinochet, si le pagan por ello. Ha debido de ocurrirles lo mismo que a uno de los escritores que yo más admiro en el terreno literario, a menos me placen algunos de sus comportamientos humanos ; también Gabriel García Márquez prometió no publicar ningún libro mientras estuviera Pinochet en el poder, pero cuando tuvo lista su novelita corta –y maravillosa– Crónica de una muerte anunciada y cuando supo que por ella le ofrecían una millonada, decidió publicarla con la disculpa de que su promesa ya no tenía valor, pues el general chileno estaba a punto de caer. De eso hace tres años y medio...

Pero me propuse cuando empecé estas relatorías no hablar de los responsables de mis momentos amargos. Para mi fortuna, he tenido muy pocos enemigos, e incluso la mayoría de ellos coyunturales. He sabido siempre rodearme de afecto y ni los celos profesionales o amorosos me han creado hostilidad duradera. Por otro lado, apenas encuentro en los últimos veinte años comportamientos que me autoricen a calificar a alguien como enemigo mío, salvo el mencionado suceso, en el cual, por lo demás, debieron de influir más los intereses políticos de unos cuantos que la pura animadversión personal. Me ha gustado siempre sentirme amigo de todos mis colegas, he acudido a sus conciertos, los he aplaudido sin reticencia y me llevo muy bien lo mismo con los que se quedaron en el camino que con los que ocupan las primeras filas en el mundo musical.

He mencionado en algún lado mi admiración por los recursos poéticos de Serrat, a cuyo lado he cantado muchas veces. De Julio Iglesias he recibido siempre espléndidos consejos, pues adquirió experiencia mucho antes que yo y nunca fue avaro de ellas. Siempre que lo he visto (y han sido muchas veces, dentro y fuera de los escenarios), se ha ofrecido a aconsejarme en asuntos profesionales y yo he procurado aprovechar sus conocimientos. Con Raphael me une también una amistad muy larga. Le he aplaudido en Madrid, en México, en Buenos Aires. Recuerdo que una vez me llamó desde La Vegas a mi casa de Los Ángeles. Estaba solo en la ciudad del desierto, adonde había acudido para ampliar su preparación, de la que siempre ha sido responsable. Volé en seguida a su lado y pasamos tres días deliciosos, como solteros de juerga, conociendo hasta los últimos rincones de la gran capital americana del espectáculo. Y Marietta, Rocío Durcal, mi vecina, casi mi hermana, tan maravillosa siempre... Así podría enhebrar una lista larga de amistades en los territorios profesionales, frecuentadas con mayor o menor asiduidad, pero sin reticencias o retrancas siempre. Pero no me gusta colocarme a mis amigos como medallas; lo son, están ahí para echarme una mano o para recibir la mía, no para lanzamientos publicitarios o escandalitos equívocos. Prefiero, pues, dejarlo donde están: a mi lado.

Aquel año de 1973 fue muy trágico. Murieron cuatro de los hombres que más he admirado nunca: murió Picasso, murió Neruda, murió Casals (los tres Pablo). Murió John Ford. Picasso estuvo siempre tan alto para mí, desde niño, que ni siquiera soñé nunca con imitarlo. Los versos de Neruda –tantos y tantos me sé de memoria– me han acompañado como inseparables amigos, como una hermosa luz entre las manos. Respecto a Casals, recuerdo la punzante emoción que sentí en la pequeña casa-museo que le ha dedicado San Juan de Puerto Rico; cada vez que voy a la Isla Verde me paso por allí y me quedo un buen rato escuchando alguno de sus conciertos grabados que ofrece constantemente un aparato de vídeo, al lado de sus pipas, su fichas de dominó, las fotografías de su vida... Viejo San Juan fue y sigue siendo un hogar cálido para el inolvidable violonchelista.

También en 1973 ocurrió la tragedia de Chile, con el su***dio del doctor Allende, a quien todo el mundo en su patria conocía con el afectuoso nombre de “don Chicho”, el hombre que creía en los votos y no en los fusiles. Estaba ya en el poder el general Augusto Pinochet cuando yo fui a actuar durante el fin de fiesta del Festival Viña del Mar. Conocía bien los trágicos acontecimientos ocurridos en el país que tanto amaba y acudí, como a tantos otros lugares, a cantar mis canciones, a hacer más dichosa a la gente. Allí gustaba Algo de mí, Fresa salvaje, Amor amar, Sólo un hombre; allí compraban mis discos. Canté ante cuarenta mil personas que por un momento podían olvidar lo que estaba ocurriendo en su patria. No estaba entre ella el general Pinochet y nunca lo vi. Sin embargo, cuando de Santiago viajé a la República Dominicana, tres personas, únicamente tres, se lanzaron a mezclar la política con la música y desde la semántica fácil de Camilochet emprendieron una campaña contra mí como si fuera el gran soporte de la dictadura chilena. Aquello era ridículo y procuré tomármelo a medias con humor y con dolor.

–¿Camilochet? Yo soy Camilo-ché, que para eso soy valenciano ché, de Alcoy. Y no me gustan los políticos, ningún político, ché.
Pero también me dolió aquella interesada infamia.
En realidad una semana antes se había celebrado en la isla una “Semana del pueblo”; y continuaban allí muchos de los participantes. Cuando llegué, salieron a recibirme tres Misses y se pusieron a bailar merengue delante de mí, en bañador; yo no quería acompañarlas en el baile y de pronto, mientras hablo con ellas, me meten en un coche policial y casi me raptan. “Bueno –pensé yo, que llegaba allí por vez primera–, serán las costumbres de esta tierra...”

