A SANGRE FRÍA - Truman Capote

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Eso es casi lo único que recuerdo de cuando vivíamos en Fort Bragg. (¡Oh! Nosotros los chicos saltábamos desde el henil, con un paraguas abierto, sobre un montón de heno que había en el suelo)... Mi recuerdo siguiente es de varios años después, cuando vivíamos en ¿California, Nevada? Recuerdo un odioso episodio entre mi madre y un negro. En verano, nosotros los niños dormíamos en la galería. Una de nuestras camas estaba justo debajo de la habitación de mis padres. Cada uno de nosotros había mirado por la cortina entreabierta y había visto lo que estaba pasando. Papá había contratado a un negro (Sam) para que trabajara en la granja, haciendo un poco de todo mientras él trabajaba en otra parte, en la carretera. Por la noche llegaba tarde, en su viejo camión. Yo no recuerdo cómo se desencadenaron los acontecimientos pero supongo que papá sabría o sospecharía lo que pasaba. Terminó con que papá y mamá se separaron, y mamá nos llevó a los chicos a San Francisco. Se escapó con el camión de papá y todos los recuerdos que él había traído de Alaska. Creo que eso fue por 1935... En San Francisco siempre estaba metido en líos.

Iba con una pandilla en la que todos eran mayores que yo. Mi madre estaba siempre borracha, nunca en condiciones de proporcionarnos las cosas y cuidados que necesitábamos. Yo era tan libre y salvaje como un coyote. No había reglas ni disciplina, ni nadie que me enseñara a distinguir el bien del mal. Iba y venía a mi antojo, hasta la primera vez que me metí en un lío. Fui de un correccional a otro muchas veces por escaparme de casa y robar. Recuerdo uno. Tenía los riñones flojos y mojaba la cama todas las noches. Me humillaba mucho pero no podía controlarme. La gobernanta me pegaba muy fuerte, me insultaba y se burlaba de mí delante de los demás chicos. Venía a todas horas durante la noche para ver si había mojado la cama. Me destapaba y me pegaba furiosa con un gran cinturón de cuero negro, me agarraba del pelo para sacarme de la cama, me llevaba arrastrado hasta el cuarto de baño, me metía en la bañera, abría el grifo del agua fría y me ordenaba que me lavara, yo y las sábanas. Cada noche era una pesadilla. Luego le pareció muy divertido ponerme una pomada en el pexx. Era casi insoportable. Quemaba como fuego. Más tarde la despidieron del empleo. Pero eso no me hizo cambiar de idea, acerca de lo que me hubiera gustado hacerle a ella y a toda la gente que se burlaba de mí.

Entonces, como el doctor Jones le había dicho que tenía que entregar la declaración aquella misma tarde, Smith pasó a la primera adolescencia y a los años que había pasado con su padre, recorriendo el Oeste y el Lejano Oeste buscando oro, atrapando animales, haciendo trabajos ocasionales.

Yo quería a mi padre pero había veces en que cariño y afecto goteaban de mi corazón como agua sucia. Siempre que se desentendía de mis problemas. Cuando se negaba a darme un poco de consideración, de voz, de responsabilidad. Tuve que alejarme de él. Cuando tenía dieciséis años, me alisté en la Marina Mercante. En 1948 entré en filas, el oficial de reclutamiento me dio una oportunidad y me puso más nota en mi examen. Entonces empecé a darme cuenta de la importancia de la educación. Eso sólo aumentó el odio y resentimiento que sentía por los demás. Empecé a meterme en jaleos. Arrojé a un policía japonés desde un puente, al agua. Me sometieron a consejo de guerra por arrasar un café japonés. Me volvieron a hacer consejo de guerra en Kyoto, Japón, por haber robado un taxi japonés. Pasé en el ejército cuatro años. Tuve varios arranques de cólera por entonces, mientras servía en Japón y en Corea. Estuve quince meses en Corea, fui relevado y enviado a los Estados Unidos. Se me concedió una mención especial por ser el primer veterano de Corea que regresaba al territorio de Alaska. Grandes artículos, todas esas cosas... Terminé el servicio militar en Fort Lewis, Washington.

El lápiz de Smith volaba casi indescifrable a medida que avanzaba hacia un pasado más reciente: el accidente de moto que le había dejado lisiado, el allanamiento de morada de Phillipsburg, Kansas, que le había proporcionado su primera condena.



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...Me sentenciaron de cinco a diez años por hurto mayor, allanamiento de morada y fuga de la cárcel... Me pareció muy injusto. En la cárcel me volví un amargado. Cuando me soltaron tenia que haberme ido con mi padre a Alaska; no lo hice. Trabajé un tiempo en Nevada e Idaho, pasé a Las Vegas y continué hasta Kansas donde me metí en la situación en que ahora me hallo. No tengo tiempo de escribir más.

Firmó con su nombre y añadió una posdata:

Me gustaría volver a hablar con usted. Hay muchas cosas que no le dije y que podrían interesarle. He experimentado siempre una emoción profunda al encontrar personas con un fin en la vida y fuerza de voluntad para realizarlo. Estando con usted, sentí eso.

Hickock no escribía con la intensidad de su compañero. Con frecuencia se detenía para escuchar el interrogatorio de los candidatos a jurado o contemplar los rostros que tenía a su alrededor, especialmente y con evidente desagrado, la cara de Duane West, el fiscal que tenía su edad, veintiocho años.

Pero su declaración, escrita con una estilizada caligrafía que recordaba la lluvia inclinada, estuvo lista antes de que el tribunal suspendiera la vista hasta el día siguiente.

