Camilo Sesto: su vida, canciones, muerte y herencia

"Ver el archivo adjunto 1206118 ENTREVISTA A CAMILO SESTO. Se estrenaban los años ochenta, acababa de producirse el intento de golpe de estado del 23-F y Camilo Sesto era famosísimo. Así, es comprensible que me temblaran las piernas cuando me llamó a la redacción y me dijo, “Pilar, quiero que me conozcas”. Me citó en un bar solitario de un barrio moderno y feo de Madrid, estaba sentado solo, arrebujado en un chaquetón azul marino con las solapas levantadas, joven y pálido. Me indicó una silla a su lado para que me sentara, me cogió la mano y se la llevó a la cara: “Toca”. Después me susurró al oído: “No voy maquillado”. Yo tartamudeé: “No entiendo”, y él me espetó con brusquedad: “Ya sé que decís que soy mari**n, pero ni es verdad ni me importa”. Y con cierta socarronería añadió: “Si algún día me da por ahí, serás la primera en saberlo”., QUISO SER PINTOR Estuvimos seis horas juntos, quizás las mas intensas de mi vida profesional. Bebimos primero vino: “El golpe de Tejero me ha parecido un horror porque siempre hay lugar para las palabras antes de que empiecen a hablar las pistolas, yo no soy de derechas, aunque creo que Fraga es el mejor político que tenemos”. Después empezamos con el whisky: “Soy feminista, ves, no me importa que esta entrevista me la haga una mujer y no un hombre, o sea que carca, carca, no soy”. Picamos unas aceitunas y unas patatas bravas para poder seguir bebiendo. La noche fue cayendo a nuestro alrededor, salían los niños del colegio, pero nosotros estábamos en nuestro rincón, sin que nadie nos molestase, ¡me contó tantos secretos! “En los escolapios de Alcoy era una “voz blanca” ¡y cabreada!, porque por cantar “Me gustan las mujeres mayores que yo, son las que me han enseñado todo lo que sé, ¡y sé mucho!”
bien me perdí muchísimos recreos, domingos y fiestas de guardar”. Llegó hasta a fingir gallos para que le dejaren escaquearse del duro trabajo de ser niño prodigio. “Quise dedicarme a la pintura, de hecho, cuando me vine a Madrid, a la pensión de la señora María en la calle de la Ventilla, para no morirme de hambre le vendía mis cuadros a un trapero de La Elipa”. Cuando hablaba de aquellos tiempos, a Camilo se le encendían los ojos. Se quitó la chaqueta porque, a pesar del frio, tenía calor, “me fui a la mili, allí aprendí inglés y eduqué mi voz, hasta el punto de que podía cantar ópera o moderno, y me decanté por lo moderno”. Le dijeron que fuera a ver a Junior, recién separado de Juan Pardo, que le produciría un disco. Se reía tanto contándomelo, que el camarero nos miraba con suspicacia desde la barra, “Junior me hacía ir todos los días a su casa para ver mis cosas y escucharme, pero entonces llegaban su primo y Rocío Dúrcal y se ponían a bailar rock and roll y ensayar pasos, y no me hacían ni puñetero caso. ¡Como un infeliz, estaba allí horas con mis carpetas bajo del brazo! Harto, me fui a su rival, Juan Pardo. ¡Y él me produjo un disco que se llamaba ‘El verano llegó’, el único fallo fue que lo sacamos en octubre y se convirtió en el mayor fracaso del año!, ¡no se vendió ni uno!”. Se limpiaba las lágrimas de risa y después despachaba con gesto aburrido, “y luego llegó el Algo de mí y todo eso…”.
“ME GUSTAN LAS MUJERES”
“Todo esto” era el triunfo inmenso, los discos de oro, las largas giras por América… Aunque hablar de sus éxitos le hastiaba, quiso puntualizar que “todos mis impuestos los pago en España, soy el artista que más tributa a hacienda”. Pasa un ángel, apuramos el tercer whisky, o el cuarto o el quinto, yo que sé, y me miró pensativamente, “mira, Pilar, si fuera homosexual lo diría, porque para mí los maricones no son ni degenerados ni hijos de p*ta, son gente normal, que enfoca la sexualidad de otra manera… pero a mí me gustan mucho las mujeres ¡mucho… demasiado!”. Le pregunté cómo le gustaban exactamente (yo a esas alturas ya estaba totalmente enamorada): “Mayores que yo”. Se inclinó hacia mí para evitar los oídos curiosos del camarero,
Camilo Sesto tuvo su primera experiencia sexual a los 16 años con una prost*t*ta valenciana
“Se quedó tan entusiasmada conmigo que me pegó un mordisco en el hombro... mira, todavía tengo la cicatriz”
“mi primera experiencia sexual fue con una p*ta valenciana a los dieciséis años… Se entusiasmó tanto conmigo y con mi…, que me pegó un mordisco en el hombro, me cautivó ¡dicen que entre el placer y el dolor está el gusto! Mira, todavía tengo la cicatriz”, se abrió la camisa y pude ver sobre su piel blanquísima una fina línea nacarada.
“FUI CON prost*tutas”
Fue tan perturbador que a duras penas pude seguir apuntando (en esa época no llevaba magnetofón). “Me aficioné a ir con prost*tutas hasta que conocí a Laura Casale, una cantante italiana mayor que yo, que me enseñó todo lo que hay que saber sobre el s*x*, era sensual, impetuosa, apasionada ¡estuvimos cuatro años juntos y fue mi maestra!, ¡las mujeres mayores son las que me han enseñado todo lo que sé!, ¡y sé mucho!”. Le pregunté por Lucía Bosé y me soltó un ambiguo: “La he querido mucho” y por Andrea Bronston: “Mi noviecita”. Roseta Arbex: “Mi mejor amiga”. Me miró con picardía: “Ahora puedo enseñar a las más jóvenes… Por cierto, que nunca he estado con una periodista… Aunque a mí el s*x* por el s*x* ya no me interesa, necesito un combinado tipo El Corte Inglés: s*x*, amor, cariño y ternura”. El camarero vino a decir que tenían que cerrar y nos levantamos, entumecidos y deslumbrados por las farolas de la calle. Nos quedamos vacilando, sin saber cómo despedirnos después de haber compartido tanta intimidad y pasó un perrillo abandonado chicoleando entre nuestras piernas. Camilo se inclinó para acariciarlo y después me confesó, mientras me anudaba la bufanda alrededor del cuello: “Mira, Pilar, esto que hacemos tú y yo no tiene importancia”. Le miré interrogativamente, y me dijo aquel hombre premonitorio, ¡hace cuarenta años!: “Los héroes son los que salvan el planeta cada día, nos estamos cargando la naturaleza, ¡ayer lloré viendo cómo se mueren los animales de sed en Doñana!”. Dio un golpe con el pie en el suelo y dijo: “¿Te das cuenta de que aquí debajo hace pocos años había prados, bestias, bestias, ríos…? ¿Y qué hay ahora? ¡Cemento, cemento y cemento! ¡Contra esto tenemos que luchar!”. Y se fue calle abajo, pateando papeles y hojas secas, alto, delgado, solitario, ya convertido en leyenda."
Gracias Cemicienta por poner la entrevista era de Pilar Eyre, yo ya la había leído, y en aquellos años iba con mujeres y venga a decirlo y a justificarlo, parece que lo quería resaltar mucho, demasiada justificación a J.Iglesias por ejem nunca le toco decirlo.......después con los años ya no sabemos, nunca contó mucho más!!!
( Lo de la prost*t*ta me hizo sonreir, la mujer debió decir vaya jovencito más mono, porque le debía de venir cada cosa, dice que la mujer se entusiasmó....jaj)
 
Gracias Cemicienta por poner la entrevista era de Pilar Eyre, yo ya la había leído, y en aquellos años iba con mujeres y venga a decirlo y a justificarlo, parece que lo quería resaltar mucho, demasiada justificación a J.Iglesias por ejem nunca le toco decirlo.......después con los años ya no sabemos, nunca contó mucho más!!!
( Lo de la prost*t*ta me hizo sonreir, la mujer debió decir vaya jovencito más mono, porque le debía de venir cada cosa, dice que la mujer se entusiasmó....jaj)
A Julio Iglesias nunca le colgaron El sanbenito de homosexual
 
Gracias Cemicienta por poner la entrevista era de Pilar Eyre, yo ya la había leído, y en aquellos años iba con mujeres y venga a decirlo y a justificarlo, parece que lo quería resaltar mucho, demasiada justificación a J.Iglesias por ejem nunca le toco decirlo.......después con los años ya no sabemos, nunca contó mucho más!!!
( Lo de la prost*t*ta me hizo sonreir, la mujer debió decir vaya jovencito más mono, porque le debía de venir cada cosa, dice que la mujer se entusiasmó....jaj)

Sí, yo al leer el artículo también he tenido esa sensación de que se intentaba justificar demasiado.

