A SANGRE FRÍA - Truman Capote

26


Junto a la leonera, estaba la habitación de la caldera en la que había una mesa llena de herramientas y utensilios en desorden amén de alguno de sus trabajos en curso como un sistema de amplificadores y un viejo gramófono averiado.

Físicamente, Kenyon no se parecía a sus padres. Su pelo corto era color cáñamo, medía metro ochenta y aunque delgado, era lo bastante fuerte como para llevar a cuestas (lo hizo en cierta ocasión), contra ventisca y a tres kilómetros de distancia, un par de ovejas adultas. Sí, era fuerte y robusto, pero con esa falta de coordinación muscular muy propia de los jovencitos espigados. Este defecto, agravado por la imposibilidad de prescindir de las gafas, le impedía tomar parte activa en los deportes de equipo (baloncesto, béisbol), diversión principal de los muchachos que hubieran podido ser sus amigos.

Sólo tenía un amigo íntimo, Bob Jones, hijo de Taylor Jones, cuya finca se hallaba más al oeste, a dos kilómetros de la casa de los Clutter. Allá, por la Kansas rural, los muchachos empiezan a conducir muy pronto y Kenyon sólo tenía once años cuando su padre le dio permiso para que comprara, con dinero que había ganado cuidando ovejas, un viejo camión con motor modelo A, el Vagón Coyote, como él y Bob le llamaban. No muy lejos de la finca River Valley, hay una misteriosa zona de terreno llamada Sand Hills que es como una playa sin océano y por la noche los coyotes se deslizan entre las dunas y se reúnen en manadas para aullar.

En noches de luna clara, los dos chicos conducían el camión contra los coyotes, los ponían en fuga intentando darles alcance, cosa que raramente conseguían, porque un coyote puede correr a ochenta por hora y el camión no pasaba de los cincuenta. Pero, de todos modos, era un juego magnífico: el camión deslizándose sobre la arena y los coyotes huyendo contra la luna; como decía Bob, le ponía a uno el corazón a galope.

Igualmente embriagador, pero más lucrativo, era cazar conejos. Kenyon era un buen tirador y su amigo mejor aún, de modo que entre los dos a veces entregaban medio centenar de conejos a la «fábrica de los conejos», industria de Garden City donde les pagaban diez centavos por cabeza; allí los congelaban y mandaban a los criaderos de visón.

Pero lo que más contaba para Kenyon, y también para Bob, eran aquellos fines de semana, partidas de caza que duraban dos días enteros vagando a la ventura a lo largo de la orilla del río, durmiendo con una manta arrollada al cuerpo, manteniendo el oído atento al rayar el alba para, al primer ruido de alas, irse de puntillas hacia él.

Pero lo mejor de todo, lo más fantástico, pavonearse de vuelta a casa llevando colgada del cinturón una docena de patos que asar para la cena. Últimamente las cosas habían cambiado entre Kenyon y su amigo. No es que hubieran reñido, ni que hubiese ocurrido nada, ni siquiera que estuvieran en desacuerdo. Sólo que Bob, que tenía dieciséis años, había comenzado a «salir con una chica», y Kenyon, un año menor y todavía con mentalidad de adolescente sin compromiso, tenía que prescindir de su compañía.

Bob le había dicho:

-Cuando uno tiene mi edad, la cosa cambia. Yo también pensaba como tú: las mujeres, ¿para qué sirven? Pero luego empiezas a hablar con una y es fantástico. Ya lo verás.

Kenyon lo ponía en duda. No podía imaginar que llegara jamás a malgastar ni una sola hora con una chica cuando podía pasarla con un fusil, un caballo, herramientas, maquinaria o hasta con un libro. Si no podía contar con Bob, lo mejor era estar solo; su temperamento no correspondía tanto al hijo del señor Clutter como al hijo de Bonnie, un chico sensible y reservado. Los de su edad lo consideraban estirado, pero lo excusaban diciendo:

-¡Oh, Kenyon! Ese vive en su mundo.

Mientras esperaba que se secara el barniz, pasó a otro trabajo que lo llevó al exterior. Iba a cuidar el jardín de flores de su madre, el adorado recuadro de follaje enmarañado que crecía bajo la ventana de su habitación. Cuando llegó allí, se encontró con uno de los trabajadores que removía la tierra con una pala. Era Paul Helm, el marido de la asistenta.

-¿Viste el coche? -le preguntó Helm.

A sangre fria - Truman Capote
 
27

Sí, Kenyon había visto el automóvil en el camino de entrada de la casa, un Buick gris que esperaba a la puerta del despacho de su padre.

-Pensé que sabrías quién puede ser.

-No, a no ser que sea el señor Johnson. Mi padre lo esperaba.

Helm (el difunto Helm, porque murió de un ataque en marzo del año siguiente) era un hombre sombrío, ya casi en sus sesenta, cuyos modales reservados ocultaban una naturaleza profundamente curiosa y observadora. Siempre quería saber qué ocurría a su alrededor.

-¿Qué Johnson?

-El de la compañía de seguros.

Helm gruñó:

-Tu padre seguro que está hasta el cuello de pólizas y demás. El coche lleva ahí tres horas.

El frío del crepúsculo que se avecinaba atravesó el aire y aunque el cielo era aún de un intenso azul, los altos tallos de los crisantemos del jardín proyectaban una sombra cada vez más larga. El gato de Nancy jugueteaba por allí, tratando de agarrar con sus patas la cuerda con que Kenyon y el viejo ataban las plantas. Nancy llegó entonces de improviso, en la grupa de la gorda Babe; Babe regresaba de su regalo del sábado: un baño en el río. Teddy, el perro, las acompañaba y los tres venían relucientes y todavía húmedos.