Intentaré contar todo lo que pueda de mi vida aunque los primeros años, hasta que cumplí los diez, los tengo muy oscuros. En el colegio fui como todos los chicos. Tuve mi parte de peleas, de chicas y todas las cosas propias de la edad. Mi vida familiar fue también normal, pero como ya le conté no me dejaban casi salir de mi casa ni siquiera para ir a jugar con mis compañeros. Mi padre fue siempre muy riguroso con nosotros, los hijos (yo y mi hermano), en ese aspecto. También tenía que ayudarlo mucho en la casa... Sólo recuerdo una vez que mi padre y mi madre tuvieron una discusión seria. Por qué era, no lo sé... Un día mi padre me compró una bicicleta y creo que no habría en el pueblo otro chaval más orgulloso que yo. Era una bici de chica y él me la convirtió en una de chico. La pintó toda y parecía nueva. De pequeño tenía montones de juguetes, muchos considerando la situación económica de mis padres. Fuimos siempre eso que se llama medio pobres. Nunca nos arruinamos del todo, pero varias veces estuvimos a punto. Mi padre trabajaba mucho y hacía cuanto podía para que en casa no faltara nada. Mi madre también trabajaba sin descanso: la casa estaba siempre impecable y nosotros teníamos toda la ropa limpia. Recuerdo que mi padre usaba una de esas gorras planas pasadas de moda y me obligaba a usar una y a mí no me gustaban... En bachillerato iba estupendamente bien: los dos primeros años tuve buenas notas. Pero luego empecé a bajar un poco.

Me eché una novia. Era una buena chica y nunca intenté meterle mano, sólo besarla. Fue algo muy limpio... Yo tomaba parte en todos los deportes y tuve nueve premios: basket, rugby, atletismo y baseball. El último año fue el mejor. No tenía chica fija, prefería no limitarme. Fue entonces cuando por primera vez tuve relaciones con una chica. Claro que a los demás chicos les decía que había tenido mujeres a montones... Dos universidades me ofrecieron matrícula gratis con tal de que jugara en sus equipos, pero no llegué nunca a la universidad. Cuando terminé la segunda enseñanza, entré a trabajar en los ferrocarriles de Santa Fe y trabajé hasta que llegó el invierno y me despidieron. En la primavera siguiente encontré empleo en la Roark Motor Company. Hacía cuatro meses que trabajaba allí cuando sufrí un accidente conduciendo un coche de la compañía. Pasé varios días en el hospital con heridas graves en la cabeza. En aquellas condiciones no pude encontrar otro empleo, así que estuve en paro casi todo el invierno. Mientras tanto había conocido a una chica y me había enamorado.

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Su padre era un predicador baptista y no quería que saliera con ella. En julio nos casamos. Su padre estaba furioso hasta que supo que estaba encinta. Pero a pesar de todo nunca me deseó buena suerte, ni nada y eso siempre me pesó. Después que nos casamos, trabajé en una estación de servicio cerca de Kansas City. Trabajaba de las ocho de la noche a las ocho de la mañana. A veces mi mujer se quedaba toda la noche conmigo; temía que no lograra estar toda la noche despierto, así que venía a ayudarme. Luego me hicieron una oferta para trabajar en la Perry Pontiac que acepté de mil amores. Era un empleo muy satisfactorio aunque no ganaba mucho, sólo 75 dólares a la semana. Me llevaba muy bien con los demás y mi jefe me tenía simpatía. Allí trabajé cinco años... Mientras trabajaba allí empecé con una de las cosas más bajas que he hecho en mi vida.

Aquí Hickock revelaba sus tendencias homosexuales, y tras describir algunas de sus experiencias como muestra, seguía:

Sé que está mal. Pero en esa época nunca pensé, ni por un momento, si estaba bien o mal. Lo mismo que con el robo. Parece ser un impulso. Algo que no le dije con respecto al caso Clutter es esto: antes de entrar en aquella casa, sabía que habría una chica allí. Creo que la principal razón de que fuera allí no fue el robo, quería violar a la chica. Porque había pensado mucho en ello. Por eso quise no echarme atrás después de haber entrado. Incluso cuando vi que allí no había caja de caudales. Le hice algunos avances a la chica Clutter. Pero Perry no me lo permitió. Espero que nadie más que usted se entere de eso porque no se lo he dicho ni a mi abogado. Hay más cosas que debería decirle pero tengo miedo de que mi familia se entere. Porque me avergüenzo más de ellas (de esas cosas) que de ser ahorcado... Muchas veces me encuentro mal. Creo que es por el accidente que tuve. Desvanecimientos y a veces hemorragias por la nariz y el oído izquierdo.

Tuve una en casa de unos conocidos que se llaman Crist, que son vecinos de mis padres. No hace mucho, me salió un pedacito de cristal de la cabeza. Me salió por la punta de un ojo. Mi padre me ayudó a sacármelo... Imagino que debo contarle lo que me llevó a divorciarme y por qué estuve en la cárcel. Todo comenzó a principios de 1957. Mi mujer y yo vivíamos en un piso en Kansas City. Yo había dejado mi empleo en la compañía de automóviles y puse un garaje por mi cuenta. Alquilé el garaje a una mujer que tenía una nuera que se llamaba Margaret. La conocí un día mientras trabajaba y fuimos a tomar un café juntos. Su marido estaba en Infantería de Marina. Para no alargarlo más, pues empezamos a salir juntos. Mi mujer pidió el divorcio. Yo empecé a pensar que en realidad nunca había querido a mi mujer. Porque si la hubiera querido no habría hecho todo lo que hice. Así que no me opuse al divorcio. Empecé a beber y estuve borracho por lo menos un mes. Descuidé el negocio, empecé a firmar cheques sin fondos y al final me convertí en un ladrón. Por esto último me enviaron a la penitenciaría... Mi abogado me ha dicho que debo ser sincero con usted porque quizás pueda ayudarme. Y necesito ayuda, como usted ya sabe.

