A SANGRE FRÍA - Truman Capote

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Luego, mientras el perro comía, telefoneó al despacho del sheriff, y dijo:

Le llamo Lowell Lee Andrews. Vivo en el seis mil cuarenta de Wolcott Drive y quiero denunciar un robo... Cuatro agentes de la patrulla del sheriff de Wyandotte County se presentaron. Uno de ellos, el agente Meyers, describe así la escena: -Bueno, era la una de la madrugada cuando llegamos allí. Todas las luces de la casa estaban encendidas. Y ese enorme niño de pelo oscuro, Lowell Lee, estaba sentado en el porche acariciando a su perro. Le daba palmadas en la cabeza. El teniente Athey le preguntó qué había sucedido. Se limitó a señalar la puerta y a decir, con cierta negligencia: «Echen un vistazo.” Después de hacerlo, los aturdidos agentes llamaron al forense del distrito (un caballero que también quedó impresionado con la insensible indiferencia del joven Andrews).

Cuando el forense le preguntó qué disposiciones pensaba tomar para el funeral, Andrews, encogiéndose de hombros, contestó: -No me importa qué haga con ellos. En seguida llegaron dos detectives que empezaron a hacer preguntas al único superviviente de la familia. A pesar de que estaban convencidos de que mentía, los dos detectives escucharon pacientemente el cuento de que se había ido en coche hasta Lawrence a buscar su máquina de escribir, de que luego había entrado en el cine y que al llegar a casa después de medianoche halló las alcobas saqueadas y su familia asesinada. Mantuvo esta historia y puede que la hubiera mantenido siempre si, después de su arresto y traslado a la prisión del distrito, las autoridades no hubieran conseguido la ayuda del reverendo Virto C. Dameron.

El reverendo Dameron, personaje sacado de un libro de Dickens, persuasivo y excelente orador de azufre y fuego eterno, era el ministro de la Iglesia baptista de Grandview de Kansas City, la iglesia que los Andrews frecuentaban regularmente. Despertado por una llamada urgente del forense, Dameron se personó en la cárcel a las tres de la madrugada. Los detectives que habían interrogado al sospechoso intensa pero infructuosamente pasaron a otra habitación dejando que el ministro mantuviera una consulta privada con aquel elemento de su parroquia. Resultó ser una entrevista fatal para el último, quien muchos meses después le contaba a un amigo: -El señor Dameron me dijo: «Piensa, Lee, te conozco desde que naciste. Desde que no eras más que un renacuajo. Y que a tu padre lo conocía de siempre, que crecimos juntos, que éramos amigos de infancia. Y por eso he venido hasta aquí, no sólo porque soy tu ministro religioso, sino porque te considero como a un miembro de mi propia familia.

Y porque tú necesitas un amigo en quien poder confiar y confiarte. Este espantoso suceso me ha conmovido como no puedes imaginar y tengo tantas ganas como tú de ver al culpable detenido y castigado.” »Me preguntó si tenía sed, y, como sí la tenía, me trajo una Coca-Cola y empezó a hablarme de las vacaciones, del Día de Acción de Gracias y de si me gustaba la universidad, hasta que de pronto dijo: "Según parece, Lee, dudan de tu inocencia. Estoy seguro de que no te importará someterte al detector de mentiras para convencer a esos hombres de tu inocencia, así pueden empezar a ocuparse de atrapar al culpable." Luego me dijo: "Lee, tú no has cometido esa acción atroz, ¿verdad? Si lo hiciste, ahora es el momento de purgar tu alma." Entonces pensé: qué más da, y le conté la verdad, prácticamente todo. No dejaba de sacudir la cabeza, poner los ojos en blanco y frotarse las manos. Me dijo que era una acción terrible y que yo tendría que responder de ella ante el Altísimo y purgar mi alma diciéndoles a los policías lo que acababa de contarle a él. Me preguntó si estaba dispuesto a hacerlo.

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Al recibir como respuesta un movimiento de cabeza afirmativo, el consejero espiritual del detenido pasó a la habitación contigua, atestada de policías expectantes, y les anunció con alivio:

-Ya pueden entrar. El muchacho está dispuesto a declarar.

El caso Andrews se convirtió en el fundamento de una cruzada médica y legal. Antes de iniciarse el proceso, en el que Andrews se declaró inocente en razón de enfermedad mental, el personal psiquiátrico de la Clínica Menninger llevó a cabo un exhaustivo examen del acusado, que dio como resultado el diagnóstico de «esquizofrenia simple». Por «simple» los especialistas entendían el hecho de que Andrews no sufría ilusiones, ni percepciones falsas, ni alucinaciones, sino el primer estadio de la enfermedad mental que consiste en la separación de pensamiento y sentimiento. Comprendía la naturaleza de sus actos y sabía que eran prohibidos y que por ellos se hacía merecedor de castigo.

-Pero -declaró el doctor Joseph Satten, uno de los que lo examinaron- Lowell Lee Andrews no experimenta emoción alguna. Se considera a sí mismo la única persona importante y significativa del mundo entero. Y en ese recluido mundo suyo, se siente con igual derecho a matar a su madre como a un animal o a una mosca.

