A SANGRE FRÍA - Truman Capote

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Pero como en cualquier otra manifestación, su caligrafía, inclinada hacia la derecha, o a la izquierda, redondeada, o picuda, apretada o espaciada, denotaba aquella preocupación suya, como si estuviera continuamente preguntándose: «¿Es Nancy así? ¿O es asá? ¿Cuál soy yo?» (En una ocasión su profesora de inglés, la señora Riggs, le devolvió un tema que le había presentado con el comentario: «Bien. Pero ¿por qué escrito en tres caligrafías distintas?» A lo que Nancy replicó: «Porque todavía no soy lo bastante mayor como para tener una sola firma») Pero sin embargo, en los últimos meses había progresado y con una caligrafía que denotaba incipiente madurez escribió: «Jolene K. vino y le enseñé a hacer una tarta de cereza. Ensayado con Roxie. Bobby estuvo aquí y vimos la televisión. Se marchó a las once.”

-Aquí es, aquí es, tiene que ser aquí. Allí está el colegio, aquí el garaje, ahora tenemos que girar hacia el sur.

A Perry le parecía que Dick estaba murmurando alborozados conjuros. Dejaron la autopista, atravesaron a toda velocidad la desierta Holcomb y cruzaron las vías del ferrocarril de Santa Fe.

-La loma, ésa debe de ser la loma: ahora tenemos que volver al oeste, ¿ves los árboles? Aquí es, tiene que ser aquí.

Los faros del auto descubrieron un camino bordeado de olmos de China y recorrido por matas de cardos que arrastraba el viento. Dick apagó los faros, aminoró la marcha y se detuvo hasta que sus ojos se acostumbraron a la noche iluminada por la luna. Poco después el coche avanzó cautelosamente.

Holcomb se halla a veinte kilómetros al este del huso horario de la montaña, circunstancia que provoca más de una queja porque significa que a las siete de la mañana -y en invierno a las ocho o incluso después- todavía está oscuro y las estrellas, si las hay, brillan aún, como ocurría aquel domingo mientras los dos hijos de Vic Irsik cumplían con su diario menester. Pero a eso de las nueve, cuando los muchachos habían terminado su trabajo, durante el cual nada anormal notaron, el sol había salido ofreciendo otra hermosa jornada de las de la perfecta estación de los faisanes. Mientras se alejaban de la finca corriendo por la avenida, saludaron con la mano a un coche que llegaba y una chica contestó a su saludo.

Era una compañera de colegio de Nancy Clutter que se llamaba también Nancy, Nancy Ewalt, hija única de Clarence Ewalt, que iba al volante, hombre de mediana edad, no muy aficionado a ir a la iglesia, ni tampoco su mujer, que, sin embargo, cada domingo acompañaba a su hija a la finca River Valley para que, en compañía de la familia Clutter, asistiese al servicio metodista de Garden City. Ello le evitaba «hacer ida y vuelta a la ciudad». Tenía la costumbre de esperar hasta que su hija hubiera entrado en la casa. Nancy, una jovencita que se preocupaba mucho del vestir, con cuerpo de artista de cine, el porte modesto del que lleva gafas y andar tímido, cruzó el césped y llamó al timbre de la entrada principal.

La casa tenía cuatro entradas y cuando, después de llamar repetidamente nadie acudió a abrir, pasó a otra, la que daba al despacho del señor Clutter. La puerta estaba entreabierta. La abrió un poco más, lo suficiente para comprobar que en el despacho no había más que sombras, pero se quedó allí diciéndose que a los Clutter no les gustaría una «intromisión». Llamó con los nudillos, llamó al timbre y al final fue hasta la parte posterior de la casa. Allí estaba el garaje y vio que los dos coches estaban dentro: dos Chevrolet sedán. Lo que quería decir que tenían que estar en casa.


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Después de recurrir en vano a una tercera puerta, que daba a la despensa, y a una cuarta, que daba a la cocina, se volvió donde estaba su padre, quien dijo:

-Quizá duerman todavía.

-Eso es imposible. ¿Te imaginas al señor Clutter dejando de ir a la iglesia? ¿Y sólo para dormir un poco más?

-Vámonos, entonces. Iremos al Profesorado. Susan debe de saber qué ha pasado.

La casa del Profesorado, que se halla enfrente del colegio nuevo, es una construcción antigua, pardusca y patética. Sus veintitantas habitaciones están divididas en apartamentos gratuitos destinados a los miembros de la facultad que no pueden encontrar o permitirse otro alojamiento. Sin embargo, Susan y su madre habían conseguido dorar la píldora y dar ambiente íntimo y personal a su apartamento, que constaba de tres habitaciones en la planta baja. Era increíble lo que contenía aquella reducidísima sala de estar: además de los asientos, un órgano, un piano, un jardín de plantas en tiestos llenos de flores y, generalmente, un perrito muy vivaz y un enorme gato soñoliento.

Aquella mañana de domingo, Susan, una alta y lánguida damita de cara pálida oval, con hermosos ojos de color gris azulado y manos extraordinarias de largos dedos flexibles y elegantes, estaba asomada a la ventana de su habitación observando la calle, vestida para ir a la iglesia y esperando de un momento a otro ver el Chevrolet de los Clutter, pues ella también iba al servicio religioso dominical acompañada por los Clutter. En lugar de los Clutter vio aparecer a los Ewalt, que le contaron la rara historia.

Pero Susan tampoco le supo encontrar explicación, ni su madre, que dijo:

-Si hubiera algún cambio de plan, vamos, estoy segura de que hubiesen llamado. Susan, ¿por qué no les llamas tú? Puede que estén todavía durmiendo, supongo.

