A SANGRE FRÍA - Truman Capote

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-El parece que no, le daba risa. Pero ya sabes cómo soy yo. Dices «¡Buh!» y al momento me caigo al suelo.

-¿Qué estás comiendo?

-Nada.

-Ya lo sé. Las uñas -dijo Susan adivinándolo. Aunque Nancy ponía todo su empeño, no conseguía quitarse el vicio de morderse las uñas y cuando estaba preocupada, era capaz de hacerlo hasta la carne viva-. Dime, ¿Hay algo que no va?

-No, nada.

-Nancy. C'est moi... -Susan estudiaba francés.

-Bueno..., papá. Hace tres semanas que está de un humor espantoso. Espantoso. Por lo menos conmigo. Y anoche, cuando llegué a casa, volvió a empezar con aquello.

Lo de aquello no necesitaba mayor aclaración. Era algo que las dos amigas habían venido discutiendo a fondo y en lo que estaban de acuerdo. Susan, resumiendo el problema desde el punto de vista de Nancy, dijo una vez:

-Ahora quieres a Bobby y lo necesitas. Pero, en el fondo, hasta Bobby sabe que no vais a llegar a ninguna parte. Más adelante, cuando nosotras dos nos vayamos a Manhattan, todo parecerá como de otro mundo.

La Universidad del Estado de Kansas está en Manhattan y las dos planeaban matricularse en la Facultad de Arte y compartir la misma habitación.

-Todo cambiará entonces, lo quieras o no. Pero ahora tú no puedes cambiar nada, viviendo aquí en Holcomb y viendo a Bobby cada día, yendo a la misma clase. Además, no hay razón para cambiar porque tú y Bobby sois muy felices juntos. Y siempre tendrás algo feliz para recordar si un día te quedas sola. ¿No se lo puedes hacer comprender a tu padre?

No, no podía.

-Porque -como le explicó a Susan- cada vez que empiezo a decirle algo, me mira como si no lo quisiera. O como si lo quisiera menos. Y entonces se me hace un nudo en la lengua y sólo quiero ser su hija y hacer lo que él quiera.

Susan no sabía qué decir a esto; se trataba de un sentimiento y una relación que ella no había experimentado nunca. Ella y su madre, que era profesora de música del colegio, vivían solas, y de su padre, el señor Kidwell, que años atrás, un buen día, en su California nativa, se marchó de casa para no volver más, no se acordaba demasiado.

-Además -continuó diciendo Nancy ahora-, no estoy muy segura de ser yo quien lo pone de mal humor. Hay algo más. Está seriamente preocupado por algo.

-¿Por tu madre?

Ninguna otra amiga de Nancy se hubiera atrevido a hacer semejante pregunta. Pero Susan tenía todos los privilegios. Cuando por primera vez llegó a Holcomb aquella niña de ocho años, uno menos que Nancy, melancólica, imaginativa, esbelta, pálida y sensible, los Clutter la habían adoptado con tanto cariño que la chiquilla de California pronto pasó a ser como de la familia. Durante siete años, las dos amigas habían sido inseparables, insustituibles la una para la otra, gracias a la extraña similitud de sus sensibilidades.

Pero en setiembre, Susan había pasado del colegio local al de Garden City, mayor y considerado también superior hasta el punto de que todos los alumnos de Holcomb que pensaban ingresar en la universidad solían terminar sus estudios en el de Garden City. Pero el señor Clutter, defensor obstinado de la comunidad, consideraba tal defección como una afrenta al espíritu comunitario: el colegio de Holcomb era lo bastante bueno para sus hijos y ellos se quedarían estudiando en él. Por tanto, las dos amigas ya no estaban siempre juntas y durante todo el día Nancy echaba mucho de menos a su compañera, la única persona con quien no necesitaba parecer ni valiente ni reservada.

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-Pero, bueno, estamos todos tan contentos por mamá..., ya sabes la estupenda noticia. - Entonces dijo Nancy-: Oye -y se quedó dudando como buscando fuerzas para decir una enormidad-. ¿Por qué sigo notando olor a tabaco? Te lo aseguro, me parece que estoy volviéndome loca. Entro en un coche, entro en una habitación y es como si alguien acabara de fumarse un cigarrillo. Mamá no es, Kenyon no puede ser. Kenyon jamás se atrevería...

Tampoco era probable que fuera ninguna de las visitas que iban a casa de Clutter donde, con toda intención, no había ni un solo cenicero. Poco a poco, Susan comprendió la alusión: era absurda y ridícula. Cualesquiera fueran sus preocupaciones personales, no podía creer que el señor Clutter buscara secreto alivio en el tabaco. No tuvo tiempo para preguntar si era eso lo que Nancy quería decir porque ésta interrumpió la conversación:

-Perdona, Susie, tengo que dejarte. Acaba de llegar la señora Katz.

Dick iba al volante de un Chevrolet sedán 1949. Al subir, lo primero que hizo Perry fue comprobar si su guitarra estaba sana y salva en el asiento de atrás; la noche anterior, después de haber tocado en una fiesta que dieron unos amigos de Dick, se la había olvidado en el coche. Era una vieja guitarra Gibson, lijada y encerada hasta conseguir un reluciente tono miel. A su lado, yacía otra clase de instrumento: una escopeta de repetición calibre doce, nueva, flamante, de cañón azulado y con una escena de caza -una bandada de faisanes volando- grabada en la culata. Una linterna eléctrica, una cuchilla para escamar pescado, un par de guantes de piel y una chaqueta de cazador provista de cartuchos, contribuían a dar ambiente a aquella naturaleza muerta.