Pero en el hotel Jaragua estaba vigilado por policías en todas partes, hasta en mi cuarto de baño. Vigilado o cuidado, porque habían anunciado bombas por todas partes, protestando por mi presencia. Los asuntos políticos entre el coronel Caamaño y el presidente Balaguer se volcaban contra un cantante inocente. No había visto yo aún los periódicos, pero estaba ya montada una tremenda campaña contra mí, bajo la dirección de un periodista llamado Orlando Martínez, en cuya casa vivía el colega al que aludí al principio. Amenazas de bombas en todas partes: en el hotel, en las calles, en el Teatro Bellas Artes... Cuando fui a actuar, había más policías con metralletas que público. Fueron unos pocos días: espantosos. Al final conseguí escapar al refugio de Puerto Rico y tardé muchos años en volver en Santo Domingo. Sin embargo, porque no tenía nada contra su gente, elegí a una dominicana para el principal papel del Jesucristo. Angelita Carrasco, y cuando fui con ella a cantar a la isla, años más tarde, me recibieron casi como a un héroe nacional, con formidables alborotos en aeropuertos y teatros. Olvidé pronto aquella primera visita terrible. Y también a los tres individuos que estuvieron a punto de causar una tragedia. Vive y deja vivir.

Si al menos me hubieran acusado de cantar ante Stroessner... Ante él sí que estuve, en su casa. Fue lo que llamaría yo una “invitación forzada” y una situación surrealista. En un salón en el que mezclaban Versalles y las Encomiendas, con una cristalera inmensa que daba a un hermosísimo jardín, estaba reunida la familia del Presidente para festejar el cumpleaños de una de las hijas. Todos vestidos con una elegancia de película de Hollywood. El general entraba y salía, vestido de paisano, sonriendo, de un lado a otro siempre, sin sentarse. Sirvieron té y dulces, como acostumbran a hacer en las fiestas de Asunción y de Montevideo, a la manera inglesa. Adolfo Waitzman le daba al piano y yo iba cantando mis canciones, que se recibían con educados aplausos. De pronto, aparece Tinín por una puerta lateral gritando como un poseso. Estaba congestionado y furioso; yo creo que ni llegó a enterarse de dónde estaba, de la gente que se encontraba allí.
–¡Caguen tal! (en realidad decía una blasfemia mucho más fuerte). ¿No tienen aquí whisky de importación? Dijeron que había whisky y me dan agua caliente. ¡A ver, hostias, que me traigan whisky de importación! Tanto Stroessner y tanta mierda y no hay whisky...
Sospecho que en aquel preciso instante no estaba allí Stroessner, pero todos nos quedamos helados. Waitzman, después de un silencioso titubeo, tecleó con suavidad su piano. Yo me callé. Las mujeres miraron espantadas. Tinín, el torero, dio un portazo y siguió gritando a lo largo de un pasillo. Cuando volvía a abrir la puerta del salón en que estábamos, un guarda lo tomó del brazo y se lo llevó. Sólo ocurrió que le dieron por fin su whisky, hasta que se tranquilizó. Y el Presidente salió a despedirnos, sin mencionar para nada el incidente.

Fue aquella la única vez que he tenido relación con personajes de la política. En principio, no me gusta ninguno de ellos; no me gusta que me rodeen ni halagarlos. En cuanto a ciudadanos corrientes, los acepto como a cualesquiera otros. En realidad, no son ellos los que no me gustan, sino las miserias de su trabajo. Jamás he rozado siquiera los bordes de la política, de ninguna política. Es una actividad en la que he conocido, siempre a través de terceros, demasiadas mentiras, demasiadas inmoralidades, demasiadas trapacerías. Sobre todo en los países en que la he visto más de cerca. En mi propio país, cumplo mi deber ciudadano del voto, procuro elegir a quien me parece mejor, pero no corro a apoyar ninguna facción o partido, ni con la dictadura ni con la democracia. Mi misión en la vida es intentar que la gente sea feliz con una canción de tres minutos, no apoyar a los que quizá luego puedan decepcionarme.

Sin embargo, durante meses arrastré aquel injusto Camilochet. Yo, que siempre me he sentido tan orgulloso de mi nombre, el mismo que llevaron mi abuelo y mi bisabuelo, el que lleva un tío mío, un primo mayor que yo, un sobrino y, ahora, también mi hijo. Sé que es un nombre infrecuente y hasta extraño. El más grande de los Camilos españoles escribe así al comienzo del primer tomo de sus memorias, titulado “La Rosa” : “Camilo no es un nombre muy bonito, es un nombre extraño, que suena a francés o a ruso, pero a mí me hubiera parecido una necedad que mis padres, guiados de un criterio de estética o de historia de guardarropía, me hubieran puesto, al bautizarme, Gustavo Adolfo, o Julio César, O Víctor Manuel, o Marco Antonio ; estos son nombres de negros de las Antillas”. El académico Camilo José Cela se siente tan orgulloso de su nombre como yo. La vida de nuestro común patrono, San Camilo de Lelis, me interesó mucho más que la de Domingo Savio. La leí durante unos ejercicios espirituales con los salesianos y me llenó de gozo el corazón el conocimiento de que en su juventud llevó una vida bastante alegre y retozona. Se hizo santo de mayor, lo que me permite a mí alimentar muchas esperanzas...