-Atraparás un resfriado -comentó el señor Helm.

Nancy se echó a reír: no había estado nunca enferma, ni una sola vez siquiera. Bajó del caballo, se echó sobre la hierba junto al jardín y cogió a su gato. Balanceándolo en el aire por encima de ella, le besó el hocico y los bigotes.

A Kenyon le repugnó:

-Besar a los animales en la boca.

-Bien que tú besabas a Skeeter -le recordó ella.

-Skeeter era un caballo.

Un espléndido caballo alazán que tuvo desde que era potrillo. ¡Cómo saltaba las vallas Skeeter!

-¡Le pides demasiado a ese caballo! -le advertía su padre-. Cualquier día lo vas a matar del esfuerzo.

Y así había sucedido: mientras galopaba por la carretera llevando a su amo, le falló el corazón, tropezó y cayó muerto. Todavía entonces, un año después, Kenyon lloraba su muerte a pesar de que su padre, compadeciéndose de él, le había prometido el mejor de los potros que nacieran la próxima primavera.

-Kenyon -dijo Nancy-. ¿Crees que Tracy hablará ya? ¿Que hablará cuando venga para el Día de Acción de Gracias?

Tracy, que todavía no había cumplido un año, era su sobrino, hijo de Eveanna, la hermana con quien ella se entendía mejor. (Beverly, a su vez, era la preferida de Kenyon.)

-Me voy a derretir cuando le oiga decir «tía Nancy». O «tío Kenyon». ¿No te gustaría oírselo decir? ¿No te encanta ser tío? Santo Dios, ¿por qué no me contestas nunca?

-Porque eres una tonta -respondió él tirándole una dalia un poco marchita, que ella se prendió en el pelo.

Helm tomó su pala. Graznaban los cuervos, el ocaso estaba cerca, pero su casa no. El paseo de olmos se había convertido en un túnel de verde cada vez más oscuro y él vivía al fondo de ese túnel, a casi un kilómetro.

A sangre fria - Truman Capote
 
28

-Es de noche -dijo.

Y se puso en camino. Pero se volvió una vez.

-Y ésa -declararía al día siguiente- fue la última vez que los vi. Nancy se llevaba a la vieja Babe a la cuadra. Como ya he dicho, nada fuera de lo corriente.

El Chevrolet negro estaba aparcado de nuevo, esta vez frente a un hospital católico en las afueras de Emporia. Perry no había dejado de insistir («Eso es lo que tienes de malo. Te crees que sólo hay una idea en el mundo: la tuya»), y al final Dick no tuvo más remedio que capitular. Mientras Perry esperaba en el coche, había entrado en el hospital para ver si una monja le vendía un par de medias negras. Este sistema tan poco ortodoxo de procurárselas había sido una inspiración de Perry: las monjas siempre tienen cosas almacenadas. Había un inconveniente, desde luego: las monjas y todo lo relacionado con ellas traían mala suerte y Perry sentía un profundo respeto por sus propias supersticiones. (Entre otras figuraban el número 15, el pelo rojo, las flores blancas, los curas que atraviesan una calle y las serpientes que se aparecen en sueños.) Pero ya no tenía remedio.

El individuo rigurosamente supersticioso es también casi siempre un creyente ciego en el destino y ése era el caso de Perry. Si en aquel momento estaba allí, embarcado en esa aventura, no era porque él lo hubiera querido sino porque los hados lo habían dispuesto así. Podía demostrarlo aunque no tuviese intención de hacerlo, por lo menos donde Dick pudiese alcanzar a oírlo porque significaría confesar el verdadero motivo de su retorno al estado de Kansas, y la violación del juramento que hiciera para conseguir la libertad bajo palabra, una razón totalmente ajena al «golpe» de Dick y a su carta citándolo allí. El motivo era que unas semanas atrás se había enterado de que el jueves 12 de noviembre otro de sus compañeros de celda iba a ser puesto en libertad en la Penitenciaría del Estado de Kansas en Lansing, y «más que nada en el mundo» deseaba encontrarse con aquel hombre, su «único amigo verdadero», el «inteligente» Willie-Jay.

Durante el primero de sus tres años en prisión, Perry había observado a Willie-Jay de lejos, con interés, pero con aprensión: si quería que lo considerasen un «duro», una estrecha amistad con Willie-Jay no parecía aconsejable. Era el secretario del capellán, un irlandés delgado con pelo prematuramente gris y ojos grises y melancólicos. Su voz de tenor era el orgullo del coro de la cárcel. Hasta Perry, que despreciaba cualquier demostración de piedad, se sentía «turbado» cuando oía a Willie-Jay cantar el «Padrenuestro»; el grave lenguaje del himno cantado con tal espíritu de sinceridad, lo conmovía, haciéndolo reflexionar un poco sobre la validez de su menosprecio.

Al fin, estimulado por la curiosidad religiosa, se aproximó a Willie-Jay y el secretario del capellán respondió inmediatamente, creyendo intuir en aquel muchacho de piernas tullidas, mirada vaga y voz afectada «un poeta, algo único, que valía la pena salvar». Le embargó la ambición de «entregarle aquel muchacho a Dios». Sus esperanzas de conseguirlo se reforzaron el día en que Perry le mostró un dibujo al pastel que acababa de hacer: una gran imagen de Jesús realizada con una técnica que no tenía nada de ingenua. El reverendo James Post, capellán protestante de Lansing, lo valoró tanto que lo colgó en su despacho donde todavía está: un relamido Salvador, algo afeminado, con los carnosos labios de Willie-Jay y sus ojos tristes.