-De modo que lo hice -dijo Susan en una declaración de fecha posterior-. Llamé a la casa y dejé que el teléfono sonara (o por lo menos me dio la impresión de que sonaba), oh, durante un minuto o más. No contestó nadie y entonces el señor Ewalt sugirió que volviésemos a la casa y tratáramos de «despertarles». Pero cuando llegamos allí..., yo no quería hacerlo. No quería entrar en la casa. Me daba miedo y no sé por qué, porque ni me había pasado por la cabeza. Bueno, algo así nunca se le ocurre a uno. Pero el sol era tan fuerte, todo parecía demasiado brillante y tranquilo. Y después vi que todos los coches estaban allí, incluso el viejo Vagón Coyote de Kenyon. El señor Ewalt llevaba ropa de diario y las botas llenas de barro; le pareció que no iba vestido como para hacer una visita a los Clutter.

Especialmente porque nunca lo había hecho. Quiero decir que nunca había estado en la casa. Al fin, Nancy dijo que entraría conmigo. Nos fuimos hacia la puerta de la cocina y, claro, no estaba cerrada con llave, pues la única persona que cerraba puertas con llave en casa de los Clutter era la señora Helm. Nadie de la familia lo hacía. Entramos y en seguida me di cuenta de que los Clutter no habían tomado el desayuno: nada de platos, nada en el fuego. Entonces vi algo extraño: el bolso de Nancy. Estaba en el suelo, abierto. Atravesamos el comedor y nos detuvimos al pie de la escalera. La habitación de Nancy queda exactamente arriba. La llamé y empecé a subir los escalones, seguida de Nancy Ewalt. El ruido de nuestros pasos me asustó más que nada: sonaban tan fuertes y todo estaba tan silencioso... La puerta de la habitación de Nancy estaba abierta. Las cortinas no habían sido corridas y el cuarto estaba lleno de sol. No recuerdo haber gritado. Nancy Ewalt dice que grité sin parar. Sólo recuerdo el osito de peluche de Nancy que me miraba. Y Nancy. Y que eché a correr...

Mientras tanto, el señor Ewalt había decidido que quizá no debió haber dejado entrar a las chicas solas en la casa. Bajaba del coche para reunirse con ellas cuando oyó los alaridos. Pero antes de que pudiera llegar a la casa, las jóvenes corrían ya a su encuentro. Su hija gritaba:

-¡Está muerta! -y refugiándose en sus brazos, añadió-: De verdad, papá. ¡Nancy está muerta!


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Susan se volvió contra ella:

-No, no está muerta. Y no lo digas. No te atrevas a decirlo. Sólo es que le sale sangre de la nariz. Le ocurre muchas veces, le sangra la nariz muchísimo y no le pasa nada más.

-Hay demasiada sangre por las paredes. No te has fijado bien.

-No conseguía entender lo que decían -testimonió posteriormente Ewalt-. Imaginé que quizá la chica estuviera herida. Se me ocurrió que había que llamar una ambulancia. La señorita Kidwell, Susan, me dijo que había un teléfono en la cocina. Lo encontré exactamente donde ella me dijo. Pero el auricular estaba descolgado, y cuando lo levanté vi que el hilo había sido cortado.

Larry Hendricks, profesor de inglés de veintisiete años, vivía en el último piso de la casa del Profesorado. Quería escribir pero su apartamento no era el refugio ideal para un aspirante a escritor, pues era más pequeño que el de las Kidwell y además lo compartía con su esposa y tres niños vivarachos, amén de una televisión siempre en marcha. («Es el único sistema de tener a los niños quietos.») Si bien hasta ahora no ha publicado nada, el joven Hendricks, ex marino muy viril, nacido en Oklahoma, que fuma en pipa, lleva bigote y posee un indomable pelo negro, tiene aspecto de literato, en realidad se parece mucho a Ernest Hemingway, el escritor que él más admira, en las fotografías de joven. Para redondear su sueldo de profesor conduce además el autobús del colegio.

-A veces hago noventa kilómetros al día -le dijo a un conocido-. Lo cual no me deja mucho tiempo para escribir. A no ser los domingos. Pues bien, aquel domingo, 15 de noviembre, estaba yo en el apartamento leyendo los periódicos. La mayor parte de las ideas para escribir un cuento las saco de los periódicos, ¿sabe? Bueno, la televisión estaba en marcha y los niños estaban más bien bulliciosos, pero aun así, pude oír voces. Abajo. En el apartamento de la señora Kidwell. Pero pensé que no era asunto mío ya que yo era nuevo aquí, pues llegué a Holcomb a principios de curso. Pero entonces Shirley, que estaba afuera tendiendo ropa, mi esposa Shirley, entró corriendo y dijo:

»-Cariño, será mejor que bajes. Están todos histéricos.

»Las dos chicas, desde luego, estaban en pleno ataque de histeria. Si quiere que les diga lo que pienso, Susan nunca se recobró del todo. Ni nunca se recobrará. Ni la pobre señora Kidwell. Es de poca salud; siempre está nerviosa. No dejaba de decir, claro, yo no entendí de qué se trataba hasta mucho después, no dejaba de decir: "Oh, Bonnie, Bonnie, ¿qué ha ocurrido? Pero si estabas tan contenta, si me dijiste que todo había terminado y que no volverías a estar mala." Y cosas así. Hasta el señor Ewalt estaba tan alterado como puede estarlo un hombre así. Hablaba por teléfono con el despacho del sheriff, el sheriff de Garden City, y le decía que sucedía "algo absolutamente impropio en casa de los Clutter".