Lo del entusiasmo de la prost*t*ta no sé si sería únicamente porque el chico era joven, ya que en aquella época que los jóvenes fueran de putas era lo más normal del mundo. Creo que la cosa iba más por el tamaño. Massiel comentó que Camilo tenía en su casa de Torrelodones un molde de escayola a tamaño real de su ... Cuando venían amigos a casa les enseñaba el molde presumiendo de lo bien dotado que estaba. También contó que el fondo de pantalla de su ordenador era una foto de su ejem, que mostraba sin pudor a todo el que quisiera admirarlo o_O
 
Yo me considero una fan de Camilo Sesto, aunque la pasión x su música la herede de mi madre y tías que escuchaban sus bellas canciones una y otra vez y así fue como crecí enamorada del artista y de su obra musical.

Muchas gracias a la Cotilla que ha compartido extactos/ Capítulos del libro autobiografico de Camilo Sesto. Aqui os comparto un par de capítulos 20 y 21 que encontré en Internet.

http://camilosestodaily.activo.mx/t2p20-autobiografia-1984

Capítulo 20.

el Dom Sep 04, 2011 4:53 pm
por Admin
Capítulo 20. Esperar Londres


Dudo que, algún cantante español moderno haya esperado tanto tiempo para grabar su primer disco, haya tenido que aguantar tanto antes de conseguir lo que buscaba. Cuando ahora me critican incluso por mis éxitos, cuando escriben de mí como un niño mimado de la canción en castellano, cuando me miran con aviesa intención porque no me faltan dinero y éxitos y amigos, muy pocos conocen esta larga lucha que he ido resumiendo. No basta con tener condiciones. Ni con tener suerte. También hay que estar bien dotado de paciencia y de voluntad. Al menos eso me ocurrió a mí. Voluntad y paciencia durante muchos años.
–Bueno, no me atosigues, Camilo. Todo llegará –me decía continuamente Juan Pardo.
Había estado una temporada con Junior. Luego, un sueño entero esperando con Juan Pardo, haciendo de todos menos lo que quería hacer. Y por fin, en octubre de 1970, me pide que grabe un disco. En la cara A: Llegará el verano; en la cara B: Sin dirección. Como comienzo de una carrera, aquello era estelar. Cuando me presentaba en las emisoras de radio con mi disco, el locutor me decía:
–Pero, ¿cómo quieres que ponga en octubre una canción titulada Llegará el verano? ¡Menuda novedad! A no ser que te refieres al verano que viene.
–Pero la cara B...
–Sin dirección. Domicilio desconocido. Es que es un cachondeo...Te estás luciendo, muchacho.
No sé si Juan quería quitárseme de encima, si no se dio cuenta de lo que estaba haciendo o si, produciendo ya a una legión de cantantes, no distinguía a unos de los otros y el verano del invierno. Además, el disco no era bueno y, además, se notaba demasiado que era de Juan Pardo, uno más del sello Piraña. Quiero decir que no era yo el que cantaba sino uno del grupo de Pardo. Se habían grabado los playbacks en Londres, al parecer para otro cantante, y la voz finalmente la puse yo en los estudios madrileños de la RCA. Pardo me dio sus letras y yo creía buenamente que era mejor presentarme con canciones de Pardo que con las mías propias. Se vendieron algunos discos, de todas maneras. Los que compré yo para regalar a mis amigos.
A los tres meses de aquel despiste, una nueva oportunidad. Pardo tenía bajo el brazo una adaptación de la “Canción de Cuna” de Brahms que había hecho él mismo y me preguntó si quería grabarla. Estuve estudiándola y finalmente acepté. Pero ya no para cantarla según la escuela de Pardo, sino según mi propio estilo. Ésa sí puedo considerarla mi propia canción, porque ya era una canción de amor cantada a mi manera, con mi estilo. Hacía tiempo que me había distanciado del rock-and-roll e intentaba situarme en la zona de las canciones de amor de Los Beatles: un tipo de canción melodiosa, armónica, expresiva, apasionada a veces. Cuando decía Buenas Noches, mi amor en 1970 estaba comenzando la evolución hacia Amor de mujer en 1984: el molde es prácticamente el mismo. Es mi estilo.
Aquel disco ya era otra cosa. Para grabarlo había firmado un contrato con la compañía alemana Ariola, que acababa de instalarse en España, después de absorber Discos Vergara. Fui yo el primer artista español contratado por esa compañía, en la que todavía sigo trabajando, después de catorce años. Incluso vivía en un piso paredaño, en la calle Doctor Fleming 31. Yo vivía en la puerta A y la compañía tenía sus oficinas en la B. Juan Pardo me había prestado las diez mil pesetas de pago de anticipo del alquiler. Antes de anclarme allí había pasado unos meses en un piso de la calle Benigno Soto, en compañía de mi amigo Jaime Torregrosa, una casa que estaba llena de damas de compañía y de chicas con vocación de lo mismo, fue quizás donde mejor me trató el vecindario. Me invitaban a comer, me contaban sus cuitas, me lavaban la ropa, me consideraban como un hijo de ellas. Aún conservo algunas buenas amigas de aquella residencia... Ahora que hago cálculos, he vivido al menos en una veintena de lugares dentro de Madrid: ¿cómo contar todo lo que me ocurrió en cada uno de ellos? Pero las chicas maravillosas y humanísimas de Benigno Soto son inolvidables.
Teníamos una relación maravillosa en Ariola. Charo García y José María de Juana entraban continuamente en mi casa a pedirme un café o a ofrecérmelo. Muchos domingos tenía que cocinar una paella para todos los empleados. Yo mismo me ocupaba de seleccionar en el archivo las fotos que me gustaban y las que no me gustaban... Éramos una pequeña familia llena de entusiasmo y de ilusiones en la incipiente empresa.
Con aquel disco bajo el brazo comenzaba a sentirme el rey del mundo. Se escuchaba mucho por la radio, lo ponían en la televisión. La gente hablaba de él, en las revistas. De repente todo el mundo empezaba a tomarme en serio... Claro que los empresarios se lo tomaron con más calma. La misma noche de San Silvestre de aquel año, a medias para ganarle unos duros y a medias para echar otra vez una mano a Laura Casale, actué en el Hotel Eurobuilding. Fue una de las últimas grandes hazañas de nuestra vida juntos.
Laura subía al escenario, cantaba una canción y se iba a echar un trago. Yo actuaba como batería, pero dado que ella tardaba en aparecer, me ponía a cantar. Durante toda la noche, hasta el amanecer, estuve cantando detrás de la batería todo el repertorio imaginable: las canciones de Laura, las de Pardo, el Achilipú, las de Los Beatles, las de Federico Cabo, las de Peret, las mías propias, yo creo que hasta las que me había aprendido en Los Salesianos... Laura aparecía medio grogui, le daba un meneo a su espetera, la gente aplaudía y Laura se largaba. Y Camilo Sesto en aquel momento, hubo de cargar con todo el espectáculo. Yo creo que hasta cerca del mediodía del primero de enero de 1971. Claro que me pagaron cinco mil pesetas...