Al día siguiente, miércoles, iba a tener lugar la apertura del proceso propiamente dicho. Era también la primera vez que se admitían espectadores en la sala, local demasiado pequeño para dar cabida a más que un modesto porcentaje de las personas que esperaban a la puerta. Los mejores sitios habían sido reservados para veinte miembros de la prensa y personas especiales como los padres de Hickock y Donald Cullivan (quien, a instancias del abogado de Perry, había venido desde Massachusetts para presentarse como testigo de la defensa a favor de su antiguo compañero de armas). Había corrido el rumor de que las dos hijas supervivientes de Clutter estarían presentes. No lo estuvieron ni asistieron a ninguna de las sesiones posteriores. La familia estuvo representada por el hermano menor de Clutter, Arthur, que hizo ciento cincuenta kilómetros para estar allí .

Dijo a los periodistas: «Sólo quiero mirarlos bien (a Smith y a Hickock). Quiero ver qué clase de bestias son. Si me dejara llevar por lo que siento, los despedazaría.»

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Se sentó detrás de los acusados y se quedó mirándolos fijamente, con persistencia, como si proyectara dibujarlos de memoria. Al cabo de un rato, y fue como si Arthur Clutter lo hubiera hipnotizado, Perry Smith se volvió, lo miró y reconoció un rostro muy parecido al del hombre que había asesinado: los mismos ojos mansos, labios delgados, firme mentón. Perry, que mascaba chicle, dejó de mascar; bajó los ojos y transcurrió un minuto y luego, lentamente, sus mandíbulas volvieron a ponerse en movimiento. A excepción de aquel momento, tanto Smith como Hickock adoptaron durante la audiencia una actitud a la vez indiferente y falta de interés: mascaban chicle y golpeaban con los pies el suelo, con lánguida impaciencia, mientras el estrado convocaba a sus primeros testigos.

Nancy Ewalt. Y después de Nancy, Susan Kidwell. Las jóvenes describieron lo que vieron al entrar en casa de los Clutter aquel domingo 15 de noviembre: las habitaciones en silencio, un monedero vacío en el suelo de la cocina, la luz del sol en una alcoba y su compañera de colegio, Nancy Clutter, en un charco de su propia sangre. La defensa renunció al contrainterrogatorio, política que siguió también con los tres siguientes testigos (el padre de Nancy Ewalt, Clarence, el sheriff Earl Robinson y el forense del distrito, doctor Robert Fenton) cada uno de los cuales relató los acontecimientos de aquella soleada mañana de noviembre: el descubrimiento de las cuatro víctimas, la descripción de su aspecto y, por parte del doctor Fenton, el diagnóstico clínico: «Gravísimos traumas en el cerebro y en la estructura vital craneana causados por arma de fuego.”

A continuación prestó declaración Richard G. Rohleder.

Rohleder es el investigador jefe del Departamento de Policía de Garden City. Su hobby es la fotografía y es un buen fotógrafo. Fue Rohleder quien tomó las fotografías que, una vez reveladas, descubrieron las pisadas polvorientas de Hickock en el sótano de los Clutter, huellas que la cámara pudo registrar y no el ojo humano. Y fue él quien fotografió los cadáveres, aquellas imágenes macabras sobre las que Alvin Dewey tanto había meditado mientras los asesinatos seguían sin resolverse. El objetivo del testimonio de Rohleder era dejar sentado que había sido él quien tomó las fotografías que el fiscal iba a presentar como prueba. Pero el defensor de Hickock objetó:

-La única razón para requerir esas fotografías es provocar prejuicio y apasionamiento en la mente de los jurados.

El juez Tate denegó la objeción y dio su venia para que las fotografías fueran admitidas como pruebas, es decir, mostradas a los jurados.

Mientras esto ocurría, el padre de Hickock, dirigiéndose a un periodista que estaba a su lado, comentó:

-¡Vaya un juez! En mi vida he visto hombre peor predispuesto. Es absurdo un proceso con él ahí. ¡Si era uno de los que llevaban el féretro en el funeral!

(En realidad, Tate apenas conocía a las víctimas y no estuvo presente en su funeral.)

Pero la voz del padre de Hickock fue la única que se alzó en la sala profundamente silenciosa. En total había diecisiete fotos y mientras pasaban de mano en mano, las expresiones de los jurados reflejaban el impacto de las imágenes: las mejillas de un hombre se sonrojaron como si le hubieran dado una bofetada y algunos, después de ver la primera, no tuvieron fuerzas para proseguir. Era como si aquellas fotos hubiesen abierto su mente obligándoles al fin a ver efectivamente la real y espantosa tragedia que le había ocurrido a un vecino, a su esposa e hijos. Quedaron atónitos, enfurecidos y algunos de ellos, el farmacéutico, el gerente de la bolera, miraron a los acusados con el mayor de los desprecios.
El anciano señor Hickock, sacudiendo débilmente la cabeza, no dejaba de murmurar:

-Es absurdo. Es absurdo que hagan proceso.

