A SANGRE FRÍA - Truman Capote

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Era una empresa desesperada: aunque el doctor Jones estuviera dispuesto a extenderse, el fiscal tenía derecho a oponerse, cosa que hizo, aduciendo el hecho de que la ley de Kansas no permite otra respuesta más que sí o no a la pregunta formulada. La objeción fue admitida y el testigo despedido. Pero si el doctor Jones hubiera podido explicarse detalladamente, he aquí lo que hubiera declarado:

-Richard Hickock posee una inteligencia superior a la media, entiende con facilidad nuevas ideas y tiene un amplio bagaje de información. Capta rápidamente cuanto sucede a su alrededor y no presenta señal alguna de confusión mental ni de desorientación. Su pensamiento es organizado y lógico y parece establecer un buen contacto con la realidad. Si bien no he hallado los síntomas habituales de lesiones orgánicas cerebrales (pérdida de la memoria, anquilosamiento de conceptos, deterioro intelectual), no por eso ha de ser excluida su existencia. El acusado sufrió heridas de consideración en la cabeza, con conmoción cerebral y varias horas de inconsciencia en 1950, cosa que he verificado en el archivo del hospital. Declara que tiene momentos de pérdida de conciencia, períodos de amnesia y neuralgias desde esa época, y la mayor parte de su comportamiento antisocial corresponde al período que empieza en esa fecha. No se le ha sometido nunca a los exámenes médicos que hubieran probado o excluido definitivamente residuos de lesiones cerebrales. Serían necesarios exámenes clínicos concretos antes de formular un dictamen definitivo... Hickock presenta síntomas de anormalidad emotiva.

El hecho de que supiera lo que hacía y de que a pesar de ello prosiguiera, es la más clara demostración de ello. Se trata de un individuo impulsivo en la acción, que tiende a actuar sin pensar en las consecuencias ni en lo que le espera a él y al prójimo. No parece capaz de aprender por medio de la experiencia y presenta un insólito cuadro de períodos intermitentes de actividad productiva seguidos por otros de acciones irresponsables. No puede tolerar los sentimientos de frustración que tolera una persona normal, y no consigue librarse de esos sentimientos a no ser con actividades antisociales... Se tiene en poca estima, íntimamente se cree inferior a los demás y sexualmente inadaptado. Esos sentimientos parecen estar sobrecompensados con sueños de riqueza y poder, con una tendencia a vanagloriarse de sus hazañas, con un excesivo derroche cuando tiene dinero y por el descontento ante el lento mejoramiento que normalmente cabe esperar de un trabajo honrado... La relación con los demás lo intranquiliza y tiene una incapacidad patológica para formar y mantener relaciones personales.

A pesar de que profesa una moral corriente, no parece guiarse por ella en sus acciones. En resumen, presenta claras características típicas de lo que en psiquiatría se llama un grave trastorno de la personalidad. Es importante que se tomen las medidas necesarias para excluir la posibilidad de una lesión orgánica cerebral que, si existiera, podría haber influido de modo determinante en su conducta durante estos últimos años y en el momento del crimen.

Aparte de la arenga formularia al jurado, que no tendría lugar hasta el día siguiente, el testimonio del psiquiatra puso término a la defensa de Hickock. A continuación le tocó el turno a Arthur Fleming, el anciano defensor de Smith. Presentó cuatro testigos: el reverendo James E. Post, capellán protestante de la Penitenciaría del Estado de Kansas; el indio amigo de Perry, Joe james, quien había llegado por fin aquella mañana en autobús después de haber viajado un día y dos noches desde su casa de los bosques del lejano noroeste; Donald Cullivan y, otra vez, el doctor Jones. A excepción de este último, todos se ofrecían como testigos de la personalidad del acusado, personas que iban a atribuirle al acusado algunas virtudes humanas. No consiguieron mucho, aunque cada uno hizo alguna observación favorable antes de que el fiscal protestara diciendo que comentarios personales de aquella índole «no eran competentes, ni relevantes y carecían de valor», reduciéndolos al silencio.

Por ejemplo, Joe James, pelo negro y piel quizá más oscura aún que la de Perry, figura elástica que, con su descolorida camisa de cazador y sus mocasines, parecía haber salido misteriosamente de las sombras de los bosques, dijo al tribunal que el acusado había vivido con él más de dos años.


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-Perry era un muchacho simpático, querido en toda la vecindad; que yo sepa, no hizo nunca nada que no estuviera bien.

El fiscal le interrumpió aquí y también interrumpió a Cullivan cuando dijo:

-En el tiempo en que tuve ocasión de tratarle, en el ejército, Perry fue siempre un muchacho muy simpático.

El reverendo Post sobrevivió algo más porque no intentó alabar al acusado, sino que describió de modo benevolente su encuentro en Lansing.

-Conocí a Perry Smith cuando vino a mi despacho, en la capilla de la penitenciaría con un dibujo a pastel hecho por él, representando la cabeza y los hombros de Jesucristo. Quería regalármelo para la capilla. Desde entonces está en la pared de mi despacho.

Fleming dijo:

-¿Tiene usted alguna fotografía de ese cuadro?

El ministro tenía un sobre lleno pero cuando las sacó evidentemente para distribuirlas entre los jurados, un Logan Green exasperado se puso en pie de un salto.

-Con el permiso de Su Señoría, creo que la cosa ha llegado demasiado lejos...

Su Señoría hizo que la cosa quedase allí.

Entonces se requirió la presencia del doctor Jones y después de los preliminares que habían acompañado su primera declaración, Fleming le hizo la pregunta crucial:

-A partir de sus conversaciones y examen, ¿sabe usted si Perry Smith distinguía el bien del mal cuando tuvo lugar la ofensa que se discute en este juicio?

