Aviso: este es demasiado extremo para mentes sensibles, entraría dentro del sadismo.
Asesina
-No puedes moverte. Siempre igual, todos hacéis lo mismo. ¿No te das cuenta que no consigues nada así?
Le miro, retorcerse sobre la cama, su cuerpo desnudo arqueándose y girando todo lo que dan de sí sus articulaciones. Tiene las muñecas y lso tobillos atados, inmovilizándole. Y aún así, trata de soltarse, de escapar. Es curioso, todo el mundo reacciona de la misma manera, aunque razonablemente sepan que ya todo está determinado, intentan cambiar su suerte. Demasiado tarde, se siente.
Yo también estoy desnuda. Es más práctico. Después, una ducha y ya está. Pero ahora... rebusco en mi bolso, hasta encontrar las diminutas tijeras de manicura. No parecen letales ni peligrosas. Bueno, a no ser que estés en una cama sin poder moverte, creo que en esa situación hasta una pluma de pavo real puede parecer letal.
Me acerco a la cabecera y me quedo mirándole. Escucho sus vanos intentos por hablar, imposibilitados por el tanga que están dentro de su boca, mantenido ahí por una tira de ancha cinta adhesiva. Sonrío pícara al recordar lo fácil que fue convencerte para que te metieras el tanga en la boca. Te pareció excitante. También te lo pareció el atarte, para, como te dije, "tenerte toda para mí". Casi suelto una carcajada. Claro que quiero tenerte toda para mí, pero no tal como tú pensabas, tontuela.
Todos igual, sean hombres o mujeres, sea cual sea su edad, todos caen en la trampa. Todos acaban ahí, así. Los cazadores cazados.
Acerco la tijerita a su cara, a sus ojos. Veo la mirada de pánico, piensa que se la voy a clavar o algo así. Pero no. Lo que quiero es cortar sus pestañas. Se lo susurro acercando mi boca a su oreja. Si se está quieta, no le pasará nada a sus ojos, pero si se mueve....
Así que intenta controlar los temblores de su cuerpo, lo noto. Me siento sobre la cama, a su costado, me inclino sobre su pecho y voy cortando sus pestañas, cuidadosamente. Bueno, no tan cuidadosamente, porque algunas las arranco con suaves pero decididos tirones. Los ojos se le llenan de lágrimas. Perfecto.
Con la punta de la tijera, marco líneas en sus mejillas, sin apretar mucho. La llevo a la sien derecha, aprieto hacia abajo y ahora sí, clavo ligeramente el pico en la carne y trazo una línea irregular hasta la comisura de sus labios.
Me levanto, para apreciar el resultado. Sus ojos con las pestañas recortadas, han perdido un punto de humanidad. Y la línea roja de la mejilla destaca sobre su pálida piel. Sonrío. Las lágrimas caen sobre la almohada.
Dejo mis pequeñas tijeritas en el bolso y salgo de la habitación, voy a la sala, donde veo el costurero, que llevo de vuelta al dormitorio.
Saco las tijeras de labor. Me vuelvo a acercar a la cama, veo sus ojos moverse de un lado a otro, presa de pánico. Y tiene motivos para ello. Esas gotas de sangre, esa línea roja en la mejilla ha despertado aún más mi apetito.
Hurgando en el costurero, encuentro una pequeña madeja de perlé. Azul cielo. Precioso. Lo cojo con una mano y con la otra, arranco de golpe la tira adhesiva. Le aviso, no se le ocurra escupir el tanga. Parece dudar, me quedo esperando hasta tener la certeza de que no lo hará. Mejor así. Para ambas.
Empiezo a rodear su cabeza con el grueso hilo, pasándolo varias veces entre sus labios, para mantener el tanga dentro. No queda muy profesional, pero el hilo cumple su tarea. Ahora, esos labios que antes estaban tan ansiosos de mi piel, quedan separados por varias vueltas de hilo azul. Puedo ver parte de la tela del tanga por debajo.
