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Tienen alguna idea del cantante poco congruente del que habla?Capítulo 24. Camilo... ¡Che!por Admin el Dom Sep 04, 2011 4:56 pm
Capítulo 24. Camilo... ¡Che!
Un colega que empezó su carrera dedicando una heroica y lacrimógena canción al general Franco y fotografiándose con maserattis alquilados, y que luego alcanzó mucha fama y mucho apoyo por su militancia izquierdista, militancia que teñía a sus canciones de una calité que no tenían, fue el principal responsable de una terrible campaña de desprestigio que me azotó en uno de los momentos de más éxito de mi carrera profesional. Después, cuando esa militancia le resultó económicamente estéril, la abandonó y ha venido a caer últimamente en los territorios de la canción amorosa que tanto había criticado en mí, sólo que escrita con mucho más comercialismo que convicción. Por otro lado, muchos de los que entonces apoyaron su ingenio –incluido él mismo– , aunque no sus trapacerías subterráneas, han hecho más tarde lo que yo había hecho entonces, sólo que por más dinero y sin riesgo a las maledicencias. Sí, ahora todo el mundo va a Chile e incluso canta en el palacio de Pinochet, si le pagan por ello. Ha debido de ocurrirles lo mismo que a uno de los escritores que yo más admiro en el terreno literario, a menos me placen algunos de sus comportamientos humanos ; también Gabriel García Márquez prometió no publicar ningún libro mientras estuviera Pinochet en el poder, pero cuando tuvo lista su novelita corta –y maravillosa– Crónica de una muerte anunciada y cuando supo que por ella le ofrecían una millonada, decidió publicarla con la disculpa de que su promesa ya no tenía valor, pues el general chileno estaba a punto de caer. De eso hace tres años y medio...
Pero me propuse cuando empecé estas relatorías no hablar de los responsables de mis momentos amargos. Para mi fortuna, he tenido muy pocos enemigos, e incluso la mayoría de ellos coyunturales. He sabido siempre rodearme de afecto y ni los celos profesionales o amorosos me han creado hostilidad duradera. Por otro lado, apenas encuentro en los últimos veinte años comportamientos que me autoricen a calificar a alguien como enemigo mío, salvo el mencionado suceso, en el cual, por lo demás, debieron de influir más los intereses políticos de unos cuantos que la pura animadversión personal. Me ha gustado siempre sentirme amigo de todos mis colegas, he acudido a sus conciertos, los he aplaudido sin reticencia y me llevo muy bien lo mismo con los que se quedaron en el camino que con los que ocupan las primeras filas en el mundo musical.
He mencionado en algún lado mi admiración por los recursos poéticos de Serrat, a cuyo lado he cantado muchas veces. De Julio Iglesias he recibido siempre espléndidos consejos, pues adquirió experiencia mucho antes que yo y nunca fue avaro de ellas. Siempre que lo he visto (y han sido muchas veces, dentro y fuera de los escenarios), se ha ofrecido a aconsejarme en asuntos profesionales y yo he procurado aprovechar sus conocimientos. Con Raphael me une también una amistad muy larga. Le he aplaudido en Madrid, en México, en Buenos Aires. Recuerdo que una vez me llamó desde La Vegas a mi casa de Los Ángeles. Estaba solo en la ciudad del desierto, adonde había acudido para ampliar su preparación, de la que siempre ha sido responsable. Volé en seguida a su lado y pasamos tres días deliciosos, como solteros de juerga, conociendo hasta los últimos rincones de la gran capital americana del espectáculo. Y Marietta, Rocío Durcal, mi vecina, casi mi hermana, tan maravillosa siempre... Así podría enhebrar una lista larga de amistades en los territorios profesionales, frecuentadas con mayor o menor asiduidad, pero sin reticencias o retrancas siempre. Pero no me gusta colocarme a mis amigos como medallas; lo son, están ahí para echarme una mano o para recibir la mía, no para lanzamientos publicitarios o escandalitos equívocos. Prefiero, pues, dejarlo donde están: a mi lado.