-¿Te pones esto? -preguntó Perry, refiriéndose a la chaqueta.

Dick golpeó el parabrisas con los nudillos.

-Pam, pam. Perdone, señor. Estábamos cazando por aquí y nos hemos perdido. Si nos permite telefonear...

-Sí, señor. Yo comprendo1.

-Coser y cantar -dijo Dick-. Estate tranquilo, rico, que quedarán pegados contra las «parés».

-Paredes -corrigió Perry.

Maniático del diccionario, amante de las palabras difíciles, venía dedicándose a mejorar la gramática y aumentar el léxico de su compañero desde que les hicieron compartir la misma celda de la Penitenciaría del Estado de Kansas. Lejos de tomar a mal las lecciones, el alumno, para complacer al maestro, había compuesto una serie de poesías y si bien los versos eran francamente obscenos, Perry, que los encontró graciosísimos, había hecho encuadernar el manuscrito en el taller de la prisión y rotularlo en oro Chistes verdes.

Dick llevaba un mono azul en el que, detrás, había unas letras bordadas que decían Carrocería Bob Sands. Recorrieron en el coche la calle principal de Olathe hasta llegar al establecimiento de Bob Sands, un taller de reparación de coches donde Dick trabajaba desde mediados de agosto cuando salió de la penitenciaría. Mecánico excelente, ganaba sesenta dólares a la semana.

1 En castellano en el original. (N. del T.)



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No esperaba pago alguno por el trabajo que pensaba hacer aquella mañana, pero el señor Sands, que los sábados le confiaba el establecimiento, no sabría nunca que aquella mañana le estaba pagando para que, en vez de trabajar, revisara su propio coche. Con la ayuda de Perry, puso manos a la obra. Cambiaron el aceite, regularon el embrague, cargaron la batería, cambiaron un cojinete estropeado y pusieron neumáticos nuevos en las ruedas traseras, todo imprescindible, porque entre aquel día y el siguiente, el viejo Chevrolet tendría que llevar a cabo una verdadera hazaña.

-Mi padre andaba por allí -le dijo Dick a Perry que quería saber por qué había llegado tarde a la cita que tenían en el Joyita-. No quería que me viera sacar la escopeta de casa. Cristo, se hubiera dao cuenta de que le estaba explicando un cuento.

-Dado. ¿Y qué le has dicho al final?

-Lo que acordamos. Que esta noche nos íbamos a ver a tu hermana a Fort Scott. Porque ella tiene dinero tuyo. Mil quinientos dólares.

Perry tenía una hermana y había tenido dos, pero la que sobrevivía no vivía en Fort Scott, pequeña ciudad de Kansas a ciento cuarenta kilómetros de Olathe. La verdad es que no sabía con certeza dónde vivía ahora.

-¿Se lo tomó mal?

-¿Por qué iba a tomárselo mal?

-Porque a mí no me puede ver -contestó Perry, cuya voz era suave y afectada al mismo tiempo, una voz dulce pero que formaba cada palabra con exactitud y la emitía como un aro de humo salido de la boca de un clérigo-. Ni tu madre tampoco. Lo comprendí por su modo de mirarme.

Dick se encogió de hombros.

-No tiene que ver contigo. No es porque seas tú. Es que no les gusta verme con uno que haya estado allá dentro.

Casado dos veces, dos veces divorciado, de veintiocho años, y padre de tres chicos, Dick había conseguido la libertad bajo palabra a condición de vivir con sus padres; la familia, que incluía a un hermano menor, vivía en una pequeña granja cerca de Olathe.

-Con nadie que lleve la marca de la cofradía -añadió tocándose un puntito azul tatuado bajo el ojo izquierdo, distintivo y santo y seña visible, por el que ciertos ex presidiarios podían identificarlo.

-Lo comprendo -dijo Perry-. No puedo dejar de comprenderlo. Son buena gente. Tu madre, de verdad, es muy simpática.

Dick asintió con la cabeza. El también lo creía.

A mediodía dejaron las herramientas y Dick aceleró el motor y se quedó escuchando su zumbido regular, satisfecho de haber hecho un buen trabajo.

Nancy y su protegida Jolene también estaban satisfechas con su trabajo de aquella mañana; es más, esta última, una delgada muchacha de trece años, rebosaba orgullo. Durante un buen rato se quedó contemplando aquella obra digna de un premio: las cerezas, recién salidas del horno, hervían aún debajo del crujiente enrejado de pasta, hasta que Jolene, sin poder contenerse más, abrazó a Nancy y le dijo:

-En serio, ¿de veras lo he hecho yo?

Nancy se echó a reír, le devolvió el abrazo y le aseguró que sí, que lo había hecho ella sola... con un poquitín de ayuda.


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Jolene insistió en que probaran la tarta inmediatamente, porque era una tontería esperar a que se enfriase.

-Anda, por favor, comamos un trocito cada una. Y usted también -añadió dirigiéndose a la señora Clutter, que acababa de entrar en la cocina.

La señora Clutter sonrió o intentó sonreír. Le dio las gracias pero tenía mucho dolor de cabeza y nada de apetito. En cuanto a Nancy, no tenía tiempo: Roxie Lee Smith y su solo de trompeta la estaban esperando y luego había de hacer los encargos de su madre, uno para la fiesta de presentación de regalos de boda que las jóvenes de Garden City organizaban para Beverly y otro para la próxima festividad del Día de Acción de Gracias.

-No te preocupes, querida, y márchate. Yo le haré compañía a Jolene mientras espera a que su mamá venga a buscarla -dijo la señora Clutter, y luego, dirigiéndose a la niña, añadió con su invencible timidez-: Si a Jolene no le molesta hacerme compañía a mí.

