Autoestima y otros temas de psicología

4 tipos de autoengaño muy frecuentes (y cómo evitarlos)

El autoengaño nos protege filtrando los aspectos de la realidad que nos son insoportables y permitiéndonos continuar nuestra vida. Pero también puede orientar nuestra conducta hacia la irrealidad.

El autoengaño es un recurso al que a veces acudimos para afrontar situaciones difíciles. En ocasiones lo hacemos de forma consciente, pero otras es el cerebro el que altera ligeramente nuestra percepción para salvaguardar nuestras fuerzas e integridad.

Este mecanismo tiene sus virtudes y sus peligros: no hay que olvidar que, para alcanzar nuestras metas, no hay nada mejor que conocer las dificultades y afrontarlas con el máximo de claridad y energía posible.

Reconocer que una empresa propia, una amistad o una relación amorosa han llegado a su fin y carecen, por tanto, de un futuro viable, suele ser un proceso doloroso porque implica admitir el fracaso de una acumulación importante de esfuerzos anteriores. Es muy común, en estos casos, caer en el autoengaño y confiar en soluciones a corto plazo que nunca llegarán a ser realmente satisfactorias.

Tipos frecuentes de autoengaño inconsciente
El autoengaño consciente forma parte del hábito social de la mentira y las personas sanas lo repudian de forma contundente, incluso agresiva. Cuando el autoengaño inconsciente se convierte en autoengaño consciente, hay que evitarlo si no queremos caer en alguna de las peores patologías conductuales, tanto a nivel individual como colectivo.

Pero no siempre la negación de la realidad se hace de manera consciente; a menudo somos víctimas de un proceso inconsciente de autoengaño. Los científicos han constatado que existe un mínimo de cuatro situaciones distintas en las que es altamente probable que nuestro cerebro opte por el autoengaño de una manera inconsciente.

1. Si percibimos peligro
El instinto de supervivencia frente a grandes peligros o grandes catástrofes, como pueden ser una grave enfermedad, un terremoto, un tsunami o un acto de violencia delictiva puede llevarnos al autoengaño.

Según Mardi J. Horowitz, profesor de psiquiatría de la Universidad de San Francisco, el antropólogo Robert L. Trivers, de la Universidad de Rutgers, y un buen número de psicólogos evolucionistas, el cerebro filtra aquellos aspectos de la realidad que la convierten en insoportable y solo presta atención a los que puede digerir de manera inmediata.

No nos enteramos del nivel real de gravedad de la situación porque no nos conviene, porque, sencillamente, nos sentiríamos desarmados para afrontarla.

Nuestros sentidos perciben con fidelidad la realidad tal cual es, pero nuestra atención está bloqueada por el miedo instintivo, y la verdadera magnitud de los riesgos a superar no llega a la conciencia. De manera inconsciente y automática, el cerebro ha censurado la información que nos dejaría sin ánimos para luchar. Se trata de un mecanismo universal de adaptación al entorno que tiene la utilidad de mejorar las expectativas vitales porque nos evita caer en el pánico.

“Ojos que no ven, corazón que no siente”, dice el refrán. Si David se deja dominar por el pánico, no hallará la manera de vencer a Goliat. Es un mecanismo de supervivencia del que la evolución ha dotado al cerebro para que seamos más eficaces frente a los peligros que nos acechan. Ignorar la verdadera magnitud de la amenaza nos hace más fuertes y más agresivos contra ella y, por ende, más eficaces.

2. Si nos sentimos culpables
Un segundo tipo de autoengaño tiene que ver con la autoestima y consiste en eliminar (o como mínimo reducir) la culpabilidad por las malas acciones realizadas en el pasado.

El profesor Jonathan D. Brown, psicólogo social de la Universidad de Washington, ha llegado a la conclusión de que es un autoengaño adaptativo: la plena consciencia de nuestra culpabilidad en acciones pasadas nos llenaría de vergüenza y de autocompasión y nos dificultaría poder afrontar con plenas facultades las decisiones actuales.

Como ya no podemos cambiar los hechos, es más adaptativo no caer en la autopunición y el camino más fácil para conseguirlo es transferir la culpabilidad de nuestras malas acciones a terceras personas, a las circunstancias especiales o –¿por qué no?– incluso a la propia víctima.

Esta forma de autoengaño entraña también un grave peligro, para nosotros y para los demás: si no reconocemos nuestra responsabilidad nunca podremos corregir nuestros errores. Fijémonos en el uso y abuso que hacen de este autoengaño los maltratadores, los torturadores y algunos asesinos. Sin embargo, la psicóloga Carol Anne Tavris nos advierte que los mayores problemas de la humanidad no provienen de seres “crueles y malvados”, sino de aquellos que se consideran buenas personas, se presentan como tal ante nosotros y justifican su mala conducta para mantener intacta esa convicción.

3. Si está en riesgo nuestra autoestima
Un tercer tipo de autoengaño que los humanos practicamos de manera natural e innata, salvo las personas que están deprimidas, es la sobrevaloración de las propias cualidades.

Si una determinada característica de nuestra personalidad (la falta de memoria, por ejemplo) no perjudica en exceso a nuestra autoestima, podemos reconocerla sin problemas; pero si una característica nuestra (la inteligencia, por ejemplo) sí que puede estar vinculada a una pérdida de autoestima (por carecer de ella), automáticamente nos sobrevaloramos y pasamos a considerarnos parte de la élite privilegiada de los más favorecidos.

En un experimento que se ha repetido en cientos de formatos similares, se le pide a un colectivo que se autovalore en una característica socialmente positiva, como puede ser su cociente intelectual, su altruismo, su capacidad de amistad o su derecho a ir al cielo. Más del 50% de los entrevistados se ven a sí mismos como parte del 10% mejor cualificado; un imposible matemático que implica que forzosamente un mínimo del 40% se tiene que haber sobrevalorado.

Este tipo de autoengaño tiene la virtud de mejorar nuestra autoestima y, en consecuencia, nuestra motivación para afrontar la lucha cotidiana de la vida. Pero también tiene un peligro: podemos caer en el narcisismo, la petulancia y la prepotencia.

Aplicado a la escala de un grupo humano, este tipo de autoengaño puede llevar a que un pueblo se considere elegido por dios; unos creyentes, en posesión de la verdad única; una nación, con más derechos que sus vecinas, o una raza, superior a todas y con derecho a eliminar a las razas que considera inferiores.

4. Si necesitamos cambiar

La cuarta modalidad de autoengaño inconsciente consiste en sobrevalorar la capacidad de cambio de conducta y de autosuperación. Ejemplos típicos: “Fumar me perjudica, pero lo dejaré el día que me ponga a ello”; “no voy al gimnasio con la frecuencia que me había propuesto, pero cuando me recupere de esta mala racha actual, lo solucionaré”; “me sobran unos cuantos kilos, pero un día de estos empezaré la dieta y lo arreglo rápidamente”.

Conviene aquí diferenciar la automotivación del autoengaño. Si soy obeso, torpe de movimientos y bailo mal, el autoengaño consiste en pensar que soy un excelente bailarín. En cambio, la automotivación consiste en partir del conocimiento objetivo y honesto de mis cualidades actuales y decidir que puedo esforzarme para cambiarlas. Mi obesidad puede desaparecer con una dieta apropiada, mi torpeza puede superarse con trabajo corporal intensivo, y puedo tomar tantas clases de baile como me hagan falta.

La automotivación es convencerte de que puedes cambiar y conseguir la meta deseada sin mentirte sobre tus posibilidades reales ni las múltiples dificultades que tendrás que superar.

Se ha demostrado experimentalmente que si un profesor trata continuadamente a un alumno competente como si fuera peor de lo que es, a medio plazo el alumno se desmotiva y se convierte en el mal alumno que le dicen ser. Y, a la inversa, el alumno que es tratado dándole la confianza de que puede mejorar su rendimiento porque tiene las capacidades intelectuales necesarias, acaba motivándose y consiguiendo alcanzar la imagen de sí mismo que se le ha proyectado.

Los buenos profesores, los buenos entrenadores, los buenos directivos, los buenos líderes políticos, son los que saben motivar a las personas a su cargo, evitándoles con firmeza y autoridad carismática caer en el autoengaño y guiándoles en el camino de superar las dificultades. Cuando el entrenador del F. C. Barcelona Pep Guardiola (mencionado actualmente en las principales escuelas de administración de empresas como modelo de liderazgo motivacional) acoge al excelente jugador canterano Leo Messi y le hace creer que puede llegar a ser el mejor futbolista del planeta, establece una hoja de ruta que conducirá a convertir este deseo en realidad.

Tener un sueño puede ser el primer hito de una historia personal o colectiva de superación.

Quizá sea cierto, como han dicho algunos filósofos, que la vida no es más que un sueño, pero lo que está claro es que los buenos sueños alimentan las vidas más interesantes. Sin embargo, para que estos sueños lleguen a buen fin, conviene no caer en autoengaños conscientes, sino conocer las dificultades a vencer y afrontarlas con toda la fuerza y el optimismo de los que seamos capaces.

Cómo evitar el autoengaño
1. Escucha a los demás
Comparte las decisiones arriesgadas con las personas afectadas. Pensar que sabes siempre lo que conviene a los demás sin necesidad de consultarlos es una prepotencia típica del autoengaño. Propón tu plan y escucha los planes alternativos que los afectados propongan. Es probable que alguno de ellos te sorprenda con una propuesta mejor que la tuya. La inteligencia es un don que está repartido de manera desigual, pero tú no eres el único que lo posee.

2. Evalúa tus acciones
Solicita opiniones sinceras de personas a las que otorgas criterio y honestidad. Si siempre estás plenamente satisfecho de tus acciones y decisiones, lo más probable es que estés cayendo en el autoengaño de sobrevalorarte. Pide a personas a las que admiras que valoren sin reservas tus actuaciones y prepárate para recibir el gran desengaño: no eres perfecto al 100% en todo lo que haces. Nadie lo es.

3. Ábrete a las críticas
Escucha las críticas recibidas, vengan de donde vengan, y analiza en serio qué pueden tener de cierto. No caigas en el error de ningunearlas. Antes de quitarles la razón, mira de ponerte en la posición de los demás y entender bien qué te están diciendo. Analiza con humildad si tienen parte de razón.

4. Repara tus errores
Si has sido capaz de llegar a reconocer que en determinada actuación te equivocaste, discúlpate inmediatamente y procura repararla sin dilaciones. No caigas en el autoengaño de pensar que los errores son irreparables y que es mejor olvidarlos, que el tiempo todo lo borra.