En opinión del doctor Satten y sus colegas, el crimen de Andrews ofrecía un ejemplo tan indiscutible de irresponsabilidad, que el caso se prestaba admirablemente para debatir la ley M'Naghten en los tribunales de Kansas. La ley M'Naghten, como hemos dicho ya, no reconoce forma alguna de enfermedad mental cuando el acusado es capaz de distinguir entre el bien y el mal: legalmente y no moralmente. Con gran contrariedad de psiquiatras y juristas liberales, esta ley prevalece en los tribunales de la Comunidad Británica de Naciones y en Estados Unidos, en todos los estados, además del distrito de Columbia (excepto una media docena de ellos donde rige la ley más indulgente, si bien para algunos poco práctica, de Durham, según la cual un acusado no es criminalmente responsable de su acto contra la ley, si es producto de enfermedad o defecto mental).

En resumen, lo que pretendían conseguir los defensores de Andrews, un equipo compuesto por los psiquiatras de la Clínica Menninger y dos abogados de primera categoría, era una victoria que sentara un rotundo precedente legal. El objetivo fundamental era persuadir al tribunal de que sustituyera la ley M'Naghten por la de Durham. De conseguirlo, Andrews, con la abundancia de pruebas sobre su esquizofrenia, no sería condenado a la horca, ni siquiera a la cárcel, sino que sería confinado en el Hospital del Estado para insanos criminales.

Pero la defensa había hecho planes sin contar con el consejero religioso del acusado, sin contar con el incansable reverendo señor Dameron, que apareció en el proceso como testigo principal de la acusación y que, con el complicado estilo rococó de un teatral predicador de feria, declaró al tribunal que había advertido con frecuencia a su antiguo alumno de la escuela dominical contra la cólera divina.

-Y yo afirmo que no hay nada en este mundo tan precioso como tu alma y que reconociste ante mi muchísimas veces que tu fe era débil, que no tenías fe en Dios. Sabes muy bien que todos los pecados atentan contra Dios y que Dios será tu juez supremo y que ante El tendrás que responder de tu delito. Todo cuanto he dicho, lo declaro para hacer comprender el acusado lo terrible de su crimen y que tendrá que responder de él ante el Todopoderoso.

Al parecer, el reverendo Dameron había determinado que el joven Andrews tenía que responder de su acto no sólo ante el Todopoderoso, sino también ante poderes más temporales, pues fue su testimonio, unido a la confesión del acusado, lo que decidió el asunto. El juez que presidía se atuvo a la ley M'Naghten y el jurado condenó a pena de muerte al acusado.

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El viernes 13 de mayo, primera fecha establecida para la ejecución de Smith y Hickock, pasó inofensivamente: la Corte Suprema de Kansas había concedido un aplazamiento en espera de la resolución de las demandas de nuevo proceso presentadas por los abogados de la defensa. Por entonces, el veredicto del caso Andrews estaba pendiente también de revisión por la misma Corte.

La celda de Perry era contigua a la de Dick. Aunque invisibles el uno para el otro, podían conversar con toda facilidad. Sin embargo, Perry raramente se dirigía a Dick y no porque hubiera una clara animosidad entre ellos (tras el intercambio de unos cuantos reproches mutuos, su amistad se había convertido en recíproca tolerancia: la aceptación de dos hermanos siameses incompatibles pero impotentes), sino porque a Perry, receloso como siempre, cauto y precavido, no le gustaba que los guardianes y los demás presos se enteraran de sus «asuntos personales», especialmente Andrews o Andy como le llamaban en la Hilera. El culto acento de Andrews, su inteligencia cultivada y salida de universidad eran anatema para Perry que, aunque no había pasado de tercer grado, se creía mucho más instruido que la gente que solía tratar, que disfrutaba corrigiendo, especialmente en gramática y pronunciación. Pero de improviso se había tropezado con alguien, «¡un chaval!», que le corregía a él de continuo. ¿Era de extrañar que se abstuviese de abrir la boca? Mejor tener la boca cerrada que aguantar que un mocoso universitario le mantuviera a raya.

-No digas ininteresado. Cuando lo que quieres decir es desinteresado.

Andrews lo decía bien, sin malicia, pero Perry hubiera querido poder freírlo en aceite hirviendo y aunque jamás hubiese admitido tal cosa, ni dejado adivinar a nadie la razón, después de uno de esos humillantes incidentes, permaneció enfurruñado en su asiento, dándose por no enterado de la comida que le servían tres veces al día. A principios de junio, se abstuvo completamente de comer. Le dijo a Dick:

-Quédate ahí esperando la cuerda. Yo no.

Y a partir de aquel momento se negó a tocar comida y agua y a decir una palabra a nadie.

El ayuno duró cinco días antes de que el guardián lo tomase en serio. Al sexto día, ordenó que Perry fuera trasladado al hospital de la prisión, pero la medida no alteró la decisión de Perry. Cuando intentaron hacerle comer a la fuerza, peleó para que no lo consiguieran: movía la cabeza y cerraba las mandíbulas hasta tenerlas tan rígidas como herraduras. Al final tuvieron que maniatarle y alimentarlo por vía intravenosa o por una sonda en la nariz. Aun así, en nueve semanas, su peso bajó de 76 kilos a 52 y el alcaide fue advertido de que aquella alimentación forzada, de por sí, no mantendría al paciente con vida indefinidamente.

Dick, si bien la fuerza de voluntad de Perry le había impresionado, no quería creer que su propósito fuera llegar al su***dio. Incluso cuando le comunicaron que Perry había entrado en coma, le dijo a Andrews, del que se había hecho muy amigo, que aquel antiguo cómplice suyo pretendía valerse de un truco.

-Sólo quiere que lo tomen por loco.

Andrews, devorador compulsivo (había llenado un cuaderno de ilustraciones de comestibles, desde un pastel de fresa a un cerdo asado) dijo:

-Quizá lo esté. ¡Matarse de hambre así...!