Y una vez más, el tribunal advirtió al testigo:
-Conteste sí o no. ¿Lo sabe usted?
-No.
Entre murmullos de sorpresa, Fleming, sorprendido también, dijo: -¿Puede explicar al jurado por qué no lo sabe?

Green objetó:

-El hombre no lo sabe y basta.

Lo que era cierto, legalmente hablando.

Pero si al doctor Jones le hubieran permitido explicar la causa de su indecisión, hubiera declarado:

-Perry Smith presenta síntomas indiscutibles de una grave enfermedad mental. Su infancia, que él me relató y que yo verifiqué con los informes del archivo de la penitenciaría, se caracterizó por la brutalidad e indiferencia de ambos progenitores. A lo que parece, ha crecido sin orientación, sin amor y sin asimilar nunca un sentido claro de los valores morales... Capta con hipersensibilidad todo lo que sucede a su alrededor y no presenta síntoma alguno de confusión. De inteligencia superior a la media, posee una buena cantidad de información, considerando la escasa educación recibida... En los rasgos de su personalidad, destacan dos claramente patológicos.

El primero es su «paranoica» orientación hacia el mundo externo: es receloso y desconfiado, tiende a creer que los demás lo discriminan, que no son justos con él y que no lo comprenden. Hipersensible a las críticas, no puede soportar que se burlen de él. Capta inmediatamente el desprecio o la ofensa y con frecuencia interpreta mal palabras bienintencionadas. Siente que necesita amistad y comprensión pero se resiste a confiar en los demás y cuando lo hace espera ser mal interpretado o incluso traicionado.

Al valorar las intenciones y sentimientos de los demás, le es casi imposible separar la situación real de su propia proyección mental.

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Con mucha frecuencia agrupa a las personas considerándolas en masa hipócritas, hostiles y merecedoras de cualquier cosa que él pueda hacerles. Relacionado con este rasgo, aparece otro, una rabia, siempre presente, pero dominada, que se dispara fácilmente ante la menor sensación de ser engañado, despreciado o considerado inferior. En su mayor parte, los accesos de ira de su pasado se dirigieron contra símbolos de la autoridad: padre, hermano mayor, sargento, funcionario que le concedió libertad bajo palabra; y en varias ocasiones lo impulsaron a una conducta violentamente agresiva. Tanto él como las personas que frecuenta conocen esos ataques de ira que, según dice, «le suben por dentro» y el poco dominio que tiene sobre ellos. Esa rabia, cuando se vuelve contra sí mismo, le provoca ideas de su***dio. La desproporcionada fuerza de su ira y su incapacidad para dominarla o encauzarla, traducen una grave debilidad en la estructura de su personalidad... Además de estas características, el sujeto presenta débiles síntomas de desorden en sus procesos mentales.

Tiene escasa capacidad de ordenar su pensamiento, no parece en condiciones de organizarlo o sintetizarlo, perdiéndose en detalles y algunos de sus razonamientos reflejan un contenido «mágico», un desprecio de la realidad... Ha tenido pocos lazos emotivos profundos con otras personas y aun esos pocos no han podido sobrevivir a pequeñas crisis. Siente escasa consideración para con todo aquel que no forme parte de su reducido círculo de amigos y concede muy poco valor real a la vida humana. Su aislamiento emotivo y su indiferencia en ciertos campos es otra prueba de su anormalidad mental. Para un diagnóstico psiquiátrico exacto sería necesario un examen más profundo, pero la actual estructura de su personalidad se acerca mucho a una esquizofrenia paranoica.

Es significativo que un veterano muy respetado de la psiquiatría legal, el doctor Joseph Satten de la Clínica Menninger de Topeka, Kansas, después de tener una consulta con el doctor Jones, confirmara su diagnóstico de Hickock y Smith. El doctor Satten, que posteriormente prestó detenida atención al caso, sugirió que si bien el crimen no hubiera ocurrido de no producirse una fricción entre los perpetradores, fue esencialmente obra de Perry Smith quien, en su opinión, representa un tipo de asesino que él describió en un artículo: «Asesinato sin motivo aparente. Estudio sobre la desorganización de la personalidad».

El artículo, aparecido en The American Journal of Psychiatry (julio 1960) y escrito en colaboración con tres colegas, Karl Menninger, Irwin Rosen y Martin Mayman, empieza por definir su tesis: «Tratando de fijar la responsabilidad criminal de los asesinos, la ley intenta dividirlos (como hace con todo culpable) en "cuerdos" y "locos". Se supone que el asesino es "cuerdo" cuando obra según motivos racionales comprensibles aunque condenables; y "desequilibrado" cuando actúa impulsado por motivos absurdos e irracionales. Cuando los motivos racionales son evidentes (por ejemplo, cuando alguien mata en provecho propio) o cuando los motivos irracionales aparecen acompañados de ilusiones o alucinaciones (por ejemplo, el enfermo paranoico que mata al imaginario perseguidor), el problema que se le presenta al psiquiatra es bastante sencillo.

Pero los asesinos que parecen racionales, coherentes y controlados pero cuyas acciones homicidas presentan características extravagantes, aparentemente absurdas, plantean un problema difícil a juzgar por las disensiones en los tribunales y de los informes contradictorios sobre un mismo acusado. Nuestra tesis es que la psicopatología de tales asesinos forma, por lo menos, un síndrome específico que intentaremos describir. En general, tales individuos están predispuestos a graves fallos en su autodominio, lo que hace posible manifestaciones abiertas de primitiva violencia, nacida de precedentes y ahora inconscientes experiencias traumáticas. »

Los autores habían examinado, como parte del recurso de apelación, a cuatro hombres condenados por homicidios sin motivo aparente. Todos ellos habían sido examinados antes de sus procesos y declarados «sin psicosis» y «cuerdos».

Tres de ellos habían sido condenados a muerte y el cuarto cumplía una larga condena.