Por Llorenç Guilerá
 
"Renacer es iluminar las memorias negativas que quedaron en nosotros"
La forma en que nacemos se queda grabada y se proyecta en nuestra vida. Pero siempre podemos renacer. El rebirthing nos permite iluminar estas memorias negativas.

María Luisa Becerra es madre de seis hijos, pedagoga, doula vocacional y renacedora. Se formó en con Leonard Orr creador de la terapia del renacimiento (rebirthing) y lideró durante quince años la Escuela Internacional de Renacimiento junto a Bob Mandel y el doctor Thomas Verny.

Se ha pasado la vida ayudando a otras madres a dar a luz y criar a sus hijos cuando el parto estaba muy medicalizado y ser doula era toda una apuesta por un nacimiento sin violencia.

Es la autora del libro Nacimos para triunfar. El poder del nacimiento en nuestras vidas (Ob Stare) donde expresa cómo la forma en que nacemos está proyectándose constantemente en nuestra vida adulta.

¿Quiere decir que si nacemos con dos vueltas de cordón en el cuello tendremos sensación de ahogo el resto de nuestra vida?

El capítulo sobre los tipos de nacimiento es el que llama más la atención a todo el mundo, pero antes he de explicar una cosa: somos pura energía y esta fluye por nuestras memorias, tanto físicas, emocionales, espirituales, como celulares… Pero hay una parte de nuestras memorias celulares que ha sido impactada por los momentos primigenios del nacimiento, de la concepción o de la gestación. Esos mensajes recibidos –del tipo “no soy deseado”, “he venido en un momento inadecuado”, “soy de un s*x* diferente al que se esperaba”–, así como los shocks vividos durante la gestación o situaciones de estrés importantes, impactan en las células, y mientras una parte fluye, otra se queda estancada.

¿Y entonces?

Volviendo a la pregunta, los nacidos con circular de cordón son grandes luchadores en la vida. Son personas a las que todo se les complica porque en sus memorias celulares existe el recuerdo de que “para salir tengo que luchar”, entonces tienden a atraer la dificultad en su vida adulta. El pensamiento tiene una ley de atracción, proyección y manifestación, y esta persona, cuando cree que se va a morir, que no puede más, que se está ahogando, de pronto sale a la luz. Las personas que nacen con una circular de cordón tienen que aprender a hacerse las cosas fáciles.

Cuéntenos más ejemplos, por favor.

En cambio, si nacemos con fórceps no nos fiaremos de la ayuda externa y tenderemos a la autosuficiencia… Los nacidos con presión para salir tienen mucha dificultad para recibir ayuda porque piensan: “Las ayudas me hacen daño, así que mejor lo hago yo solo”. Sin embargo, cuando lo están haciendo solos, se quejan porque nadie los ayuda… y hay un desgaste energético grandísimo. El reto es aprender a confiar, a trabajar en equipo, a abrirse a la ayuda, al apoyo…

Y las personas que nacen de nalgas, ¿cómo se manifiesta eso en sus vidas?

Hay un estudio muy interesante del doctor Franz Veldman, el creador de la haptonomía, que hace referencia a la afectividad en la vida intrauterina. Veldman me mostró en 1986 que cuando un bebé está sentado dentro del útero materno es que no quiere salir. Unos años después conocí a una pareja que estaba esperando un hijo; al final del embarazo, el bebé se había dado la vuelta. Vinieron a consultarme, preocupados. Les pregunté qué estaba pasando a su alrededor y me dijeron que habían comprado un piso, pero que no se lo entregaban, que estaban viviendo en casa de la abuela y deseaban que el bebé no saliera todavía. Curiosamente, el bebé se dio la vuelta y se sentó. Ellos se dieron cuenta de su error y haciendo un trabajo de ‘renacimiento’ en mi consulta, el bebé giró. Fue increíble.

¿En qué consiste exactamente el renacimiento?

Esta técnica tiene su origen en los años 70, cuando en un baño de sauna Leonard Orr se puso a hacer una respiración pranayama (era profesor de yoga), pero la cambió, y el resultado fue una respiración circular, conectada y consciente. En aquel momento se empezó a dar cuenta de que había un movimiento fortísimo de energía en su cuerpo y comenzó a investigar, dando lugar a lo que actualmente conocemos como renacimiento, rebirthing en inglés.

¿Con qué nos conecta?

En renacimiento enseñamos a las personas a que liberen su respiración del miedo primigenio que se generó al tener que enfrentarse por primera vez a una respiración violenta; es un proceso muy potente, físico y espiritual.

¿Qué ocurre cuando liberamos la respiración?

Empezamos a sentir grandes cantidades de energía que se mueven en su cuerpo. Esta energía comienza a movilizarse y hace que aparezcan memorias dolorosas. Pueden ser emocionales, físicas o mentales, o las tres cosas juntas. Entonces lo que aprendemos es a reconocer esas memorias sin enjuiciarlas, ni buenas ni malas, y a integrarlas partiendo de que todo es perfecto.

¿Cuál sería para usted la forma ideal para que nuestra llegada a este mundo no fuese tan traumática?

Cuando la madre hace un proceso de conciencia y de sanación, de integración de las propias memorias de su nacimiento, puede darle lo mejor a su hijo. Pero todos los nacimientos son perfectos: o naces de un parto consciente o puedes renacer.

Siempre podemos renacer...

El ser humano tiene siempre la posibilidad de expandirse, pero tenemos que conocer el guion de la película que nos hemos montado en nuestra mente, en nuestras memorias, que integra las mentiras personales, el tipo de nacimiento, las conductas familiares… En lugar de reaccionar según el guion, debemos actuar según lo que nosotros somos.

¿Qué podemos hacer para atraer a nuestras vidas aquello que queremos crear?

Primero tienes que aclararte con lo que quieres y, después, tener la consciencia de que eso no te lo va a dar nadie; ya te ha sido dado. El universo nos ha dado todo el potencial, lo tenemos dentro. Son nuestras memorias desconocidas, atascadas y que conforman nuestro guion natal las que están impidiendo que nos comuniquemos con ese potencial de luz, de fuerza y de poder que todos tenemos.

Y cuando lo tienes claro, ¿cuál es el siguiente paso?

Reconocer que eso existe para ti. Eres tú quien lo va a crear. Agradécelo. Fíjate qué distinto suena que yo diga: “Quiero una casa”, a que diga: “Agradezco la casa de un baño, dos habitaciones… que existe ya para mí”. Agradecer hace presente aquello que tú agradeces, lo trae aquí y ahora. No juzga, no separa. El agradecimiento viene de la unión. Una persona que agradece es una persona que hace presente aquello que quiere. Pero, después, hay que abrirse a recibirlo, porque también puedes boicotearte sin querer.

¿Y por qué nos cuesta tanto recibir?

La desaprobación parental es uno de los separadores más grandes de la unión con nosotros mismos. Nos cuesta recibir porque nadie nos ha dicho: “Hijo mío, eres un regalo del universo. Vamos a celebrar una fiesta por ser como eres”.

Ojalá hicieran esto todos los padres…

En cambio, es posible que nos dijeran: “Si te portas bien, si sacas buenas notas, si…”. Todo condicionado, y si te equivocas, te castigan. El niño que sabe que puede equivocarse sin perder el amor de sus padres tendrá éxito en la vida. Será un adulto con una gran autoestima y sabrá que de los errores se aprende.

¿Qué es lo que somos pero hemos olvidado?

Hemos olvidado que somos amor, energía, luz, color… Cuando vivimos desde el amor vivimos en gozo, en creatividad, y cuando nos hemos separado de ahí, llevados por las memorias que acumulamos desde el origen de nuestra vida, la desaprobación parental, o educacional, los pensamientos o lo que traemos no concluido de vidas pasadas, sufrimos mucho.

Por Gema Salgado
 
Lo que la crítica me descubre
Las críticas que más nos afectan son nuestro maestro. Muestran las cosas que no tenemos integradas.

Carlos había salido a tirar la basura. En realidad, esa era la excusa que se había dado a sí mismo para salir a dar una vuelta y despejarse un poco.

No podía quitarse de la cabeza las palabras que sus amigos le habían dicho en el encuentro que habían tenido para preparar un viaje que querían hacer juntos: “Siempre miras las cosas desde el lado negativo”. ¡Qué injustas! ¡Qué rabia que le dijeran a él precisamente eso! Porque lo único que había hecho era aportar algo de pragmatismo a unos planes que no se aguantaban por ningún lado.

Sin ganas todavía de encerrarse en casa, se sentó en un banco de la calle, encallado mentalmente en esa inmerecida crítica.

Ensimismado y con la mirada perdida, no se dio cuenta de que un hombre mayor se había sentado a su lado. Reparó en él cuando oyó su voz que decía:

—Bonita luna, y bonita noche… y me temo que te la estás perdiendo.

Carlos, alucinado, solo acertó a preguntarle:

—Disculpe, ¿nos conocemos?

—No, pero eso no me impide ver el desasosiego en tu cara…

Pasaron unos largos diez minutos sentados, lado a lado, sin decir ni decirse nada. Hasta que Carlos, dándose cuenta de que no se desprendía de su disgusto, y pensando que no tenía nada que perder, decidió tirarse a la piscina y le dijo:

—No me interesa hoy la luna. Ni la noche. Me han machacado injustamente mis mejores amigos y no me los saco de la cabeza.

—Mi nombre es Max, y mi ofrecimiento es escucharte…

—Yo soy Carlos, y me irá bien desfogarme, así que ahí va la historia: nos hemos reunido un grupo de buenos amigos para preparar un viaje que queremos hacer juntos. Como siempre, todos decían su opinión y, ante las disparatadas ideas que proponían, yo he intentado ordenar un poco las cosas, señalar algunos riesgos… y lejos de agradecérmelo me he ganado una injusta crítica: que siempre lo veo todo negro.

—¿Me pones un ejemplo de algo que hayan propuesto?

—Sí, claro, estamos pensando en ir a Perú y Jorge se ha descolgado con que no reservemos hoteles, que busquemos casas donde alojarnos sobre la marcha…

—¿Y qué te parece a ti la idea?

—Absurda.

—¿Por algo en particular?

Carlos se lo quedó mirando. Lo que le faltaba. Otro insensato a la altura de sus amigos. Definitivamente no era su noche. Max, dándose cuenta de que lo estaba perdiendo, intervino:

—Carlos, te pido un minuto de confianza: te pido que mires un momento dentro de ti. Muy, muy dentro de ti. Y que te preguntes:

¿A ti te gustaría en el fondo hacer un viaje sin planificación y sin rumbo?

—Pero es jugársela.

—No lo dudo, pero lo que te estoy pidiendo es que me digas si te gustaría.