-No quiere más que salir de aquí. Hace teatro. Para que digan que está loco y lo pongan en el manicomio.

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A Dick le encantaba repetir con frecuencia la respuesta de Andrews porque le parecía una clara muestra del «divertido modo de pensar» del muchacho, de aquella autosatisfacción «del que vive en las nubes».

-Bueno -según parece añadió Andrews-, a mí, desde luego, me parece un sistema un poco drástico. Matarse de hambre. Porque al fin y al cabo, todos saldremos de aquí. O caminando o llevados dentro de un ataúd. A mí igual me da andar o que me lleven. Al final siempre acaba por ser lo mismo.

Dick le dijo:

-Lo que tienes de malo, Andy, es que no sientes respeto alguno por la vida humana. Ni por la tuya.

Andrews asintió.

-Y -añadió- voy a decirte algo más. Si llego a salir de aquí vivo, quiero decir fuera de estas paredes, quizá nunca sepa nadie adonde se ha ido Andy, pero te juro que sí sabrán por dónde pasó.

Durante todo el verano, Perry flotó entre un estado de adormilado sopor y un sueño enfermizo y afiebrado. Oía voces en su cabeza, una que persistentemente le preguntaba: «¿Dónde está Jesús? ¿Dónde?» Y un día se despertó gritando. «El pájaro es Jesús. ¡El pájaro es Jesús!» Aquella antigua fantasía suya, aquel deseo de actuar en escenarios como «Perry O'Parsons, el Hombre Orquesta», volvió a su cabeza en forma de sueño recurrente. El centro geográfico del sueño era un night club de Las Vegas donde, con un sombrero de copa blanco y un smoking blanco también, actuaba en un proscenio iluminado por los focos, tocando por turnos armónica, guitarra, banjo y tambor a la vez que cantaba You are my sunshine1 y bailaba zapateado en un breve tramo de escalones dorados. En la cima de ellos, sobre una plataforma, se inclinaba a saludar.

No había aplausos, ni uno solo y, sin embargo, miles de clientes se habían reunido en el vasto, lujoso local: extraño público, casi todos hombres y casi todos negros. Mientras los contemplaba, sudando, el artista comprendía por fin el significado de su silencio, dándose cuenta al cabo de que no eran más que fantasmas, los espíritus de aquellos que habían sido legalmente aniquilados en la horca, en la cámara de gas, en la silla eléctrica. En el mismo instante comprendía también que él se hallaba allí para reunirse con ellos, que aquellos escalones dorados conducían al patíbulo, que la plataforma que lo sostenía se estaba abriendo bajo sus pies. El sombrero de copa rodaba por tierra; orinando, defecando, Perry O'Parsons entraba en la eternidad.

Una tarde, sustrayéndose a un sueño, se despertó y encontró al alcaide de pie junto a su cama. Este le dijo:

-Por lo que parece tenías una pesadilla, ¿no?

Pero Perry no le contestó y el alcaide, que había visitado el hospital en repetidas ocasiones tratando de persuadir al preso para que rompiera su ayuno, le dijo:

-Te traigo una cosa. De tu padre. Pensé que querrías verla.


Perry, ojos inmensos que relucían ahora en un rostro de palidez fosforescente, contemplaba el techo. Y poco después, poniendo la tarjeta postal en la mesita de noche del paciente, el desairado visitante se marchó.

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Por la noche, Perry miró la postal. Iba dirigida al alcaide y venía de Blue Lake, California. El mensaje, escrito en una caligrafía irregular y familiar, decía: «Muy señor mío: Tengo entendido que tiene otra vez a mi muchacho Perry en custodia. Escríbame, por favor, qué fue lo que hizo de malo y dígame si podré verle si voy. Estoy bien y espero que usted también. Tex J. Smith». Perry destruyó la postal, pero su imaginación la conservó, pues aquellas pocas palabras toscas le hicieron resucitar emocionalmente, despertando amor y odio, y recordándole que todavía estaba como él había tratado de no estar, con vida.

-Y entonces decidí -le contaba después a un amigo- que debía seguir viviendo. Si alguien quería mi vida, no iba a obtener más ayuda de mi parte. Tendrían que luchar para llevársela.

Al día siguiente pidió un vaso de leche, el primer alimento que aceptaba voluntariamente en catorce semanas. Poco a poco, con una dieta a base de yemas de huevo y zumo de naranja, fue ganando peso. En octubre, el médico de la prisión, doctor Robert Moore, lo consideró suficientemente fortalecido como para ser reintegrado a la Hilera. Cuando llegó, Dick se rió y le dijo:

-Bien venido a casa, encanto.

Pasaron dos años.

La partida de Wilson y Spencer dejó a Smith, Hickock y Andrews solos en la Hilera, con las luces siempre encendidas y las ventanas, veladas. Los privilegios concedidos a los prisioneros ordinarios, a ellos les estaban vedados: ni radios, ni cartas, ni siquiera un rato de ejercicio. En realidad, no estaban autorizados a dejar la celda a excepción hecha del sábado en que los llevaban a la ducha y a continuación les entregaban la muda. Las otras únicas ocasiones de salir momentáneamente eran las distanciadas visitas de abogados o parientes. La señora Hickock venía una vez al mes; su marido había muerto, ella había perdido la granja y, como le contó a Dick, vivía ahora con un pariente y luego con otro.