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Como último testigo del día, el fiscal había prometido presentar a un «hombre misterioso». Era el hombre que había proporcionado la información que condujo al arresto de los acusados: Floyd Wells, el antiguo compañero de celda de Hickock. Como todavía estaba cumpliendo condena en la Penitenciaría del Estado de Kansas y, por tanto, en peligro de que los demás presos le hicieran objeto de represalias, Wells no había sido identificado públicamente como delator. Y para que pudiera prestar declaración como testigo sin riesgo, fue transferido de la penitenciaría a una pequeña cárcel de un condado vecino. No obstante, Wells al cruzar la sala en dirección al estrado de los testigos, lo hizo de forma furtiva, como si temiera hallarse con un asesino en su camino, y cuando pasó junto a Hickock los labios de Hickock se contrajeron al silbar unas pocas palabras atroces. Wells fingió no darse cuenta, pero como el caballo que ha oído el tintineo de una serpiente de cascabel, se apartó de la venenosa proximidad del hombre traicionado. Subió a la tarima y quedó mirando a la lejanía.

Era un tipo sin barbilla, con aspecto de bracero, que llevaba un traje azul marino muy sobrio, que el estado de Kansas le había comprado para la ocasión. El estado se había preocupado de que su más importante testigo tuviera aspecto respetable y, por consiguiente, digno de crédito.

El testimonio de Wells, perfeccionado por un ensayo antes del proceso, fue tan pulcro como su aspecto. Alentado por los avances comprensivos de Logan Creen, el testigo reconoció que en un tiempo, durante un año aproximadamente, había trabajado como peón en la finca River Valley. Siguió diciendo que unos diez años después, cumpliendo condena por robo, se había hecho amigo de otro ladrón, Richard Hickock, y que le había descrito la hacienda Clutter.

-Vamos -le preguntó Green-, en sus conversaciones con el señor Hickock, ¿qué dijeron del señor Clutter?

-Bueno hablamos bastante del señor Clutter. Hickock decía que estaba a punto de obtener la libertad bajo palabra y que iría al oeste a buscar trabajo y que quizás iría a ver si el señor Clutter se lo podía dar. Y yo le decía lo rico que era el señor Clutter.

-¿Eso parecía interesar al señor Hickock?
-Bueno, quería saber si el señor Clutter tenía una caja de caudales en casa.
-Señor Wells, ¿creía usted entonces que había una caja fuerte en casa del señor Clutter?

-Bueno, pues hacía tanto tiempo que yo había trabajado allí... Creí que tenía una caja fuerte. Sabía qué había una especie de armario... Todo lo que sé es que él (Hickock) se puso a hablar de robar al señor Clutter.

-¿Le dijo cómo pensaba llevar a cabo el robo?
-Me dijo que si hacía algo así, no dejaría testigos.
-¿Dijo qué pensaba hacer con los testigos?
-Sí. Me dijo que probablemente los ataría y que después de cometer el robo los mataría.

Establecida así la premeditación en primer grado, Green dejó el testigo en manos de la defensa. El anciano señor Fleming, clásico abogado de provincias, mucho más diestro en cuestiones inmobiliarias que criminales, inició el contrainterrogatorio. El objetivo de sus preguntas, como demostró bien pronto, fue introducir un tema que el fiscal había evitado cuidadosamente: la participación de Wells en el proyecto de asesinato y su responsabilidad moral.

-¿No le dijo usted -preguntó Fleming apresurándose a llegar al meollo de la cuestión- nada al señor Hickock para convencerle de que no robara ni matara a la familia Clutter?

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-No. Si te dicen allá (en la Penitenciaría del Estado de Kansas) que van a hacer esto o aquello, no le haces el menor caso porque piensas que están hablando por hablar.

-¿Quiere decir que hablaban de eso pero sin que significara nada? ¿No trató usted de convencerle (a Hickock) de que el señor Clutter tenía una caja de caudales? Usted quería que el señor Hickock lo creyera, ¿no es así?

Con toda su flema, Fleming hacía pasar un mal momento al testigo.
Wells se llevó la mano a la corbata, como si de pronto el nudo le apretara demasiado. -Y además trató de convencerle de que el señor Clutter tenía mucho dinero, ¿no es así? -Sí, le dije que el señor Clutter tenía un montón de dinero.

Fleming quiso oír otra vez la forma en que Hickock había informado a Wells de sus planes de violencia para con la familia Clutter. Luego, como tratando de contener una íntima pesadumbre, el abogado, pensativo, dijo:

-¿Y ni siquiera después de oír todo eso, trató usted de disuadirlo?

-No creí que fuera a hacerlo.

-Usted no le creyó. Entonces, ¿por qué, cuando supo lo que había sucedido, por qué creyó que él era el culpable?

Wells rebatió con petulancia:

-¡Porque había sucedido exactamente como él había dicho!

Harrison Smith, el más joven de los defensores, entró en funciones. Adoptando una postura agresiva, llena de menosprecio que parecía forzada, pues en realidad era hombre blando e indulgente, le preguntó al testigo si no tenía algún apodo.

-No. Me llaman simplemente «Floyd».
El abogado soltó un bufido:
-¿Ahora no lo llaman «Soplón»? ¿No le conocen por «Acusica»? -Me llaman sólo «Floyd» -repitió Wells un poco avergonzado. -¿Cuántas veces ha estado en la cárcel?
-Unas tres veces.
-En alguna ocasión por mentir, ¿no?

Al negarlo, el testigo añadió que una vez fue a la cárcel por conducir sin permiso, que un robo fue el motivo de su segundo encarcelamiento y que el tercero, noventa días en celda de castigo del ejército, había sido el resultado de algo que sucedió cuando era soldado.

-Estábamos de guardia en un tren, nos pusimos un poco alegres y empezamos a disparar contra bombillas y ventanas.