Dejo el hilo. Cojo de nuevo las tijeras de labor. Abro las hojas al máximo y con el filo de una, marco una enorme X en su vientre, quedando el ombligo en el cruce de las dos aspas. Vuelve a intentar decirme algo. No siento curiosidad, ya sé lo que va a decir, lo que va a ofrecer, cómo va a intentar convencerme de que no siga, que simplemente me vaya sin más. Y lo sé porque las primeras veces les escuchaba, interesada. Pero todo cansa y después de una docena de veces, de ver que tanto hombres como mujeres decían exactamente lo mismo, decidí no escuchar más que lo estrictamente necesario.
Tomo su labio inferior entre mi índice y mi pulgar, acerco las tijeras y hago un corte en vertical. Repito la acción dos veces más, siempre en el labio inferior. Su barbilla enrojece, mis dedos resbalan a causa de su sangre.
Meto una de las hojas de las tijeras por uno de sus orificios nasales, y !zas¡ Otro corte. Me alejo, cojo mi móvil y le saco una foto, quiero que vea cómo luce. Se la muestro y escucho su gemido. Ha perdido su belleza y lo sabe. Y supongo que también sabe que va a perder mucho más antes de que acabe la noche.
Dirijo mi mirada por la X sangrante, hacia su vientre y entre sus piernas. Y recuerdo la expresión de su cara cuando me dijo que tenía el clítoris anillado. Un cebo más de los suyos. Pues vale, vamos a jugar con él, entonces.
Mi mano se desliza entre sus piernas, acariciante. No aparto la mirada de su cara, o de lo que queda de ella más bien. Disfruto con su miedo, con su pánico, con mi poder. Mis dedos entran en su vagina, tantean, encuentran el pequeño aro, juegan con él, dan pequeños tirones juguetones. Ella llora sin parar. Cree que voy a tirar hasta arrancárselo. ¿Qué se ha creído? No soy tan bruta como para eso, pero claro, ella no lo sabe. Como los anteriores y las anteriores, le ha bastado sentir que ha cazado una pieza, que ha demostrado su superioridad, que ha triunfado. No ven más allá. Por eso acaban así, como ella.
Sigo jugando con el aro, un juego más psicológico que físico. Apenas le causo dolor, lo sé. Tampoco es mi deseo hacerlo, de momento. No así, al menos.
Vuelvo al costurero. Siento su mirada, atenta. Todo lo atenta que no estuvo hasta ese momento, lo está ahora. Ahora sí le preocupa lo que haga, lo que me guste o me disguste. Antes no.
Me siento de nuevo sobre la cama, a su lado, con el costurero en el regazo. Escojo la aguja más grande y la enhebro con un precioso hilo morado. Anudo el hilo, de forma que quede doble. Pongo el costurero sobre la mesilla, me coloco el dedal y me dispongo a coser.
Pero primero paseo la aguja por su cuerpo. De cuando en cuando pincho un poquito. Como si fuera su amante, la aguja explora su cuerpo, lo acaricia y deja diminutos puntitos rojos aquí y allá.
Cuando me canso de ese juego, me pongo a trabajar en serio. Me cuesta más esfuerzo del que pensaba, pero atravieso un pezón con la aguja, tirando del hilo hasta que el nudo del extremo frena el avance. Con la otra mano, acerco todo lo que puedo el otro pecho y paso la aguja por el otro pezón. Tenso el hilo y vuelvo al primero, uniendo a través del hilo ambos pezones. Tiene los pechos pequeños, con lo que no es posible que queden juntos, pero me satisface el resultado igualmente. Corto el hilo sobrante. Está moqueando.
Con un pañuelo de papel limpio su nariz, chorreante de mocos y de la sangre de los cortes. Mejor así, no quiero que se asfixie y se pierda lo que queda.
Cojo el alfiletero. Clavo alfileres en la herida de la X del vientre, uno cada cuatro centímetros, más o menos. Los clavo todo lo que puedo. Abro sus labios vaginales y clavo algunos más por dentro. Me irrita no ser capaz de atravesar el clítoris con uno.
Me quedo mirando fijamente el aro. Dudo entre cortarlo con un cuchillo o dejarlo. Voy a la cocina, buscando un cuchillo lo bastante afilado, pero antes de encontrarlo me topo con una botella de vinagre de Módena. Así que decido aderezar a mi juguetito. Vierto una considerable cantidad de vinagre en sus heridas, en todas.