A Perry le parecía estar viviendo «en el fondo del mar» quizá porque la Hilera era, de costumbre, tan estática y gris como las profundidades del océano, igualmente silenciosa aparte de ronquidos, toses, el susurro de las zapatillas, el alboroto de plumas de las palomas que habían hecho su nido en el muro de la cárcel. Pero no siempre. En una carta a su madre, Dick le decía: «Hay veces en que no se puede ni oír tu propio pensamiento. Meten hombres en las celdas de abajo, ahí en eso que llaman El Hoyo y muchos rabian y se pelean como locos de atar. Maldiciones y alaridos todo el tiempo, es intolerable y entonces todo el mundo les grita que se callen. Me gustaría que me enviaras tapones para los oídos. Sólo que no me dejarían ponérmelos. No hay descanso para el malvado, imagino. »

El pequeño edificio había sido construido hacía más de un siglo y los cambios de estación habían marcado síntomas diversos de su antigüedad: el frío del invierno saturaba las junturas de hierro y piedra y en verano, cuando la temperatura llegaba a veces a los 38° C las celdas viejas eran malolientes calderos. En una carta a su madre del 5 de julio de 1961, Dick le escribía: «Hace tanto calor que mi piel apesta. Procuro no moverme mucho. Me paso el día sentado en el suelo: la cama está demasiado sudada para echarme en ella. El hedor que despido me da náuseas porque sólo me baño una vez a la semana y siempre llevo puesta la misma ropa. Nada de ventilación y las bombillas siempre encendidas calientan aún más el aire. Las chinches siguen saltando en las paredes. »

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A diferencia de los presos normales, los condenados a muerte no están sujetos a la rutina de un trabajo. Pueden hacer de su tiempo lo que quieren: dormir el día entero como Perry solía («Me imagino que soy un bebé pequeñín que no puede tener los ojos abiertos») o, como Andrews, leer toda la noche. Andrews se tragaba por término medio de quince a veinte libros a la semana, lo mismo libracos que belles-lettres1, y le gustaba la poesía, especialmente Robert Frost y admiraba también a Whitman, Emily Dickinson y los poemas cómicos de Ogden Nash.
Aunque su insaciable sed de literatura pronto agotó las estanterías de la biblioteca de la prisión, el capellán del penal y otras personas que se compadecían de Andrews le enviaban continuamente paquetes de libros de la Biblioteca Pública de Kansas City.

Dick era también un ratón de biblioteca pero su interés se centraba sólo en dos temas: el s*x* según lo tratan las novelas de Harold Robbins, e Irving Wallace (le prestó uno a Perry y éste se lo devolvió con una notita indignada: «¡Degenerada inmundicia para degeneradas mentes inmundas!») y textos legales. Todos los días se pasaba horas enteras hojeando libros de derecho, recopilando datos que esperaba le ayudaran a conmutar su condena. También, persiguiendo el mismo fin, envió montones de cartas a organizaciones tales como American Civil Liberties Union y Kansas State Bar Association2, cartas atacando su juicio, al que calificaba de «parodia de proceso» y apremiando a los destinatarios a que le ayudaran a obtener un nuevo juicio. Convenció a Perry de que hiciera a su vez peticiones por el estilo, pero cuando Dick le sugirió a Andy que siguiera su ejemplo y escribiera protestas en su propio favor, Andrews contestó:

-De mi cuello me ocupo yo, y tú ocúpate del tuyo.

(En verdad no era el cuello la parte del cuerpo que a Dick preocupaba mayormente. En otra de las cartas dirigidas a su madre, escribía: «El pelo se me cae a montones. Me pone frenético. Nadie en nuestra familia fue calvo, que yo recuerde, y me pone frenético pensar que voy a ser un horrible viejo calvo.»)

Los dos guardianes que hacían el turno de noche en la Hilera, al entrar en su trabajo una noche de otoño de 1961, llevaron noticias.

-Vaya -anunció uno de ellos-, parece, chicos, que vais a tener compañía.

El significado de la frase era clarísimo para el público a quien iba dirigida: los dos soldados jóvenes que habían sido procesados por el asesinato de un obrero de ferrocarriles de Kansas habían sido condenados a la pena máxima.

-Sí, señores -añadió el guardián confirmándolo-, les han dado pena de muerte.

Dick comentó:

-Pues claro, es muy popular en Kansas. Los jurados la dan como si repartieran caramelos a los chavales.

Uno de los soldados, George Ronald York, tenía dieciocho años y su compañero, James Douglas Latham, un año más. Ambos eran extraordinariamente bien parecidos, lo que explicaba el enjambre de jovencitas que había acudido al proceso. A pesar de haber sido condenados por un solo asesinato, se les atribuían siete víctimas, en una especie de juerga que se corrieron pasando de un estado a otro.

1 En francés en el original. (N. del T)

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Ronnie York, rubio y de ojos azules, nació y se educó en Florida donde su padre era un famoso y bien remunerado buceador submarino. Los York llevaban una confortable y grata vida de familia y Ronnie, amado con exceso, con exceso alabado por sus padres y por una hermana que lo idolatraba, era el adorado centro de ella. El pasado de Latham había que situarlo en el extremo opuesto: tan solitario y sombrío como el de Perry Smith. Nacido en Texas, era el menor de los hijos de unos prolíficos padres, sin dinero, que vivían en continua pelea y que cuando acabaron por separarse dejaron que la prole se las compusiera por su cuenta, despreciada, perdida y dispersada como manojos de hierba que el viento lleva. A los diecisiete años, necesitado de refugio, Latham se alistó en el ejército.