Carlos pensaba, mirando al suelo. Al final dijo:

—Sí, me encantaría. Claro que me gustaría. Cuando alguien me cuenta una experiencia así, en el fondo me muero de envidia. Lo que pasa es que no tengo valor para hacerlo. Entre otras cosas porque en cuanto me lo planteo siempre pienso en todo lo que va a salir mal.

—¿Y te gusta pensar así siempre?

—No, no me gusta nada. Porque sé que me meto yo mismo el miedo en el cuerpo. Pero no puedo hacer nada. Me encantaría poder verlo de forma optimista, como lo ven ellos.

—Pues eso y solo eso es lo que explica el dolor que te produce su crítica.

Carlos se quedó pasmado. Ahora sí que necesitaba una explicación. Max lo percibió y se apresuró a dársela.

—Carlos, las críticas que más nos afectan son nuestro gran maestro. Nos dan una precisa y perfecta información de las cosas que no tenemos integradas. De las cosas que no nos gustan. Son un gran regalo para crecer.

—Ahora soy yo el que te pide el ejemplo…

—No necesito más que tomar el tuyo de hoy: te ha dolido que te acusaran de ver las cosas negras, porque al primero que no le gusta es a ti. Acabas de decírmelo. No lo llevas bien y, cuando te lo mencionan, te enciende. Porque apela a algo que en el fondo te criticas a ti…

Carlos escuchaba absorto. Todo aquello empezaba a cobrar sentido, pero solo empezaba. Necesitaba más claridad. Max le preguntó:

—¿Puedes pensar en una crítica que al recibirla no te afectase?

—Ummmm, sí. No hace mucho me tacharon de cuadriculado.

—¿Y lo eres?

—Sí… lo soy. Y no me disgusta en absoluto serlo. Creo que en esta vida es bueno que haya gente como yo, que controle las cosas.

—Bien. ¿Buscas otra crítica que te afectase?

Carlos tardó algo más de tiempo esta vez en encontrarla. Al final dijo:

—Ya la tengo. También no hace mucho me acusaron de ser insensible, y me enfadé mucho.

—¿Lo eres?

—No lo sé, pero no quiero serlo...

De repente todo encajó. Se daba cuenta de que las críticas que no le afectaban era porque hacían referencia a cosas que él tenía plenamente aceptadas de él mismo. Las que sí le afectaban se referían a cosas que quizás inconscientemente también él se criticaba.

Ahí tenía la luz: analizando cómo le afectaba cada crítica tenía la ocasión de descubrir qué aspectos de su vida no tenía integrados. Viendo lo que le dolía podía descubrir lo que tenía por trabajar.

Con el ánimo remontado, se dio cuenta de que la crítica de sus amigos le iba a ayudar: tenía que reflexionar sobre qué le impedía tener una mirada más positiva de las cosas y cómo podía llegar a ser más optimista.

Se levantó. Estaba realmente agradecido por haber podido tener esa reveladora conversación con aquel desconocido.

Y tal y como se levantaba, se permitió una mirada consciente y profunda a la luna. Era preciosa. Tenía ganas de compartirlo con Max, pero al girarse encontró el asiento vacío. Tuvo la sensación de que nunca había estado allí, y que formaba parte de la magia de esa noche.

Por Ferran Ramon-Cortés
 
Todos venimos preparados para superarnos
El cuento de Fátima nos explica como todos los aprendizajes nos encaminan hacia la mejor versión de nosotros mismos. Alimentemos lo más constructivo

Es indudable que soplan vientos inquietantes a nuestro alrededor. Es tiempo de confiar en nosotros y en los que nos rodean. Tiempo de unirnos y sostenernos para traspasar las dificultades que nos propone la realidad. Tiempo para hacer todo lo que sabemos y podemos para superar las dificultades, y para aprender lo que aún ignoramos, aun a costa de algunos sinsabores.

Superación: el deseo de ser siempre mejores
En el lenguaje coloquial, superar significa “pasar de algo malo a algo bueno”, “de algo bueno a algo mejor” y “de algo mejor a algo mejor todavía”. Un camino sin límites hacia el techo de nuestras posibilidades, si es que existe este límite, pues, como afirma el saber popular, “siempre se puede estar mejor” (mi padre, riendo, se ocupaba de agregar, no sin algo de razón, “y siempre se puede estar peor”).

En un sentido más existencial, el afán de superación debería entenderse como una fuerza interna que nos empuja a no quedar prisioneros de la adversidad; la disposición a luchar por estar en el mejor lugar posible, y también el deseo de ser mejores –siempre y cuando ese “ser mejores” sea en comparación con uno mismo–.

No hablo de ganar más dinero, o por lo menos, no hablo solo de eso.

No hablo de ser el más guapo o la más guapa, o por lo menos, no hablo solo de eso.

Y de ningún modo hablo de tener más poder en ninguna de sus formas.

Hablo de la determinación de ser una mejor persona cada día, teniendo como referencia y punto de partida básicos una honesta evaluación de quién soy yo en cada momento.

Preguntarse, escucharse y mirarse
Porque... ¿cómo podría mejorar si no me sé? ¿Y cómo podría saberme si ni me miro? ¿Cómo podría empezar a cambiar en una dirección determinada, por deseable que esta sea, sin saber de dónde parto?

Algunas personas muy afortunadas aprenden a escucharse a sí mismas muy pronto. Identifican qué les hace felices y les entusiasma. Son hombres y mujeres cuyo firme deseo de superación les permite tener la certeza de que son capaces de crear las circunstancias que necesitan para hacer realidad algunos de sus sueños.

Son personas que confían en su elección, que se comprometen con ella, que están dispuestas a pagar el precio necesario, capaces de renunciar a cierto grado de placer en pos de un fin superior.

Pongamos un simple ejemplo, quizá demasiado simple: está claro que estudiar mientras se trabaja, para ganarse el pan de cada día, implica renuncias y postergaciones nada gratas a corto plazo; pero, aunque nada puede garantizar el éxito final, quien se anima a hacerlo apuesta con pasión a que esta “inversión” de tiempo, robado a cosas más placenteras, multiplicará sus posibilidades en un futuro.

Finalmente, desde nuestro lenguaje profesional, limitado a lo que sucede de la piel hacia dentro, hablamos de superación cada vez que nos referimos a la lucha por vencer aquellos aspectos de nuestra personalidad que no son constructivos ni bondadosos.

Son esos esquemas que usualmente llamamos “negativos” y que teminan en la mirada pesimista, la desconfianza, la agresividad, el resentimiento o el recelo. Son modelos que se nutren de nuestra historia y nuestros mandatos, pero que se actualizan cada día en los vínculos tortuosos con el entorno y así se complican más y más, precisamente por esto.

La historia del águila y el chacal
Un joven guerrero pide audiencia con el cacique. El jefe de la tribu tiene fama de ser muy sabio y tener respuesta para todo. Una vez frente a él, el joven le confiesa que está muy inquieto, que siente que en su interior anidan el espíritu de un águila y el de un chacal que siempre están en lucha entre ellos.

—Cuando el águila toma el mando, soy capaz de pelear por lo mío, soy fuerte, ambicioso y puedo alimentar a otros con lo que cazo. Pero cuando aflora el chacal, todo me da miedo, vivo de las sobras que dejan los demás y creo que debo conformarme con ellas porque soy incapaz de procurarme algo mejor. No me molestaría verlos ante mí y aceptar que tengo algo de cada uno, lo que pasa es que, a veces, me pregunto quién ganará...

Entonces, el cacique le dice:

—Sé que te gustaría escuchar de mi boca que el águila será la ganadora, porque ese aspecto te gusta más —y te confieso que a mí también—, pero soy el jefe de la tribu y tengo la responsabilidad de decirte la verdad. Va a ganar aquel de los dos a quien más alimentes. Solamente depende de ti.

Cultivar las cualidades opuestas a las que menos nos sirven, o que nos impiden volvernos mejores personas, es siempre el comienzo de una vida mejor.

Alimentar lo más constructivo
No se trata del esfuerzo de cambiar sino de la conquista disciplinada y de la decisión firme de ejercitar aquellos aspectos que ya están en nosotros y que nos permiten el desarrollo de nuestro potencial más constructivo.

Quizá te sorprenda escuchar que todas esas mejores cosas ya están en nosotros. Quizá me cuestiones preguntándote por aquellas personas que no han cosechado ni recibido nada bueno y que, enfermos de odio o resentimiento, únicamente han dejado crecer sus aspectos más oscuros.

Incluso puede que creas que tú –en ciertos aspectos y algunas veces– careces de los aspectos del águila y no tienes más remedio que ser como el chacal del cuento. Pero no es cierto. Nunca lo es.

Nadie es solamente hostil, solamente pesimista, solamente perezoso o solamente amargo. Y esto es algo que los médicos en general y los terapeutas en particular sabemos y usamos en nuestra tarea de ayudar a nuestros pacientes.

Solemos referirnos a ello como la conducta estratégica de aliarnos con los mejores aspectos de nuestro paciente –con su lado más sano o con sus partes más maduras– para que nos ayude a ayudarlo a vencer su enfermedad, sea esta física, mental o espiritual.

Estamos predispuestos a aprender y superarnos
Algunas personas sienten que todo les sale mal, que “no pueden” hacer casi nada, que siempre fracasan, hagan lo que hagan. Se trata de falsas percepciones de sí mismos, inhibiciones adquiridas, sin duda equivocadas, ya que nadie lo hace todo mal o no puede hacer nada.
Todos hemos tenido experiencias en la vida de las que podríamos sacar provecho parar orientar nuestras acciones hacia donde queremos y superar las adversidades.

El cuento de la hilandera
Una antigua historia ejemplifica esta predisposición. Se trata de la historia de la pobre Fátima, hija de un rico hilandero. Después de enseñarle el oficio, su padre se la llevó de viaje con la intención de encontrar un buen esposo para ella.

Durante el viaje, se desató una terrible tormenta que hizo naufragar la nave. El padre desapareció y la joven se encontró en una tierra desconocida, perdida y casi sin memoria sobre quién era.

Una familia de tejedores encontró a Fátima, la adoptaron y le enseñaron el arte de tejer. Fátima era feliz, pero su bienestar no duró demasiado. Unos cazadores de esclavos la atraparon en el bosque y la vendieron en un mercado lejano.

Un hombre que fabricaba mástiles para barcos la compró para que sirviera a su esposa enferma. Finalmente, cuando la mujer murió, Fátima tuvo que ayudar en la industria familiar. Enviada por su amo a vender mástiles, su barco terminó encallando en las costas de un país desconocido.

