A SANGRE FRÍA - Truman Capote

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Sería en setiembre u octubre. Era una carta de Dick en la que me decía que tenía una breva a la vista. El golpe perfecto. No le contesté pero volvió a escribirme apremiándome para que fuera a Kansas y diéramos el golpe juntos. Nunca me dijo la clase de golpe. Sólo que era un breva madura «de éxito seguro». La verdad era que yo tenía otra razón para estar en Kansas por entonces. Un asunto personal, que me guardo y que nada tiene que ver con todo esto. Sólo que si no hubiera sido por eso, yo no hubiera vuelto. Pero lo hice. Y Dick fue a esperarme a la estación de autobuses de Kansas City. Me llevó en su coche a la granja de sus padres. Pero no me querían allí. Yo soy muy sensible, siempre sé lo que la gente siente.

»Lo mismo que usted -se refiere a Dewey pero no lo mira-. Le revienta tener que encenderme un cigarrillo. Eso es cosa suya. No se lo reprocho. Tampoco se lo reprocho a la madre de Dick. La verdad es que es una persona muy amable. Pero como sabía quién era yo, un amigo de la cárcel, no me quería en su casa. Cristo, lo que me alegré de marcharme a un hotel. Dick me llevó a un hotel de Olathe. Compramos cerveza, la subimos a la habitación y allí fue donde Dick me contó lo que tenía pensado. Me dijo que cuando yo salí de Lansing tuvo en la celda a uno que había trabajado para un cultivador de trigo muy rico allá por la Kansas del oeste. El señor Clutter. Sabía dónde estaba todo: puertas, pasillos, dormitorios. Dijo que una de las habitaciones de la planta se usaba como despacho y que en ese despacho había una caja fuerte empotrada en la pared. Dijo que el señor Clutter la necesitaba porque siempre tenía en casa sumas de dinero. Nunca menos de diez mil dólares. El plan era robar la caja fuerte y si nos veían, bueno, quienquiera que nos hubiera visto, tenía que desaparecer. Dick lo repitió lo menos un millón de veces: "Nada de testigos."

Dewey pregunta:

-¿Cuántos testigos podía haber? Quiero decir, ¿cuántas personas esperaba encontrar en casa de los Clutter?

-Eso es lo que yo quería saber. Pero no lo sabía con certeza. Por lo menos cuatro. Quizá seis. Y era posible que la familia tuviera invitados. Decía que teníamos que estar dispuestos a enfrentarnos con una docena.

Dewey suelta un gruñido, Dunt silba y Smith, sonriendo sombrío, añade:

-Ya, y a mí también. Me parecía un despropósito. Doce personas. Pero Dick decía que era una breva. Decía: «Entraremos allí y les reventaremos las cabezas contra las paredes.» Yo estaba en un estado de ánimo de esos de dejarse llevar. Pero, además, seré franco: tenía fe en Dick. Me había fijado en él porque me parecía muy práctico, muy masculino y quería el dinero tanto como yo. Quería el dinero y poder marcharse a México. Pero esperaba poder conseguirlo sin violencia. Me parecía que podía hacerse, si usábamos máscaras. Tuvimos una discusión por eso. De camino, de camino para Holcomb. Yo quería parar a comprar un par de medias de seda negra para ponernos en la cabeza. Pero Dick creía que incluso con una media podían identificarlo. Por el ojo. De todos modos, cuando llegamos a Emporia...

-Aguarda, Perry -dice Duntz-. Te has adelantado demasiado. Vuelve a Olathe. ¿A qué hora salisteis de allí?

-A la una. A la una y media. Salimos después de comer y nos fuimos a Emporia. Allí compramos unos guantes de goma y un rollo de cuerda. El cuchillo, la escopeta y los cartuchos... los había traído Dick de su casa. Pero no quiso que compráramos medias negras. Tuvimos una buena discusión. Al salir de Emporia, en las afueras, pasamos por un hospital católico y yo le convencí de que parase y entrara a comprarles medias negras a las monjas. Pero él, sólo fingió intentarlo. Salió diciendo que no se las querían vender. Yo estaba convencido de que no había preguntado siquiera y él mismo lo confesó, diciendo que era una idea ridícula, que las monjas le hubieran tomado por loco. Así que no volvimos a parar hasta Great Bend. Allí compramos la cinta adhesiva. Cenamos allí, una cena de miedo.


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A mí me dio sueño. Cuando desperté, estábamos llegando a Garden City. Parecía una ciudad de perros muertos. Paramos en una estación de gasolina a repostar...

Dewey le pregunta si recuerda cuál. -Creo que una Phillips 66.
-¿Qué hora era?

-Hacia medianoche. Dick dijo que faltaban diez kilómetros para Holcomb. El resto del camino se lo pasó hablando solo, diciendo que esto tendría que estar aquí y aquello allá, siguiendo las instrucciones que se sabía de memoria. Cuando atravesamos Holcomb, yo apenas me di cuenta; era muy pequeño. Cruzamos una vía de tren. De pronto Dick exclamó: «Aquí es, tiene que ser aquí.» Era la entrada a un camino particular bordeado de árboles. Redujo la marcha y apagó las luces. No las necesitábamos. A causa de la luna. No había otra cosa en el cielo, ni una nube, nada. Sólo la luna llena. Era como si fuese pleno día y cuando tomamos el paseo de árboles aquel, Dick dijo: «¡Fíjate qué propiedad! ¡Qué granero! ¡Qué casa! ¡No me dirás que un tipo así, no estará forrado!» Pero a mí no me gustaba aquello, el ambiente era demasiado imponente. Aparcamos a la sombra de un árbol. Mientras estábamos allí sentados, se encendió una luz, no la de la casa principal, sino a un centenar de metros, a la izquierda... Dick dijo que era la casa del peón, lo sabía por el esquema. Pero dijo que estaba puñeteramente más cerca de la casa de lo que él suponía. Luego la luz se apagó. Señor Dewey, el testigo que usted menciona... ¿es él, el aparcero?

