A SANGRE FRÍA - Truman Capote

51

Si no que no se la juega..., pegar cuatro tiros a mitá la noche. Pues digo, que hubiera perdido la chaveta, digo. Que sí, que claro, que la chaveta la tiene perdía de todos modos. Digo, que pa hacé lo que hizo, digo. Porque a mí, saben, que a mí no, porque ése, el que lo hizo se las tenía todas pensadas, se lo sabía todo de pe a pa. ¡Que si se las sabía! Y hay algo ansina que yo me sé: que mi mujer y yo que va, que esta, digo, es la última noche que dormimos aquí. Que lo puedo jurar. Que nos vamos a la casa de la autovía, digo.

Los hombres trabajaron desde mediodía hasta que anocheció. Cuando llegó el momento de quemar lo que habían recogido, lo apilaron en una camioneta y, con Stoecklein al volante, se internaron hacia el norte de la hacienda hasta llegar a un lugar llano y pleno de un color único: el amarillo resplandeciente y leonado del rastrojo del trigo en noviembre. Allí descargaron la camioneta e hicieron una pirámide con los almohadones de Nancy, las ropas de cama, los colchones, el diván del cuarto de juegos. Stoecklein lo roció todo con petróleo y arrojó una cerilla encendida.

De los presentes, ninguno había sido tan allegado a la familia Clutter como Andy Erhart, compañero de clase de Herb en la Universidad del Estado de Kansas, nombre noble, digno, erudito de manos callosas y cuello tostado por el sol.

-Fuimos amigos durante treinta años -dijo tiempo después.

Erhart había visto cómo su amigo se convertía, desde el consejero agrícola mal pagado del condado, en uno de los más conocidos y respetados terratenientes de la región.

-Todo lo que Herb tenía lo había ganado con la ayuda de Dios. Era un hombre modesto pero orgulloso, y tenía derecho a estarlo. Había creado una hermosa familia. Había hecho algo de su vida.

Pero aquella vida, qué había hecho de ella. - ¿Cómo pudo suceder esto?, se preguntaba Erhart mientras veía arder la hoguera. ¿Cómo era posible que tanto esfuerzo, tanta virtud pudiera, de la noche a la mañana, haberse reducido a eso?-: humo deshaciéndose al subir y fundirse en el enorme y aniquilante cielo.

El Departamento de Investigaciones de Kansas, una amplia organización estatal con cuartel general en Topeka, contaba con una plantilla de diecinueve experimentados detectives diseminados por todo el estado, y el servicio de estos hombres estaba a disposición siempre que un caso se viera fuera de la competencia de las autoridades locales. El representante de Garden City, y agente responsable de una considerable porción del oeste de Kansas, es un hombre sobrio y apuesto; originario de Kansas desde cuatro generaciones atrás, de cuarenta y siete años, llamado Alvin Adams Dewey. Era inevitable que Earl Robinson, sheriff de Finney County, le encargara a Al Dewey el caso Clutter.

Inevitable y muy apropiado. Dewey había sido sheriff de Finney County anteriormente (de 1947 a 1955) y antes de ello, agente especial del FBI (entre 1940 y 1945 prestó sus servicios en Nueva Orleáns, San Antonio, Denver, Miami y San Francisco). Estaba, por lo tanto, profesionalmente calificado para encarar un caso tan falto de motivo aparente, tan falto de indicios, como el asesinato de los Clutter. Más aún, como declararía después, se sentía obsesionado en descubrir al autor del delito como si se tratara de «una cuestión personal». Añadiendo que él y su mujer «apreciaban de veras a Herb y a Bonnie», que «los veían cada domingo en la iglesia y se hacían frecuentes y recíprocas visitas», para acabar por decir que «aunque no los hubiera conocido ni hubiese simpatizado con la familia entera, mi empeño en descubrir al criminal sería el mismo. Porque en mi vida he visto muchas cosas terribles y siniestras, lo juro, pero ninguna tan depravada como ésta. Cueste lo que cueste, aunque tenga que dedicar a ello el resto de mi vida, sabré lo que ocurrió en aquella casa: el quién y el por qué».


A sangre fria - Truman Capote
 
52


Dieciocho hombres en total se dedicaban exclusiva e íntegramente al caso, entre ellos tres de los mejores miembros del KBI1, los agentes especiales Harold Nye, Roy Church y Clarence Duntz. Con la llegada de este trío a Garden City, Dewey dio por seguro que contaba con un «poderoso equipo». «Será mejor que cierta persona esté alerta», declaró.

El despacho del sheriff está en el tercer piso de la Casa de Justicia de Finney County, edificio corriente de piedra y cemento situado en el centro de una plaza, por lo demás, atractiva y con árboles. Hoy Garden City, que fue en tiempos una ciudad fronteriza bastante agitada, es un lugar tranquilo. En realidad el sheriff no tiene mucho que hacer y sus dependencias, tres habitaciones con escaso mobiliario, son un plácido lugar, frecuentado con agrado por el personal de la Audiencia que dispone de un rato de ocio. La señora Edna Richardson, su hospitalaria secretaria, tiene siempre el café a punto y tiempo de sobra para «darle a la lengua». O mejor dicho, lo tuvo hasta «que se presentó eso de los Clutter» que había traído «todos aquellos forasteros y todo aquel jaleo de periodistas». El caso, por entonces en los titulares de primera plana de todos los diarios de Chicago a Denver, había atraído ciertamente a considerable número de gente del periodismo.

El lunes a mediodía, Dewey tuvo una rueda de prensa en el despacho del sheriff.

-Referiré los hechos y no hablaré de teorías -informó a los periodistas reunidos-. De modo que el hecho más relevante y que no debemos olvidar es que no se trata de uno sino de cuatro asesinatos. Y no sabemos cuál de los cuatro era el objetivo principal. La víctima fundamental. Pudo ser Nancy o Kenyon o cualquiera de sus padres. Quizás algunos digan, bueno, debió de ser el señor Clutter. Porque, además, le cortaron el cuello y fue al que mayormente maltrataron. Pero esto es una teoría, no un hecho. Nos ayudaría mucho saber en qué orden los miembros de la familia murieron, pero el forense no puede establecerlo: sólo sabe que los asesinatos se cometieron entre las once de la noche del sábado y las dos de la madrugada del domingo.