Los soldados del rey la hicieron prisionera y la condujeron a palacio. Mientras esperaba su destino, Fátima pudo saber que el rey había prometido una fortuna a quien fuera capaz de construirle una tienda en la playa. Fátima, que jamás había hecho algo así, pidió audiencia con el soberano para comprometerse a construirla a cambio de su libertad.

Fabricó las telas gracias a lo que había aprendido de su familia de adopción; hiló las cuerdas como su padre le había enseñado; finalmente, construyó los pilares de madera con sus conocimientos para hacer mástiles.

Cuenta la leyenda que, al ver el resultado, el rey quedó tan maravillado que le devolvió a Fátima su libertad, y le entregó un barco que cargaba un baúl lleno de joyas.

Paso a paso hacia la superación
La superación personal comienza, sin lugar a dudas, en el aprendizaje y continúa en la conciencia de ese aprendizaje.

Prosigue cuando nos enfrentamos con el miedo al fracaso y nos apoyamos en la capacidad de aprender de nuestros errores.

Finalmente, el resultado necesita, la mayoría de las veces, que cultivemos la confianza en nosotros mismos y que, más allá de los resultados del momento, nos permita darnos siempre otra oportunidad.

La perseverancia, la consistencia y el compromiso son las herramientas más poderosas que tenemos quienes solemos equivocarnos.


Por Jorge Bucay
 
¿Por qué siempre te pasa lo mismo? Reescribe tu guion
¿Siempre caes en la misma piedra? ¿Te autoboicoteas? Tal vez no eres realmente quien te piensas: sáltate el guion establecido y date permiso para cambiar.

Uno de los grandes misterios de nuestra conducta cotidiana es esa absurda tendencia que tenemos todos a repetir situaciones indeseables, a establecer vínculos perniciosos con un mismo tipo de personas o a enredarnos en problemas aun sabiendo por experiencia cuál será su previsible resultado. Una actitud enfermiza y muchas veces peligrosa que confirma nuestra propia neurosis y que solemos definir con el término de autoboicot.

Date permiso para cambiar
“Es que me boicoteo”, suelen decir muchas personas frente a un repetido fracaso... “No me permito que me vaya bien”, argumentan, como diciendo que actúan casi a sabiendas, propiciando que las cosas salgan mal. “Siempre hago algo para sabotear mis éxitos”, concluyen triunfales. Permíteme decirte que no creo en estos argumentos. Dudo de que tantas personas puedan querer arruinarse la vida... A mi entender, casi nunca es el caso.

Los beneficios del autoboicot
Lo que sucede es que la idea del autoboicot mantiene intacta la autoimagen y la idea del poder de nuestro deseo sobre la realidad. “No es que yo no pueda con esto, sino que, en el fondo (muy en el fondo), no quiero”, dicen intentando convencerse de que, a pesar de todo, el universo sigue respondiendo a su poder.

¿Por qué siempre pasa lo mismo?
Albert Einstein decía que solo conocía dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana, y que esta última se hacía ostensible cada vez que, después de hacer lo mismo de siempre, el hombre esperaba un resultado diferente. A la luz de esta frase, a la pregunta “¿Por qué me sucede siempre lo mismo?” deberíamos contestar: “Sencillamente porque me he conducido del mismo modo... una vez más”.

Descartada la idea de que las personas elegimos de forma deliberada cosas que nos dañan y como tampoco nos consolamos echándole la culpa a alguien, conviene admitir que, por alguna razón, (error de razonamiento, mandato aprendido o hábito tóxico) pensamos que el camino que deberíamos tomar para cambiar de rumbo parece aún peor. Dicho de otro modo, sabemos que algo tendríamos que cambiar para actuar de un modo verdaderamente distinto y esperar un resultado mejor, pero no podemos ni pensar en esa otra opción...

Las trampas de la identidad
¿Cuál es la razón? Desde algún recóndito lugar de nuestro frío intelecto resuena una alerta que nos avisa, con luces rojas, amarillas y azules, de que este otro modo de actuar va en contra de la idea que tenemos de nosotros mismos. Aunque quizá sea más efectivo y nutricio, se opone a lo que yo y los demás creemos que soy, se opone a “lo que siempre fui” (como si esa fuera una buena razón para descartar una actitud diferente).

Para salir de este círculo vicioso de nuestra “identidad”, deberemos aceptar que tal vez no somos quienes pensábamos que éramos o, por lo menos, que no somos solo eso. Deberemos dejar en el camino alguna de las “cualidades” que más apreciamos de nosotros mismos y cuestionar aquellas características de las que con demasiada frecuencia presumimos sin razón ni mérito.

Educación: atados a lo correcto
Nuestra educación nos hace saber desde muy temprana edad lo que nos está permitido hacer y pensar y lo que no; nos propone y condiciona un guion y una determinada forma de interpretar el mundo; nos ayuda a armar un programa “correcto y aceptable” para nuestra vida, que contemple la presencia de algunas virtudes y defectos que conviene desarrollar aunque no nos pertenezcan del todo.

Los hemos desarrollado desde los primeros años de nuestra infancia para encarar esa permanente necesidad de ser queridos, mirados y aceptados por otros. Debido a nuestra indefensión frente a los adultos, aprendimos, más por imitación que por mandato directo, que debíamos temerle al rechazo de los demás. Y, en un nivel mucho menos consciente, que también podría tener consecuencias imprevisibles, como el abandono imaginario de los padres o el retiro definitivo de su afecto.

Así vamos construyendo nuestra identidad, esa parte de nosotros a la que llamamos “yo”, un espacio de pocas sorpresas y de pocos cambios, una “zona de confort” a veces no demasiado confortable, un espacio interior al que nos hemos acomodado, aunque no sea siempre demasiado cómodo.

Sal de tu zona de confort
Afortunadamente, este condicionamiento no es necesariamente eterno, podemos crecer, llegar más allá, expandir fronteras. Si nos volvemos “buscadores de”, nos daremos cuenta de que la vida, esa que vale la pena vivir, es por fuerza un riesgo, y que encerrados en la cárcel aparentemente segura de “lo que siempre fue, es y será así”, o atrapados en la rígida postura del “Yo soy así” terminaremos tarde o temprano prisioneros de nuestra identidad, limitados por nuestra propia dimensión del mundo interior y exterior. Acabaremos apagándonos poco a poco y distanciándonos de los que están a nuestro alrededor, ya que, inmersos en los prejuicios de nuestra zona de confort, viviremos cada situación nueva como una amenaza y a cada uno de los otros como un enemigo.

El cuento del alpinista
Suelo contar la historia de aquel alpinista que intentaba hacer cima en el Aconcagua. En su tercer intento, una tormenta terrible lo sorprendió en la mitad del ascenso.

La noche cayó de pronto y una nevada apareció en pocos minutos para complicar el desafío. Subiendo por un acantilado, a solo 100 metros de la cima, el alpinista resbaló y comenzó a caer hacia el suelo a gran velocidad, con la terrible sensación de ser succionado por la gravedad.

Los momentos más importantes de su vida pasaron frente a sus ojos, y él se dio cuenta de que había pocas posibilidades de salvarse.

De repente sintió un tirón muy fuerte que casi lo parte en dos... Una de las cuerdas de seguridad, que él mismo había clavado más arriba, había detenido su caída. Se aferró a ella con todas sus fuerzas, aunque todavía no estaba a salvo. Colgado de esa soga en medio de la montaña era muy posible que la expedición de rescate que saliera a buscarle nunca lo encontrara o llegara demasiado tarde.

En esos momentos de tensión, tiritando de frío, ciego por la nevada y con el cuerpo lastimado, una voz interior le susurró.

—No hace falta este sufrimiento inútil... ¡Corta la cuerda!

El alpinista se aterró de lo que pasaba por su mente.

Él siempre había sido alguien que no se rendía. Siempre había resistido más que nadie.

Siempre había sido fiel a su espíritu de lucha.

—¡Nunca! –se gritó para darse ánimos.

El diálogo con él mismo se mantuvo así durante muchas horas, hasta que, rendido, el alpinista se desmayó.

Cuentan que el equipo de rescate lo encontró colgado de su cuerda, justo frente al refugio, a medio metro del suelo. Si hubiera escuchado su voz interna, soltarse de la cuerda le hubiera evitado la agonía.

Reescribe tu guion
La gran llave de una buena calidad de vida es concedernos el derecho de cuestionar pautas y darnos los permisos para explorar con curiosidad e interés todo lo que el cuerpo, el alma y el espíritu nos demanden.

Aprendamos a reescribir con consciencia y responsabilidad el guion que estaba determinado por los mandatos de nuestra educación: démonos cuenta de que estamos atados a un mundo que ya no es, y a un nosotros que ya no somos. Animémonos a reemplazar aquel proyecto que nuestros padres y maestros sembraron en nosotros por uno realmente propio, absolutamente alineado con los gustos y apetencias de nuestro ser, aquí y ahora.

Y no desesperemos, ya que, si lo logramos, quedará un nuevo desafío: contribuir como padres, como maestros, como jefes, como dirigentes o como simples habitantes del mundo, a que cada persona, niño, adulto o anciano se conceda, conscientemente, este permiso.

Por Jorge Bucay
 
Un reloj mágico
El tiempo es relativo, y no se puede medir siempre de la misma forma. Una vida llena de angustia y culpa tampoco se mide igual que una vida feliz.

Alfonso llevaba varias semanas con insomnio. Daba igual si se acostaba antes de medianoche o bien entrada la madrugada, después de horas trabajando desde casa. En todos los casos, tres o cuatro horas después de haberse dormido, se desvelaba por completo.

La centrifugadora de pensamientos se ponía entonces en marcha y no había modo de pararla. Lo había probado todo: infusiones relajantes, un baño caliente, auriculares con música clásica... pero lo máximo que conseguía era esperar a que se hiciera de día desde la cama.

—Tómate un día libre para desestresarte –le recomendó su mejor amiga, que era terapeuta–. Deja tus obligaciones y dedica la jornada entera a pasear. Regálate algo que te guste y no vuelvas a casa hasta que sea hora de dormir. Verás como duermes mejor.

Aunque con escepticismo, Alfonso decidió seguir su consejo como último recurso antes de buscar un médico que le diera fármacos.

Sin embargo, nada más poner el pie en la calle se sintió culpable de estar perdiendo el tiempo, en lugar de ir a la oficina donde el trabajo se le acumulaba sin fin.

Fiel a su decisión, se obligó a atravesar un parque bañado por la suave luz de la mañana.

Había niños pequeños jugando y ancianos que charlaban o leían el periódico, pero Alfonso llegó al otro lado del verde sin verlos. No dejaba de pensar en lo que debería estar haciendo.