Ni siquiera durante el verano siguiente logré otra cosa que hacer coros, tocar la batería con unos o con otros, sacar de nuevos atollerados a Laura, componer en solitario, correr una vez más al sótano de Caballero a sacar unas pesetas que precisaba con urgencia. Aunque en teoría iba a “llevarme” el mánager de pardo, Juan Martínez, a la hora de la verdad la que me llevaba era Laura o algún otro amigo en plan de samaritano. Y eso que en primavera había salido otro single mío: Lanza tu voz y A ti Manuela, una hermosa canción que alcanzó cierto éxito publicitario a causa del tema. Aunque no se dijo toda la verdad y se añadió alguna mentira (que estaba dedicada a mi primera novia de Alcoy, por ejemplo), compuse aquella canción una noche que me enteré de que estaba a punto de morirse de leucemia una niña hija de unos amigos míos, Cari y Manolo Lapique, vizcondes de Villamiranda, de siete años. Se llamaba Almudena. A la mañana siguiente, acudí a una guitarra a la Clínica de la Concepción para cantársela. Yo me emocioné tanto que tuve que salir al pasillo para no llorar. Allí donde tú estés yo sé que me esperas, un día llegaré... Parecía una sencilla canción de amor, una canción sentimental, pero era algo más que eso: un intento de gritar que el amor era más fuerte que la muerte. Quizás la pequeña Almudena pudo entenderlo antes de irse. Aquella era una canción muy hermosa, sí.
Las dos gustaron a mucha gente. Algunos profesionales de la radio comenzaron a apoyarme, especialmente Pepe Fernández. Mis canciones sonaban con frecuencia y comenzaron a proliferar a mi alrededor periodistas y fotógrafos. Y también aspirantes a mánager.
El primero creo que fue Tony Caravaca, que me preparó una verdadera gala en Torrejón. Antes de actuar tuve que patearme el pueblo para la cosa de publicidad, después canté durante casi dos horas, mis canciones y las de otros, y más tarde me fui a mi casa...sin cobrar. El siguiente mánager debió de ser Antonio Fernández:
–Oye, te organizo una gala en Victoria por sesenta mil pesetas.
–¡Sesenta mil pesetas! Ahora mismo firmo.
No me contó que tenía que actuar tres veces en el mismo día, en tres locales diferentes. Que con ese dinero debía pagar los viajes, a los músicos y la estancia en el hotel, además de su comisión. Cuando regresé a Madrid me habían sobrado quinientas pesetas. Juan Pardo seguía siendo mi productor, y también mi amigo, hasta ahora mismo, pero los negocios eran un desastre. En realidad, estuve todavía un año cantando para pagar los gastos, pero poco a poco me iban surgiendo los contratos.
Ay, ay Rosetta (que apareció con la canción de Pardo Mendigo de amor) fue ya un éxito de cierta importancia. Un programa de televisión que se llamaba “A todo ritmo” parecía más bien “A todo Camilo”, porque allí estaba yo todas las semanas. Por primera vez sabía lo que era ser conocido de veras, en la calle, en los restaurantes; ser parado para que firmes un autógrafo o des una explicación... Y también empecé a conocer la realidad de las galas viajeras. Con cuatro músicos a mi lado, viajando en furgonetas, en trenes o en el propio coche de Charo García, corriendo siempre, para ganar lo justo para los gastos. La primera vez que actué como Camilo Sesto fue en Burgos, en una discoteca. Llevaba esperando diez años aquel momento... y cuando llegué a Burgos tenía un fiebrón de 39 grados. Amodorrado en un sillón del camerino, salía a escena, cantaba como podía tres canciones y volvía a tumbarme otro rato, mientras mis músicos continuaban solos. Así varias veces, hasta completar el concierto. Luego, dormir un rato en el hotel, y a repetirlo todo en la sesión de noche.
Pero no importaba demasiado. Empezaba ya a trabajar, me pagaban, aunque muy poco. Los periódicos querían entrevistarme (sobre todo para hablar de Laura, de Rosetta...), en las emisoras de radio me recibían bien. No solo cantaba las canciones aparecidas, sino varias otras que tenía compuestas, especialmente Algo de mí y Todo por nada, que me lanzarían por fin una vez grabadas en disco. También, desde luego, versiones personales de las composiciones de Los Beatles. Pero estaba claro no era un rockero. Y mi argumento esencial a la hora de escribir una canción era el amor. No he sido infiel a mis principios.
Tenía que darles todo el dinero a mis músicos para que no se me fuesen, para que me acompañaran cuando ya tenía algún contrato. Venían conmigo un batería gallego Chupi, el guitarra Rodolfo Catalán, alias Perla, siempre Jaime Torregrosa al bajo, un muchacho de mi pueblo llamado Paco, y que moriría poco después en un accidente de camión, el pobre como guitarra de acompañamiento... Y yo hacía de todo: mánager, de pipa, cobraba, les pagaba, iba a la estación de Atocha a llevar carteles... Mi promoción se hacía de boca a oreja. Y así empecé a hacerme popular en Navarra, en Galicia y en Murcia; un éxito en un pueblo me proporcionaba pequeños contratos en otros cuatro o cinco vecinos. En Televisión Española me llamaban de “Estudio Abierto” y de “24 Horas”, programa en el que me hicieron coro mis amigos Ana y Johnny (Alfonso Nadal), más tarde el “Pilatos” en Jesucristo Superstar, conocidos entonces como Los Magos de Oz... No me pagaban pero me conocían todos. Hasta que me preguntaron:
–¿Estás preparado para Madrid, para Madrid a lo grande?
¡Claro que estaba! Y me contrataron en “La catedral de la música, la discoteca “Jota Jota”. Fue un éxito de mucho cuidado, con presencia de informadores, críticos, comentaristas. La revista Mundo Joven habló a todo trapo de aquel concierto. Camilo Sesto empezaba a sonar fuerte.
A finales de 1971 el círculo de la espera acababa de cerrarse. Ante el éxito de la canción de Rosetta, en Ariola se plantearon enviarme a Londres a grabar con los mejores medios, un nuevo disco. Era el artista español que más dinero estaba dejando en la joven compañía. Aquel primer viaje a Londres, con Juan pardo y con su mujer, fue para mí el descubrimiento de un mundo nuevo. Con mi carita de adolescente, con mis ojos de niño de Alcoy, no podía creer cuanto veía: las palomas de Trafalgar, el cine por**, los imponentes estudios de grabación, Piccadilly y Jesucristo Superstar. De las dos docenas de veces que vi aquella ópera rock, aquella fue la primera, y ya me quedé deslumbrado para siempre. Si había llegado a Londres estaba seguro de que podría llegar a cualquier parte. Aproveché para comprarme la ropa más moderna y para hinchar de confianza mi corazón. Algo de mí tenía que ser ya el otro lado de la frontera, la entrada en ese mundo al que tanto había aspirado. Y Algo de mí fue lo que yo me había propuesto: un éxito.
 
Capítulo 21 de la autobiografía de Camilo Sesto.