Aquel dibujo representó la cima de la inquietud espiritual, nunca muy seria, de Perry y, hecho irónico, su fin; calificó a su imagen de Jesús como «una muestra de hipocresía», una tentativa de «engañar y traicionar» a Willie- Jay, puesto que entonces creía en Dios menos que nunca. Pero ¿iba a admitirlo y a perderse, con ello, el único amigo que le «comprendía de veras»? (Hod, Joe, Jesse, viajeros de un mundo en el que raramente se usa el apellido, habían sido sus «compinches», pero ninguno de ellos podía compararse siquiera con Willie-Jay que, a juicio de Perry, «era intelectualmente muy superior a la media, intuitivo así como muy entendido en psicología».

A sangre fria - Truman Capote
 
29

¿Cómo era posible que un individuo tan dotado se hallara en Lansing? Era esto lo que desconcertaba a Perry. La respuesta, que conocía pero no aceptaba porque era «una evasión de lo ignoto, problema humano», era clara para cualquier mente menos complicada: el secretario del capellán, que tenía entonces treinta y ocho años, era un ladrón, un ratero de poca monta que, en un período de veinte años, había cumplido sentencia en cinco estados distintos). Perry decidió hablar: lo sentía, pero todo aquello de cielo, infierno, santos, misericordia divina, no iba con él y si la amistad de Willie-Jay se basaba en la perspectiva de verlo un día a los pies de la Cruz junto a él, le decepcionaba profundamente y su amistad era falsa, una falsificación como el retrato de Jesús.

Como siempre, Willie-Jay supo comprender. Descorazonado pero no sin esperanzas, siguió cortejando el alma de Perry hasta el día que le concedieron libertad bajo palabra y se marchó del penal; la víspera escribió a Perry una carta de adiós que terminaba con el siguiente párrafo: «Eres un hombre muy apasionado, un hombre hambriento que no sabe dónde saciar su apetito, un hombre profundamente frustrado que lucha por proyectar su individualidad contra un fondo de rígido conformismo. Existes en un mundo pendiente entre dos superestructuras, una de autoexpresión y la otra de autodestrucción.

Eres fuerte pero en tu fuerza hay una grieta y a menos que aprendas a controlarla, esa grieta demostrará ser más poderosa que tu fuerza y te vencerá. ¿La grieta? Explosión de la reacción emocional totalmente desproporcionada a los hechos. ¿Por qué? ¿Por qué esa irrazonable ira cuando ves a otros contentos, felices y satisfechos? ¿Por qué ese creciente desprecio por la gente y esas ganas de herirla? Muy bien: crees que son necios y los desprecias porque su moral, su felicidad son el origen de tu frustración, y tu resentimiento. Pero esas ideas son terribles enemigos que llevas dentro de ti... y a la larga serán mortíferos; como las bacterias que resisten al tiempo, no matan al individuo sino que dejan en su modo de ser el estigma de una criatura desgarrada y retorcida; dejan fuego en su interior avivado por astillas de desprecio y odio. Podrá prosperar pero no dará fruto porque él es su propio enemigo y le estará vedado gozar intensamente de sus triunfos.”

Perry, complacido de verse objeto de tan largo sermón, se lo había dado a leer a Dick y éste, que veía con malos ojos a Willie-Jay, había calificado aquella carta de «montón de estupideces a lo Billy Graham1», añadiendo: «Astillas de desprecio. Astilla será él.» Naturalmente, Perry ya esperaba una reacción por el estilo y secretamente la deseaba porque su amistad con Dick, al que apenas había tratado hasta los últimos meses pasados en Lansing, era consecuencia y contrapeso de su intensa admiración por el secretario del capellán.

Quizá Dick fuera superficial o incluso, como decía Willie-Jay, «un fanfarrón perverso», pero lo cierto es que también era divertido, astuto, realista, «iba directo al grano» y no tenía humo en la cabeza ni un pelo de tonto. Además, a diferencia de Willie-Jay, no criticaba las exóticas aspiraciones de Perry: estaba dispuesto a escucharle, se entusiasmaba, compartía aquellas visiones de «tesoro garantizado» hundidos en mares mexicanos o en junglas brasileñas.

Habían transcurrido cuatro meses desde que Perry obtuvo la libertad bajo palabra, meses de vagabundear en un Ford de quinta mano por el que pagó cien dólares, pasando de Reno a Las Vegas, de Bellingham en Washington a Buhl en Idaho. Y allí, en Buhl, donde había encontrado trabajo temporal como conductor de camión, le llegó la carta de Dick:

«Amigo P., salí en agosto y cuando tú te fuiste me encontré con alguien que tú no conoces pero que me dio una idea que podemos aprovechar maravillosamente. Un golpe garantizado. Perfecto...”

1 Billy Graham, predicador baptista. (N. del T.)

A sangre fria - Truman Capote
 
30

Hasta aquel momento, Perry no había imaginado que volvería a ver a Dick. Ni a Willie- Jay. Pero los había tenido presentes en su pensamiento, especialmente al segundo, que en su recuerdo se había transformado en un enorme sabio de cabellos grises, que daba vueltas por su cabeza obsesionándolo. «Persigues lo negativo -le había informado Willie-Jay en el curso de uno de sus sermones-. Nada te importa, quieres existir sin responsabilidades, sin fe, sin amigos, sin calor.”

En el curso solitario, desolador, de sus recientes idas y venidas, Perry había considerado una y otra vez aquella acusación y decidido que era injusta. Si que le importaba..., pero ¿a quién le importaba él? ¿A su padre? Sí, hasta cierto punto. Un par de chicas, pero aquello era «una historia larga de contar». A nadie, excepto Willie-Jay. Y sólo Willie-Jay había reconocido que valía, que tenía facultades, sólo él había comprendido que Perry no era simplemente un paticorto y musculoso mestizo, sólo él, a pesar de todos sus sermones moralizadores, lo había visto como él mismo se veía: «excepcional», «raro», «artista». En Willie-Jay su vanidad encontró apoyo, su sensibilidad refugio, y cuatro meses de distancia hacían aquella alta valoración más fascinante todavía, más, aún, que todos los sueños de tesoros escondidos.