Después de cruzar el semáforo, se encontró con una tienda de antigüedades. El rótulo "La magia del tiempo" le acabó de convencer para entrar a husmear. Siempre le habían fascinado los objetos con una larga historia, pero hacía mucho que no se paraba a curiosear.

Entre bolas del mundo desgastadas, plumas estilográficas, jerséis e incluso zapatos que habían pisado otro siglo, Alfonso se fijó en un reloj de bolsillo que parecía tan antiguo como bien conservado.

Durante mucho tiempo había deseado tener uno pero, austero por naturaleza, nunca se compraba nada que no fuera imprescindible.

Al recordar la sugerencia de su amiga, decidió hacer una excepción y preguntó al dueño de la tienda por el viejo reloj. El precio no era desorbitado, pero aun así se quedó dudando.

—Es una pieza muy especial –dijo el anciano vendedor, que debía de tener tantos años como el reloj–. Perteneció a un alquimista que le dio propiedades únicas. Deje que le de cuerda... Funciona muy bien.

Minutos después, Alfonso salía de la tienda con el reloj en el bolsillo y un doble sentimiento de culpa. Al tiempo que estaba perdiendo con aquel paseo absurdo se unía un gasto del todo innecesario.

Su enfado llegó a su cenit cuando, tras detenerse en una plaza soleada, quiso mirar la hora y vio que el reloj se había parado. Hecho una furia, fue en busca del anticuario a reclamar su dinero.

—Si quiere, se lo reembolso –dijo, pacífico–, pero el reloj funciona perfectamente, solo que de forma diferente a los demás.

—¿Qué entiende usted por diferente? –replicó Alfonso, cada vez más irritado.

—Este reloj solo avanza cuando su dueño vive de verdad. Por eso, para su buen uso, se recomienda guardarlo en el bolsillo de la chaqueta, junto al corazón. ¡Llevar el reloj en la muñeca es de esclavos! El tiempo que cuenta es el que usted dedique a hacerse feliz, con lo cual también hará felices a los demás.

Aquella explicación insólita hizo que Alfonso estallara a reír, con el reloj del alquimista aún en la mano.

Para su asombro, se dio cuenta de que el segundero había echado a andar.


Por Francesc Miralles
 
Redes sociales y relaciones cara a cara
Las redes nos permiten el contacto, sí, pero estamos diseñados para el encuentro personal. Sin el contacto físico nos falta una base para la interpretación.

Sentado en una amplia mesa de una conocida cafetería, Pepe, un hombre de unos treinta años, llevaba largo rato ensimismado en su tablet, tecleando mensajes sin tregua. Delante de él, Amaya, una mujer de su misma edad, solo levantaba los ojos de la pantalla de su ordenador para dar algunos sorbos a su café.

Tras una larga media hora, un hombre mayor con una bandeja de desayuno en la mano, se dirigió a ellos para preguntarles:

—¿Me harían un hueco, por favor?

Los dos personajes se sorprendieron. Estaban ocupando aquella mesa y, aunque ciertamente había espacio libre, era su mesa. Y fue Amaya quien educadamente se lo hizo saber.

—Disculpe, es que esta mesa la estamos ocupando nosotros en este momento…

El hombre mayor reaccionó al instante, diciéndoles:

—¡Ah! Disculpen ustedes. Es que he estado observando un rato precisamente para asegurarme, y he tenido la sensación de que era una mesa común, de esas que se comparten sin necesidad de conocerse…

Aquella afirmación los dejó perplejos. Tras unos instantes de puro desconcierto, fue Pepe quien le dijo:

—Sea bienvenido a nuestra mesa. Y nos gustará que nos cuente cómo ha llegado a esa conclusión.

El hombre se sentó e inició el diálogo:

—Me llamo Max, y lo que me ha hecho pensar eso es que he estado observando en ustedes un montón de sonrisas y expresiones en sus caras. Daba la sensación de que estaban muy enfrascados en conversaciones paralelas, cada uno en la suya…

—Pues yo soy Amaya y, ciertamente, es lo que estaba ocurriendo. Estamos los dos, Pepe y yo, navegando por nuestras redes, con nuestros respectivos amigos.

—Y, sin embargo, han venido juntos…

—En efecto, porque somos amigos también. ¿Hay algo extraño en ello?

—No, en absoluto, es solo una sensación que se me despierta… como que, detrás de tantas redes, se están perdiendo el uno al otro en este precioso momento.

Se hizo un denso silencio, que Pepe rompió con ironía:

—Después de esto, creo que ya es momento de tutearnos.

Un sonriente Max se apresuró a responder:

—Adelante, por mí encantado.

—Verás, Max, para nosotros las redes son importantes. Nos ayudan infinitamente en nuestras relaciones.

—No lo dudo, y seguro que es posible que penséis que por mi edad no puedo estar
de acuerdo, pero sí lo estoy. Las redes son una gran ayuda para las relaciones, ninguna duda al respecto.

—Pero…

—…pero hay dos límites que para mí son muy claros.

El primero, el tiempo que les dedicamos a las redes, ya que en muchas ocasiones es en detrimento de las relaciones cara a cara.

Amaya reaccionó:

—Lo siento, pero no lo comparto. No siento que el tiempo que dedico a mis redes me impida mis relaciones en persona.

Max se limitó a lanzar una inquietante pregunta:

¿Qué habríais hecho en el tiempo de este café si no hubierais tenido las redes? ¿Qué podría haber habido entre vosotros como amigos que no ha podido tener lugar?

Pepe miró a Max de reojo. Aquel entrañable anciano, como quien no quiere, disparaba balas certeras. Se reconoció inmediatamente en multitud de ocasiones en las que siguiendo las redes había perdido oportunidades de relación en persona, y la mirada al suelo de Amaya le confirmó que posiblemente estaba pensando lo mismo.

Con pocas ganas de martirizarse con la reflexión, la evitó interiormente lanzándole a Max una nueva pregunta:

—¿Y el segundo límite?

—La naturaleza de las relaciones en la red.

Creo en las relaciones que tienen al menos una parte de experiencia cara a cara, y no creo en las que solo son virtuales.

Te lo puedo discutir con experiencias concretas de relaciones virtuales que sí funcionan –le respondió Amaya.

—Y te creeré en lo que me cuentes. Pero esas experiencias están más en el lado de la excepción que en el de la norma. Y el motivo es muy claro:

Si no nos hemos visto nunca, si no hemos compartido un encuentro físico, los mensajes que nos enviamos no tienen una base sólida de interpretación.

No sabemos a ciencia cierta qué tono los acompaña y el sentido de muchos de ellos. No hay garantía de interpretación como tampoco la hay de autenticidad. ¿Qué nos indica que lo que nos llega es algo genuino de la persona que hay detrás?

De nuevo el silencio estuvo muy presente, y Max pudo observar las caras de reflexión de Pepe y Amaya. Aprovechó para añadir:

—Estamos diseñados para el encuentro personal. El lenguaje no verbal nos sigue hablando alto y claro, más que un mensaje virtual.

Pepe tomó de nuevo la palabra para retarlo:

—Entonces, ¿defiendes o condenas las redes?

—Creo que las redes son un gran instrumento, probablemente el mejor que jamás hemos tenido para mantener el contacto, pero no creo en las relaciones que no tienen o han tenido un espacio de encuentro personal.

—¿Y en la distancia?

—Son una gran ayuda, pero sobre todo para acercarnos por un momento a los que ya conocemos.

Amaya intervino para obtener la claridad que le faltaba:

—O sea… ¿sí a las redes?

Un sí convencido, pero limitando el tiempo de uso y con experiencia persona a persona. Tanta como se pueda.

Pepe, tras un momento de reflexión y recordando cómo Max había aparecido en su mesa al pensar que Amaya y él no se conocían, añadió:

—Y sobre todo sin romper nunca el potencial del momento presente.

Max sonrió. Pepe le había robado las palabras de su boca. Amaya en un gesto automático bajó la pantalla de su portátil y le robó de forma simpática la tablet a Pepe, al mismo tiempo que le decía:

—Y tanta razón hay en esas palabras como que quiero pasar el resto del desayuno hablando contigo, Pepe, y sin interferencias.

Amaya dijo esas palabras con parsimonia, lentamente, y mirando fijamente a Pepe a los ojos. Y cuando ambos se volvieron para buscar la mirada cómplice de Max, descubrieron que, sencillamente, se había esfumado.

Por Ferran Ramon-Cortés
 
Saber escuchar, de verdad

Parece sencillo pero escuchar también significa aparcar todos nuestros pensamientos y prejuicios. Significa escuchar mucho más allá de las palabras.

Max lo tenía todo cuidadosamente preparado para recibir a sus amigos. Había citado a Marta, Alberto y Clara, las tres personas con las que había mantenido una relación más estrecha en los últimos años.

Era una cita muy especial, porque, aunque ellos no lo sabían, se trataba de una despedida. Una gran maleta aguardaba en su habitación, preparada para su partida al día siguiente.

Marta y Alberto fueron los primeros en llegar. Venían de la ciudad y se preguntaban el porqué de aquella misteriosa cita que habían recibido aquella misma mañana. Tampoco Clara, que llegó a los pocos minutos desde el pueblo, tenía ni la más remota idea del motivo de aquel inesperado encuentro.

Nada más entrar en la casa, Marta detectó una mirada extraña en Max. Su sonrisa estaba impregnada de nostalgia, y tenía un brillo especial en los ojos. Aquella expresión le hizo sospechar que algo importante pasaba. Incapaz de esperar a que decidiera revelarles el motivo de la cena, le preguntó:

–Max, ¿qué te traes entre manos?

Tras unos instantes de duda, Max decidió no prolongar la incertidumbre y, con voz serena, anunció:

–Veréis, os he citado a vosotros tres porque durante estos cinco años, y por distintos motivos, he mantenido con cada uno de vosotros una relación muy especial. Y quería que estuvierais a mi lado en mi noche de despedida.

Marta, Alberto y Clara se quedaron de piedra. Sus caras reflejaban una mezcla de incredulidad y angustia. Clara logró articular las primeras palabras:

–¿Despedida?

–Sí, así es. Me voy mañana. Dejo mi refugio y me voy a pasar una larga temporada fuera.

–¿Fuera? ¿Dónde? –preguntó Marta con la esperanza de que su viejo amigo no marchara muy lejos.

–A Inglaterra. La universidad me ha invitado. De hecho, me han ofrecido volver a ejercer de profesor. El compromiso es por un mínimo de dos años...

–Inglaterra... –suspiró Alberto.

No sabían qué decir. Se alegraban por Max, por supuesto. Era una magnífica oportunidad y sabían que la disfrutaría. Pero sentían un profundo vértigo. Se habían acostumbrado a tenerlo cerca y disponible en todo momento, y, de repente, Max se marchaba. Marta rompió el tenso silencio:

–Max, te echaremos de menos.