http://camilosestodaily.activo.mx/t2p20-autobiografia-1984

el Dom Sep 04, 2011 4:53 pm
por Admin
Capítulo 21. 150 formas de amor


Detrás del disco Algo de mí, aparecido en 1972 con once canciones, cuando tenía yo veinticinco años y medio, se ocultaban muchos trabajos, muchas tentativas, muchas esperanzas. Juan Pardo se empeñó en que aprovechara algunos playbacks que tenía preparados para un muchacho de Galicia y que les pusiera mi voz. Eran nada menos que Oh Mary y el Sole mío.
–Pero si yo voy de moderno por la vida, ¿cómo voy a cantar eso? Quiero canciones inéditas, tuyas y mías, pero inéditas.
–No te preocupes. Quedará bien. No me hagas esa faena. Tengo los playbacks listos...
Accedí a su deseo para no enfadarnos, aunque deseaba incluir únicamente canciones propias. Y quedó bien, mucho chorro de voz, pero no era más que una italianada.
Luego, a lo largo de los años, he incluido muy pocas canciones ajenas a mis quince discos de larga duración: algo de Los Beatles, Puente sobre aguas turbulentas, Si se calla el cantor y algunas mías que me gustaban muy especialmente. Mi obra discográfica por consiguiente, editada desde Japón a Chile y desde Holanda a California, está compuesta por un centenar y medio de canciones en esos quince discos esenciales, a los que habría que añadir otra media docena de selecciones, antologías, “grandes éxitos”, etc.
Después de que Pardo fuera enseñándome los secretos de la producción, a partir de mi tercer disco Algo más, yo mismo he producido por lo general mi propia obra. Con eso ganaba libertad e independencia. Por otro lado, muy pronto dediqué también parte de mi tiempo a producir discos de otros, generalmente con canciones mías, siempre gente amiga y cercana. No sería fácil desmenuzar todo ese trabajo de una docena de años, un trabajo que me llevaba de Madrid a Los Ángeles y de Turín a Nueva York. Sin que haya tenido nunca deseos de convertirme en una especia de ejecutivo del “show bussiness”, aprendí tanto en mis años de espera, incluso en los territorios de la técnica, que no he podido negarme a solicitaciones de ese tipo. Nombres bien conocidos como los de Ángela Carrasco –la más cercana siempre, la más amiga– Celentano, José José, Lucía Méndez, la mujer de Herp Albert, Lani Hall, el grupo Alcatraz, que actualmente me acompañaba, Miguel Bosé han ofrecido a veces su música en producciones mías, casi todas ellas muy afortunadas.
¿Y cómo resumir esa dura y larga tarea? Mis discos han ido siendo editados regularmente a un ritmo de nueve o doce meses. Y desde que obtuve mi primer disco de oro en Argentina en 1972, son muchos miles las copias vendidas en medio mundo, cada vez mas copias, cada vez en más países. ¿Tienen algún interés especial estos hechos? Significan solo muchas horas de ensayo, de esfuerzo en los estudios de grabación, midiendo cada sonido, cada letra, noches sin dormir y discusiones interminables con los técnicos. Personalmente me importa mucho más –más que su éxito– la verdad de esas canciones.
La mayor parte son canciones de amor, como todo el mundo sabe. Y no por una operación de marketing, no por necesidades del mercado, sino porque el amor, como he repetido ya, ha sido el verdadero elemento de mi vida, desde el amor de mi madre hasta el que ahora mismo siento por mi pequeño hijo. Y hay –en mis canciones, como en mi vida– amores de todos los tipos, o de casi todos géneros posibles: tranquilos y apasionados, perdidos e imposibles, fecundos y estériles, efímeros y eternos. Porque la mayoría de esas composiciones no responden a una elaboración intelectual, no son un producto de laboratorio: mi vida expuesta en ellas como una foto polaroid. Si ahora mismo intentara analizarlas una a una, detrás de todas encontraría una historia, un momento fugaz que me obligó a escribirla, un recuerdo punzante y largo... Muchas canciones dirigidas a alguien, se refieren a alguien, son de alguien. En los textos la imaginación tiene poco cometido. Soy un hombre profundamente observador, incluso inconscientemente voy absorbiendo como una esponja todo lo que ocurre a mi alrededor, los sentimientos de la gente que me rodea; y buena parte de esa observación, se refiere a mí mismo, admite aplicación a otra persona, se transforma y hasta se altera. Eso es lo que me permite, por ejemplo, cantar con la misma pasión una misma canción más de doscientas o trescientas veces. El cantante que es al mismo tiempo autor de lo que canta no podría resistir la rutina de esas repeticiones si no encontrara cada vez que interpreta una canción un sentido nuevo o el recuerdo vivido del origen de la misma o la situación de ánimo que la provocó. Se da en él la fértil esquizofrenia del creador puro y simple, el hombre que se encierra a solas con su propia alma para conseguir algo sobre el vacío, algo grandioso o sencillo, pero original, único, y la del intérprete que debe aplicar a esas creaciones una técnica, un sentido de la comunicación y del espectáculo. En ese terreno puedo decir que soy dos personas, que tengo dos vidas. La una es secreta, íntima, creativa. La otra aparece bajo los focos en medio de la algarabía y el acoso de las fans. Quizás los públicos aplauden más al intérprete que al creador, porque su imagen es más esplendente y accesible, pero yo prefiero esa otra personalidad menos conocida.
Por eso mismo nunca he sentido pavor a perder la voz o a quedarme sin el favor de las multitudes, que se me viene brindando desde hace una docena de años con una prolijidad maravillosa. Mientras tenga fuerzas para escribir, para idear una melodía o un verso, mi vida con la música, ese largo matrimonio, tendrá sentido. Descubrí muy pronto esa maravillosa relación entre la obra y quien la escucha, entre lo que uno siente y lo que hace sentir a nuestro prójimo.
Cuando Rosetta me seguía en mis actuaciones primeras e intentaba abrirse paso entre todos, entusiasmada y casi en éxtasis y gritaba:
–¡Esa Rosetta soy yo! ¡Esa canción habla de mí! ¡Yo soy ésa!
Cuando esto sucedía en público, empecé a comprobar hasta qué punto existen los misterios de la comunicación. En el fondo, una jovencita que se desmaya o se extasía o se pone histérica u oye mil veces una canción en su casa, es porque eso que oye es lo que ella ha sentido o siente. Las notas y las palabras se dirigen a ella, son suyas. Reside ahí, creo yo, la verdadera razón de mi éxito; no en mis ojos azules, en mi aspecto físico, en mi vestuario, en mi forma de actuar. Reside, creo, en mi forma de ser.
Me parece muy honesto que unos canten contra la guerra, en defensa de las hormigas voladoras, a favor de una ideología política; que le canten a los rascacielos, a las montañas azules, a los héroes mitológicos; que protesten, testimonien o profeticen con sus canciones. Porque a mí también me gustaría hacerlo. A mí me gustaría tener la capacidad y recursos para escribir todo género de canciones y, naturalmente, daría un brazo por conseguir un fragmento como los que Bach o Beethoven o Satie o Monteverdi lograban mientras dormían la siesta. Me siento dichoso cuando, por ejemplo, escucho cómo a Serrat se le ha ocurrido la idea de que su techo necesita una capa de pintura; cuando me quedo helado oyendo ese testamento de Brassens pidiendo que lo entierren en la Playa de Sete; cuando retorno a Los Beatles –casi a diario, no hace falta decirlo–, a Jacques Brel o a tantos centenares de admiradores colegas. Y me gustaría haber compuesto también todas esas bellas canciones.
Todas además de las mías. Porque a mí se me ha dado el don de interpretar esas mil formas de amor, hasta ahora resumidas en el centenar y medio de canciones grabadas y otras que esperan. El arte es largo –como decían los latinos- pero también ancho y generoso. Creo que cabemos todos y mi obligación, la que yo me impongo y a la que me empujan mis seguidores, es hacer lo mejor posible aquello que sé hacer. O sea: escribir e interpretar canciones de amor.
Lo cual no significa que renuncie a todas las demás posibles. Ya he grabado algunas que no son específicamente amorosas, o que incluso son más que amor, por utilizar el título de uno de los temas del Jesucristo Superstar cantado por Magdalena/Ángela Carrasco. Quizás si algún día el amor empieza a no ser tan esencial en mi propia existencia como lo ha venido siendo hasta ahora; quizás si encuentro pasiones nuevas, intereses distintos, cambiarán los argumentos de mis canciones. Pero si ahora basta el temblor de unos labios para que me den ganas de expresar esa belleza en una canción, seguiré haciéndolo. En este terremoto, pues, he admitido todas las críticas. Y pido, al mismo tiempo, que se admitan mis obsesiones de creador. Soy esencialmente un autor de canciones amorosas, lo que no solo no me parece indigno, sino que juzgo importante. Es una buena forma de explicar, a los otros, a los que me escuchan, algo que quizás sienten ellos mismos pero no han podido descubrirlo. O, por lo menos, expresarlo.
¿Sucedió ya así con Algo de mí? Empezó a figurar tímidamente en las listas de superventas hasta que Eduardo Sotillos y Nieves Romero comenzaron a programarlo continuamente en el programa de Radio Nacional “Para vosotros, jóvenes”. Durante todo un año estuvo encabezando todas las listas, entonces, cuando los discos no eran mercancía perecedera como las verduras. Ahora un éxito se mantiene como máximo un mes... Ocurría todo en 1972. El día 16 de septiembre, justo el día de mi cumpleaños, me dijeron que la canción había llegado a número uno de “los 40 principales”; aquel día estaba actuando en Molina de Segura, Murcia...El viaje a Londres para la grabación y los resultados de la misma me asentaron en mis sueños. Pude por fin comprarme un coche y, poco después, una casa en la calle Jorge Juan. Pagando siempre al contado, porque jamás he querido hacerlo a crédito, firmando letras. Los que poco antes me huían en las emisoras, me perseguían ahora.
En unos pocos meses cambió por completo mi vida. Se multiplicaban los asedios de las mujeres, incluso de aquellas que conocía de un momento; empezaron a pagar decentemente mis actuaciones; se me respetaba como profesional de la música. En el largo camino docenas de compañeros se habían quedado en el pesado pantano de la lucha, la dificultad y la espera. Otros han seguido, y muchos a mi lado en distintas parcelas de la música. El éxito puede también ser una monotonía. Luego de tantas búsquedas, de la tensión por salir adelante, la popularidad y el éxito terminan con una cara igualmente rutinaria y chata. Naturalmente, se suceden viajes, anécdotas, aventuras, amores...Probablemente no sea posible resumirlo en unas pocas páginas. La infancia se ve más clara, más limpia. La edad adulta es una amalgama de sucesos, de actos, de ideas, de sentimientos, tan compleja y bárbara que no tiene síntesis posible. Cada disco es un mundo, cada actuación una aventura, cada encuentro una hazaña posible. Y debe uno vivir tan de prisa que apenas tiene tiempo de averiguar lo que la vida es. Por eso a estas alturas he querido detenerme un instante y echar la vista atrás a fin de investigar en lo que hay delante de mí. Al fin y al cabo, como decía ya en mi segundo disco, yo soy Sólo un hombre. Y “está el hoy abierto al mañana, mañana al infinito..., ni el pasado ha muerto ni está el mañana ni el ayer escrito”. Lo dijo Machado.
 