Dos años después fue declarado prófugo por ausentarse sin licencia y arrestado en las celdas de castigo de Fort Hood, Texas. Fue allí donde conoció a Ronnie York que cumplía condena por la misma infracción. Aunque eran muy distintos, incluso físicamente -York alto y flemático, mientras el tejano era un hombre bajo con oscuros ojos de zorra que animaban un rostro pequeño, ladino y compacto-, descubrieron que por lo menos compartían una firme opinión: el mundo era odioso y todos sus habitantes estarían mejor muertos.

-Es un mundo podrido -decía Latham-. No se le puede responder más que con maldad. Es la única cosa que todo el mundo entiende: la maldad. Quémale la casa a un hombre, entonces comprenderá. Envenénale el perro. Asesínalo.

Ronnie afirmó que Latham «tenía razón cien por cien». Y luego añadió:

-De todos modos, si matas a alguien, no le haces más que un favor.

Las primeras personas elegidas para hacerles ese favor fueron dos mujeres de Georgia, respetables amas de casa que tuvieron la desgracia de tropezarse con York y Latham cuando el par de asesinos, fugándose de las celdas de castigo de Fort Hood, habían robado una camioneta y se dirigían a Jacksonville, Florida, cuna de York. El escenario del encuentro fue una estación de Esso, en la oscura periferia de Jacksonville. La fecha, la noche del 29 de mayo de 1961. En un principio, los dos prófugos tenían intención de ir a aquella ciudad de Florida para hacerle una visita a la familia de York, pero una vez allí, York creyó poco prudente ponerse en contacto con los suyos, porque a veces su padre sacaba un genio de todos los diablos. El y Latham lo comentaron y habían decidido como nuevo destino Nueva Orleáns, cuando pararon en una estación de Esso a poner gasolina. A su lado, otro coche reponía combustible. En él se hallaban dos señoras, las futuras víctimas, que después de pasar el día de compras y recreo en Jacksonville se volvían a sus casas de una pequeñísima población junto a la frontera Florida-Georgia. ¡Ay!, habían perdido el camino. York, a quien se lo preguntaron, estuvo muy cortés.

-No tienen más que seguirnos. Las dejaremos en la buena carretera.

Pero la carretera a la que las llevaron, de buena no tenía nada: estrecha, curva tras curva, iba a perderse en unas marismas. Sin embargo, las señoras, confiadas, fueron siguiendo hasta que el vehículo que las precedía se detuvo y entonces vieron, a la luz de los faros, que los dos serviciales jóvenes se acercaban a pie y vieron también, pero demasiado tarde, que cada uno iba armado con una vara de ganado negra. Las varas pertenecían al dueño de la camioneta robada, un ganadero. Fue idea de Latham usarlas como garrote, que fue lo que, tras robar a las señoras, hicieron. En Nueva Orleáns, los mozos se compraron una pistola y marcaron en la culata dos muescas.

En el transcurso de los diez días siguientes, fueron sucesivamente añadidas más muescas: En Tullahoma, Tennessee, donde se hicieron con un elegante Dodge rojo convertible, matando a tiros a su dueño, un viajante de comercio; en un suburbio de St. Louis, Illinois, donde otros dos hombres fueron asesinados. La víctima de Kansas, que siguió a estas cinco, fue un abuelo, de sesenta y dos años, Otto Ziegler; robusto y cordial, una de esas personas que no saben seguir carretera adelante sin ofrecer ayuda cuando ven a alguien con el coche parado. Una bonita mañana de junio, a toda velocidad en su coche por una autopista de Kansas, el señor Ziegler vio de pronto un coche rojo convertible parado en la cuneta con el capó levantado y un par de bien parecidos jóvenes hurgando en el motor. ¿Cómo iba a saber el generoso señor Ziegler que el coche no tenía falla alguna? ¿Que se trataba sólo de un truco para robar y matar a todo aquel que se sintiera samaritano? Sus últimas palabras fueron:

-¿Les puedo ayudar en algo?

York, a una distancia de seis metros, disparó contra el cráneo del anciano y volviéndose a Latham le dijo:

-No está mal la puntería, ¿eh?


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Su última víctima fue la más patética. Una muchacha de dieciocho años que trabajaba de camarera en un motel de Colorado, donde el desenfrenado par pasó la noche, durante la que ella se prestó a hacerles el amor. Le dijeron que se iban a California y la invitaron a irse con ellos.

-Anda, vente -le apremió Latham-, puede que acabemos todos como estrellas de cine.

La muchacha y su maleta de cartón apresuradamente hecha acabaron como sangrientos despojos en el fondo de una hondonada cerca de Craig, Colorado. Pero no muchas horas después de haberla asesinado y arrojado al barranco, sus asesinos se hallaban realmente ante las cámaras filmadoras.

Descripciones de los ocupantes del coche rojo, suministradas por los testigos que los vieron aparcados en la zona donde el cuerpo de Otto Ziegler fue hallado, circulaban por el Midwest y por los estados del oeste. Se enviaron destacamentos a las carreteras y helicópteros las vigilaban desde el aire. Fue un destacamento de Utah el autor de la detención de York y Latham. Luego, en el cuartel general de la policía de Salt Lake City, una compañía de televisión local obtuvo permiso para televisar una entrevista con los dos que, si se prescindía del sonido, parecían dos jóvenes atletas, sanos de cuerpo y alma, que hablaran de hockey o béisbol. De todo menos de crímenes y de los roles, jactanciosamente confesados, que jugaron en la muerte de siete personas.

