OP
pilou12
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51
Si no que no se la juega..., pegar cuatro tiros a mitá la noche. Pues digo, que hubiera perdido la chaveta, digo. Que sí, que claro, que la chaveta la tiene perdía de todos modos. Digo, que pa hacé lo que hizo, digo. Porque a mí, saben, que a mí no, porque ése, el que lo hizo se las tenía todas pensadas, se lo sabía todo de pe a pa. ¡Que si se las sabía! Y hay algo ansina que yo me sé: que mi mujer y yo que va, que esta, digo, es la última noche que dormimos aquí. Que lo puedo jurar. Que nos vamos a la casa de la autovía, digo.
Los hombres trabajaron desde mediodía hasta que anocheció. Cuando llegó el momento de quemar lo que habían recogido, lo apilaron en una camioneta y, con Stoecklein al volante, se internaron hacia el norte de la hacienda hasta llegar a un lugar llano y pleno de un color único: el amarillo resplandeciente y leonado del rastrojo del trigo en noviembre. Allí descargaron la camioneta e hicieron una pirámide con los almohadones de Nancy, las ropas de cama, los colchones, el diván del cuarto de juegos. Stoecklein lo roció todo con petróleo y arrojó una cerilla encendida.
De los presentes, ninguno había sido tan allegado a la familia Clutter como Andy Erhart, compañero de clase de Herb en la Universidad del Estado de Kansas, nombre noble, digno, erudito de manos callosas y cuello tostado por el sol.
-Fuimos amigos durante treinta años -dijo tiempo después.
Erhart había visto cómo su amigo se convertía, desde el consejero agrícola mal pagado del condado, en uno de los más conocidos y respetados terratenientes de la región.
-Todo lo que Herb tenía lo había ganado con la ayuda de Dios. Era un hombre modesto pero orgulloso, y tenía derecho a estarlo. Había creado una hermosa familia. Había hecho algo de su vida.
Pero aquella vida, qué había hecho de ella. - ¿Cómo pudo suceder esto?, se preguntaba Erhart mientras veía arder la hoguera. ¿Cómo era posible que tanto esfuerzo, tanta virtud pudiera, de la noche a la mañana, haberse reducido a eso?-: humo deshaciéndose al subir y fundirse en el enorme y aniquilante cielo.
El Departamento de Investigaciones de Kansas, una amplia organización estatal con cuartel general en Topeka, contaba con una plantilla de diecinueve experimentados detectives diseminados por todo el estado, y el servicio de estos hombres estaba a disposición siempre que un caso se viera fuera de la competencia de las autoridades locales. El representante de Garden City, y agente responsable de una considerable porción del oeste de Kansas, es un hombre sobrio y apuesto; originario de Kansas desde cuatro generaciones atrás, de cuarenta y siete años, llamado Alvin Adams Dewey. Era inevitable que Earl Robinson, sheriff de Finney County, le encargara a Al Dewey el caso Clutter.
Inevitable y muy apropiado. Dewey había sido sheriff de Finney County anteriormente (de 1947 a 1955) y antes de ello, agente especial del FBI (entre 1940 y 1945 prestó sus servicios en Nueva Orleáns, San Antonio, Denver, Miami y San Francisco). Estaba, por lo tanto, profesionalmente calificado para encarar un caso tan falto de motivo aparente, tan falto de indicios, como el asesinato de los Clutter. Más aún, como declararía después, se sentía obsesionado en descubrir al autor del delito como si se tratara de «una cuestión personal». Añadiendo que él y su mujer «apreciaban de veras a Herb y a Bonnie», que «los veían cada domingo en la iglesia y se hacían frecuentes y recíprocas visitas», para acabar por decir que «aunque no los hubiera conocido ni hubiese simpatizado con la familia entera, mi empeño en descubrir al criminal sería el mismo. Porque en mi vida he visto muchas cosas terribles y siniestras, lo juro, pero ninguna tan depravada como ésta. Cueste lo que cueste, aunque tenga que dedicar a ello el resto de mi vida, sabré lo que ocurrió en aquella casa: el quién y el por qué».