El sheriff prometió que iría inmediatamente y el señor Ewalt le contestó que iría hacia la autopista a su encuentro. Shirley bajó para quedarse con las mujeres y tratar de calmarlas, como si alguien hubiera podido. Y yo fui con Ewalt a la autopista a esperar al sheriff Robinson. Por el camino me contó lo que había sucedido. Cuando llegó a lo de haber descubierto que el hilo telefónico estaba cortado, entonces, me dije: "¡Huy! Mejor será que tengas los ojos bien abiertos y tomes nota de todos los detalles. Por si acaso has de declarar ante un tribunal."

»Llegó el sheriff. Eran las nueve y treinta y cinco: miré mi reloj. Ewalt le hizo señal de que siguiera su coche y nos dirigimos a casa de los Clutter. Yo nunca había estado allí, sólo la había visto de lejos. A la familia la conocía, naturalmente. Kenyon era alumno mío de inglés, segundo curso, y había dirigido a Nancy en la representación de Tom Sawyer.


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Pero eran unos chicos tan extraordinarios, con tan pocas pretensiones, que nunca hubiera imaginado que
fuesen ricos ni que vivieran en una casa tan grande, con árboles, aquel césped y todo tan en orden y cuidado. Al llegar allí, después de haber oído lo que Ewalt le contó, el sheriff se puso en contacto por radio con su despacho y pidió que le mandaran refuerzos y una ambulancia. Dijo:

»-Ha ocurrido algún accidente.

»Luego entramos en la casa, los tres. Atravesamos la cocina y vimos un bolso de mujer en el suelo y el teléfono con los hilos cortados. El sheriff llevaba una pistola al cinto y cuando empezamos a subir la escalera para ir a la habitación de Nancy, me di cuenta que la llevaba en la mano.

»Bueno, era una cosa horrenda. Aquella maravillosa jovencita... Me hubiera sido imposible reconocerla. Le habían disparado en la nuca, con el arma a pocos centímetros. Yacía sobre un costado, cara a la pared y la pared estaba cubierta de sangre.

La ropa de la cama la cubría hasta los hombros. El sheriff Robinson la destapó y vimos que llevaba puesto un albornoz, el pijama, calcetines y zapatillas, como si en el momento del hecho, no se hubiese acostado aún. Tenía las manos atadas a la espalda y los tobillos atados con una cuerda de las que se usan en las persianas venecianas. El sheriff preguntó:

»-¿Es ésta Nancy Clutter?
»El nunca la había visto antes. Y yo contesté: »-Sí. Sí. Es Nancy.

»Salimos otra vez al corredor y miramos en derredor. Todas las demás puertas estaban cerradas. Abrimos una, era un baño. Había algo raro allí. Decidí que sería la silla, una silla del comedor que parecía muy fuera de lugar en un baño. La puerta contigua..., estuvimos todos de acuerdo en que debía de ser la habitación de Kenyon. Estaba llena de cosas propias de muchacho.

Reconocí las gafas de Kenyon en un estante para libros que había junto a la cama. Pero la cama estaba vacía aunque parecía que alguien hubiera dormido en ella. Así que fuimos hasta el final del corredor y al abrir la última puerta encontramos, allí en su lecho, a la señora Clutter. La habían atado, también. Pero de otra manera, con las manos por delante, de modo que parecía estar rezando y en una mano tenía, agarraba, un pañuelo. ¿O era un kleenex? La cuerda que le rodeaba las muñecas le bajaba hasta los tobillos que tenía atados uno contra otro y de allí iba al pie de la cama, en una de cuyas patas había sido atada; un trabajo complicado y hábil.

¡Pensar el tiempo que habría requerido! Y mientras tanto la mujer allí, loca de terror... Bueno, pues llevaba puestas algunas joyas, dos anillos (y ésa es una de las razones por las que yo siempre descarté el robo como motivo), una bata, camisón blanco y calcetines blancos. Le habían tapado la boca con cinta adhesiva pero como le dispararon a quemarropa a un lado de la cabeza, la explosión, el impacto, había desprendido violentamente la cinta adhesiva.

Tenía los ojos abiertos. De par en par. Como si todavía estuviera mirando al asesino. Porque no pudo dejar de verlo mientras apuntaba. Nadie dijo nada. Estábamos demasiado aturdidos. Recuerdo que el sheriff buscó por allí para ver si podía dar con el cartucho vacío. Pero quienquiera que hubiese sido, parecía demasiado listo y precavido para dejar tras de sí semejante pista.

»Como es natural, nos preguntábamos dónde estarían el señor Clutter y Kenyon. El sheriff dijo:

»-Miremos abajo.

»La primera habitación en que entramos fue el dormitorio principal, la habitación donde dormía el señor Clutter. La cama estaba abierta, y allí, a los pies de la cama, había un billetero con un montón de tarjetas esparcidas, como si alguien hubiera andado en ellas buscando algo en particular, una nota, un pagaré, ¿quién sabe? El hecho de que no hubiera dinero en él, no significaba nada. Era el billetero del señor Clutter y él nunca llevaba dinero encima.

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Hasta yo,que sólo hacía dos meses que estaba en Holcomb, lo sabía. Otra cosa que también sabía era que ni Clutter ni Kenyon podían ver un burro sin las gafas. Y las gafas del señor Clutter estaban allí en su escritorio. De modo que imaginé que, dondequiera estuviesen, no sería por propia voluntad. Miramos por todas partes y todo parecía tal como debía estar: ningún signo de lucha, nada fuera de su sitio. Excepto en el despacho, donde el teléfono estaba descolgado y los hilos cortados como en la cocina. El sheriff Robinson encontró unas escopetas en un armario y las olfateó para ver si se habían usado recientemente. Dijo que no, y en mi vida he visto individuo más desconcertado cuando añadió:

»-¿Dónde diablos puede estar Herb?

Entonces fue cuando oímos pasos. Alguien que subía la escalera del sótano.

»-¿Quién va? -preguntó el sheriff como dispuesto a disparar.

