Jesús de Nazaret

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Jesús de Nazaret (I): El Jesús histórico
Publicado por E. J. Rodríguez
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La pasión de Cristo (2004). Imagen: Icon Productions.
No podemos usar luces eléctricas y radios o aprovecharnos de los modernos instrumentos médicos y clínicos cuando estamos enfermos y, al mismo tiempo, creer en el mundo maravilloso del Nuevo Testamento. (Rudolf Bultmann, teólogo alemán)

Jesús y sus discípulos fueron a las aldeas de Cesárea de Filipo. En el camino, Jesús les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Ellos le respondieron: «Algunos dicen que eres Juan el Bautista. Otros dicen que eres Elías. Y otros dicen que eres uno de los profetas». Jesús preguntó de nuevo: «Pero, y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Pedro respondió: «Tú eres el Mesías». Y Jesús les advirtió con severidad de que no debían decirle esto a nadie. (Evangelio de Marcos)

Cuenta el historiador Tito Livio que Rómulo, fundador y primer rey de la ciudad de Roma, pasaba revista a las tropas que desfilaban ante su palco cuando se desató una pavorosa tempestad y fue rodeado por una espesa nube que ocultó su figura a la vista de todos, mientras un enorme torbellino se alzaba hacia el cielo. Cuando se despejó la atmósfera y volvió a brillar el sol, la silla de Rómulo estaba vacía: «No se lo volvió a ver sobre la faz de la Tierra», escribe el cronista. Los soldados, aterrados y desconsolados al principio, se tranquilizaron pensando que Rómulo se había convertido en «un dios, hijo de un dios, rey y padre de la ciudad de Roma». Un ser celestial a quien ahora podían implorar favor y protección.

Tito Livio también dice que no todos los habitantes de Roma quedaron convencidos y algunos hicieron correr la voz de que la ascensión a los cielos de Rómulo era una patraña. Afirmaban que la repentina tempestad había servido para que Rómulo fuese capturado por orden de un grupo de opositores del Senado; tras ajusticiarlo habrían desmembrado su cuerpo. Al oír sobre la posibilidad de que el rey hubiese sido asesinado de manera tan terrible, la plebe empezó a reunirse en las calles de Roma, presa de la indignación. Y también, lo más preocupante para el orden, en el ejército volvía a cundir el nerviosismo.

Para acallar estos escandalosos rumores, el respetado prohombre Próculo Julio tomó la palabra ante la multitud: «¡Ciudadanos! Hoy, al despuntar el alba, el padre de nuestra ciudad bajó del cielo y se apareció ante mí. [Me dijo] “Ve y di a los romanos que la voluntad del cielo es que Roma gobierne el mundo”». El pueblo y el ejército escucharon el discurso con asombro, pero quedaron por fin tranquilos; aquello confirmaba la creencia de que su amado rey no había sido descuartizado como un animal, sino que había alcanzado la inmortalidad que merecía. Livio, no sin cierta sorna, comenta sobre aquella revelación: «Es maravilloso el crédito que se dio a la historia que contó aquel hombre».

No sería la última vez que el repentino anuncio de una resurrección serviría para resolver un problema imprevisto.

La milagrosa ascensión de Rómulo tuvo lugar, según la mitología romana, en el siglo VIII a.C. Mucho después, a mediados del siglo I d.C., otro relato similar empezó a circular de boca en boca entre pequeñas comunidades de diversas ciudades del imperio. El protagonista de aquel relato era un palestino de clase baja que había pasado casi toda su vida ejerciendo como carpintero en una insignificante población galilea llamada Nazaret. Este carpintero, llamado Yeshúa, había abandonado su trabajo y su hogar para recorrer Galilea anunciando el inminente cumplimiento de antiguas profecías recogidas en las escrituras sagradas del judaísmo. Después se había trasladado a Jerusalén, capital de Judea, donde tuvo un encontronazo con las autoridades romanas que por entonces ocupaban el país. Puesto que se había hecho conocer como el Mesías, los legionarios lo habían detenido bajo el cargo de sedición. Yeshúa fue ejecutado mediante el procedimiento más humillante y brutal empleado por el imperio: la crucifixión.

Algunos seguidores de Yeshúa, sin embargo, aseguraban que su tumba había sido encontrada vacía. Había resucitado y ascendido a los cielos y, mediante apariciones a sus discípulos, había prometido volver para cumplir las promesas mesiánicas que no había podido llevar a cabo durante su ministerio. Aunque Yeshúa había sido judío y también lo eran sus primeros seguidores, la creencia en su resurrección empezó a diseminarse entre pequeñas comunidades de gentiles. Tras unas pocas décadas algunos nuevos seguidores del culto a Yeshúa, que vivían en otros rincones del imperio, empezaron a escribir, en griego, las historias que habían oído sobre él. Estas nuevas comunidades aguardaban la παρουσία, «parusía» o «advenimiento», es decir, la segunda venida de Yeshúa. Bautizaron el anuncio de su resurrección e inmediato regreso o como εὐαγγέλιον, «evangelio», término que significa «buena noticia».

El Jesús real frente al Jesús histórico

Si usted sale a la calle y pregunta por Jesús de Nazaret casi cualquier persona, aunque no sea creyente, recitará un pequeño puñado de datos sueltos que tras casi dos mil años de tradición están impresos en la memoria colectiva de los occidentales. Cualquiera sabe algo sobre Jesús, porque el personaje ha estado en todas partes: la pintura, la escultura, la literatura, la filosofía, el cine. Todos tenemos una imagen mental prototípica sobre cómo era su carácter, sobre el tipo de cosas que hacía y decía. Todos podemos recordar algunas de sus frases: «Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra», «Ama a tu prójimo como a ti mismo», «Al césar lo que es del césar». Este es el Jesús de la tradición cultural y religiosa. Es el Jesús de Velázquez o el de Jesus Christ Superstar. Es el Jesús de casi todos los cristianos actuales. Pero no es el Jesús real. Tampoco es el Jesús histórico. Que no son, por cierto, la misma cosa.

El Jesús tradicional dominó la cultura occidental durante tantos siglos que a nadie se le ocurría pensar que no se pareciese al verdadero Yeshúa que vivió en la Palestina del siglo I. Hoy, los historiadores e incluso algunos teólogos contemplan esos otros dos conceptos: el Jesús histórico y el Jesús real. El Jesús real no dejó rastro material alguno, y de él no sabemos casi nada con absoluta certeza; más bien suponemos o deducimos cosas. No hay un sepulcro, ni un esqueleto, ni un mechón de cabello. Tampoco hay escritos firmados por él; ni siquiera textos escritos por otros, pero atribuidos a su nombre, ni testimonios contemporáneos, nada sobre él que fuese escrito por alguien que lo hubiese conocido en persona, ni siquiera alguien que viviese en su época y hubiese tenido noticia de sus andanzas.

Los primeros textos que mencionan a Jesús datan de unos veinte años después de su muerte y fueron escritos por Pablo de Tarso, san Pablo, que no conoció a Jesús y revela muy poco, o casi nada, sobre su biografía (más allá de que había sido crucificado y algún otro detalle). Los primeros relatos «biográficos» sobre Jesús, que en realidad eran textos de carácter doctrinal, fueron escritos medio siglo después de su muerte. Fueron redactados en griego, un idioma distinto al que Jesús hablaba, por personas que habitaban regiones alejadas de su tierra. Lo que sabemos sobre Jesús, pues, lo escribieron de oídas autores que manejaban información que había viajado de boca en boca durante décadas, con la distorsión de información que eso conlleva. Aun así, los historiadores actuales suelen coincidir en que existió un Jesús y que su figura no fue un invento; cosa distinta es cuánto se parecía o se dejaba de parecer al de aquellos textos que se han conservado.

El Jesús histórico es el campo de trabajo de esos historiadores, que admiten que nunca podremos recuperar al Jesús real, como tampoco podemos recuperar al Sócrates real. Como dice el estudioso Dale B. Martin, «para mucha gente supone un descubrimiento revolucionario el concepto de que el pasado ya no existe». La única manera de averiguar cómo era el Jesús real sería viajar en el tiempo. El Jesús histórico es, pues, un retrato imperfecto e incompleto que los historiadores tratan de componer mediante el análisis crítico de la única información más o menos cercana a su época de la que disponen: el Nuevo Testamento (y, en menor medida, algún que otro texto que no está en la Biblia cristiana). ¿Por qué usar el Nuevo Testamento como herramienta, si los propios historiadores son los primeros en afirmar que no es históricamente fiable?

Primero, porque otros textos son más tardíos y, cuanto más tardíos, más improbable encontrar en ellos un rastro de información fiable. En segundo lugar, porque creen que ciertas informaciones sobre Jesús eran inconvenientes, pero conocidas por todos los cristianos de entonces, y no podían ser omitidas en unos textos cuyos autores las recogieron precisamente con el fin de adaptarlas a su propia visión de cómo debía retratarse a Jesús. Las informaciones molestas están presentes en sus escritos de manera parecida a como los argumentos de un político están presentes en el discurso de sus opositores, que citan esos argumentos no para reforzarlos sino para intentar retorcerlos y conferirles un nuevo sentido. De hecho, el cristianismo nació como la justificación de la más molesta de todas las informaciones sobre Jesús: que había muerto colgado en una cruz de madera. Desde cualquier perspectiva de la tradición judía tal cosa era impensable cuando se hablaba de un supuesto Mesías. Había que explicar por qué el Mesías había sido ejecutado y por qué había hecho ciertas cosas que no gustaban a los creyentes de la segunda generación, los que escribieron el Nuevo Testamento.

El hoy llamado «Antiguo Testamento», la Biblia hebrea, era un conjunto de libros que durante siglos habían formado parte de la tradición del judaísmo previo a Jesús, pero de los que provienen muchas de las características que se atribuyen a su figura, como el mencionado título de Mesías. El Antiguo Testamento no gira en torno a ninguna figura en particular, exceptuando al propio Dios padre y creador del universo, y es una mezcolanza de libros muy diferentes entre sí. En el Nuevo Testamento, sin embargo, Jesús es la figura central. Ambos conjuntos de libros forman lo que hoy es la Biblia cristiana. Hasta aquí, nada nuevo. Pero no siempre fue así. Los veintisiete libros que hoy contiene el Nuevo Testamento eran solo una parte de los muchos textos cristianos que circularon por el Imperio romano durante cientos de años, hasta que en el siglo IV, después de mucho debate, las autoridades eclesiásticas seleccionaron esos veintisiete como parte del canon, esto es, del conjunto de textos inspirados por Dios en los que los creyentes debían centrar su atención. El resto de textos circulantes, incluyendo algunos que eran muy populares, empezaron a ser tachados como herejías o, con suerte, como errores bienintencionados, por una Iglesia cada vez más centralizada. Por suerte, unos cuantos de esos textos descartados han sobrevivido hasta hoy y copias antiguas han sido descubiertas por arqueólogos, o de manera accidental por otras personas, hasta tiempos muy recientes. Es posible que en el futuro aparezca alguno más.

En cualquier caso, los cuatro evangelios canónicos no fueron seleccionados de manera caprichosa. Están entre los textos cristianos más antiguos, ya que fueron escritos en el siglo I, entre cuarenta y setenta años después de la muerte de Jesús. Habían sido conservados con mimo por las diversas comunidades de creyentes y eran considerados piezas de autoridad. Uno de esos textos, el Evangelio de Marcos, es la narración biográfica más antigua de la que se tiene noticia: los expertos suelen datarlo en torno al año 70. No existe ningún otro texto anterior que narre la vida de Jesús, o no ha sido descubierto. Los dos siguientes, el Evangelio de Lucas y el Evangelio de Mateo, fueron escritos muy poco después, en torno al año 80, y son adaptaciones modificadas de Marcos que copian casi toda su estructura hasta el punto de que esos tres son conocidos como «Evangelios sinópticos» («sinopsis» significa que los tres textos pueden ser vistos el uno al lado del otro y parecen iguales). En el Nuevo Testamento está también el Evangelio de Juan, datado en torno al año 95, aunque los estudiosos actuales no se ponen de acuerdo sobre si su autor conocía alguno de los anteriores tres evangelios o si se basó en otras fuentes.