Sí, yo al leer el artículo también he tenido esa sensación de que se intentaba justificar demasiado.

Lo del entusiasmo de la prost*t*ta no sé si sería únicamente porque el chico era joven, ya que en aquella época que los jóvenes fueran de putas era lo más normal del mundo. Creo que la cosa iba más por el tamaño. Massiel comentó que Camilo tenía en su casa de Torrelodones un molde de escayola a tamaño real de su ... Cuando venían amigos a casa les enseñaba el molde presumiendo de lo bien dotado que estaba. También contó que el fondo de pantalla de su ordenador era una foto de su ejem, que mostraba sin pudor a todo el que quisiera admirarlo o_O
Estoy alucinando con lo que dijo Massiel...y ella suelta verdades como puños!!!!:rolleyes:
(Camilo veo que tenía de 'todo' vaya, vaya..)
 
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Biografía y memorias de CAMILO SESTO
CAPITULO 1
"¡MAMÁ TENGO HAMBRE!"
La primera lengua que yo aprendí fue el valenciano. Y el primer recuerdo que conservo recuerdo que conservo pegado a la memoria no es un recuerdo de vida, sino de muerte. Mi madre, mi mama, el confuso dolor y las ganas de comer. Eso es todo. Antes de los tres años debieron de ocurrirme grandes cosas y especialmente he sentido siempre la misteriosa ternura y el amor que me rodearon desde que nací como un manto cálido y seguro, algo de lo que la vida, para mi fortuna, no ha querido despojarme nunca. Sin embargo, recuerdo solo las lágrimas de mi madre y de mi hermana, una sombra de dolor, el hambre. Me parece injusto, pero nadie puede alterar su memoria. Naturalmente, se han borrado los perfiles y los detalles. ¿Qué ocurrió? Estaba muy enfermo, los médicos no descubrían lo que me estaba pasando, todo el mundo en la casa pensaba que iba a morirme lo mismo que una hermanita nacida seis años antes que yo: Mari Carmen, desaparecida a los veinte meses. La fiebre me tenía postrado e inerte. ¿Llegaron a internarme en un hospital? ¿Cuántos días permanecí en ese estado? En la penumbra de esa primera infancia solo veo a mi madre y a mi hermana poniéndome la mano en la frente, sus ojos apenados.
Pero una tarde me erguí en la cama y dije:
-Mama, tinc fam.
Y la señora Joaquina, mi mama, mi madre; solo respondió con una mirada brillante:
-¡Mi niño se ha curado!
Imagino que me trajeron algo de comer y que muy pronto pasó todo al territorio del olvido. A los tres años de vida estuve muy enfermo y al borde de la muerte, pero como si todos los males se hubieran concentrado en aquel momento, nunca más he vuelto a estar enfermo. Me dicen a veces, sobre todo cuando me ven fatigado después de una actuación o al cabo de muchas horas de trabajo, al verme siempre tan pálido y tan delgado, que tengo aire enfermizo, pero se trata siempre de una falsa impresión. Raramente he agarrado la gripe o un resfriado y solo en media docena de ocasiones me he quedado sin voz o sin resuello, siempre como consecuencia de demasiadas horas cantando o velando en mi habitación, abrazado a la guitarra y con un montón de cuartillas delante. Tal vez por esta misma razón, por lo que en mi vida tiene de insólito ese suceso, lo recuerdo con tanta nitidez y, probablemente, con tanta desmesura. Al fin y al cabo, ese tipo de acontecimientos es relativamente normal en cuantos nacimos en años todavía difíciles y demasiado próximos aún a aquella gran catástrofe de la guerra civil, una generación de españoles doble e inocentemente condenada a pagar las locuras de sus mayores. No eran aquellos "años del hambre" propiamente dichos, pero nadie estaba libre de las consecuencias del desastre. Veníamos, sin haberlo pedido, un poco marcados por tanta desmesura de sangre, de odio, de muertos, de privaciones.
Yo nací en el año 1946, el dieciséis de septiembre a las diez de la mañana y en un país "maldito, cercano y sin horizontes", como ha escrito Ricardo de la Cierva al referirse a la situación sociopolítica de aquel año. Racionamientos, retirada de embajadores, "si ellos tienen ONU, nosotros tenemos dos", prohibición de andar por la calle en mangas de camisa, soledad y espanto, batidas de maquis, la carne a 14 pesetas el kilo (pero, ¿quién tenía aquel dinero...?). Poco después de cumplido el servicio militar, cuando veía todos los horizontes cerrados y me sobraba tiempo en un Madrid hostil y frío, dediqué, más por aburrimiento, que por otra cosa, algunos días a husmear papeles de la Hemeroteca Municipal. La curiosidad me impulsó a investigar por encima lo que estaba pasando mientras en Alcoy, Alicante, España, el matrimonio formado por Eliseo Blanes de Mora y Joaquina Cortés Garrigós inscribía en el Registro Civil a su cuarto hijo: Camilo. Anoté un suceso pintoresco que me llenó de congoja: en un pueblo portugués un guardia había puesto una multa a la muchacha que había dado un beso a su novio en la calle. Y el comentarista español de la hazaña no solo no se sorprendía ante aquella barbaridad, sino que comentaba: "Portugal guarda las formas y conserva los hábitos que ya van desapareciendo por el mundo. Y a mí me parece que hay que felicitarle por ello". A mí me parecía que lo que había que hacer era echarse a llorar, pero así era entonces nuestra gente, o al menos, parte de ella. Claro que no toda. Imagino que en secreto muchos españoles -y aun portugueses- cantaban con satisfacción el fox lento de Consuelo Velásquez Bésame mucho, un hit de medio siglo por ahora; en secreto porque, desde luego, la letra estaba prohibida por la censura...