-Pero... ¿por qué? -pregunta el locutor-, ¿por qué lo hicisteis? Y York, con una sonrisa de autocomplacencia, contesta: -Nosotros odiamos al mundo.

En los cinco estados con derecho a procesar a York y Latham existía pena de muerte: Florida (silla eléctrica), Tennessee (silla eléctrica), Illinois (silla eléctrica), Kansas (horca) y Colorado (cámara de gas). Pero como disponía de las pruebas más contundentes, Kansas se llevó la victoria.

Los hombres de la Hilera conocieron a sus nuevos compañeros el 2 de noviembre de 1961. El guardián que escoltaba a los recién llegados hizo la presentación diciendo:

-Señor York y señor Latham, les presento al señor Smith. Y al señor Hickock. Y al señor Lowell Lee Andrews, «el chico más simpático de Wolcott».

Cuando el cortejo hubo pasado, Hickock oyó que Andrews ahogaba una risa y le preguntó:

-¿Qué tiene de divertido ese hijo de put*?

-Nada -contesto Andrews-. Pensaba: si contamos los tres míos, vuestros cuatro y sus siete, hacen catorce entre nosotros cinco. Así que catorce divididos entre cinco son...

-Catorce divididos entre cuatro -corrigió secamente Hickock-. Aquí sólo hay cuatro asesinos y un falso culpable. Yo no soy un maldito asesino. Nunca le toqué ni un pelo de la cabeza a nadie
.

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Hickock seguía escribiendo cartas protestando de su condena y al fin una de ellas dio fruto. El destinatario, Everett Steerman, presidente del Comité de Asistencia Legal de la Asociación de Abogados del Estado de Kansas, se preocupó de los alegatos del remitente, que insistía en que ni él ni su compañero tuvieron un proceso como correspondía. Según Hickock «la atmósfera hostil» de Garden City había hecho imposible la designación de un jurado imparcial y por ello debía garantizarse otro lugar para la elección de jurado. En cuanto a los jurados elegidos entonces, por lo menos dos habían demostrado claramente su prejuicio de culpabilidad en el voir dire. (Preguntado sobre su opinión sobre la pena de muerte, uno de ellos declaró que en principio se hubiera pronunciado en contra, pero que en este caso no) Desgraciadamente el voir dire no había sido registrado porque la ley de Kansas no lo requiere así, a menos que se exija en una demanda. Muchos de los jurados, además, «conocían bien a las víctimas. Y también el juez. El juez Tate era amigo íntimo del señor Clutter».

Pero los peores dardos de Hickock iban dirigidos contra los dos abogados defensores, Arthur Fleming y Harrison Smith, cuya «incompetencia e impropiedad» eran el motivo principal de la actual situación del remitente, pues a los acusados no se les había suministrado ni ofrecido verdadera defensa y esa falta de interés se sobreentendía como deliberada... un acto de confabulación entre la defensa y el fiscal.

Eran afirmaciones graves que ponían en duda la integridad de dos abogados respetables y de un distinguido juez de distrito, y aunque sólo fueran ciertas en parte, bastarían para establecer que los derechos constitucionales de los acusados no habían sido respetados. Solicitada por el señor Steerman, la Asociación de Abogados emprendió una acción sin precedentes en la historia legal de Kansas: un joven abogado de Wichita, Russell Schultz, fue designado para que llevara a cabo la investigación de los cargos y, si las pruebas lo justificaban, declarase la invalidez de la condena mediante requerimiento de habeas corpus a la corte Suprema de Kansas que había confirmado el veredicto recientemente.

Al parecer, la investigación de Shultz fue algo unilateral ya que consistió en poco más que un coloquio con Smith y Hickock, del que el ambicioso abogado salió con declaraciones para una campaña de prensa.

-La pregunta es ésta: ¿tienen los acusados pobres, claramente culpables, derecho a una defensa completa? No creo que el estado de Kansas se viera muy afectado ni por mucho tiempo con la muerte de estos acusados. Pero no creo que pudiera nunca recobrarse de la muerte de un proceso en regla.

Shultz compiló su petición de habeas corpus y la Corte Suprema de Kansas designó a uno de sus jueces retirados, el honorable Walter G. Thiele, para que dirigiera una encuesta exhaustiva. Así fue como pasaron casi dos años, desde el proceso, hasta que toda la galería de protagonistas se reunió de nuevo en la audiencia de Garden City. Los únicos importantes ausentes fueron los antiguos acusados. En su lugar estaban el juez Tate, el anciano señor Fleming y Harrison Smith, cuyas carreras se hallaban en peligro, no a causa de las afirmaciones de los acusados en sí, sino por el aparente crédito que la Asociación de Abogados les otorgaba.

El examen de testigos, que en un momento dado debió llevarse a cabo en Lansing, donde el juez Thiele fue a tomar declaración a Hickock y Smith, tardó seis días en completarse. Finalmente, todos los puntos quedaron tratados. Ocho jurados prestaron juramento y declararon no haber conocido a ningún miembro de la familia asesinada, cuatro admitieron haber conocido superficialmente al señor Clutter, pero todos, incluso el señor N. L. Dunnan, empleado del aeropuerto, el señor que había dado la respuesta objeto de la controversia durante el voir dire, testimoniaron que habían llegado a la tribuna del jurado libres de prejuicio. Shultz provocó a Dunnan


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-¿De veras cree usted que se hubiera dispuesto a afrontar un proceso en el que el jurado se hallara en la disposición mental de usted?

Dunnan dijo que si y Shultz y entonces añadió :

-¿Recuerda usted que se le preguntó si era contrario o no a la pena de muerte?