Luego, respondiendo a una pregunta, dijo que no, que ninguna de las dos mujeres había sufrido «abuso sexual» y que tampoco, por lo que se sabía hasta entonces, habían robado nada de la casa y que lo que sí era en verdad «una extraña coincidencia» es que el señor Clutter se hubiera hecho un seguro de vida de cuarenta mil dólares con doble indemnización prevista en caso de accidente o muerte violenta, precisamente ocho horas antes de que lo asesinaran. Aunque Dewey «estaba más que seguro» de que no existía relación alguna entre este hecho y el delito. ¿Cómo podía haberla cuando las únicas beneficiarias eran las dos hijas mayores de Clutter supervivientes, es decir, la esposa de Donald Jarchow y Beverly Clutter? Y sí, les dijo a los periodistas, que sí tenía su opinión formada sobre si los asesinatos eran obra de un hombre o de dos, pero que prefería no exponerla.

En realidad, por entonces Dewey no estaba aún muy seguro sobre el particular. A su entender cabían dos posibilidades, o como él las llamaba «hipótesis», y en la reconstrucción de los crímenes había enunciado las dos: «hipótesis de un solo asesino» e «hipótesis de dos asesinos». Según la primera, el criminal era un pretendido amigo de la familia, o por lo menos un hombre que poseía algo más que un conocimiento casual de la casa y sus habitantes, alguien que sabía que las puertas raramente se cerraban con llave, que el señor Clutter dormía solo en el dormitorio matrimonial de la planta baja, que la señora Clutter y los niños ocupaban dormitorios separados en el segundo piso.

1 Kansas Bureau of Investigation. Departamento de Investigación de Kansas. (N. del T.)



A sangre fria - Truman Capote
 
53

Tal persona, imaginaba Dewey, se aproximó a la casa a pie, probablemente alrededor de la medianoche. Las ventanas estaban oscuras, los Clutter durmiendo y, en cuanto a Teddy, el perro guardián de la casa, era famoso por su pánico a las armas de fuego. A la vista del arma del intruso hubiese agachado la cabeza y habría huido corriendo. Al entrar en la casa, el asesino cortó primero las instalaciones telefónicas -la del despacho del señor Clutter y la de la cocina- y luego entró en el dormitorio del señor Clutter para despertarle. El señor Clutter, a merced del arma del intruso, se vio obligado a obedecer sus órdenes y acompañarle al segundo piso donde despertaron al resto de la familia.

Entonces, con cuerda y cinta adhesiva suministradas por el asesino, el señor Clutter ató y amordazó a su mujer, ató a su hija (quien inexplicablemente no fue amordazada) y las amarró a sus camas. A continuación, padre e hijo fueron escoltados hasta el sótano y Clutter forzado a taparle a su hijo la boca con cinta adhesiva y atarlo al diván del cuarto de juegos. Después el señor Clutter fue llevado a la habitación de la caldera, golpeado en la cabeza y, a su vez, amordazado y amarrado. Entonces, libre de hacer cuanto se le antojara, el asesino los fue matando uno a uno, siempre con la precaución de recoger el cartucho vacío. Cuando hubo acabado, apagó todas las luces y se marchó.

Pudo haber ocurrido así, era sólo una posibilidad, pero Dewey tenía sus dudas.

-Si Herb hubiera imaginado que su familia estaba en peligro, en peligro de muerte, hubiera luchado como un tigre. Y Herb no tenía nada de mentecato. Era un hombre robusto en excelentes condiciones. Y lo mismo Kenyon, muchacho de anchas espaldas, fornido como su padre, o más. Se hacía difícil comprender cómo un solo hombre, armado o no, pudo con ellos dos.

Además había razones para suponer que los cuatro habían sido atados por la misma persona: en los cuatro casos se había empleado la misma clase de nudo, nudo de media vuelta.

Dewey, así como la mayoría de sus colegas, se inclinaba por la segunda hipótesis, que coincidía en muchos puntos esenciales a la primera, con la diferencia de que el asesino no iba solo sino que tenía un cómplice que le había ayudado a dominar a toda la familia, a atarlos y a amordazarlos. Aunque, también como teoría, tenía sus flaquezas. A Dewey, por ejemplo, se le hacía difícil entender «cómo dos individuos podían llegar al mismo grado de violencia, de furia psicopática, para cometer delito semejante». Y proseguía explicando «presumiendo que el asesino fuese alguien que la familia conocía, un miembro de esta comunidad, presumiendo que fuera un hombre normal, excepto en ese rencor insano contra los Clutter o contra uno de los Clutter, ¿dónde iba a encontrar un cómplice, alguien tan demencial como para ayudarle? Hay algo que no cuaja. La cosa no tiene sentido. Pero, en el fondo, si nos paramos a pensar, nada lo tiene».

Terminada la conferencia de prensa, Dewey se retiró a su despacho, una habitación que el sheriff le había cedido temporalmente. No tenía más que una mesa y dos sillas de respaldo vertical. Esparcidos sobre la mesa, estaban los objetos que un día serían exhibidos en un tribunal, o así lo esperaba Dewey: la cinta adhesiva y los metros de cuerda con que habían atado a las víctimas, encerrados ahora en saquitos de plástico sellados (como indicios no parecían muy prometedores porque ambos eran productos corrientes en el mercado y podían haberse comprado en cualquier sitio de los Estados Unidos), y fotografías del escenario del crimen tomadas por un fotógrafo de la policía: veinte ampliaciones en papel satinado que mostraban el cráneo destrozado del señor Clutter, el rostro destrozado de su hijo, las manos atadas de Nancy, los ojos muertos de su madre que aún parecían ver, etc. En días sucesivos, Dewey iba a pasarse muchas horas examinando aquellas fotografías, con la esperanza de «descubrir de repente algo», el detalle significativo.