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En cada uno de esos casos, posteriores exámenes psiquiátricos fueron requeridos porque alguien, ya fuera el abogado defensor, un pariente o un amigo, no había quedado satisfecho con las explicaciones psiquiátricas dadas anteriormente y había preguntado:

-¿Cómo una persona tan cuerda como este hombre puede haber cometido un acto tan loco como parece el que provocó su condena?

Después de descubrir a los cuatro criminales y sus crímenes (un soldado negro que mutiló e hizo pedazos a una prost*t*ta, un obrero que estranguló a un chico de catorce años cuando éste rechazó sus proposiciones sexuales, un cabo del ejército que dio muerte a bastonazos a otro muchacho porque creyó que se burlaba de él y un empleado de hospital que ahogó a una niña de nueve años metiéndole la cabeza bajo el agua), los autores analizaban las analogías.

Los mismos culpables se preguntan por qué han dado muerte a sus víctimas que les eran relativamente desconocidas y en cada caso el asesino parece sumido en un trance disociativo, en una especie de sueño del que despierta «para descubrir de pronto» que está agrediendo a la víctima. «El elemento más uniforme y quizás el más significativo del historial es un descontrol existente desde tiempo atrás, a veces de toda la vida, en el dominio de los impulsos agresivos. Por ejemplo, tres de los hombres, a lo largo de su vida, se enzarzaron en peleas que no tenían nada de normales y que se hubieran transformado en homicidios de no intervenir terceros. »

Aquí, reproduzco un extracto de otras observaciones contenidas en el estudio:

«A pesar de la violencia de sus vidas, todos los hombres se veían a sí mismos como físicamente inferiores, débiles e inadaptados. Su historia pone de manifiesto un grave índice de inhibición sexual. Para todos ellos, la mujer adulta es una criatura amenazadora y en dos de los casos existe una declarada perversión sexual. Todos ellos, también, en su infancia sintieron angustia ante el pensamiento de que pudieran considerarlos "mariquitas", poco desarrollados físicamente o enfermizos... En los cuatro casos, existen pruebas de estados alterados de conciencia, frecuentemente relacionados con los arranques de violencia. Dos de los hombres informaron acerca de graves estados de trance disociativo en los que tuvieron un comportamiento incoherente y violento, mientras los otros dos presentan episodios amnésicos menos graves y quizá menos completos.

En los momentos de auténtica violencia, con frecuencia se sienten separados o aislados de sí mismos, como si estuvieran contemplando a otra persona... En el pasado de los cuatro hubo sucesos de extrema violencia por parte de los progenitores durante la infancia... Un sujeto declara que "le daban de latigazos siempre que asomaba la nariz"... Otro que recibió muchas palizas para "corregir" su tartamudeo, sus "ataques" y su "mal" comportamiento... Un pasado que refleja una extrema violencia bien imaginaria, bien observada en la realidad o verdaderamente experimentada por el niño, encaja en la hipótesis psicoanalítica según la cual exponer al niño a estímulos abrumadores antes de que sea capaz de dominarlos está estrechamente ligado a defectos prematuros en la formación del yo, y posteriormente, a serios trastornos del dominio de los impulsos.

En todos estos casos, había pruebas de graves frustraciones emotivas en la infancia. Estas frustraciones pudieron derivar de la ausencia prolongada o repetida de uno o ambos progenitores, de una vida familiar caótica en que los padres eran desconocidos o de un abierto rechazo del niño por parte de uno o ambos padres por lo que el niño fue educado por extraños... Se notan trastornos en la organización afectiva. Muy sintomático es el hecho de que exhibían una tendencia a no experimentar ira o cólera, asociada a una acción violentamente agresiva. Ninguno experimentó sentimientos de ira en conexión con los asesinatos ni estados coléricos definidos, a pesar de que todos ellos tenían un enorme potencial de agresividad brutal... Las relaciones con la gente son de naturaleza fría y superficial, aumentando el sentimiento de aislamiento y soledad que experimentan.


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Los demás, en cuanto personas por las que pueden experimentar sentimientos cálidos o positivos (o de cólera), no forman parte de un mundo real... Los tres hombres condenados a muerte demuestran escasísima emoción en lo referente a su suerte y a la de sus víctimas. Culpabilidad, depresión y remordimiento, estaban notoriamente ausentes... Tales individuos pueden ser considerados asesinos potenciales en cuanto poseen una sobrecarga de energía agresiva o un inestable sistema de defensa del ego que periódicamente permite la expresión desnuda y arcaica de tal energía. El potencial homicida puede verse activado, especialmente si se ha presentado ya cierto desequilibrio, cuando la futura víctima es inconscientemente percibida como figura clave de cierta configuración traumática del pasado. La conducta o la simple presencia de esta imagen añade al inestable equilibrio de fuerzas una tensión que tiene como resultado una súbita e irresistible descarga de violencia, parecida a la explosión que tiene efecto cuando una cápsula fulminante enciende una carga de dinamita... La hipótesis de un motivo inconsciente explica por qué el asesino percibe a víctimas inocuas y relativamente desconocidas como elementos provocadores y por consiguiente satisfactorios blancos de agresión.