Me hizo gracia también saber aquel año se inauguraba la línea Madrid- Nueva York en un aparato "Constellation" y por una tarifa de 4.000 pesetas, la misma línea que tantas veces había yo de recorrer más tarde..., aunque pagando los billetes a otros precios. Y que fue el año de la aparición de las quinielas, el largo sueño de tantos millones de españoles hasta ahora mismo. Después de todo, puede ser una señal de fortuna haber nacido el mismo año que las quinielas. Y el mismo en que se presentaba en el "Teatro Progreso" de Madrid una joven bailarina andaluza con el nombre artístico de Carmen Sevilla, en el espectáculo de Estrellita Castro. Y el mismo de la gigantesca manifestación de la Plaza de Oriente del 9 de diciembre, el desesperado grito de los españoles que se sentían solos y apoyaban lo poco que tenían, el fruto de la victoria de unos sobre los otros... Pero yo no era ni me sentí nunca heredero de ninguno de los dos bandos. Entraba en una España que quería ser nueva y tenía hambre después de una peligrosa enfermedad. En el último piso del número uno de la calle de Isabel la Católica, lo que yo sentí de España era únicamente el amor de mis padres y de mi hermana Consuelo, doce años mayor que yo y siempre mi segunda madre. A eso se reducía mi horizonte vital y siempre me he sentido feliz de que así fuera. Muchas veces más tarde, cuando la Prensa o la Radio han anunciado con tanto escándalo mis fantásticas enfermedades e incluso muertes de todos los géneros, ellas dos han corrido, apenas se enteraban, a telefonear a mi oficina de Madrid o a los hoteles en que me encontraba para conocer lo ocurrido. Esta angustia que encontraba en sus voces me hacía recordar, o más bien imaginar, las angustias que pasaron cuando tenía tres años. Me han adjudicado paros cardíacos, hepatitis galopantes, cánceres de garganta, amenazas de transplantes de riñón, leucemias múltiples, no sé si también sífilis irreversibles. Me han hecho morir en una docena de países, en accidentes de avión y de coches, en plena actuación, en atentados callejeros...La última vez por el momento fue la primavera pasada. Al llegar a Nueva York desde México se propagó el bulo de que había muerto en un tiroteo de mafiosos en Colombia y mis músicos que me esperaban allí padecieron algunas horas de inquietud. Nunca he conseguido averiguar quién se divierte con tan ridículos juegos, qué ganan con ofrecerlos al público; afortunadamente nunca he sido supersticioso y no me han afectado demasiado esos sustos, pero no ha ocurrido lo mismo con mis familiares y amigos, especialmente con mi madre. Supongo que el hecho de que una persona sea famosa o conocida no debe autorizar a nadie a ensañarme con bromas que finalmente hacen daño a otros. De modo que me he ido curando de tan imaginarias enfermedades con más rapidez que de aquella de los tres años. Y sin hambre.
Por entonces aproximadamente se cambiaron mis padres de casa. De la terracita y el descansillo de la escalera en que practiqué mis primeros juegos, escenarios inolvidables. Nos mudamos al barrio de Santa Rosa, que era mas bien un descampado en proceso de urbanización. Para llegar a la nueva casa había que pasar por amplias zonas despobladas, era casi como ir a otro pueblo, aunque actualmente esté ya en el centro de la ciudad. Y dejábamos un piso muy modesto por una pequeña casa unifamiliar que tampoco contaba con lujos espectaculares. Creo que la mudanza coincidió más o menos con el cambio de trabajo de mi padre: de trabajar como electricista a sueldo en una empresa había decidido establecerse por su cuenta. Tanto él como mi madre habían nacido en Alcoy. También alguno de mis abuelos era de Alcoy, otros eran de Benilloba, un pueblo cercano. Y aunque mi apellido está relacionado con el municipio homónimo de Gerona, por lo que sé toda mi familia es de la región alcoyana. Desgraciadamente no he conocido a ninguno de mis cuatro abuelos, cosa que siempre he lamentado mucho. Por eso he estado repitiendo a mis sobrinos -y lo repetiré mucho más a mi hijo- que cuiden a sus abuelos, que aprovechen su presencia, su ternura y su sabiduría; solo conocerán su valor cuando los pierdan. Por eso mismo me cuesta mucho respetar -y no quiero utilizar una expresión más fuerte- a las personas que se desentienden de sus mayores, abuelos o padres, que los abandonan, que no los visitan, que no los aman. No hace falta poseer un florido árbol genealógico por el que circule savia azul para sentir respeto y amor hacia aquellos que nos han dado la vida, que nos la han transmitido a lo largo de generaciones.
Al parecer, la mayor parte de mis antepasados se dedicaba a la agricultura. Alcoy, que ahora tiene más de sesenta mil habitantes, había ido en los últimos cien años ocupando las últimas huertas establecidas desde la época árabe junto a los dos ramales originarios del río Serpis, desbordándose en construcciones y fábricas textiles y papeleras por toda la hoya en que está situado, abandonando el núcleo medieval y agrícola para convertirse en una pujante ciudad industrial.
Algunas personas mayores con las que me gustaba conversar durante mi adolescencia me contaron una vez que uno de mis antepasados, creo que un bisabuelo, participó en las grandes revueltas anarquistas de 1873. aunque mis personales rebeldías hayan tomado caminos menos conflictivos, más pacíficos e individualistas, la gente de mi tierra ha sido siempre brava y batalladora. Ya en el año 1821, el año de la muerte de Napoleón y de la independencia de México y Perú, el año en que Schubert compuso su sinfonía Incompleta, durante el reinado del peor rey que España ha tenido nunca, Fernando VII, los tejedores de Alcoy, desempleados muchos de ellos a causa de la reciente industrialización, ocuparon la ciudad, destruyeron los telares y hubo que recurrir al Ejército para imponer el orden. Lo que ocurrió medio siglo mas tarde fue mucho más grave. El verano de 1873 en Alcoy figura en la historia de España como una fecha terrible y aun la leyenda planea como una sombra oscura sobre mi ciudad. Por aquella época habían aparecido destacados militares anarquistas alcoyanos dentro de la Federación Española. A la sublevación cantonalista que ya se estaba gestando en Cartagena y otras ciudades se unió el descontento de los trabajadores de las industrias papeleras y textiles. Los obreros únicamente pedían la jornada laboral de ocho horas y decidieron una huelga general, que sería el preludio de grandes revoluciones en toda España. Alcoy tenía entonces unos treinta mil habitantes y, naturalmente, la mayor parte de ellos eran obreros. Cuando una delegación salía del Ayuntamiento de hablar con el alcalde, la Policía abrió fuego sobre la multitud desarmada. Los obreros decidieron atacar el Ayuntamiento y después de veinte horas de lucha, la treintena de policías se rindió por falta de municiones. El alcalde Agustín Albors intentó disparar su revólver sobre los que iban a arrestarlo y murió de un disparo. Era el 10 de agosto. El levantamiento armado duró cinco días, hasta que se acercó el Ejército y prometió amnistía a los sublevados, pero muchos alcoyanos murieron en la rebelión. Y el nombre de mi ciudad sería como un chispazo para otras sublevaciones en toda España. Mi curiosidad en asuntos históricos, que probablemente han sido mi lectura preferida, me empujó a investigar si alguno de los Blanes tuvo participación en estos sucesos (y de haberla tenido, habría sido junto a los obreros, ya que ninguno poseyó nunca fábricas de papel o de hilados ni figuró entre los miembros de la Policía municipal), pero ya he logrado averiguarlo. Sin embargo, mis esfuerzos juveniles me sirvieron para conocer un poco la historia de mi pueblo, y por lo tanto mi gente, y recopilar unos cuantos libros de la historia de España del último siglo que conservo como preciado tesoro.