Me pongo unos guantes de fregar que encontré bajo el fregadero. Cojo un grueso trozo de algodón y vuelvo a rebuscar en mi bolso, hasta hallar una botellita de vidrio ambarino. Empapo el algodón, con cuidado, con el líquido que contiene la botellita, hasta vaciarla y rápidamente, lo introduzco en su vagina. Me lo pienso durante unos segundos y decido asegurarme, así que vuelvo a enhebrar la aguja y doy unos torpes puntos uniendo los labios del s*x*, para que no se pueda salir el algodón.
Antes de acabar, sé, por los sonidos que emite, que el ácido ya ha comenzado a hacer efecto. Las quemaduras, y más en una zona tan sensible, son muy dolorosas, mucho. Se me ocurre que, la próxima vez, reservaré algo de ácido para usarlo como colirio en al menos uno de los ojos. Mmmm, me gusta la idea. Lástima haberlo gastado todo.
Acaricio su cara y su cuerpo con mi mirada. Ahora se retuerce, pero no para desatarse, sino en un vano empeño de huír del dolor, de la quemadura interna. Me quedo una media hora viéndola. Es tan dulce...
Me voy al baño, a ducharme. Dejo que el agua me masajee durante un buen rato. Salgo, limpia y fresca del baño, ya vestida. Ella sigue sufriendo. Toda su seguridad desvanecida por completo. Creo que ya es hora de acabar.
Vuelvo a la cocina, rebusco en la despensa y encuentro varias botellas de aceite. No es lo ideal, pero servirá.
Vacío todas las botellas sobre su cuerpo y sobre su cama, hasta que queda todo empapado. Me despido con una sonrisa que no llega a ver y enciendo una esquina de la sábana. No me voy hasta asegurarme que todo prende bien. Salgo, sin prisa pero sin pausa, sin llamar la atención. Y ya estoy a varias calles de distancia cuando escucho, a lo lejos, las sirenas de los bomberos.
Apenas unas horas después, ya en mi casa, empiezo a pensar en la próxima víctima... ¿hombre? ¿mujer? ¿joven? ¿muy mayor? Y en mi cabeza se mezclan recuerdos de esta noche, de otras noches y fantasías de las noches que están por venir....
Asesina
-No puedes moverte. Siempre igual, todos hacéis lo mismo. ¿No te das cuenta que no consigues nada así?
Le miro, retorcerse sobre la cama, su cuerpo desnudo arqueándose y girando todo lo que dan de sí sus articulaciones. Tiene las muñecas y lso tobillos atados, inmovilizándole. Y aún así, trata de soltarse, de escapar. Es curioso, todo el mundo reacciona de la misma manera, aunque razonablemente sepan que ya todo está determinado, intentan cambiar su suerte. Demasiado tarde, se siente.
Yo también estoy desnuda. Es más práctico. Después, una ducha y ya está. Pero ahora... rebusco en mi bolso, hasta encontrar las diminutas tijeras de manicura. No parecen letales ni peligrosas. Bueno, a no ser que estés en una cama sin poder moverte, creo que en esa situación hasta una pluma de pavo real puede parecer letal.
Me acerco a la cabecera y me quedo mirándole. Escucho sus vanos intentos por hablar, imposibilitados por el tanga que están dentro de su boca, mantenido ahí por una tira de ancha cinta adhesiva. Sonrío pícara al recordar lo fácil que fue convencerte para que te metieras el tanga en la boca. Te pareció excitante. También te lo pareció el atarte, para, como te dije, "tenerte toda para mí". Casi suelto una carcajada. Claro que quiero tenerte toda para mí, pero no tal como tú pensabas, tontuela.
Todos igual, sean hombres o mujeres, sea cual sea su edad, todos caen en la trampa. Todos acaban ahí, así. Los cazadores cazados.
Acerco la tijerita a su cara, a sus ojos. Veo la mirada de pánico, piensa que se la voy a clavar o algo así. Pero no. Lo que quiero es cortar sus pestañas. Se lo susurro acercando mi boca a su oreja. Si se está quieta, no le pasará nada a sus ojos, pero si se mueve....