-No. El no oyó nada. Pero su mujer estaba cuidando un crío que tenían enfermo. Dijo que se habían pasado la noche entera de un lado para otro.

-Un crío enfermo. Bueno, sentía curiosidad. Mientras seguíamos allí sentados, volvió a suceder, una luz que se encendía y se apagaba. Entonces sí que me entró miedo. Le dije a Dick que no contara conmigo. Que si estaba decidido a seguir adelante, que lo hiciera él solo. Puso en marcha el coche, vi que nos marchábamos de allí y pensé: «¡Jesús bendito!» Siempre me he fiado de mi intuición, que me ha salvado la vida más de una vez. Pero a mitad del camino, Dick paró. Estaba rabioso. Yo vi lo que pensaba: He planeado un golpe de los gordos, llegamos hasta aquí, y ahora resulta que este idiota es un gallina. Me dijo: «Quizá creas que me faltan agallas para hacerlo yo solo. ¡Por Dios! Voy a demostrarte lo que es tener agallas.» Había licor en el coche y los dos echamos un trago. Luego le dije: «De acuerdo Dick. Estoy contigo.» Así que dimos la vuelta. Aparcamos donde habíamos aparcado antes. A la sombra de un árbol. Dick se puso los guantes. Yo ya me había puesto los míos. El llevaba el cuchillo y la linterna. Yo la escopeta. Al claro de luna la casa tenía un aspecto tremendo. Parecía vacía. Recuerdo que deseé... que no hubiera nadie dentro.

Dewey pregunta:

-¿No visteis un perro?

-No.

-La familia tenía un perro que se asustaba cuando veía armas. No pudimos comprender por qué no había ladrado. A menos que hubiera visto la escopeta y se hubiera marchado.

-Bueno, no vi nada ni a nadie. Por eso no lo creí nunca. Lo del testigo ocular.
-No es un testigo ocular. Un testigo. Alguien que os asoció a ti y a Dick con el caso. -Oh. ¡Ah, ja, ja! El. Y Dick que decía que se moriría de miedo. ¡Aja!
Duntz, que no quería desviarse del tema, le recordó:
-Hickock llevaba el cuchillo. Tú la escopeta. ¿Cómo entrasteis en la casa?

-La puerta estaba abierta. Una puerta lateral. Daba al despacho del señor Clutter. Aguardamos a oscuras. Escuchando. Pero sólo se oía el viento. Hacía un poco de viento afuera. Movía los árboles y se podían oír las hojas.



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La única ventana tenía cortinas venecianas que dejaban pasar la luz de la luna. Yo la cerré y Dick encendió la linterna. Vimos el escritorio. La caja fuerte tenía que estar en la pared, exactamente detrás, pero no pudimos encontrarla. La pared estaba forrada de madera, había libros y mapas enmarcados. En un estante, vi unos prismáticos fabulosos. Decidí que me los llevaría cuando nos marcháramos.

-¿Lo hiciste? -pregunta Dewey, porque los prismáticos no habían sido echados de menos.

Smith asiente.
-Los vendimos en México. -Perdona. Sigue.

-Bueno, pues cuando vimos que no podíamos encontrar la caja fuerte, Dick apagó la linterna y a oscuras salimos del despacho y entramos en una sala de estar. Dick me susurró si no podía andar con más suavidad. Pero a él le pasaba lo mismo. Cada paso que dábamos hacía un ruido horrible. Llegamos a un pasillo y a una puerta. Dick, recordando el plano, dijo que era la de un dormitorio. Encendió la linterna y abrió la puerta. Un hombre dijo: «¿Cariño?» Estaba durmiendo, parpadeó y preguntó otra vez: «¿Eres tú, cariño?» Dick le preguntó: «¿Es usted el señor Clutter?» Se despertó del todo, se incorporó y dijo: «¿Quién es? ¿Qué quiere?» Dick le contestó muy cortésmente, como si fuéramos un par de vendedores a domicilio: «Queremos hablar con usted, señor. En su despacho, si no le importa.» Y el señor Clutter, descalzo con sólo el pijama puesto, vino con nosotros al despacho y encendimos las luces.

»Hasta entonces no había podido vernos muy bien. Creo que lo que vio le produjo una impresión fuerte. Dick va y le dice: "Ahora, señor, sólo queremos que nos enseñe dónde tiene la caja fuerte." Pero el señor Clutter le contesta: "¿Qué caja fuerte?" Nos dice que no tiene ninguna caja fuerte. Supe inmediatamente que era verdad. Tenía esa clase de cara. En seguida te das cuenta de que dijera lo que dijera, sería siempre la verdad. Pero Dick le gritó: "¡No me mientas, hijo de perra! Sé puñeteramente bien, que tienes una caja fuerte." La impresión que tuve fue que nunca le habían hablado así al señor Clutter. Pero él miró a Dick directamente a los ojos y le dijo con mucha suavidad... le dijo... bueno, que lo sentía pero que nunca había tenido una caja fuerte. Dick entonces le golpeó el pecho con el cuchillo gritando: "Dinos dónde la tienes o lo vas a sentir de veras." Pero el señor Clutter, ¡oh!, se daba uno cuenta de que estaba aterrado aunque su voz seguía siendo tranquila y firme. Siguió negando que tuviera ninguna.

«Fue en uno de aquellos momentos cuando arreglé lo del teléfono. El que había en el despacho. Le corté los cables. Y le pregunté al señor Clutter si había otro en la cocina. Así que cogí mi linterna y me fui a la cocina, que estaba muy lejos del despacho. Cuando encontré el teléfono, descolgué el auricular y corté la línea con unos alicates. Luego, cuando volvía oí un ruido. Un crujido arriba. Me detuve al pie de las escaleras. Estaba oscuro y no me atreví a usar la linterna. Pero vi que había alguien allí. Al final de las escaleras, destacándose contra la ventana. Una sombra. Luego desapareció.