No sabemos quiénes fueron los autores de los cuatro evangelios canónicos. El Evangelio de Juan fue escrito por alguien que afirmaba llamarse así («Este es el testimonio de Juan»), pero sin aclarar con exactitud quién era. Había muchos Juanes en la época. La tradición atribuyó este texto a Juan el apóstol, uno de los doce discípulos de Jesús. Sin embargo, por varios motivos, los estudiosos actuales descartan esa atribución. Los otros tres evangelios canónicos ni siquiera están firmados, aunque la tradición los atribuyó a diversas personalidades bien conocidas entre los cristianos de entonces: Mateo (otro de los doce discípulos de Jesús), Marcos (intérprete y secretario de otro discípulo, Pedro) y Lucas(ayudante de Pablo de Tarso). Aunque hoy deben ser considerados textos anónimos, por cuestión de comodidad nos referiremos a sus autores como Marcos, Mateo y Lucas, siempre teniendo en cuenta que no fueron ellos quienes de verdad escribieron esos textos o que, en el caso de Juan, fue simplemente alguien que se llamaba así. El primero que mencionó esos cuatro libros asociados a esos cuatro nombres juntos fue el obispo Ireneo de Lyon, en el año 180.


Retrato de San Marcos en Los cuatro evangelios, 1495. Imagen: Wellcome Library.
Aparte de las fechas, otro de los motivos para descartar que los evangelios hubiesen sido escritos por discípulos de Jesús es que, pese a la creencia informal sostenida hoy por mucha gente, estos libros no fueron redactados en hebreo, sino en griego. Como el resto del Nuevo Testamento no son un producto de la Palestina judía, sino de comunidades cristianas mixtas formadas por judíos y gentiles, situadas en diversos puntos del imperio, que usaban el griego como lengua vehicular. El Antiguo Testamento sí había sido escrito en lenguas semíticas como el hebreo y el arameo, pero hacía mucho tiempo que no era un texto exclusivo de los palestinos. Los judíos de la diáspora, dispersos por el Mediterráneo y por lo general muy helenizados, habían traducido el Antiguo Testamento al griego mucho antes de que Jesús naciera (la traducción más famosa de la Biblia hebrea al griego es la llamada Septuaginta y data del siglo III antes de nuestra era). En una futura entrega hablaremos del judaísmo en el Imperio romano, algo que explica muchas cosas en cuanto a la temprana expansión geográfica del culto a Jesús.

Lo razonable es suponer que ni Jesús ni sus discípulos hablaban griego. Provenían de Galilea, una región pobre de campesinos y pescadores, donde se ha estimado que el analfabetismo afectaba a más del 95% de la población. Como en el resto del Imperio romano y del mundo antiguo en general, la educación (en la que era básico el conocimiento del griego, lengua del mundo intelectual) era un privilegio exclusivo de las clases altas; los pobres tenían que empezar a trabajar en la infancia y no disponían ni del tiempo ni del dinero para educarse. Más allá de las regiones donde se hablaba de manera autóctona solo hablaban griego los aristócratas y algunos individuos formados de manera especial para ejercer determinados trabajos. Si Jesús era un obrero y sus discípulos eran pescadores y gente humilde, es muy improbable que supiesen hablar griego, no digamos escribirlo. El único idioma que debían de conocer era su lengua materna, el arameo.

¿Por qué decimos que Jesús era galileo de clase baja si decimos que los evangelios no son fiables como documento histórico y es de allí de donde obtenemos ese dato? Porque suponemos que hay informaciones que no debieron de ser manipuladas durante la transmisión oral de las primeras décadas de cristianismo, puesto que no tenían implicación religiosa positiva ni negativa, y a nadie le habría interesado inventarlas o cambiarlas. El nombre «Jesús» carecía de significación especial; si alguien se hubiese inventado un profeta y hubiese querido rodearlo de un aura mesiánica, quizá hubiera usado un nombre con mayor peso en la tradición, como David, Daniel o Isaías.

El pasado laboral de Jesús es otra de las informaciones que la tradición oral pudo haber conservado de manera fiable, puesto que no hay motivos religiosos o simbólicos para que los primeros cristianos le asignaran el oficio de carpintero en vez otro más «idóneo» como el de pescador o pastor, que fueron oficios simbólicos con los que se lo representaría en el futuro. En el Nuevo Testamento Jesús es descrito como τέκτων, «tekton», que indica un trabajo relacionado con la construcción y que podríamos traducir como «obrero» o «artesano». El motivo por el que la tradición dice que fue carpintero es que otros trabajos que podrían ser incluidos en el término τέκτων, como herrero, albañil o cantero, solían ser mencionados con términos más específicos en los textos judíos traducidos al griegos (por ejemplo, en la Septuaginta), mientras que era más habitual emplear τέκτων por defecto para los carpinteros. En realidad, es indiferente que desempeñara cualquiera de esos trabajos, ya que el estatus social de Jesús no cambiaría fuese carpintero o albañil. Digamos que, por las mencionadas cuestiones lingüísticas, la carpintería es la que tiene más papeletas de haber sido su verdadera profesión.

El oficio de τέκτων sugiere que Jesús no recibió educación formal, así que es muy probable que fuese analfabeto. Algunos autores especulan con la posibilidad de que supiese leer el hebreo, dado que debió tener un buen conocimiento de las profecías judías de las escrituras, aunque también es razonable la posibilidad de que fuese iletrado, pero inteligente y dotado de buena memoria; si, como parece obvio, era un judío muy piadoso, podía haber aprendido mucho de las escrituras por las enseñanzas orales de los rabís. En cualquier caso, es casi seguro que, siendo un trabajador manual de familia pobre, no tuvo oportunidad de aprender el griego. Por ejemplo, en el Evangelio de Marcos, sus últimas palabras son recogidas en arameo, lo que indica que los cristianos grecorromanos eran muy conscientes de cuál había sido la lengua materna de su Señor. Todo esto puede aplicarse a sus discípulos, también galileos humildes, y, además de la datación de los textos, ayuda a descartarlos como posibles autores.

El problema de los manuscritos

Dice el consenso académico que los evangelios canónicos fueron escritos durante el último tercio del siglo I y se basaron en la tradición oral que habían iniciado los seguidores palestinos de Jesús, pero que pronto había empezado a ser transmitida en griego por creyentes no palestinos. También se habla de hipotéticas fuentes que quizá fueron escritas (como las llamadas Q, M o L, de las que ya hablaremos). En cualquier caso, aquellos textos empezaron a ser copiados a mano una y otra vez, puesto que los materiales de escritura tendían a deteriorarse con el uso. Durante siglos fueron sometidos a sucesivos proceso de reproducción artesanal con los errores, omisiones y manipulaciones que eso conlleva. En la Edad Media había miles de manuscritos del Nuevo Testamento en Europa, algunos en las manos de altos cargos eclesiásticos y de reyes o nobles, pero sobre todo en los monasterios, donde se ejercía el trabajo de copia en sí. Dada la dificultad para viajar y transmitir información nadie se preocupaba de comparar unos manuscritos con otros, así que las discrepancias producto de esta proliferación de copias se multiplicaban. Esto no era una preocupación para los creyentes, por varios motivos. El pueblo llano ni sabía leer ni tenía acceso a los evangelios más allá de lo que los eclesiásticos quisieran enseñarles de palabra o de lo que pudieran aprender de la tradición oral y artística. Hacía siglos que el latín había sustituido al griego como lengua franca del cristianismo y del mundo intelectual en general. Como en tiempos del propio Jesús, solo las clases altas podían permitirse el lujo de aprender la lengua en la que se escribía todo lo importante.

No fue hasta 1455 cuando Johannes Gutenberg editó la primera Biblia salida de una imprenta. Este invento y la Reforma luterana permitieron que la gente común pudiese empezar a acceder al texto. Era mucho más fácil producir copias y, al menos en algunas regiones europeas, empezaba a ser aceptada la traducción desde el latín al idioma local del pueblo. Mucha gente continuaba siendo analfabeta, pero, sobre todo en el ámbito protestante, ahora al menos podían entender lo que otros leían en las congregaciones. El texto bíblico ya no era un secreto reservado a los poderosos. Eso sí, desde la aparición de la imprenta los editores se encontraron con un problema inesperado, al descubrir que las Biblias que imprimían eran diferentes de las versiones impresas por otros. Diferencias textuales que no solo se debían a sutilezas de la traducción o errores fortuitos; en muchos casos había párrafos enteros que aparecían y desaparecían o frases que cambiaban de sentido. Esto resultaba particularmente incómodo en el caso de los evangelios. ¿Por qué no consultar los originales para asegurarse de imprimir la versión correcta? Porque ya no existían. No quedaba ni rastro de los originales de los evangelios. Ni siquiera quedaban copias tempranas completas o casi completas. Con la explosión arqueológica de los siglos XIX y XX se descubrieron más copias de los evangelios. Hoy se conocen casi seis mil manuscritos en griego, diez mil en latín y otros diez mil en otras lenguas antiguas europeas, africanas o de Oriente Medio, pero la mayoría son medievales, posteriores al siglo IX. Del siglo en que se escribieron los evangelios canónicos no queda nada, ni un mísero fragmento. De los siglos II o III solo se han encontrado trozos sueltos. El más antiguo es el llamado «Papiro 52», un pedazo triangular de papiro, del tamaño de un DNI, que contiene algunas líneas del Evangelio de Juan. Pertenece a una copia datada a mediados del siglo II, pero el resto de esa copia se ha perdido. La primera copia que sí se conserva completa data del siglo IV.

Con la llegada del racionalismo en el siglo XVII, la inquietud de los impresores empezó a trasladarse a los estudiosos y teólogos que poseían más de un volumen de la Biblia y encontraban también esas inquietantes discordancias entre distintas versiones de la vida de Jesús. Algunos quisieron comprobar hasta qué punto llegaba el problema. El trabajo más impresionante lo llevó a cabo el teólogo inglés John Mill, quien estuvo durante treinta años comparando los manuscritos antiguos a los que tuvo acceso (un centenar). Escribió un libro en el que contabilizaba todas las discrepancias dignas de mención que pudo encontrar. El título del libro, por cierto, era tan impresionante como el esfuerzo que había detrás: Novum testamentum græcum, cum lectionibus variantibus MSS. exemplarium, versionum, editionum SS. patrum et scriptorum ecclesiasticorum, et in easdem nolis. En total, John Mill encontró más de treinta mil discrepancias entre todos los manuscritos. Hoy se conocen miles de manuscritos y, aunque nadie ha contado todas las diferencias, lo que sería una tarea ingente, se calcula que podría haber más discrepancias que palabras contiene el Nuevo Testamento, en torno al medio millón.

Algunas de las discrepancias más importantes entre unas versiones y otras son explicadas como evidentes manipulaciones. Por ejemplo, en las biblias actuales el Evangelio de Marcos tiene un final que, hoy se sabe, no estaba en el original. De hecho muchas Biblias incluyen el final añadido porque forma parte de siglos de tradición, pero indican que se trata de una falsificación. En el desenlace original, tres mujeres (citadas como «María Magdalena, María la madre de Jacobo y Salomé») acuden a la tumba de Jesús para ungir su cadáver con hierbas aromáticas. Encuentran el sepulcro abierto y ven a un hombre vestido de blanco, cabe pensar que un ángel, quien les dice que Jesús ha resucitado y les ordena que vayan a avisar a los discípulos. Sin embargo las tres mujeres se asustan al ver al hombre de blanco y se marchan: «No le dijeron nada a nadie porque tenían miedo». Así acaba el evangelio más antiguo conocido. Es, desde luego, un desenlace difícil de entender: si las mujeres no dijeron nada, ¿cómo supieron los demás, incluido el autor de ese evangelio, que la resurrección se había producido? Para arreglar este extraño final, en algún momento alguien decidió añadir varios versículos, similares a los de evangelios posteriores, en los que Jesús resucitado se aparece a María Magdalena y a los discípulos. Esta nueva versión del final de Marcos es la que se generalizó, pero hay copias antiguas en las que no existe y por lo tanto sabemos que el final original era el otro, el más extraño (que quizá fue escrito así como apelación a la fe de quien leyese este evangelio).