Es el nombre que he usado toda mi vida, incluso desprovisto de apellido. Siempre fui Camilo a secas en el colegio; salvo el profesor de dibujo, que estaba empeñado en llamarme Chato, todo el mundo me conocía por Camilo. Y lo mismo en la mili. Nunca fui “el número 20”, que fue el que tuve; nunca fui el soldado Blanes, sino Camilo. Sólo había un Camilo entre siete mil militares.
Por lo que respecta al Sesto, asunto que me preguntan cinco veces al día, tiene una historia bastante estúpida. Cuando andaba yo intentando que alguien escuchase Llegará el verano, fui una noche con Junior a un programa de Encarnita Sánchez en Radio España. Junior y yo nos parecíamos bastante: delgadísimos, altos... Estábamos cara al público y alguien dijo que por qué no me ponía como nombre Junior Segundo. Yo en broma respondí que mejor Camilo Sexto. Como luego coincidía con los Camilos de mi familia, aquella broma quedó plasmada en mi siguiente disco.
Pero luego en México empezó a circular un chiste a costa mía. La mujer del presidente Echeverría no debía de tener muchas luces y se inventaban cuentos sobre sus viajes a Europa. Cosas como: “¿Y fuiste a ver el Entierro del Conde de Orgaz en Toledo?” –le pregunta una amiga. “Ay, no, hija; estaba de vacaciones, no iba yo a meterme en entierros, aunque fuera de un conde”. El otro chiste decía:
–¿Y no has conocido a Pablo VI? (papa entonces reinante).

–A él no, pero sí conocí a su sobrino Camilo Sexto. Es un chico muy guapo que canta muy bien.
Por alguna razón me disgustó aquella broma –hoy me divertiría mucho– y en el disco siguiente aparecí como Sesto, con ese. Así he quedado..., aunque no para todos. En castellano, la palabra resulta extraña –por incorrecta– y muchísima gente, incluidos locutores y periodistas, siguen diciendo Sexto. No importa demasiado, porque en realidad desde antes de Los Dayson, he sido únicamente Camilo, solamente Camilo. Es como me gustan que me llamen.

Tal vez porque mi nombre completo resulta algo comprometido. Según algunos tratadistas de lo esotérico, aquellos nombres formados por seis letras tres veces son la marca del Anticristo. El mío tiene esa prodigiosa marca. Y también el de Ronald Wilson Reagan... Todavía no he notado señales especiales de esa cualidad, pero todo pudiera ocurrir. Como tampoco encaja demasiado en mi manera de ser el signo zodiacal Virgo, bajo el que nací. Me persiguen las Géminis –y las persigo yo–, cosas que astrológicamente no parecen muy correctas; soy relativamente desordenado, con un orden desordenado, pero no adorador del orden como dicen de los Virgo. Tal vez mi cara refleja mi signo, pero no he logrado aclararme mucho sobre la cuestión, al margen de mi aspecto aniñado. Generalmente somos muy cómodos y creemos aquello que más nos conviene. Con los horóscopos a cuestas puede uno librarse de pensar o de decidir. No es mi caso, ciertamente. Los leo a veces, me divierten, especialmente sus muchas contradicciones y el hecho de que dividan la Humanidad en sólo doce clases de individuos, con lo complicados que todos somos. En cualquier caso, parece que soy Virgo –en realidad, lo fui durante muy poco tiempo–, pero me dominan Escorpión y Sagitario. ¿Quién soy realmente? ¿Tal vez –bromeando– una sombra, un sosia del Anticristo? Por lo que sé, únicamente soy Camilo.
 

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Capítulo 25. Tusa

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por Admin el Dom Sep 04, 2011 4:57 pm

Capítulo 25. Tusa

Un día lejano, cuando más hundido estaba en el anonimato y en la pobreza, encontré a un amigo que supo comportarse como tal. Nacho Angulo, marqués de sangre y de alma, incansable trabajador, persona tan buena que no sé si alguien le habrá pagado alguna vez tantas bondades, encontró tan sólo a un músico sin éxito y sin recursos. Era la época en que vivía yo con Rosetta.
–Pero, ¿cómo puedes componer si ni siquiera tienes una guitarra y un grabador?– me dijo.

Tenía yo la guitarra de Rosetta, la vieja guitarra con una cuerda rota. Allí intentaba construir mis canciones, pero muchas de ellas desaparecían de mi memoria, apenas ideadas, porque no he sabido escribir música y mi memoria no puede abarcarlo todo, aunque sea muy sólida. Nacho decidió ayudarme, sin que se lo pidiera nadie; al día siguiente me buscó y me regaló un grabador de cassette, sencillo y manejable, el mejor que existía entonces en el mercado. Lo conservo aún, desvencijado y mudo, pero lleno de recuerdos. En él dejé encerradas mis primeras canciones, los primeros balbuceos, fruto de largas horas de soledad y trabajo en mi habitación prestada. Aquel cassette fue una herramienta mágica y utilísima; en el transcurso de los años he ido acumulando todo género de artilugios, todavía ahora no resisto la tentación cuando voy a actuar a Nueva York, a Japón o a Alemania de comprar los últimos hallazgos de la electrónica –que generalmente olvido pronto en un rincón de mi casa o regalo a mis amigos–, pero aquel polvoriento y agotado grabador sigue en mis manos como un inapreciable tesoro.