Dewey se imagina que debió de ser Nancy. En teoría había supuesto muchas veces, basándose en el hallazgo de su reloj de oro en el fondo de un zapato encerrado en el armario, que Nancy había despertado, había oído gente en la casa y pensando que podían ser ladrones había escondido prudentemente el reloj, su más valiosa propiedad.

-En mi opinión podía ser alguien con un fusil. Pero Dick no quería escucharme. Estaba muy ocupado haciéndose el duro. Mandando al señor Clutter de un lado a otro. Lo había llevado otra vez al dormitorio y se entretenía en contar el dinero que llevaba el señor Clutter en su billetero. Había unos treinta dólares. Arrojó el billetero sobre la cama y dijo: «Tiene más dinero en casa, estoy seguro. Un hombre así de rico.

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Que vive en semejante casa.» El señor Clutter le dijo que aquél era todo el dinero que tenía y le explicó que siempre pagaba con cheques. Ofreció firmarnos un cheque. Dick estalló de rabia: «¿Es que nos toma por retrasados mentales?» Yo creí que Dick lo iba a golpear. Entonces dije: «Oye, Dick. Hay alguien despierto arriba.» El señor Clutter nos dijo que arriba sólo estaban su mujer, su hijo y su hija. Dick quiso saber si su mujer tendría dinero y el señor Clutter le contestó que si tenía algo sería muy poco, unos dólares, y nos pidió, de veras, casi desesperadamente, que no la molestáramos porque estaba enferma desde hacía mucho tiempo. Pero Dick insistió en que quería subir. Hizo que el señor Clutter pasara delante.

»Al pie de la escalera, el señor Clutter encendió las luces del pasillo de arriba y mientras subíamos dijo: "No comprendo por qué hacéis esto. Yo jamás os hice daño. Ni siquiera os he visto nunca." Entonces fue cuando Dick le dijo: "¡A callar! Cuando queramos que hable, se lo diremos." En el pasillo de arriba no había nadie y todas las puertas estaban cerradas. El señor Clutter señaló las habitaciones donde el hijo y la hija dormían y luego abrió la puerta de la habitación de su esposa. Encendió la lamparita que había visto junto a la cama y le dijo: "No tengas miedo, cariño. Todo va bien. Estos hombres sólo quieren dinero." Era una mujer delgada, frágil, con un camisón blanco. En el instante en que abrió los ojos comenzó a llorar. Y le dijo a su esposo: "Cariño, yo no tengo dinero." El le tenía la mano cogida y se la acariciaba. "No llores, cariño.

No tienes que tener miedo. Es sólo que les he dado a estos hombres todo el dinero que tenía y quieren más. Creen que tenemos una caja de caudales en algún lugar de la casa. Ya les he dicho que no." Dick levantó la mano como si fuera a darle en la boca y dijo: "¿No le dije que a callar?" La señora Clutter dijo: "Pero es que mi esposo les dice la pura verdad. No tenemos ninguna caja de caudales." Y Dick le contestó: "Sé puñeteramente bien que hay aquí una caja fuerte. Y la encontraré antes de salir de aquí. No se preocupen, ya la encontraré." Luego le preguntó a ella dónde tenía el bolso. El bolso estaba en un cajón de la cómoda. Dick lo volvió del revés y no encontró más que un poco de calderilla y un par de dólares.

Le hice salir al pasillo porque quería discutir la situación. Así, que salimos de la habitación y le dije...

Duntz le interrumpe para preguntarle si el señor y la señora Clutter podían oír la conversación.

-No. Nos quedamos en la puerta para no perderlos de vista. Pero hablábamos en voz muy baja. Le dije a Dick: «Esta gente está diciendo la verdad. El que mintió fue tu amigo Floyd Wells. No hay ninguna caja fuerte, así que larguémonos.» Pero a Dick le daba demasiada vergüenza admitirlo. Dijo que sólo lo admitiría cuando hubiéramos registrado la casa entera. Dijo que había que atarlos y entonces buscar con tiempo. No se podía discutir con él, estaba muy excitado. La gloria de tenerlos a todos a su merced, eso es lo que lo excitaba. Bueno, había un cuarto de baño junto a la alcoba de la señora Clutter. La idea era encerrar a los padres en aquel cuarto de baño, despertar después a los hijos y meterlos allí también. Luego hacerlos salir uno a uno y atarlos en distintas dependencias de la casa. Y luego, Dick dijo: «Cuando hayamos encontrado la caja fuerte, les cortaremos el pescuezo. No podemos disparar porque haríamos demasiado ruido. »

Perry frunce el ceño, se frota las rodillas con sus manos esposadas.

-Déjeme pensar un momento. Porque, al llegar aquí, las cosas se ponen un poco complicadas. Ahora recuerdo. Sí, sí, saqué una silla al pasillo y la metí en el cuarto de baño. Para que la señora Clutter pudiera sentarse, ya que habían dicho que estaba enferma. Cuando los encerramos, la señora Clutter lloraba y decía: «Por favor, no hagan daño a nadie. Por favor, no les hagan daño a mis hijos.» Y su marido que la abrazaba diciendo: «Cariño, esos hombres no quieren hacer daño a nadie. Todo lo que quieren es dinero. »

-Fuimos a la habitación del hijo. Estaba despierto. Echado en la cama como si tuviera miedo de moverse.

