OP
pilou12
Guest
26
Junto a la leonera, estaba la habitación de la caldera en la que había una mesa llena de herramientas y utensilios en desorden amén de alguno de sus trabajos en curso como un sistema de amplificadores y un viejo gramófono averiado.
Físicamente, Kenyon no se parecía a sus padres. Su pelo corto era color cáñamo, medía metro ochenta y aunque delgado, era lo bastante fuerte como para llevar a cuestas (lo hizo en cierta ocasión), contra ventisca y a tres kilómetros de distancia, un par de ovejas adultas. Sí, era fuerte y robusto, pero con esa falta de coordinación muscular muy propia de los jovencitos espigados. Este defecto, agravado por la imposibilidad de prescindir de las gafas, le impedía tomar parte activa en los deportes de equipo (baloncesto, béisbol), diversión principal de los muchachos que hubieran podido ser sus amigos.
Sólo tenía un amigo íntimo, Bob Jones, hijo de Taylor Jones, cuya finca se hallaba más al oeste, a dos kilómetros de la casa de los Clutter. Allá, por la Kansas rural, los muchachos empiezan a conducir muy pronto y Kenyon sólo tenía once años cuando su padre le dio permiso para que comprara, con dinero que había ganado cuidando ovejas, un viejo camión con motor modelo A, el Vagón Coyote, como él y Bob le llamaban. No muy lejos de la finca River Valley, hay una misteriosa zona de terreno llamada Sand Hills que es como una playa sin océano y por la noche los coyotes se deslizan entre las dunas y se reúnen en manadas para aullar.
En noches de luna clara, los dos chicos conducían el camión contra los coyotes, los ponían en fuga intentando darles alcance, cosa que raramente conseguían, porque un coyote puede correr a ochenta por hora y el camión no pasaba de los cincuenta. Pero, de todos modos, era un juego magnífico: el camión deslizándose sobre la arena y los coyotes huyendo contra la luna; como decía Bob, le ponía a uno el corazón a galope.
Igualmente embriagador, pero más lucrativo, era cazar conejos. Kenyon era un buen tirador y su amigo mejor aún, de modo que entre los dos a veces entregaban medio centenar de conejos a la «fábrica de los conejos», industria de Garden City donde les pagaban diez centavos por cabeza; allí los congelaban y mandaban a los criaderos de visón.
Pero lo que más contaba para Kenyon, y también para Bob, eran aquellos fines de semana, partidas de caza que duraban dos días enteros vagando a la ventura a lo largo de la orilla del río, durmiendo con una manta arrollada al cuerpo, manteniendo el oído atento al rayar el alba para, al primer ruido de alas, irse de puntillas hacia él.
Pero lo mejor de todo, lo más fantástico, pavonearse de vuelta a casa llevando colgada del cinturón una docena de patos que asar para la cena. Últimamente las cosas habían cambiado entre Kenyon y su amigo. No es que hubieran reñido, ni que hubiese ocurrido nada, ni siquiera que estuvieran en desacuerdo. Sólo que Bob, que tenía dieciséis años, había comenzado a «salir con una chica», y Kenyon, un año menor y todavía con mentalidad de adolescente sin compromiso, tenía que prescindir de su compañía.
Bob le había dicho:
-Cuando uno tiene mi edad, la cosa cambia. Yo también pensaba como tú: las mujeres, ¿para qué sirven? Pero luego empiezas a hablar con una y es fantástico. Ya lo verás.
Kenyon lo ponía en duda. No podía imaginar que llegara jamás a malgastar ni una sola hora con una chica cuando podía pasarla con un fusil, un caballo, herramientas, maquinaria o hasta con un libro. Si no podía contar con Bob, lo mejor era estar solo; su temperamento no correspondía tanto al hijo del señor Clutter como al hijo de Bonnie, un chico sensible y reservado. Los de su edad lo consideraban estirado, pero lo excusaban diciendo:
-¡Oh, Kenyon! Ese vive en su mundo.
Mientras esperaba que se secara el barniz, pasó a otro trabajo que lo llevó al exterior. Iba a cuidar el jardín de flores de su madre, el adorado recuadro de follaje enmarañado que crecía bajo la ventana de su habitación. Cuando llegó allí, se encontró con uno de los trabajadores que removía la tierra con una pala. Era Paul Helm, el marido de la asistenta.
-¿Viste el coche? -le preguntó Helm.