Pero Nacho Angulo no sólo me ofreció aquel regalo espléndido, cuando más lo necesitaba, sino otro que permanecería hasta hoy mismo en la sala más noble de mi corazón. En realidad, Nacho se limitó a presentarme a aquella mujer; no podía regalármela porque no era suya, ni fue mía ni de ella misma siquiera, añadiría yo parafraseando la hermosa canción de Amancio Prada: Tusa.
Cuando tenía yo diez o doce años había visto en un cine de Alcoy una película que me había dejado admirado. No tanto por la historia, que no pude comprender del todo, aunque me había gustado mucho, como por la presencia en ella de una mujer excepcionalmente bella. Me pareció tan guapa como mi madre y como mi hermana, y Chelo, sentada a mi lado, se rió mucho cuando le dije que era tan guapa como ella. Pero tardé muchos años en saber que aquella mujer, que por entonces tendría unos veinticinco años, se llamaba Lucía Bosé y que vivía en España. En 1971 Nacho Angulo me dijo un día:
–Mira, Camilo, ésta es Lucía Bosé.

Allí mismo comenzó entre nosotros una de las relaciones más hermosas y pacíficas de mi vida. Yo no era entonces más que un aspirante a “ídolo de la juventud” –como estaban programando ya los argentinos–, ella tenía sobre sus hombros una historia larga, rica y plena. Había sido Miss Italia al año siguiente al que yo nací, había sido una de las musas del neorrealismo cinematográfico italiano, había sabido siempre elegir a los mejores directores y los mejores proyectos. No sólo era una mujer muy hermosa, sino con un gran prestigio en su carrera. Antonioni, Buñuel, De Santis, Cocteau, Bardem la habían dirigido en filmes como Roma, hora 11, Crónica de un amor, No hay paz tras los olivos, La señora sin camelias, El testamento de Orfeo, Cela s’appelle l’Aurore, y, sobre todo, por lo que a mí me tocaba, Muerte de un ciclista, la película que había visto de niño. Luis Miguel Dominguín, “el torero” –como le llamaba ella– la había traído a casa para desposarla, tenía tres hijos guapísimos, una casa fastuosa en Somosaguas. Cuando la conocí hacía tiempo que vivía separada de su marido y estaba muy interesada por la poesía y la música. Más tarde seguiría con esas aficiones, a las que añadiría la horticultura y el misticismo músico-vegetal, o como pueda definirse su tipo de espiritualidad. Además, todos los españoles pudieron verla, tan hermosa y apasionada como siempre, en una serie de televisión titulada La señora García se confiesa.
Pero de Señora García no tenía nada en aquel tiempo.

Nos hicimos amigos íntimos muy pronto, de una intimidad total, absorbente, irrepetible. De pronto, como si una mano superior a nosotros mismos nos empujara, no podíamos estar el uno sin el otro: juntos a todas horas, en todas partes, en su casa, en la mía de Dr. Fleming, 31, casi vacía de muebles aún, con los muchachos de Ariola entrando y saliendo a todas horas y Jaime Torregrosa largándose de vez en cuando para dejarnos solos. Rara era la tarde en que no se presentaba en aquella casa y después de satisfacer nuestra mutua pasión, nos poníamos a investigar en cuestiones artísticas. Estaba yo empeñado en versos que tuvieran sentido, pero procurando siempre no caer en los insoportables ripios, con rimas impresentables, que poblaban muchas canciones de éxito. Leía obras como Poeta en Nueva York o antologías de León Felipe, los cantos de Leopardi y los rubaiyat de Omar Kheyyam (cuyo insólito nombre completo no he olvidado desde entonces : Ghiyathunddin Abulfash Omar ben Ibrahim al Kheyyam, aunque puede habérseme bailado alguna letra), mis poemarios preferidos en aquellos años y que ahora han ido a unirse a otros poetas leídos en la adolescencia o en los años posteriores: leía a aquellos poetas para aprender a escribir sin las esclavitudes a que frecuentemente obligan las notas musicales, y Lucía Bosé leía conmigo, me ayudaba a comprender, me ayudaba a escribir, juntos corregíamos los borradores y componíamos versos que jamás pasarían al disco.
Al poco tiempo de conocernos realicé mi primer viaje a Argentina. Y Lucía Bosé acudió a despedirme al aeropuerto y me llevó como regalo un pequeño cuaderno de notas para que no desperdiciase mi tiempo y continuase escribiendo. Desgraciadamente, como ya he contado, la aparición de Marcia Bell no me dejó demasiado tiempo libre para el trabajo.

De regreso, lo primero que hice fue llamar a Lucía. Llamar a Tusa, que es verdaderamente el nombre que yo le daba en la intimidad, el mismo nombre por el que su madre la había conocido de niña, según ella me contó, y que únicamente yo utilizaba. Era una mujer independiente, libre, con una personalidad arrolladora. No tenía problemas con Dominguín. A veces cenábamos a solas en su casa y de pronto, como el que hace un comentario insignificante, decía:
–Creo que mañana vendrá el torero.
Y al día siguiente venía Dominguín, hablaba con todo el mundo –era un hombre simpático y muy inteligente, uno de los hombres del toro más inteligentes que he conocido–, se ocupaba de sus asuntos y desaparecía hacia su inmensa finca de las sierras cordobesas.
Tusa tenía –tiene– unos ojos que apenas se podían mirar fijamente, de lo expresivos, poderosos y firmes que eran. A mí me recordaban siempre lo que se contaba de la mirada de la reina Victoria de Inglaterra, ante la que los oficiales del Ejército, en señal de sumisión, se cubrían los propios ojos para no quedar cegados por tanta belleza. De ahí nace, según cuentan, la costumbre del saludo militar, situando la mano en la frente. Pero la belleza de la reina Victoria era, según se ve en las pinturas, más de rango y de situación que de otra cosa. La de Tusa era una belleza para desmayar a cualquiera y por eso yo frecuentemente me acercaba a ella, en broma, con el saludo militar por delante (el saludo que tan mal se me daba en el campamento de Sotomayor).