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Dick le dijo que se levantara, pero no se movió o no se movió lo bastante deprisa y entonces Dick le pegó un puñetazo, lo hizo saltar de la cama y yo dije: "No tienes por qué pegarle, Dick." Y al chico le indiqué que se pusiera los pantalones porque sólo llevaba una camiseta. Se puso unos tejanos y acabábamos de encerrarlo en el cuarto de baño cuando apareció la hija... había salido de su habitación. Iba completamente vestida como si hiciera rato que estaba despierta. Bueno, llevaba calcetines y zapatillas, un kimono y el pelo recogido en un pañuelo. Intentaba sonreír y dijo: "Santo Dios, ¿qué ocurre? ¿Es alguna broma?" Aunque no creo que imaginara que aquello fuera una broma. Sobre todo cuando vio que Dick abría la puerta del baño y la empujaba dentro...

Dewey los imagina: la familia prisionera, mansa y asustada pero sin sospechar su destino. Herb no podía haberlo sospechado; hubiera luchado. Era un hombre amable pero fuerte y nada cobarde. Herb, su amigo Alvin Dewey estaba convencido, hubiera luchado hasta la muerte defendiendo la vida de Bonnie y de sus hijos.

-Dick montó guardia en la puerta del baño mientras yo hacía un reconocimiento. Exploré la habitación de la hija y hallé un pequeño monedero, como de muñeca. En el interior había un dólar de plata. Se me cayó y rodó por la habitación. Fue a parar debajo de una silla. Tuve que ponerme de rodillas. En aquel momento fue como si me viese a mí mismo desde fuera. Como si me viera en una película. Aquello me hizo sentir mal. Me asqueaba Dick y toda aquella cháchara acerca de la caja fuerte, de un hombre riquísimo, y yo, arrastrándome de bruces para robar un dólar de plata a una niña. Un dólar. Y me arrastraba para cogerlo.

Perry se estruja las rodillas, pide aspirinas a los detectives, agradece a Duntz la que le da, la mastica y sigue hablando:

-Pero hay que tomar las cosas como vienen. Tomar lo que haya. Registré la habitación del hijo, también. Ni un céntimo. Pero había una pequeña radio portátil y decidí llevármela. Entonces recordé los prismáticos que había visto en el despacho del señor Clutter. Bajé a buscarlos. Llevé la radio y los prismáticos al coche. Hacía frío y el frío y el viento me hicieron bien. La luna tan clara que se podía ver a kilómetros y kilómetros. Y pensé: «¿Por qué no te largas? Te largas hasta la autopista y esperas a que alguien te lleve.» Jesús, no quería volver a la casa. Y sin embargo... ¿cómo podría explicarlo? Fue como si no se tratara de mí. Más bien como si estuviera leyendo un cuento... y quisiera saber qué ocurre después. El final. Así que volví arriba. Y entonces... a ver... ¡Ah, sí! Entonces fue cuando los atamos. Clutter fue el primero. Le dijimos que saliera del cuarto de baño y le atamos las manos. Luego lo hice bajar hasta el sótano...

Dewey dice:

-¿Solo y desarmado?

-Llevaba la navaja.

Dewey dice:

-¿Y Hickock se quedó arriba de guardia?

-Para tenerlos quietos. Además, yo no necesitaba ayuda. Manejo cuerdas desde que nací.

Dewey dice:

-¿Llevabas la linterna o encendiste la luz que había en el sótano?

-Las luces. El sótano estaba dividido en dos. Una parte parecía un cuarto de estar. Lo llevé a la otra, a la de la caldera. Vi una caja de cartón muy grande apoyada contra la pared. Una caja de colchón. Bueno, no me parecía bien pedirle que se echara en el suelo frío y entonces arrastré la caja hasta allí, la aplané y le dije que se tumbara encima.

El conductor, mira a su colega a través del retrovisor, atrae su atención y Duntz mueve un poco la cabeza como dándole la razón.

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Dewey había sostenido siempre que la caja del colchón había sido colocada en el suelo para mayor comodidad del señor Clutter, y observando otros detalles por el estilo, otras fragmentarias indicaciones de irónica y errática compasión, el detective había supuesto que, por lo menos, uno de los asesinos no carecía totalmente de misericordia.

-Le até los pies y luego las manos a los pies. Le pregunté si le apretaba mucho y me dijo que no, pero me pidió, por favor, que no le hiciera nada a su mujer. No había necesidad de atarla porque no iba a gritar ni a escaparse de la casa. Me dijo que hacía años y años que estaba enferma y que empezaba a encontrarse mejor, pero que un susto así podía producirle una recaída. Ya sé que no es como para reírse pero no pude evitarlo, oyéndole hablar de «una recaída».

»A continuación bajé al hijo. Primero lo puse en la misma habitación con su padre. Le até las manos a una tubería que había en el techo. Pero pensé que no era muy seguro. Podía desatarse y desatar a su padre o viceversa. Por eso corté la cuerda y lo llevé al cuarto de estar donde había un cómodo diván. Le até los pies a las patas del diván, le até las manos y luego le pasé un nudo corredizo alrededor del cuello de modo que si se movía se ahorcaba él mismo. Mientras trabajaba, puse la navaja sobre... bueno, era una cómoda de cedro recién barnizada. Todo el sótano olía a barniz... y el caso es que me pidió que no pusiera la navaja allí. La cómoda era un regalo de boda que él había hecho para no sé quién. Para una hermana, creo que dijo. Cuando me marchaba, tuvo un acceso de tos, así que le puse un cojín debajo de la cabeza. Entonces apagué la luz.

Dewey dice:

-Pero ¿no les tapaste la boca con cinta adhesiva?