De modo que cuando recibió la invitación de Dick y se dio cuenta de que la fecha que proponía coincidía más o menos con el día en que dejaban en libertad a Willie- Jay, supo qué debía hacer. Fue en coche a Las Vegas, vendió aquel carromato, empaquetó su colección de mapas, cartas, manuscritos y libros y compró un billete de autobús. Las consecuencias del viaje serían obra del destino; si «no se entendía con Willie-Jay», podría tomar en consideración «las proposiciones de Dick». Resultó que tenía que elegir entre Dick o nada, porque cuando su autobús llegó a Kansas City la tarde del 12 de noviembre, Willie-Jay, a quien no había podido advertir de su llegada, había salido ya de la ciudad, sólo cinco horas antes y por la misma estación terminal de autobuses a la que Perry llegara. Todo eso lo supo llamando al reverendo Post, que lo desanimó aún más al no querer revelar el destino exacto de su antiguo secretario.

-Se ha ido al este -dijo el capellán-, donde tiene perspectivas: buen empleo y alojamiento en casa de gente de bien, dispuesta a ayudarle.

Y al colgar el teléfono, Perry se sintió «aturdido de rabia y decepción». Pero ¿qué esperaba en realidad -se preguntó cuando se le pasó la angustia- de un encuentro con Willie- Jay? La libertad los había separado. Como hombres libres, nada tenían en común; eran individuos opuestos que nunca podrían formar «equipo», y desde luego no la clase de equipo necesaria para emprender una aventura submarina al otro lado de las fronteras del sur como la que Dick y él proyectaban. Pero, sin embargo, si no hubiese llegado tarde, si hubiera podido pasar con Willie-Jay siquiera una hora, Perry estaba absolutamente convencido de que no estaría ahora allí, frente a un hospital, esperando a que Dick saliera con un par de medias negras.

Dick regresó con las manos vacías.

-Nada que hacer -anunció con una indiferencia furtiva que infundió sospechas en Perry.

-¿Estás seguro? ¿Seguro de que por lo menos preguntaste?

-Desde luego.

-No lo creo. Juraría que te fuiste para adentro, dejaste pasar un par de minutos, y te volviste a salir.

-Muy bien, rico. Lo que quieras.

Dick puso el coche en marcha. Después de recorrer un trecho en silencio, Dick le dio a Perry una palmada en la rodilla.

-¡Oh! Vamos, hombre. Era una idea para vomitar. ¿Qué diablos se hubieran imaginado? Yo allí pidiendo unas medias, como si fuera una rebaja...

-Quizá sea mejor así. Las monjas siempre traen mala suerte.




A sangre fria - Truman Capote
 
31

El representante en Garden City de la Compañía de Seguros de Vida Nueva York sonreía mientras observaba cómo el señor Clutter desenfundaba una Parker y abría el talonario. Le vino a la memoria un chiste que corría por allá.

-¿Sabe qué se dice de usted, Herb? Pues dicen: «Desde que el corte de pelo subió a un dólar cincuenta, Herb para pagar al barbero firma un cheque.”

-Así es -respondió el señor Clutter.

Como los miembros de la familia real, nunca llevaba encima dinero contante.

-Es mi sistema -añadió-. Cuando los tipos esos de los impuestos vienen a meter la nariz, lo mejor que se les puede enseñar es el resguardo de los cheques que se han pagado.

Con el cheque escrito, pero todavía sin firmar, se apoyó en el respaldo de la silla del despacho como reflexionando. El agente, hombre robusto, un poco calvo, más bien llano, que se llamaba Bob Johnson, deseó que a su cliente no le asaltaran dudas de última hora. Herb era testarudo, lento y difícil de convencer: hacía más de un año que Johnson trabajaba para cerrar aquel contrato. Pero no, su cliente estaba simplemente viviendo lo que Johnson llamaba el «momento solemne», fenómeno con que los agentes de seguros están familiarizados. El estado de ánimo del hombre que firma un seguro de vida es semejante al del que firma su testamento: por fuerza piensa en la muerte.

-Sí, sí -dijo el señor Clutter como para sí-. Tengo mucho que agradecer... tengo muchas cosas gratas en la vida.

Documentos enmarcados que recordaban los acontecimientos importantes de su carrera lucían en las paredes revestidas de nogal de su despacho: un título universitario, un mapa de la finca River Valley, distinciones al mérito agrícola y un certificado muy adornado con las firmas de Dwight D. Eisenhower y John Foster Dulles mencionando sus servicios en la Junta Federal de Crédito Agrícola.

-Los chicos. En eso sí que hemos tenido suerte. No está bien que lo diga, pero, la verdad, me siento muy orgulloso de ellos. Fíjese en Kenyon. Hoy por hoy, siente inclinación por la ingeniería o por las ciencias, pero no me dirá que el muchacho no lleva el campo en la sangre. Si Dios quiere, un día se hará cargo de todo esto. ¿Conoce al marido de Eveanna? ¿A Don Jarchow? Es veterinario. No tiene idea de cuánto estimo a ese muchacho. Y a Vere. A Vere English, el chico con quien mi hija Beverly ha tenido el buen sentido de formalizar sus relaciones. Si me ocurriese cualquier cosa, estoy seguro de que ellos sabrían hacerse cargo de las responsabilidades. Porque Bonnie sola, Bonnie no podría hacerse cargo de una finca como ésta...