»Y una voz contestó:

»-Soy yo, Wendle.

»Resultó ser Wendle Meier, el vice-sheriff. Al parecer había llegado a la casa y, al no vernos, se fue a recorrer el sótano. El sheriff le dijo con una voz que daba pena:

»-Wendle, no sé qué pensar. Hay dos cadáveres ahí arriba.

»-Bueno -contestó Wendle-. Pues allá abajo tienes otro.

»Así que lo seguimos abajo, al sótano, que se hubiera podido llamar cuarto de estar. No estaba a oscuras, había unas ventanas que dejaban entrar la luz a raudales. Kenyon estaba en un rincón, echado sobre un diván. Le habían cerrado la boca con cinta adhesiva y estaba atado de pies y manos, como su madre: con aquel mismo complicado sistema de pasar la cuerda de las manos a los pies para terminar atado a un brazo del diván. En cierto modo es a él a quien recuerdo con mayor horror, a Kenyon. Quizá porque era el más reconocible, el que más se parecía a como era siempre, a pesar de que le hubieran disparado en la cara, de frente. Llevaba una camiseta y tejanos, iba descalzo, como si se hubiera vestido a toda prisa poniéndose lo primero que le viniera a mano. Tenía la cabeza apoyada en un par de almohadas colocadas allí como para facilitar el blanco.

»El sheriff dijo al cabo de un momento:

»-¿Adonde se va por allí? -indicando otra puerta del sótano.

»Entró primero el sheriff pero no veíamos nada hasta que Ewalt dio con el interruptor de la luz. Era el cuarto de la caldera, hacía mucho calor. Por aquí, la gente se limita a instalar una caldera de gas y a extraer todo el gas que quiere directamente del subsuelo. No cuesta nada, por eso todas las casas tienen demasiada calefacción. Bueno, yo di una ojeada al señor Clutter y me fue difícil mirarle por segunda vez. En seguida comprendí que simples disparos no podían justificar toda aquella sangre.

Y no me equivocaba. Habían disparado contra él, desde luego, lo mismo que contra Kenyon, apuntándole el arma a la cara. Pero probablemente estaba ya muerto. O por lo menos agonizando. Porque tenía, además, la garganta abierta de un tajo. Llevaba puesto un pijama a rayas y nada más. En la boca tenía cinta adhesiva que le daba una vuelta completa a la cabeza. Tenía los tobillos atados uno contra otro pero no las manos, o quizás había podido, Dios sabe cómo, por la rabia y el dolor, cortar la cuerda que le ataba las manos. Estaba tumbado frente a la caldera. Sobre una enorme caja de cartón que parecía puesta allí adrede. Una caja de colchón. El sheriff dijo:

»-Mira eso, Wendle.

»Lo que señalaba era una pisada sanguinolenta. Sobre la caja del colchón. La pisada de una media suela de zapato con dos círculos: dos agujeros en el centro, como un par de ojos. Entonces uno de nosotros, ¿Ewalt?, no recuerdo, señaló otra cosa, algo que no me puedo quitar del pensamiento.

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Encima de nuestras cabezas, había un tubo de calefacción y atada a él, colgando de él, había un trozo de cuerda, de la cuerda que había empleado el asesino. Evidentemente, en cierto momento el señor Clutter estuvo atado allí colgado de las manos y luego cortaron la cuerda. Pero ¿por qué? ¿Para torturarle? No creo que lleguemos jamás a saberlo. Nunca sabremos quién fue, ni por qué, ni qué ocurrió en aquella casa aquella noche.

»Al poco rato, la casa empezó a llenarse de gente. Llegaron ambulancias, el juez de instrucción, el pastor metodista, un fotógrafo de la policía, la policía del estado, individuos de la radio y de la prensa. ¡Oh, un montón de gente! A la mayoría les habían avisado cuando estaban en la iglesia y se comportaban como si todavía estuvieran allí. No hacían ruido, hablaban en un susurro. Era como si nadie pudiera creerlo. Un policía del estado me preguntó si estaba allí por razones oficiales y dijo que si no era así lo mejor que podía hacer era marcharme. Afuera, en el césped, vi al vicesheriff hablando con un hombre, Alfred Stoecklein, el peón. Al parecer, Stoecklein vivía a menos de cien metros de la casa de los Clutter, y sólo había un granero entre ambas casas. Pero explicaba que no había oído ruido alguno, "no me he enterado de nada, hasta hace cinco minutos cuando uno de los chavales vino corriendo a decir que el sheriff andaba por acá. Mi mujer y yo no pegamos ojo anoche porque la cría se puso mala. Pero un coche sí lo oímos, a las diez y media o las once menos cuarto. El coche se iba y le dije a mi mujer: “Bob Rupp que se va."

«Cuando me volví a casa, a mitad de camino, encontré al viejo collie de Kenyon y el animal estaba todavía asustado. Se quedó allí quieto con el rabo entre piernas, sin ladrar ni moverse. Y ver al perro, fue algo que me hizo sentir otra vez. Estaba demasiado aturdido, demasiado atontado para sentir toda la ruindad del suceso. El sufrimiento. El horror. Estaban muertos. Una familia entera. Buenas personas, gente amable, gente que yo conocía..., asesinados. Había que creerlo porque era rigurosamente cierto.

Cada veinticuatro horas, pasan por Holcomb ocho trenes de pasajeros sin detenerse. Dos de ellos recogen y entregan el correo, operación que, según describe con calor la persona encargada de ella, tiene su lado difícil:

-Pues sí, señor. Hay que estar muy alerta. Que los trenes pasan por aquí a veces a ciento sesenta kilómetros por hora. Sólo la ventolera que mueven, es capaz de derribarle a uno. Y mire que cuando los sacos salen volando..., ánimas benditas, si es como jugar al rugby: ¡Hua! ¡Hua! ¡HUA! Y no es que me queje, entendámonos. Es un trabajo honesto, un trabajo del gobierno y me mantiene joven.