-No. Eso fue después cuando até a las mujeres, cada cual en su habitación. La señora Clutter seguía llorando y al mismo tiempo preguntaba por Dick. No le gustaba nada pero me dijo que yo le parecía un joven decente. «Estoy segura de que lo es», dijo y me hizo prometer que no dejaría que Dick le hiciera daño a nadie. Pienso que lo que tenía en la cabeza era su hija. Yo también estaba preocupado por eso. Sospechaba que Dick estaba planeando algo que yo no hubiera tolerado. Cuando acabé de atar a la señora Clutter, me di cuenta de que él se había llevado a la hija a su habitación. Ella estaba acostada y él, sentado en el borde de la cama, le hablaba. Lo frené en seco. Le dije que fuera a buscar la caja de caudales mientras yo la ataba.

Cuando se marchó, le até los pies juntos y las manos a la espalda. Entonces la arropé bien dejándole sólo al descubierto la cabeza. Había una poltrona pequeña junto a la cama, y me senté a descansar un poco. Mis piernas parecían fuego, con tanto subir, bajar y agacharme. Le pregunté a Nancy si tenía novio. Dijo que sí, que tenía. Ponía todo su empeño en aparecer natural y amable. De veras me resultó amable. Era muy bonita. Una muchacha estupenda, que no se daba aires. Me habló mucho de sí misma. De su colegio y de que iría a la universidad a estudiar música y arte. De caballos. Dijo que después de bailar, lo que más le gustaba era galopar. Entonces le dije que mi madre había sido amazona, campeona del rodeo.

»Y hablamos también de Dick. Tenía curiosidad, ¿sabe?, por saber qué le había dicho. Al parecer ella le había preguntado por qué hacía esas cosas. Robar a la gente. Y, cuernos, qué serial le contó el tío... que si era huérfano y educado en un orfelinato, que nunca había encontrado a nadie que lo quisiera, que el único pariente que tenía era una hermana que vivía con hombres sin casarse con ellos. Mientras hablábamos oíamos al lunático rondando por abajo, buscando la caja fuerte.

Duntz dice:
-¿Cuánto tiempo llevabais en la casa? -Quizás una hora.



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Duntz dice: -¿Y cuándo los amordazasteis?

-En ese momento. Empezamos por la señora Clutter. Le dije a Dick que me ayudara... porque no quería dejarlo solo con la muchacha. Corté la cinta a tiras y Dick las pegó alrededor de la cabeza de la señora Clutter como si fuera una momia. Le preguntó: «¿Por qué sigue llorando? Nadie le hace daño.» Y apagando la lamparita de noche dijo: «Buenas noches, señora Clutter. Duérmase.» Entonces me dice mientras íbamos por el pasillo hacia la habitación de Nancy: «Voy a tirarme a esa chiquita.» Puse una cara como si no creyera haber oído bien. Y dice: «¿Y a ti qué te importa? Carajo, hazlo tú también.» Bueno, eso es algo que desprecio.

A los que no se pueden dominar sexualmente. Cristo, me dan asco esas cosas. Le dije sin rodeos: «Déjala en paz. Si no te las tendrás que ver conmigo.» Aquello lo irritó de veras pero se dio cuenta de que no era el momento de pelear y dijo: «Muy bien, rico. Si tú lo quieres.» El resultado fue que no la amordazamos. Apagamos la luz del pasillo y fuimos al sótano.

Perry vacila. Quiere hacer una pregunta pero hace una afirmación:

-Apuesto a que nunca dijo que quería violar a la chiquilla.

Dewey lo admite pero añade que, salvo por la versión expurgada de su propia conducta, la historia de Hickock coincide con la de Smith. Varían algunos detalles, el diálogo no es idéntico, pero, en sustancia, los dos relatos, por lo menos hasta entonces, se corresponden.

-Puede. Pero ya sabía que no había contado lo de la chica. Hubiera apostado la camisa.

Duntz dice:

-Perry, he venido prestando atención a las luces. Si no me equivoco, cuando apagasteis la luz de arriba, la casa se quedó completamente a oscuras.

-En efecto y no las volvimos a encender. Sólo la linterna. Cuando fuimos a amordazar al señor Clutter y al chico, la linterna la llevaba él. Antes de que lo amordazara, el señor Clutter me preguntó, y ésas fueron sus últimas palabras, quiso saber cómo estaba su mujer, si estaba bien. Y yo le dije que sí, que muy bien, que estaba a punto de dormirse y le dije también que no faltaba mucho para la mañana, que entonces alguien los encontraría y que entonces todo, yo y Dick y todo aquello, les parecería un sueño. Y no es que le estuviera tomando el pelo. Yo no quería hacerle daño a aquel hombre. A mí me parecía un señor muy bueno. Muy cortés. Lo pensé así hasta el momento en que le corté el cuello.

-Aguarde. He perdido el hilo -Perry tuerce el gesto, se frota las rodillas, las esposas tintinean-. Después ¿sabe?, después de amordazarles, Dick y yo nos fuimos a un rincón. Para hablar. Recuerden que Dick y yo habíamos tenido diferencias. Se me revolvía el estómago al pensar que había sentido admiración por él, que me había tragado todas sus fanfarronadas. Le dije: "Bueno, Dick. ¿No sientes escrúpulos?" No me contestó. Le dije: "Déjalos vivos y no será poco lo que nos echen. Diez años como mínimo." Tenía el cuchillo en la mano.

Se lo pedí y me lo entregó. Le dije: "Muy bien, Dick. Vamos allá." Pero yo no quería decir esto. Yo sólo quería fingir que le tomaba la palabra, obligarlo a disuadirme, forzarlo a admitir que era un farsante y un cobarde. ¿Sabe? Era algo entre Dick y yo. Me arrodillé junto al señor Clutter y el daño que me hizo me recordó aquel maldito dólar. El dólar de plata. Vergüenza. Asco. Y ellos me habían dicho que no volviera nunca a Kansas. Pero no me di cuenta de lo que había hecho hasta que oí aquel sonido. Como de alguien que se ahoga. Que grita bajo el agua. Le di la navaja a Dick y le dije: "Acaba con él. Te sentirás mejor." Dick probó o fingió que lo hacía.