Johnson, veterano en escenas de esta índole, se dio cuenta de que ya había llegado el momento de intervenir.

-Pero, Herb -comentó-. Usted todavía es joven. Cuarenta y ocho años. Y por el aspecto que tiene y lo que el informe médico dice, creo que aún le quedan un par de semanas más de vida.

El señor Clutter se enderezó y tomó otra vez la pluma.

-La verdad es que me encuentro perfectamente y lleno de optimismo. Tengo la impresión de que en estos años que vienen, podremos hacer mucho dinero en esta región.

Mientras esbozaba sus proyectos para un futuro de inmejorables auspicios financieros, firmó el talón y lo deslizó por encima de la mesa hacia el agente de seguros.


A sangre fria - Truman Capote
 
32

Eran las seis y diez y el agente no pensaba más que en irse cuanto antes: su mujer le estaría esperando para cenar.

-Ha sido un placer, Herb. -Lo mismo digo, amigo.

Se dieron la mano. Luego, con una merecida sensación de victoria, Johnson tomó el cheque de Clutter y se lo metió en el billetero. Era el primer pago de una póliza de cuarenta mil dólares que en caso de muerte accidental daba derecho a doble indemnización.

Y El viene conmigo, y El habla conmigo, y El es quien me dice que suyo soy yo. Compartimos un goce
como nadie nunca jamás conoció...

Con ayuda de la guitarra, Perry, cantando, se había puesto de mejor humor. Se sabía de memoria unos doscientos himnos y baladas. Su repertorio iba desde The Old Rugged Cross1 hasta Cole Porter y, además de la guitarra, sabía tocar la armónica, el acordeón, el banjo y el xilófono. En una de sus fantasías teatrales preferidas, se presentaba en las tablas con el nombre de Perry O'Parsons, estrella cuyo cartel anunciaba: «El Hombre Orquesta”.

-¿Qué tal un cóctel? -preguntó Dick.

A Perry le daba lo mismo cualquier cosa porque no era bebedor. En cambio, Dick se las daba de sibarita y pedía siempre un Orange Blossom. Del portaguantes del coche Perry sacó una botella que contenía vodka con zumo de naranja. La botella pasó de uno a otro. Aunque la noche había caído ya, Dick conducía a cien por hora con los faros apagados; claro que la carretera era recta, el campo liso como un lago y raramente se cruzaban con otros coches. Aquello estaba «por allá» o estaba muy cerca.

-¡Cristo! -exclamó Perry contemplando el panorama llano e inmenso bajo el verde frío y prolongado del cielo, vacío y solitario a no ser por las trémulas luces de alguna finca lejana.

Odiaba aquel paisaje como odiaba las llanuras de Texas, el desierto de Nevada. Los espacios horizontales escasamente poblados lo deprimían y le producían una sensación de agorafobia. Los puertos de mar eran su delicia: atiborrados de gentes, bulliciosos, con barcos anclados y olor a cloaca, como Yokohama, donde, como soldado raso del ejército americano, había pasado un verano durante la guerra de Corea.

-¡Cristo! ¡Y me dijeron que no me acercara por Kansas! ¡Que no pusiera aquí mis lindos pies! Como si me cerrasen las puertas del paraíso. Mira, pues. Regocija tus ojos.

Dick le pasó la botella, su contenido reducido ya a la mitad.

-Dejémoslo para después -propuso-. Puede que nos haga falta.

-¿Te acuerdas, Dick? ¿De todo aquello de conseguir un barco? Estaba pensando... que podríamos comprar un barco en México. Uno que fuera barato pero resistente. Y podríamos ir al Japón. Cruzar el Pacífico. Otros lo han hecho..., miles de personas lo han hecho. No es cuento, Dick..., te pirrarías por el Japón. Gente maravillosa, cortés, con modales delicados

1 La antigua y pesada Cruz. (N. del T.)

A sangre fria - Truman Capote



 
33

como flores. Verdaderamente considerados, no de los que te quieren sólo por los cuartos. ¡Qué mujeres! No has conocido a una mujer de veras...

-¡Ya lo creo que sí! -cortó Dick, que declaraba estar todavía enamorado de su primera esposa, de cabello color miel, a pesar de que ella se hubiera vuelto a casar.

-Y hay además aquellos baños. Hay uno que se llama «La piscina del Sueño»: te tiendes en el agua y vienen unas chicas que están buenísimas y te frotan de pies a cabeza.

-Ya me lo has contado.

El tono de Dick era seco.

-¿Ah, sí? ¿Es que no puedo repetirlo?

-Luego. Ya charlaremos luego. Puñeta, tengo un montón de cosas en la cabeza.

Dick encendió la radio. Perry la apagó. Ignorando las protestas de Dick, arañó su guitarra.

Me vine solo al jardín
cuando el rocío se posaba aún en las rosas y la voz que escuché en mi oído revelaba al Hijo de Dios...

En el borde del cielo, se dibujaba la luna llena.

El lunes siguiente durante su declaración y antes de someterse a una prueba con detector de mentiras, el joven Bobby Rupp describió su última visita a casa de los Clutter:

-Había luna llena y pensé que quizá, si Nancy quería, podíamos dar una vuelta en coche, llegarnos hasta el lago McKinney. O ir al cine a Garden City. Pero cuando la llamé por teléfono, serían eso de las siete menos diez, me dijo que tenía que pedirle permiso a su padre. Luego volvió diciendo que su padre había dicho que no, porque la noche anterior había llegado muy tarde. Pero me propuso que fuera a ver la televisión con ellos. He pasado muchos ratos en casa de los Clutter viendo la televisión. ¿Saben? Nancy es la única chica con que yo he salido. La conozco de toda la vida: fuimos juntos a la escuela desde el primer grado. Siempre, que yo recuerde, ha sido muy mona y popular, una gran persona aun cuando era una niña pequeña. Quiero decir que nos daba a todos una sensación de contento interior: cuando estabas con ella te sentías una gran persona.