Pero ¿por qué matarlos? La mayoría de las personas, afortunadamente, no reacciona con impulsos homicidas ni siquiera ante gravísimas provocaciones. Los casos descritos, en cambio, tenían predisposición a graves faltas de contacto con la realidad y a una debilidad extrema del dominio sobre sus impulsos durante los períodos de particular tensión y desorganización. En tales momentos, un simple conocido o incluso un desconocido podía perder fácilmente su significación "real" y asumir una identidad en la configuración traumática inconsciente. El "viejo" conflicto se reactivaba y la agresividad asumía rápidamente proporciones homicidas... Cuando se dan tales delitos absurdos, pueden explicarse como resultado final de un período de creciente tensión y desorganización en el asesino, iniciado antes del contacto con la víctima, la cual, pasando a formar parte del conflicto inconsciente del asesino, pone involuntariamente en movimiento su potencial homicida. »

A causa de las muchas analogías entre el pasado y la personalidad de Perry Smith con los sujetos de su estudio, el doctor Satten no duda de que puede incluirlo en la misma categoría. Las circunstancias del crimen, además, se ajustan exactamente en su opinión al concepto de «asesinato sin motivo aparente». Sin duda, tres de los asesinatos que cometió Smith tenían un motivo lógico: Nancy, Kenyon y su madre tenían que ser asesinados porque Clutter había sido asesinado. Pero el doctor Satten arguye que sólo el primer asesinato importa, psicológicamente, y que cuando Smith atacó a Clutter, se hallaba en un eclipse mental, inmerso en una oscuridad esquizofrénica porque lo que «de pronto descubrió» que lo que estaba destruyendo no era un hombre de carne y hueso, sino «una imagen clave de una configuración traumática»: ¿su padre?, ¿las monjas del orfelinato que se habían burlado de él y le habían golpeado?, ¿el odioso sargento, el funcionario que le dio la libertad condicional prohibiéndole volver a poner los pies en Kansas? Uno de ellos, o todos a la vez.

En su confesión Smith declaró: «No tenía intención de hacerle daño a aquel hombre. Pensé que era un hombre muy amable. De voz suave. Así lo creí hasta el momento en que le corté el cuello.» Hablando con Donald Cullivan, Smith dijo: «No me habían hecho ningún daño (los Clutter). Como otras personas. Como tantas personas en mi vida. Quizá los Clutter tuvieron que pagar por todos.”

Parecería que, por distintos senderos, ambos, el psicólogo profesional y el aficionado, llegaron a conclusiones no muy distintas.

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La aristocracia del condado de Finney había ignorado el proceso.

-No está bien esto -anunció la esposa de un rico hacendado- demostrar mucha curiosidad por una cosa así. Sin embargo, a la última sesión del juicio acudió buena parte de la flor y nata, que tomó asiento junto al pueblo. Su presencia era un gesto de cortesía con el juez Tate y Logan Green, estimados miembros de su misma casta. También un gran contingente de abogados forasteros, muchos de ellos venidos de muy lejos, llenó varios bancos: concretamente, querían oír la requisitoria final de Green a los jurados. Green, pequeño septuagenario dulcemente férreo, goza de una espléndida reputación entre sus pares que admiran su desenvoltura (su repertorio es el de un consumado actor, con un sentido de la gradación de tiempo digno de un cómico de night club). Experto abogado penal, generalmente su papel es el de defensor pero en este caso el estado le había contratado como ayudante especial de Duane West, creyendo que el joven fiscal del condado no era lo bastante maduro para conducir el caso sin la colaboración de un hombre de experiencia.

Pero, como les ocurre a casi todos los divos, Green era el último número del programa. La precedieron las equilibradas instrucciones del juez Tate dirigidas al jurado y la recapitulación del fiscal. -¿Puede acaso existir en vuestras mentes la más mínima duda acerca de la culpabilidad de los acusados? ¡No! No importa cuál de ellos apretó el gatillo de la escopeta de Richard Eugene Hickock: los dos son igualmente culpables. No hay más que un camino que permita asegurar que estos hombres no volverán a deambular por las ciudades y pueblos de esta tierra. Pedimos la pena máxima: muerte.

Esta petición no está dictada por la venganza, sino con toda humildad... A continuación vino el alegato de la defensa. El discurso de Fleming, que fue calificado por un periodista «lleno de trucos», pareció un manso sermón de iglesia. -El hombre no es un animal. Tiene un cuerpo y un alma que vive eternamente. No creo que el hombre tenga derecho a destruir la casa, el templo donde mora el alma... Harrison Smith, aunque apeló también a los presuntos sentimientos cristianos del jurado, tomó como tema principal los males de la pena capital. -Es una reliquia de la barbarie humana. La ley nos dice que tomar la vida de un hombre no es lícito, pero a continuación da ejemplo de lo contrario, cosa tan malvada como el crimen que trata de castigar. El estado no tiene derecho a infligirla. No sirve de nada. No impide el crimen sino que abarata la vida humana y da lugar a nuevos delitos. Todo cuando pedimos es clemencia. Seguramente la cadena perpetua no es una gran merced... Green los despertó. -Caballeros -dijo sin consultar ninguna anotación-, acaban de escuchar dos enérgicas demandas de clemencia en favor de los acusados.

A mi parecer, es una suerte que estos admirables abogados, el señor Fleming y el señor Smith, no estuvieran en casa de los Clutter la noche de autos, una suerte que no estuvieran presentes suplicando clemencia para la familia sentenciada. Porque de estar allí... bueno, a la mañana siguiente hubiéramos hallado más de cuatro cadáveres. De muchacho en el Kentucky que le vio nacer, a Green le llamaban Pinky, apodo que debía a su piel pecosa. Y ahora, contoneándose ante el jurado, la tensión de su tarea le calentaba el rostro salpicándolo de manchas rosadas. -No es mi intención iniciar un debate teológico. Pero supuse que la defensa emplearía la Biblia como argumento contra la pena de muerte. Oyeron citar la Biblia. Pero yo sé leerla también -abrió un libro del Antiguo Testamento-. Y he aquí unas pocas cosas que el texto sagrado dice al respecto. En el Éxodo, capítulo veinte, versículo trece, tenemos uno de los Diez Mandamientos: «No matarás.» Se refiere a matar ilegalmente