–Lo sé, y me halaga que me lo digas. Yo también os añoraré. Pero siento que es mi último tren y que aún tengo la energía para cogerlo.

Se sentaron a cenar, aunque la noticia los había dejado sin apetito. Pero en seguida lograron recuperar el ánimo cuando empezaron a rememorar los episodios vividos en los últimos cinco años: desde aquel impulsivo primer viaje de Marta, que se presentó en casa de Max sin avisar tras años de silencio, hasta los desayunos de los viernes con Clara, pasando por ese día en que Alberto vio a Max dando una conferencia con el jersey que le habían regalado y del cual no les había dado las gracias...

A su lado habían aprendido a comunicarse y a comprenderse ellos mismos mejor, pero sentían que les quedaba aún muchísimo por aprender. Al final de la cena, Clara tomó la palabra:

–Max, has sido un maestro extraordinario. Yo personalmente he aprendido muchos de los secretos de la comunicación, pero si te soy sincera, me quedo con las ganas de descubrir muchas de las habilidades necesarias para construir buenas relaciones con los demás. Siento que ahora me tocará aprender sola, y no estoy segura de ser capaz de hacerlo...

–Yo también tengo esta sensación –dijo Alberto, viendo cómo Marta se añadía al grupo moviendo afirmativamente la cabeza.

Max se apresuró a tranquilizarlos:

–Os conozco y sé que podéis continuar el camino solos. Pero como no quiero perder el contacto con vosotros, me permitiré guiaros, aunque tendréis que descubrir el camino por vosotros mismos.

Empezaba a salir a la luz el Max de siempre, con sus pequeños juegos para hacer que los demás descubran las cosas sin consejos ni grandes lecciones.

–¿Y cómo nos guiarás? –le preguntó Clara.

–Veréis, hay unas habilidades básicas que os animo a desarrollar para construir buenas relaciones. Deberéis descubrirlas, reflexionar sobre ellas y determinar hasta qué punto las ponéis en práctica. Una vez integradas, vuestras relaciones crecerán sin límites.

–¿Y cómo las descubriremos?

–No os preocupéis por eso ahora. Os garantizo que tendréis pronto noticias mías...

El resto de la velada pasó entre las risas y la nostalgia. Cuando Marta, Alberto y Clara decidieron marcharse, la despedida fue, esta vez sí, muy intensa. Iba a pasar mucho tiempo antes de poder verse de nuevo, y ninguna comunicación por correo o por teléfono podría sustituir la intensidad de aquellos encuentros o la ternura de aquel último abrazo.

Habían pasado ya dos semanas desde la marcha de Max y los tres amigos habían vuelto inevitablemente a sus rutinas diarias. Por eso, Clara tuvo una gran alegría al ver que tenía un correo de Max. Lo abrió inmediatamente y, para su sorpresa, solo contenía una enigmática frase:

“Sé que crees entender lo que piensas que yo dije. Pero lo que tu oíste no era lo que yo quería decir”.

¿Qué significaba aquel mensaje? Clara estaba desconcertada, pero no tardó en atar cabos y en recordar que Max los había animado a descubrir las principales habilidades para construir relaciones y les había asegurado que estaría con ellos en el proceso.

Aquella debía de ser, sin duda, la primera pista para descubrir la primera habilidad.

Releyó la frase varias veces. Tuvo la tentación de llamar a Marta para pedirle ayuda, pero se dio cuenta de que Max había enviado el mensaje solo a ella, con lo que se sentía en la obligación de resolver el enigma antes de compartirlo con sus amigos.

Tras una larga reflexión, se dio cuenta de que aquellas palabras no le eran en absoluto ajenas. Se las podrían haber dicho tras cualquiera de sus conversaciones con la familia, los amigos u otras personas de su entorno. De repente, lo vio claro:

Max volvía a la carga con el gran caballo de batalla de Clara, la escucha. La verdadera escucha. Aquella tenía que ser sin duda la respuesta.

A Clara le costaba mucho escuchar. Y esto la convertía en una mala compañera de viaje para los demás. Le ponía voluntad y la mejor de las intenciones, pero no escuchaba de verdad.

En primer lugar, porque se quedaba siempre con las primeras impresiones: no escuchaba lo que la gente le decía sino lo que ella pensaba que le dirían a tenor de las primeras palabras. Incluso reconocía que, con determinadas personas, los prejuicios la llevaban a formarse una idea totalmente equivocada de lo que le fueran a decir.

Reconocía que su falta de paciencia le perjudicaba en la escucha: se acogía a las primeras palabras para preparar ya su respuesta, y así ganar tiempo. La mayoría de las veces, esta respuesta poco tenía que ver con el verdadero problema de la persona que tenía delante.

Y también sabía que, en última instancia, había un motivo muy íntimo y personal que le impedía escuchar de verdad al otro: el miedo. Tenía miedo a asumir las consecuencias de lo que podía escuchar, por lo que prefería tomar la palabra y no soltarla.

Por todo ello, y como decía la frase de Max, el otro sentía que Clara no había oído lo que le había querido decir.

A menudo, cuando Clara debía escuchar, no dejaba de pensar en sus cosas, de responder al teléfono en plena conversación con otro o de mirar de reojo los mensajes en su teléfono. Aquella no era una forma de transmitir a su interlocutor que estaba dispuesta a escucharle de verdad.

Sintiendo el peso de la evidencia, se dedicó a hacer una lista de lo que se proponía hacer en pro de la verdadera escucha. La lista incluía cosas como:

  • Aparcar su vida personal y sus pensamientos para centrar toda su energía en el otro.
  • Adoptar una postura de escucha activa.
  • Dejar que el otro hable lo suficiente para descubrir de verdad lo que le ocurre.
  • Observar el tono de voz y descubrir el sentimiento detrás de las palabras.
  • Escuchar con los ojos y detectar todo lo que las palabras no pueden explicar.
  • Dejar espacio y tiempo para que el otro se exprese en la totalidad.
Aquella noche, tras haber reflexionado profundamente sobre el tema, envió un escueto mensaje a Max, mandando una copia a Alberto y Marta. Decía:

“Querido maestro, para oír lo que de verdad querías decir, necesito, ante todo, tener la habilidad de escuchar. Escuchar lo que me dices y, sobre todo, lo que no me dices. Esta debe ser, sin duda, nuestra primera habilidad”.

Los tres amigos no tardaron en recibir la confirmación de Max:

“Nada se aprende hablando, y sí, en cambio, escuchando. Escuchar es la primera gran habilidad para construir una buena relación. Escuchar con los ojos, aparcando el ruido interior y existiendo solamente para el otro. Dice la sabiduría popular que, si Dios nos hizo con dos orejas y una boca, es porque quería que escuchásemos el doble de lo que hablamos, cosa que desde hoy os animo a hacer”.

El mensaje incluía una posdata, en la que el viejo profesor ironizaba sobre su llegada a Inglaterra:

“Mi aterrizaje está siendo todo un reto. Las cosas han cambiado mucho desde la última vez que estuve aquí. Me esfuerzo en escuchar, pero, con mi oxidado inglés, mi verdadero problema es entender...”

Por Ferran Ramon-Cortés
 
Nuestra cultura amorosa está caducada
Una cultura amorosa anclada en la pareja heterosexual, monógama y en edad reproductiva no puede reflejar la inmensa diversidad de las relaciones humanas.

¿Cambiará algún día nuestra forma de amarnos? Yo creo que sí: el amor es una construcción en constante evolución.

En cada etapa histórica hemos construido una cultura amorosa en sintonía con nuestra forma de organizarnos política, económica y socialmente. Cada cambio social y cultural transforma nuestras formas de relacionarnos, y nuestro sistema emocional, principalmente a través de los relatos, del arte y la cultura.

Necesitamos un cambio amoroso
Estamos en un momento en el que nuestra cultura amorosa sigue siendo la misma que en el siglo XIX: el amor romántico de aquella época se construyó sobre el egoísmo, la insatisfacción permanente, el sufrimiento y la autodestrucción, el sacrificio y la entrega absoluta, la culpa y el pecado. Fue en aquella época cuando se estableció la pareja formada por un dúo heterosexual, joven y en edad reproductiva, basado en la exclusividad y la monogamia como la forma de amor supremo.

Este modelo amoroso se elevó al trono de los afectos en la jerarquía del amor: pareciera que sin pareja no nos quiere nadie, y nos sentimos solos, y fracasados. Le damos más valor al amor de pareja que a todos los afectos de los que disfrutamos en nuestras redes familiares y sociales, por eso invertimos tanto tiempo y energía en encontrar a la media naranja.

El amor en este sentido es una ilusión colectiva, un mito, un espejismo que hay que desmitificar. El amor no es eterno, ni es perfecto, ni te hace feliz, ni te lleva al paraíso: las relaciones humanas siguen siendo muy complejas, conflictivas y dolorosas aún. Ninguna relación es para siempre, ninguna cubre todas nuestras necesidades afectivas, ninguna nos soluciona los problemas ni nos salva de nada, y todas son conflictivas, y a menudo, dolorosas.

Ahora que nos hemos dado cuenta de que el amor es un mito patriarcal que sirve para que todo siga igual y nada cambie, y que no nos hace felices porque es imposible quererse bien en estructuras de desigualdad, dominación y sumisión, por fin podemos ponernos a imaginar otras formas de querernos. Desde los feminismos estamos trabajando para liberar al amor del machismo, individual y colectivamente: sabemos ya que podemos transformar y ampliar nuestro concepto de amor, e inventar otras formas de querernos lejos del modelo amoroso que nos han impuesto.

En realidad, se trata sólo de sacar a la luz todo lo que permanece invisible a nuestros ojos. Hay muchos tipos de relaciones humanas, y cada cual es única en el mundo. Hay parejas que se aman sin tener s*x*, hay parejas que tienen s*x* sin romanticismo, hay tríos bisexuales, heterosexuales y homosexuales que tienen hijos e hijas, y que nos los tienen. Hay parejas poliamorosas, swinger, BDSM, pansexuales, asexuales, hay gente que vive feliz sin tener pareja, hay gente que tiene muchas parejas. Hay gente que vive en familias tradicionales o familias formadas por nuevos cónyuges con hijos e hijas de anteriores parejas. Hay familias monomarentales y monoparentales, familias de amigos y amigas sin lazos de parentesco, tribus de crianza, comunidades autogestionadas en ecoaldeas o en edificios urbanos, hay gente que vive en cooperativas de viviendas: nuestra realidad amorosa y sexual es muy diversa, muy compleja, llena de colores y matices.

