OP
pilou12
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Todo eso le ayudaba a pasar el tiempo, pero al preso le quedaban aún muchas horas libres. No le permitían leer periódicos, y las revistas que la señora Meier le prestaba lo aburrían: números atrasados de Good housekeeping y de McCall. Pero encontró cosas que hacer: limarse las uñas con un pedacito de papel de lija, pulirlas hasta darle un brillo rosa y sedoso, peinarse y volver a peinarse el pelo perfumado y empapado en loción,
cepillarse los dientes tres y cuatro veces al día, afeitarse y ducharse, casi con la misma frecuencia. Y mantenía la celda, que contenía un retrete, una pila de ducha, un catre, una silla y una mesa, tan pulcra como su persona. Estaba orgulloso del cumplido que la señora Meier le dedicó.
-¡Hay que ver! -había dicho señalando su catre-. ¡Hay que ver esa manta! Se podrían botar monedas.
Pero era en la mesa donde pasaba la mayor parte de sus horas. Allí comía, era allí donde se sentaba a hacer croquis y bocetos de Red, a dibujar flores, el rostro de Jesús y rostros y torsos de mujeres imaginarias y allí también donde, en papel rayado barato, hacía anotaciones, a modo de diario, de los acontecimientos, día a día.
Jueves, 7 de enero. Vino Dewey. Trajo un cartón de cigarrillos. También copias a máquina de la declaración para que las firmase. Me negué.
La «Declaración», documento de setenta y ocho páginas que él había dictado al taquígrafo del tribunal del condado de Finney repetía lo que ya había admitido ante Alvin Dewey y Clarence Duntz. Dewey, hablando de su encuentro con Perry Smith aquel día, recordó que se había sorprendido mucho cuando Perry se negó a firmar la declaración.
-No tenía importancia: yo podía servir de testigo en el proceso respecto a la confesión oral hecha por él a Duntz y a mí. Y, por supuesto, Hickock nos había dado una confesión firmada estando aún en Las Vegas, aquella en que acusaba a Smith de haber cometido los cuatro asesinatos. Sentía curiosidad y le pregunté a Perry por qué había cambiado de opinión. Y me respondió: "Todo lo que dice mi declaración es exacto, excepto dos detalles. Si me deja que los corrija, entonces la firmaré." No me era difícil imaginar los detalles a que se refería. Porque la única diferencia importante entre su declaración y la de Hickock era que Perry negaba haber dado muerte a los Clutter él solo. Hasta ahora había jurado que Hickock había matado a Nancy y a su madre.
»Y no me equivocaba; eso era lo que pretendía hacer: admitir que Hickock había dicho la verdad y que él, Perry Smith, era quien había disparado contra todos los miembros de la familia. Dijo que había mentido porque con aquello "quería vengarme de Dick por ser un cobarde tan grande, como para vomitar hasta el estómago". Y la razón que lo había decidido a rectificar no era que, de pronto, sus sentimientos hacia Hickock habían mejorado. Según él, lo hacía por consideración a los padres de Hickock; sentía pena por la madre de Dick. Dijo: "Es una mujer muy buena, le consolará saber que Dick no apretó ni una vez el gatillo. Nada de lo ocurrido hubiera sucedido sin él; en realidad todo fue culpa suya. Pero el hecho es que yo fui el único que disparó." Pero yo no estaba convencido de que dijera la verdad. No lo suficiente como para dejar que cambiara su declaración. Como digo, no era necesaria la confesión formal de Smith para sostener la acusación; con o sin ella, teníamos bastante para colgarlos diez veces.
Entre los elementos que contribuían a la confianza de Dewey se contaban la recuperación de la radio y de los prismáticos que los asesinos habían robado de casa de los Clutter y de los que se habían deshecho en México (donde, habiéndose desplazado en avión con ese propósito, el agente del KBI Harold Nye, les había seguido la pista hasta una casa de empeños). Además Smith, al dictar su declaración, había revelado el paradero de otras importantísimas pruebas.