Se produjo una carcajada general. Todos rieron menos los acusados (Hickock escupió en el suelo) y Harrison Smith que preguntó a Wells por qué después de enterarse de la tragedia de Holcomb, había demorado varias semanas en comunicar a las autoridades lo que sabía.

-¿No estaría aguardando -dijo- a que se anunciara algo? ¿Algo así, como una recompensa?

-No.

-¿No oyó hablar de una recompensa?

El abogado se refería a la recompensa de mil dólares ofrecida por el News de Hutchinson, a cualquier información de la que resultara la captura y condena de los asesinos de los Clutter.

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-Lo leí en los periódicos.

-Antes de acudir a las autoridades, ¿no es así?

Y cuando el testigo admitió que eso era cierto, Smith, triunfante, prosiguió:

-¿Qué clase de inmunidad le ha ofrecido a usted el fiscal para que se presente aquí hoy a declarar?

Pero Logan Green protestó:

-Nos oponemos a la formulación de la pregunta. Su Señoría. No ha habido promesa de inmunidad alguna.

La objeción fue escuchada y el testigo despedido. Hickock anunció con voz que oyó todo el que tenía orejas:

-Hijo put*. Si alguien merece que lo ahorquen, es él. Hay que ver. Ahora sale, cobra los cuartos y lo sueltan.

La predicción resultó exacta porque no mucho después Wells obtuvo ambas cosas, la libertad y la recompensa. Pero su buena fortuna duró poco. Pronto volvió a las andadas y a lo largo de los años ha pasado por muchas vicisitudes. En la actualidad se halla en la Prisión del Estado de Mississippi de Parchman, condenado a treinta años por robo a mano armada.


El viernes, cuando la vista se aplazó por el fin de semana, el estado había terminado la acusación que incluía la comparecencia de cuatro agentes especiales de la Oficina Federal de Investigación de Washington D. C. Esos hombres técnicos de laboratorio, especializados en diversas ramas de la investigación científica criminal, habían estudiado las pruebas físicas que vinculaban a los acusados con los asesinatos (marcas de sangre, pisadas, cartuchos, cuerda y cinta adhesiva) y cada uno de ellos certificó la validez de las pruebas presentadas en el juicio. Para terminar, los cuatro agentes del KBI dieron cuenta de sus entrevistas con los detenidos y de sus confesiones. En el contrainterrogatorio de los hombres del KBI, los abogados de la defensa, sin otra salida, alegaron que la confesión de culpabilidad había sido obtenida por medios impropios: brutales interrogatorios con focos potentes, en cuartos pequeños como armarios. La alegación, que no era cierta, irritó a los detectives que la negaron con declaraciones muy convincentes. Después, en respuesta a un periodista que le preguntaba por qué había seguido con tanta obstinación aquel absurdo intento, el abogado de Hickock soltó: «¿Qué otra cosa puedo hacer? Diablos, no tengo ninguna carta en la mano. Pero no me voy a quedar ahí como una momia. Tengo que abrir la boca de vez en cuando.”

El más efectivo testigo del fiscal fue Alvin Dewey. Su declaración, el primer relato público de los sucesos narrados en la confesión de Perry Smith, mereció grandes titulares (REVELACIÓN DEL MUDO HORROR DEL DELITO. Recuento de los escalofriantes hechos) y sobrecogió al auditorio; a nadie tanto como a Richard Hickock que, sorprendido y contrariado, prestó atención cuando en el curso de su declaración el agente Dewey dijo:

-Hay un incidente que Smith me contó y que no he mencionado hasta ahora. Después que la familia Clutter hubo sido atada, Hickock le dijo que Nancy Clutter le gustaba mucho y que iba a violarla. Smith dice que le contestó a Hickock que ni soñara en hacer eso. Smith me explicó que despreciaba a la gente que no podía dominar sus impulsos sexuales y que se hubiera pegado con Hickock antes de permitirle que violara a la chica Clutter.

Hasta aquel momento Hickock ignoraba que su cómplice había informado a la policía de aquel propósito suyo y también que, con espíritu más amistoso, Perry había alterado su versión original para declarar que había sido él quien disparara contra las cuatro víctimas, hecho que Dewey reveló solamente al final de su exposición.


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-Perry Smith me dijo que quería cambiar dos cosas de su primera confesión. Dijo que todo lo demás era cierto y exacto. Las dos cosas eran que él había matado a la señora Clutter y a Nancy Clutter; él, y no Hickock. Me dijo que Hickock... me dijo que no quería morir dejando que su madre creyera que había matado a alguno de los miembros de la familia Clutter. Y añadió que los Hickock eran buena gente. Entonces, ¿por qué no declararlo así?

Al oír esto, la señora Hickock lloró. Durante todo el proceso había permanecido sentada junto a su marido, silenciosa, retorciendo un pañuelo arrugado. Siempre que podía, miraba a su hijo, le hacía señas con la cabeza, y simulaba una sonrisa que, aunque forzada y débil, atestiguaba su lealtad. Pero el autodominio de la mujer había llegado a sus límites y empezó a llorar. Algunos espectadores la miraron y en seguida apartaron la vista embarazados. Los demás parecían no darse cuenta del lamento que era como un contrapunto al recuento de Dewey. Hasta su esposo, quizá porque le parecía poco masculino darse por aludido, se mantenía ajeno. Al final, una periodista, la única presente, sacó de la sala a la señora Hickock y la condujo a la intimidad del tocador de señoras.

Superada la angustia, la señora Hickock expresó su deseo de desahogarse.

