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Me encanta todo lo que cuentas, sigue !Cosas de la aldea. Prólogo
Cuando era muy pequeña, casi un bebé, estuve muy enferma, al borde de la muerte. Sobreviví y mis padres acordaron que pasara un mes de verano en la aldea, en la casa de un hermano de mi madre, para recuperarme. Y así se inició la costumbre de que yo pasara un mes de verano allí.
Esa aldea tenía forma de rectángulo casi perfecto. En la base, estarían las casas, pegadas una a otra, en perfecta hilera. Unas más grandes, otras más pequeñas, pero todas juntas. En el lado izquierdo, la carretera. Pero con tanta suerte que había un desnivel bastante pronunciado, con lo que los coches no eran un peligro para nadie, pasaban a cosa de un metro de altura. En el otro lado, el monte. Delante de la hilera de las casas, un pequeño prado, con una hilera de hórreos con sus correspondientes escalones de piedra, un hórreo por cada casa. Y detrás de los hórreos, los corrales con gallinas, conejos y una enorme cuadra de piedra donde estaban los bueyes.
Por cierto, los bueyes eran los únicos animales que me daban miedo por entonces
Pasaba esas cuatro semanas con mi tío, mi tía y mi primo. Mi primo fumaba y conducía, lo que para mí le convertía en "muy mayor". Y Boby. Han pasado muchas décadas desde entonces, pero aún ahora, cuando recuerdo a Boby, sonrío y tengo ganas de llorar al mismo tiempo.
Boby era un "can de palleiro", un perro mestizo. El mejor del mundo. Se dejaba montar por los niños, tirar de las orejas, atar pequeños cestos para hacer de burro de carga.... sin una queja. Y sin escapar. Tenía una especie de sexto sentido para con mi tío. Cuando llegaba la hora de que él llegara, Boby se iba derechito al lugar donde paraba el autobús y esperaba pacientemente sentado, a que mi tío se bajara. Lo curioso del caso es que mi tío no siempre llegaba a la misma hora, pero Boby no fallaba. En cuanto se levantaba y salía hacia la carretera, mi tía empezaba a preparar la mesa para la cena.
Por aquel tiempo, en las casas de las aldeas no había cuartos de baño. Para asearse, se cogía agua caliente del depósito que tenía la cocina de leña, y se lavaba uno en una tina grande. Y para las evacuaciones, sólidas o líquidas, había un pequeño cuarto, diminuto, con un banco de madera pulida que tenía una tapa en medio. Levantando la tapa, quedaba al descubierto un agujero. Pues una se sentaba y hacía lo que tenía que hacer ahí, después tapaba el agujero y listo.
Tampoco había lavadoras. Casi todas las casas tenían un pilón para lavar la ropa. Y en cada aldea había un pilón comunitario, enorme, para quienes no tuvieran en casa o para quienes simplemente prefirieran lavar en compañía mientras se chismorreaba o se cantaba algo.
Muchas tardes calurosas de verano, nos quitábamos la ropa y nos metíamos en el agua fría del pilón, chapoteando y riendo sin parar. Otras veces, íbamos a la caza de renacuajos por los alrededores.
La casa de mis tíos era de dos alturas. La entrada principal tenía un pequeño patio delantero, con el pilón de lavar a un lado y una pequeña reja de hierro forjado, donde yo solía auparme y columpiarme a un lado y otro. Entrando, tenías el acceso a la cocina a un lado, y las escaleras y un pequeño salón a otro. Y la puerta trasera, que daba a un corral cerrado en piedra donde dejaban campar a sus anchas a los cerdos durante el día. Por la noche, los metían en la cuadra, que también estaba en el primer piso de la casa.
En el piso de arriba, los dormitorios y la letrina.
Con viñas sobre ambas entradas, no hay ni que decirlo
Tampoco había nevera. Lo que sí había era un enooooorme arcón lleno de sal, donde se guardaba la carne en salazón. Era tan grande, que, de estar vacío, podríamos meternos unos cuantos chiquillos dentro, sin problema de espacio.
Había agua, porque años antes, entre todos los habitantes de la aldea, se hizo una canalización desde la mina de agua hasta cada casa, atravesando caminos y montes. Un agua fresca, aun en pleno verano. Transparente y deliciosa.
Cada mañana, llegaba la furgoneta del panadero y dejaba una bolla de pan, con su "moño" correspondiente y una pequeña bollita tierna para mi bocadillo. De vez en cuando, también pasaba la furgoneta del pescado.
Supongo que a estas alturas del siglo XXI puede parecer algo terrible vivir en esas condiciones. Para nada. Era lo que había, lo que siempre se había conocido. De hecho, era mejor, porque la época del hambre había pasado y quien más y quien menos, todos tenían para comer. Después, con el paso de los años, todo se fue modernizando, por supuesto. Pero por entonces, no había ni electrodomésticos, ni alcantarillado, ni televisores.... Y yo, que venía de "la ciudad", no echaba de menos para nada ninguna de esas supuestas comodidades.