Así que intenta controlar los temblores de su cuerpo, lo noto. Me siento sobre la cama, a su costado, me inclino sobre su pecho y voy cortando sus pestañas, cuidadosamente. Bueno, no tan cuidadosamente, porque algunas las arranco con suaves pero decididos tirones. Los ojos se le llenan de lágrimas. Perfecto.
Con la punta de la tijera, marco líneas en sus mejillas, sin apretar mucho. La llevo a la sien derecha, aprieto hacia abajo y ahora sí, clavo ligeramente el pico en la carne y trazo una línea irregular hasta la comisura de sus labios.
Me levanto, para apreciar el resultado. Sus ojos con las pestañas recortadas, han perdido un punto de humanidad. Y la línea roja de la mejilla destaca sobre su pálida piel. Sonrío. Las lágrimas caen sobre la almohada.
Dejo mis pequeñas tijeritas en el bolso y salgo de la habitación, voy a la sala, donde veo el costurero, que llevo de vuelta al dormitorio.
Saco las tijeras de labor. Me vuelvo a acercar a la cama, veo sus ojos moverse de un lado a otro, presa de pánico. Y tiene motivos para ello. Esas gotas de sangre, esa línea roja en la mejilla ha despertado aún más mi apetito.
Hurgando en el costurero, encuentro una pequeña madeja de perlé. Azul cielo. Precioso. Lo cojo con una mano y con la otra, arranco de golpe la tira adhesiva. Le aviso, no se le ocurra escupir el tanga. Parece dudar, me quedo esperando hasta tener la certeza de que no lo hará. Mejor así. Para ambas.
Empiezo a rodear su cabeza con el grueso hilo, pasándolo varias veces entre sus labios, para mantener el tanga dentro. No queda muy profesional, pero el hilo cumple su tarea. Ahora, esos labios que antes estaban tan ansiosos de mi piel, quedan separados por varias vueltas de hilo azul. Puedo ver parte de la tela del tanga por debajo.
Dejo el hilo. Cojo de nuevo las tijeras de labor. Abro las hojas al máximo y con el filo de una, marco una enorme X en su vientre, quedando el ombligo en el cruce de las dos aspas. Vuelve a intentar decirme algo. No siento curiosidad, ya sé lo que va a decir, lo que va a ofrecer, cómo va a intentar convencerme de que no siga, que simplemente me vaya sin más. Y lo sé porque las primeras veces les escuchaba, interesada. Pero todo cansa y después de una docena de veces, de ver que tanto hombres como mujeres decían exactamente lo mismo, decidí no escuchar más que lo estrictamente necesario.
Tomo su labio inferior entre mi índice y mi pulgar, acerco las tijeras y hago un corte en vertical. Repito la acción dos veces más, siempre en el labio inferior. Su barbilla enrojece, mis dedos resbalan a causa de su sangre.
Meto una de las hojas de las tijeras por uno de sus orificios nasales, y !zas¡ Otro corte. Me alejo, cojo mi móvil y le saco una foto, quiero que vea cómo luce. Se la muestro y escucho su gemido. Ha perdido su belleza y lo sabe. Y supongo que también sabe que va a perder mucho más antes de que acabe la noche.
Dirijo mi mirada por la X sangrante, hacia su vientre y entre sus piernas. Y recuerdo la expresión de su cara cuando me dijo que tenía el clítoris anillado. Un cebo más de los suyos. Pues vale, vamos a jugar con él, entonces.
Mi mano se desliza entre sus piernas, acariciante. No aparto la mirada de su cara, o de lo que queda de ella más bien. Disfruto con su miedo, con su pánico, con mi poder. Mis dedos entran en su vagina, tantean, encuentran el pequeño aro, juegan con él, dan pequeños tirones juguetones. Ella llora sin parar. Cree que voy a tirar hasta arrancárselo. ¿Qué se ha creído? No soy tan bruta como para eso, pero claro, ella no lo sabe. Como los anteriores y las anteriores, le ha bastado sentir que ha cazado una pieza, que ha demostrado su superioridad, que ha triunfado. No ven más allá. Por eso acaban así, como ella.
Sigo jugando con el aro, un juego más psicológico que físico. Apenas le causo dolor, lo sé. Tampoco es mi deseo hacerlo, de momento. No así, al menos.