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Así debe de ser porque en el capítulo siguiente, versículo doce, el castigo por desobedecer aquel mandamiento dice: «El que agrediera a un hombre causándole la muerte, será sentenciado a muerte sin remisión.» Ahora bien, el señor Fleming querría hacernos creer que eso cambió con la venida de Cristo. No es así. Puesto que dice Jesucristo: «No creáis que haya venido a destruir la ley ni a los profetas, no vine a destruir, sino a colmar.» Y para terminar... Green hojeaba la Biblia y pareció cerrarla accidentalmente, ante lo cual, los dignatarios legales forasteros sonrieron dándose codazos, porque era aquél un viejísimo truco: el abogado que leyendo las sagradas escrituras hace como si perdiera el punto de la cita y luego dice, como hacía ahora Green: -No importa. Creo que lo sé de memoria. Génesis, capítulo nueve, versículo seis: «Aquel que vertiera sangre de hombre, verá su propia sangre vertida por los hombres.” -Pero -siguió Green- no veo que se pueda ganar nada discutiendo sobre la Biblia. Nuestro estado dispone que la pena impuesta por asesinato en primer grado sea cadena perpetua o muerte en la horca. Esa es la ley. Ustedes, caballeros, están aquí para hacer que esa ley se cumpla. Y si alguna vez hubo un caso en que la máxima pena estuviera justificada, es éste. Fueron unos asesinatos extraños y feroces. Cuatro de sus conciudadanos fueron asesinados como puercos en su pocilga. ¿Y cuál fue la razón? Ni la venganza, ni el odio: el dinero. Dinero.

Fue la fría y calculada pesada de tantas onzas de plata contra tantas onzas de sangre. ¡Y qué baratas costaron aquellas vidas! Un lote de cuarenta dólares. ¡A diez dólares la vida! -giró sobre sí mismo y señaló alternativamente con el dedo de Hickock y a Smith- Se presentaron armados de una escopeta y un puñal. Fueron allí para robar y matar... Su voz tembló, se quebró, falló como estrangulada por la intensidad de su desprecio por aquellos acusados que mascaban chicle con aire desenvuelto. Volviéndose hacia el jurado, preguntó con voz ronca: -¿Qué van a hacer? ¿Qué van a hacer con esos hombres que atan a un hombre de pies y manos, le abren la garganta y le vuelan los sesos? ¿Condenarlos a la mínima pena? Y ésa no es más que una de las acusaciones. ¿Qué me dicen de Kenyon Clutter, un muchacho con toda la vida por delante, atado contemplando impotente la lucha moral de su padre? O de la pequeña Nancy Clutter, que oye los disparos y sabe que ahora llega su turno. Nancy que suplicó por su vida: «No lo hagan. ¡Oh, por favor, no lo hagan! Se lo ruego. Se lo ruego.» ¡Qué agonía! ¡Qué indecible tortura! Y aún queda la madre, atada y amordazada, teniendo que escuchar cómo su esposo y sus hijos adorados morían uno a uno. Oyendo todo hasta que los asesinos, los acusados que tienen ante ustedes, entraron en su cuarto y, enfocándole con la linterna en la cara, destruyeron, con el último disparo, una familia entera.

Green hizo una pausa y tocó distraídamente un divieso que tenía en la nuca, inflamación ya madura que con la ira del momento parecía pronta a reventar. -Así, caballeros, ¿qué van a hacer? ¿Condenarles a la mínima pena? ¿Enviarlos otra vez a la penitenciaría y correr el riesgo de que se escapen o les concedan libertad bajo palabra? La próxima vez que asesinen, puede que sea a alguien de su propia familia. Lo digo - solemnemente contempló al jurado con una mirada que los abarcaba a todos y a todos desafiaba- porque algunos de los más espantosos crímenes sólo ocurren porque a veces un grupo de jurados cobardes se negó a cumplir con su deber. Y ahora, caballeros, lo dejo a ustedes y a sus conciencias. Se sentó. West le susurró: -Ha estado magistral, señor. Pero algunos se mostraban menos entusiastas y después que el jurado se retiró a discutir el veredicto, uno de ellos, un periodista de Oklahoma, tuvo un agrio intercambio de palabras con otro periodista, Richard Parr del Star de Kansas City.

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Al de Oklahoma, el discurso de Green le había parecido «fanático y brutal». -Decía la verdad -contestó Parr-; la verdad puede ser brutal. Si me permites la frase. -Pero no tenía por qué pegar tan duro. Es injusto. -¿Qué es injusto? -El proceso entero. Esos chicos no tienen ninguna posibilidad. -Buena posibilidad le dieron a Nancy Clutter. -Perry Smith. Santo Dios. Ha tenido una vida tan perra... Parr dijo: -Más de un hombre puede contar historias tan lastimeras como las de ese hijo de perra. Yo incluido. Quizá yo beba demasiado, pero te juro que en mi vida maté a cuatro personas a sangre fría. -Ya, y lo de ahorcar al hijo de perra, ¿qué? También eso se hará con una puñetera sangre fría. El reverendo Post, oyendo la conversación, intervino: -Bueno -dijo haciendo circular una fotografía que representaba la imagen de Jesucristo pintada por Perry Smith-, un hombre capaz de pintar eso, no puede ser ciento por ciento perverso. Aun así es difícil decidir qué se debe hacer. La pena de muerte no es la respuesta; no le da al pecador tiempo de acudir a Dios. A veces me desespera.

Era un individuo jovial, con dientes de oro, cabellos plateados y pico de viudo. Repitió con calor: -A veces me desespera. A veces creo que el viejo Doc Savage tuvo la mejor idea. El Doc Savage a que se refería era un héroe de novela muy popular entre los adolescentes de la generación pasada. -Si lo recordáis, Doc Savage era una especie de Supermán. Competente en todos los campos: medicina, ciencia, filosofía y arte. No había casi nada que el viejo Doc no conociera o no pudiera hacer. Uno de sus proyectos fue librar al mundo de criminales. Primero compró una enorme isla en el océano. Luego él y sus ayudantes (contaba con un ejército de ayudantes especializados) secuestraron a todos los criminales del mundo y los llevaron a la isla. Y Doc Savage les operó el cerebro.