Al principio de nuestra relación salíamos juntos Nacho Angulo, ella y yo, pero poco a poco Nacho fue retirándose y nos quedamos Tusa y yo a solas.

Nuestra amistad fue creciendo. Cuando Ariola decidió que fuera a Londres a grabar un nuevo disco, me acompañó Lucía con su hijo Miguel. Venían también en la expedición mi productor Juan Pardo y Antonio Domínguez Olano, como periodista, creo. Fue una excursión de locos, nunca me había ocurrido otra cosa igual. Si en mi primer viaje a Inglaterra había quedado deslumbrado por las modas, por los espectáculos, por el bullicio de la capital del mundo que apuraba los últimos esplendores de la Década Prodigiosa, ahora me sentía casi como en mi casa. Agrupados, después del trabajo en los estudios De Lea, en Wembley, recorríamos todos los rincones, husmeábamos en todas partes, nos divertíamos sin fatiga. El disco Sólo un hombre iba tomando forma mientras todos nosotros tomábamos de la vida lo que nos ofrecía y aún más.

Tusa no desperdiciaba ninguna oportunidad de comprar los objetos más inverosímiles y estrafalarios, y nos convencía para que también nosotros lo hiciéramos. Así caminábamos con unas alzas enormes, que casi parecían zancos, haciendo difíciles equilibrios por King’s Road y el barrio de Chelsea. Claro que el hallazgo más excepcional fueron unos monos de terciopelo y cintura de avispa, muy bonitos..., pero con la cremallera por detrás, en vez de por delante. Los varones del grupo nos dimos cuenta en seguida del gran inconveniente que presentaban cuando nos acuciaban las ganas de acudir a los urinarios: había que desnudarse por completo para una operación tan sencilla... Todo esto y mil historias más provocaban carcajadas continuas, un buen humor que pocas veces he vuelto a sentir. Tusa era la mujer más alegre del mundo. Su pelo la caía por la espalda, como una cascada roja –según la moda del momento– y obligaba a los severos londinenses a parar su marcha para mirarla. No podían imaginar que aquella mujer era una de las más grandes actrices italianas.
Entre las grabaciones que estábamos realizando en Londres figuraba una canción cuya letra era de Lucía: Amor, amar. La he cantado siempre con un gran entusiasmo porque para mí –como para ella– encerraba muchos significados: Amor si tu dolor fuera mío y el mío tuyo, qué bonito sería, amor, amar... Si tendré mañana para volar... Cabalgando la noche se acerca tu nombre... Es un poema muy hermoso y, naturalmente, obtuvo el enorme éxito que merecía, de tal modo que suele figurar aún en mi repertorio habitual, tantos años más tarde.
Luego, en 1974 y en el elepé titulado “Camilo”, volví a incluir otra canción de Lucía Bosé, Mi verdad. Es casi un auténtico concierto, que grabamos con toda la Sinfónica de Londres en pleno: En la oscuridad buscarte, lacrar mi boca quisiera y dentro de mí hablarte... Tapar mis oídos quisiera y en el silencio escucharte... Para saber mi verdad... La letra era muy breve y casi surrealista y yo le puse una música grandiosa, muy fuerte, de manera que en la grabación resulta un verdadero concierto de dos minutos y medio.
Tusa me acompañó en otros muchos viajes, no sólo por España. Recuerdo que en México su costumbre de meterme siempre en bromas provocó una situación pintoresca. Encontró en un hotel a una fan que estaba esperando a Serrat y le dijo:
–Pues pasado mañana va a llegar aquí Camilo. Ten cuidado con él, que es terrible. Será mejor que no te acerques.
La muchacha tomó la palabra con mucha frialdad e indiferencia, porque ella –dijo– “era de Serrat”. Es una chica gordita, de piel de terciopelo. A los tres días de llegar yo tuvimos un pequeño encuentro y nuestra relación no ha terminado aún. No creo que Serrat se ofendiera porque le robase aquella fan...

Si en un momento dado nuestra mutua pasión fue declinando, como ocurre siempre en la vida, Tusa y yo continuamos queriéndonos mucho. Todavía ahora, de pronto, cuando termino de trabajar de madrugada, la llamo para decirle que voy a desayunar a su casa. Ella madruga muchísimo y cuando me presento tiene preparadas las maravillosas verduras que ella misma cultiva. Podemos estar hasta la noche siguiente charlando de poesía, de música, de nuestras vidas.

Ese mismo afecto existe entre su hijo Miguel y yo A veces, cuando él se encuentra en lo más alto de la fama, me preguntan si no siento celos. ¿Cómo va a ser posible? Sé que muchos se han presentado como descubridores de Miguel Bosé, pero fui realmente yo el que le metí en el mundo de la música. Los dos primeros singles que grabó están producidos y compuestos por mí y editados por mi compañía, Ariola : Soy, Es tan fácil, For ever for you, Quién... ¿Cómo voy a tener celos del muchacho al que conocí en Londres con dieciséis o diecisiete años, con el que he pasado tantos momentos felices? Para mí es doblemente amigo, por nuestra historia común y por lo que admiro su trabajo. Para mí ha sido siempre un orgullo tener amigos que triunfaran en cualquier aspecto de la vida, gente que trabajara y que mereciera el éxito. Además, no puedo olvidar que es el hijo de Lucía Bosé, de Tusa, una de las mujeres que más me han influido y que sigo queriendo con más dedicación. Como en la época en que estuvimos juntos.
 