De joven, llegó a ganar un premio de elocución pero los años, al parecer, habían reducido su voz a un solo tono, el de la excusa, y su personalidad, a una serie de gestos confusos y evasivos que traducían su temor a ofender y desagradar.

-Supongo que te harás cargo -continuó diciendo cuando su hija se hubo marchado-. Espero que no pensarás que Nancy ha sido poco cortés contigo.

-Eso sí que no, por Dios. Me dejaría matar por ella. Bueno, lo mismo que todos. No hay nadie como ella. ¿Sabe usted lo que dice la señora Stringer? -prosiguió Jolene, aludiendo a la profesora de economía doméstica-. Pues un día en clase dijo: «Nancy Clutter siempre tiene prisa pero siempre tiene tiempo. Y ésta es la definición de una verdadera señora».

-Sí -replicó la señora Clutter-. Todos mis hijos son muy capaces. A mí no me necesitan para nada.

Era la primera vez que Jolene se quedaba a solas con la «rara» madre de Nancy, pero a pesar de todo lo que había oído, se encontraba a gusto con ella porque la señora Clutter, aunque siempre nerviosa, tenía esa facultad de no poner nerviosos a los demás, propia, en general, de las personas indefensas que nada tienen de agresivas, de manera que incluso una criatura tan infantil como Jolene se sentía llena de protectora compasión hacia quien, como la señora Clutter, llevaba siempre el corazón en la mano, tenía cara de misionero y aire desvalido, sencillo y etéreo. ¡Y pensar que era la madre de Nancy! Que fuera tía suya, pase, una tía solterona que estaba de visita y era un poquillo rara pero «simpática».

-No, no me necesitan para nada -repitió, sirviéndose una taza de café.

Aunque todos los otros miembros de la familia boicoteaban esta bebida a imitación de su esposo, ella bebía un par de tazas todas las mañanas y con frecuencia era lo único que tomaba en todo el día. Pesaba cuarenta kilos. Los anillos, la sortija de boda y otro con un brillante modesto hasta la humildad, bailaban en sus dedos huesudos.

Jolene cortó un pedazo de tarta.

-¡Qué rica! -exclamó engulléndola voraz-. Voy a hacer una cada uno de los siete días de la semana.

-Claro, tienes tantos hermanitos, y los niños siempre comen buenos pedazos de tarta. Ni mi marido ni Kenyon se cansan de comer tarta, pero la cocinera sí, acaba por arrugar la nariz. Y a ti te ocurrirá lo mismo. No, no, ¿por qué dije semejante cosa?

La señora Clutter, que llevaba gafas sin montura, se las sacó y se apretó los ojos.

-Perdóname, hija. Estoy segura de que nunca sabrás lo que es sentirse cansada. Estoy segura de que tú serás siempre muy feliz...


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Jolene no dijo nada. Aquella nota de pánico en la voz de la señora Clutter había hecho cambiar su estado de ánimo. Jolene no sabía qué decir y solamente deseaba que su madre, que había prometido ir a buscarla a las once, llegara cuanto antes.

Luego, un poco más calmada, la señora Clutter le preguntó:

-¿Te gustan las miniaturas? ¿los objetos pequeñitos?

Y llevó a Jolene al comedor para que viera una consola en cuyos estantes había un montón de fruslerías liliputienses: tijeras, dedales, cestos de flores de cristal, minúsculos muñecos, tenedores y cuchillos.

-Algunos los tengo desde niña. Mi papá y mi mamá, todos nosotros, vivíamos parte del año en California. Junto al océano. Y había una tienda donde vendían maravillas como éstas. Estas tacitas -un minúsculo juego de té dispuesto sobre una bandeja, tembló en la palma de su mano- me las regaló mi padre. De niña fui muy feliz.

Hija única de un próspero cultivador de trigo llamado Fox y hermana adorada de tres hermanos mayores que ella, pasó una niñez, no mimada, pero protegida imaginando que la vida era una secuencia de hechos agradables: otoños en Kansas y veranos en California. Una vida de tomar el té. Cuando tenía dieciocho años, fascinada por la biografía de Florence Nightingale, se matriculó en un curso de enfermería en el Hospital de Santa Rosa de Greta Bend, Kansas. No tenía condiciones para ser enfermera y, al cabo de dos años, tuvo que admitirlo: la realidad de un hospital, sus dramas, sus olores, la ponían enferma. Sin embargo, hasta la fecha, seguía lamentando no haber terminado aquellos estudios ni conseguido el título, aunque sólo fuera «para demostrar -como le había dicho en cierta ocasión a una amiga suya- que por lo menos una vez en la vida había tenido éxito en algo».

En cambio, conoció a Herb y se casó con él. Herb era compañero de universidad de Glenn, su hermano mayor. La verdad era que, como las dos familias vivían a menos de treinta metros, hacía tiempo que lo conocían de vista, pero los Clutter, simples agricultores, no mantenían relación social con los acaudalados y cultos Fox. Pero Herb era guapo, religioso y muy voluntarioso, la quería y ella estaba enamorada.

-El señor Clutter viaja mucho -siguió diciéndole a Jolene-. ¡Oh, siempre se tiene que ir a alguna parte! A Washington, a Chicago, a Oklahoma, a Kansas City. A veces me da la impresión de que no está nunca en casa. Pero dondequiera que vaya, siempre se acuerda de lo mucho que me gustan las miniaturas. -Abrió un diminuto abanico de papel-. Esto me lo trajo de San Francisco. Sólo vale unos centavos, pero ¿verdad que es bonito?