La primera vez que salimos juntos fue el año antes de empezar bachillerato. Casi todos los chicos de la clase la querían llevar al baile de fin de curso y me quedé muy sorprendido, y a la vez lleno de orgullo, cuando me dijo que iría conmigo. Los dos teníamos entonces doce años. Mi padre me dejó el coche y la llevé al baile. Cuanto mejor la conocía, más me gustaba y lo mismo toda su familia... no hay una familia igual, al menos por aquí, que yo sepa. El señor Clutter puede que fuera un poco estricto en algunas cosas, en la religión y así, pero nunca trataba de dar la sensación de que era él quien tenía razón y los demás quienes estaban equivocados.

»Nosotros vivimos a cinco kilómetros al oeste de la finca de los Clutter. Yo siempre iba y venía a pie, pero como he trabajado todos los veranos, el año pasado pude comprarme un coche, un Ford del 55. Así que fui en coche y llegué allí un poco después de las siete. No vi a nadie en la carretera ni tampoco en el camino que lleva a la casa, ni siquiera un alma por allá afuera. Sólo a Teddy que me ladró. En la planta baja estaban las luces encendidas, en la sala de estar y en el despacho del señor Clutter. El piso de arriba estaba oscuro y supuse que la señora Clutter, si estaba en casa, estaría durmiendo.

A sangre fria - Truman Capote
 
34


No se sabía nunca si estaba o no y yo nunca lo preguntaba. Pero luego me di cuenta de que había supuesto bien porque, más tarde, Kenyon quería practicar con su trompeta que era el instrumento que tocaba en la banda del colegio y Nancy le dijo que no, porque podía despertar a la señora Clutter. Bueno, pues cuando llegué habían acabado de cenar y Nancy tenía ya los platos puestos en la máquina de lavar y los tres -los dos chicos y el señor Clutter- estaban en la sala. Así que nos acomodamos como cualquier otra noche: Nancy y yo en el diván y el señor Clutter en su mecedora acolchada. No miraba mucho la televisión porque estaba leyendo un libro de Kenyon de la serie Rover Boy1.

»Una vez, fue a la cocina y volvió con dos manzanas. Me ofreció una pero yo no la quise y él se comió las dos. Tenía los dientes blanquísimos y decía que era por las manzanas. Nancy..., Nancy llevaba calcetines y zapatillas, tejanos y un jersey verde, creo. Llevaba el reloj de oro en la muñeca y un brazalete de cadenilla que yo le regalé en enero cuando cumplió los dieciséis, con su nombre en un lado y el mío en el otro y también un anillo, una cosita de plata que se compró hace un verano cuando estuvo en Colorado con los Kidwell.

No era mi anillo, nuestro anillo. ¿Saben?, hace un par de semanas se enfadó conmigo y me dijo que dejaría de llevar nuestro anillo por un tiempo. Cuando la chica con quien sales hace eso, quiere decir que te está poniendo a prueba. Claro, desde luego que teníamos discusiones, todos las tienen, todas las parejas que van "en serio". Lo que ocurrió fue que yo estaba en la boda de un amigo y durante la recepción tomé una cerveza. Me bebí una botella de cerveza y resulta que Nancy se enteró. Un chismoso fue y le dijo que yo estaba borracho perdido. Bueno, pues estuvo como el mármol y no me saludó durante una semana. Pero últimamente nos habíamos entendido tan bien como siempre y creo que estaba casi a punto de volver a ponerse nuestro anillo como antes.

»Bueno, pues la primera película que vimos, en el canal 11, fue El hombre y el desafío. Sobre la gente del Ártico. Luego vimos una del Oeste y después otra de espionaje: Cinco dedos. A las nueve y media salió Mike Hammer. A continuación, las noticias. Pero a Kenyon nada le gustaba porque no le dejábamos elegir los programas. Lo criticaba todo y Nancy no cesaba de repetirle que se callara. Se peleaban siempre, pero en realidad estaban muy unidos, más unidos que la mayoría de hermanos y hermanas.

Imagino que en parte sería porque habían estado tanto tiempo ellos dos solos con la señora Clutter fuera y el señor Clutter en Washington o dondequiera que fuese. Sé que Nancy quería de veras a su hermano pero no creo que ella ni nadie fuera capaz de comprender exactamente a Kenyon. Siempre parecía estar en otra parte. Nunca se podía saber qué estaba pensando, ni siquiera si le estaba mirando a uno porque era un poco bizco. Algunos decían que era un genio y puede que lo fuera. Desde luego, leía muchísimo. Pero como dije, era un chico inquieto; no quería ver la televisión, quería hacer ejercicios con su trompeta y cuando Nancy le dijo que no lo hiciera, recuerdo que el señor Clutter le propuso que se fuera al sótano, a su leonera, donde nadie le oiría. Pero tampoco quiso.

»El teléfono sonó una vez. ¿Dos? Caramba, no me acuerdo. Sólo sé que el teléfono llamó una vez y el señor Clutter lo cogió en su despacho. La puerta estaba abierta, la puerta corrediza que hay entre la sala de estar y el despacho. Oí que decía "Van" así que supe que estaba hablando con su socio, el señor Van Vleet y le oí decir que le dolía la cabeza pero que ya se le estaba pasando. Y dijo también que se verían el lunes. Cuando volvió..., sí, lo de Mike Hammer acababa de terminar. Cinco minutos de noticias. Luego el informe meteorológico. El señor Clutter prestaba siempre mucha atención al boletín meteorológico. Era lo único que de verdad esperaba.