Les quitó la parte donde se forman las ideas perversas. Y cuando se recobraron, todos se habían convertido en ciudadanos honrados. No podían cometer crímenes porque aquella parte de su cerebro había desaparecido. Ahora pienso que quizá una operación quirúrgica fuera la verdadera solución de... Una campana, señal de que el jurado regresaba, le interrumpió. Las deliberaciones del jurado habían durado cuarenta minutos. Muchos espectadores, previendo una rápida decisión, no habían abandonado sus sitios. Sin embargo, hubo que ir a buscar al juez Tate a su finca, ya que había ido a dar de comer a sus caballos. Una toga negra endosada a toda prisa ondeaba alrededor de él a su llegada, pero con solemne calma y dignidad preguntó: -Señores del jurado, ¿han otorgado su veredicto? -Sí, Señoría -contestó el presidente. El alguacil del tribunal llevó al juez el veredicto sellado. Los silbidos de una locomotora, el estruendo del expreso de Santa Fe que se acercaba, penetraron en la sala. La voz de bajo de Tate se entremezcló con la estridencia de la locomotora al leer: -Cargo primero. Nosotros, miembros del jurado, declaramos al acusado Richard Eugene Hickock, culpable de asesinato en primer grado y lo condenamos a muerte.


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Entonces, como interesado en su reacción miró a los detenidos, de pie ante él, unidos por las esposas a sus respectivos guardianes. Impasibles, le devolvieron la mirada hasta que reanudó la lectura y leyó los siete cargos que seguían: otras tres condenas para Hickock y cuatro para Smith. -... y lo condenamos a muerte. Cada vez que llegaba a la sentencia Tate la pronunciaba con voz tétrica y cavernosa, que parecía el eco del lúgubre silbido del tren que se alejaba. Luego, despidió al jurado («Cumplieron valientemente con su deber») y los condenados fueron sacados de la sala. Al llegar a la puerta, Smith le dijo a Hickock: -¡No tenían corazón de gallina, ésos, no! Ambos rieron ruidosamente y un fotógrafo los fotografió. La foto apareció en un diario de Kansas con un pie que decía: «¿La última risotada? »

Una semana después, la señora Meier estaba en su saloncito charlando con una amiga. -Sí, ahora esto está muy tranquilo. Probablemente hemos de estar contentos de cómo se ha resuelto todo. Pero yo todavía no le he superado. Nunca tuve mucha relación con Dick, pero Perry y yo llegamos a conocernos bastante bien. Aquella tarde, después que les leyeron el veredicto, cuando lo trajeron aquí, me encerré en la cocina para no verlo. Me quedé sentada junto a la ventana y miré cómo la gente se marchaba de la audiencia. El señor Cullivan miró hacia arriba, me vio y me saludó con la mano. Los Hickock. Todos se marchaban. Esta misma mañana recibí una carta encantadora de la señora Hickock. Me hizo varias visitas durante el proceso y me hubiera gustado poder ayudarla, sólo que ¿qué vas a decirle a una persona que está en semejante situación? Pero cuando todos se marcharon y empecé a lavar los platos, oí que él lloraba. Encendí la radio. Para no oírle. Pero le oía igual. Lloraba como un niño. Nunca se había desmoronado, nunca había dado signos de desesperación. Bueno, pues me fui a verle. A la puerta de su celda. Me tendió la mano. Quería que se la cogiera y yo lo hice.

Lo único que dijo fue: «Estoy lleno de vergüenza.» Yo quise mandar por el padre Goubeaux, le dije que al día siguiente le haría arroz a la española, pero entonces me apretó aún más la mano. »Y aquella noche, precisamente aquella noche, tuvimos que dejarle solo. Wendle y yo casi nunca salimos, pero teníamos un compromiso desde hacía tiempo y Wendle pensó que no debíamos faltar. Pero siempre me arrepentiré de haberlo dejado solo. Al día siguiente le hice arroz. No quiso ni tocarlo. Ni hablarme siquiera. Odiaba al mundo entero. Pero la mañana que los hombres vinieron para llevárselo a la penitenciaría, me dio las gracias y una fotografía suya. Una foto Kodak de cuando tenía dieciséis años. Me dijo que era como quería que yo le recordara, como el muchacho de la foto. »Lo peor fue decir adiós. Sabiendo adonde iba y lo que le esperaba. Esa ardilla que tenía, seguro que echa de menos a Perry. Sigue viniendo a la celda en su busca. He intentado darle de comer pero no quiere saber nada conmigo. Sólo quería a Perry.

Las prisiones juegan un papel muy importante en la economía de Leavenworth County, Kansas. Las dos penitenciarías del estado, una para cada s*x*, se hallan allí. Y también la mayor prisión federal, Leavenworth, así como la más importante prisión militar de todo el país, Fort Leavenworth, lúgubres cuarteles disciplinarios del ejército y de la aviación de los Estados Unidos. Si todos esos reclusos quedaran en libertad, juntos podrían poblar una pequeña ciudad.