Una revolución sexual y amorosa
Nuestras formas de amarnos empezaron a cambiar con la revolución feminista de los años 70 del siglo XX, cuando pudimos separar el placer sexual y la reproducción, cuando pudimos estudiar y trabajar, cuando llegó la píldora, la ley del aborto, y la ley del divorcio.

A medida que las mujeres dejamos de depender emocional y económicamente de los hombres en los países más desarrollados, han ido cambiando poco a poco las formas de relacionarnos y de convivir. Hoy podemos escoger con quién nos juntamos, en qué condiciones, y hasta cuando, pactamos acuerdos con nuestras parejas, y somos libres para irnos o para quedarnos.

Aún seguimos trabajando gratis muchas horas para los hombres, pero la brecha se va reduciendo poco a poco, a medida que las mujeres nos vamos liberando de nuestro rol tradicional de sirvientas. Estamos aprendiendo a querernos y a cuidarnos, así que está ya cambiando nuestra forma de querernos y de querer a los demás.

La sociedad avanza, las leyes cambian, las relaciones también: cada vez hay más países que aprueban el matrimonio igualitario, por ejemplo, lo que posibilita a millones de personas amarse sin miedo, y tener los mismos derechos que cualquier pareja heterosexual. Se ha despatologizado la homosexualidad y el lesbianismo, la bisexualidad y la transexualidad, aunque aún quedan muchas personas al margen del sistema porque su forma de ser y de amar no calza con los mandatos de género ni con el romanticismo patriarcal.

Aún queda mucho por hacer en el ámbito de la educación, de la cultura y de la comunicación. Las industrias culturales siguen obsesionadas con las historias de amor basadas en el modelo tradicional, y perpetúan en sus relatos todos los estereotipos, los mitos y los roles de género. Siguen ofreciendo los mismos modelos de feminidad y masculinidad basados en la inferioridad de unas y la superioridad de otros, y apenas se atreven a asomarse a la realidad para contarnos otras historias de amor.

Disney ha sido muy criticada por sus historias de princesas pasivas y sumisas, y príncipes salvadores, y está haciendo esfuerzos por empoderar a sus protagonistas como hemos visto en sus últimas producciones, pero aún sigue mitificando el amor romántico y sigue estereotipando a sus personajes.

Para poder transformar nuestra cultura amorosa, necesitamos contarnos otros cuentos, con otras tramas, otros héroes y heroínas, otros finales felices. Necesitamos otros modelos amorosos, y sobre todo necesitamos ejemplos de cómo solucionar los conflictos emocionales y sentimentales sin violencia.

Es el momento de exigir a las empresas culturales, y a la gente que trabaja en ellas, que no sigan contribuyendo a la perpetuación del patriarcado, que se informen y se formen, que activen su imaginación, que vayan más allá del esquema chico-salva-chica, que dejen de vendernos el mito romántico como la salvación y la solución a todos nuestros problemas.

Dibujantes, guionistas, diseñadores gráficos, escritoras, periodistas, productoras, editores, directores: ahora que el cambio tecnológico es tan espectacular, es hora ya también de cambiar las narrativas y los contenidos. Ya estamos en el siglo XXI, estamos en plena revolución amorosa, sexual, emocional y afectiva, reivindicando nuestro derecho a disfrutar del amor, a construir relaciones igualitarias, a gozar del s*x* y de las relaciones en libertad.

Por Coral Herrera
 
Adictos a la perfección o el miedo a perder el control
Perseguir lo ideal, la excesiva rigidez provoca que nuestra personalidad se haga pequeña, se ahogue. Recuperar nuestro yo nos liberará de esta ansiedad.


Detrás del perfeccionismo se esconde el temor a dejarse ir, a descontrolarse, a dejar de ser uno mismo. Pero la excesiva rigidez provoca justo lo contrario: nuestra personalidad se empequeñece y se ahoga. Recuperar nuestro yo nos liberará de esta ansiedad.

Generalmente, se confunde la voluntad de hacer las cosas bien y el ser personas organizadas con el control y la búsqueda de la perfección.

Ambas cosas no son en sí mismas negativas, ya que son características que se pueden relacionar con personas que se implican en lo que hacen.

No obstante, el ideal de la perfección puede convertirse en un problema si deviene el objetivo único y último de nuestra existencia.

Las consecuencias del exceso de perfeccionismo
Los efectos que produce el afán perfeccionista exagerado son básicamente dos.

  1. Tener que cerrar cada vez más el mundo, hacer parcelas más pequeñas para poder controlarlo todo
  2. Compararse permanentemente con los demás. Para sentirse perfecta, la persona perfeccionista busca la comparación constante, necesita asegurarse de que es la mejor en todo lo que hace. Se puede llegar a situaciones delirantes como que esta persona compita sobre temas que, seguramente, ni siquiera le interesan.
El equívoco en el que están sumergidos los adictos a la perfección es creer que, si son y actúan de esta manera, defienden su personalidad.

Confunden el hecho de tener una identidad con comportarse siempre de la misma manera, con esquemas fijos y siguiendo reglas estrictas.

Sienten que, si se relajan, si se "dejan ir", fallarán y su persona se desvanecerá junto con el error. La angustia los invade al perder sus puntos de anclaje, situados en el lugar equivocado.

¿Cómo podemos desengancharnos?
Por ese motivo, la labor principal de muchas de las terapias que abordan este problema es ayudar a la persona a comprobar que sí tienen identidad, una esencia propia, que no es más que la singularidad existente en cada uno de nosotros y que tiene que ver con lo que nos apasiona, con un estilo realmente propio de ver y sentir las cosas.

No se trata, como cree el perfeccionista, de la oposición entre seguir lo estrictamente establecido o caer en la nada, sino de rescatar todo lo que la persona ha ido borrando de sí misma en aras de un ideal de perfección.

Ganar seguridad interior
Cuando la persona encuentra lo genuino que hay en ella, percibe su auténtica personalidad y seguridad, y gana en soltura y flexibilidad.

Ya no hay miedo a que cambien las condiciones externas o que otros hagan cosas diferentes, porque ya sabe esperar o buscar en cualquier circunstancia la fórmula para sentirse bien.

Si antes su principal referente estaba situado en el exterior y en cómo controlarlo, ahora está puesto en su interior, siempre estará allí.

Lo externo ya no es desestabilizador; ahora sirve de apoyo.

Por María José Muñoz
 
Pasa de las expectativas, atrévete a ser tú misma
Aprende a actuar de forma auténtica, acorde con lo que piensas y sientes, no como esperan los demás: tu felicidad está en juego.

¿Cuántas veces te has dicho "debería ser más sociable"? O "debería ser menos miedoso"... Forzarte a ser de una determinada manera, además de agotador, es injusto porque te sumerge en un conflicto contigo mismo. Actúa acorde con lo que piensas y sientes, no como crees que deberías. Es más, procura borrar ese verbo de tu vocabulario. La clave de tu felicidad está en que seas auténticamente tú.

Expectativas de los otros
Desde que nacemos (y posiblemente incluso antes) aquellos que nos rodean tejen expectativas sobre nosotros: “Será tan bonita como tú”, “Ya puedo verlo chutando su primer balón”, “Mira esos ojos: ¡inteligente como su madre!”... Y aunque los padres estén advertidos e intenten acallar sus pretensiones y planes futuros, no podrán dejar de tener ilusiones de lo que quieren para su hijo. Sonreirán frente a ciertas cosas y fruncirán el ceño frente a otras.

Tampoco podrán apartar las ideas sobre lo que es, y lo que será, mejor para su hijo. En cada decisión que tomen respecto al niño –qué ropa le compran, en qué colegio lo matriculan, qué creencias le inculcan...– estarán, sabiéndolo o no, conformando un ideal de cómo debería ser (léase, cómo debería ser para ser querido).

Nuestro ideal de cómo debemos ser se va haciendo complejo y cada vez nos damos menos cuenta de su origen, simplemente pensamos que si somos de tal o cual manera, nadie nos querrá.

Intuitivamente, el niño se irá dando cuenta de que con ciertas actitudes y ciertos modos de actuar consigue una respuesta amorosa, mientras que con otras obtiene sanciones o indiferencia.

A medida que vamos creciendo y otras personas comienzan a ser importantes en nuestra vida, vamos agregando nuevas características a este “modo deseable de ser” en función de las reacciones que observamos en los demás hacia nosotros y hacia nuestros padres.

La frustración de no ser perfectos
Por supuesto, no pasa demasiado tiempo hasta que comprendemos algo inevitable y tremendo: ¡No somos como ese ideal! Es más, distamos mucho de serlo... por una sencilla razón: nadie lo es.

Pero, claro, nosotros miramos a los demás desde fuera y vemos tan solo su imagen, lo que muestran o, más aún, lo que queremos ver. Nada sabemos de sus secretas inseguridades, de sus miedos... De nosotros mismos, en cambio, lo sabemos todo (o casi todo) y no podemos más que palidecer frente a esa imagen idealizada de lo que una persona que se precie debería ser.

Entonces, en un momento más o menos fatídico de nuestras vidas, la mayoría tomamos una determinación: mejorar. El problema es que, aquí, mejorar significa parecerse a la idea que nos hemos creado. “Debería ser más divertido”, “Debería escuchar música más de moda”, “Debería vestirme con más elegancia”, “Debería ser menos miedoso”, “Debería tener más vocabulario, “Debería ganar más dinero”...

Cuando el perfeccionismo destruye la autoestima
Nos embarcamos entonces en una serie de actitudes y actividades que tienen por objeto “moldearnos” como si fuésemos una estatuilla de arcilla: afinamos una parte, redondeamos otra, cambiamos de postura según se requiera... Y este proceso al que muchas veces dedicamos gran parte de nuestro día, todos los días, en ocasiones durante años, resulta en extremo nocivo.

  • En primer lugar, porque es una tarea agotadora e interminable. Como vamos detrás de una ilusión, de un espejismo, este no puede más que eludirnos una y otra vez. Por momentos creemos que nos acercamos, pero siempre acabamos comprobando que nos hemos quedado cortos. Nos lo suele hacer saber alguien con un comentario casual que tira por el suelo nuestras aspiraciones...
  • En segundo lugar, al no conseguir alcanzar nuestro “ideal de ser”, la frustración se va acumulando y nos lleva a una mayor decepción con nosotros mismos. Porque, habitualmente, adjudicamos este “fracaso” a una incapacidad propia y no a una imposibilidad de la tarea. Nos decimos: “¿Cómo es posible que no pueda abandonar esta timidez? ¡Soy un idiota!”. Si antes de proponerme “mejorar” era tímido, ahora soy tímido e idiota.
La autoestima se va deteriorando, nuestra percepción de quién y cómo soy de verdad se va alejando cada vez más de aquel ideal que imaginábamos... y la sensación de que tenemos que cambiar se profundiza. Entramos de esta manera en un círculo vicioso donde cada frustración nos impulsa con más fuerza hacia el intento de cambio y hacia una nueva frustración.