A sangre fria - Truman Capote


 
35


Igual que la única cosa que me interesaba a mí eran los deportes, que venían a continuación. Cuando terminó la crónica deportiva, eran las diez y media y me levanté para marcharme. Nancy me acompañó hasta afuera. Charlamos un poco y quedamos en ir al cine el domingo por la noche a ver una película que todas las chicas se morían por ver: Blue Denim. Luego se metió en casa corriendo y yo me marché en el coche. Tanto brillaba la luna que la noche era clara como el día. Hacía frío y un poco de viento. Los cardos volaban por doquier. Pero no vi nada más. Sólo ahora cuando lo pienso, creo que alguien debía de estar por allí escondido. Quizás abajo, entre los árboles. Alguien que estaba esperando a que yo me marchara.

Los viajeros se detuvieron a cenar en un restaurante de Great Bend. Perry, reducido a sus últimos quince dólares, iba a pedir root beer y un bocadillo, pero Dick se opuso diciendo que necesitaban llenar la tripa y que no se preocupara por la cuenta, que eso era asunto suyo. Pidieron dos filetes no muy hechos, con patatas al horno, ruedas de cebolla, patatas fritas, succotash1, macarrones y maíz, ensalada con mayonesa picante «Mil islas», bollitos de canela, tarta de manzana, helado y café. Y para rematarlo, entraron en una tienda a escoger puros. En la misma tienda, compraron también dos gruesos rollos de cinta adhesiva.

Mientras el Chevrolet negro ganaba otra vez la autopista y corría a través de una campiña que ascendía imperceptiblemente hacia el clima más frío y seco de los altos trigales, Perry cerró los ojos y el sopor tras la comilona se fue apoderando de él hasta que quedó medio dormido; despertó al oír la voz que daba las noticias de las once. Bajó la ventanilla y bañó su rostro en el aire fresco. Dick le dijo que estaban en el condado de Finney.

-Cruzamos la frontera hace dieciséis kilómetros -explicó.

El coche iba a gran velocidad. Los carteles publicitarios, relumbraban al pasar: «Vean los osos polares», «Motores Burtis», «La mayor piscina gratuita del mundo», «Motel Los Trigales» y por último, un poco antes de que comenzara la iluminación de la calle: «Hola, forastero. Bienvenido a Garden City, la ciudad te abre sus puertas.”

Bordearon la periferia norte de la ciudad. No había nadie por allí a aquella hora, era casi medianoche. No había nada abierto a no ser una hilera de gasolineras que brillaban desoladas. Dick entró en una Hurd's Phillips 66. Apareció un chico y preguntó:

-¿Lo lleno?

Dick asintió y Perry salió del coche, entró en el pequeño edificio y se encerró en el retrete. Le dolían las piernas corno tantas veces, le dolían como si aquel antiguo accidente le hubiese sucedido cinco minutos antes. Tomó tres aspirinas del frasco que llevaba, las masticó lentamente (porque le gustaban) y bebió un poco de agua del grifo del lavabo. Se sentó en el retrete, estiró las piernas y se las frotó, dándose un masaje en las rodillas que casi no podía doblar. Dick había dicho que faltaba poco, «sólo once kilómetros más». Corrió la cremallera de un bolsillo de su guerrera y sacó una bolsa de papel; contenía los guantes de goma recién comprados. Eran pegajosos y delgados, recubiertos de una sustancia viscosa y, al probárselos, uno se rasgó un poco; no era una rotura grave, sólo un pequeño corte entre los dedos, pero a él le pareció de mal agüero.

El pomo de la puerta giró, con una sacudida.
-¿Quieres caramelos? -le preguntó Dick-. Ahí afuera hay una máquina automática.


1 Libros que se publican para los boy scouts (niños exploradores). (N. del T.)

1 Guiso de maíz. (N. del T.)

A sangre fria - Truman Capote
 
36

-No.
-¿Te encuentras bien? -Muy bien.
-No tardes toda la noche.

Dick echó una moneda en una automática, tiró de la palanca y cogió una bolsita de jelly beans1. Masticando volvió al coche y observó los esfuerzos del mozo de la gasolinera para librar el parabrisas del polvo de Kansas y de restos de insectos aplastados. El mozo, que se llamaba James Spor, se sentía nervioso. Los ojos de Dick y su hosca expresión junto con la extraña y prolongada estancia de Perry en el lavabo, le inquietaban. (Al día siguiente le contaría a su jefe: «Anoche tuvimos un par de clientes bastante groseros.» Pero ni entonces ni durante mucho tiempo, relacionaría aquellos visitantes con la tragedia de Holcomb.)

Dick dijo:

-Esto está un poco muerto.

-¡Ah, sí! -contestó James Spor-. Son ustedes los primeros que paran aquí desde hace un par de horas. ¿De dónde vienen?

-Kansas City.

-¿A cazar por aquí?

-Sólo de paso. Vamos a Arizona. Tenemos allí trabajo que nos aguarda. En la construcción. ¿Tiene idea de cuántos kilómetros hay hasta Tucumcari, en Nuevo México?

-No sabría decirle. Son tres dólares seis. -Tomó el dinero de Dick, le dio el cambio y añadió-: Perdóneme, pero estoy trabajando, cambiando el parachoques de un camión.

Dick se quedó esperando. Comió algunas pastillas, aceleró el motor. Hizo sonar el claxon. ¿Sería posible que se hubiera equivocado al juzgar el carácter de Perry? ¿Tendría, como tantos otros en su lugar, un súbito ataque de pánico? Hacía un año, cuando se conocieron, había considerado a Perry «todo un tío» aunque quizás un poco «engreído», «sentimental» y demasiado «soñador». Le fue simpático pero no creyó que valiera la pena cultivarlo, hasta el día en que Perry le habló de un asesinato que había cometido, describiendo con qué facilidad por «puro gusto» había matado a un hombre de color en Las Vegas, golpeándolo con una cadena de bicicleta.