-No tengo muchas personas con quienes poder hablar -le dijo a su acompañante-. No quiero decir que la gente no haya sido bondadosa, los vecinos y así. Y los desconocidos también, desconocidos que me han escrito diciéndome que comprenden lo duro que ha de ser y lo mucho que lo sienten. Nadie nos ha dicho una palabra malévola ni a Walter ni a mí. Ni siquiera aquí donde hubiera sido de esperar. Todos han hecho sólo lo posible por mostrarse cordiales. La camarera del lugar donde vamos a comer pone helado en el postre sin cobrarlo. Yo le dije que no lo hiciera, porque no podía comerlo. Antes podía comer de todo, cualquier cosa. Pero nos lo pone en el plato. Por ser amable. Sheila, que así se llama, dice que no ha sido culpa nuestra lo ocurrido. Pero a mí me parece que la gente me mira y piensa: «Bueno, alguna culpa tendrá, por el modo como educó a Dick.» Quizá sí, quizá hice algo mal. Sólo que no puedo saber qué. Nosotros somos gente sencilla, campesinos nada más, que vamos tirando como cualquier otro. Tuvimos épocas felices, en casa.

Yo le enseñé a Dick a bailar el foxtrot. Bailar me gustaba con locura, cuando era joven, bailar era toda mi vida. Y había un muchacho, caramba, que bailaba como los ángeles... ganamos una copa de plata bailando el vals. Durante mucho tiempo pensamos fugarnos y dedicarnos al teatro. A las variedades. Pero no era más que un sueño. Un sueño de críos. Se fue del pueblo y yo me casé con Walter y Walter Hickock no sabía ni mover los pies. Solía decirme que si quería bailar podía haberme casado con un trompo. Nadie volvió a bailar conmigo hasta que le enseñé a bailar a Dick y no es que lo hiciera muy bien pero era encantador. Dick era un niño con un carácter maravilloso.

La señora Hickock se quitó las gafas que llevaba, limpió los cristales empañados y volvió a colocarlas en su simpática cara regordeta.

-Dick es algo más de lo que dicen en la sala. Esos abogados charlando sobre lo perverso que es, sin nada bueno. Yo no encuentro excusas para lo que hizo, por la parte que tuvo en ello. No me olvido de esa familia; rezo por ella todas las noches. Pero también rezo por Dick. Y por ese chico, Perry. No hice bien odiándole; ahora sólo siento compasión por él. Y, ¿sabe?, creo que la señora Clutter le tendría compasión, también. Siendo la clase de mujer que dicen que era.

La vista se había aplazado. El ruido del público al marcharse resonaba tras la puerta del tocador. La señora Hickock dijo que tenía que volver con su marido.

-Está muriéndose. Creo que ya no le importa nada.

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A muchos observadores del proceso les desconcertó la presencia del visitante de Boston, Don Cullivan. No acababan de comprender por qué aquel serio joven católico, un ingeniero próspero con título de Harvard, casado y padre de tres hijos, había ofrecido su amistad a un asesino mestizo, sin educación, al que había conocido superficialmente y hacía nueve años que no veía. Cullivan mismo decía:

-Mi esposa tampoco lo entiende. Venir hasta aquí es un lujo que yo no podía permitirme, significa perder una semana de mis vacaciones y un dinero que necesitamos para otras cosas. Pero, por otra parte, no podía dejar de hacerlo. El abogado de Perry me escribió preguntándome si querría ser testigo de la defensa y en cuanto leí la carta supe que tenía que hacerlo. Porque yo le había ofrecido mi amistad a ese hombre. Y porque... bueno, porque creo en la vida eterna. Todas las almas pueden salvarse para Dios.

La salvación de un alma, a saber, la de Perry Smith, era empresa a la que el profundamente católico vicesheriff y su mujer deseaban contribuir, a pesar de que la señora Meier había recibido un desaire de Perry cuando le sugirió que conversara con el padre Goubeaux, el sacerdote de allí. (Perry dijo: «Monjas y curas han hecho ya todo lo que podían hacer por mí. Tengo todavía las cicatrices que lo prueban.») Así que durante el descanso del fin de semana, los Meier invitaron a Cullivan a comer el domingo en la celda con el preso.

La oportunidad de recibir a su amigo, de hacer como de anfitrión, deleitó a Perry y planear el menú (ganso relleno asado con salsa, patatas a la crema, judías verdes y gelatina de ensalada, acompañado de galletas calentitas y leche fría, para terminar con tarta de cereza, queso y café) parecía preocuparle más que el resultado del proceso (que desde luego no tenía para él nada de intriga y emoción: «Esos machos de la pradera votarán para que nos cuelguen como cerdos que se tiran a la pitanza. No hay más que mirarles a los ojos. Que me aspen si soy el único asesino de la sala.») Toda la mañana del domingo se preparó para recibir a su invitado.

El día era cálido, con un poco de viento y la sombra de las hojas, dóciles emanaciones de las ramas que rozaban la enrejada ventana, atormentaban a la ardilla domesticada de Perry. Red perseguía las sombras oscilantes de luz mientras su amo barría, quitaba el polvo, fregaba el suelo, refregaba el retrete y desembarazaba la mesa de la acumulación de material literario. El escritorio iba a convertirse en mesa de comedor y cuando Perry hubo terminado de arreglarla, ésta tenía un aspecto de lo más atrayente porque la señora Meier le había facilitado un mantel de lino, servilletas almidonadas y lo mejor de su plata y porcelana.