A sangre fria - Truman Capote
Junto a la leonera, estaba la habitación de la caldera en la que había una mesa llena de herramientas y utensilios en desorden amén de alguno de sus trabajos en curso como un sistema de amplificadores y un viejo gramófono averiado.
Físicamente, Kenyon no se parecía a sus padres. Su pelo corto era color cáñamo, medía metro ochenta y aunque delgado, era lo bastante fuerte como para llevar a cuestas (lo hizo en cierta ocasión), contra ventisca y a tres kilómetros de distancia, un par de ovejas adultas. Sí, era fuerte y robusto, pero con esa falta de coordinación muscular muy propia de los jovencitos espigados. Este defecto, agravado por la imposibilidad de prescindir de las gafas, le impedía tomar parte activa en los deportes de equipo (baloncesto, béisbol), diversión principal de los muchachos que hubieran podido ser sus amigos.
Sólo tenía un amigo íntimo, Bob Jones, hijo de Taylor Jones, cuya finca se hallaba más al oeste, a dos kilómetros de la casa de los Clutter. Allá, por la Kansas rural, los muchachos empiezan a conducir muy pronto y Kenyon sólo tenía once años cuando su padre le dio permiso para que comprara, con dinero que había ganado cuidando ovejas, un viejo camión con motor modelo A, el Vagón Coyote, como él y Bob le llamaban. No muy lejos de la finca River Valley, hay una misteriosa zona de terreno llamada Sand Hills que es como una playa sin océano y por la noche los coyotes se deslizan entre las dunas y se reúnen en manadas para aullar.
En noches de luna clara, los dos chicos conducían el camión contra los coyotes, los ponían en fuga intentando darles alcance, cosa que raramente conseguían, porque un coyote puede correr a ochenta por hora y el camión no pasaba de los cincuenta. Pero, de todos modos, era un juego magnífico: el camión deslizándose sobre la arena y los coyotes huyendo contra la luna; como decía Bob, le ponía a uno el corazón a galope.
Igualmente embriagador, pero más lucrativo, era cazar conejos. Kenyon era un buen tirador y su amigo mejor aún, de modo que entre los dos a veces entregaban medio centenar de conejos a la «fábrica de los conejos», industria de Garden City donde les pagaban diez centavos por cabeza; allí los congelaban y mandaban a los criaderos de visón.
Pero lo que más contaba para Kenyon, y también para Bob, eran aquellos fines de semana, partidas de caza que duraban dos días enteros vagando a la ventura a lo largo de la orilla del río, durmiendo con una manta arrollada al cuerpo, manteniendo el oído atento al rayar el alba para, al primer ruido de alas, irse de puntillas hacia él.
Pero lo mejor de todo, lo más fantástico, pavonearse de vuelta a casa llevando colgada del cinturón una docena de patos que asar para la cena. Últimamente las cosas habían cambiado entre Kenyon y su amigo. No es que hubieran reñido, ni que hubiese ocurrido nada, ni siquiera que estuvieran en desacuerdo. Sólo que Bob, que tenía dieciséis años, había comenzado a «salir con una chica», y Kenyon, un año menor y todavía con mentalidad de adolescente sin compromiso, tenía que prescindir de su compañía.
Bob le había dicho:
-Cuando uno tiene mi edad, la cosa cambia. Yo también pensaba como tú: las mujeres, ¿para qué sirven? Pero luego empiezas a hablar con una y es fantástico. Ya lo verás.
Kenyon lo ponía en duda. No podía imaginar que llegara jamás a malgastar ni una sola hora con una chica cuando podía pasarla con un fusil, un caballo, herramientas, maquinaria o hasta con un libro. Si no podía contar con Bob, lo mejor era estar solo; su temperamento no correspondía tanto al hijo del señor Clutter como al hijo de Bonnie, un chico sensible y reservado. Los de su edad lo consideraban estirado, pero lo excusaban diciendo:
-¡Oh, Kenyon! Ese vive en su mundo.
Mientras esperaba que se secara el barniz, pasó a otro trabajo que lo llevó al exterior. Iba a cuidar el jardín de flores de su madre, el adorado recuadro de follaje enmarañado que crecía bajo la ventana de su habitación. Cuando llegó allí, se encontró con uno de los trabajadores que removía la tierra con una pala. Era Paul Helm, el marido de la asistenta.
-¿Viste el coche? -le preguntó Helm.
A sangre fria - Truman Capote