Otro ejemplo es el famoso momento en que Jesús cura a un leproso. Al final del primer capítulo de Marcos un leproso se acerca a Jesús y le ruega que lo cure, diciendo: «Si quieres, puedes sanarme». En las Biblias modernas, el relato sigue así: «Jesús, conmovido, extendió la mano y tocó al leproso diciendo: “Así lo quiero. Queda sanado”». Nada llamativo aquí, puesto que un Jesús conmovido encaja bien con la imagen mental que tenemos de un hombre bondadoso hasta la mansedumbre. Sin embargo en algunos manuscritos antiguos la frase tiene un matiz inesperado y sorprendente: «Jesús, indignado, extendió la mano y tocó al leproso, diciendo: “Así lo quiero. Queda curado”». ¿Jesús indignado ante la petición de un leproso? ¿Qué clase de afirmación es esa? Quizá es incomprensible desde la concepción de Jesús que dos mil años de tradición ha creado en nosotros, pero en el cristianismo primitivo pudo tener mucho sentido. Algunos autores defienden que esta fue la frase original y que Jesús se mostró enfadado porque, para algunos judíos, la lepra era un castigo impuesto por Dios a quienes habían transgredido gravemente sus leyes. O quizá porque los leprosos tenían prohibido, según la ley mosaica, dejar sus lugares de confinamiento. Estos y otros pasajes que aparecen en distintas versiones requieren un cuidadoso análisis de la mentalidad que había detrás de quien las escribió, y también de la mentalidad de quien, en algún momento de la historia, decidió modificarlos.

Las nuevas manera de leer los evangelios

Estas manipulaciones o añadiduras para encajar el texto a la visión personal de quien lo transcribía (o de sus jefes) no son escasas, aunque la mayor parte de las discrepancias entre manuscritos son simples errores de traducción o descuidos comprensibles en una fatigosa tarea de copia a mano: omisiones, cambios de orden, nombres equivocados, etc. En cualquier caso, el trabajo de John Mill ayudó a impulsar una nueva disciplina, el análisis crítico del Nuevo Testamento, que iba a terminar con más de mil quinientos años de estudio exclusivamente teológico o doctrinal. Algunos teólogos empezaron un análisis crítico de los textos aplicando los mismos criterios que usaban para analizar otras crónicas históricas y no pudieron hacerlo sin socavar los cimientos de esa tradición. En 1835, el teólogo alemán David Friechmann Strauss publicó un libro titulado Das Leben Jesu, kritisch bearbeitet («La vida de Jesús, examinada críticamente»), donde afirmaba que los evangelios estaban repletos de sucesos mitológicos, como los milagros, que no podían ser considerados como elementos fiables en una narración histórica. Das Leben Jesu fue algo así como un best seller, traducido a varios idiomas, que provocó un gran escándalo en diversos países; un aristócrata inglés, el conde de Shaftesbury, ganó sin duda el premio a la indignación más florida cuando escribió que la obra de Strauss era «el más pestilente libro jamás vomitado por las fauces del infierno».

Pese a la furia de sus detractores, Strauss, como había hecho John Mill, marcó un antes y un después en el análisis del Nuevo Testamento. A su estela la teología alemana tomó la delantera en este campo. Ya en el siglo XX Martin Dibelius fue uno de los creadores de la Formgeschichte o «crítica formal», corriente hermenéutica que defendía un análisis de los textos cristianos no de acuerdo a las necesidades teológicas, sino de acuerdo a sus características literarias e históricas. Su discípulo Rudolf Bultmann llegó a ser considerado el principal experto sobre la figura histórica de Cristo en el ámbito protestante y en 1926 publicó un libro con el sencillo título de Jesús, en el que reconocía la imposibilidad de conocer con fidelidad los detalles concretos de la biografía del personaje central del cristianismo. Bultmann, pese a ser creyente, calificaba los evangelios como un relato mitológico repleto de afirmaciones que no podían ser demostradas ni siquiera bajo los criterios historiográficos poco exigentes que se empleaban para estudiar otros textos y sucesos de la antigüedad. Estos teólogos críticos concluyeron que los cristianos debían centrarse no en el relato biográfico de Jesús tal como era narrado en los evangelios, sino en el kerygma o «proclamación», en el contenido espiritual de dicho relato. En pocas palabras, admitían que les era más fácil creer en la resurrección de Jesús como verdad mística que intentar reconstruir los episodios de su figura humana. Lo importante para ellos no era la supuesta descripción «periodística» de Jesús, sino la aceptación de su mensaje de salvación tras la muerte física. Daban por buenos algunos elementos biográficos muy básicos de los evangelios: que Jesús predicó, que tuvo seguidores y que fue crucificado, pero poco más.

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Biblia de Gutenberg, 1390-1468. Fotografía: NYC Wanderer (Kevin Eng) (CC).
Los historiadores actuales que se especializan en el análisis del Nuevo Testamento continúan usando la crítica textual como principal herramienta, pero son algo menos pesimistas que los teólogos de la «crítica formal» y opinan, en su mayoría, que sí es posible obtener información histórica de los evangelios; algo irónico, porque entre los estudiosos actuales hay varios que se declaran ateos o agnósticos, pero son menos escépticos sobre este aspecto que los teólogos arriba citados. La tesis básica de los historiadores actuales es que el Nuevo Testamento es muy poco fiable como relato histórico, sí, pero pudo recoger más información verídica de la que suponía Bultmann. Esa información puede ser empleada para recomponer una breve cronología del desarrollo inicial del cristianismo. En una futura entrega veremos cómo se ha llegado a algunas de estas conclusiones, pero esto nos servirá como guía:

Años 23-36: El prefecto Poncio Pilato gobierna la provincia de Judea. Jesús empieza a predicar la inminente llegada del «reino de Dios», esto es, la restauración del trono de Israel y la salvación de los judíos que crean en su mensaje, que se librarán de la muerte y vivirán sin padecimientos para siempre. Dado que el encargado de establecer este reino en la mitología judía de la época era el Mesías, Jesús se presenta como el Mesías o sus seguidores lo toman como tal. Esto constituye una provocación para los romanos que ocupaban Judea. Si el Mesías era el futuro «rey de los judíos», eso puede significar que Jesús ha estado pregonando una rebelión contra el imperio. También es posible que influyese en su detención algún desorden público en el templo de Jerusalén. Los romanos detienen a Jesús y lo cuelgan de una cruz para que muera por una lenta asfixia, el más terrible castigo impuesto por el imperio. De cara a los judíos, esta ejecución desacredita a Jesús como posible Mesías.

Años 33-36 (aprox.): Tras la ejecución, sin embargo, un grupo de seguidores de Jesús continúa creyendo en en su naturaleza mesiánica. Para justificar la inexplicable ejecución de alguien que se suponía iba a vencer a Roma y restaurar la antigua dinastía de David, afirman que Jesús se ha entregado al martirio de manera voluntaria y que ha resucitado para anunciar que regresará en breve. Este grupo, que se estima no contaba más de unas pocas decenas de personas, inventa así una nueva vertiente de judaísmo. El grupo es conocido como la «Iglesia de Jerusalén» o la «Asamblea de Jerusalén», aunque también podría ser llamada «Sinagoga de Jerusalén», pues todavía es un grupo netamente judío que defiende el cumplimiento de las leyes mosaicas (circuncisión, descanso sabático, restricciones alimentarias, sacrificio en el templo, etc.) y se opone a que los no judíos, los gentiles, puedan optar a la salvación. Este es el cristianismo original, que no tiene todavía un nombre, puesto que sus miembros se ven como practicantes de un judaísmo bastante tradicional. El grupo está comandado por uno de los hermanos de Jesús, Santiago, y por Simón Pedro, quien había ejercido como su mano derecha. Ambos aparecerán nombrados unos veinte años después en las Epístolas de san Pablo, y medio siglo después en los evangelios.

Año 36-40 (aprox.): Entra en escena Pablo de Tarso. Es judío, pero no es palestino, sino que procede el ámbito helenístico. Al principio cree que puede ser considerada blasfemia la afirmación de que un presunto criminal crucificado por los romanos sea calificado como Mesías. Sin embargo cambia de idea. Aunque nunca ha conocido a Jesús en persona, afirma haber experimentado una visión en la que se le ha aparecido, resucitado, para convertirlo en su «apóstol», su mensajero. Aunque Pablo no deja de ser judío, empieza a defender la idea de que los gentiles no necesitan convertirse al judaísmo para optar a la salvación prometida por Jesús. Cree que es la fe en Jesús, no las «obras», el seguimiento de la ley mosaica, lo que garantiza la salvación. Su postura le hace entrar en conflicto doctrinal con el grupo cristiano original de Jerusalén, pero él continúa con sus planes. Empieza a fundar comunidades cristianas en diversas ciudades del Imperio romano, aceptando a gentiles, y decide situarse a sí mismo en el mismo nivel de autoridad que los líderes de Jerusalén. Afirma que, si Santiago y Simón Pedro son los «apóstoles de los judíos», él mismo es «el apóstol de los gentiles».

Años 50-60 (aprox.): Pablo escribe cartas a las diversas comunidades cristianas fundadas por él. En esas cartas, escritas en griego, responde a dudas teológicas y problemas doctrinales concretos. De este modo se convertirá en el principal impulsor del culto a Jesús fuera de Palestina y más allá del ámbito judío. De hecho, en la segunda figura más importante del cristianismo. Baste decir que el Nuevo Testamento contiene catorce epístolas paulinas que suponen la mitad del total de los libros y un tercio del total del texto (aunque en la actualidad se considera que solo siete de esas cartas fueron escritas por él, mientras que las otras siete son falsificaciones posteriores escritas por sus seguidores pero firmadas en su nombre para darles relevancia). A medio y largo plazo será el cristianismo paulino el que se imponga sobre el cristianismo judío original, que empezará a quedar arrinconado. En sus cartas Pablo no dice nada sobre la vida de Jesús, aunque sí narra algunas de sus propias interacciones con los miembros del grupo original de Jerusalén y habla a menudo de Pedro o Santiago.

Año 66: Los habitantes de la provincia de Judea se rebelan contra la ocupación romana y estalla la guerra en Palestina.

Año 70: Las legiones romanas, que están ganando la guerra, sitian Jerusalén y crucifican a cualquiera que intente escapar de la ciudad (algunos cronistas dicen que pudieron llegar a ser cientos de personas en un día). Tras varios meses de asedio en los que la capital de Judea estaba rodeada por campamentos militares y la tétrica visión de centenares de cruces, los legionarios consiguen irrumpir en la ciudad, sometiéndola a la destrucción y el pillaje. El templo de Jerusalén, el edificio sagrado de la fe judía, es destruido, lo cual tendrá un efecto decisivo en la evolución de las dos religiones bíblicas. Por un lado, el judaísmo sacerdotal centrado en el templo empezará a declinar en favor del judaísmo rabínico más similar al que conocemos hoy. Dentro del cristianismo, donde ha aumentado el número de creyentes gentiles, empieza a tomar forma la idea de que la destrucción del templo es un castigo divino por la supuesta (e indemostrada) colaboración de los judíos en la ejecución de Jesús. Pese a que Jesús había sido judío, pese a que su mensaje era judío, pese a que toda la mitología mesiánica y escatológica en torno a su figura tiene raíces judías, y pese a que los cristianos de segunda mitad del siglo I siguen considerando que buena parte de las escrituras judías son sagradas, empieza a crecer esta nueva vertiente cristiana de tintes antijudíos, aunque no se mostrará con auténtica fuerza hasta el siglo II.