Pero estaba yo hablando de una sola casa de Alcoy, no de la ciudad toda. Estaba hablando de nuestra casa nueva en el barrio de Santa Rosa, en el número 50 de la calle Laureado Carbonell. Idéntica a muchas otras recién construidas, tenía en la planta baja un comedor, un pequeño vestíbulo, una cocina y un cuarto de baño. En el segundo piso estaban los tres dormitorios. En el principal dormían mis padres. En otro dormía yo con mi hermana Chelo, mientras fui pequeño. Luego me trasladaron al tercer dormitorio, que ocupábamos los tres hermanos varones: Eliseo, que me llevaba nueve años; José que me lleva tres y yo. Confieso que no me gustó nada separarme de Chelo. Mis padres me dijeron que ya era mayor -tenía ocho o nueve años- y que no era conveniente que durmiera en la misma habitación que ella, pero a mí me parecía una bobada. Siempre había estado a su lado, era como mi madre suplente, la quería tanto como ahora la quiero...¿Cómo iba a tener importancia que la viera desnuda? Pero hube de obedecer, a regañadientes, y pasé al territorio de mis hermanos, un territorio bastante reducido, porque los dormitorios eran mas bien pequeños. La casa tenía también un pequeño patio con lavadero y, a falta de calefacción -lujo excesivo para la época-, en el salón brillaba una inmensa estufa de hierro negro con una tapa de anillos que había que ir retirando uno a uno para introducir la leña. Solo abandonaría esta casa, en la que hoy vive mi hermana, para luchar en Madrid por lo que había soñado siempre. Así que fue en ella y durante unos quince años en donde fui creciendo, fui recibiendo generosas raciones de amor, fui aprendiendo a cantar y a desear convertirme en cantante...Arropado siempre por el cariño de mi madre, de mi padre, de mi hermana Consuelo. Siempre niño mimado y preferido -lo que no me ahorró algunas sesiones de azotes en el trasero, ciertamente-, aprendiendo que la vida es hermosa y agradable cuando las personas se aman e intentan comprenderse.
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Biografía y memorias de CAMILO SESTO
CAPITULO 1
"¡MAMÁ TENGO HAMBRE!"
La primera lengua que yo aprendí fue el valenciano. Y el primer recuerdo que conservo recuerdo que conservo pegado a la memoria no es un recuerdo de vida, sino de muerte. Mi madre, mi mama, el confuso dolor y las ganas de comer. Eso es todo. Antes de los tres años debieron de ocurrirme grandes cosas y especialmente he sentido siempre la misteriosa ternura y el amor que me rodearon desde que nací como un manto cálido y seguro, algo de lo que la vida, para mi fortuna, no ha querido despojarme nunca. Sin embargo, recuerdo solo las lágrimas de mi madre y de mi hermana, una sombra de dolor, el hambre. Me parece injusto, pero nadie puede alterar su memoria. Naturalmente, se han borrado los perfiles y los detalles. ¿Qué ocurrió? Estaba muy enfermo, los médicos no descubrían lo que me estaba pasando, todo el mundo en la casa pensaba que iba a morirme lo mismo que una hermanita nacida seis años antes que yo: Mari Carmen, desaparecida a los veinte meses. La fiebre me tenía postrado e inerte. ¿Llegaron a internarme en un hospital? ¿Cuántos días permanecí en ese estado? En la penumbra de esa primera infancia solo veo a mi madre y a mi hermana poniéndome la mano en la frente, sus ojos apenados.
Pero una tarde me erguí en la cama y dije:
-Mama, tinc fam.
Y la señora Joaquina, mi mama, mi madre; solo respondió con una mirada brillante:
-¡Mi niño se ha curado!
Imagino que me trajeron algo de comer y que muy pronto pasó todo al territorio del olvido. A los tres años de vida estuve muy enfermo y al borde de la muerte, pero como si todos los males se hubieran concentrado en aquel momento, nunca más he vuelto a estar enfermo. Me dicen a veces, sobre todo cuando me ven fatigado después de una actuación o al cabo de muchas horas de trabajo, al verme siempre tan pálido y tan delgado, que tengo aire enfermizo, pero se trata siempre de una falsa impresión. Raramente he agarrado la gripe o un resfriado y solo en media docena de ocasiones me he quedado sin voz o sin resuello, siempre como consecuencia de demasiadas horas cantando o velando en mi habitación, abrazado a la guitarra y con un montón de cuartillas delante. Tal vez por esta misma razón, por lo que en mi vida tiene de insólito ese suceso, lo recuerdo con tanta nitidez y, probablemente, con tanta desmesura. Al fin y al cabo, ese tipo de acontecimientos es relativamente normal en cuantos nacimos en años todavía difíciles y demasiado próximos aún a aquella gran catástrofe de la guerra civil, una generación de españoles doble e inocentemente condenada a pagar las locuras de sus mayores. No eran aquellos "años del hambre" propiamente dichos, pero nadie estaba libre de las consecuencias del desastre. Veníamos, sin haberlo pedido, un poco marcados por tanta desmesura de sangre, de odio, de muertos, de privaciones.
Yo nací en el año 1946, el dieciséis de septiembre a las diez de la mañana y en un país "maldito, cercano y sin horizontes", como ha escrito Ricardo de la Cierva al referirse a la situación sociopolítica de aquel año. Racionamientos, retirada de embajadores, "si ellos tienen ONU, nosotros tenemos dos", prohibición de andar por la calle en mangas de camisa, soledad y espanto, batidas de maquis, la carne a 14 pesetas el kilo (pero, ¿quién tenía aquel dinero...?). Poco después de cumplido el servicio militar, cuando veía todos los horizontes cerrados y me sobraba tiempo en un Madrid hostil y frío, dediqué, más por aburrimiento, que por otra cosa, algunos días a husmear papeles de la Hemeroteca Municipal. La curiosidad me impulsó a investigar por encima lo que estaba pasando mientras en Alcoy, Alicante, España, el matrimonio formado por Eliseo Blanes de Mora y Joaquina Cortés Garrigós inscribía en el Registro Civil a su cuarto hijo: Camilo. Anoté un suceso pintoresco que me llenó de congoja: en un pueblo portugués un guardia había puesto una multa a la muchacha que había dado un beso a su novio en la calle. Y el comentarista español de la hazaña no solo no se sorprendía ante aquella barbaridad, sino que comentaba: "Portugal guarda las formas y conserva los hábitos que ya van desapareciendo por el mundo. Y a mí me parece que hay que felicitarle por ello". A mí me parecía que lo que había que hacer era echarse a llorar, pero así era entonces nuestra gente, o al menos, parte de ella. Claro que no toda. Imagino que en secreto muchos españoles -y aun portugueses- cantaban con satisfacción el fox lento de Consuelo Velásquez Bésame mucho, un hit de medio siglo por ahora; en secreto porque, desde luego, la letra estaba prohibida por la censura...