«Como en esos entretenimientos: "¿Cuántos animales puede usted descubrir en este dibujo?" En cierto modo, eso es lo que estoy tratando de hacer yo. Hallar los animales escondidos. Presiento que deben estar ahí... ¡Si sólo, pudiera descubrirlos!”


A sangre fria - Truman Capote
 
54

En realidad, una de las fotografías, un primer plano del señor Clutter tendido en la caja de colchón, había suministrado una valiosa sorpresa: huellas, trazas polvorientas de un zapato con suela a rombos. Las huellas, imperceptibles a simple vista, estaban registradas en la película. La lámpara reveladora del flash había mostrado su presencia con soberbia exactitud. Esas huellas, junto con otra hallada en la misma cubierta de la caja de cartón (clarísima marca sanguinolenta de una media suela marca Cat's Paw) eran las únicas «evidencias serias» que los investigadores podían declarar como tales. Y no es que estuvieran «declarándolas», pues Dewey y todo su equipo habían decidido mantener en secreto su existencia.

Entre otras cosas, sobre la mesa de Dewey estaba el diario de Nancy Clutter. Solamente lo había ojeado y ahora se proponía leer cuidadosamente las anotaciones hechas día a día, que comenzaban en su decimotercer cumpleaños para terminar sólo dos meses antes de su decimoséptimo. Eran las confidencias, que nada tenían de sensacionales, de una niña inteligente que amaba a los animales, que le gustaba leer, guisar, coser, bailar, montar a caballo; una muchacha bonita, virginal y muy querida, que consideraba «divertido flirtear» pero que, sin embargo, «estaba real y sinceramente enamorada de Bobby». Dewey leyó primero la última anotación. Consistía en tres líneas escritas un par de horas antes de que la asesinaran: «Estuvo Jolene K. y le enseñé a hacer una tarta de cereza. Ensayado con Roxie, Bobby estuvo aquí y vimos la televisión. Se fue a las once.”

El joven Rupp, la última persona que vio a la familia con vida, había soportado ya un exhaustivo interrogatorio y, a pesar de haber declarado francamente que habían pasado «una velada común y corriente», fue citado para un segundo interrogatorio en el que iba a ser sometido a la prueba de un detector de mentiras. El hecho cierto era que la policía todavía no estaba dispuesta a descartarlo como sospechoso. Dewey no creía que el muchacho tuviera algo que ver. Sin embargo, era verdad que al comenzar la investigación, Bobby resultaba ser la única persona a quien atribuir un motivo, aunque fuera poco consistente. En su diario Nancy se refería con frecuencia a la situación que supuestamente pudo ser el motivo: la insistencia de su padre en que Bobby y ella «rompieran», dejaran de «verse tanto».

Tal oposición se debía al hecho de que los Clutter fueran metodistas y los Rupp católicos, hecho que, según Clutter, eliminaba cualquier posibilidad de que la joven pareja, algún día, pudiera contraer matrimonio. Pero la anotación del diario que más atormentaba a Dewey, no se refería al problema Clutter-Rupp ni tenía relación alguna con ser metodista o católico, sino con un gato, con la misteriosa desaparición del garito preferido de Nancy, Boobs, pues según constaba en el diario, dos semanas antes de su propia muerte, ella lo había encontrado «tendido en el granero», víctima, o así lo creía (sin decir por qué) de un veneno. «Al pobre Boobs lo he enterrado en un lugar especial.» Al leerlo, Dewey pensó que podía ser «muy importante». Si el gato había sido envenenado, ¿no podía tratarse de un pequeño malévolo preludio de los asesinatos? Decidió que debía encontrar ese «lugar especial» donde Nancy había sepultado a su garito, aunque ello significase rastrear toda la vasta propiedad River Valley.

Mientras Dewey estaba ocupado con el diario, sus principales ayudantes, los agentes Church, Duntz y Nye, recorrían toda aquella zona hablando, como decía Duntz, «con cualquiera que pueda decirnos algo»: con los profesores del colegio de Holcomb del que Nancy y Kenyon habían sido alumnos destacados, siempre con las máximas calificaciones; con los empleados de River Valley Farm (que en primavera y verano sumaban dieciocho, pero en la estación actual, de barbecho, eran solamente Gerald van Vleet y otros tres además de la señora Helm); con amigos de las víctimas; con sus vecinos y muy especialmente con sus parientes. De aquí y de allá, habían llegado una veintena de ellos para asistir al funeral, que iba a llevarse a cabo el miércoles por la mañana.


A sangre fria - Truman Capote
 
55

El más joven de los agentes del KBI, Harold Nye, inquieto hombrecillo de treinta y cuatro años, de ojos inquietos y desconfiados, nariz, barbilla e inteligencia agudas, tenía la misión, que él llamaba «ese condenado y delicado asunto», de entrevistar al clan Clutter entero.

-Es penoso para mí y penoso para ellos. Cuando hay en juego asesinatos, no se pueden tener muchas consideraciones con el dolor personal. Ni con la intimidad. Ni con los sentimientos personales. Hay que hacer preguntas. Y algunas hieren profundamente.

Pero ninguna de aquellas personas a quienes interrogó, ninguna de las preguntas que hizo («Indagaba respecto a la cuestión afectiva. Pensé que quizá la respuesta fuera otra mujer: un triángulo. Bueno, considerando los hechos, el señor Clutter era un hombre sano, relativamente joven, pero su mujer era casi una inválida, incluso dormía en otra habitación...») le proporcionó una sola información útil. Ni siquiera las dos hijas podían sugerir el menor motivo para el crimen. En resumen, Nye sólo consiguió enterarse de esto: «De toda la gente que hay en el mundo entero, los Clutter eran quienes menos probabilidades tenían de ser asesinados.”