Cultivan se dejó impresionar, soltando un silbido cuando el festín, servido en bandejas, fue colocado sobre la mesa y antes de sentarse preguntó al anfitrión si podía bendecir la mesa. El anfitrión, con la cabeza alta, hacía crujir los nudillos mientras Cullivan, con la cabeza gacha y las manos juntas, murmuraba:

-Bendícenos, Señor, a nosotros y a estos tus dones que estamos a punto de recibir de tu generosidad, por misericordia de Cristo Nuestro Señor, Amén.

Perry comentó en un murmullo que en su opinión todo el mérito era de la señora Meier.

-Lo hizo todo ella. Bueno -añadió llenando el plato de su invitado-, me alegro mucho de verte, Don. Eres el mismo de siempre. No has cambiado nada.

Cullivan, con su aspecto de empleadillo de banca, de cabello ralo y cara difícil de recordar, admitió que exteriormente no había cambiado mucho. Pero su yo interno, el hombre invisible, era otra cosa.

-Me limitaba a ir tirando. Ignoraba que Dios es la única realidad. Cuando lo comprendes, todo queda en el lugar que le corresponde. La vida tiene sentido y también la muerte. Chico, ¿te dan de comer siempre así?

Perry rió.

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-La señora Meier es una cocinera estupenda. Tendrías que probar su arroz a la española. He aumentado siete kilos desde que estoy aquí. Claro que estaba muy flaco. Perdí mucho peso cuando Dick y yo nos pasábamos el día en la carretera, andando sin parar, sin comer nunca caliente y siempre con un hambre de lobo. Vivíamos como animales. Dick siempre robaba comida en lata de las tiendas. Alubias cocidas y spaghetti. Las abríamos en el coche y nos lo tragábamos frío. Animales. A Dick le encanta robar. Para él es emocionante, como una enfermedad. Yo robo también pero sólo si no tengo dinero para pagar. Dick, aunque tuviera cien dólares en el bolsillo, igualmente robaría una barrita de chicle.

Más tarde, cuando pasaron a los cigarrillos y al café, Perry volvió al tema del robo.

-Mi amigo Willie-Jay solía hablar de eso; decía que todos los crímenes podían considerarse como «variantes del robo». Incluido el asesinato. Cuando matas a un hombre, le robas la vida. Lo que supongo me pone a mí entre los grandes ladrones. Fíjate, Don: yo los maté. Allí en la sala, Dewey hizo que pareciera como si yo estuviera mintiendo... a causa de la madre de Dick. Bueno, pues no. Dick me ayudó, sostenía la linterna y recogió los cartuchos. Y fue idea suya, eso sí. Pero Dick no disparó, no sería capaz de hacerlo... aunque cuando se trata de atropellar a un perro viejo, es muy rápido. No sé por qué lo hice -frunció el ceño como si el problema fuera nuevo para él, una piedra preciosa recién desenterrada de sorprendente y desconocido color-. No sé por qué -dijo como llevándola a la luz y haciéndola girar entre sus dedos para contemplarla desde distintos ángulos-. Estaba furioso con Dick. El duro, el hombre de acero. Pero no se trataba de Dick. Ni del miedo de ser descubierto. Yo quería correr la aventura. Y no era por nada que los Clutter hubieran hecho. No me habían hecho nada. Como otros. Como otros que me han dado una perra vida. Quizá sólo fuera que los Clutter tuvieron que pagar por todos.

Cullivan, tratando de averiguar la profundidad de la contrición que atribuía a Perry, lo sondeó, ¿verdad que experimentaba un remordimiento suficientemente profundo como para desear el perdón y la misericordia de Dios?

Perry dijo:

-¿Que si lo siento? Si es eso lo que quieres decir, no. No siento nada en absoluto. Y quisiera que no fuera así. Pero nada de aquello me causa preocupaciones. Media hora después, Dick me contaba chistes y yo me reía a carcajadas. Quizá no seamos humanos. Yo soy lo bastante humano como para sentir lástima de mí mismo. Me apena no poder largarme de aquí cuando tú te vayas. Pero nada más.

Cullivan no podía dar crédito a actitud tan imparcial. Perry se confundía, estaba en un error. Era imposible que un hombre estuviera tan falto de conciencia o de compasión. Perry dijo:

-¿Por qué? Los militares no pierden el sueño. Asesinan y encima les dan medallas. Las buenas gentes de Kansas quieren matarme y algún verdugo estará encantado de hacer el trabajo. Matar es muy fácil, mucho más fácil que pasar un cheque falso. Recuerda una cosa: yo conocí a los Clutter durante una hora quizá. Si de veras los hubiera conocido, imagino que mis sentimientos serían diferentes. Que me sentiría asqueado de mí mismo. Pero tal como fue la cosa, era como disparar en un tiro al blanco de feria.

Cullivan guardaba silencio y su silencio perturbó a Perry, que lo interpretó como una implícita censura.

-¡Carajo, Don! No hagas que sea hipócrita contigo. Que te suelte un montón de embustes acerca de cuánto lo siento, de que lo que quiero es postrarme de rodillas y rezar. Esas cosas no van conmigo. No puedo aceptar de un día a otro lo que siempre he negado. La verdad es que tú has hecho más por mí de lo que nunca hizo eso que tú llamas Dios. De lo que nunca hará.



A sangre fria - Truman Capote
 
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Al escribirme, al firmar «tu amigo». Cuando yo no tenía amigos. Excepto Joe James.

Joe James, le explicó a Don Cullivan, era un joven leñador indio con el que había vivido una vez, en un bosque cerca de Bellingham, Washington.