El cartero de Holcomb, la señora Sadie Truitt, o Mamá Truitt, como la llaman en el lugar, no representa la edad que tiene, setenta y cinco años. Es una viuda maciza, curtida, que lleva una manteleta en la cabeza y botas de cow-boy («Comodísimas de llevar, suaves como plumas de ave»). Mamá Truitt es la más vieja de los nativos de Holcomb.

-Hubo un tiempo en que no había nadie que no fuera pariente mío. Por entonces a esto lo llamábamos Sherlock. Luego llegó aquel forastero. Uno que se llamaba Holcomb. Criaba puercos. Luego hizo dinero y decidió que el lugar se llamaría como él. Apenas lo consiguió, ¿qué hizo? Venderlo todo. Largarse a California. Pero nosotros no. Yo he nacido aquí y mis hijos nacieron aquí, ¡y aquí nos quedaremos!

Uno de sus hijos es la señora Myrtle Clare, encargada de la estafeta de correos.

-No vayan a creer que por eso conseguí este puesto del gobierno. Myrt ni siquiera quería que fuese para mí. Pero es un puesto que se concede según solicitud. Se le da a aquel que hace la oferta más baja. Y yo siempre lo hago, tan por debajo que ni una oruga podría mirar por encima. ¡Ja, ja! Eso fastidia a los jóvenes. Hay montones de muchachos que quisieran tener este trabajo, sí, señor.


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Pero lo que no sé es si les gustaría tanto cuando la nieve es alta como Primo Carnera, el viento sopla con ganas y de pronto te llegan los sacos por los aires. ¡Uf! ¡Ahí va!

En la profesión de Mamá Truitt, el domingo es un día tan laborable como otro cualquiera. El 15 de noviembre, mientras aguardaba el tren del oeste de las diez treinta y dos, se quedó estupefacta al ver que dos ambulancias cruzaban la vía y se dirigían hacia la finca de los Clutter. El incidente la impulsó a hacer lo que no había hecho jamás: abandonar su puesto. Que el correo caiga donde mejor le parezca. Aquéllas eran noticias que Myrt tenía que oír en seguida.

La gente de Holcomb habla de su estafeta de correos llamándola Edificio Federal, lo que parece un título demasiado pomposo para designar una simple barraca expuesta al polvo y al viento. El techo tiene goteras, las tablas del suelo bailan, los buzones no cierran, las bombillas están rotas, el reloj, parado.

-Sí, es un desastre -admite la cáustica dama imponente y un poco original, que preside aquel desorden-. Pero los sellos funcionan, ¿no? Y además, ¿a mí qué me importa? Aquí detrás, en mis dominios, se está muy a gusto. Tengo una mecedora, una buena estufa de leña, una cafetera y todo lo que quiero leer.

La señora Clare es un personaje famoso en el condado de Finney. Su celebridad no es consecuencia de su actual ocupación, sino de la anterior: empresaria de una sala de baile, encarnación que su apariencia no deja adivinar. Es una mujer demacrada, que viste pantalones, camisa de lana y botas de cow-boy, de pelo tan rojo como el jengibre y genio tan fuerte como el sabor del jengibre también, de edad no revelada («cosa mía es saberla y suya adivinarla»), pero de opiniones prontamente reveladas, en su mayoría, anunciadas con el sonido agudo y penetrante del canto de un gallo. Hasta 1955, ella y su difunto marido dirigieron el Pabellón de Baile de Holcomb, empresa que, dada su singularidad en la zona, atraía en un radio de ciento cincuenta kilómetros a una clientela que se entregaba a la bebida y al acrobático movimiento de los pies y que, de vez en cuando, atraía la atención del sheriff.

-Desde luego que pasábamos momentos malos -dice la señora Clare rememorando-. A esos paletos con las piernas arqueadas, les das un poquitín de licor y se convierten en pieles rojas... quieren el cuero cabelludo de todo aquel con quien se tropiezan. Naturalmente, nosotros sólo poníamos los vasos, el hielo; nunca alcohol. No hubiéramos servido ni aunque hubiera sido legal. Mi marido, Homer Clare, no podía con él; ni yo tampoco. Un día (hace hoy siete meses y doce días que dejó este mundo, a causa de una operación que le hicieron en Oregón y que duró cinco horas) me dijo:

»-Myrt, hemos pasado la vida en un infierno, pero ahora vamos a morir en el cielo.

»Y al día siguiente cerramos la sala de baile. No me arrepentí nunca. Oh, al principio, claro, echaba de menos la vida nocturna, la música, la alegría. Pero ahora que Homer ha muerto, estoy satisfechísima con mi trabajo aquí en el Edificio Federal. Si quiero, me siento. Si quiero, me tomo un café.

Precisamente cuando Mamá Truitt volvió aquel domingo por la mañana, acababa de preparar café.

-¡Myrt! -gritó, pero no pudo decir más hasta que recuperó la respiración-. Myrt, dos ambulancias iban a casa de los Clutter.

Su hija contestó:
-¿Y dónde está el diez treinta y dos?
-Ambulancias. Iban a casa de los Clutter...
-Bueno, ¿y qué? Será Bonnie. Tendrá otro de sus días. ¿Dónde está el diez treinta y dos?


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Mamá Truitt se rindió. Como siempre, Myrt sabía de qué se trataba y tenía la última palabra. De pronto se le ocurrió una idea.

-Myrt, si sólo es Bonnie, ¿por qué dos ambulancias?

Pregunta sensata que, siendo la señora Clare una admiradora de la lógica aunque la aplicaba de modo harto curioso, no tuvo más remedio que admitir. Dijo entonces que llamaría por teléfono a la señora Helm.