Asintiendo con la cabeza el testigo respondió:

-Dije que en condiciones normales probablemente me pronunciaría en contra, pero que dada la magnitud del crimen de que se trata probablemente votaría a favor.

Enredarse con Tate fue más difícil: Shultz pronto reconoció que tenía a un tigre cogido por la cola. En respuesta a la pregunta de si era cierta aquella supuesta amistad personal con el señor Clutter, el juez respondió:

-En una ocasión se presentó (Clutter) como litigante en este tribunal, caso que yo presidí y que se refería a los perjuicios ocasionados en su propiedad por la caída de un avión. Había presentado querella, según recuerdo, por los daños causados en unos árboles frutales. Fuera de ésta, no tuve otra ocasión de vincularme con él. Absolutamente ninguna. Le habré visto una o dos veces en el curso de un año...

Shultz, torpemente, cambió de tema.

-¿Sabría decir -le preguntó- cuál era el estado de ánimo de la población tras el arresto de aquellos dos hombres?

-Creo que sí -contestó el juez con cáustica seguridad-. En mi opinión, el estado de ánimo era el normal que se experimenta para con cualquier reo de ofensa criminal: que fueran juzgados de acuerdo con la ley, que si resultaban culpables, debían ser condenados, que recibieran, en todo caso, el mismo trato que cualquier otra persona, no existía prejuicio contra ninguno de ellos porque estuvieran acusados de un crimen.

-¿Quiere usted decir -insinuó sutilmente Shultz- que no veía razón por la que el tribunal debiera cambiar de jurisdicción para el proceso?

Los labios de Tate se curvaron hacia abajo, sus ojos brillaban.

-Señor Shultz -dijo, como si aquel nombre fuera un prolongado siseo-, el tribunal no puede por propia iniciativa decidir un cambio de jurisdicción procesal. Ello sería contrario a la ley de Kansas. Yo no podía decidir un cambio, a menos que fuera requerido por la vía correspondiente.

Pero ¿por qué no lo habían requerido los abogados defensores? Shultz presentó la cuestión ante los mismos abogados allí presentes ya que desacreditarlos y probar que no habían facilitado a sus clientes un mínimo de protección era, desde el punto de vista del abogado de Wichita, el principal objetivo de la encuesta. Fleming y Smith soportaron el ataque con mucha clase, especialmente Fleming que, con una audaz corbata roja y permanente sonrisa, aguantó a Shultz con resignación caballeresca. Explicando por qué no había requerido el cambio de sede procesal, dijo:

-Yo entendía que desde que el reverendo Cowan, ministro de la Iglesia metodista y hombre de peso en la comunidad y muy respetado, así como otros muchos ministros, se habían pronunciado en contra de la pena capital en esta zona, ello habría influido en la gente y habría aquí más personas que se inclinarían por la benevolencia, que quizás en cualquier otro lugar del estado. Además, creo que fue el hermano de la señora Clutter quien también hizo una declaración que apareció en los periódicos diciendo que él no sentía necesidad de que tuviera que condenarse a muerte a los acusados.

Shultz tenía una veintena de cargos, pero bajo todos ellos yacía la insinuación de que, a causa de la presión local, Fleming y Smith, deliberadamente, habían desatendido sus deberes.

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Ambos hombres, mantenía Shultz, habían traicionado a sus clientes por no consultarles suficientemente. (Fleming replicó: «Trabajé el caso dedicándole todo mi saber y entender y mucho más tiempo que el de costumbre concedo a otros casos».) Que habían renunciado al examen previo de testigos (Smith contestó: «Pero señor, ni el señor Fleming ni yo habíamos

sido nombrados abogados defensores en el momento de la renuncia»). Que hicieron declaraciones a los periodistas en detrimento de los acusados (Shultz a Smith: «¿Sabe usted que un periodista, Ron Kull del Daily Capital de Topeka, citando palabras pronunciadas por usted el segundo día del juicio, publicó que a usted no le cabía duda sobre la culpabilidad de Hickock y que su única preocupación era conseguir una cadena perpetua en lugar de la pena de muerte?» Smith a Shultz: «No, señor. Si se me atribuyeron semejantes palabras, fue por error.») Que no habían preparado una defensa apropiada.

Esta última afirmación fue la que Shultz sostuvo con más firmeza. Es útil reproducir aquí, por lo tanto, la opinión firmada por tres jueces federales, como resultado del subsiguiente recurso al tribunal de apelación de los Estados Unidos, décima jurisdicción volante:

«Sostenemos, sin embargo, que al considerar la situación retrospectivamente se han perdido de vista los problemas con que tuvieron que enfrentarse los abogados Smith y Fleming cuando tomaron a su cargo la defensa de los peticionarios. Cuando aceptaron la designación, ya cada uno de los peticionarios había confesado, sin argüir ni entonces ni después ante ningún tribunal del estado que aquella confesión no hubiera sido voluntaria. Una radio tomada en casa de los Clutter y vendida por los peticionarios en Ciudad de México, había sido recobrada, y los abogados conocían además otras pruebas de culpabilidad que, por entonces, se hallaban en poder de Fiscalía. Cuando fueron invitados a defenderse de los cargos que se les imputaban, permanecieron mudos y fue necesario que el tribunal hiciera por ellos una declaración de no culpabilidad.