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La más antigua de las prisiones es la penitenciaría masculina del estado de Kansas, un palacete blanco y negro coronado de torres, cuya presencia, caracteriza una ciudad rural que sin ella sería del montón, Lansing. Construida durante la guerra civil, recibió su primer residente en 1864. Hoy en día los presos son unos dos mil. El actual alcaide Sherman H. Crouse lleva un registro en el que anota diariamente el total subdividiéndoles por razas (por ejemplo, blancos 1.405, negros 360, mexicanos 12, indios 6). Sea cual fuere su raza, cada recluso es ciudadano de un pueblo de piedra que existe en el interior de los muros de la cárcel, guardados por ametralladoras: cinco hectáreas grises de calles de cemento, bloques de celdas y talleres. En la zona sur del recinto de la penitenciaría se alza un pequeño y curioso edificio de dos pisos y forma de ataúd. Este edificio, llamado oficialmente Edificio de Segregación y Aislamiento, constituye una prisión dentro de la prisión. Entre los presos, la planta baja es conocida por El Hoyo, lugar donde son encerrados los prisioneros difíciles, los provocadores de desórdenes. Al piso de arriba se llega por una escalera de caracol de hierro: el piso de arriba es la Hilera de las Celdas de la Muerte.

La primera vez que los asesinos de los Clutter ascendieron por aquella escalera fue una lluviosa tarde de abril. Llegados a Lansing después de un viaje de ocho horas en coche a través de los seiscientos kilómetros que lo separan de Garden City, los recién llegados fueron desnudados, duchados, rapados casi al cero y provistos de bastos uniformes de dril y zapatillas de fieltro (calzado habitual de los presos en las prisiones americanas). Luego, una escolta armada los condujo en el crepúsculo lluvioso hacia el edificio en forma de ataúd, los hizo subir aprisa por la escalera de caracol hasta dos de las doce celdas que, una al lado de otra, constituyen la Hilera de la Muerte de Lansing. Las celdas son todas idénticas. Todas miden dos metros por tres y no tienen otro mobiliario que una cama, un retrete, un lavabo y una bombilla en el techo que no se apaga ni de día ni de noche. Las ventanas de las celdas son muy estrechas y no sólo tienen barrotes, sino que están cerradas por una fina red de alambre, negra como un velo de viuda. De modo que los rostros de los condenados a muerte pueden ser apenas entrevistos por el que pase por delante.

Desde dentro todo lo que se alcanza a ver es un solar vacío y sucio que en verano hace las veces de campo de béisbol; más allá del solar, una sección del muro de la prisión y por encima de todo ello se divisa un trozo de cielo. La pared es de piedra tosca y las palomas anidan en sus grietas. Una puerta de hierro oxidada, inserta en la parte de muro visible para los ocupantes de la Hilera, pone en fuga a las palomas con el consiguiente estrépito de alas cada vez que se abre, pues los goznes chirrían muy desagradablemente. La puerta da a un cavernoso almacén donde, aun en los días más calurosos, el aire es húmedo y frío. Varias cosas se guardan allí: piezas de hierro que los detenidos emplean para fabricar placas de coche, trastos viejos, maquinaria antigua, atavíos de béisbol... y también una horca de madera sin pintar que huele vagamente a pino. Esa es la cámara de ejecuciones del estado. Cuando a un hombre lo llevan a ella para ser ahorcado, los prisioneros dicen que «se fue a El Rincón» o también que «hizo una visita al almacén». Según la sentencia del tribunal, Smith y Hickock tenían que visitar el almacén seis semanas después de la condena: un minuto después de la medianoche del viernes 13 de mayo de 1960.



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La pena de muerte fue abolida en el estado de Kansas en 1907. En 1935, debido a un desenfrenado recrudecimiento y proliferación de criminales profesionales (Alvin «Old Creepy» Karpis, Charles «Pretty Boy» Floyd, Clyde Barrow y su amante asesina Bonnie Parker), los legisladores del estado votaron para que fuese restaurada. Sin embargo, hasta 1944 ningún verdugo tuvo ocasión de ejercer su oficio. En los diez años siguientes sólo tuvo nueve ocasiones más. Pero por un espacio de seis años, es decir, desde 1954, no hubo verdugo que cobrase un céntimo en Kansas (aparte de que ejerciera sus funciones en el cuartel disciplinario del ejército y la aviación, que cuenta también con una horca). El recientemente fallecido George Docking, gobernador de Kansas desde 1957 hasta 1960, fue el responsable de esta interrupción pues se mostró sin reservas contrario a la pena capital. («Es que no me gusta, sencillamente, matar a la gente.») Entonces, en abril de 1960, había en las prisiones de Estados Unidos ciento noventa personas en espera de ser ajusticiadas; cinco de ellas, incluidos los asesinos de los Clutter, se contaban entre los reclusos de Lansing.

De tarde en tarde, los visitantes importantes de la prisión son invitados a eso que los altos funcionarios llaman «echar un vistazo a la Hilera de la Muerte». Los que aceptan, son acompañados por un guardián, que, mientras guía al turista a lo largo del corredor que una reja de hierro separa de las celdas de la muerte, va presentando a los condenados en lo que debe de considerar un cómico formulismo. -Y éste -le decía a un visitante en 1960- es el señor Perry Edward Smith. En la celda siguiente vemos al compañero del señor Smith, el señor Richard Eugene Hickock. Y más allá tenemos al señor Earl Wilson. A continuación del señor Wilson, vemos al señor Bobby Joe Spencer. Y en cuanto a este último caballero, seguro estoy de que reconoce al famoso señor Lowell Lee Andrews.

Earl Wilson, un fornido negro que cantaba himnos, había sido condenado a muerte por haber raptado, violado y torturado a una joven mujer blanca que, aunque había salvado su vida, quedó severamente incapacitada. Bobby Joe Spencer, de raza blanca, joven afeminado, se había confesado autor del asesinato de una anciana de Kansas City, propietaria de la pensión donde él vivía. Antes de dejar su cargo en enero de 1961, el gobernador Docking, que no había sido reelegido (en buena parte por su actitud hacia la pena capital) conmutó las sentencias de ambos hombres por cadena perpetua, lo que significaba que podían pedir la libertad bajo palabra al cabo de siete años. Pero Bobby Joe Spencer, pronto volvió a matar: apuñaló a otro joven convicto, su rival en los favores de un recluso de más edad (como dijo un guardián de la penitenciaría: «Dos trastos pegándose por otro más trasto.») Tal aventura le costó a Spencer una segunda condena a cadena perpetua.