Al segundo año de casada, nació Eveanna y, tres años más tarde, Beverly. Después de cada parto, la joven madre se sentía presa de un inexplicable abatimiento, de una crisis de tristeza que la llevaba a pasearse de una habitación a otra retorciéndose las manos, aturdida. Entre el nacimiento de Beverly y el de Nancy transcurrieron otros tres años y ésos fueron los años de los picnics dominicales y las excursiones al Colorado, años en que ella llevaba la casa y se sentía el centro feliz de su hogar. Pero con Nancy y luego con Kenyon, las depresiones postparto se repitieron y, después del nacimiento de su hijo, la infelicidad que la dominaba no desapareció ya nunca más; era como una nube en el horizonte, que podía traer o no la lluvia.

Tenía algún «día bueno» que en contadas ocasiones sumaban una semana, un mes, pero ni en los mejores de sus días buenos, cuando volvía a ser «la de antes», la afectuosa y simpática Bonnie que sus amigos adoraban, lograba la energía y vitalidad social que exigían las actividades, siempre en aumento, de su marido. El era sociable, un «jefe nato». Ella no y renunció a intentar serlo. Y así, por caminos bordeados de tiernas miradas y con una fidelidad íntegra y total, comenzaron a discurrir sus sendas separadas, la de él, una senda pública, una marcha de satisfactorias conquistas; la de ella, una senda apartada y solitaria, que eventualmente recorrería los pasillos de hospital.

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Pero no carecía de esperanzas. La fe en Dios le daba fuerzas y, de vez en cuando, acontecimientos terrenos complementaban su fe en su infinita misericordia: leía acerca de un milagroso medicamento, oía hablar de una nueva terapéutica o, como acababa de ocurrir, decidía creer que todo se debía a un «nervio atenazado».

-Los objetos pequeñitos le pertenecen a uno del todo -dijo cerrando el abanico-. No hay que dejarlos: siempre se pueden llevar; caben en una caja de zapatos.

-¿Llevarlos adonde?

-Pues adondequiera que vayas. Puede que un día tengas que pasar mucho tiempo fuera de tu casa.

Algunos años atrás, la señora Clutter tuvo que ir a Wichita para un tratamiento de dos semanas y pasó allí dos meses. Por consejo de un médico que creyó que aquella experiencia la ayudaría a recuperar «la sensación de bastarse a sí misma y de ser útil», tomó un piso y buscó trabajo. La admitieron en la YWCA1 en la sección de ficheros. Su esposo, completamente de acuerdo, la animó en la aventura; pero a ella le gustó mucho, tanto que le pareció poco cristiano y el sentimiento de culpabilidad que despertó en ella fue mayor que el valor terapéutico del experimento.

-O quizá no regreses jamás a tu casa. Y... siempre es importante tener algo propio consigo. Estas cosas nos pertenecen, sin discusión.

Llamaron al timbre. Era la madre de Jolene.

La señora Clutter le dijo:

-Adiós, hija -y apretó el abanico de papel en la mano de Jolene-. Sólo vale unos centavos... pero es bonito.

Después, la señora Clutter quedó sola en la casa. Kenyon y Herb estaban en Garden City. Gerald van Vleet había terminado su trabajo. La bendita señora Helm, la asistenta doméstica a la que podía confiarle todo, no iba los sábados. Podía volverse a la cama, a aquella cama que tan raramente abandonaba, hasta el punto que la pobre señora Helm tenía que librar una batalla para cambiar las sábanas dos veces por semana.

En el piso superior había cuatro dormitorios; el suyo estaba al extremo de un espacioso vestíbulo en el que no había más que una cuna, comprada para las visitas de su nieto. Si se traían literas y el vestíbulo se empleaba como dormitorio, la señora Clutter calculaba que la casa podía albergar a veinte invitados durante la festividad de la Acción de Gracias; los demás tendrían que acomodarse en el motel o en casa de algún vecino. Era tradición, cada año repetida, que el Día de Acción de Gracias los Clutter se reunieran en pleno en casa de uno de sus miembros, y como aquel año le tocaba a Herb hacer de anfitrión, no había más remedio que tenerlo todo dispuesto.

Pero como esto coincidía con los preparativos de la boda de Beverly, la señora Clutter no estaba segura de lograr sobrevivir a ambos proyectos. Los dos exigían tomar muchas decisiones, algo que ella detestaba y que la vida le había enseñado a temer, porque cuando su marido salía de viaje, todos pretendían que ella tomara decisiones de emergencia sobre cosas de la finca que no podían esperar y eso le resultaba intolerable, una auténtica tortura. ¿Y si se equivocaba? ¿Y si hacía algo que luego le parecía mal a Herb? Lo mejor era encerrarse con llave en su cuarto y pretender no oír nada o sencillamente decir:

-No puedo. No sé. Por favor.

La habitación que tan raramente abandonaba era austera; si la cama estaba hecha, un extraño hubiera imaginado que no la ocupaba nadie. Una cama de roble, un escritorio de nogal, una mesita de noche. Nada más, salvo lámparas, la cortina de una ventana y una

1 Asociación Cristiana de Jóvenes. (N. del T.)

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imagen de Jesús caminando sobre las aguas. Era como si, manteniendo aquella habitación impersonal, no teniendo en ella sus objetos íntimos sino dejándolos en la del esposo, atenuase la culpa de no compartir sus dominios. El único cajón que usaba del escritorio contenía un frasco de Vick's Vaporub, un paquete de Kleenex, una esterilla eléctrica, unos cuantos camisones blancos y calcetines de algodón. Para meterse en cama se ponía siempre calcetines porque invariablemente tenía frío. Y por la misma razón, mantenía la ventana siempre cerrada.