Vuelvo al costurero. Siento su mirada, atenta. Todo lo atenta que no estuvo hasta ese momento, lo está ahora. Ahora sí le preocupa lo que haga, lo que me guste o me disguste. Antes no.
Me siento de nuevo sobre la cama, a su lado, con el costurero en el regazo. Escojo la aguja más grande y la enhebro con un precioso hilo morado. Anudo el hilo, de forma que quede doble. Pongo el costurero sobre la mesilla, me coloco el dedal y me dispongo a coser.
Pero primero paseo la aguja por su cuerpo. De cuando en cuando pincho un poquito. Como si fuera su amante, la aguja explora su cuerpo, lo acaricia y deja diminutos puntitos rojos aquí y allá.
Cuando me canso de ese juego, me pongo a trabajar en serio. Me cuesta más esfuerzo del que pensaba, pero atravieso un pezón con la aguja, tirando del hilo hasta que el nudo del extremo frena el avance. Con la otra mano, acerco todo lo que puedo el otro pecho y paso la aguja por el otro pezón. Tenso el hilo y vuelvo al primero, uniendo a través del hilo ambos pezones. Tiene los pechos pequeños, con lo que no es posible que queden juntos, pero me satisface el resultado igualmente. Corto el hilo sobrante. Está moqueando.
Con un pañuelo de papel limpio su nariz, chorreante de mocos y de la sangre de los cortes. Mejor así, no quiero que se asfixie y se pierda lo que queda.
Cojo el alfiletero. Clavo alfileres en la herida de la X del vientre, uno cada cuatro centímetros, más o menos. Los clavo todo lo que puedo. Abro sus labios vaginales y clavo algunos más por dentro. Me irrita no ser capaz de atravesar el clítoris con uno.
Me quedo mirando fijamente el aro. Dudo entre cortarlo con un cuchillo o dejarlo. Voy a la cocina, buscando un cuchillo lo bastante afilado, pero antes de encontrarlo me topo con una botella de vinagre de Módena. Así que decido aderezar a mi juguetito. Vierto una considerable cantidad de vinagre en sus heridas, en todas.
Me pongo unos guantes de fregar que encontré bajo el fregadero. Cojo un grueso trozo de algodón y vuelvo a rebuscar en mi bolso, hasta hallar una botellita de vidrio ambarino. Empapo el algodón, con cuidado, con el líquido que contiene la botellita, hasta vaciarla y rápidamente, lo introduzco en su vagina. Me lo pienso durante unos segundos y decido asegurarme, así que vuelvo a enhebrar la aguja y doy unos torpes puntos uniendo los labios del s*x*, para que no se pueda salir el algodón.
Antes de acabar, sé, por los sonidos que emite, que el ácido ya ha comenzado a hacer efecto. Las quemaduras, y más en una zona tan sensible, son muy dolorosas, mucho. Se me ocurre que, la próxima vez, reservaré algo de ácido para usarlo como colirio en al menos uno de los ojos. Mmmm, me gusta la idea. Lástima haberlo gastado todo.
Acaricio su cara y su cuerpo con mi mirada. Ahora se retuerce, pero no para desatarse, sino en un vano empeño de huír del dolor, de la quemadura interna. Me quedo una media hora viéndola. Es tan dulce...
Me voy al baño, a ducharme. Dejo que el agua me masajee durante un buen rato. Salgo, limpia y fresca del baño, ya vestida. Ella sigue sufriendo. Toda su seguridad desvanecida por completo. Creo que ya es hora de acabar.
Vuelvo a la cocina, rebusco en la despensa y encuentro varias botellas de aceite. No es lo ideal, pero servirá.
Vacío todas las botellas sobre su cuerpo y sobre su cama, hasta que queda todo empapado. Me despido con una sonrisa que no llega a ver y enciendo una esquina de la sábana. No me voy hasta asegurarme que todo prende bien. Salgo, sin prisa pero sin pausa, sin llamar la atención. Y ya estoy a varias calles de distancia cuando escucho, a lo lejos, las sirenas de los bomberos.
Apenas unas horas después, ya en mi casa, empiezo a pensar en la próxima víctima... ¿hombre? ¿mujer? ¿joven? ¿muy mayor? Y en mi cabeza se mezclan recuerdos de esta noche, de otras noches y fantasías de las noches que están por venir....