Año 70 (aprox.): Se escribe el Evangelio de Marcos. Describe a Jesús como el Mesías humano de la tradición judía y como un personaje vivaz y elocuente. Sin embargo la Pasión, el relato de su detención, juicio y ejecución, tiene un tono deprimente que muestra a un Jesús hundido, sumido en un estado anímico de estupor y total abatimiento. Ya en la cruz, justo antes de morir, Jesús pronuncia un lamento que el texto, curiosamente, no reproduce en griego, sino en la lengua materna de Jesús: «¿Eloi, Eloi, lema sebactani?» («Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»). Siguiendo con esa imagen humana, Marcos no menciona un nacimiento milagroso de Jesús ni la virginidad de su madre; de hecho no dice nada sobre su infancia. En el texto Jesús es humano por completo y no será elevado a un estatus superior hasta después de su muerte, cuando se supone que Dios lo resucita. Y digo se supone, porque recordemos que en el final original de Marcos, antes de ser retocado, la tumba de Jesús aparece vacía pero él no vuelve a manifestarse.

Años 80-90: Se escribe el Evangelio de Mateo y El evangelio de Lucas. Ambos copian la estructura de Marcos, aunque modifican ciertas cosas y añaden otras, como la narración del nacimiento milagroso de Jesús y su genealogía, para justificar que era el Mesías. El relato de Mateo insiste en el carácter judío de Jesús, quizá preocupado porque la tradición judía se pierda con el creciente número de creyentes gentiles, aunque, irónicamente, su Evangelio también contiene pasajes que han sido usados como arma contra los judíos en diferentes épocas de la historia. Mateo narra cómo los habitantes de Jerusalén habían sido partidarios de la ejecución de Jesús («Que su sangre caiga sobre nosotros y nuestros hijos»). Lucas contiene también un elemento antijudío y su Jesús, a diferencia del de Marcos, se enfrenta a la muerte con la confianza plena de quien sabe que en breve estará junto a Dios. En esta misma década se escribe el libro Hechos de los Apóstoles, donde se narra la actividad apostólica posterior a la muerte de Jesús, en especial las actividades de Simón Pedro y Pablo de Tarso, aunque su fiabilidad como relato histórico es tan dudosa como la de los evangelios, o acaso más dudosa, pese a estar escrito más cerca de los supuestos hechos verídicos que cuenta.

Años 90-100: Se escribe el Evangelio de Juan, donde el personaje de Jesús es muy distinto al de los tres evangelios sinópticos (que ya hacen retratos diferentes entre sí), como también es diferente el tono del libro, mucho más teológico y metafísico. Jesús ya no es un Mesías humano, ni siquiera un humano con toques divinos nacido de manera milagrosa de una madre virgen, sino la encarnación del propio Dios. Así, el Jesús de Marcos es humano; el de Lucas y Mateo es humano pero tiene una parte divina, aunque solo empieza a existir cuando María, su madre, da a luz. En cambio, el Jesús de Juan ha existido desde el principio de los tiempos y se presenta con una forma verbal que en la Biblia hebrea se usa para Yahvé («Antes de que hubiera un Abraham, yo soy»). Su nacimiento en forma humana, pues, ya no es un comenzar a existir, sino un simple rito de paso, porque ya existía desde siempre. Dicho de otro modo, Jesús es Dios .

Año 93: Aparece por primera vez el nombre de Jesús en un texto no cristiano, Las antigüedades judíasdel historiador fariseo Flavio Josefo. El texto menciona a Jesús solamente dos veces. Aunque los historiadores modernos discuten si esas menciones (en especial la conocida como Testimonium Flavianum) pudieron ser retocadas en tiempos posteriores por los cristianos, hay consenso en que Josefo sí habló de Jesús, aunque fuese de manera anecdótica. Lo cual no es extraño, pues por entonces ya había comunidades cristianas, si bien minoritarias, en unas cuantas ciudades del Imperio.

De toda esta cronología, en cuyos fundamentos ya nos extenderemos más, se extraen dos conclusiones: el culto a Jesús trasciende el ámbito de Palestina para extenderse por otras zonas del imperio de manera muy, muy temprana. La transmisión oral de su vida y mensaje pasa con mucha rapidez de un idioma local (el arameo) al idioma «internacional» (el griego). Entre los años 36 y 70, más o menos, los detalles de la vida de Jesús van de boca en boca sin que haya plasmación escrita de la que haya quedado constancia, pero conservando algunos elementos biográficos intactos (nombre, procedencia, profesión, muerte en la cruz, y el núcleo de su mensaje). La segunda conclusión es que, de manera paralela, el cristianismo pasó de ser una creencia judía a otra que se alejaba progresivamente del judaísmo, manteniendo los textos y terminología judíos, pero renunciando a casi todas sus normas y costumbres. Dicho de otro modo, el cristianismo empezó siendo una variante de la religión que había practicado el propio Jesús, pero terminaría siendo una religión distinta a la suya, aunque, cosa paradójica, lo tenía a él como elemento central.

El efecto de todo esto fue una atomización del cristianismo. Las primeras disensiones entre cristianos que conocemos —los debates entre la Iglesia de Jerusalén y Pablo de Tarso— datan, como mucho, de unos veinte años después de la muerte de Jesús. En apenas unas décadas, incluso antes de la escritura de los evangelios, ya habían surgido corrientes de todo tipo: judías, projudías, antijudías y otras ambivalentes. Los creyentes romanos se preocupaban de eximir al imperio de la responsabilidad de la crucifixión, como ejemplifica la muy improbable escena de Pilatos lavándose las manos, pese a que la crucifixión era un castigo imperial. Además, algunos pensaban que Jesús había sido humano, otros que había tenido carácter divino pero no comparable al de Dios padre, y otros que era la encarnación del propio Dios padre. Había, quizá, decenas de cristianismos diferentes y las pugnas ideológicas entre unos y otros se prolongarían durante siglos.

El cristianismo nunca fue uniforme, salvo quizá en su primera década de existencia, cuando todavía era un judaísmo típicamente palestino. Así pues se explica que los cuatro evangelios canónicos, considerados en su conjunto e incluso con independencia de las distorsiones en los manuscritos que citábamos antes, pincelen retratos de Jesús que no son compatibles entre sí. En una próxima entrega intentaremos explicar por qué la incompatibilidad de estos retratos casi nunca pareció incomodar a los cristianos, que se limitaron a fundir esos cuatro retratos en uno, conformando así el Jesús tradicional, y por qué los estudiosos actuales coinciden en que, pese a todo este galimatías, es posible extraer algo de verdad histórica sobre su figura de aquellos textos. También veremos algunos mitos generalizados pero erróneos sobre su personaje y sobre la propia evolución temprana del cristianismo, o sobre la relación entre el judaísmo y el mundo romano, sin la que el Jesús hubiese caído en el olvido.

https://www.jotdown.es/2018/11/jesus-de-nazaret-i-el-jesus-historico/
 
Jesús de Nazaret (II): La profecía de los mil años
Publicado por E. J. Rodríguez
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La pasión de Cristo (2004). Imagen: Icon Productions.
(Viene de la primera parte)

¡Cuán solitaria yace Jerusalén, antaño tan repleta de gente! Ella, que fue grande entre las naciones, es ahora como una viuda. (…) Recuerda, ¡Oh, Señor!, lo que nos ha sucedido. ¡Míranos y contempla nuestra desgracia! Nuestras herencias han sido entregadas a extraños, nuestras casas a los extranjeros. (…) Debemos comprar el agua que bebemos; hasta la madera tiene un precio. (…) Nos marchamos a Egipto y Asiria para tener algo que comer. (…) Tú, ¡Oh, Señor!, que reinas por siempre, ¿por qué nos has olvidado? ¿Por qué nos has abandonado durante tanto tiempo? Vuelve a nosotros, ¡Oh, Señor! Para que podamos retornar a casa. Devuélvenos a los buenos tiempos. Salvo que tu rechazo sea definitivo y que permanezcas enojado con nosotros más allá de toda medida. (Libro de las Lamentaciones, Antiguo Testamento)

Y en mis visiones nocturnas vi a uno como el Hijo del Hombre, que vino de entre las nubes del cielo. Se acercó al venerable anciano y fue llevado ante él. Y se le dio autoridad, gloria y un reino. Todas las gentes de todas las naciones y todas las lenguas deberán servirle: su autoridad es eterna, porque no tendrá fin, y su reino nunca será destruido. (Libro de Daniel, Antiguo Testamento)

Jesús decía ser el Mesías. En el cristianismo actual se traduce esta afirmación según lo que dictan casi dos mil años de tradición y elaboraciones teológicas. El Mesías cristiano es un intermediario que se entregó al martirio para que el género humano pueda acceder a la salvación espiritual después de la muerte: «Mi reino no es de este mundo».

En términos de fe, esto puede tener sentido para un creyente actual. En términos históricos, sin embargo, el concepto de Mesías que se manejaba en tiempo de Jesús era muy distinto. No existía tal cosa como una tradición cristiana, sino unos mil quinientos años de tradición israelita-judía. Jesús era un devoto judío y lo que pretendía decir cuando se presentaba como el Mesías era lo mismo que interpretaban sus contemporáneos: un rey cuyo reino sí iba a estar en este mundo. El hombre destinado a vencer a los enemigos de Israel para ocupar el trono donde se habían sentado Saúl, Davidy Salomón.

Para entender quién era ese «Rey Mesías» y de dónde había emergido su figura tenemos que narrar esa tradición judía anterior a Jesús. Cuando Jesús nació, el Israel unido, fuerte e independiente del que se hablaba en la Biblia era poco más que el recuerdo de un remoto pasado. Habían transcurrido novecientos años desde su caída. Los libros de la Biblia hebrea habían sido escritos y recopilados en épocas y circunstancias muy diversas (entre los siglos X y II a.C.); su mera lectura demuestra que el judaísmo no fue uniforme a lo largo del tiempo. No contienen una definición única de «Mesías», ni mucho menos una definición concreta que encaje con la mentalidad judía del siglo de Jesús. Pensemos que transcurrieron doscientos años entre la redacción del último texto del Antiguo Testamento (~160 a.C.) y el ministerio público de Jesús (~30 d.C.). En esos dos siglos habían seguido produciéndose cambios políticos y sociales. Y, por lo tanto, también cambios religiosos.

Pero el Mesías del que hablaba Jesús no hubiese existido sin aquellos mil años de nostalgia.

La milenaria religión de los israelitas

En las postrimerías de la Edad de Bronce la tierra de Canaán era el patio trasero de dos imperios, que dominaban sus dos mitades. Los hititas habían subyugado el norte de Canaán; los egipcios, el sur. La región había caído en decadencia. Permanecían muy activas las ciudades-Estado cercanas a la costa que vivían del comercio, pero el interior había sufrido un desplome demográfico. Los cananeos habían perdido parte de su identidad, absorbiendo la enorme influencia cultural y económica de los egipcios.

Otros grupos étnicos subsistían en la región, como los filisteos y los israelitas, que usaban el término «Israel» para referirse a su propio pueblo, pero que carecían de un territorio propio. Los israelitas habían sido esclavos de los egipcios hasta no mucho tiempo atrás. Según la tradición, Moisés los había liberado y conducido hacia la «tierra prometida», Canaán. Allí ya no eran esclavos, pero tampoco disponían de un Estado propio. Se preocupaban mucho, eso sí, por mantener su propia identidad. Cuidaban la genealogía, evitaban el mestizaje en lo posible, y hacían de sus mecanismos de transmisión cultural un elemento central de la vida cotidiana.