Dos veranos atrás, un sofocante domingo de agosto por la mañana, estando recluida en su cuarto, había ocurrido un incidente desagradable. Tenían invitados, un grupo de amigos que se había reunido en la casa para ir luego a coger moras. Entre ellos estaba Wilma Kidwell, la madre de Susan. Como la mayoría de personas que frecuentaban la casa de los Clutter, la señora Kidwell aceptaba sin comentarios la ausencia del ama de casa y daba por supuesto que estaba «indispuesta» o «allá en Wichita». Aquel día, cuando llegó el momento de ir por moras, la señora Kidwell se excusó, mujer de ciudad se cansaba en seguida de andar por el campo. Al cabo de un rato de estar en la casa, oyó un llanto desconsolado y desconsolador.

-¿Bonnie? -llamó, y corrió escaleras arriba cruzando el vestíbulo, hasta llegar a la puerta de la habitación de Bonnie.

Abrió la puerta y la sofocante atmósfera de la habitación fue como una terrible mano que de pronto le tapara la boca. Corrió a abrir la ventana.


-¡No! -gritó Bonnie-. No tengo calor. Tengo frío. Estoy helada. ¡Señor! ¡Señor! ¡Señor! -y agitando los brazos continuó-: Te lo ruego, Señor. No dejes que nadie me vea en este estado.

La señora Kidwell se sentó en la cama. Quería tomar a Bonnie en sus brazos y al final Bonnie dejó que lo hiciera.

-Wilma -le dijo-. Os he estado escuchando, Wilma. A todos vosotros. ¡Cómo os reíais! ¡Cómo os divertíais! Yo me lo pierdo todo. Los años mejores, los niños... todo. Un poco más, y Kenyon habrá crecido, será un hombre. ¿Y cómo me recordará? Como una especie de fantasma, Wilma.

Hoy, en el último día de su vida, la señora Clutter guardó en el armario la bata de cretona que llevaba puesta, se puso uno de sus largos camisones y un par de calcetines blancos limpios. Antes de acostarse, se cambió las gafas normales por las de lectura. A pesar de que estaba suscrita a varias revistas (al Ladies'Home Journal, al McCall's, al Reader's Digest y al Together; Midmonth Magazine for Methodist Families) no tenía ninguna en su mesita de noche. Sólo una Biblia entre cuyas páginas, un marcador de seda rígida y desvaída tenía bordada la inscripción: «Atiende, ora y vigila, porque no sabes cuándo te llegará la hora.”

Los dos jóvenes tenían poco en común pero no lo sabían porque coincidían en ciertos rasgos superficiales. Los dos eran exigentes, exagerados con la higiene y siempre estaban pendientes de la pulcritud de sus uñas. Después de toda una mañana con el mono puesto, trabajando como mecánicos, pasaron casi una hora emperifollándose en el lavabo del garaje. El Dick en paños menores era distinto del Dick vestido.

Con ropa parecía un joven debilucho, rubio, de estatura corriente, descarnado y hasta hundido de pecho. Desnudo demostraba ser todo lo contrario: un atleta de peso ligero. Una cara de gato, azul y enseñando los dientes, tatuaba su mano derecha y una rosa azul florecía en uno de sus hombros.

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Otros dibujos realizados y tatuados por su propia mano adornaban brazos y torso: la cabeza de un dragón con un cráneo entre las abiertas fauces, desnudos de mujer de pecho opulento, un diablillo que empuñaba una horca, la palabra PAZ acompañada de una cruz que irradiaba santa luz en forma de trazos gruesos, y dos composiciones sentimentales: un ramillete de flores dedicado a Papá y Mamá y la otra un corazón que conmemoraba el idilio entre Dick y Carol, la chica con quien se casó a los diecinueve años y de la que se había separado seis años después para «hacer lo que tenía que hacer» con otra muchacha, madre de su último hijo. («Tengo tres hijos y mi intención es hacerme cargo de ellos -había escrito en su solicitud de libertad bajo palabra-. Mi primera mujer se ha vuelto a casar. Yo me he casado dos veces, pero no quiero saber nada de mi segunda mujer.»)

Pero ni el físico de Dick ni la galería a pluma que lo adornaba producían la singular impresión de su rostro, que parecía compuesto de partes dispares. Era como si le hubieran partido la cabeza en dos, como una manzana, y luego hubieran juntado otra vez las dos partes pero un poco descentradas. Algo así había ocurrido. La imperfecta alineación de sus rasgos se debía a un accidente de automóvil que había tenido en 1950; su rostro alargado y estrecho resultó alterado, el lado izquierdo le quedó sensiblemente más bajo que el derecho y, por lo tanto, los labios un poco oblicuos, la nariz sesgada y los ojos no sólo a distinto nivel sino de distinto tamaño, el izquierdo con una mirada furtiva de reptil, venenosa, maligna, que, aunque adquirida involuntariamente, era como una advertencia acerca del amargo sedimento posado en el fondo de su naturaleza. Sin embargo Perry le decía:

-A ese ojo no le des importancia porque tienes una sonrisa maravillosa. Una de esas sonrisas que logran lo que quieren.

Era verdad.

La contracción muscular de la sonrisa restituía al rostro sus proporciones, su equilibrio y ponía de manifiesto una personalidad menos desconcertante, la de un «buen chico» americano, con el pelo al cepillo, bastante sensato y no demasiado inteligente. (En realidad era muy inteligente. Un test que le hicieron en la cárcel le dio un 130, siendo la media, en prisión y fuera de ella, de 90 a 110.)