Al terminar el día, cuando los tres agentes se reunieron en el despacho de Dewey, se vio que Duntz y Church habían tenido mejor suerte que Nye, Hermano Nye, como le llamaban los demás. (Los miembros del KBI tienen debilidad por los apodos: a Duntz le llaman Viejo, injustamente porque todavía no llega a los cincuenta, es fornido pero ágil y con una cara ancha de gato, y a Church, que tiene ya unos sesenta, es de piel rosada y aspecto profesional, aunque «duro», según sus colegas, además de «la pistola más rápida de todo Kansas», le llaman Rizos, porque es casi calvo.) Ambos, en el curso de sus investigaciones habían obtenido «prometedoras pistas».

La de Duntz hacía referencia a un padre e hijo que llamaremos Juan el Viejo y Juan el Chico. Unos años atrás, Juan el Viejo había concertado con el señor Clutter una pequeña transacción comercial cuyo resultado había encolerizado a Juan el Viejo, convencido de que Clutter le había hecho una mala jugada. Tanto Juan el Viejo como Juan el Chico, eran bebedores empedernidos; es más, con frecuencia Juan el Chico daba con sus huesos en la cárcel por alcohólico. Un desafortunado día, padre e hijo, envalentonados por el whisky, aparecieron por la casa de Clutter con la intención de «vérselas con Herb». No tuvieron ocasión, porque Clutter, un abstemio decidido a combatir activamente contra la bebida y contra los borrachos, tomó un fusil y los echó de su finca. Los Juanes no habían podido perdonar nunca tal descortesía. No hacía ni un mes Juan el Viejo le había dicho a un amigo:

-Cada vez que pienso en aquel bastardo, mis manos comienzan a temblar. Lo destrozaría.

La pista de Church era parecida. También él oyó hablar de alguien que sentía declarada antipatía por el señor Clutter: cierto señor Smith (no es éste su verdadero nombre) que estaba convencido de que el señor de River Valley había matado de un tiro a su perro de caza. Church había ido a inspeccionar la granja de Smith y allí, colgando de una viga del granero, había visto una cuerda con la misma clase de nudo utilizado para atar a los Clutter.

-Quizás uno de ellos sea nuestro hombre -dijo Dewey-. Un asunto personal..., un rencor que hizo que alguien perdiera el juicio. Se saliera de quicio.

-A menos que se trate de robo -observó Nye, a pesar de que el robo como motivo se había discutido mucho ya y, poco más o menos, descartado.

Los argumentos en contra eran válidos: el mayor de ellos, la legendaria resistencia que sentía el señor Clutter a poseer dinero en efectivo: no tenía caja fuerte y nunca llevaba encima una suma importante.


A sangre fria - Truman Capote
 
56


Además, si el motivo era robo, ¿por qué el ladrón no se había llevado las joyas que llevaba puestas la señora Clutter, un aro de oro y un anillo con un brillante? Pero Nye no estaba convencido:

-Toda la maquinación huele a robo. ¿Qué decir del portamonedas de Clutter? Alguien lo dejó vacío y abierto sobre su cama y no creo que fuese su propietario. ¿Y el bolso de Nancy? Estaba tirado por el suelo, en la cocina. ¿Cómo llegó allá? Sí, y desde luego en toda la casa no había ni un céntimo. Bueno dos dólares que tenía Nancy en su mesa, dentro de un sobre. Y sabemos que Clutter había firmado un cheque de sesenta dólares el día antes. Calculemos que le quedarían por lo menos unos cincuenta. Claro que algunos dirán:

«-Nadie mata a cuatro personas por cincuenta dólares.

O también:

«-Claro, quizá el asesino tomó el dinero pero sólo para despistarnos, para hacernos creer que el motivo era el robo. Bueno, pero yo sigo con mis dudas -concluyó Nye.

Cuando oscureció, Dewey interrumpió la consulta para llamar por teléfono a su esposa Marie y decirle que no le esperase a cenar. Ella le dijo:

-Bueno. Muy bien, Alvin.

Dewey notó en el tono cierta inquietud inhabitual. Los Dewey, padres de dos niños, hacía diecisiete años que estaban casados y Marie, nacida en Louisiana y antigua taquígrafa del FBI, a quien él había conocido cuando lo destinaron a Nueva Orleáns, aceptaba y comprendía los avatares de su profesión, los insólitos horarios, las inesperadas llamadas que lo llevaban de improviso de uno a otro extremo del estado.

-¿Sucede algo? -le preguntó.

-Nada -le aseguró ella-. Sólo que cuando regreses esta noche tendrás que llamar al timbre. He hecho cambiar todas las cerraduras.

El comprendió entonces y le contestó:
-No te preocupes, cariño. Sólo cierra las puertas y deja encendida la luz del porche. Después que hubo colgado, uno de sus colegas le preguntó:
-¿Qué pasa? ¿Está Marie asustada?
-Sí, ¿y quién no lo estaría? -contestó.

Había quien no lo estaba. Desde luego, la viuda encargada del correo, la intrépida Myrtle Clare, no estaba asustada. Hablaba desdeñosamente de sus conciudadanos calificándolos de «hatajo de pusilánimes que tienen miedo hasta de cerrar los ojos».

Refiriéndose a sí misma declaraba:

-Esta pobre vieja duerme tranquila como siempre. El que quiera jugarme una mala pasada, que lo intente y ya verá.

(Once meses después, unos enmascarados armados con fusiles, tomándole la palabra, invadieron la estafeta de correos y aligeraron a la dama de novecientos cincuenta dólares.)

Como siempre, la opinión de la señora Clare no coincidía casi con ninguna otra.

-Lo que es por acá -opinaba el dueño de una ferretería de Garden City-, lo que más se vende en estos días son cerraduras y cerrojos. A nadie le preocupa de qué marca sean, lo único que quieren es que sean resistentes.

Claro que la imaginación siempre puede abrir cualquier puerta, girar la llave y dejar paso al terror. El martes al alba, unos cazadores de faisanes procedentes de Colorado, forasteros ignorantes del desastre ocurrido en el lugar, se quedaron atónitos ante el espectáculo que presentaba Holcomb desde su coche: las ventanas iluminadas, casi todas las ventanas de casi todas las casas, y en la habitaciones, inundadas de luz, se veían gentes completamente vestidas, familias enteras que se habían pasado la noche entera en estado de alerta, vigilando, escuchando. ¿De qué tenían miedo?