Pero el hombre aquel tenía la fuerza de diez hombres, se había soltado, y tenía las manos libres. A Dick le entró pánico. Quería largarse de allí. Pero yo no lo dejé. El hombre iba a morir de todos modos, ya lo sé, pero no podía dejarlo así. Le dije a Dick que cogiera la linterna y lo enfocara. Cogí la escopeta y apunté. La habitación explotó. Se puso azul.


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Se incendió. Jesús, nunca comprenderé cómo no oyeron el ruido a treinta kilómetros a la redonda.

Los oídos de Dewey resuenan tanto que su ruido lo ensordece y deja de oír el cuchicheo de la empalagosa voz de Smith. Pero la voz sigue oyéndose, expulsando una andanada de sonidos e imágenes: Hickock a la caza del cartucho, deprisa, deprisa, la cabeza de Kenyon en un círculo de luz, el murmullo de súplicas amortiguadas, luego otra vez Hickock buscando a toda prisa el cartucho vacío, la habitación de Nancy, Nancy oyendo las botas en la escalera de madera, el crujir de los peldaños mientras suben por ella, los ojos de Nancy, Nancy viendo cómo la luz de la linterna busca el blanco. (Gritaba: «¡Oh, no! No, por favor. ¡No! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No lo haga! ¡Oh, se lo suplico, no lo haga! ¡Por favor!» Le di la escopeta a Dick y le dije que ya había hecho todo lo que podía hacer. Apuntó y ella se volvió hacia la pared»), el pasillo a oscuras, los asesinos corriendo hacia la última puerta. Quizá, después de oír cuanto había oído, Bonnie se alegró de oír los pasos que se acercaban rápidos.

-Pescar el último cartucho fue un lío. Dick tuvo que meterse debajo de la cama para cogerlo. Luego cerramos la puerta de la habitación de la señora Clutter y bajamos al despacho. Aguardamos allí, lo mismo que al llegar. Miramos por las venecianas para ver si el aparcero andaba por allí o cualquiera que hubiera podido oír los tiros. Pero todo estaba como antes, ni un rumor. El viento únicamente y Dick resoplando como si lo persiguieran los lobos. Fue entonces, en aquellos escasos segundos antes de que corriéramos hacia el coche y nos marcháramos, entonces fue cuando decidí que lo mejor que podía hacer era cargarme a Dick. Me había repetido una y otra vez, me había machacado aquello de: Nada de testigos. Y pensé: El es un testigo. No sé qué me detuvo. Sabe Dios que debí hacerlo. Matarlo de un balazo. Meterme luego en el coche y no parar hasta perderme en México.

Silencio. Durante más de quince kilómetros, los tres hombres guardaron silencio.

Tristeza y profunda fatiga en el centro del silencio de Dewey. Había sido su ambición saber «exactamente qué había sucedido en la casa aquella noche». Dos veces se lo habían contado, dos versiones muy parecidas. La única discrepancia importante era que Hickock atribuía las cuatro muertes a Smith mientras Smith sostenía que Hickock había dado muerte a las dos mujeres. Pero las confesiones, a pesar de que respondían al cómo y al porqué, no satisfacían sus exigencias de un motivo comprensible. El crimen era un accidente psicológico, un acto virtualmente impersonal; las víctimas podían haber sido muertas por un rayo. Salvo por una cosa: las habían sometido a un prolongado terror, habían sufrido. Y Dewey no podía olvidar su sufrimiento. A pesar de ello, pudo mirar sin ira al hombre que llevaba al lado, más bien con cierta comprensión, porque la vida de Perry Smith no había sido ningún lecho de rosas, sino algo patético, una horrible y solitaria carrera de un espejismo a otro. Sin embargo, la comprensión de Dewey no era suficientemente profunda como para dar lugar al perdón o a la clemencia. Deseaba ver a Perry y a su cómplice ahorcados, ahorcados espalda contra espalda.

Duntz le preguntó a Smith:
-En total, ¿cuánto dinero encontrasteis en casa de Clutter? -Unos cuarenta o cincuenta dólares.

Entre los animales de Garden City hay dos gatos grises que siempre están juntos. Sucios y escuálidos, carecen de amo y tienen extrañas e inteligentes costumbres. La ceremonia principal de su día, tiene lugar al ocaso.


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Primero recorren la calle Mayor al trote, deteniéndose a escudriñar las rejas de los motores de los coches aparcados, especialmente los aparcados frente a los dos hoteles, el Windsor y el Warren, porque esos coches, generalmente propiedad de gente que viene de lejos, ofrecen muchas veces lo que las huesudas y metódicas criaturas están buscando: pájaros muertos, cuervos, herrerillos y gorriones cuya temeridad los hizo volar en el camino de los automovilistas. Empleando sus pezuñas como si fueran instrumentos quirúrgicos, los gatos extraen de las rejillas todas las partículas plumosas. Después de recorrer la calle Mayor, invariablemente vuelven a la esquina que da a la calle Grant y después corren hacia la plaza del Palacio de Justicia, otro de sus cotos de caza, que se presentaba muy prometedor aquella tarde del miércoles 6 de enero, pues la zona estaba invadida por vehículos de todo el condado de Finney que habían traído a la ciudad parte de la multitud que se agolpaba en la plaza.

La aglomeración empezó a las cuatro de la tarde, hora que el procurador del distrito había dado como probable para la llegada de Hickock y Smith. Desde que el domingo por la noche se supo la noticia de la confesión de Hickock, periodistas de todas clases se habían dirigido a Garden City: representantes de las más importantes agencias periodísticas, fotógrafos, operadores de cine y televisión, cronistas de Missouri, Nebraska, Oklahoma, Texas y naturalmente de todos los periódicos de Kansas, en total unas veinte o veinticinco personas. Muchas de ellas llevaban tres días aguardando sin gran cosa que hacer, salvo entrevistar a James Spor, empleado de la gasolinera, que después de haber visto las fotografías de los asesinos los identificó como dos clientes a los que sirvió tres dólares de gasolina la noche de la tragedia de Holcomb.