Perry estaba también lisiado y las heridas que había sufrido en un accidente de moto eran más graves que las de Dick. Tuvo que pasarse medio año en el Hospital del Estado de Washington y otros seis meses llevando muletas. Y aunque el accidente había ocurrido en 1952, como sus piernas de enano, cortas y rechonchas, habían sufrido cinco fracturas, las múltiples cicatrices le causaban todavía dolores tan agudos que se drogaba con aspirina. Si bien tenía menos tatuajes que su compañero, estaban más elaborados pues no eran producto de la mano del aficionado que se tatúa a sí mismo, sino obras de arte realizadas por los maestros de Honolulu y Yokohama.

En su bíceps derecho, el nombre de una enfermera, COOKIE, con la que trabó amistad durante su estancia en el hospital. En el bíceps izquierdo, un tigre de pelo azul, ojos anaranjados y fauces escarlata. Una serpiente con la boca abierta, enroscada en un puñal, le recorría el antebrazo, y en otros puntos de su cuerpo lucían calaveras, se perfilaban tumbas, florecían crisantemos.

-Ya vale, hermosura. Deja ya el peine -ordenó Dick vestido, y a punto de salir.

En vez del mono de mecánico, llevaba ahora pantalones grises de soldado, camisa haciendo juego y, al igual que Perry, botas negras de media caña. Perry, que nunca lograba dar con pantalones a medida de la raquítica parte inferior de su cuerpo, llevaba tejanos arremangados y una chaqueta de cuero. Pulidos, peinados, atusados como dos galanes que acuden a una doble cita, se dirigieron al coche.

La distancia entre Olathe, suburbio de la ciudad de Kansas y Holcomb, que podría ser considerada un suburbio de Garden City, es poco más o menos de seiscientos kilómetros.

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Garden City, población de once mil habitantes, había comenzado a acoger a sus fundadores poco después de la guerra civil. Un cazador ambulante de búfalos, C. J. (Buffalo) Jones, tuvo influencia decisiva en la evolución de aquel grupo de casuchas y postes para atar cabalgaduras que se convirtió en un opulento centro de haciendas con saloons donde armar alboroto, un teatro y el más refinado hotel entre Kansas City y Denver. Era, en resumen, un ejemplo de refinamiento fronterizo que podía rivalizar con aquel otro más famoso, que se halla a ochenta kilómetros más al este: Dodge City. Junto con Buffalo Jones, que perdió primero su dinero y luego la cabeza (pasó los últimos años de su vida arengando a grupos callejeros contra el irreflexivo exterminio de unos animales que él tan provechosamente había sacrificado), los esplendores del pasado duermen hoy en la tumba.

Escasos recuerdos perduran: una colorida hilera de comercios conocidos con el nombre de Barrio Buffalo y el que fue, en otros tiempos, magnífico Hotel Windsor, con sus aún soberbios salones de techo alto y su ambiente de lujosas escupideras y palmeras enmacetadas, preside el centro histórico, la calle Mayor entre tiendas diversas y supermercados, y si se ve poco frecuentado es porque el Windsor, con sus enormes habitaciones oscuras y sus corredores llenos de ecos, por evocadores que sean, no puede competir con las comodidades y el aire acondicionado que ofrece el pequeño y elegante Hotel Warren ni con el Motel Wheat Land que tiene aparato de televisión en todas las habitaciones y piscina de agua caliente.

Todo el que haya cruzado los Estados Unidos de costa a costa, en tren o en coche, ha pasado probablemente por Garden City, pero es de suponer que pocos viajeros la recuerden. Es otra ciudad, ni grande ni pequeña, situada casi exactamente en el centro de Estados Unidos. Sus habitantes no tolerarían semejante opinión... quizá con razón. Aunque muchos exageran («Busque en el mundo entero y no hallará gente más cordial, ni aire más puro ni agua mejor» y «En Denver podría ganar el triple pero tengo cinco chiquillos y creo que este lugar es ideal para los niños: óptimos colegios con toda clase de deportes y hasta uno donde cursar los dos primeros años de universidad» y «Vine aquí para hacer práctica en leyes. Por una temporada. Nunca pensé en quedarme. Pero cuando tuve ocasión de pedir el traslado pensé: ¿por qué voy a marcharme? ¿Para qué diablos? Quizás esto no sea Nueva York, pero ¿quién quiere ir a Nueva York? Buenos vecinos, gente que se preocupa de su prójimo, eso es lo que de veras cuenta.

Y todo cuanto un hombre decente puede desear lo tenemos aquí también: bellísimas iglesias y un campo de golf»), el recién llegado a Garden City, cuando se ha habituado al silencio a partir de las ocho de la noche, descubre elementos que justifican las baladronadas de sus habitantes: una biblioteca pública bien dirigida, un competente periódico, plazas umbrías de verde césped, tranquilas zonas residenciales donde niños y animales pueden correr sin peligro, un enorme parque para pasear, provisto de su pequeño zoo («Vean los osos polares», «Vean a la elefante Pennie») y de una piscina que ocupa varios acres («la mayor piscina gratuita del mundo»). Tales accesorios, junto con el polvo, los vientos y los continuos silbidos de los trenes, constituyen eso que se llama «patria chica», probablemente recordada con nostalgia por aquellos que la dejaron y que da, a los que quedaron en ella, sensación de estabilidad y satisfacciones.