-Seguro que Mabel sabrá algo.

La conversación con la señora Helm duró varios minutos y fue de lo más angustiosa para Mamá Truitt que no podía oír más que las respuestas vagas y monosilábicas de su hija. Peor aún, cuando su hija colgó el teléfono, no satisfizo la curiosidad de su madre sino que se bebió el café, fue luego a su mesa y empezó a timbrar un montón de cartas.

-Myrt -gimió Mamá Truitt-. Por el amor de Dios, ¿qué dijo Mabel?

-No me extraña nada -contestó la señora Clare-. No hay más que ver cómo pasó la vida Clutter, siempre obsesionado con la prisa, precipitándose a recoger su correo sin tener nunca un segundo para decir «buenos días», «gracias», corriendo de acá para allá como un gallo sin cabeza, haciéndose socio de clubes, mangoneándolo todo, acaparando puestos que quizás otros querían. Y fíjate ahora... Todo se le acabó. Bueno, ya no tendrá prisa por ir a ninguna parte.

-¿Por qué, Myrt? ¿Por qué?
La señora Clare levantó la voz:
-Porque está muerto. Y Bonnie también. Y Nancy. Y el chico. Los han matado a tiros. -Myrt..., no digas esas cosas. ¿Quién los mató? -suplicó Mamá Truitt.
Sin dejar de timbrar las cartas, la señora Clare replicó:

-El tipo del avión. Aquel a quien Herb le puso el pleito porque cayó sobre sus frutales. Si no fue él, tal vez hayas sido tú. O cualquier vecino. Los vecinos son todos serpientes de cascabel, malas víboras que están esperando poder darte con la puerta en las narices. Es lo mismo en todo el mundo. Ya lo sabes.

-No -dijo Mamá Truitt tapándose las orejas con las manos-. Nunca supe de una cosa así. -Malas víboras.
-Tengo mucho miedo, Myrt.

-¿De qué? Cuando te llega la hora, te llega. Y no te van a salvar las lágrimas -se dio cuenta de que su madre empezaba a verter algunas- Cuando murió Homer gasté todo el miedo que llevaba dentro y todo el dolor también. Si anda alguien por ahí con ganas de cortarme el cuello, le deseo mucha suerte. ¿Qué más da? En la eternidad todo es lo mismo. Porque recuerda esto: si un pájaro llevara la arena, grano a grano, de un lado a otro del océano, cuando la hubiera transportado toda, eso sólo sería el principio de la eternidad. De manera que suénate.

La horrible información anunciada desde los pulpitos de las iglesias, difundida por los cables telefónicos, publicada por la estación de radio de Garden City, KIUL («Increíble tragedia, indescriptible con palabras, se ha abatido sobre cuatro miembros de la familia de Herb Clutter a última hora del sábado o en la madrugada de hoy. La muerte, brutal y sin motivo aparente...») provocó en el oyente común una reacción más próxima a la de Mamá Truitt que a la de la señora Clare: estupor teñido de consternación, una sensación de vago horror que las heladas fuentes del miedo individual se encargaron rápidamente de hacer más profunda e intensa.


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El Café Hartman, que se compone de cuatro toscas mesas y una barra, podía acoger sólo a unos pocos de los chismosos (en su mayoría hombres) que querían reunirse allí, espantados. La propietaria, la señora Bess Hartman, una dama delgada nada tonta, que lleva el pelo en cortos rizos rubiogrisáceos y de vivaces y autoritarios ojos, es prima de la encargada de correos, la señora Clare, cuyo candor iguala o quizá sobrepasa.

-Hay quien dirá que soy un vejestorio, pero la verdad es que lo de los Clutter me ha dejado de piedra -le decía luego a una amiga suya-. ¡Cómo imaginar que alguien pueda cometer semejante hazaña! En cuanto me enteré, porque todos venían por aquí contando cosas que te ponían los pelos de punta, lo primero que pensé fue que había sido cosa de Bonnie. Claro, era una tontería, pero no sabíamos exactamente cómo había sido la cosa y muchos pensaban que tal vez..., con eso de sus crisis y así... Ahora no sabemos qué pensar. Debe de haber sido por envidia. Hecho por alguien que conocía la casa de arriba abajo. Pero ¿quién odiaba a los Clutter? Nunca oí una palabra contra ellos, todos los querían tanto como se puede querer a una familia, y si una cosa así ha podido sucederles, precisamente a ellos, ¿quién puede estar tranquilo, me pregunto yo? Un viejo, sentado aquí aquel domingo, puso el dedo en la llaga, dio la explicación de por qué nadie puede dormir:

»-Todas las personas de por aquí son nuestros amigos, no hay nadie que no lo sea.

»En cierto modo, eso es lo peor de este crimen. ¡Qué cosa tan horrible no poder mirar al vecino sin recelo! Sí, es duro aceptarlo, pero estoy segura de que si encuentran al que lo hizo, tendremos una sorpresa mayor que la de los mismos asesinos.

La esposa de Bob Johnson, el agente de seguros de la New York Insurance, es una excelente cocinera, pero la cena del domingo que había preparado quedó por comer, por lo menos antes de que se enfriara, porque en el preciso momento en que su esposo hundía el cuchillo en el faisán asado, un amigo lo llamó por teléfono:

-Y fue entonces -recuerda con tristeza- cuando me enteré de lo ocurrido en Holcomb. No lo creí. Era imposible. ¡Señor, pero si tenía el cheque de Clutter en el bolsillo! Un pedazo de papel que valía ochenta mil dólares, si lo que acababan de decirme era cierto. Pero decía para mí: «No puede ser, es una equivocación, cómo va a ocurrir semejante cosa. Eso no sucede nunca. Nadie le vende una póliza de las grandes a un hombre que se muere un minuto después. Asesinado. Lo que quiere decir doble indemnización.» No sabía qué hacer. Llamé al director de nuestra oficina de Wichita. Le dije que tenía el cheque pero que no lo había depositado y le pedí consejo. Bueno, la situación era delicada. Al parecer, legalmente no estábamos obligados a pagar. Pero moralmente era distinto. Y claro, nos decidimos por lo moral.