Ay pri.... Parece que cuentas mi infancia en vez de la tuya.Cosas de la aldea. Tareas
Pasaba casi todo el día fuera, jugando, pero también tenía algunas responsabilidades, muy pocas, dirigidas más bien a hacerme sentir útil que a ayudar. Aparte de dejar mi habitación recogida y la cama más o menos hecha, tenía dos trabajos diarios que cumplir. Uno era recoger los huevos. Acompañaba a mi tía hasta el gallinero y mientras ella ponía agua, alguna verdura o algo de maíz en comederos y bebederos, yo recogía los huevos de los nidos. Literalmente. Mi tía, que me conocía muy bien, tenía bastantes dudas sobre la supervivencia de los huevos en caso de tener que llevarlos yo hasta la casa. Así que los iba recogiendo con mucho cuidado, uno a uno y se los daba. Ella los metía en los bolsillos de su mandil y jamás vi que se le rompiera ni uno.
Mi otra tarea era la que más me gustaba. Al caer la noche, cuando empezaban a aparecer las primeras estrellas, mi tía me daba una lechera de un litro y me mandaba a por la leche. Me acompañaba Boby, aunque a mí no me daba ningún miedo el camino. No tenía que salir a la carretera, simplemente ir hasta donde estaban los gallineros y seguir unos pocos metros un caminito que desembocaba en el patio de la casa de la señora Emilia.
La casa de la señora Emilia era una "casa de ricos". No porque tuvieran mucho dinero o más comodidades que los demás. De hecho, eran como cualquier otro vecino del lugar. La casa era mucho más grande, eso sí. Se les llamaba los ricos porque tenían muchas tierras de labranza y muchos animales, así que en su familia no se pasó nunca hambre, que era la medida de la riqueza a comienzos del siglo pasado. Y así quedó la fama, de casa de ricos. Eso sí, trabajaban como los que más, de sol a sol, saliendo con los carros y los aperos a los campos y cuidando las ovejas, gallinas, conejos, vacas y bueyes.
Ordeñaban las vacas y dejaban la leche al borde de la carretera, en cántaras metálicas que me parecían enormes, para que el camión lechero las recogiera por la mañana temprano. Y también vendían leche a los vecinos que no tenían vacas, como a mi tía.
Boby se quedaba esperando en el camino, nunca entraba ni en el patio. Yo iba tan contenta con mi cantarilla, la señora Emilia me veía por la ventana de la cocina y me gritaba que entrara. Las puertas de las casas sólo se cerraban cuando los habitantes se iban a dormir, el resto del tiempo estaban abiertas.
Si tenía suerte y aún estaban ordeñando, la señora Emilia me daba un vaso y me señalaba con la cabeza los establos (qué raro se me hace llamarles establos en lugar de cortes). Allí estaba uno de sus dos hijos ordeñando. Yo me quedaba en la entrada, él cogía el vaso y ordeñaba en él, directamente. Una vez el vaso estaba lleno, me lo daba y se quedaba mirando cómo me bebía la leche. Supongo que le haría gracia ver la expresión de mi cara, porque jamás he bebido nada tan rico en mi vida. Y sí, habrá quien lea esto y se lleve las manos a la cabeza por haber bebido leche directamente de la vaca, sin hervir, sin pasteurizar, sin farrapos de gaitas.... pero aquí estoy, sonriendo al recordar el sabor de la leche tibia, cremosa y espesa. No hacía falta azúcar ni cascarilla ni café ni nada, tal cual. Después de un mes de tomar leche "de verdad", me costaba habituarme a la comprada, que era la que consumimos en casa.
Y allá me volvía yo con mi cantarilla llena de leche, caminando más despacio para no hacer un fiasco, a pesar de estar bien tapada. Regresábamos Boby y yo a la casa, con el sonido de los grillos como banda sonora.
Lo primero que hacía mi tía era poner la leche en el hervidor y en la cocina de leña, para hervirla. Mientras, lavaba la lecherita para tenerla lista para la noche siguiente. Cuando la leche hervía, la ponía en una esquina de la cocina. Se formaba en la superficie una gruesa capa de nata, que ella cogía con una cuchara y ponía sobre una rodaja de pan, espolvoreaba un poco de azúcar y se la comía. Era su pequeño gran vicio y lo disfrutaba muchísimo, casi tanto como yo mi vaso de leche de vaca "de verdad".
Yo recuerdo de pequeña ir a una playita cerca de casa y después de bañarnos y chapotear lo indecible, ponernos mis padres, mis hermanos y yo a coger almejas, rastrillando la arena húmeda con las manos y escaramujos de las rocas. Y llevábamos la cena a casaAy pri.... Parece que cuentas mi infancia en vez de la tuya.
Yo soy de aldea marinera, ahora un festin de berberechos y almejas es de "ricos", pero mi abuela siempre nos contaba que en la epoca de la guerra civil las familias pobres pobres comían los moliscos y por la noche entrerraban las conchas en la huerta para que los vecinos no supieran las penurias que pasaban. Siempre me quedó grabada esta historia...
Por cierto, el bocata de nata con azúcar era mi merienda favorita...., solo le gabana el bocata de chocolate valor, pero esa era solo los sábados...