Entonces no existían pruebas sustanciales, ni desde el proceso se presentó ninguna, para sostener la defensa basada en enfermedad mental. El intento de alegar enfermedad mental, como defensa, provocada por graves daños sufridos años atrás, en accidente, por neuralgias y alguna que otra pérdida de conciencia de Hickock, fue como prenderse al proverbial clavo ardiendo. Los abogados se enfrentaban con una situación en la que atroces crímenes cometidos contra inocentes víctimas habían sido ya admitidos. Bajo esas circunstancias, se hubiera justificado aconsejar a los peticionarios que se declarasen culpables y que se entregaran a la misericordia del tribunal. La única esperanza que les cabía era que un giro imprevisto del destino salvara las vidas de aquellos descarriados. »

En el informe que presentó al Tribunal Supremo de Kansas el juez Thiele declaró que los peticionarios habían tenido un proceso constitucionalmente justo y, por consiguiente, el tribunal denegó el auto para abolir el veredicto y estableció nueva fecha para la ejecución: el 25 de octubre de 1962. La ejecución de Lowell Lee Andrews, cuyo caso había sido presentado dos veces a la Corte Suprema de los Estados Unidos, estaba prevista para un mes más tarde.

Los asesinos de Clutter, a los que un juez federal concedió la suspensión temporal de la ejecución, pudieron sobrevivir a aquella fecha. Andrews cumplió con la suya.

Según la disposición general que rige para los condenados a la pena capital en los Estados Unidos, el término medio que ha de transcurrir entre sentencia y ejecución es aproximadamente unos diecisiete meses. Recientemente en Texas, un culpable de robo a mano armada fue electrocutado un mes después de su condena; pero en Louisiana, en el momento de escribir estas líneas, dos reos de un delito de violación llevan esperando el tiempo récord de doce años. Las variaciones dependen un poco de la suerte y mucho de la extensión y alcance del litigio.


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En su mayoría, los abogados que se ocupan de tales casos son nombrados por el tribunal y trabajan sin recompensa. Pero casi siempre los tribunales, para evitar futuros recursos de apelación basados en demandas por representación incompetente,
designan hombres de primera categoría que se encargan de la defensa con loable energía. Sin embargo, hasta un abogado de mediano talento puede aplazar el juicio definitivo año tras año, mediante un sistema de apelaciones vigente en la jurisprudencia americana y que constituye una rueda de la fortuna legal, un juego de azar, ligeramente favorable al criminal que los participantes juegan indefinidamente, primero en los tribunales del estado, luego pasando por los tribunales federales hasta llegar al tribunal último, la Corte Suprema de los Estados Unidos. Pero aun una negativa de la Corte, no significa que la defensa no pueda descubrir o inventar nuevas bases para un recurso nuevo. Por lo general, lo consiguen y así la rueda sigue girando hasta quizás años después, cuando el preso llega otra vez al más alto tribunal de la nación, probablemente sólo para comenzar de nuevo la lenta y cruel impugnación. Pero a intervalos la rueda hace una pausa para declarar un ganador, o, con incrementada frecuencia, un perdedor: los abogados de Andrews lucharon hasta el último momento, pero su cliente fue a la horca el viernes 30 de noviembre de 1962.

-La noche era fría -decía Hickock a un periodista con el que mantenía correspondencia y que tenía permiso para visitarle periódicamente-. Fría y húmeda. Había estado lloviendo a cántaros, y en el campo de béisbol el barro te llegaba hasta los cojones1. Así que cuando se llevaron a Andy al almacén, tuvieron que hacerle pasar por el sendero. Todos estábamos en las ventanas mirándolo: Perry y yo, Ronnie York, Jimmy Latham. Acababan de dar las doce y el almacén estaba iluminado como una calabaza de Halloween. Las puertas abiertas de par en par. Podíamos distinguir los testigos, muchos guardianes, el doctor y el alcaide: cualquier maldita cosa menos la horca. Estaba en un rincón pero podíamos ver su sombra. Una sombra en la pared como la de un cuadrilátero de boxeo.

-Andy estaba a cargo del capellán y cuatro guardianes, y cuando llegaron a la puerta se detuvieron un segundo. Andy se quedó mirando la horca. Te dabas cuenta de que la miraba. Tenía los brazos atados por delante. De pronto, el capellán alargó el brazo y le quitó las gafas a Andy. Daba lástima Andy sin sus gafas. Lo metieron dentro y me pregunté si vería para subir los escalones. Había un silencio de verdad, nada más que el ladrido de un perro a lo lejos. Un perro del pueblo. Entonces lo oímos, el ruido, y Jimmy Latham preguntó: "¿Qué ha sido?" Y yo le dije lo que había sido: el escotillón.

-Luego se hizo otro gran silencio excepto ese perro. El pobre diablo de Andy bailó un buen rato. Debió de darles mucho que hacer. A cada momento, el doctor salía a la puerta y se quedaba afuera con el estetoscopio en la mano. Yo me atrevería a decir que no estaba disfrutando de su trabajo, no dejaba de suspirar, como si le faltara el aire y además lloraba. Jimmy dijo: "Le carga la danza." Imagino que saldría afuera para que los demás no le vieran llorar. Luego tuvo que volver a entrar para ver si el corazón de Andy había parado. Parecía que nunca lo haría. El hecho es que su corazón siguió latiendo durante diecinueve minutos.

-Andy era un tipo divertido -añadió Hickock sonriendo de lado porque tenía un cigarrillo entre los labios-. Era como le dije yo: no tenía respeto por la vida humana, ni por la suya. Poco antes de que lo ahorcaran, se sentó y comió un par de pollos fritos. Y su última tarde estuvo fumando puros, bebiendo Coca-Cola y escribiendo poesías.


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