Las dos personas que se beneficiaron de esta digna actitud, Eveanna Jarchow y su hermana Beverly, únicas herederas de la propiedad paterna, iban, a las pocas horas del horroroso descubrimiento, camino de Garden City. Beverly venía de Winfield en Kansas donde había sido invitada por la familia de su prometido y Eveanna de su casa de Mount Carroll en Illinois. Poco a poco, en el curso de aquel día, se les notificó también a otros parientes, al padre de Clutter, a sus dos hermanos, Arthur y Clarence, a su hermana casada con Harry Nelson, todos de Larned, Kansas, así como a su segunda hermana, Elaine Selsor de Palatka, Florida. Asimismo a los padres de Bonnie, el señor Arthur B. Fox y su esposa que vivían en Pasadena, California, y sus tres hermanos, Harold de Visalia, California, Howard de Oregón, Illinois, y Glenn de Kansas City, Kansas.

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En realidad, a la mayoría de los que debían reunirse el Día de Acción de Gracias en casa de los Clutter, se les telefoneó o cablegrafió y casi todos se pusieron inmediatamente en camino para aquella reunión de familia, no alrededor de una mesa dispuesta con los mejores manjares, sino ante el túmulo de un funeral múltiple.

En el Profesorado, Wilma Kidwell tenía que dominarse para procurar dominar a su hija, porque Susan, con los ojos hinchados y en plena crisis de violentas náuseas, insistía desesperadamente en querer marcharse porque debía, a toda costa, correr a la granja de Rupp que estaba a cinco kilómetros.

-¿No lo entiendes, mamá? -decía-. ¿Y si Bobby se entera? El la quería. Nosotros dos la queríamos. Tengo que ser yo quien se lo diga.

Pero Bobby ya lo sabía. De vuelta a su casa, Ewalt pasó por la granja de los Rupp y tuvo una conversación con su amigo Johnny Rupp, padre de ocho hijos de los que Bobby era el tercero. Juntos se fueron luego a un edificio separado de la granja propiamente dicha, demasiado pequeña para albergar a todos los hijos Rupp, de manera que los niños dormían en aquel anexo y las niñas «en casa». Bobby se estaba haciendo la cama. Prestó atención a lo que le decía Ewalt, no hizo comentarios y le dio las gracias por haber ido hasta allí. Después de lo cual, salió del edificio y se quedó de pie al sol. La finca de los Rupp está en una despejada altiplanicie desde la que se pueden ver los campos segados, relucientes de sol, de la finca River Valley. Fue ese escenario lo que estuvo contemplando durante casi una hora. Nadie consiguió distraerle ni sacarle de allí. Se oyó la campana que anunciaba que la comida estaba en la mesa, la madre le decía a Bobby que entrara en la casa, repitiéndoselo una y otra vez. Hasta que por fin el padre le dijo:

-No. Es mejor dejarlo solo.

También Larry, el hermano menor, se negó a obedecer a la llamada de la campana. Se movía en torno a Bobby, incapaz de ayudarle, pero con ganas de hacerlo, a pesar de que se oyó decir algún que otro «lárgate». Luego, más tarde, cuando su hermano cambió de postura y echó a andar hacia la carretera, a campo traviesa camino de Holcomb, Larry se fue tras él.

-¡Eh, Bobby! Escucha. Si hemos de ir a alguna parte, ¿por qué no tomamos el coche?

Su hermano no le contestó. Caminaba muy decidido, en realidad corría, pero a Larry no le costaba darle alcance, pues, aunque sólo tenía catorce años, era más alto, más ancho de pecho y tenía las piernas más largas. A pesar de todos sus méritos deportivos, Bobby, era de talla algo inferior a la media, robusto pero delgado, un muchacho de buena musculatura y rostro franco, feote y atractivo.

-¡Eh, Bobby! Escucha. No van a dejar que la veas. No te serviría de nada. Bobby se volvió y le dijo:
-Tú vete. Vuélvete a casa.

El hermano menor se detuvo un momento y luego volvió a seguirlo a distancia. A pesar de la temperatura de sequía del tiempo de las calabazas y de la árida luminosidad del día, los muchachos sudaban cuando se aproximaron a una barrera que la policía del estado había erigido a la entrada de la finca River Valley. Muchos amigos de la familia Clutter y forasteros de toda la región de Finney se habían reunido allí, pero ninguno había podido cruzar la barrera que, poco después de la llegada de los hermanos Rupp, fue brevemente alzada para permitir la salida a cuatro ambulancias, número requerido para el transporte de las víctimas, y de un coche atestado de hombres que colaboraban con el sheriff, hombres que ya entonces mencionaban el nombre de Bobby Rupp. Porque Bobby, como él mismo iba a saber antes de la caída de la noche, era el sospechoso número uno.


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Desde la ventana de su salita de estar, Susan vio deslizarse silencioso el cortejo blanco, lo siguió con la mirada hasta perderlo de vista al doblar la esquina, hasta que la polvareda de la calle sin pavimentar se hubo posado otra vez.

Estaba todavía contemplando la escena cuando la figura vacilante de Bobby, que se dirigía a ella seguido de su hermano menor, pasó a integrarla. Susan salió a recibirlo a la galería.

-Hubiera querido ser yo quien te lo dijera -murmuró.