A sangre fria - Truman Capote
 
57

-Puede que vuelva a ocurrir -era la usual respuesta, con algunas variaciones.

No obstante, una mujer, una maestra, observó:

-La impresión que nos hubiese causado el crimen no hubiera sido tan tremenda si no se hubiese tratado justamente de los Clutter. De alguien menos admirado que ellos, menos próspero y seguro. Pero es que esa familia representaba todo cuanto la gente de por acá realmente valora y respeta. Y que una cosa así les haya podido suceder precisamente a ellos..., bueno, es como si nos dijeran que no existe Dios. Hace que la vida carezca de sentido. Creo que la gente se halla más que asustada, profundamente deprimida.

Otra razón, la más simple, la más desagradable, era que aquella tranquila comunidad de buenos vecinos y amigos de toda la vida, se vio de pronto enfrentada con la insólita experiencia de tener que desconfiar unos de otros. Razonablemente, creían que el asesino era uno de ellos y todos, hasta el último hombre, compartían la opinión que Arthur Clutter, hermano del finado, adelantara a los periodistas reunidos en el vestíbulo de un hotel de Garden City el 17 de noviembre:

-Apuesto que cuando se aclare esto, comprobaremos que lo hizo alguien que no está ni a diez millas de aquí.

Aproximadamente a seiscientos kilómetros al este de donde se hallaba Arthur Clutter en ese momento, dos jóvenes compartían un reservado en el Eagle Buffet, un restaurante de Kansas City. Uno de ellos, de cara alargada y con un gato azul tatuado en la mano derecha, había engullido varios emparedados de ensaladilla de pollo y ahora miraba codiciosamente lo que su compañero tenía delante: una hamburguesa intacta y un vaso de root beer en el que tres aspirinas se iban disolviendo.

-Chico, Perry -dijo Dick-, veo que no quieres esa hamburguesa. Me la comeré yo. Perry empujó el plato al otro lado de la mesa:
-¡Cristo! ¿Es que no puedes dejar que me concentre?
-No necesitas leerlo cincuenta veces.

Aludía a un artículo en primera plana del Star de Kansas City del 17 de noviembre.

Bajo el título de «Hay escasos indicios en el cuádruple asesinato», el anterior, terminaba con un párrafo resumen:

"Los investigadores se enfrentan con la búsqueda de un asesino o asesinos cuya astucia es evidente, si bien él o los motivos no lo son. Puesto que este asesino o asesinos cortaron cuidadosamente los cables de los dos teléfonos de la casa, ataron y amordazaron a sus víctimas con gran habilidad, sin huellas de lucha con ninguna de ellas, no dejaron nada olvidado en la casa, ni elemento alguno que indique que anduvieran buscando algo, excepto el detalle del billetero, asesinaron a cuatro personas disparando sobre ellas en distintas habitaciones y recuperaron tranquilamente los cartuchos usados, llegaron y se supone que abandonaron la casa con el arma criminal, sin ser vistos, actuaron sin motivo, a no ser que se considere como tal un fracasado intento de robo, como los investigadores se inclinan a pensar.”

-«Puesto que este asesino o asesinos» -dijo Perry leyendo en voz alta-. No es correcto. Hay un error gramatical. Debería decir: «Puesto que este asesino o estos asesinos» -y sorbiendo su root beer con aroma de aspirina prosiguió-: Bueno, de todos modos, no me lo creo.
Ni tú tampoco. Confiésalo, Dick, honestamente. Tú no te crees todo eso de la «falta de indicios», ¿verdad?



A sangre fria - Truman Capote
 
58


El día anterior, tras leer prolijamente los periódicos, Perry había planteado la misma cuestión, y a Dick, creyendo que ya había contestado de una vez por todas («Mira, si esos cow-boys pudieran establecer la mínima conexión, oiríamos resonar los cascos de sus caballos a doscientos kilómetros»), le fastidió oírla nuevamente. Le aburría demasiado contestar y se quedó callado, pero Perry insistió:

-Siempre me he guiado por mi intuición, por eso estoy vivo todavía. ¿Sabes? Willie-Jay decía que yo era un médium nato y de esas cosas él entiende bastante porque le interesan mucho. Me dijo que yo poseía un alto grado de «percepción extrasensorial». Un poco como si tuviera radar por dentro: percibes las cosas antes de verlas. Presientes lo que va a suceder. Mira por ejemplo mi hermano y su mujer, Jimmy y su mujer. Estaban locos el uno por el otro, pero él era celoso como un demonio y con sus celos la hacía tan infeliz, pensando siempre que ella le estaba engañando a sus espaldas, que al final ella se pegó un tiro y, al día siguiente, Jimmy se disparó una bala en la cabeza.

Cuando sucedió, era en 1949 y yo estaba en Alaska con mi padre, por Circle City, y le dije a mi padre: «Jimmy ha muerto.» Una semana después nos llegaba la noticia. La pura verdad. Otra vez estando en el Japón, yo trabajaba descargando en un barco y me senté para descansar un minuto. De pronto una voz en mi interior me gritó: «¡Salta!» Y yo di un brinco de tres metros. En aquel mismo instante, y en el mismo lugar donde yo había estado sentado, vino a desplomarse una tonelada de mercancía. No me importa que te lo creas o no. Te podría contar cien casos así. Por ejemplo, antes de tener aquel accidente con la moto, lo vi todo, todo lo que iba a suceder. Lo vi en mi cabeza: la lluvia, la huella de las ruedas que habían patinado y yo por la carretera, tirado en el suelo, sangrando y con las piernas rotas. Eso es lo que me pasa ahora. Una premonición. Algo me dice que esto es una trampa -Golpeó el diario con el dedo-. Un montón de prevaricaciones.