Este tema es impresionante en la voz de Camilo. Increíble todo lo que transmite y cómo lo transmite!

La mejor de todas las versiones que se hicieron de la ópera rock Jesucristo Superstar fue según los creadores de la misma la que interpretó Camilo:



Por cierto, como curiosidad, sobre el momento 00:14 se ve a Rocío Jurado sentada entre el público.
 
l Dom Sep 04, 2011 4:57 pm
por Admin
Capítulo 26. La víctima


No creo yo que el dinero haga al hombre y sea la posibilidad inmediata de lo infinito, como aseguraba Anatole France. Pero sí me parece evidente lo que otro francés muy sabio también decía; según Molière, el dinero es la llave que abre todas las puertas. Puede que haya alguna mejor atrancada, incluso alguna imposible de abrir, pero si los que han dispuesto de dinero aseguran que con él puede comprarse casi todo, sus motivos tendrán. Ahora bien, los halagos que al dinero suelen hacer las personas que nunca lo han tenido suelen convertirse en insulto o desprecio en los que nadan en ese “estiércol del diablo”. No quiero yo caer en ninguno de los extremos, y no por prudencia ante los demás, sino porque nunca ha sido, ni de lejos, el primer objeto de mis apetencias. Ni para ganarlo ni para gastarlo. También en este aspecto de mi carácter se equivocó el zodíaco, pues suelen decir de los virgos que tienden a caer en la avaricia, esa locura de vivir pobres para morir ricos. A mí me importa poco cómo vaya a morir con tal de vivir como quiero.
Y eso sí lo he conseguido en los últimos años. Quiero decir que nunca me ha faltado dinero para conseguir lo que me ha apetecido, aunque sospecho que siempre ha ocurrido así. En los más difíciles tiempos de mis comienzos en Madrid, recuerdo que más de una vez me he gastado las últimas quinientas pesetas que tenía en el bolsillo en cenar en un restaurante chino del centro de la ciudad, con algún amigo (hablo de cuando los restaurantes chinos eran baratos), y luego marcharme a pie hasta mi casa en la plaza de Castilla por no tener ni para un billete de Metro. Y no por ello me sentía desgraciado, todo lo contrario.
Fue siempre así. Ante el dinero he sentido siempre una gran indiferencia. Jamás he sabido cuánto tenía ni me ha preocupado lo más mínimo, lo que ha permitido que algunos hayan aprovechado con frecuencia ese desdén mío. No pertenezco a ese grupo de obesos que necesitan cenar langosta y jabugo todos los días: con el mismo placer me como un bocadillo de calamares que la mayor obra de arte de Girardet, aunque no deje de apreciar los valores de la gran cocina: hablo sólo desde el punto de vista del gasto. Dije ya algo parecido sobre los coches.
Cuando Manolo Sánchez fundó una sociedad de management, al comienzo de su carrera, le puso mi nombre, escrito al revés: Olimac, porque yo era su primer artista. Bien, pues incluso en aquella sociedad yo sólo tengo el arte: la parte es de unos cuantos, nada mío.
Hay un límite muy cercano siempre para el disfrute de las cosas terrenales. Llegado a él, los límites no existen y es ése el lugar en que todos los ricos son desgraciados, ya que nunca hay dinero bastante para tenerlo todo, ya que siempre hay alguien en alguna parte que tiene más que nosotros.
Para un hombre que lleva una vida como la mía, incluso es difícil gozar de las comodidades de las que se ha rodeado. Tengo una casa magnífica en Torrelodones, a una treintena de kilómetros de Madrid ; una casa llena de las cosas que me gustan, alfombras, cuadros, cristales, libros, plantas, perros y amigos. Tengo otra casa en la capital, para cuando me siento demasiado cansado después del trabajo como para ponerme en carretera. Y una residencia de verano en Cala d’Or, Mallorca, que compré a Manolo de la Calva, del Dúo Dinámico, por consejo de Lasso de la Vega, que tenía otra al lado. Sin embargo, ni siquiera todos los años puedo pasar en ella un par de semanas de vacaciones, por exceso de trabajo. Y el espléndido apartamento que poseo en Puerto Banús, en Marbella, creo que sólo lo he habitado diez minutos desde que lo compré. Cualquiera que conozca éstas u otras posesiones dirá en seguida: “¡Jo, cómo vive ése!” Lo malo es que no vivo, que no tengo tiempo para disfrutar de todo eso. Claro, a cualquiera le apetece saber que tiene dinero, que dispone de muchas comodidades... Sin embargo, hasta ahora mismo he pasado fuera de casa más de doscientas cincuenta noches al año. Eso hace que no conceda al dinero mucha parte de mi corazón. Y si mi caché en los conciertos es muy alto, uno de los más altos de España y de la América española, se debe a los grandes gastos que implica una actuación, tanto en material sonoro y escenográfico, como de personal. Más de cincuenta personas entre músicos, técnicos y trabajadores de oficina viven, con empleo fijo y bien pagado, de la garganta de Camilo. Se trata, pues, de una verdadera empresa cuyo director debe repartir entre muchos sus beneficios.
Así me he comportado siempre con el dinero. Cuando era pequeño, mi padre se enfadaba por mi actuación económica. El dinerillo que me daba semanalmente no lo dedicaba a comprarme caramelos o a gastarlo en las verbenas. Compraba habas cocidas, una gambitas que vendían en Alcoy, cacahuetes, patatas, chucherías diversas y regresaba con ellas a casa para que todos disfrutaran de mi dinero. Sabía que a mi padre le gustaban mucho aquellos aperitivos y no se me ocurría guardar para mí las propinas o gastarlas en necesidades mías. El dinero que me daban volvía a ellos.