El statu quo de todo el Mediterráneo cambió de golpe en torno al año 1200 a.C. Fue un repentino caos conocido como «Colapso de la Edad del Bronce Final», provocado por sequías, epidemias y las invasiones de los hoy ignotos «Pueblos del Mar» que arrasaron las ciudades litorales en el Mediterráneo oriental. Es muy posible que el colapso fuese provocado por un cambio climático que, después de arruinar varias cosechas seguidas, provocase el desplazamiento violento de poblaciones enteras y agitase a los pueblos navegantes del avispero mediterráneo, empujándolos a la invasión y el saqueo. Las consecuencias del colapso fueron dramáticas para casi todas las grandes potencias. Babilonia y Micenas quedaron sumidas en un periodo de retroceso económico, social y cultural. Lo mismo les sucedió a egipcios e hititas, que perdieron la capacidad de seguir controlando Canaán. Las ciudades-Estado cananeas sucumbieron a la crisis generalizada, mientras filisteos e israelitas tomaban el relevo por separado. Hacia mediados del siglo XI a.C., los israelitas tuvieron por fin vía libre para crear su propio Estado en Canaán, el Reino de Israel. Por situarnos, por entonces apenas había en las colinas de la futura ciudad de Roma un puñado de villorrios sin nombre habitados por pastores.

El rey Saúl fue el fundador del reino. Le siguió David, el más grande los monarcas israelitas. Después reinó Salomón, el constructor del primer Templo de Jerusalén, donde la casta sacerdotal custodiaba objetos de gran importancia religiosa como el Arca de la Alianza y la antigua Menorá, un candelabro de siete brazos (el candelabro de la Janucá, creado siglos más tarde, tendría nueve brazos). El Arca simbolizaba el pacto entre el pueblo de Israel y su dios. Contenía las tablas de la ley que, según la tradición, el propio Dios había entregado a Moisés. El pueblo israelita debía cumplir esas leyes a cambio de gozar de los bienes de su «tierra prometida», ya convertida en su propio reino, y la protección divina frente a los enemigos exteriores.

Es posible que posteriores generaciones de israelitas exagerasen en el recuerdo el esplendor de aquel reino, pero debió de alcanzar ciertas cotas, a juzgar por el efecto que tuvo en el desarrollo de su religión. La tradición recordaría este reino como una estructura política y religiosa monolítica, algo así como un único reino para un único pueblo bajo la tutela de un único dios al que se adoraba en un único templo. La realidad era distinta. En aquel reino, ni la religión israelita era un monoteísmo ni se adoraba a Dios en un único santuario. La cohesión política y social entre el norte y el sur era frágil. Pero algo hizo que los israelitas adoptaran una nueva cosmovisión, hasta entonces inédita, que daría forma a un milenio de evolución en su religión y mentalidad.

La Alianza, cuyas promesas habían sido todas satisfechas, formaba parte de un nuevo modelo de religión que iba a probarse revolucionario. En principio, la religión de los israelitas había sido muy parecida a las de pueblos vecinos, como demuestra el hecho de que incluso en el Antiguo Testamento, redactado más adelante, encontramos relatos que están inspirados por mitos foráneos. ¿Cuándo dejó de ser la religión israelita igual a las de su entorno? Se suele decir que el punto de corte fue la adopción del modelo monoteísta. Existen, sin embargo, muchos indicios de que la religión israelita mantuvo durante mucho tiempo un modelo de henoteísmo o monolatría, en el que, sí, había un dios supremo, pero se reconocía la existencia de muchas divinidades inferiores.

El verdadero cambio revolucionario llegó con una nueva concepción del universo.

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Los diez mandamientos (1956). Imagen: Paramount Pictures.
El bien y el mal

El celo que los israelitas habían demostrado a la hora de conservar su identidad en mitad de periodos de esclavitud, servidumbre o desarraigo, así como el empeño en la conservación de sus valores, habían sido premiados con la ansiada consecución de un reino propio.

Aquello demostraba que al dios supremo le agradaba la fidelidad y el cumplimiento de unas normas morales. En la Antigüedad se juzgaba a los dioses por lo que hacían. El dios de los israelitas, que aún no era único pero sí superior, había demostrado ser muy poderoso. Había cuidado de sus fieles. Los había liberado de la esclavitud. Les había dado una patria. Era un dios bueno. Era un dios omnipotente. Y era un dios fiable, cosa extraña en los vodevilescos sistemas politeístas.

Autores como el estudioso israelí Yehezkel Kaufmann han desarrollado una explicación profunda acerca de dónde radicó la diferencia entre el monoteísmo/henoteísmo israelita y el politeísmo de los demás pueblos de la época. Una diferencia que no estribó en el número de dioses, sino en la naturaleza de los mismos.

En las antiguas religiones politeístas los dioses no eran la esencia primordial del universo. La verdadera esencia primordial del universo era el ámbito de lo metadivino, algo, una sustancia o concepto, que estaba más allá de los propios dioses. La esencia primordial podía cambiar su presentación de una cultura a otra: podía estar hecha de agua, luz, oscuridad, éter, o de conceptos más abstractos como destino y tiempo. Pero, en todas ellas, era la materia prima de la existencia. Lo metadivino era el bosón de Higgs del politeísmo, la partícula elemental: todo lo que existe ha nacido de la esencia primordial metadivina.

Esa esencia no es buena ni mala, es moralmente neutra. Por ello, las religiones politeístas describen un universo amoral donde el bien y el mal combaten desde el principio de los tiempos, ya que la esencia primordial no se encarga de propiciar un equilibrio. Así, en el politeísmo, el ser humano es el testigo indefenso y la víctima sufridora de la eterna lucha que protagonizan dioses, demonios y otras criaturas que viven en esferas superiores, pero cuyas acciones tienen demoledores efectos sobre el ámbito terrenal habitado por los humanos. ¿Cómo puede el hombre protegerse de estas guerras que están más allá de su alcance? Por un lado, puede intentar deducir qué dioses (o demonios) están en auge, quiénes están «ganando la guerra» en cada momento, para ofrecerles un sacrificio y rogar por su favor. La otra alternativa es intentar acceder a la esencia primordial mediante procedimientos rituales, por lo general envueltos en el secretismo; cuando un ser humano ha accedido a la esencia primordial y ha obtenido algún tipo de poder de ella, puede imponer su voluntad sobre la naturaleza sorteando la necesidad de hacer la pelota a los dioses para que sean ellos quienes actúen en su favor. En tal caso, el ser humano está usando la magia. La magia es el mecanismo que permite, aunque sea de manera limitada y momentánea, que un humano tenga poderes propios de un dios, recurriendo a la única sustancia superior a los propios dioses, la esencia primordial del ámbito metadivino.

Si la esencia primordial no parece tener voluntad propia ni preferir el mal o el bien, ¿por qué crea, por qué de ella surgen cosas? La respuesta politeísta es que toda creación es un acto de reproducción sexual. La única manera conocida de crear vida es la unión de elementos masculinos y femeninos: hombre y mujer, agua y tierra, etc. En la esencia primordial, de alguna manera, siempre están presentes ambos elementos, que pueden llegar a interaccionar de manera automática como en la reacción de dos elementos químicos. De la unión espontánea (o, más adelante, dirigida) entre ambos principios, masculino y femenino, emergía el universo y todo lo contenido en él. Los dioses, nacidos de la esencia primordial, habían obtenido sus poderes de ella. Los humanos, creados por los dioses, tendrían solo aquellas capacidades que los dioses hubieran querido darles, salvo que consiguieran recurrir a la magia.

La revolución de la religión de los antiguos israelitas consistió en sustituir esa esencia primordial neutra por una nueva esencia primordial que ya no era neutra, sino consciente, dotada de voluntad propia. Tampoco era moralmente neutra, sino equivalente al bien absoluto. Esta nueva esencia primordial era el dios יהוה, «YHWH». Un nombre, el tetagrámaton, compuesto de cuatro consonantes; como el hebreo arcaico se escribía sin vocales, nadie sabe con exactitud cómo debe pronunciarse (por eso lo decimos de varias maneras: Yahvé, Jehová, Yah). El dios de los israelitas no había sido creado, puesto que no había un ámbito metadivino superior a Yahvé y del que Yahvé pudiese haber surgido. La religión israelita carecía por tanto de teogonía, de un relato biográfico de su dios.

Si Dios representa el bien absoluto y él es el origen de todo, existe una moral absoluta. La moral ya no es el producto de una guerra caprichosa entre fuerzas del bien y del mal. Contradecir o sortear la voluntad de la divinidad deja de ser un mecanismo de defensa legítimo y se convierte en un acto perverso, una desobediencia hacia el bien absoluto. El ser humano ya no puede, ni debe, recurrir a la magia. No hay forma de obtener poder legítimo que no provenga de Dios. Tampoco se debe rendir culto a deidades inferiores, las cuales también deberían evitar contradecir a Dios. Lo que el ser humano debe hacer es respetar la naturaleza moral del universo cumpliendo las leyes que su creador ha dictado.

Una idea derivada de este nuevo modelo de esencia primordial divina era que la creación del universo había sido un acto puro de la voluntad de Dios sin la necesidad de unir principios contrapuestos. En otras palabras: un verbo. Dios actúa mediante el verbo decir: «Y dijo Dios, hágase la luz, y la luz se hizo». Cuando Dios dice algo, esto se hace realidad, no necesita más. Como Dios carece de género y no hay en él componentes masculinos ni femeninos, la contraposición de principios es innecesaria. En religiones anteriores, como la egipcia, existían antecedentes del verbo como acto creador, pero siempre estaban complementados por la sexualidad. La cosmogonía israelita eliminó casi por completo la conjunción de lo masculino y lo femenino como complemento al verbo (no del todo, pues quedaron rastros mitológicos de la creación sexual en la mitología). Tomemos por ejemplo el caso de Adán y Eva: cuando el Dios de la Biblia crea a la primera mujer, lo hace extrayendo una costilla del primer hombre. En ese acto no hay oposición entre lo masculino y lo femenino; tampoco subordinación, como indica el que Dios tome una muestra del costado del cuerpo del hombre y no de la parte inferior. Adán y Eva han sido creados horizontalmente porque lo masculino y lo femenino son, en el universo ideal de la cosmogonía israelita, dos muestras de la misma sustancia, no dos sustancias complementarias. Esto refuerza la idea de unión, de unidad y de mismidad a la que, al menos sobre el papel, aspiraba aquella religión.

Como sucede en todas las religiones cuyo esqueleto mitológico contiene gran elaboración intelectual o complejidad esquemática, estos principios cosmogónicos eran distorsionados en las creencias populares cotidianas. Yahvé no tenía rostro ni género, pues no era humano. En la tradición, sin embargo, podía aparecer con forma humana. Podía crear solo con el verbo, pero a veces lo hacía uniendo principios masculino y femenino (como en el acto de crear mediante el modelado del barro). Y aunque no debía haber otras deidades dignas de adoración, la religión israelita aún tardaría en ser monoteísta. La Biblia hebrea también carecía de opuestos significativos a Dios y la figura de Satán, tan importante en el cristianismo, no cumple el mismo papel en el Antiguo Testamento (la serpiente del Edén descrito en el Libro del Génesis no es una representación satánica, por ejemplo). Aun así, en los textos aparecen demonios y los israelitas podían seguir creyendo en viejas ideas como las posesiones diabólicas y las luchas eternas entre el bien y el mal.

Los israelitas, pues, tardaron en adoptar de lleno todas las novedades revolucionarias de su nueva cosmogonía. ¿Qué sentido tenía a la aparición de este nuevo concepto de un Dios omnipotente y bondadoso, cuando los caóticos sistemas bélicos de los revoltosos dioses de los politeísmos parecen encajar mejor con las turbulencias del mundo antiguo y las inseguridades de sus habitantes? Parece que los israelitas se sentían recompensados, que el Reino Unido de Israel debió de ser un periodo de gran bonanza, al menos en comparación con el resto de un mundo mediterráneo que trataba de reponerse del caos reciente. Los israelitas, que habían vagado sin tierra durante siglos, se sintieron lo bastante privilegiados como para imaginar que habían sido elegidos por un dios más poderoso que los dioses de sus esclavizadores. Un dios que había decidido que los israelitas tuviesen su propio reino y que ese reino perdurase en el tiempo como demostración empírica de su propio poder superior. Siempre, claro, que sus creyentes se hiciesen merecedores de su protección.