Aquel año de 1973 fue muy trágico. Murieron cuatro de los hombres que más he admirado nunca: murió Picasso, murió Neruda, murió Casals (los tres Pablo). Murió John Ford. Picasso estuvo siempre tan alto para mí, desde niño, que ni siquiera soñé nunca con imitarlo. Los versos de Neruda –tantos y tantos me sé de memoria– me han acompañado como inseparables amigos, como una hermosa luz entre las manos. Respecto a Casals, recuerdo la punzante emoción que sentí en la pequeña casa-museo que le ha dedicado San Juan de Puerto Rico; cada vez que voy a la Isla Verde me paso por allí y me quedo un buen rato escuchando alguno de sus conciertos grabados que ofrece constantemente un aparato de vídeo, al lado de sus pipas, su fichas de dominó, las fotografías de su vida... Viejo San Juan fue y sigue siendo un hogar cálido para el inolvidable violonchelista.
También en 1973 ocurrió la tragedia de Chile, con el su***dio del doctor Allende, a quien todo el mundo en su patria conocía con el afectuoso nombre de “don Chicho”, el hombre que creía en los votos y no en los fusiles. Estaba ya en el poder el general Augusto Pinochet cuando yo fui a actuar durante el fin de fiesta del Festival Viña del Mar. Conocía bien los trágicos acontecimientos ocurridos en el país que tanto amaba y acudí, como a tantos otros lugares, a cantar mis canciones, a hacer más dichosa a la gente. Allí gustaba Algo de mí, Fresa salvaje, Amor amar, Sólo un hombre; allí compraban mis discos. Canté ante cuarenta mil personas que por un momento podían olvidar lo que estaba ocurriendo en su patria. No estaba entre ella el general Pinochet y nunca lo vi. Sin embargo, cuando de Santiago viajé a la República Dominicana, tres personas, únicamente tres, se lanzaron a mezclar la política con la música y desde la semántica fácil de Camilochet emprendieron una campaña contra mí como si fuera el gran soporte de la dictadura chilena. Aquello era ridículo y procuré tomármelo a medias con humor y con dolor.
–¿Camilochet? Yo soy Camilo-ché, que para eso soy valenciano ché, de Alcoy. Y no me gustan los políticos, ningún político, ché.
Pero también me dolió aquella interesada infamia.
En realidad una semana antes se había celebrado en la isla una “Semana del pueblo”; y continuaban allí muchos de los participantes. Cuando llegué, salieron a recibirme tres Misses y se pusieron a bailar merengue delante de mí, en bañador; yo no quería acompañarlas en el baile y de pronto, mientras hablo con ellas, me meten en un coche policial y casi me raptan. “Bueno –pensé yo, que llegaba allí por vez primera–, serán las costumbres de esta tierra...”
Pero en el hotel Jaragua estaba vigilado por policías en todas partes, hasta en mi cuarto de baño. Vigilado o cuidado, porque habían anunciado bombas por todas partes, protestando por mi presencia. Los asuntos políticos entre el coronel Caamaño y el presidente Balaguer se volcaban contra un cantante inocente. No había visto yo aún los periódicos, pero estaba ya montada una tremenda campaña contra mí, bajo la dirección de un periodista llamado Orlando Martínez, en cuya casa vivía el colega al que aludí al principio. Amenazas de bombas en todas partes: en el hotel, en las calles, en el Teatro Bellas Artes... Cuando fui a actuar, había más policías con metralletas que público. Fueron unos pocos días: espantosos. Al final conseguí escapar al refugio de Puerto Rico y tardé muchos años en volver en Santo Domingo. Sin embargo, porque no tenía nada contra su gente, elegí a una dominicana para el principal papel del Jesucristo. Angelita Carrasco, y cuando fui con ella a cantar a la isla, años más tarde, me recibieron casi como a un héroe nacional, con formidables alborotos en aeropuertos y teatros. Olvidé pronto aquella primera visita terrible. Y también a los tres individuos que estuvieron a punto de causar una tragedia. Vive y deja vivir.