Dick pidió otra hamburguesa. En los últimos días venía arrastrando un hambre que nada (tres sucesivos bistecs, una docena de chocolatinas «Hershey», medio kilo de pastillas de goma) parecía satisfacer. En cambio, Perry, por su parte, no tenía apetito: se mantenía de root beer, aspirinas y cigarrillos.

-No me extraña que tengas visiones -le dijo Dick-. Anda, vamos, rico. Sacúdete el canguelo. Nos salimos con la nuestra. Ha estado perfecto.

-Considerando bien las cosas, me sorprende que lo digas -murmuró Perry.

El tono tranquilo subrayaba la malicia que la respuesta encerraba. Pero Dick supo acusarla, hasta llegó a sonreír y su sonrisa era pura astucia. Fíjate, decía su sonrisa de buen chico, fíjate qué personaje tan simpático soy, qué apuesto, un tipo por el que cualquiera se dejaría afeitar.

-Muy bien -dijo Dick-. Puede que me hubieran dado una información falsa.

-Aleluya.

-Pero en conjunto, ha sido perfecto. No dejamos huella alguna. La han perdido. Y quedará perdida para siempre. No hay ni una sola conexión.

-Yo puedo pensar en una.
Perry había ido demasiado lejos, pero aún fue más allá: -Floyd, ¿no es ése el nombre?

Un golpe bajo, pero Dick lo merecía. Su confianza era como una cometa que necesitara de vez en cuando que le arriaran la cuerda. Sin embargo, Perry pudo observar, no sin cierta aprensión, síntomas de cólera que iban transfigurando la expresión de Dick: mandíbulas, labios, la cara entera se distendió y en las comisuras de los labios aparecieron incipientes espumarajos.


A sangre fria - Truman Capote


 
59


Muy bien, si llegaban a pelear, Perry sabría cómo defenderse. Era bajo, algunos centímetros más bajo que Dick y no podía contar con sus piernas cortas y dañadas, pero, en cambio, le superaba en peso, era más fornido y tenía unos brazos que podían cortar el aire a un oso. Pero demostrarlo, tener una pelea, una lucha jugándose el todo por el todo, era lo menos deseable en esa ocasión. Le gustara Dick o no (y no es que ahora dejara de gustarle, si bien en otro momento le había gustado más, o por lo menos respetado más), estaba claro que, por razones de seguridad, no les convenía separarse así sin más. Sobre este punto estaban de acuerdo los dos porque Dick había dicho:

-Si nos han de coger, que nos cojan juntos. Así podremos respaldarnos. Cuando empiecen a intentar tirarnos de la lengua para hacernos confesar, eso del careo de si tú dijiste y si yo dije.

Además, romper con Dick significaba renunciar a aquellos planes todavía atractivos para Perry y que, a pesar de los recientes reveses, aún creía posible realizar a dúo: una vida de inmersiones submarinas a la caza de tesoros en las islas o al otro lado de la frontera del Sur.

-¡El señorito Wells! -exclamó Dick empuñando el tenedor-. Habría que verlo. Y habría que verme a mí si volvía allá dentro. No tengo más que hacer que me metan por falsificar un cheque. Habría que ver lo que le pasaba. -El tenedor cayó de punta sobre la mesa-. Hasta el corazón, ¿sabes?

-No creo que vaya a hacerlo -contestó Perry queriendo hacer una concesión ahora que la cólera de Dick había pasado de su persona para centrarse en otra-. Se moriría de miedo antes de hacer algo así.

-Pues claro -asintió Dick-. Seguro que sí. Se moriría de miedo.

Una maravilla, realmente, la facilidad con que Dick podía cambiar de humor. En un instante, toda huella de crueldad, de hostilidad se había evaporado. Añadió:

-Y en cuanto a ese asunto de tus premoniciones, a ver si me aclaras algo: si estabas tan totalmente seguro de que te ibas a dar el golpe con la moto; ¿por qué no la dejaste antes?, nada te hubiera pasado si no hubieras estado montado en ella, ¿no?

Era un enigma sobre el que Perry había hecho sus reflexiones y creía haber hallado su porqué, que era muy simple aunque también algo confuso:

-No, porque cuando una cosa ha de ocurrir no se puede hacer más que esperar que no te ocurra. O que te ocurra cuanto antes, depende. Porque mientras estás en esta vida, siempre tienes algo esperándote y aunque lo sepas y sepas, además, que es algo malo, ¿qué le vas a hacer? No puedes dejar de vivir. Como en mi sueño. Desde que era pequeño, tengo el mismo sueño. Estoy en África. En la jungla. Voy caminando entre los árboles hacia un árbol que está aislado. ¡Jesús, y qué mal huele! El árbol apesta tanto que casi me desvanezco. Pero me da gusto verlo: tiene las hojas azules y cuelgan de él montones de diamantes como naranjas. Y es ésa la razón de que yo esté allí: quiero coger una carretada de diamantes. Pero lo que yo sé es que en el preciso instante en que intente alargar la mano para cogerlos, una serpiente me caerá encima.

Una serpiente que custodia el árbol. Esa gorda hija de put* vive allí en sus ramas. Lo sé de antemano, ¿sabes? Y por Cristo que no tengo idea de cómo puedo luchar contra una serpiente. Pero pienso: «Bueno, correré el riesgo». Lo que quiere decir que mi deseo de poseer los diamantes es mayor que mi miedo. Así que me acerco para coger uno, lo tengo en mi mano y en cuanto empiezo a tirar de él para arrancarlo, la serpiente se me echa encima. Empieza la lucha, pero la serpiente es una viscosa hija de put* y yo no puedo zafarme, se me enrosca, me estruja. ¡Puedo oír cómo las piernas me crujen! Y entonces viene la parte en que sólo de pensarlo me da sudores, empieza a engullirme, ¿sabes? Empezando por los pies. Como si te tragaran las arenas movedizas.

A sangre fria - Truman Capote
 
60


Perry se interrumpió. No podía dejar de advertir que Dick, ocupado en hurgarse las uñas con el diente del tenedor, no estaba nada interesado en su sueño.