Me hizo gracia también saber aquel año se inauguraba la línea Madrid- Nueva York en un aparato "Constellation" y por una tarifa de 4.000 pesetas, la misma línea que tantas veces había yo de recorrer más tarde..., aunque pagando los billetes a otros precios. Y que fue el año de la aparición de las quinielas, el largo sueño de tantos millones de españoles hasta ahora mismo. Después de todo, puede ser una señal de fortuna haber nacido el mismo año que las quinielas. Y el mismo en que se presentaba en el "Teatro Progreso" de Madrid una joven bailarina andaluza con el nombre artístico de Carmen Sevilla, en el espectáculo de Estrellita Castro. Y el mismo de la gigantesca manifestación de la Plaza de Oriente del 9 de diciembre, el desesperado grito de los españoles que se sentían solos y apoyaban lo poco que tenían, el fruto de la victoria de unos sobre los otros... Pero yo no era ni me sentí nunca heredero de ninguno de los dos bandos. Entraba en una España que quería ser nueva y tenía hambre después de una peligrosa enfermedad. En el último piso del número uno de la calle de Isabel la Católica, lo que yo sentí de España era únicamente el amor de mis padres y de mi hermana Consuelo, doce años mayor que yo y siempre mi segunda madre. A eso se reducía mi horizonte vital y siempre me he sentido feliz de que así fuera. Muchas veces más tarde, cuando la Prensa o la Radio han anunciado con tanto escándalo mis fantásticas enfermedades e incluso muertes de todos los géneros, ellas dos han corrido, apenas se enteraban, a telefonear a mi oficina de Madrid o a los hoteles en que me encontraba para conocer lo ocurrido. Esta angustia que encontraba en sus voces me hacía recordar, o más bien imaginar, las angustias que pasaron cuando tenía tres años. Me han adjudicado paros cardíacos, hepatitis galopantes, cánceres de garganta, amenazas de transplantes de riñón, leucemias múltiples, no sé si también sífilis irreversibles. Me han hecho morir en una docena de países, en accidentes de avión y de coches, en plena actuación, en atentados callejeros...La última vez por el momento fue la primavera pasada. Al llegar a Nueva York desde México se propagó el bulo de que había muerto en un tiroteo de mafiosos en Colombia y mis músicos que me esperaban allí padecieron algunas horas de inquietud. Nunca he conseguido averiguar quién se divierte con tan ridículos juegos, qué ganan con ofrecerlos al público; afortunadamente nunca he sido supersticioso y no me han afectado demasiado esos sustos, pero no ha ocurrido lo mismo con mis familiares y amigos, especialmente con mi madre. Supongo que el hecho de que una persona sea famosa o conocida no debe autorizar a nadie a ensañarme con bromas que finalmente hacen daño a otros. De modo que me he ido curando de tan imaginarias enfermedades con más rapidez que de aquella de los tres años. Y sin hambre.
Por entonces aproximadamente se cambiaron mis padres de casa. De la terracita y el descansillo de la escalera en que practiqué mis primeros juegos, escenarios inolvidables. Nos mudamos al barrio de Santa Rosa, que era mas bien un descampado en proceso de urbanización. Para llegar a la nueva casa había que pasar por amplias zonas despobladas, era casi como ir a otro pueblo, aunque actualmente esté ya en el centro de la ciudad. Y dejábamos un piso muy modesto por una pequeña casa unifamiliar que tampoco contaba con lujos espectaculares. Creo que la mudanza coincidió más o menos con el cambio de trabajo de mi padre: de trabajar como electricista a sueldo en una empresa había decidido establecerse por su cuenta. Tanto él como mi madre habían nacido en Alcoy. También alguno de mis abuelos era de Alcoy, otros eran de Benilloba, un pueblo cercano. Y aunque mi apellido está relacionado con el municipio homónimo de Gerona, por lo que sé toda mi familia es de la región alcoyana. Desgraciadamente no he conocido a ninguno de mis cuatro abuelos, cosa que siempre he lamentado mucho. Por eso he estado repitiendo a mis sobrinos -y lo repetiré mucho más a mi hijo- que cuiden a sus abuelos, que aprovechen su presencia, su ternura y su sabiduría; solo conocerán su valor cuando los pierdan. Por eso mismo me cuesta mucho respetar -y no quiero utilizar una expresión más fuerte- a las personas que se desentienden de sus mayores, abuelos o padres, que los abandonan, que no los visitan, que no los aman. No hace falta poseer un florido árbol genealógico por el que circule savia azul para sentir respeto y amor hacia aquellos que nos han dado la vida, que nos la han transmitido a lo largo de generaciones.
Al parecer, la mayor parte de mis antepasados se dedicaba a la agricultura. Alcoy, que ahora tiene más de sesenta mil habitantes, había ido en los últimos cien años ocupando las últimas huertas establecidas desde la época árabe junto a los dos ramales originarios del río Serpis, desbordándose en construcciones y fábricas textiles y papeleras por toda la hoya en que está situado, abandonando el núcleo medieval y agrícola para convertirse en una pujante ciudad industrial.
Algunas personas mayores con las que me gustaba conversar durante mi adolescencia me contaron una vez que uno de mis antepasados, creo que un bisabuelo, participó en las grandes revueltas anarquistas de 1873. aunque mis personales rebeldías hayan tomado caminos menos conflictivos, más pacíficos e individualistas, la gente de mi tierra ha sido siempre brava y batalladora. Ya en el año 1821, el año de la muerte de Napoleón y de la independencia de México y Perú, el año en que Schubert compuso su sinfonía Incompleta, durante el reinado del peor rey que España ha tenido nunca, Fernando VII, los tejedores de Alcoy, desempleados muchos de ellos a causa de la reciente industrialización, ocuparon la ciudad, destruyeron los telares y hubo que recurrir al Ejército para imponer el orden. Lo que ocurrió medio siglo mas tarde fue mucho más grave. El verano de 1873 en Alcoy figura en la historia de España como una fecha terrible y aun la leyenda planea como una sombra oscura sobre mi ciudad. Por aquella época habían aparecido destacados militares anarquistas alcoyanos dentro de la Federación Española. A la sublevación cantonalista que ya se estaba gestando en Cartagena y otras ciudades se unió el descontento de los trabajadores de las industrias papeleras y textiles. Los obreros únicamente pedían la jornada laboral de ocho horas y decidieron una huelga general, que sería el preludio de grandes revoluciones en toda España. Alcoy tenía entonces unos treinta mil habitantes y, naturalmente, la mayor parte de ellos eran obreros. Cuando una delegación salía del Ayuntamiento de hablar con el alcalde, la Policía abrió fuego sobre la multitud desarmada. Los obreros decidieron atacar el Ayuntamiento y después de veinte horas de lucha, la treintena de policías se rindió por falta de municiones. El alcalde Agustín Albors intentó disparar su revólver sobre los que iban a arrestarlo y murió de un disparo. Era el 10 de agosto. El levantamiento armado duró cinco días, hasta que se acercó el Ejército y prometió amnistía a los sublevados, pero muchos alcoyanos murieron en la rebelión. Y el nombre de mi ciudad sería como un chispazo para otras sublevaciones en toda España. Mi curiosidad en asuntos históricos, que probablemente han sido mi lectura preferida, me empujó a investigar si alguno de los Blanes tuvo participación en estos sucesos (y de haberla tenido, habría sido junto a los obreros, ya que ninguno poseyó nunca fábricas de papel o de hilados ni figuró entre los miembros de la Policía municipal), pero ya he logrado averiguarlo. Sin embargo, mis esfuerzos juveniles me sirvieron para conocer un poco la historia de mi pueblo, y por lo tanto mi gente, y recopilar unos cuantos libros de la historia de España del último siglo que conservo como preciado tesoro.
Pero estaba yo hablando de una sola casa de Alcoy, no de la ciudad toda. Estaba hablando de nuestra casa nueva en el barrio de Santa Rosa, en el número 50 de la calle Laureado Carbonell. Idéntica a muchas otras recién construidas, tenía en la planta baja un comedor, un pequeño vestíbulo, una cocina y un cuarto de baño. En el segundo piso estaban los tres dormitorios. En el principal dormían mis padres. En otro dormía yo con mi hermana Chelo, mientras fui pequeño. Luego me trasladaron al tercer dormitorio, que ocupábamos los tres hermanos varones: Eliseo, que me llevaba nueve años; José que me lleva tres y yo. Confieso que no me gustó nada separarme de Chelo. Mis padres me dijeron que ya era mayor -tenía ocho o nueve años- y que no era conveniente que durmiera en la misma habitación que ella, pero a mí me parecía una bobada. Siempre había estado a su lado, era como mi madre suplente, la quería tanto como ahora la quiero...¿Cómo iba a tener importancia que la viera desnuda? Pero hube de obedecer, a regañadientes, y pasé al territorio de mis hermanos, un territorio bastante reducido, porque los dormitorios eran mas bien pequeños. La casa tenía también un pequeño patio con lavadero y, a falta de calefacción -lujo excesivo para la época-, en el salón brillaba una inmensa estufa de hierro negro con una tapa de anillos que había que ir retirando uno a uno para introducir la leña. Solo abandonaría esta casa, en la que hoy vive mi hermana, para luchar en Madrid por lo que había soñado siempre. Así que fue en ella y durante unos quince años en donde fui creciendo, fui recibiendo generosas raciones de amor, fui aprendiendo a cantar y a desear convertirme en cantante...Arropado siempre por el cariño de mi madre, de mi padre, de mi hermana Consuelo. Siempre niño mimado y preferido -lo que no me ahorró algunas sesiones de azotes en el trasero, ciertamente-, aprendiendo que la vida es hermosa y agradable cuando las personas se aman e intentan comprenderse.
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