Si al menos me hubieran acusado de cantar ante Stroessner... Ante él sí que estuve, en su casa. Fue lo que llamaría yo una “invitación forzada” y una situación surrealista. En un salón en el que mezclaban Versalles y las Encomiendas, con una cristalera inmensa que daba a un hermosísimo jardín, estaba reunida la familia del Presidente para festejar el cumpleaños de una de las hijas. Todos vestidos con una elegancia de película de Hollywood. El general entraba y salía, vestido de paisano, sonriendo, de un lado a otro siempre, sin sentarse. Sirvieron té y dulces, como acostumbran a hacer en las fiestas de Asunción y de Montevideo, a la manera inglesa. Adolfo Waitzman le daba al piano y yo iba cantando mis canciones, que se recibían con educados aplausos. De pronto, aparece Tinín por una puerta lateral gritando como un poseso. Estaba congestionado y furioso; yo creo que ni llegó a enterarse de dónde estaba, de la gente que se encontraba allí.
–¡Caguen tal! (en realidad decía una blasfemia mucho más fuerte). ¿No tienen aquí whisky de importación? Dijeron que había whisky y me dan agua caliente. ¡A ver, hostias, que me traigan whisky de importación! Tanto Stroessner y tanta mierda y no hay whisky...
Sospecho que en aquel preciso instante no estaba allí Stroessner, pero todos nos quedamos helados. Waitzman, después de un silencioso titubeo, tecleó con suavidad su piano. Yo me callé. Las mujeres miraron espantadas. Tinín, el torero, dio un portazo y siguió gritando a lo largo de un pasillo. Cuando volvía a abrir la puerta del salón en que estábamos, un guarda lo tomó del brazo y se lo llevó. Sólo ocurrió que le dieron por fin su whisky, hasta que se tranquilizó. Y el Presidente salió a despedirnos, sin mencionar para nada el incidente.
Fue aquella la única vez que he tenido relación con personajes de la política. En principio, no me gusta ninguno de ellos; no me gusta que me rodeen ni halagarlos. En cuanto a ciudadanos corrientes, los acepto como a cualesquiera otros. En realidad, no son ellos los que no me gustan, sino las miserias de su trabajo. Jamás he rozado siquiera los bordes de la política, de ninguna política. Es una actividad en la que he conocido, siempre a través de terceros, demasiadas mentiras, demasiadas inmoralidades, demasiadas trapacerías. Sobre todo en los países en que la he visto más de cerca. En mi propio país, cumplo mi deber ciudadano del voto, procuro elegir a quien me parece mejor, pero no corro a apoyar ninguna facción o partido, ni con la dictadura ni con la democracia. Mi misión en la vida es intentar que la gente sea feliz con una canción de tres minutos, no apoyar a los que quizá luego puedan decepcionarme.
Sin embargo, durante meses arrastré aquel injusto Camilochet. Yo, que siempre me he sentido tan orgulloso de mi nombre, el mismo que llevaron mi abuelo y mi bisabuelo, el que lleva un tío mío, un primo mayor que yo, un sobrino y, ahora, también mi hijo. Sé que es un nombre infrecuente y hasta extraño. El más grande de los Camilos españoles escribe así al comienzo del primer tomo de sus memorias, titulado “La Rosa” : “Camilo no es un nombre muy bonito, es un nombre extraño, que suena a francés o a ruso, pero a mí me hubiera parecido una necedad que mis padres, guiados de un criterio de estética o de historia de guardarropía, me hubieran puesto, al bautizarme, Gustavo Adolfo, o Julio César, O Víctor Manuel, o Marco Antonio ; estos son nombres de negros de las Antillas”. El académico Camilo José Cela se siente tan orgulloso de su nombre como yo. La vida de nuestro común patrono, San Camilo de Lelis, me interesó mucho más que la de Domingo Savio. La leí durante unos ejercicios espirituales con los salesianos y me llenó de gozo el corazón el conocimiento de que en su juventud llevó una vida bastante alegre y retozona. Se hizo santo de mayor, lo que me permite a mí alimentar muchas esperanzas...