-¿Y entonces? -dijo Dick-. ¿Te traga la serpiente o qué?

-¡Qué más da! No tiene importancia.

¡Claro que la tenía! El final era muy importante, lo que más íntimo placer le producía. Una vez se lo contó a su amigo Willie-Jay, le explicó cómo era el pájaro enorme, aquella «especie de papagayo amarillo». Claro que Willie-Jay era distinto, era sensible, era un «santo». El le hubiera comprendido, pero ¿Dick? Dick se hubiera reído. Y Perry no lo podía soportar: que nadie se riera de aquel papagayo que había volado por primera vez en sus sueños cuando sólo tenía siete años y no era más que un chiquillo mestizo, odiado y lleno de odio, en un orfelinato de monjas, verdugos amortajados que le azotaban porque se meaba en la cama.

Fue precisamente después de una de esas palizas, una que no podría nunca olvidar («Me despertó. Tenía una linterna y empezó a darme golpes con ella. Siguió pegándome y pegándome. La linterna se le rompió, y siguió pegándome a oscuras»), cuando apareció el gran pájaro amarillo. Llegó mientras dormía, un pájaro «más alto que Cristo, amarillo como un girasol», un ángel guerrero que dejó ciegas a las monjas a picotazos, «les comió los ojos y las mató mientras le rogaban que tuviera piedad» y entonces se lo llevó a él suavemente, estrechándolo en sus alas, al «paraíso».

A medida que transcurrían los años, iban cambiando los particulares tormentos de que el pájaro le libraba. Otras cosas (niños mayores, su padre, una novia infiel, un sargento que conoció en el servicio militar) reemplazaban a las monjas, pero el pájaro, su vengador alado, reaparecía siempre. De modo que la serpiente, que custodiaba el árbol de los diamantes, no acababa nunca devorándolo y en cambio era ella la devorada. Y luego, ¡la maravillosa ascensión! A un paraíso que en una versión no era más que una «sensación», una sensación de poder, de superioridad inatacable, y en otras se transformaba en un «lugar verdadero», como en una película.

«Quizá fuera efectivamente en una película donde lo vi, quizá sólo lo recordara de verlo en una película. Porque, ¿en qué otro lugar pude haber visto un jardín así? ¿Con escalinatas de mármol? ¿Y fuentes? Y allá lejos, abajo, yendo hasta el final del jardín, se ve el océano. ¡Fantástico! Como allá por Carmel, en California. Y lo mejor de todo aún..., bueno, pues es una mesa muy larga. ¡No puedes imaginar la cantidad de comida que hay! Ostras. Pavos. Salchichas. Fruta como para hacer un millón de macedonias. Y, oye, todo a tu disposición. Quiero decir que no hay que tener miedo de tocarlo. Puedo comer tanto como quiera y no me cuesta un céntimo. Por eso sé dónde me encuentro.”

Dick murmuró:

-Yo soy una persona normal. Y sólo sueño con pollos dorados. Y hablando de pollos, ¿conoces aquello de la pesadilla de la cabra?

Así era Dick, siempre con un chiste verde a punto sobre cualquier tema. Pero sabía contarlos tan bien que Perry, a pesar de que en cierta medida era un mojigato, no pudo dejar de reírse como siempre.

Hablando de su amistad con Nancy Clutter, Susan Kidwell dijo: -Éramos como hermanas. Por lo menos así lo consideraba yo..., como si fuera mi hermana. No podía ni asistir a clase, por lo menos aquellos primeros días. No volví a la escuela hasta después del funeral. Y lo mismo hizo Bobby Rupp. Durante un tiempo, después de aquello, Bobby y yo estábamos juntos. Es un chico agradable, de gran corazón, pero hasta entonces nunca le había ocurrido nada muy terrible. Nada como perder a una persona querida. Y además, encima, tener que someterse al detector de mentiras. Y no digo que eso le amargara, no, ya que sabía muy bien que la policía no hacía más que cumplir con su deber.


A sangre fria - Truman Capote
 
61


A mí ya me habían pasado algunas cosas muy duras, dos o tres, pero a él no; así que fue un verdadero golpe para él, darse cuenta, de pronto, que la vida era algo más que un largo partido de basket, fue un buen golpe. Casi siempre nos íbamos a dar un paseo en su viejo Ford. Autopista arriba autopista abajo. Hasta el aeropuerto y vuelta. O nos llegábamos al Cree-Mee que es un drive-in1, y nos quedábamos sentados en el coche tomando una Coca-Cola y escuchando la radio.

»La radio estaba siempre encendida, nosotros no teníamos nada que decirnos. Muy de vez en cuando, Bobby me contaba cuánto había querido a Nancy, y que ya no podría nunca jamás interesarse por otra chica. Bueno, yo pensaba que Nancy no lo hubiera querido así y se lo decía a él. Recuerdo, creo que fue el lunes, que bajamos con el coche hasta el río, aparcamos en el puente. Desde allí se ve la casa, la casa de los Clutter. Y parte del campo: los frutales del señor Clutter y los trigales perdiéndose en la lejanía. Allá lejos, en uno de los campos, ardía una fogata: estaban quemando cosas de la casa. Dondequiera que fuéramos, siempre había algo que nos lo recordaba. En las márgenes del río, había hombres con redes y palos que andaban pescando. Pero no pescando por pescar, Bobby dijo que buscaban las armas. El cuchillo. La escopeta.