A sangre fria - Truman Capote
Todo eso le ayudaba a pasar el tiempo, pero al preso le quedaban aún muchas horas libres. No le permitían leer periódicos, y las revistas que la señora Meier le prestaba lo aburrían: números atrasados de Good housekeeping y de McCall. Pero encontró cosas que hacer: limarse las uñas con un pedacito de papel de lija, pulirlas hasta darle un brillo rosa y sedoso, peinarse y volver a peinarse el pelo perfumado y empapado en loción,
cepillarse los dientes tres y cuatro veces al día, afeitarse y ducharse, casi con la misma frecuencia. Y mantenía la celda, que contenía un retrete, una pila de ducha, un catre, una silla y una mesa, tan pulcra como su persona. Estaba orgulloso del cumplido que la señora Meier le dedicó.
-¡Hay que ver! -había dicho señalando su catre-. ¡Hay que ver esa manta! Se podrían botar monedas.
Pero era en la mesa donde pasaba la mayor parte de sus horas. Allí comía, era allí donde se sentaba a hacer croquis y bocetos de Red, a dibujar flores, el rostro de Jesús y rostros y torsos de mujeres imaginarias y allí también donde, en papel rayado barato, hacía anotaciones, a modo de diario, de los acontecimientos, día a día.
Jueves, 7 de enero. Vino Dewey. Trajo un cartón de cigarrillos. También copias a máquina de la declaración para que las firmase. Me negué.
La «Declaración», documento de setenta y ocho páginas que él había dictado al taquígrafo del tribunal del condado de Finney repetía lo que ya había admitido ante Alvin Dewey y Clarence Duntz. Dewey, hablando de su encuentro con Perry Smith aquel día, recordó que se había sorprendido mucho cuando Perry se negó a firmar la declaración.
-No tenía importancia: yo podía servir de testigo en el proceso respecto a la confesión oral hecha por él a Duntz y a mí. Y, por supuesto, Hickock nos había dado una confesión firmada estando aún en Las Vegas, aquella en que acusaba a Smith de haber cometido los cuatro asesinatos. Sentía curiosidad y le pregunté a Perry por qué había cambiado de opinión. Y me respondió: "Todo lo que dice mi declaración es exacto, excepto dos detalles. Si me deja que los corrija, entonces la firmaré." No me era difícil imaginar los detalles a que se refería. Porque la única diferencia importante entre su declaración y la de Hickock era que Perry negaba haber dado muerte a los Clutter él solo. Hasta ahora había jurado que Hickock había matado a Nancy y a su madre.
»Y no me equivocaba; eso era lo que pretendía hacer: admitir que Hickock había dicho la verdad y que él, Perry Smith, era quien había disparado contra todos los miembros de la familia. Dijo que había mentido porque con aquello "quería vengarme de Dick por ser un cobarde tan grande, como para vomitar hasta el estómago". Y la razón que lo había decidido a rectificar no era que, de pronto, sus sentimientos hacia Hickock habían mejorado. Según él, lo hacía por consideración a los padres de Hickock; sentía pena por la madre de Dick. Dijo: "Es una mujer muy buena, le consolará saber que Dick no apretó ni una vez el gatillo. Nada de lo ocurrido hubiera sucedido sin él; en realidad todo fue culpa suya. Pero el hecho es que yo fui el único que disparó." Pero yo no estaba convencido de que dijera la verdad. No lo suficiente como para dejar que cambiara su declaración. Como digo, no era necesaria la confesión formal de Smith para sostener la acusación; con o sin ella, teníamos bastante para colgarlos diez veces.
Entre los elementos que contribuían a la confianza de Dewey se contaban la recuperación de la radio y de los prismáticos que los asesinos habían robado de casa de los Clutter y de los que se habían deshecho en México (donde, habiéndose desplazado en avión con ese propósito, el agente del KBI Harold Nye, les había seguido la pista hasta una casa de empeños). Además Smith, al dictar su declaración, había revelado el paradero de otras importantísimas pruebas.
A sangre fria - Truman Capote