A sangre fria - Truman Capote
Si no que no se la juega..., pegar cuatro tiros a mitá la noche. Pues digo, que hubiera perdido la chaveta, digo. Que sí, que claro, que la chaveta la tiene perdía de todos modos. Digo, que pa hacé lo que hizo, digo. Porque a mí, saben, que a mí no, porque ése, el que lo hizo se las tenía todas pensadas, se lo sabía todo de pe a pa. ¡Que si se las sabía! Y hay algo ansina que yo me sé: que mi mujer y yo que va, que esta, digo, es la última noche que dormimos aquí. Que lo puedo jurar. Que nos vamos a la casa de la autovía, digo.
Los hombres trabajaron desde mediodía hasta que anocheció. Cuando llegó el momento de quemar lo que habían recogido, lo apilaron en una camioneta y, con Stoecklein al volante, se internaron hacia el norte de la hacienda hasta llegar a un lugar llano y pleno de un color único: el amarillo resplandeciente y leonado del rastrojo del trigo en noviembre. Allí descargaron la camioneta e hicieron una pirámide con los almohadones de Nancy, las ropas de cama, los colchones, el diván del cuarto de juegos. Stoecklein lo roció todo con petróleo y arrojó una cerilla encendida.
De los presentes, ninguno había sido tan allegado a la familia Clutter como Andy Erhart, compañero de clase de Herb en la Universidad del Estado de Kansas, nombre noble, digno, erudito de manos callosas y cuello tostado por el sol.
-Fuimos amigos durante treinta años -dijo tiempo después.
Erhart había visto cómo su amigo se convertía, desde el consejero agrícola mal pagado del condado, en uno de los más conocidos y respetados terratenientes de la región.
-Todo lo que Herb tenía lo había ganado con la ayuda de Dios. Era un hombre modesto pero orgulloso, y tenía derecho a estarlo. Había creado una hermosa familia. Había hecho algo de su vida.
Pero aquella vida, qué había hecho de ella. - ¿Cómo pudo suceder esto?, se preguntaba Erhart mientras veía arder la hoguera. ¿Cómo era posible que tanto esfuerzo, tanta virtud pudiera, de la noche a la mañana, haberse reducido a eso?-: humo deshaciéndose al subir y fundirse en el enorme y aniquilante cielo.
El Departamento de Investigaciones de Kansas, una amplia organización estatal con cuartel general en Topeka, contaba con una plantilla de diecinueve experimentados detectives diseminados por todo el estado, y el servicio de estos hombres estaba a disposición siempre que un caso se viera fuera de la competencia de las autoridades locales. El representante de Garden City, y agente responsable de una considerable porción del oeste de Kansas, es un hombre sobrio y apuesto; originario de Kansas desde cuatro generaciones atrás, de cuarenta y siete años, llamado Alvin Adams Dewey. Era inevitable que Earl Robinson, sheriff de Finney County, le encargara a Al Dewey el caso Clutter.
Inevitable y muy apropiado. Dewey había sido sheriff de Finney County anteriormente (de 1947 a 1955) y antes de ello, agente especial del FBI (entre 1940 y 1945 prestó sus servicios en Nueva Orleáns, San Antonio, Denver, Miami y San Francisco). Estaba, por lo tanto, profesionalmente calificado para encarar un caso tan falto de motivo aparente, tan falto de indicios, como el asesinato de los Clutter. Más aún, como declararía después, se sentía obsesionado en descubrir al autor del delito como si se tratara de «una cuestión personal». Añadiendo que él y su mujer «apreciaban de veras a Herb y a Bonnie», que «los veían cada domingo en la iglesia y se hacían frecuentes y recíprocas visitas», para acabar por decir que «aunque no los hubiera conocido ni hubiese simpatizado con la familia entera, mi empeño en descubrir al criminal sería el mismo. Porque en mi vida he visto muchas cosas terribles y siniestras, lo juro, pero ninguna tan depravada como ésta. Cueste lo que cueste, aunque tenga que dedicar a ello el resto de mi vida, sabré lo que ocurrió en aquella casa: el quién y el por qué».
A sangre fria - Truman Capote