Mi tía Mariu, la mujer de mi tío Pepe el Castellano (así llamado, aunque es andaluz) padrinos míos los dos; mi tía Mariu me recuerda siempre algo que ocurrió cuando tenía yo nueve años. Fui a verla una tarde y, ajetreada en su casa, la encontré despeinada.
–Tía, no puedes estar así –le dije–. Quiero verte guapa. Mira, sólo tengo esto, vete a la peluquería y mañana volveré a verte.
Le di las cincuenta pesetas que llevaba en el bolsillo, toda mi riqueza, y me fui de la casa.
Ése ha sido siempre mi concepto del dinero.
Y la verdad es que siempre me las he arreglado bien, con él o sin él. Lo mismo cuando me presentaron al Festival del Atlántico y me las arreglé con trescientas pesetas para los gastos que cuando la Prensa española publicó, no hace mucho, que aquel año había sido el ciudadano español que más había pagado a Hacienda. No significaba eso que fuera yo el español más rico, si no el que mayores beneficios durante el año fiscal había declarado...
Lo del Festival ocurrió a finales de 1971, si no recuerdo mal. En principio, Juan Pardo tenía decidido enviar a Andy Silver con una canción escrita por él y titulada Mendigo de amor. Pero la inglesa decidió en el último momento no presentarse. Camilo era entonces el chico para todo en la productora de Pardo, como ya he dicho. Así que mi pidió que fuera yo. Mencionar la palabra Festival ya me produce urticaria y creo que realmente se me pone la piel como si me hubiera revolcado en un bosque de ortigas. Discutimos, me enfadé... y finalmente cedí para sacarle de encima el problema.
Con los gastos de viaje y hotel pagados, allí me presenté. Llevaba en el bolsillo todo mi capital: trescientas pesetas. Iba derrumbado y jodido. Sin embargo, apenas llegado me encontré con José María de Juana, que me dio ánimos, y con Noelia Alfonso, canaria Miss Europa, que me dio algo más. Noelia era una mujer deslumbrante, cegadora. Ella tenía entonces un novio catalán, con el que se casó poco después, pero estaba como yo contratada en el Festival, como miembro del jurado. Nos hicimos íntimos en seguida. Y por otro lado muy pronto las asistentas femeninas a las eliminatorias comenzaron a inclinarse ostensiblemente por mi candidatura: griterío, desmayos, aplausos, acosos en los vestíbulos del hotel... Los periodistas corrían intentando fotografiarnos a Noelia y a mí, de modo que ni siquiera pude bañarme en la magnífica piscina de aquel hotel de Tenerife por miedo a las interpretaciones equívocas; no obstante, muchas revistas publicaron fotografías nuestras de aquellos cuatro o cinco días. Yo estaba un poco angustiado por mi falta de dinero, pero la amistad con Noelia me curó en seguida la pena. Fue la primera vez que asistía a un lugar como aquel, lleno de gente importante, y también mi primer baño de multitudes.
Como estaba previsto, no gané la confrontación. Me parece que me relegaron al segundo lugar, porque en alguna parte estaba decidido ya otorgar el galardón a una canción de Tony Ronald, muy famoso entonces, titulada “Help!” No era inmerecido, porque Tony tuvo una interpretación espléndida. De todas maneras, en muchos lugares me consideraron vencedor moral de aquella contienda... y no por mi relación con Miss Europa. “Mendigo de amor” también era un buen tema y los aplausos me demostraron que no había sido mala mi interpretación.
Claro que los festivales sienten hacia mí el mismo odio que confieso yo por ellos. No me sorprende que no me hayan tratado con particular afecto.
El segundo y último al que asistí fue mucho más desastroso que aquel primero. A principios del otoño de 1973 me llamaron de Televisión Española para una reunión importante. Por entonces me había despedido ya de mi mánager Lasso de la Vega con el que estaba desde la grabación en Londres de mi primer disco. Nuestra relación profesional había sido un auténtico fracaso, aunque en lo personal nos hemos entendido siempre muy bien y continúa nuestra amistad. Así que me parece que él intervino en aquella reunión más por parte de Ariola que por la mía. Tenía yo como encargado de mis asuntos a Tino, con el que tampoco estuve mucho tiempo. En esta cuestión de los managers todo ha sucedido como una cadena. Tino, Juan Martínez, que había sido mi primer mánager, en los tiempos del sello Piraña de Juan Pardo, trabajó con Lasso. También Manolo Sánchez fue durante un tiempo road-mánager de Lasso. Manolo Sánchez empezó trabajando en Ariola. Lo conocí sentado en una mesa que había tenido antes encima una máquina de coser; hacía en la compañía trabajos de promoción, hasta que se fue con Lasso de la Vega como sucesor de Tinín el torero. Poco después se independizó como mánager y yo fui uno de sus pupilos, también uno de los que más tiempo estuvieron con él, unos diez años. Con Manolo Sánchez, que ha sido mi amigo del alma, marcharon muy bien las cosas hasta los dos últimos años. Dificultades de todo género me aconsejaron cambiar una vez más, y elegí, en esa cadena de la que hablaba, a una persona que había trabajado con Sánchez como road-mánager de Rocío Dúrcal y de varios más. Jesús Manzano. Manzano es mi mánager personal desde el otoño de 1983 y ha demostrado en tan poco tiempo una competencia, una honestidad y un esmero tales que estoy seguro de no tener nunca más necesidad de cambiar a mi apoderado representante.