-Está muy lejos de Garden City. Tres mil kilómetros o más. Le escribí a Joe contándole lo que me pasaba. Joe es pobre, tiene siete hijos que alimentar, pero me ha prometido que vendrá aunque tenga que hacerlo andando. No ha venido aún y quizá no venga, pero yo creo que sí, que vendrá. Joe siempre me ha querido bien. ¿Y tú, Don?

-Sí, yo también.

La respuesta suave y enfática complació sobremanera a Perry y lo hizo sonrojar. Sonrió y dijo:

-Entonces debes de estar un poco loco.

Levantándose de pronto, cruzó la celda y cogió la escoba.

-No veo por qué he de morir entre desconocidos. Dejar que un puñado de matones de la pradera contemplen cómo estiro la pata. ¡Cristo! Sería mejor suicidarme.

Levantó la escoba y presionó las cerdas contra la bombilla que brillaba en el techo.

-No tengo más que desenroscar la bombilla, romperla y cortarme las muñecas. Eso es lo que debería hacer. Mientras tú estás todavía aquí. Mientras estoy con alguien a quien le importo un poco.

El juicio se reanudó el lunes por la mañana a las diez. Noventa minutos después, el tribunal levantó la sesión: en aquel breve espacio de tiempo la defensa había completado su tarea. Los acusados renunciaron a declarar en su propio favor, así que la cuestión de si el verdadero asesino había sido Hickock o Smith no se planteó.

De los cinco testigos que comparecieron, el primero fue el ojeroso señor Hickock. Habló con digna y triste elocuencia con un sólo propósito: demostrar que todo se debía a locura temporal. Su hijo, manifestó, en un accidente de coche ocurrido en julio del 1950, había recibido serias heridas en la cabeza. Antes de aquel accidente, Dick había sido siempre un chico «despreocupado y feliz», aplicado en el colegio y respetuoso con sus padres y querido por sus compañeros.

-Nunca fue problema para nadie.

Harrison Smith, guiando hábilmente al testigo, dijo:

-Quisiera preguntarle si a partir de julio del año cincuenta observó algún cambio en la personalidad y costumbres de su hijo Richard.

-Pues no parecía el mismo.

-¿Cuáles fueron los cambios que usted observó?

El señor Hickock, entre pensativas vacilaciones, enumeró algunos: Dick se volvió taciturno e inquieto, andaba siempre con hombres mayores que él, bebía y jugaba.

-No era la misma persona.

Esta última afirmación fue recusada inmediatamente por Logan Green, que inició el contrainterrogatorio.

-Señor Hickock, ¿afirma usted que no tuvo nunca problemas con su hijo hasta después de 1950?

-Creo que en el cuarenta y nueve lo detuvieron.



A sangre fria - Truman Capote
 
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Una irónica sonrisa se dibujó en los delgados labios de Green. -¿Recuerda por qué lo detuvieron?
-Lo acusaron de forzar un drugstore.
-¿Lo acusaron? ¿No admitió acaso que lo había forzado?

-Es verdad, lo admitió.

-Y eso fue en el cuarenta y nueve. ¿Y, sin embargo, dijo usted que su hijo cambió de conducta y actitud a partir del cincuenta?

-Yo diría que sí.
-¿Quiere decir que después del cincuenta se convirtió en un buen chico? Accesos de fuerte tos sacudieron al viejo, que escupió en un pañuelo.
-No -declaró examinando el esputo-, yo no diría eso.
-Entonces, ¿cuál fue el cambio que tuvo lugar?
-Bueno, eso es difícil de precisar. Sólo sé que ya no parecía el chico de antes. -¿Quiere decir que perdió sus tendencias criminales?

La salida del abogado provocó carcajadas, un alboroto en la sala que la severa mirada del juez Tate sofocó muy pronto. El señor Hickock, despedido poco después, fue reemplazado en la tarima por el doctor W. Mitchell Jones.

El doctor Jones se presentó ante el tribunal como «médico especialista en el campo de la psiquiatría» y como prueba de tal afirmación añadió que desde 1956, año en que entró a formar parte del personal residente en el hospital psiquiátrico del estado de Topeka, Kansas, había asistido a unos mil quinientos pacientes. Durante los dos últimos años había formado parte del personal del hospital que el estado tenía en Larned, como director del Pabellón Dillon, sección reservada a los locos criminales.

Harrison Smith le preguntó al testigo:

-Aproximadamente, ¿de cuántos asesinos se ha ocupado?

-Unos veinticinco.

-Doctor, he de preguntarle si conoce a mi cliente Richard Eugene Hickock.

-Sí.

-Ha tenido ocasión de examinarlo desde un punto de vista profesional?

-Sí..., he sometido a examen psiquiátrico al señor Hickock.

-Basándose en su examen, ¿puede decirnos si Richard Eugene Hickock era capaz de distinguir el bien del mal cuando se cometieron los crímenes?

El testigo, hombre robusto de veintiocho años, con cara redonda pero inteligente y sutil, lanzó un profundo suspiro, como preparándose para una respuesta larga, que el juez inmediatamente le advirtió no hiciera.

-Limítese a contestar sí o no, doctor. Puede contestar con un sí o un no.
-Sí.
-¿Y cuál es su opinión?

-Creo que según la definición usual el señor Hickock distinguía el bien del mal.

Así, constreñido como se veía por la ley M'Naghten («la definición usual»), fórmula totalmente ciega a cualquier matiz entre el blanco y el negro, el doctor Jones se veía impotente para contestar de modo distinto. Pero, claro, su respuesta era una contrariedad para el abogado de Hickock quien totalmente desesperanzado preguntó:

-¿Puede precisar la respuesta?

A sangre fria - Truman Capote
 

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