Bobby comenzó a sollozar. Larry se detuvo en la esquina del patio del Profesorado, encorvado junto a un árbol. No recordaba haber visto nunca llorar a Bobby ni deseaba verlo. Así que bajó los ojos.

Muy lejos, en Olathe, en una habitación de hotel con persianas que velaban la luz del sol de mediodía, Perry dormía mientras una radio portátil gris murmuraba a su lado. Aparte de quitarse las botas, no se había tomado la molestia de desvestirse. Sencillamente había caído boca abajo, como si el sueño fuera un arma que le hubiera herido por la espalda. Las botas, negras con rebordes plateados, recibían un baño de agua caliente jabonosa, ligeramente rosada, en el lavabo.

Unos kilómetros más al norte, en la acogedora cocina de una modesta granja, Dick terminaba su cena del domingo. Los demás a la mesa (su madre, su padre, su hermano menor) no notaron nada raro en él. Había llegado a casa a mediodía, besado a su madre, contestado a todas las preguntas que le hizo su padre respecto al supuesto viaje de Fort Scott y se sentó a comer con su aire de siempre. Después de comer, los tres miembros masculinos de la familia se sentaron en la sala a ver, por televisión, un partido de baloncesto. La transmisión apenas había empezado cuando el padre se sorprendió al oír que Dick estaba roncando. Como le dijo a su hijo menor, nunca creyó vivir para ver el día en que Dick preferiría dormir a ver un partido de baloncesto. Claro está, pero no podía suponer lo cansado que estaba Dick, pues ignoraba que su hijo, allí dormido, había hecho más de mil doscientos kilómetros al volante en las últimas veinticuatro horas, entre otras cosas.

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II. PERSONAS DESCONOCIDAS


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Aquel lunes, el 16 de noviembre de 1959, en los altos trigales de la Kansas occidental, hizo otra magnífica jornada de la temporada del faisán -un maravilloso día de cielo claro y luminoso como la mica. En el pasado y en esta clase de días, Andy Erhart solía disfrutar de largas tardes de caza en la finca River Valley, la casa de su buen amigo Herb Clutter, y a menudo le habían acompañado en esas expediciones deportivas otros tres amigos de Herb: Dr. J. E. Dale, veterinario; Carl Myers, dueño de una finca lechera, y Everett Ogburn, comerciante. Como Erhart, superintendente del Centro Experimental Agrícola de la Universidad de Kansas, todos ellos eran prominentes ciudadanos de Garden City.

Aquel día este cuarteto de compañeros de cacería estaban otra vez reunidos para recorrer el familiar trayecto, pero con un estado de ánimo que nada tenía de familiar y provistos de un equipo raro y poco deportivo: estropajos y cubos, cepillos de fregar y una cesta llena de bayetas y enérgicos detergentes. Vestían lo más viejo que tenían. Porque, tomándolo como un deber, como conducta cristiana, aquellos hombres se habían ofrecido voluntariamente a limpiar algunas de las catorce habitaciones de la casa principal de River Valley: aquellas donde los cuatro miembros de la familia Clutter habían sido asesinados, según declaraban sus certificados de defunción, «por persona o personas desconocidas».

Erhart y sus compañeros guardaban silencio en el coche. Uno de ellos, refiriéndose a aquel viaje, declaró tiempo después:

-Te dejaba mudo lo increíble del caso. Hacer el camino hacia allá arriba, donde siempre nos recibían con una bienvenida.

En esta ocasión fueron recibidos por un agente de tráfico de la autopista. El agente, guardián de la barrera que las autoridades habían levantado a la entrada de la finca, les hizo seña de que se acercaran y continuaran adelante hasta cubrir media milla más por la avenida sombreada de olmos que llevaba a la casa de los Clutter. Alfred Stoecklein, el único empleado que realmente vivía en la propiedad, les esperaba para dejarles pasar.

Fueron primero a la habitación de la caldera del sótano, donde había sido encontrado el señor Clutter en pijama tendido encima de una caja de colchón. Cuando terminaron allí, pasaron al cuarto de juegos donde Kenyon había sido asesinado de un disparo. El diván, una reliquia que Kenyon había rescatado y remendado y que Nancy había cubierto con una funda y muchos almohadones con un lema cada uno, estaba hecho una ruina sangrienta, de modo que, como la caja del colchón, no habría más remedio que quemarlo. A medida que el equipo de limpieza avanzaba en su tarea desde el sótano a los dormitorios del segundo piso, donde Nancy y su madre habían sido asesinadas en su propio lecho, fueron aprovisionándose con más combustible para la inminente hoguera: ropas de cama empapadas en sangre, colchones, una alfombrilla, un oso de felpa.

Alfred Stoecklein, que solía ser poco conversador, tenía en esta ocasión mucho que decir mientras les alcanzaba agua caliente y les ayudaba en la limpieza.

-Sólo quisiera yo que no anduviesen todos que si patatín que si patatám, y que me dijeran cómo pasó y qué fue.

Porque él y su mujer, que vivían a menos de cien metros de la casa de los Clutter, no habían oído «nada», ni el más mínimo eco de un disparo, de las violencias que se cometieron.

-El sheriff y todos esos que han andado por ahí husmeando, digo, y con lo de las huellas, ésos sí que saben lo que ha pasao. Esos, sí. Que sí entienden, digo, que no pudimos oír. Por una cosa, por el viento. El viento del oeste que sopla todo para el otro lao. Y endemás, que entre esa casa y la nuestra, está el granero grande. Y que él chupó el alboroto antes de que llegara a la casa nuestra. ¿Y sabe usté lo que le digo? ¿Se da cuenta? Ese que lo hizo, que se sabía mu bien que, haiga lo que haiga, no íbamos a oír nada.



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