Es el nombre que he usado toda mi vida, incluso desprovisto de apellido. Siempre fui Camilo a secas en el colegio; salvo el profesor de dibujo, que estaba empeñado en llamarme Chato, todo el mundo me conocía por Camilo. Y lo mismo en la mili. Nunca fui “el número 20”, que fue el que tuve; nunca fui el soldado Blanes, sino Camilo. Sólo había un Camilo entre siete mil militares.
Por lo que respecta al Sesto, asunto que me preguntan cinco veces al día, tiene una historia bastante estúpida. Cuando andaba yo intentando que alguien escuchase Llegará el verano, fui una noche con Junior a un programa de Encarnita Sánchez en Radio España. Junior y yo nos parecíamos bastante: delgadísimos, altos... Estábamos cara al público y alguien dijo que por qué no me ponía como nombre Junior Segundo. Yo en broma respondí que mejor Camilo Sexto. Como luego coincidía con los Camilos de mi familia, aquella broma quedó plasmada en mi siguiente disco.
Pero luego en México empezó a circular un chiste a costa mía. La mujer del presidente Echeverría no debía de tener muchas luces y se inventaban cuentos sobre sus viajes a Europa. Cosas como: “¿Y fuiste a ver el Entierro del Conde de Orgaz en Toledo?” –le pregunta una amiga. “Ay, no, hija; estaba de vacaciones, no iba yo a meterme en entierros, aunque fuera de un conde”. El otro chiste decía:
–¿Y no has conocido a Pablo VI? (papa entonces reinante).
–A él no, pero sí conocí a su sobrino Camilo Sexto. Es un chico muy guapo que canta muy bien.
Por alguna razón me disgustó aquella broma –hoy me divertiría mucho– y en el disco siguiente aparecí como Sesto, con ese. Así he quedado..., aunque no para todos. En castellano, la palabra resulta extraña –por incorrecta– y muchísima gente, incluidos locutores y periodistas, siguen diciendo Sexto. No importa demasiado, porque en realidad desde antes de Los Dayson, he sido únicamente Camilo, solamente Camilo. Es como me gustan que me llamen.
Tal vez porque mi nombre completo resulta algo comprometido. Según algunos tratadistas de lo esotérico, aquellos nombres formados por seis letras tres veces son la marca del Anticristo. El mío tiene esa prodigiosa marca. Y también el de Ronald Wilson Reagan... Todavía no he notado señales especiales de esa cualidad, pero todo pudiera ocurrir. Como tampoco encaja demasiado en mi manera de ser el signo zodiacal Virgo, bajo el que nací. Me persiguen las Géminis –y las persigo yo–, cosas que astrológicamente no parecen muy correctas; soy relativamente desordenado, con un orden desordenado, pero no adorador del orden como dicen de los Virgo. Tal vez mi cara refleja mi signo, pero no he logrado aclararme mucho sobre la cuestión, al margen de mi aspecto aniñado. Generalmente somos muy cómodos y creemos aquello que más nos conviene. Con los horóscopos a cuestas puede uno librarse de pensar o de decidir. No es mi caso, ciertamente. Los leo a veces, me divierten, especialmente sus muchas contradicciones y el hecho de que dividan la Humanidad en sólo doce clases de individuos, con lo complicados que todos somos. En cualquier caso, parece que soy Virgo –en realidad, lo fui durante muy poco tiempo–, pero me dominan Escorpión y Sagitario. ¿Quién soy realmente? ¿Tal vez –bromeando– una sombra, un sosia del Anticristo? Por lo que sé, únicamente soy Camilo.
La Noelia a la que se refiere es la misma Noelia de la cancion de Nino Bravo?, Alguien mas o solo yo ha escuchado que el credito de componer "Algo mas" va para Juan Carlos Calderon?!l Dom Sep 04, 2011 4:57 pm
por Admin
Capítulo 26. La víctima
No creo yo que el dinero haga al hombre y sea la posibilidad inmediata de lo infinito, como aseguraba Anatole France. Pero sí me parece evidente lo que otro francés muy sabio también decía; según Molière, el dinero es la llave que abre todas las puertas. Puede que haya alguna mejor atrancada, incluso alguna imposible de abrir, pero si los que han dispuesto de dinero aseguran que con él puede comprarse casi todo, sus motivos tendrán. Ahora bien, los halagos que al dinero suelen hacer las personas que nunca lo han tenido suelen convertirse en insulto o desprecio en los que nadan en ese “estiércol del diablo”. No quiero yo caer en ninguno de los extremos, y no por prudencia ante los demás, sino porque nunca ha sido, ni de lejos, el primer objeto de mis apetencias. Ni para ganarlo ni para gastarlo. También en este aspecto de mi carácter se equivocó el zodíaco, pues suelen decir de los virgos que tienden a caer en la avaricia, esa locura de vivir pobres para morir ricos. A mí me importa poco cómo vaya a morir con tal de vivir como quiero.