Sin excepción, los habitantes de Garden City niegan que la población esté dividida en clases sociales («No señor. Nada de eso. Todos iguales, cualquiera que sea la posición económica, la religión o la raza. Tal como debe ser en una democracia, así somos nosotros»). Pero, claro está, las diferencias de clases son tan claramente observadas y tan manifiestamente observables como en cualquier otro enjambre humano. Ciento sesenta kilómetros al oeste, el visitante se hallaría fuera de la «Zona de la Biblia», esa faja de tierra americana obsesionada por el evangelio, en la que un hombre debe, aunque sólo sea por razones prácticas, tomarse la religión muy en serio. Pero Finney County está dentro de la «Zona de la Biblia» y, por consiguiente, pertenecer a una determinada Iglesia es un factor decisivo para la categoría social de un individuo.


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Una mezcla de baptistas, metodistas y católicos representa el ochenta por ciento de los fieles, pero en la élite (hombres de negocios, banqueros, abogados, médicos y los terratenientes más pudientes), entre los que ocupan los puestos directivos, predominan los presbiterianos y los episcopales. Algún que otro metodista se acepta bien y lo mismo algún que otro demócrata, pero en conjunto el círculo más influyente está constituido por republicanos de extrema derecha que profesan la fe presbiteriana o la episcopal.

Como hombre culto y próspero en su profesión, eminente republicano y líder de su Iglesia, aunque fuera la Iglesia metodista, el señor Clutter tenía derecho a un puesto entre los patricios del lugar; pero, del mismo modo que nunca había sido socio del Country Club de Garden City, tampoco intentó entrar en el corrillo del poder. Por el contrario, no le gustaban las costumbres de aquel ambiente: no le interesaban las partidas de cartas, ni el golf, ni los cócteles, ni las cenas frías de las diez. A decir verdad no le gustaba ningún pasatiempo en el que, a su parecer, no se «realizara algo».

Por esta razón, en lugar de dedicarse a jugar al golf aquel soleado sábado, Clutter presidía una reunión del club 4-H de Finney County (cuatro H que representaban «Head, Heart, Hands, Health1», se trata de una organización nacional con ramificaciones al otro lado del océano y cuyo propósito es, bajo el lema de «Aprendamos a hacer, haciendo», ayudar a los habitantes de zonas rurales, y particularmente a los jóvenes, a desarrollar el talento práctico y una sana moral. Nancy y Kenyon, desde los seis años, eran miembros asiduos). Hacia el final de la reunión, el señor Clutter anunció:

-Ahora quisiera decir algo acerca de uno de nuestros socios adultos. -Sus ojos señalaron a una mujer rechoncha, japonesa, rodeada de cuatro niños japoneses y rechonchos-. Todos conocéis a la esposa de Hideo Ashida. Sabéis que los Ashida llegaron aquí hace dos años, procedentes de Colorado, y arrendaron unas tierras en las afueras de Holcomb y sabéis también que son una excelente familia, y Holcomb se siente dichosa de contarlos entre sus habitantes.

Todo esto lo sabe muy bien cualquiera, cualquiera que haya estado enfermo y haya visto llegar a la señora Ashida, quién sabe desde qué distancia, con una de las maravillosas sopas que ella sabe hacer o con las flores que logra cultivar donde nadie diría que una flor pudiera subsistir. Y recordemos en qué grado el año pasado contribuyó en la feria para que el pabellón del 4-H fuera un éxito. Por todo lo cual, quisiera proponer que el próximo martes, en el banquete anual, ofreciéramos a la señora Ashida una prueba de nuestro reconocimiento.

Sus hijos le tiraban del vestido, la apretujaban y el mayor gritó:

-¡Eh, mamá! ¡Esa eres tú!

Pero la señora Ashida era tímida; se frotaba los ojos con sus manos gordezuelas y reía. Era la mujer del aparcero de una hacienda particularmente solitaria y azotada por todos los vientos, a medio camino entre Garden City y Holcomb. Después de las reuniones del 4-H, Clutter solía llevar a los Ashida a su casa y así lo hizo también aquel día.

-¡Caramba, vaya sobresalto! -dijo la señora Ashida mientras recorrían la carretera 50 en la camioneta de Clutter-. Por lo que parece, siempre tengo que estar dándole las gracias por algo, Herb. De todos modos, gracias.

Lo había conocido al segundo día de llegar a Finney County. Era la vigilia de Halloween2 y Herb fue con Kenyon a visitarlos y llevarles una carretada de calabacines y calabazas.

1 Inteligencia, corazón, manos, salud. (N. del T.)

2 Vigilia de Todos los Santos (31 de octubre) que los niños celebran disfrazándose y yendo de casa en casa pidiendo golosinas. La máscara típica es una calabaza con agujeros que simulan ojos y boca iluminados desde su interior por una vela. (N. del T.)

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Durante aquel duro primer año, los Ashida se vieron obsequiados con productos que todavía no habían plantado: cestas de espárragos, lechugas. Además, Nancy llevaba muchas veces a Babe para que los chiquillos cabalgaran.

-¿Sabe usted? En muchos aspectos, éste es el mejor lugar en que hemos vivido. Hideo dice lo mismo. Nos duele muchísimo tener que marcharnos. Empezar de nuevo.

-¿Se marchan? -protestó el señor Clutter, reduciendo la marcha.

-Sí, Herb. Esta finca, la gente para la que trabajamos... Hideo cree que podríamos encontrar algo mejor. Quizás en Nebraska. Pero todavía no hemos decidido nada. Sólo estamos hablándolo.

Su voz cordial, siempre dispuesta a la risa, hizo que la melancólica noticia pareciese casi alegre; sin embargo, la mujer, viendo que había entristecido al señor Clutter, cambió de conversación.