Caída y helenización del reino de Israel (siglos X-IV a.C.)

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Mapa mostrando los reinos de Israel (azul) y de Judá (naranja), antiguas fronteras levantinas y ciudades como Damasco y Gerasa en torno al siglo IX a. C. Imagen: Richardprins / Kordas (CC).
El Reino Unido duró apenas ciento veinte años. Como decía más arriba, su cohesión era frágil. En el año 931 a.C. murió Salomón y las tribus del norte del país se negaron a aceptar a su hijo Roboam como nuevo monarca. Israel quedó dividido en dos nuevos reinos: Samaria en el norte y Judá en el sur.

Samaria fue independiente durante otros doscientos años, hasta que fue anexionada por el imperio asirio en el 720 a.C. Muchos de sus habitantes fueron deportados y esclavizados mientras llegaban colonos asirios ansiosos por establecerse. Los samaritanos originales quedaron diluidos en una mezcla étnica y cultural entre israelitas y asirios. No queda mucho rastro de lo que había sido Samaria antes de aquellas invasiones y repoblaciones, aunque se cree que algunos de sus textos sagrados llegaron a Judá junto con los refugiados que huían de las invasiones; algunos de aquellos textos de Samaria pudieron entrar, aunque de manera indirecta, en la Biblia hebrea.

En cuanto al reino de Judá, fue más longevo y duró cuatrocientos años. En él empezó a tomar forma el judaísmo de los siguientes siglos cuando, en el año 622 a.C., el rey Josías decidió centralizar la religión israelita, prohibiendo realizar sacrificios a Dios en santuarios locales o itinerantes, así como la exposición de ídolos (cualquier deidad extranjera) en el Templo de Salomón. Bajo Josías, Israel empezaba por fin a parecerse al reino de una sola fe, un solo dios y un solo templo que generaciones posteriores confundirían, erróneamente, con el Reino Unido de David y Salomón.

El sueño del Judá unificado de Josías también fue breve. Terminó un siglo después de sus reformas, por causa de otra invasión extranjera. El rey babilonio Nabucodonosor II conquistó Judá, asaltó Jerusalén y destruyó el Templo de Salomón en el año 589. Como había ocurrido en Samaria dos siglos antes, muchos israelitas fueron objeto de cautiverio, forzados a abandonar su tierra como exiliados o esclavos. Todas estas deportaciones fueron el inicio de la «diáspora», la diseminación de israelitas hacia otros territorios del Mediterráneo. Todo resto político del antiguo reino de Israel había desaparecido. Por entonces se empezó a conocer a los nativos del extinto Judá como Yehudim, «judíos». La brutal llegada de Nabucodonosor fue incluso peor para los filisteos, que habían mantenido su propia federación independiente con éxito, pero que ya no sobrevivieron al asalto babilonio. Los filisteos vieron su identidad diluida entre los invasores, como les había sucedido a cananeos y samaritanos antes que ellos. Su más visible legado sería darle a la antigua región de Canaán un nuevo nombre: Palestina, la «tierra de los filisteos».

La destrucción del Templo constituyó un cataclismo para la religión de los antiguos israelitas, quienes sintieron que su Alianza con Dios se había roto. Puesto que Dios no podía incumplir su palabra de manera caprichosa, dedujeron que la ruptura era un castigo provocado por sus propias transgresiones de la ley mosaica. En concreto, los israelitas se acusaron de haber cometido tres pecados capitales: adulterio, paganismo y asesinato. El adulterio se refería al relajamiento de la moral sexual, aunque era el menos grave de los tres y no justificaba tan grande castigo por sí solo. El pecado de paganismo era peor, pues implicaba la falta de sometimiento a la autoridad del único Dios, siendo uno de sus síntomas la idolatría, el culto a otras deidades (por extensión, se terminaría llamando «pagano» a todo aquel que no profesara la religión monoteísta judeocristiana). El pecado de asesinato era el más imperdonable. Se refería a los actos de violencia y demostraba la falta de aprecio por la vida humana. Según la tradición religiosa israelita, la vida humana era sagrada porque era la creación cumbre de Dios. La historia bíblica de Caín y Abel contenía la enseñanza de que, en la práctica, todo asesinato era un fratricidio. Incluso el que se producía entre extraños.

El castigo divino en forma de invasiones y esclavitud reforzó entre los judíos la idea de que necesitaban cumplir con mayor celo la ley de Moisés. Podían y debían mejorarse a sí mismos para volver a ser dignos de la confianza de Dios. El Templo, que ya no existía como edificio, adquirió un carácter espiritual: los santuarios locales no reaparecieron, pero no era necesario. Cada individuo o cada comunidad podía convertirse en un templo metafórico en el que demostrar fidelidad a Dios. Esto impulsó la aparición de congregaciones en las que se estudiaba y se discutía la ley para ayudar a que los creyentes se convirtiesen en mejores personas. Estas congregaciones terminarían siendo conocidas como «sinagogas», del griego συναγωγή, «asambleas» o «lugares de reunión». Serían la base del judaísmo rabínico en el que se formó Jesús medio milenio más tarde.

En el siglo IV, Alejando Magno conquistó la cuenca oriental del Mediterráneo, emprendiendo un proceso de helenización que convertiría el griego en la lengua franca de las ciudades conquistadas. En Palestina, como en muchas otras partes, el griego se convirtió en la lengua en que estudiaban los ricos. Incluso en Jerusalén apareció un establecimiento formativo típico de la cultura griega, el γυμνάσιον, «gimnasio». La helenización de las clases altas continuaría hasta la época del Imperio romano, aunque la mayor parte de los judíos de a pie seguirían sin hablar griego porque siendo pobres no tenían acceso a una educación formal. Aun así, esa helenización fue un factor importante en el desarrollo de la religión judía debido a la infiltración de nuevos elementos paganos, como la influencia de los filósofos griegos. Esto era motivo de debates entre los judíos conservadores, opuestos a la helenización, y los reformistas partidarios de modernizar Palestina, que eran progriegos. Los reformistas, por lo general, se salieron con la suya. Baste decir que en el siglo II a.C. llegaría a haber sumos sacerdotes de nombre griego, como Jasón o Menelao. Pero esa misma influencia griega estaba a destinada a producir los primeros conatos de cisma en la religión judía y una profunda línea divisoria entre el judaísmo de las clases altas urbanas y el de las clases bajas rurales.

El judaísmo del Segundo Templo (siglos IV a.C.-I d.C.)

El empeño de Alejandro por conquistar el mundo quedó truncado por su temprana muerte a los treinta y dos años, pero los efectos de sus conquistas serían ya imperecederos.

Su imperio fue dividido en cuatro partes. Palestina quedó en la línea divisoria entre dos de aquellas nuevas potencias helenizadas, por lo que quedó transformada en escenario de disputas y dominios extranjeros. Entre los siglos VI y IV Judá se convirtió en Yehud, reino satélite del imperio persa aqueménida fundado por Ciro el Grande. Esto, se convirtió una bendición. A diferencia del brutal Nabucodonosor, Ciro era muy tolerante en lo religioso y gracias a él se impulsó la construcción del Segundo Templo de Jerusalén, lo devolvió a los judíos su lugar sagrado y permitió a los sacerdotes recobrar su antigua importancia. Por todo esto, Ciro se convirtió en un caso excepcional de extranjero a quien el Antiguo Testamento reconoce como «Mesías». El título, como veremos, no tenía las connotaciones proféticas que siglos después se atribuirían a Jesús, sino que era más bien una forma de reconocimiento regio para personajes dignos de particular reverencia.

La helenización de las clases altas, entre las que se incluían los saduceos que conformaban la cúpula sacerdotal de Jerusalén, generaba crecientes roces con los conservadores rabínicos de las regiones rurales. Apareció una facción religiosa disidente cuyos miembros eran conocidos como fariseos, «los que se han separado». Se oponían con fiereza a la helenización del judaísmo. Las tensiones religiosas se unieron a las tensiones políticas y nacionalistas, hasta que en el siglo II a.C. se produjo una revuelta contra la dominación helenística. La revuelta, liderada por Judas Macabeo y hoy recordada en la celebración de la Janucá, triunfó, consiguiendo el autogobierno de Judea frente a los griegos seléucidas que habían estado dominando el país. La nueva monarquía de los Macabeos, conocida como dinastía asmonea, impuso una visión del judaísmo oficial que encajaba mejor con las ideas de los fariseos.

Roma estaba llamando ya a las puertas de Palestina. En el año 63 a.C., el general Pompeyo conquistó Jerusalén, aunque permitió que la dinastía asmonea continuara gobernando con distintos títulos administrativos y bajo la estrecha supervisión de Roma. Julio César y Marco Antonio miraban de reojo a las cenizas de la rebelión macabea, pero a los romanos les inquietaba poco el problema religioso de aquel territorio; querían orden y, mientras lo obtuvieran, su pragmatismo los guiaba también a la tolerancia. El respeto legal por el judaísmo, recordemos, era una política oficial de Roma desde finales de la República.

En el año 37 a.C., toda Palestina entró de facto a formar parte del imperio. El senado romano sancionó el nombramiento de Herodes el Grande como rey vasallo de Palestina. Herodes murió en el año 4 d.C. (hacia la época en que nació Jesús) y Palestina quedó dividida de nuevo. Su hijo Herodes Antipas se convirtió en rey de Galilea todavía como vasallo de Roma, mientras que Judea fue convertida en una provincia imperial bajo el gobierno directo de un prefecto romano (como sabemos, Poncio Pilatoocupó ese cargo entre los años 26 y 36 d.C.). Todo esto permitió que las élites locales helenizadas recobraran el poder institucional religioso, dada su afinidad cultural con los romanos, cuyas élites también se educaban en griego y con temarios muy parecidos a los que estudiaban los hijos de los palestinos ricos.

Nueve siglos de ocupaciones extranjeras, incluidos periodos de esclavitud y exilio, provocaron en los judíos palestinos una profunda añoranza de los tiempos dorados del Reino Unido de Israel. Ese sentimiento, unido al relativo éxito de la revuelta macabea, tuvo una enorme influencia en el desarrollo de su mitología religiosa. El Mesías, que en la Biblia hebrea era un título honorífico de uso variable, fue tomando forma como un nuevo personaje que respondía a aquellos anhelos nostálgicos. El enviado de Dios que llegaría en un futuro indeterminado para restaurar el trono dinástico de David y devolver a Israel, después de casi mil años, su antiguo esplendor perdido.

(Continuará)
https://www.jotdown.es/2018/11/jesus-de-nazaret-ii-la-profecia-de-los-mil-anos/
 
Curiosamente, el mensaje de Jesús de Nazareth no difiere del de otros profetas o filósofos. El promueve la paz, la igualdad, el perdón, el cuidado del pobre y el enfermo, el reparto de la riqueza.

Fuí a colegio de monjas y nunca entenderé que el sacrificio de Cristo en la cruz sirviese para salvar a los hombres y librarles del pecado. Porque el mundo sigue igual que antes de su sacrificio. El hombre no ha cambiado ni un poquito y ni siquiera la mayoría de sus creyentes cumplen con sus preceptos morales en su vida cotidiana. Con ir a misa se conforman y ya se sienten santos.

La imagen de Jesús ha llegado a nuestros dias tan distorsionada por sus discípulos y la Iglesia que es dificil saber quien era realmente, que dijo o que hizo realmente. Hasta convirtieron a Maria de Magdala en una prost*t*ta en el siglo IX, por un Papa misógino que no podia aceptar que una mujer "decente" hubiese elegido en libertad seguir a Jesús en vez de casarse y tener hijos. Y los modernos se van al otro extremo y no quieren entender que dicha mujer no fuese la esposa de Jesús, reduciéndola al mismo papel de subordinación al hombre.