Y eso sí lo he conseguido en los últimos años. Quiero decir que nunca me ha faltado dinero para conseguir lo que me ha apetecido, aunque sospecho que siempre ha ocurrido así. En los más difíciles tiempos de mis comienzos en Madrid, recuerdo que más de una vez me he gastado las últimas quinientas pesetas que tenía en el bolsillo en cenar en un restaurante chino del centro de la ciudad, con algún amigo (hablo de cuando los restaurantes chinos eran baratos), y luego marcharme a pie hasta mi casa en la plaza de Castilla por no tener ni para un billete de Metro. Y no por ello me sentía desgraciado, todo lo contrario.
Fue siempre así. Ante el dinero he sentido siempre una gran indiferencia. Jamás he sabido cuánto tenía ni me ha preocupado lo más mínimo, lo que ha permitido que algunos hayan aprovechado con frecuencia ese desdén mío. No pertenezco a ese grupo de obesos que necesitan cenar langosta y jabugo todos los días: con el mismo placer me como un bocadillo de calamares que la mayor obra de arte de Girardet, aunque no deje de apreciar los valores de la gran cocina: hablo sólo desde el punto de vista del gasto. Dije ya algo parecido sobre los coches.
Cuando Manolo Sánchez fundó una sociedad de management, al comienzo de su carrera, le puso mi nombre, escrito al revés: Olimac, porque yo era su primer artista. Bien, pues incluso en aquella sociedad yo sólo tengo el arte: la parte es de unos cuantos, nada mío.
Hay un límite muy cercano siempre para el disfrute de las cosas terrenales. Llegado a él, los límites no existen y es ése el lugar en que todos los ricos son desgraciados, ya que nunca hay dinero bastante para tenerlo todo, ya que siempre hay alguien en alguna parte que tiene más que nosotros.
Para un hombre que lleva una vida como la mía, incluso es difícil gozar de las comodidades de las que se ha rodeado. Tengo una casa magnífica en Torrelodones, a una treintena de kilómetros de Madrid ; una casa llena de las cosas que me gustan, alfombras, cuadros, cristales, libros, plantas, perros y amigos. Tengo otra casa en la capital, para cuando me siento demasiado cansado después del trabajo como para ponerme en carretera. Y una residencia de verano en Cala d’Or, Mallorca, que compré a Manolo de la Calva, del Dúo Dinámico, por consejo de Lasso de la Vega, que tenía otra al lado. Sin embargo, ni siquiera todos los años puedo pasar en ella un par de semanas de vacaciones, por exceso de trabajo. Y el espléndido apartamento que poseo en Puerto Banús, en Marbella, creo que sólo lo he habitado diez minutos desde que lo compré. Cualquiera que conozca éstas u otras posesiones dirá en seguida: “¡Jo, cómo vive ése!” Lo malo es que no vivo, que no tengo tiempo para disfrutar de todo eso. Claro, a cualquiera le apetece saber que tiene dinero, que dispone de muchas comodidades... Sin embargo, hasta ahora mismo he pasado fuera de casa más de doscientas cincuenta noches al año. Eso hace que no conceda al dinero mucha parte de mi corazón. Y si mi caché en los conciertos es muy alto, uno de los más altos de España y de la América española, se debe a los grandes gastos que implica una actuación, tanto en material sonoro y escenográfico, como de personal. Más de cincuenta personas entre músicos, técnicos y trabajadores de oficina viven, con empleo fijo y bien pagado, de la garganta de Camilo. Se trata, pues, de una verdadera empresa cuyo director debe repartir entre muchos sus beneficios.