-Herb, déme una opinión masculina -dijo-. Los niños y yo hemos venido ahorrando y queremos hacerle a Hideo un buen regalo para Navidad. Lo que más falta le hace son los dientes. Dígame, Herb, si su mujer le regalara tres dientes de oro, ¿le parecería mal? Quiero decir, ¿está mal hacerle pasar a un hombre la Navidad sentado en la silla de un dentista?

-No hay dos como usted. No intenten siquiera marcharse de aquí: les ataremos de pies y manos -contestó el señor Clutter-. Sí, sí; no lo duden; dientes de oro. Si fuera yo, me encantaría.

Su reacción hizo feliz a la señora Ashida, que sabía que no hubiese aprobado la idea si no la hubiera creído buena. Era todo un caballero. Nunca le había visto «dárselas de gran señor», ni aprovecharse de una circunstancia, ni dejar de cumplir una promesa. Intentó arrancarle una.

-Óigame, Herb. En el banquete... nada de discursos, ¿eh? No me gustan. Usted, usted es distinto. Usted puede levantarse y ponerse a hablar a centenares de personas. A miles. Le es tan fácil... convencerles de cualquier cosa. Nada le asusta -murmuró comentando una cualidad del señor Clutter que nadie ponía en duda. Aquella impávida seguridad en sí mismo que si por un lado suscitaba respeto, por otro ponía trabas al afecto que otros pudieran sentir por él-. No puedo imaginarlo asustado. Suceda lo que suceda, usted siempre saldrá bien librado.

A media tarde el Chevrolet negro había llegado a Emporia, un pueblo de Kansas, grande casi como una ciudad y lugar seguro, o así lo habían decidido los ocupantes del coche, para efectuar algunas compras. Aparcaron el coche en una calle lateral y luego anduvieron hasta dar con unos almacenes convenientemente atestados de gente.

La primera adquisición fue un par de guantes de goma; eran para Perry que había olvidado los suyos. Pero Dick no.

Luego se acercaron a un mostrador donde se exhibían medias de señora. Tras un corto titubeo, Perry dijo-Creo que servirán.

Dick no estaba de acuerdo.

-¿Y mi ojo, qué? Son todas demasiado claras para que no se vea mi ojo.

-Señorita -llamó Perry para atraer la atención de la dependienta-. ¿No tiene medias negras?

Les contestó que no, y les propuso que probaran en otra tienda. -El negro no puede fallar.



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Pero Dick tenía su decisión tomada: las medias, del tono que fueran, eran innecesarias, un estorbo, un gasto inútil. («He invertido ya bastante dinero en esta operación.») Además, ninguno de aquellos con quienes pudieran tropezarse, viviría para servir de testigo:

-Nada de testigos -le recordó a Perry por lo que le pareció la milésima vez.

El modo como Dick pronunciaba aquellas palabras, como si solucionaran todos los problemas, le encendía la sangre: era estúpido no querer admitir que podría haber un testigo que ellos no vieran.

-Las cosas no salen siempre como uno quiere, a veces salen al revés -arguyó.

Pero Dick, con su jactanciosa sonrisa de muchacho travieso, no estaba de acuerdo.

-No te asustes, hombre. Que no hay nada que pueda salir mal.

No. Porque el plan era de Dick, calculado a la perfección desde la primera pisada hasta el silencio final.

A continuación pasaron a interesarse por cuerdas. Perry examinó, probándolas, las que tenían. Como había trabajado en la Marina Mercante, entendía de cuerdas y sabía hacer buenos nudos. Escogió una cuerda blanca de nylon, tan fuerte como el alambre y no mucho más gruesa. Discutieron sobre cuántos metros necesitarían. La cuestión irritó a Dick porque ponía de manifiesto que a pesar de la declarada perfección de todo aquel proyecto suyo, había algo incierto, ya que no podía dar una cifra exacta. Finalmente exclamó:

-Cristo, ¿cómo diablos quieres que lo sepa? -Mejor que lo sepas, puñeta.
Dick hizo un esfuerzo.

-Está él. Ella. El chico y la chica. Y puede que las otras dos. Pero es sábado. Quizás haya invitados. Contemos que sean ocho incluso doce. Lo único seguro es que tendrán que desaparecer todos.

-Me parecen muchos. Para que estés tan seguro.
-¿Y no fue eso lo que te prometí, rico? ¿Que los reventaríamos contra las paredes? Perry se encogió de hombros.
-Entonces mejor será que compremos un rollo entero.
Eran noventa metros. Más que suficiente para doce.

Kenyon había hecho aquella cómoda él mismo: una cómoda de caoba forrada de cedro que pensaba darle a Beverly como regalo de boda. Ahora, allí, en lo que llamaban la leonera del sótano, le daba la última mano de barniz. La leonera, una dependencia con suelo de cemento que se extendía a toda la anchura de la casa, estaba amueblada casi exclusivamente con muestras de su trabajo de carpintería (estanterías, mesas, taburetes, una mesa de ping- pong) y con las labores de Nancy (fundas de zaraza que rejuvenecían un decrépito diván, cojines que llevaban las inscripciones: «¿Feliz?» y «No es preciso estar loco para vivir aquí, pero facilita las cosas»).

Nancy y Kenyon, juntos, mediante grandes dosis de pintura, habían llevado a cabo un intento de librar de su inconmovible lobreguez aquel recinto y ninguno de los dos había notado el fracaso. De modo que ambos consideraban su leonera como un triunfo y una bendición: Nancy porque en aquel lugar podía recibir a «la pandilla» sin molestar a su madre y Kenyon porque allí podía estar solo, martillear, serrar y ocuparse de sus «inventos», el último de los cuales consistía en una sartén eléctrica, honda como un puchero.

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