Todo el tema del nacimiento de Jesús en Belén es una leyenda hermosa, porque nada constata el famoso censo ni que José tuviese que ir a Belén. Jesús nació en Nazaret, como hijo de un carpintero y un ama de casa, sin nacimiento milagroso de San Juan Bautista, sin Magos de Oriente ni matanza de Inocentes, ni la escapada en Jerusalén, hablando de cuestiones de Fé con los sacerdotes. Solo es narrada por San Lucas, para mostrar lo sobrenatural de ese niño.
 
Jesús de Nazaret (III): El Mesías
Publicado por E. J. Rodríguez
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La pasión de Cristo (2004). Imagen: Icon Productions.
(Viene de la segunda parte)

Un asunto de considerable importancia práctica en la actualidad es que Jesús repudia expresamente la idea de que las formas de religión, una vez arraigadas, puedan ser arrancadas y replantadas con las semillas de una flor extranjera: «Si intentáis levantar las cizañas, arrancaréis el trigo con ellas». Nuestras empresas de proselitismo misionario son, por tanto, completamente contrarias al consejo de Jesús. (…) Un cristiano sería, en su religión, un judío iniciado por el bautismo en vez de por la circuncisión, que aceptaría a Jesús como el Mesías y las enseñanzas de Jesús como de mayor autoridad que las de Moisés. (…) El que fue judío como Jesús y lo conoció, pudo seguirlo sin dejar de ser judío. (George Bernard Shaw, prefacio de «Androcles y el león», 1912)

So, if you are the Christ, the great Jesus Christ, prove to me that you’re not fool… walk across my swimming pool. If you do that for me, then I’ll let you go free. C`mon, King of the Jews! («Canción de Herodes», Jesucristo Superstar)

En tiempo de Jesús existían diversas formas de interpretar los conceptos de la religión judía y el cumplimiento de la Torá, palabra de uso variable que solía referirse a la ley mosaica escrita en la Biblia y también, para muchos, la trasmitida de manera oral.

La mayoría de los judíos de a pie, como ocurre en cualquier sociedad, mantenía un sencillo respeto a las normas básicas de su religión, pero sin grandes elaboraciones ni compromisos exagerados. Obviaban algunas de las normas más incómodas de la Torá o buscaban maneras ingeniosas de sortearlas. Por ejemplo, la prohibición de abandonar el hogar en sábado podía resultar muy inconveniente para la vida cotidiana, así que muchos interpretaban que el «hogar» era el perímetro de su población.

Casi cualquier precepto, concepto o dogma podía variar de significado dependiendo de quien lo definiera. La palabra «mesías» es el mejor ejemplo. Procedía del verbo mashah, que significa «aplicar aceite»; mesías significa, por tanto, «el ungido». En la Biblia hebrea el verbo mashah aparece en diversos contextos —por ejemplo, para designar el acto de barnizar un escudo—, pero tiene verdadera significación religiosa o política cuando se refiere a una persona a quien se ha aplicado un aceite aromático o consagrado durante algún tipo de ceremonia. En el mundo antiguo, la unción era parte habitual de las coronaciones y los nombramientos de sacerdotes; por extensión, referirse a alguien como «el ungido» constituía una muestra de reconocimiento de su importancia incluso aunque no tuviese un título o cargo oficial. Así, «Mesías» podía ser sinónimo de rey y sumo sacerdote, pero también de gran profeta, o podía ser una manera simple de dignificar a un individuo de entre los demás.

No había en la Biblia hebrea una definición concreta y unitaria de lo que es un Mesías, así que el uso que la gente hacía de la expresión «el ungido» iba variando según los cambios culturales y religiosos. Cuando Jesús afirmaba ser el Mesías, hablaba del concepto con el que los judíos de su época asociaban ese término y, aunque no todos imaginaban al Mesías con los mismos rasgos, sí estaban de acuerdo en una cosa: cuando el Mesías llegase, lo haría para sentarse en el trono de Israel.

El judaísmo en la Palestina en que vivió Jesús: Saduceos, fariseos, esenios y zelotes

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La pasión de Cristo (2004). Imagen: Icon Productions.
Ya vimos cómo la helenización de Palestina provocó un agrio enfrentamiento entre el judaísmo sacerdotal de los saduceos progriegos y el judaísmo rabínico de los fariseos antigriegos. El enfrentamiento había tomado dimensiones bélicas con la revuelta de los macabeos, pero durante la dominación romana los judíos ya no chocaban las espadas entre sí por estas cuestiones. Los romanos practicaban un estricto laissez faire en lo tocante al judaísmo de la Palestina ocupada y se abstenían de inmiscuirse en los asuntos religiosos locales, asuntos que no les importaban o ante los que sentían, incluso, cierto respeto.

Los judíos palestinos, con todo, entendían muy bien que los ocupantes romanos podían ser muy tolerantes cuando todo estaba tranquilo, pero también que eran ocupantes obsesionados con el orden público y que podían responder con una brutalidad extrema ante cualquier conato de disturbio religioso. Todo el Mediterráneo podía contar historias sobre cómo los romanos, llegado el caso, podían en plantar decenas o centenares de cruces a las puertas de una ciudad o a las veras de los caminos, dejando que los cadáveres de los crucificados fuesen devorados por aves rapaces y se pudriesen al sol como tétrica demostración de su intransigencia ante las revueltas.

En el primer tercio del siglo I d.C., pues, las disputas religiosas se mantenían en el terreno de lo doctrinal. Por descontado, seguían existiendo varias facciones convencidas de que su visión religiosa era la única correcta. Los saduceos y los fariseos, en particular, seguían personificando la división entre el judaísmo helenizado, que bajo gobierno romano había recuperado su poder institucional, y el judaísmo conservador de las clases populares. Había otros grupos minoritarios, como los esenios y los zelotes, quienes también se caracterizaban por interpretaciones casi opuestas de lo que suponía ser un buen judío.

Los saduceos, aristócratas helenizados que componían la clase sacerdotal de Jerusalén, eran un equivalente aproximado de la actual cúpula de la Iglesia católica, con la diferencia de que los saduceos sí podían casarse y tener hijos. De hecho existían enteras líneas familiares de sacerdotes: los kohanim, término del que procede el actual apellido «Cohen». Además, la palabra «saduceo» daba a entender el carácter genealógico del sacerdocio, puesto que indicaba que descendían del sumo sacerdote Sadoc, personaje del antiguo Israel bíblico y asistente de los reyes David y Salomón. Se ocupaban de los asuntos administrativos del Templo como ejecutores de la ley mosaica y recaudadores del impuesto religioso. En el Templo, además, se realizaba el acto piadoso más relevante del judaísmo: el sacrificio pascual. Cada fiesta de la Pascua los creyentes acudían al Templo, el único lugar donde estaba permitido matar un cordero como ofrenda a Dios. Después, cada creyente se llevaba su cordero a casa (o a su campamento, en caso de haber venido de otro lugar) y lo cocinaba para celebrar una cena ritual junto a sus allegados. Por este motivo, cada Pascua se producía una gran afluencia de gente hacia Jerusalén y los Evangelios cuentan que Jesús murió en Jerusalén porque había acudido allí para celebrar la Pascua.

Los romanos no deseaban interferir en estas festividades y solo querían prevenir desórdenes, por lo que trataban de llevarse bien con la casta sacerdotal, que era la encargada de organizar el evento. Los saduceos, a su vez, también intentaban llevarse lo mejor posible con los romanos. Primero por afinidad cultural, pues ya comentábamos en partes anteriores que las élites romanas estudiaban en griego temarios muy parecidos a los que estudiaban las élites palestinas. Y segundo, por conveniencia: los saduceos habían visto disminuido su poder institucional durante el periodo macabeo-asmoneo, pero lo habían recuperado gracias a Roma.

Lo que los saduceos no habían recobrado era la influencia directa sobre las clases populares. El Templo era reverenciado por todos los judíos y la institución del sacerdocio no era puesta en duda, pero eso no significaba que los saduceos fuesen vistos con buenos ojos por el judío común. Para los más conservadores o piadosos, los saduceos conformaban una cúpula impura, colaboracionista, corrupta y avariciosa. Su amistad con los ocupantes romanos, su presunto uso ilegítimo de las donaciones al Templo para engrosar sus fortunas personales o su indecorosa vida conyugal y social eran algunos de los motivos de desaprobación por parte de otras facciones. Las diferencias eran también doctrinales: los saduceos insistían en que la Torá escrita era la única guía de conducta de inspiración divina que los judíos debían seguir. Por supuesto, pretendían reforzar la idea de que ellos, como custodios de las escrituras, constituían la única autoridad moral. Sin embargo, también esta era una idea muy discutida.

Las sinagogas no habían dejado de canalizar la religiosidad cotidiana del pueblo. Continuaban sin tener carácter sagrado y, por trazar otra analogía, se parecían más a escuelas parroquiales desprovistas de santuario que a parroquias propiamente dichas, pero sus líderes, los maestros de la Torá o «rabís», eran figuras cruciales en las comunidades locales, sobre todo en el ámbito rural. Dado que la Biblia hebrea solía hablar en términos de narraciones o metáforas que apenas contenían guías de creencias concretas o catecismos (del griego κατηχισμός, «adoctrinamiento»), los rabís ayudaban a que el ciudadano pobre y sin educación formal pudiese navegar en la inconcreta complejidad de su antigua religión. Los rabís tampoco negaban la importancia del Templo como centro ceremonial y admitían que las guerras religiosas entre judíos eran cosa del pasado. Si los saduceos se sentían cómodos y protegidos por el amor que sus amigos romanos demostraban por el orden, los fariseos, alejados del poder, habían hecho lo único que podían hacer: volverse mucho más espirituales y pacifistas. Aun así, la diferenciación entre el judaísmo rabínico y el sacerdotal era muy profunda, resultado inevitable de siglos de evolución paralela.

Los fariseos no eran la única vertiente del judaísmo rabínico, pero sí lo dominaban y su visión conservadora era la imperante. No eran un grupo uniforme, no había una «iglesia farisea» como tal, pero compartían un núcleo de creencias y las diferencias entre fariseos eran menos que las cosas que tenían en común. Pese a la mala fama que los posteriores textos cristianos crearon en torno a los fariseos (causa de que el término haya sido usado como sinónimo de hipócrita o malvado), en su tiempo eran vistos como una alternativa de mayor estatura moral frente al establishment saduceo. No solo eran partidarios de una observación más estricta de las leyes, sino que habían aprendido a convencer antes que imponer. Pensaban que las leyes no se limitaban a los antiguos y no siempre útiles preceptos de las escrituras. Para ellos, la tradición oral era también una fuente de doctrina y también formaba parte de la Torá. Dado que había que saber interpretar esa tradición oral, los fariseos favorecían el debate y veneraban la razón como herramienta para alcanzar la sabiduría, más allá de la lectura pasiva de los textos sagrados.

Todavía rechazaban la helenización de las élites. Su pensamiento tenía una pátina nacionalista, ya que rechazar el uso del griego era como hoy rechazar el uso del inglés, una forma de darle la espalda a lo que sucede en la esfera intelectual internacional. Esto tenía sentido; para el palestino medio, la «esfera internacional» no existía más que como una ignota máquina de fabricar invasores.

Otra diferencia clave era que los fariseos creían en la vida después de la muerte y afirmaban que los hombres serían recompensados o castigados por sus actos en el más allá, posibilidad desdeñada por el dogma oficial de los saduceos (quienes, por ejemplo, tampoco creían en la existencia de ángeles). Debido a esto, los fariseos concedían especial importancia al libre albedrío, a la capacidad humana para decidir entre el bien y el mal, por lo que predicaban la caridad, la humildad, la mansedumbre y otras virtudes personales que ayudasen a que cada individuo pudiese salir indemne del juicio divino al que sería sometido cuando muriese.