Así me he comportado siempre con el dinero. Cuando era pequeño, mi padre se enfadaba por mi actuación económica. El dinerillo que me daba semanalmente no lo dedicaba a comprarme caramelos o a gastarlo en las verbenas. Compraba habas cocidas, una gambitas que vendían en Alcoy, cacahuetes, patatas, chucherías diversas y regresaba con ellas a casa para que todos disfrutaran de mi dinero. Sabía que a mi padre le gustaban mucho aquellos aperitivos y no se me ocurría guardar para mí las propinas o gastarlas en necesidades mías. El dinero que me daban volvía a ellos.
Mi tía Mariu, la mujer de mi tío Pepe el Castellano (así llamado, aunque es andaluz) padrinos míos los dos; mi tía Mariu me recuerda siempre algo que ocurrió cuando tenía yo nueve años. Fui a verla una tarde y, ajetreada en su casa, la encontré despeinada.
–Tía, no puedes estar así –le dije–. Quiero verte guapa. Mira, sólo tengo esto, vete a la peluquería y mañana volveré a verte.
Le di las cincuenta pesetas que llevaba en el bolsillo, toda mi riqueza, y me fui de la casa.
Ése ha sido siempre mi concepto del dinero.
Y la verdad es que siempre me las he arreglado bien, con él o sin él. Lo mismo cuando me presentaron al Festival del Atlántico y me las arreglé con trescientas pesetas para los gastos que cuando la Prensa española publicó, no hace mucho, que aquel año había sido el ciudadano español que más había pagado a Hacienda. No significaba eso que fuera yo el español más rico, si no el que mayores beneficios durante el año fiscal había declarado...
Lo del Festival ocurrió a finales de 1971, si no recuerdo mal. En principio, Juan Pardo tenía decidido enviar a Andy Silver con una canción escrita por él y titulada Mendigo de amor. Pero la inglesa decidió en el último momento no presentarse. Camilo era entonces el chico para todo en la productora de Pardo, como ya he dicho. Así que mi pidió que fuera yo. Mencionar la palabra Festival ya me produce urticaria y creo que realmente se me pone la piel como si me hubiera revolcado en un bosque de ortigas. Discutimos, me enfadé... y finalmente cedí para sacarle de encima el problema.
Con los gastos de viaje y hotel pagados, allí me presenté. Llevaba en el bolsillo todo mi capital: trescientas pesetas. Iba derrumbado y jodido. Sin embargo, apenas llegado me encontré con José María de Juana, que me dio ánimos, y con Noelia Alfonso, canaria Miss Europa, que me dio algo más. Noelia era una mujer deslumbrante, cegadora. Ella tenía entonces un novio catalán, con el que se casó poco después, pero estaba como yo contratada en el Festival, como miembro del jurado. Nos hicimos íntimos en seguida. Y por otro lado muy pronto las asistentas femeninas a las eliminatorias comenzaron a inclinarse ostensiblemente por mi candidatura: griterío, desmayos, aplausos, acosos en los vestíbulos del hotel... Los periodistas corrían intentando fotografiarnos a Noelia y a mí, de modo que ni siquiera pude bañarme en la magnífica piscina de aquel hotel de Tenerife por miedo a las interpretaciones equívocas; no obstante, muchas revistas publicaron fotografías nuestras de aquellos cuatro o cinco días. Yo estaba un poco angustiado por mi falta de dinero, pero la amistad con Noelia me curó en seguida la pena. Fue la primera vez que asistía a un lugar como aquel, lleno de gente importante, y también mi primer baño de multitudes.
Como estaba previsto, no gané la confrontación. Me parece que me relegaron al segundo lugar, porque en alguna parte estaba decidido ya otorgar el galardón a una canción de Tony Ronald, muy famoso entonces, titulada “Help!” No era inmerecido, porque Tony tuvo una interpretación espléndida. De todas maneras, en muchos lugares me consideraron vencedor moral de aquella contienda... y no por mi relación con Miss Europa. “Mendigo de amor” también era un buen tema y los aplausos me demostraron que no había sido mala mi interpretación.