Pero no era mi intención hablar de mis managers, sino de festivales... En aquella reunión en Televisión Española se trataba de ofrecerme ser su representante en el de la OTI. Segura, de Ariola, y Lasso apoyaban las palabras del directivo de TVE, José Joaquín Marroquí. Yo sólo respondía con tres palabras:
–No quiero ir.
Y ellos insistían con todo género de argumentos: que de alguna manera debía pagar a Televisión lo que había hecho por mí, que estaba obligado, que no podía negarme, que me harían una campaña publicitaria grandiosa, que tenía en mis manos todo el mercado discográfico americano...
–No quiero ir. No quiero ir.
Sabía yo entonces que las víctimas de los festivales eran los artistas, aunque ganaran. Ellos eran siempre los manipulados, los que terminaban hundidos en aquellas marañas de intereses, de mentiras. Aunque me dieran todo el oro del mundo no iría a la OTI.
–Pero si vas a ganar, Camilo. Te firmamos ahora mismo que ganas tú.
–Pues eso me demuestra una vez más que tengo razón. Que todo está manipulado y amañado. Que es mentira todo.
Insistieron, presionaron, pusieron encima de la mesa el potencial de la única televisión existente en España, sin cuyo apoyo cualquier cantante puede hundirse; el potencial y los contratos con la compañía de discos, con el mánager. Creo que legalmente ni siquiera podía decir que no. Y fui, claro.
Fui a Belo Horizonte, en Brasil. ¿Quién puso nombre tan injusto a aquella ciudad? Creo que es una de las más feas del mundo y horizonte ni siquiera tenía. Rascacielos, fábricas, multitudes. Ciudad enorme y deforme a la que, por lo demás, le importaba un rábano aquel festival. Los taxistas ni siquiera sabían en qué lugar se celebraba. Vivíamos todos en un hotel gigantesco, nos cruzábamos por los corredores y nos lanzábamos sonrisitas y buenos deseos. “¡Qué te vaya bien!”, “Tú mereces ganar, chico”. “Suerte”... Panameños, dominicanos, ecuatorianos... Vestidos de modo rarísimo, como disfrazados. Y el lugar del festival, todavía peor. Creo que les habían avisado de que apareceríamos por allí dos horas antes. No había moqueta en el escenario, no aparecían los instrumentos ni las cámaras de televisión, los canales de sonido se cruzaban, cada uno intentaba por sus medios buscar un camerino o a los integrantes de su coro. Juan Carlos Calderón, que había venido a dirigir la orquesta, estaba tan desesperado que quería largarse. Muy pocos habían conseguido ensayar. Yo me había preparado concienzudamente en España, se había rodado, en Barcelona, un vídeo con la canción “Algo más”, compuesta y escrita por mí; Televisión y Ariola se habían esforzado realmente en la promoción de aquel tema, pero el Festival como tal era una tragedia. La urticaria parecía haberme atacado los nervios y no sabía en dónde meterme.
Lo malo era que no podía volverme atrás, después de todo el lío montado. Y, por otro lado, ¿a quién decir que yo dimitía? Allí nadie sabía nada, nadie estaba al tanto de nada.
Casi por milagro consiguieron emitirse, a trancas y barrancas, las canciones. Yo canté como pude, pero estaba tan triste que inmediatamente me marché al hotel, sin esperar a las votaciones. Después me comunicaron que había quedado el quinto o el sexto y que había ganado un bodrio mexicano titulado Qué alegre va María. Naturalmente, por mucha alegría que llevase María, no fue a ninguna parte. Pasó tan inadvertida como tantas canciones de ese absurdo festival. Sin embargo, Algo más fue uno de los más grandes éxitos de mi carrera, una canción de la que se vendieron cientos de miles de copias en toda América.
Pero yo no estaba deprimido por haber perdido, sino por lo que había pasado. José María Iñigo, que estaba allí como informador, me encontró solitario y pensativo sentado ante mi mesa.
–Pero ¿qué te pasa, Camilo?
–Quiero irme de misionero a África, no quiero saber nunca más nada de la música, cantaré sólo para mis perros. Me retiro de todo esto.
Mi decisión estuvo a punto de convertirse en definitiva cuando me contaron lo que realmente había pasado. Algún tiempo antes de la transmisión del festival, en Madrid habían cambiado las autoridades de Televisión Española y los nuevos hombres consideraban que no era conveniente ganar aquel festival. Un primer premio implicaba la obligación de organizarlo al año siguiente y eso resultaba tan caro como inútil. Así que habían llamado a quien fuera con órdenes de no ganar. Sin pensar en las promesas, sin pensar en los trabajos, sin pensar en mí. Los artistas, siempre víctimas del poder.
Me puse a llorar como un imbécil. Lloraba porque fuese así la vida, porque todo resultara tan falso, tan grotesco, tan injusto. Que busquen a otro para estas cosas, que hagan a otros sus promesas y sus carantoñas, que no jueguen más conmigo. Cualquier cantante tiene que soportar muchas decisiones de los demás, incluso de tipos absolutamente ignorantes pero con poder; ahora bien, aquello parecía demasiado. La popularidad, la fama, el éxito, el dinero quedaban siempre empañados por la opinión de un poderoso, de un directivo del pelaje que fuera. Los mismos que te halagan babosamente para que vayas a un festival benéfico, con el que te pondrán una medalla, pueden abandonarte por completo, olvidarte, despreciarte si eso conviene a sus intereses. Así son las cosas. Así.
 
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