Era el retorno de Hickock y Smith lo que aquellos espectadores profesionales se preparaban a registrar y el capitán Gerald Murray, de la patrulla de carreteras, les había reservado un amplio espacio en la acera frente a las escaleras del Palacio de Justicia, escaleras que los prisioneros tendrían que subir camino de la cárcel del distrito, institución que ocupa el cuarto y último piso del edificio de piedra caliza. Un reportero, Richard Parr, del Star de Kansas City, había obtenido un ejemplar del Sun del lunes, de Las Vegas. El titular del periódico provocó carcajadas: «Se teme un linchamiento a la llegada de los acusados.» El capitán Murray observó:

-A mí no me parece que estén pensando en linchar a nadie.

Por cierto la multitud que había en la plaza podía haber estado aguardando a que pasara un desfile o asistir a un mitin político. Estudiantes de bachillerato, entre ellos los antiguos compañeros de Nancy y Kenyon Clutter, entonaban cantos estudiantiles, masticaban chicle, devoraban salchichas y bebidas carbónicas. Las madres acallaban los llantos de sus hijos. Los hombres se paseaban con niños al hombro. Estaban presentes también los niños exploradores, toda una tropa. Los socios de un club femenino de bridge, mujeres de edad madura, llegaron en masa. El señor J. P. (Jap) Adams, jefe de la oficina local del Círculo de Veteranos, apareció con una indumentaria de corte tan atrevido que un amigo le gritó:

-¡Eh, Jap! ¿Qué haces vestido de mujer?

Porque el señor Adams, en sus prisas por no perderse la escena, se había puesto, involuntariamente, el abrigo de su secretaria. Un cronista de la radio que rondaba por entre el público, preguntaba a unos y a otros cuál era en su opinión el castigo que merecían «los autores de tan vil y cobarde acción» y si bien la mayoría de los interrogados contestaba: «¡Caramba!» o «¡Vaya!», hubo un estudiante que respondió:

-Creo que deberían encerrarlos juntos a los dos en la misma celda durante el resto de sus vidas, sin permitir jamás una visita. Tenerlos allí, contemplándose mutuamente, hasta el día de su muerte.

Y un hombrecillo fuerte y erguido dijo:

-Yo soy partidario de la pena de muerte. Como dice la Biblia... ojo por ojo. Y aun así nos quedamos cortos de dos pares.

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Mientras duró el sol, el día había sido seco y cálido, como de octubre y no de enero... Pero cuando el sol se puso, cuando las sombras de los gigantescos árboles de la plaza se confundieron y entremezclaron, el frío y la oscuridad dejaron aterida a la multitud. La dejaron aterida y la dispersaron.

A las seis, quedaban menos de trescientas personas.

Los periodistas, maldiciendo el indebido retraso, pateaban el suelo y se golpeaban las heladas orejas con manos heladas desprovistas de guantes. De pronto, se alzó un murmullo en la parte sur de la plaza. Los coches llegaban.

Aunque ninguno de los periodistas había previsto violencias, varios habían predicho gritos injuriosos. Pero cuando la muchedumbre vio a los asesinos con su escolta de patrulleros con uniforme azul, guardó silencio, como sorprendida al descubrir que tenían forma humana.

Los hombres esposados, pálidos y parpadeando cegados, brillaban a la luz de las bombillas de los flashes y los reflectores.

Los fotógrafos subieron tres tramos de escalera en persecución de los detenidos y la policía que se metían en la Casa de Justicia y fotografiaron la puerta de la cárcel, que se cerró de un portazo.

No quedó nadie, ni la gente de prensa ni ninguno de los habitantes de la ciudad. Casas calientes, cenas calientes los reclamaban y se fueron apresurados, dejando la fría plaza a los dos gatos grises. También el milagroso otoño desapareció, la primera nevada del año empezó a caer.

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IV. EL RINCÓN




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La austeridad correccional y una alegre atmósfera doméstica coexisten en el cuarto piso del Palacio de Justicia del condado de Finney. La prisión del condado proporciona la primera cualidad, imprime el sello determinante mientras que la llamada «residencia del sheriff», un agradable apartamento separado de la cárcel propiamente dicha por puertas de acero y un corto corredor, es responsable del segundo.

En enero de 1960, la residencia del sheriff no estaba, en realidad, ocupada por Earl Robinson, sino por el vicesheriff y su mujer, Wendle y Josephine («Josie») Meier. Los Meier, que hacía más de veinte años que estaban casados, se parecían mucho: altos, con peso y fuerza de sobra, anchas manos y rostros cuadrados, tranquilos y bondadosos, esto último más acusado en la señora Meier, mujer directa y práctica que, sin embargo, parece iluminada por una mística serenidad. Como ayudante del vicesheriff, su jornada es larga.

Entre las cinco de la mañana, cuando comienza el día leyendo un capítulo de la Biblia, y las diez de la noche, hora en que se va a acostar, guisa y cose para los presos, zurce, lava la ropa, cuida espléndidamente de su marido y se ocupa de su apartamento de cinco habitaciones con su mezcla gemütlich1 de mullidos cojines para los pies, y poltronas y cortinas de encaje color crema. Los Meier tienen una hija única, casada, que vive en Kansas City; por tanto la pareja vive sola o, como más exactamente dice la señora Meier: «Solos, menos cuando hay alguien en la celda de señoras.”