Claro que los festivales sienten hacia mí el mismo odio que confieso yo por ellos. No me sorprende que no me hayan tratado con particular afecto.
El segundo y último al que asistí fue mucho más desastroso que aquel primero. A principios del otoño de 1973 me llamaron de Televisión Española para una reunión importante. Por entonces me había despedido ya de mi mánager Lasso de la Vega con el que estaba desde la grabación en Londres de mi primer disco. Nuestra relación profesional había sido un auténtico fracaso, aunque en lo personal nos hemos entendido siempre muy bien y continúa nuestra amistad. Así que me parece que él intervino en aquella reunión más por parte de Ariola que por la mía. Tenía yo como encargado de mis asuntos a Tino, con el que tampoco estuve mucho tiempo. En esta cuestión de los managers todo ha sucedido como una cadena. Tino, Juan Martínez, que había sido mi primer mánager, en los tiempos del sello Piraña de Juan Pardo, trabajó con Lasso. También Manolo Sánchez fue durante un tiempo road-mánager de Lasso. Manolo Sánchez empezó trabajando en Ariola. Lo conocí sentado en una mesa que había tenido antes encima una máquina de coser; hacía en la compañía trabajos de promoción, hasta que se fue con Lasso de la Vega como sucesor de Tinín el torero. Poco después se independizó como mánager y yo fui uno de sus pupilos, también uno de los que más tiempo estuvieron con él, unos diez años. Con Manolo Sánchez, que ha sido mi amigo del alma, marcharon muy bien las cosas hasta los dos últimos años. Dificultades de todo género me aconsejaron cambiar una vez más, y elegí, en esa cadena de la que hablaba, a una persona que había trabajado con Sánchez como road-mánager de Rocío Dúrcal y de varios más. Jesús Manzano. Manzano es mi mánager personal desde el otoño de 1983 y ha demostrado en tan poco tiempo una competencia, una honestidad y un esmero tales que estoy seguro de no tener nunca más necesidad de cambiar a mi apoderado representante.
Pero no era mi intención hablar de mis managers, sino de festivales... En aquella reunión en Televisión Española se trataba de ofrecerme ser su representante en el de la OTI. Segura, de Ariola, y Lasso apoyaban las palabras del directivo de TVE, José Joaquín Marroquí. Yo sólo respondía con tres palabras:
–No quiero ir.
Y ellos insistían con todo género de argumentos: que de alguna manera debía pagar a Televisión lo que había hecho por mí, que estaba obligado, que no podía negarme, que me harían una campaña publicitaria grandiosa, que tenía en mis manos todo el mercado discográfico americano...
–No quiero ir. No quiero ir.
Sabía yo entonces que las víctimas de los festivales eran los artistas, aunque ganaran. Ellos eran siempre los manipulados, los que terminaban hundidos en aquellas marañas de intereses, de mentiras. Aunque me dieran todo el oro del mundo no iría a la OTI.
–Pero si vas a ganar, Camilo. Te firmamos ahora mismo que ganas tú.
–Pues eso me demuestra una vez más que tengo razón. Que todo está manipulado y amañado. Que es mentira todo.
Insistieron, presionaron, pusieron encima de la mesa el potencial de la única televisión existente en España, sin cuyo apoyo cualquier cantante puede hundirse; el potencial y los contratos con la compañía de discos, con el mánager. Creo que legalmente ni siquiera podía decir que no. Y fui, claro.