»A Nancy le encantaba el río. Las noches de verano solíamos montarnos las dos a lomos de Babe, esa yegua gorda y gris de Nancy, ¿sabe? Nos íbamos directamente al río y nos metíamos en él. Luego Babe se iba al bajío mientras nosotras tocábamos la flauta y cantábamos. Hasta que nos entraba frío. Me gustaría saber qué ha sido de ella, de Babe. Una señora de Garden City se quedó con el perro de Kenyon. Se quedó con Teddy. Pero el animal se le escapó, se volvió otra vez a Holcomb. Ella vino y se lo volvió a llevar. Y yo tengo el gato de Nancy, Evinrude. Pero Babe, imagino que la venderán. ¿No le hubiera parecido odioso a Nancy? Se hubiera puesto furiosa. Otro día, la víspera del funeral, Bobby y yo estuvimos sentados junto a la vía viendo pasar los trenes, realmente tonto. Como ovejas en una ventisca. De pronto, Bobby se levantó y dijo: "Tenemos que ir a ver a Nancy. Tenemos que estar con ella." Fuimos en el coche hasta Garden City, a la casa de pompas fúnebres Phillips que está en la calle Mayor.

Creo que el hermano pequeño de Bobby estaba con nosotros. Sí, seguro que estaba. Porque recuerdo que fuimos a buscarlo a la salida del colegio. Y recuerdo que él dijo que no iban a dar clases en ninguna escuela al día siguiente, así todos los niños de Holcomb podrían ir al funeral. Y estuvo diciéndonos lo que pensaban sus compañeros. Nos dijo que estaban convencidos que había sido obra de un «asesino a sueldo». Yo no quería oír ni una palabra de semejante cosa. No eran más que chismes y habladurías, dos cosas que Nancy detestaba. De todos modos, a mí poco me importa quién lo hiciera. De alguna manera me parece como si no tuviese nada que ver. Mi mejor amiga se ha ido. Saber quién la ha matado no va a traerla de vuelta. ¿Qué importa? No querían dejarnos entrar. En la casa de pompas fúnebres, me refiero. Nos dijeron que nadie podía «ver a la familia». Excepto los parientes. Pero Bobby insistió y al final, el director de la funeraria (conocía a Bobby y supongo que le daría lástima) nos dijo que estaba bien, que entráramos, pero advirtiéndonos que no se lo dijésemos a nadie. Ahora yo preferiría que no nos hubiese dejado entrar.

«Los cuatro ataúdes, que ocupaban casi por completo el saloncito lleno de flores, iban a estar cerrados durante el funeral (cosa muy comprensible, porque a pesar de los cuidados tomados para mejorar la apariencia de las víctimas, el efecto que producían era inquietante). Nancy llevaba puesto su vestido de terciopelo cereza, su hermano una camisa escocesa de tonos vivos; sus padres estaban vestidos de modo más sobrio, el señor Clutter con un traje de franela azul marino y su esposa con un vestido de crepé azul marino también, y (eso era lo que daba a la escena un aire atroz) la cabeza de cada uno estaba completamente envuelta en algodón, como un abultado capullo que hacía el doble de un globo normalmente inflado, y el algodón, como lo habían rociado con una sustancia brillante, relucía como la nieve de los árboles de Navidad.


A sangre fria - Truman Capote
 
62

Susan se retiró inmediatamente.

-Fui afuera y esperé en el coche -recordó-. Al otro lado de la calle, un hombre barría hojas. Me quedé mirándole. Porque no quería cerrar los ojos. Pensaba: «Si los cierro me desmayo.» Lo estuve, pues, mirando cómo barría las hojas y las quemaba. Lo miraba sin ver nada. Porque todo lo que tenía ante mis ojos era su vestido. ¡Lo conocía tan bien! Le ayudé a elegir la tela. El modelo fue idea suya y se lo hizo ella misma. Recuerdo lo satisfecha y contenta que estaba el día que lo estrenó. En una fiesta. Todo lo que podía ver era el vestido rojo de Nancy. Y Nancy en él. Bailando.

El Star de Kansas City publicaba una exhaustiva descripción del funeral de los Clutter, pero ya hacía dos días que había salido el diario cuando Perry, tumbado en la cama de una habitación del hotel, acertó a leerlo. Pero aun así, se limitó a echarle un vistazo, saltándose párrafos:

«Unas mil personas, la mayor aglomeración registrada en la Primera Iglesia Metodista en sus cinco años de existencia, asistieron hoy a los funerales de las cuatro víctimas... Varias compañeras de Nancy del colegio de Holcomb estallaron en llanto cuando el reverendo Leonard Cowan dijo: "Dios nos ofrece valor, amor o esperanza aun a pesar de que caminemos a través de las sombras del valle de la muerte. Estoy seguro de que El estuvo con ellos en sus últimos momentos. Nunca prometió Jesús que viviríamos sin tristeza ni dolor, lo que siempre dijo fue que El estaría con nosotros para ayudarnos a soportar la tristeza y el dolor..." En este día peculiarmente cálido para la estación, seiscientas personas llegaron hasta el cementerio de Valley View situado al norte de la ciudad. Allí, durante el servicio religioso llevado a cabo ante las tumbas, rezaron el "Padrenuestro", sus voces unidas en un grave susurro resonaban en todo el cementerio.”

¡Mil personas! Perry estaba impresionado. Se preguntaba cuánto habría costado el funeral. Tenía el dinero metido en la cabeza aunque quizá mucho menos que a primera hora del día, un día que había comenzado exactamente «sin un cobre». Pero, gracias a Dick, la situación había mejorado desde entonces. Ahora Dick y él, poseían «una bonita suma», suficiente como para llevarles a México.

¡Dick! Sagaz, listo. Sí, eso había que reconocérselo. Cristo, era increíble cómo «sabía madrugar a un tipo». Como a aquel dependiente de la tienda de confecciones de Kansas City, Missouri1, la primera elegida por Dick para «dar un golpe». En cuanto a Perry, que era novato en eso de hacer pasar un cheque, estaba tan nervioso que Dick tuvo que decirle:

-Todo lo que quiero que hagas es que te quedes a mi lado. Que no te rías ni te sorprendas de nada de lo que yo diga. Esas cosas hay que improvisarlas.

Para lo que se proponían, Dick era al parecer la persona indicada.


1 Kansas City: es el nombre que comparten dos ciudades diferentes y que corresponden a dos estados distintos, Kansas y Missouri. (N. del T.)

A sangre fria - Truman Capote
 

Temas Similares

Respuestas
6
Visitas
528
Back