Queremos cambiar para ser “mejores” y eso no nos trae más que frustración y culpa cuando no lo conseguimos.

Ahora podrías decir: “Pero ¿no es posible acaso cambiar, ser mejor persona?”. Es una pregunta que merece ser respondida con detenimiento...

Una lección de Osho sobre la personalidad
Comencemos por aquí: una vez un discípulo preguntó a Osho (cuando aún se llamaba Bagwan Shree Rajneesh) si valía la pena esforzarse en mejorar la personalidad. Rajneesh lo miró fijamente: —¡Pero qué estás diciendo! ¿Tú me has oído hablar alguna vez? –le espetó al discípulo–. ¿“Mejorar” tu personalidad? ¡Tienes que poner tu esfuerzo en “destruir” tu personalidad!

Luego, más calmado y tras el golpe de efecto, se explicó: —La personalidad es la máscara que han puesto sobre tu rostro. La máscara que la sociedad y todos los demás te han colocado. Si te propones mejorarla, no estarás haciendo más que maquillar cartón pintado. Tu tarea debe ser la de buscar por todos los medios deshacerte de esa fachada y exponer tu verdadero rostro.

Si por “ser mejor” entendemos lo que Rajneesh llama “mejorar la personalidad”, cuando nos lo proponemos estamos entrando en un camino nocivo. No solo por la frustación inevitable con la que nos encontraremos, sino porque, aunque consiguiéramos que nuestra máscara resultase suficientemente agradable a los demás, el amor que cosecharíamos sería para esa máscara y no para nosotros.

Cualquier intento de “ser” de una determinada manera está viciado de inautenticidad.

Si en un esfuerzo de voluntad consigo mostrarme valiente frente a aquellos que pienso que condenarán mi cobardía y logro ganarme su aprecio, me sentiré mejor en ese momento... pero luego, cuando regrese a casa, sentiré en lo profundo el dolor de que esa parte mía temerosa no ha recibido aprobación y de que incluso yo la he abandonado y traicionado. Y esa secreta vergüenza anidará ahí hasta que no me ocupe de ella.

La mejora auténtica: ser uno mismo
Otra cosa muy distinta sería tratar de “mejorar” movidos por nuestros propios deseos, dejar expuesto nuestro verdadero rostro. Por lo menos así nos acercaríamos lo más posible a eso que habitualmente se llama “la mejor versión de uno mismo”. El problema es que, la mayoría de las veces, no es sencillo distinguir cuáles de estas motivaciones son verdaderamente propias y cuáles provienen de las expectativas de los demás.

¿Realmente soy yo quien desea ser más delgado? ¿O como he oído tanto que se debe ser flaco he acabado por creérmelo? Las voces de los otros nos han llegado desde muy pequeños, terminamos interiorizándolas y es nuestra propia voz la que nos susurra al oído todas esas ideas sobre cómo deberíamos ser...

Se trata, por supuesto, de ser auténticos. Lo que sucede es que cualquier intento de “ser” de una determinada manera está viciado de inautenticidad. Por una buena razón: la idea de “ser” nos lleva a una concepción rígida que establecemos antes de encontrarnos en cualquier situación. Si yo me digo que quiero “ser” más compasivo, por ejemplo, me estaré forzando a actuar compasivamente aun en situaciones en las que eso no sea lo que considero más adecuado, por ejemplo, si implica tolerar una conducta abusiva.

Cómo mejorar sin perder autenticidad
Así las cosas, creo que el único modo de salir de este atolladero es dejar de preocuparnos por cómo “somos” y empezar a pensar en lo que “hacemos”.

  1. Olvídate de cómo eres. Eso no te lleva más que a pensar en categorías prefabricadas y estáticas. Deja que eso sea algo que digan los otros, deja que crean que pueden encasillarte.
  2. Tú no te engañes. Detente a pensar, en cambio: ¿Qué quiero hacer aquí? ¿Qué pienso de esta situación, cómo la manejaré?
  3. Intenta actuar de acuerdo a lo que piensas y sientes, no a un modo prefijado de cómo deberías ser (ni siquiera cuando seas tú mismo quien haya fijado ese mandato).
  4. Decide en cada momento qué camino has de tomar; por qué rumbo buscarás tu propia, única, intransferible felicidad.
  5. No finjas. No digas lo que no crees ni hagas aquello de lo que no estás convencido.
Seguramente, en función de ello, cosecharás algunos amores y algunos rechazos. Es algo para lo que hay que estar preparado. El precio del sosiego que viene con la autenticidad.

Por Demián Bucay






 
Minimalismo vital: 5 consejos para simplificar tu vida

Acumulamos cosas, compromisos, información... hasta llenar nuestro día a día de complicaciones innecesarias. Libérate de ellas y recupera tus energías vitales.


La única manera de liberar tiempo, dinero y energías para nuestras verdaderas prioridades es empezar a eliminar de nuestro día a día todo aquello que no es indispensable y que además nos complica la existencia.

La vida es como un buen plato: cuando los ingredientes son pocos y de alta calidad, apenas necesita preparación y se disfruta más.

1 ¿Por qué te complicas la vida?
En su bestseller Simplifica tu vida, Elaine St. James afirmaba: “Mantener una vida complicada es una gran manera de evitar cambiarla”. La primera pregunta que debemos hacernos es por qué necesitamos llenar todos los huecos de nuestra agenda y poseer tantas cosas que acabamos no utilizando y que nos sobrecargan la vida.

¿A qué tenemos miedo? St. James empezó a responderse a sí misma en un refugio de montaña donde redactó una lista de cosas que podía eliminar para comenzar a simplificar su vida.

2. Practica el minimalismo vital
Siguiendo el principio de Pareto, también llamado Regla del 80/20, el 20 por ciento de las cosas son las que nos aportan el 80 por ciento de la felicidad. Esto es aplicable a los amigos, si son pocos y buenos, pero también a algo tan cotidiano como las prendas de ropa. Si tenemos diez camisas en el armario, pero casi siempre nos ponemos dos, las que nos sientan bien y nos resultan cómodas, ¿por qué no regalamos el resto a una organización benéfica?

El “menos es más” es la base para simplificar nuestra vida. Tener menos cosas y de mayor calidad, con lo cual también suelen durar más, reduce el estrés de la elección y la acumulación.

3. Ordena por fuera y por dentro
“Como es adentro, es afuera”, reza el Kybalión. El lugar donde vivimos es un reflejo de nuestro interior, y viceversa. Si aspiras a funcionar de forma más sencilla y relajada, despréndete de todo lo que tienes en casa y no necesitas, especialmente las cosas almacenadas que acumulan polvo.

Un método muy eficaz es poner una etiqueta con una fecha a todo aquello que guardemos “provisionalmente” en una caja. Si al cumplirse un año –o a lo sumo, dos– no has necesitado abrir la caja, puedes regalar su contenido, porque se habrá demostrado que no lo necesitas.

4. Lo que no suma, resta
Examinar nuestros hábitos de compra y de vida es la mejor manera de empezar la criba. Puedes hacer una lista de todas aquellas cosas que haces
repetidamente: compras recurrentes, cursos y reuniones, citas frecuentes con amigos y conocidos…

Las dos preguntas clave son: ¿Cuáles de estas actividades enriquecen o facilitan mi vida? ¿Cuáles me generan problemas o agotamiento? Las primeras suman, y merece la pena mantenerlas; sin embargo, las segundas restan y prescindir de ellas aligerará tu vida.

5. El dinero también es tiempo
Dando la vuelta al viejo refrán, todo aquello que ganamos con dinero nos lo acaban cobrando en forma de tiempo, que es la única divisa que no se puede reponer. Un gasto mensual excesivo nos obligará a trabajar más horas –especialmente, en el caso de los autónomos– con lo cual, el tiempo del que disponemos para vivir se irá reduciendo, e incluso el poco que nos quede estará condicionado por el agobio financiero.

El proceso contrario es el llamado downshifting: recobrar tiempo y paz mental a cambio de asumir menos responsabilidades, tiempo de trabajo y sueldo. Vivir a crédito significa, en la práctica, hipotecar nuestra existencia.

6 Cambia el sí por un "no, pero..."
Una gran fuente de complicación vital es el hábito de aceptar todo lo que nos proponen, al creer que, si nos negamos, podemos perder la estima de la gente.

Cada “sí” que en realidad no deseamos dar dificulta nuestra vida.

Por lo tanto, simplificar pasa por practicar el “no” para liberarte de todos los compromisos y obligaciones innecesarios. Lógicamente, hay peticiones de personas queridas que no se pueden rechazar de forma tajante, así que una buena solución es añadir siempre un “pero…” que ofrezca una alternativa a esa demanda.

7. Simplifica con el kaizen
La desorganización nos hace ir a comprar a última hora –y más caro– en la tienda abierta de noche, entre otros parches para salir del paso.

Para solucionarlo, la filosofía del kaizen recomienda una pequeña mejora diaria para un gran cambio. Aunque nos fijemos solo cada semana un “objetivo de simplificación” –una compra grande al mes, renunciar a la tarjeta de crédito, liberarnos de trastos cada día de recogida de muebles–, al cabo de un año habremos transformado nuestra existencia.

8. Limita la información: desinfoxícate
No solo poseemos demasiadas cosas y gastamos mucho dinero a menudo en lo que no necesitamos. También en el ámbito informativo saturamos nuestra mente con más inputs de los que podemos procesar, lo cual nos suele generar una sensación de agobio y fatiga.

Este fenómeno es lo que Alfons Cornella denomina infoxicación: la intoxicación por un caudal excesivo y constante de estímulos que no somos capaces de procesar. La solución es poner un horario restringido a las noticias y redes sociales, liberando espacio para relajarnos, estar con nuestros seres queridos y seguir las propias prioridades.

9. Practica el mindfulness
El llamado multitasking –hacer muchas cosas a la vez– es otra forma de complicarnos la vida absurdamente, ya que lo único que logramos es agotarnos más rápidamente y multiplicar los fallos que al final nos hacen perder tiempo.

La simplicidad de los monjes zen que ponen toda su atención en una sola cosa –lavar patatas, caminar, meditar–, que ha inspirado el mindfulness, encierra otra gran clave para la vida simple.


 

Temas Similares

4 5 6
Respuestas
64
Visitas
3K
Back