Pero el público no sabía demasiado quiénes eran Wilson ni Spencer en comparación con Smith y Hickock o con el quinto hombre de la Hilera, Lowell Lee Andrews, porque la prensa los había pasado más bien por alto. Dos años atrás Lowell Lee Andrews, muchacho de dieciocho años, muy corpulento y corto de vista, con gafas de gruesa montura y que pesaba casi ciento cincuenta kilos, cursaba el segundo año en la Universidad de Kansas como estudiante de biología, colmado de premios y honores. A pesar de que era una criatura solitaria, encerrada en sí misma y difícilmente comunicativa, los que lo conocían, tanto en su ciudad natal Wolcott, Kansas, como en la Universidad lo consideraban un muchacho extraordinariamente gentil y de «naturaleza amable», (posteriormente, un artículo sobre él aparecido en un diario de Kansas llevaba el título: «El chico más encantador de Wolcott»). Pero dentro del callado y joven erudito existía una doble personalidad insospechada, de motividad atrofiada, una mente anormal y retorcida por la que discurrían los pensamientos más fríos y crueles. Su familia compuesta de sus padres y una hermana un poco mayor, Jennie Marie, se hubieran quedado pasmados si hubieran conocido los sueños que con los ojos bien abiertos nutría Lowell durante el verano y otoño de 1958: el hijo inteligente, el adorado hermano, planeaba envenenarlos a todos.


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El padre de Andrews era un próspero granjero. No tenía mucho dinero en el banco, pero poseía tierras por valor de doscientos mil dólares. El ansia de heredar aquella propiedad fue evidentemente el motivo que impulsó a Lowell a maquinar la destrucción de su familia. Porque el secreto Lowell Lee, que se escondía tras el tímido estudiante de biología que frecuentaba la iglesia, era que se creía un maestro del crimen con un corazón de hielo: soñaba con llevar camisa de seda como los gángsters y conducir llamativos coches deportivos, ser algo más que un simple estudiantillo con gafas, demasiado gordo y virginal y si bien no tenía nada contra ninguno de los miembros de su familia, por lo menos conscientemente, asesinarlos le parecía el modo más expeditivo, más sensato de llevar a cabo las fantasías que lo poseían. Como arma, se había decidido por el arsénico. Después de haber envenenado a las víctimas, pensaba acostarlas en sus camas y prender fuego a la casa con la esperanza de que la policía creyera que las muertes habían ocurrido por accidente. Sin embargo, un detalle le preocupaba: ¿y si la autopsia revelaba la presencia de arsénico? ¿Y si se descubría que el veneno lo había comprado él? A finales del verano, había elaborado otro plan. Se pasó tres meses perfeccionándolo.

Por fin, una noche de noviembre en que el termómetro marcaba cero, se dispuso a actuar. Era la semana de Acción de Gracias, y Lowell Lee pasaba en casa esas cortas vacaciones universitarias, así como Jennie Marie, muchacha inteligente pero poco atractiva que estudiaba en la Universidad de Oklahoma. La noche del 28 de noviembre, a eso de las siete, Jennie Marie estaba con sus padres, viendo la televisión en la sala; Lowell Lee, encerrado en su cuarto, leía los últimos capítulos de Los hermanos Karamazov. Terminado lo cual, se afeitó, se puso el mejor traje que tenía y pasó a cargar un rifle semiautomático calibre 22 y un revólver «luger» calibre 22. Se colocó el revólver en una pistolera, se echó el fusil al hombro y recorrió el corredor que lo separaba de la sala, sólo iluminada por la pantalla del aparato de televisión. Encendió la luz, apuntó con el rifle y disparó a su hermana entre los ojos, matándola instantáneamente. Le disparó tres veces a su madre y dos a su padre. La madre, con los ojos dilatados, se tambaleó hacia él, tratando de hablar, abrió y cerró la boca, pero Lowell Lee le dijo: -

Cállate.

Y para asegurarse de que le obedecía, le disparó tres tiros más. El señor Andrews, sin embargo, seguía con vida: sollozando, gimiendo, se arrastró por el suelo hacia la cocina; pero al llegar al umbral, el hijo desenfundó el revólver y le disparó todas las balas. A continuación volvió a cargar el arma y a vaciarla otra vez. En total, el padre recibió diecisiete balazos. Andrews dijo, según declaración que se le atribuye: «No sentí nada. Había llegado el momento, y yo hice lo que debía. Y eso fue todo.» Después de los disparos, abrió una ventana de su cuarto y sacó la tela metálica protectora. Luego anduvo por la casa abriendo cajones y desparramando su contenido: tenía la intención de atribuir el crimen a unos supuestos ladrones. A continuación, al volante del coche de su padre, recorrió sesenta kilómetros por carreteras resbaladizas de nieve hasta Lawrence, ciudad donde se encuentra la Universidad de Kansas.

De camino, paró en un puente, desmontó las armas homicidas y se libró de ellas arrojando las piezas al río Kansas. Pero, naturalmente, el propósito del viaje era proporcionarse una coartada. Primero paró en su residencia del campus, habló con la directora y le dijo que había venido a recoger su máquina de escribir y que a causa del mal tiempo el viaje de Wolcott a Lawrence le había llevado dos horas. Saliendo de allí, entró en un cine, y contrariamente a su costumbre, charló un momento con un acomodador y con un vendedor de caramelos. A las once, cuando la película terminó, regresó a Wolcott. El perro que tenían, que no era de raza, aguardaba en el porche gimiendo de hambre. Lowell Lee entrando en la casa y pasando por encima del cadáver de su padre, le preparó un tazón de leche caliente y gachas.


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