Fui a Belo Horizonte, en Brasil. ¿Quién puso nombre tan injusto a aquella ciudad? Creo que es una de las más feas del mundo y horizonte ni siquiera tenía. Rascacielos, fábricas, multitudes. Ciudad enorme y deforme a la que, por lo demás, le importaba un rábano aquel festival. Los taxistas ni siquiera sabían en qué lugar se celebraba. Vivíamos todos en un hotel gigantesco, nos cruzábamos por los corredores y nos lanzábamos sonrisitas y buenos deseos. “¡Qué te vaya bien!”, “Tú mereces ganar, chico”. “Suerte”... Panameños, dominicanos, ecuatorianos... Vestidos de modo rarísimo, como disfrazados. Y el lugar del festival, todavía peor. Creo que les habían avisado de que apareceríamos por allí dos horas antes. No había moqueta en el escenario, no aparecían los instrumentos ni las cámaras de televisión, los canales de sonido se cruzaban, cada uno intentaba por sus medios buscar un camerino o a los integrantes de su coro. Juan Carlos Calderón, que había venido a dirigir la orquesta, estaba tan desesperado que quería largarse. Muy pocos habían conseguido ensayar. Yo me había preparado concienzudamente en España, se había rodado, en Barcelona, un vídeo con la canción “Algo más”, compuesta y escrita por mí; Televisión y Ariola se habían esforzado realmente en la promoción de aquel tema, pero el Festival como tal era una tragedia. La urticaria parecía haberme atacado los nervios y no sabía en dónde meterme.
Lo malo era que no podía volverme atrás, después de todo el lío montado. Y, por otro lado, ¿a quién decir que yo dimitía? Allí nadie sabía nada, nadie estaba al tanto de nada.
Casi por milagro consiguieron emitirse, a trancas y barrancas, las canciones. Yo canté como pude, pero estaba tan triste que inmediatamente me marché al hotel, sin esperar a las votaciones. Después me comunicaron que había quedado el quinto o el sexto y que había ganado un bodrio mexicano titulado Qué alegre va María. Naturalmente, por mucha alegría que llevase María, no fue a ninguna parte. Pasó tan inadvertida como tantas canciones de ese absurdo festival. Sin embargo, Algo más fue uno de los más grandes éxitos de mi carrera, una canción de la que se vendieron cientos de miles de copias en toda América.
Pero yo no estaba deprimido por haber perdido, sino por lo que había pasado. José María Iñigo, que estaba allí como informador, me encontró solitario y pensativo sentado ante mi mesa.
–Pero ¿qué te pasa, Camilo?
–Quiero irme de misionero a África, no quiero saber nunca más nada de la música, cantaré sólo para mis perros. Me retiro de todo esto.
Mi decisión estuvo a punto de convertirse en definitiva cuando me contaron lo que realmente había pasado. Algún tiempo antes de la transmisión del festival, en Madrid habían cambiado las autoridades de Televisión Española y los nuevos hombres consideraban que no era conveniente ganar aquel festival. Un primer premio implicaba la obligación de organizarlo al año siguiente y eso resultaba tan caro como inútil. Así que habían llamado a quien fuera con órdenes de no ganar. Sin pensar en las promesas, sin pensar en los trabajos, sin pensar en mí. Los artistas, siempre víctimas del poder.
Me puse a llorar como un imbécil. Lloraba porque fuese así la vida, porque todo resultara tan falso, tan grotesco, tan injusto. Que busquen a otro para estas cosas, que hagan a otros sus promesas y sus carantoñas, que no jueguen más conmigo. Cualquier cantante tiene que soportar muchas decisiones de los demás, incluso de tipos absolutamente ignorantes pero con poder; ahora bien, aquello parecía demasiado. La popularidad, la fama, el éxito, el dinero quedaban siempre empañados por la opinión de un poderoso, de un directivo del pelaje que fuera. Los mismos que te halagan babosamente para que vayas a un festival benéfico, con el que te pondrán una medalla, pueden abandonarte por completo, olvidarte, despreciarte si eso conviene a sus intereses. Así son las cosas. Así.
Tienen alguna idea del cantante poco congruente del que habla?
El único que se me viene a la cabeza pero que no puedo afirmar si es el cantante al que se refiere Camilo es Víctor Manuel. Pasó de dedicarle canciones a Franco en plan peloteo, a ser un abanderado del comunismo. El cambio de ideología fue tras la muerte del Caudillo, muy valiente él... Pero ya digo que no sé si es éste el cantante al que Camilo se refería en sus memorias. Alguien sabe qué relación mantenía Camilo Sesto con el matrimonio Ana Belén-Víctor Manuel?