La cárcel tiene seis celdas; la sexta, reservada para mujeres, es en realidad una unidad aislada situada en el interior de la residencia del sheriff, contigua a la cocina de los Meier.

-Pero -dice Josie Meier- eso no me preocupa. Me gusta tener compañía. Tener alguien con quien hablar mientras trabajo en la cocina. A la mayoría de esas mujeres, llegas a compadecerlas. Lo que les pasa es que se han metido en apuros, nada más. Claro que Hickock y Smith eran harina de otro costal. Que yo sepa, Perry Smith es el primer hombre que estuvo en la celda de mujeres. El sheriff quería mantenerlos separados hasta el juicio. La tarde que los trajeron, hice seis pasteles de manzana y cocí algo de pan, sin dejar de estar al tanto de lo que ocurría ahí abajo en la plaza.

La ventana de mi cocina da a la plaza: no se puede pedir mejor vista. Yo no entiendo de aglomeraciones, pero diría que había varios centenares de personas esperando ver a los muchachos que mataron a la familia Clutter. Yo no conocí a los Clutter personalmente, pero, por todo cuanto he oído de ellos, debieron de ser gente muy buena. Lo que les ocurrió es difícil de perdonar y sé que Wendle estaba preocupado por si había tumultos cuando la gente viera llegar a Hickock y Smith. Temía que alguien intentara ponerles las manos encima. Así que tenía el corazón en un puño cuando vi que llegaban los coches, vi a los periodistas, a todos los de la prensa corriendo y empujando. Pero para entonces ya había oscurecido, eran más de las seis, y hacía muchísimo frío y más de la mitad de la gente se había vuelto a casa. Los que quedaron, no dijeron ni mu. Sólo miraban.

-Luego, cuando hicieron subir a esos chicos, al primero que vi fue a Hickock. Llevaba pantalones de verano y una camisa de tela gastada. Me pareció raro que no hubiera cogido una pulmonía con el frío que hacía. Pero tenía aspecto de enfermo. Blanco como una sábana. Bueno, tiene que ser una experiencia terrible, verse contemplado así por una horda de desconocidos, tener que pasar entre ellos, sabiendo quién eres y qué has hecho. Luego subieron a Smith. Tenía cena preparada para darles en la celda, sopa caliente, café, unos bocadillos y pastel. Solemos dar de comer dos veces al día. Desayuno a las siete y media y la comida principal a las cuatro y media.


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Pero yo no quería que esos individuos se fueran a la cama con el estómago vacío; me parecía que ya se sentirían bastante mal. Pero cuando le llevé la cena a Smith en una bandeja, me dijo que no tenía hambre. Estaba mirando por la ventana de la celda de mujeres. De espaldas a mí. Esa ventana tiene la misma vista que la ventana de mi cocina: árboles, la plaza y los techos de las casas. Le dije: "Pruebe la sopa por lo menos, es de verdura, no de lata. La he hecho yo. El pastel también." Al cabo de una hora, volví a buscar la bandeja y no había probado bocado. Seguía en la ventana. Como si no se hubiera movido. Nevaba y recuerdo que le dije que era la primera nevada del año y que hasta entonces habíamos tenido un largo y maravilloso otoño. Y ahora había llegado la nieve. Le pregunté luego si había algún plato que le gustase en especial; si me lo decía, se lo haría al día siguiente.

-Se dio la vuelta y me miró. Receloso, como si estuviera burlándome de él. Después dijo algo de una película... ¡hablaba tan bajo! Como en un susurro. Quería saber si yo había visto una película. No me acuerdo cómo se llamaba y de todos modos no la había visto: no me gusta mucho el cine. Dijo que la película pasaba en tiempos de la Biblia y que había una escena en que tiraban a un hombre por un balcón y caía sobre una multitud de hombres y mujeres que lo hacían pedazos. Y dijo que había pensado en eso cuando vio la gente en la plaza. En el hombre destrozado. Y la idea de que quizá fuera aquello lo que iban a hacerle. Me dijo que le había entrado tanto pánico, que todavía le dolía el estómago. Por eso no podía comer. Claro está que se equivocaba y yo se lo dije. Que nadie iba a hacerle daño, por mucho que llevara en la conciencia; las gentes de por acá, no son así.

-Hablamos un poco. Era muy tímido pero al cabo de un rato dijo: "Lo que me gusta mucho es el arroz a la española." Así que le prometí que lo haría y sonrió un poco y yo me dije que, bueno, no era lo peor que yo había visto. Aquella noche, después de acostarme, se lo dije también a mi marido. Pero Wendle soltó un bufido. Wendle fue uno de los primeros que entró en la casa cuando descubrieron el crimen. Dijo que le hubiese gustado que yo hubiera estado allí, en casa de los Clutter cuando encontraron los cuerpos. Entonces hubiera podido juzgar por mí misma lo amable que era el señor Smith. El y su amigo Hickock. Dijo que eran capaces de sacarme el corazón sin parpadear. No se podía negar, no, habiendo cuatro muertos. Y me quedé despierta pensando si a ellos dos les resultaría molesta... la idea de aquellas cuatro tumbas. Pasó un mes y otro con nevadas casi a diario. La nieve blanqueó el paisaje color trigo, se acumuló en las calles de la ciudad, las silenció.

Las ramas más altas de un olmo cargado de nieve rozaban la ventana de la celda de mujeres. En el árbol vivían ardillas y después de haberse pasado semanas tentándolas con los restos de su desayuno, Perry logró atraer a una ellas que pasó de la rama al alféizar de la ventana y de allí al otro lado de los barrotes. Era una ardilla macho de pelaje rojizo. Le puso por nombre Red1 y Red pronto se instaló en la celda, satisfecho al parecer de compartir la cautividad de su amigo. Perry le enseñó varios trucos: a jugar con una pelota de papel, a pedir, a treparse en su hombro.



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