Aquella anécdota había elevado la opinión que a Dick le merecía el pequeño Perry. Empezó a frecuentar su compañía y, como Willie-Jay, pero por muy distintas razones, decidió gradualmente que Perry poseía condiciones muy poco corrientes y valiosas. Por Lansing circulaban varios asesinos u hombres que se jactaban de haber cometido asesinatos o de sus ganas de cometerlos; pero Dick llegó al convencimiento de que Perry era ese ejemplar único, el «asesino nato», absolutamente cuerdo pero sin conciencia y capaz de llevar a cabo, con o sin motivo, los mayores crímenes con la máxima sangre fría. Y la teoría de Dick era que tal don podía, bajo su supervisión, ser provechosamente explotado.

Una vez llegado a semejante conclusión, empezó a ganarse a Perry halagándolo, fingiendo, por ejemplo, que creía en todo aquello del tesoro enterrado, y compartía sus anhelos de vagabundear por playas y puertos. Nada de eso atraía a Dick que deseaba «una vida normal», con un buen negocio propio, una casa, coche a la puerta, un caballo que montar y «montones de chicas rubias». Sin embargo, era muy importante que Perry no lo sospechara, por lo menos no hasta que Perry, con su maravilloso don, hubiera colaborado con las ambiciones de Dick. Pero quizás era Dick quien se había equivocado en sus cálculos, quizás era él el engañado; si era así, si al fin y al cabo resultaba que Perry no era más que un «vulgar malhechor», entonces «la fiesta» había acabado, los meses empleados en planearlo todo se convertían en humo y sólo podían dar media vuelta y marcharse.

A sangre fria - Truman Capote


 
37

Pero tal cosa no debía ocurrir; Dick volvió a entrar en la gasolinera.

La puerta del excusado seguía cerrada. La golpeó con el puño. -¡Perry, por el amor de Dios!
-Un minuto.
-¿Qué te pasa? ¿Te encuentras mal?

Perry se agarró al borde del lavabo y se puso en pie haciendo fuerza con los brazos. Las piernas le temblaban, el dolor de las rodillas lo hacía sudar. Se limpió la cara con una toalla de papel. Abrió la puerta y dijo:

-Ya está. Vamos.

El dormitorio de Nancy era la habitación más pequeña y personal de la casa, femenina y tan frívola como un tutú de bailarina. Las paredes, el techo, todo menos una cómoda y una escribanía, era de color rosa, azul o blanco. El lecho, blanco y rosa, cubierto de cojines azules, estaba presidido por un oso de peluche rosa y blanco, ganado por Bobby en el tiro al blanco en una feria del lugar. Un tablón de anuncios, de corcho, pintado en rosa, colgaba sobre el tocador de faldones blancos y en él había clavadas unas gardenias secas, que en su día llevó como adorno del vestido, tarjetas de San Valentín, recetas recortadas del periódico, instantáneas de su sobrinito, de Susan Kidwell y de Bobby Rupp.

Bobby Rupp en una docena de poses: balanceando un bate de béisbol, regateando con una pelota de baloncesto, conduciendo un tractor, chapoteando en el agua en bañador a la orilla del lago McKinney (tan adentro como se atrevía, porque nunca supo nadar). Y había también fotografías de Nancy y Bobby juntos. De todas, su preferida era una en que aparecían sentados junto a los restos de una merienda campestre, a la luz que se filtraba por entre el follaje y mirándose con una expresión tal, que, a pesar de no sonreír, traslucía alegría y contento simplemente por el hecho de estar juntos. Otras fotografías, de caballos, de gatos ya muertos pero no olvidados, como el pobre Boobs que no hacía mucho que había muerto y de modo misterioso (ella sospechaba que envenenado), se amontonaban en su escritorio.

Nancy, según confesó una vez a su amiga y profesora de economía doméstica, la señora Polly Stringer, era invariablemente la última de la familia en acostarse, y consideraba las doce de la noche su momento de «egocentrismo y vanidad». Era el momento de entregarse al rutinario tratamiento de belleza, al rito de limpiarse el cutis y aplicarle una crema, rito que los sábados, incluía también un lavado de cabeza. Aquella noche, después de secarse el pelo, lo cepilló, lo recogió con un finísimo pañuelo y sacó del armario la indumentaria que pensaba ponerse el día siguiente para ir a la iglesia: medias, mocasines negros y un vestido de terciopelo rojo, el más bonito que tenía, confeccionado por ella misma, vestido que habría de servirle de mortaja.

Antes de rezar sus oraciones, siempre registraba en su diario algún acontecimiento del día («Ha llegado el verano. Para siempre, espero. Ha venido Sue y hemos montado en Babe hasta el río. Sue ha tocado la flauta. Luciérnagas») y algún arranque repentino («Lo amo, de verdad que lo amo»). Era un diario para cinco años. En sus cuatro años de existencia, jamás había descuidado la anotación diaria, aunque el esplendor de algunos acontecimientos (la boda de Eveanna, el nacimiento de su sobrino) o el dramatismo de otros (su «primera pelea verdadera con Bobby», una página literalmente bañada en lágrimas), le habían obligado a usurpar el espacio destinado en principio al futuro. El distinto color de la tinta identificaba los sucesivos años: en 1956 era verde, en 1957 rojo, reemplazado al año siguiente por un brillante color lavanda, y ahora, en 1959, se había decidido por un más digno azul.



A sangre fria - Truman Capote
 

Temas Similares

Respuestas
6
Visitas
526
Back