Si los saduceos eran un equivalente aproximado de la jerarquía católica y los fariseos eran antecedentes del judaísmo rabínico posterior o de los primeros grupúsculos cristianos, los esenios eran un antecedente de las órdenes monacales. Todavía más obsesionados por la pureza moral que los fariseos, los esenios se alejaban de la sociedad, retirándose a pequeñas comunidades en las que compartían sus bienes y hacían voto de pobreza o castidad. Su aislamiento los hacía irrelevantes desde el punto de vista político, aunque tienen gran importancia en el estudio histórico debido a los textos que dejaron atrás, como los famosos «pergaminos del Mar Muerto».

En cuanto a los zelotes, eran la facción más nacionalista del judaísmo palestino. Les disgustaba que los saduceos hicieran migas con los ocupantes romanos. También es de suponer que el pacifismo de los fariseos debía de parecerles insuficiente. Los zelotes, de hecho, se alzaron en armas contra los romanos al poco de nacer Jesús. Su líder, Judas de Galilea, lideró una rebelión fallida contra los nuevos impuestos imperiales. Sesenta años después, en el año 66 d.C., los zelotes volvieron a impulsar una revolución que terminaría degenerando en una desastrosa guerra (durante la cual, para variar, los romanos demostraron una implacable dureza). Se identifica a los zelotes por su extremismo político hasta el punto de que uno de sus subgrupos más agresivos es conocido como «los hombres del puñal» o sicarios (del término sica, un arma a medio camino entre el puñal y la espada corta). La tradición dice que uno de los discípulos de Jesús era zelote, aunque es difícil imaginar a un zelote convencido siguiendo a un pacifista como Jesús.

Estas cuatro perspectivas ni siquiera eran las únicas, lo cual muestra que el judaísmo palestino del siglo I no puede ser considerado una religión homogénea. Era tal su antigüedad y había atravesado por tantos procesos de cambio que no existían dos maneras iguales de interpretar las escrituras o la tradición. Eso sí, algunos conceptos estaban muy extendidos entre casi todos los creyentes. Uno de ellos era la relativamente nueva figura del Rey Mesías, que personificaba la necesidad de recuperar la autonomía y unidad del reino de Israel.

El Mesías del primer tercio del siglo I

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Jesús de Nazaret (1977). Imagen: ITC Films / RAI.
Las escrituras contenían diversas profecías que anunciaban la futura llegada de varios tipos de enviados de Dios. Los judíos palestinos habían ido incorporando esas profecías al nuevo concepto de Mesías. En la religiosidad colectiva, los Mesías como grandes figuras del pasado fueron desplazados por un Mesías que pertenecía al futuro. Bajo esta nueva acepción se escondía una mezcolanza desordenada de mitos antiguos y referencias a personajes bíblicos. La manera concreta de imaginar esa figura dependía, pues, de la visión particular de cada corriente religiosa, incluso de cada individuo concreto.

Muchos judíos de la época imaginaban al Mesías como un líder político y militar que estaría al mando de un ejército. Otros lo imaginaban como un sumo sacerdote dotado de grandes poderes. Había incluso quienes esperaban una figura celestial que descendería de entre las nubes rodeado de ángeles, en cuyo caso podían asimilarlo al enviado de Dios que vendría a la Tierra para juzgar a los creyentes en el fin del mundo (el uso que se le da al título «Hijo del Hombre» en el Nuevo Testamento deriva de esta visión). Mesías diferentes con un objetivo común: reimplantar la dinastía de David. El establecimiento del nuevo reino de Israel podía estar asociado también a fenómenos sobrenaturales. Por ejemplo, podría haber una serie de desastres en los que se purgarían los pecados de la humanidad, antes de que se produjese la resurrección física de los muertos y los creyentes gozasen de una vida eterna (también física) en un Israel convertido en paraíso terrenal desprovisto de enfermedades, hambre, guerras y, por supuesto, de romanos. Así pues, el Mesías necesitaba vencer a los enemigos de Israel, ya fuese por la espada o mediante milagros al estilo de Moisés. ¿Y quiénes eran los enemigos de Israel en el siglo I? Los susodichos romanos. Por descontado, a una mayoría de judíos les parecía insensata la sugerencia de enfrentarse a las poderosas legiones imperiales. Los zelotes lo ansiaban, pero muchos otros palestinos tenían bastante con intentar cumplir los preceptos religiosos más básicos en mitad de una vida pobre y sin expectativas como para además ganarse la ira de los romanos.

Entre los saduceos y las clases altas la aparición de un Mesías era desdeñada como una superstición. Entre las clases populares había posturas variadas. Para algunos, la llegada del Mesías era una esperanza abstracta más que una certeza sobre un hecho inminente que iba a suceder en el mundo real. Para otros sí era una esperanza concreta y, así, surgía de vez en cuando algún aspirante a Mesías que podía reunir un pequeño grupo de seguidores. También se encontraría con detractores, aunque anunciarse como Mesías constituía más una extravagancia que una grave ofensa religiosa.

Si se hablaba de un futuro Rey Mesías era, desde luego, porque alguien lo había estado anunciando. Desde unos ciento cincuenta años antes del nacimiento de Jesús abundaban ciertos personajes que anunciaban la inmediatez del cumplimiento de las profecías bíblicas mediante la pronta llegada del Rey Mesías. Eran los llamados «profetas apocalípticos». Hoy asociamos la palabra «apocalipsis» con el fin del mundo, pero su significado literal es «revelación»; la confusión proviene del hecho de que estos profetas solían anunciar el fin del mundo o, más bien, el fin del mundo como lo conocían. En realidad sus anuncios eran apocalípticos porque procedían de una revelación y el término preciso para definir sus visiones sobre el fin del mundo es «escatológico», que significa «lo que trata sobre lo último». Como curiosidad, en español también se usa «escatológico» para lo relacionado con la materia fecal por una simple casualidad, ya que hay dos palabras griegas, éskatos y skatós, que suenan casi igual y han tenido la misma transcripción fonética en nuestro idioma.

Los profetas apocalípticos judíos podían anunciar la llegada de un Mesías o podían presentarse como Mesías ellos mismos. Jesús fue un profeta apocalíptico porque predicaba un mensaje que le había sido revelado directamente por Dios, y escatológico porque trataba sobre el inminente fin del mundo conocido. En esto, Jesús no era una figura anómala ni inusual. Una divertida escena de La vida de Brianparodia esta proliferación de profetas apocalípticos y, pese a la obvia exageración cómica, la secuencia tiene base histórica. Jesús también anunciaba el cumplimiento casi inmediato de las profecías bíblicas y hablaba de algo que debía ocurrir en años o, como mucho, en décadas. En los propios Evangelios se lo retrata insistiendo sobre esa inmediatez, como cuando dice a sus discípulos: «No conoceréis la muerte antes de que estas cosas sucedan». La inminencia del cumplimiento de las profecías mesiánicas también está recogida en los textos cristianos más antiguos conocidos, las epístolas de Pablo de Tarso, quien también parecía pensar que todo lo anunciado por Jesús iba a suceder en aquella misma generación.

La famosa frase «Mi reino no es de este mundo» es una evidente adición posterior al mensaje original de Jesús. El reino del que hablaba Jesús solo tenía sentido para sus seguidores si era el reino de Israel de un milenio atrás, el de David. Cambiado y repleto de prodigios, pero terrenal. Porque ese era el reino del que hablaría cualquier aspirante a Mesías en el primer tercio del siglo I. No en vano, incluso la tradición cristiana recuerda que los romanos ejecutaron a Jesús bajo la acusación de presentarse como un rey (con el famoso letrero de la cruz que exponía con sorna el nombre del reo y la causa de su ejecución: Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum, «Jesús de Nazaret, rey de los judíos»). Esto demuestra que a ojos de los romanos no había otra manera de interpretar lo que era un Mesías sino un aspirante a rey, aunque se puede discutir si la sola mención del título «rey de los judíos» bastaba para provocar a los romanos si no venía acompañada de algún otro incidente.

El judaísmo de Jesús

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Michael York como Juan el Bautista en Jesús de Nazaret (1977). Imagen: ITC Films / RAI.
Recordar que Jesús practicaba la religión judía puede parecer insistir sobre lo obvio, pero aún subsiste la idea errónea de que Jesús se separó del judaísmo para fundar una nueva religión. No hay ningún indicio de que lo hiciera. En el Evangelio de Marcos, el más temprano, escrito décadas después de su muerte por un autor que no era palestino, Jesús aparece retratado como un judío piadoso desde casi cualquier punto de vista. Muestra respeto a las leyes mosaicas. Predica en sinagogas y cita la Biblia hebrea. No intenta convertir a romanos ni a los griegos, sino a sus compatriotas de Galilea y a sus congéneres de Judea. Su mensaje original parece haberse conservado bien en las décadas de tradición oral, puesto que en los escritos del ámbito grecorromano que conocemos hoy Jesús tiene poco de grecorromano. El núcleo mollar de su prédica en esos textos es muy característico de lo que cabría esperar de un profeta apocalíptico palestino del siglo I. Su mensaje es un mensaje judío.

Tampoco existen motivos de peso para creer que Jesús pensó que ese mensaje fuese aplicable a los gentiles. Le hubiese sorprendido, y quizá incluso escandalizado, saber que terminaría convirtiéndose en el centro de la religión oficial del Imperio romano. Gracias a las cartas de Pablo de Tarso sabemos que los primeros seguidores judíos de Jesús —liderados por su discípulo Simón Pedro y su propio hermano Santiago— ni siquiera querían admitir a gentiles en su grupo. De la actitud de los discípulos de Jesús, que hoy calificaríamos de xenófoba y que era criticada con tanta acritud por Pablo, cabe deducir que el propio Jesús había hablado de cosas que concernían solo a los judíos y que, o bien se había opuesto a la salvación de los gentiles, o bien ni siquiera se había molestado en aclarar si los gentiles eran dignos de formar parte del futuro reino de Israel. Hay episodios de los Evangelios muy ilustrativos al respecto, porque parecen estar ahí para justificar que los gentiles sí pueden merecer la salvación. Un gran ejemplo es el episodio de la mujer fenicia a la que Jesús niega su ayuda por ser una extranjera (al menos hasta que ella le hace cambiar de idea, ¡el único momento del Evangelio de Marcos en que Jesús está equivocado y termina reconociendo su error!). La escena parece una rectificación del evangelista a la mentalidad original de los cristianos de Jerusalén, pero ya hablaremos de ello más detalle.

Lo que sí se ha debatido mucho es la corriente concreta de judaísmo que Jesús practicaba. Algunos han llegado a especular con la idea de que fuese un zelote, recordando que, según la tradición, uno de sus discípulos pertenecía a ese partido. También recuerdan que en la vida de Jesús debió de haberse producido algún incidente turbulento que fue recogido por la tradición oral y que podía haber justificado su crucifixión, como su arrebato agresivo en el Templo. También señalan el hecho, aceptado por los historiadores, de que los romanos lo ejecutaron bajo la acusación de sedición, cosa que quizá requería algo más que una simple declaración religiosa sobre su identidad mesiánica. Sin embargo, aunque sí pudo haber alguna trifulca provocada por él (el incidente del Templo parece verosímil), no hay indicios de que Jesús defendiera una revolución. Su tono debió de ser el de alguien que habla también de paz, humildad y mansedumbre, pues en la tradición temprana no hay rastro alguno de mensaje combativo. Además, si él se consideraba el Mesías, no podía pretender expulsar a los romanos por medios violentos, cosa que de todos modos hubiese sonado extraña en boca un carpintero galileo que no estaba precisamente al frente de un ejército y cuyo número de seguidores nunca debió de ser muy grande, no lo bastante como para que sus contemporáneos escribiesen sobre él como sí hicieron sobre otro profeta apocalíptico, Juan el Bautista.

Es tal el pacifismo que impregna casi todo el mensaje de Jesús que otros han defendido la posibilidad opuesta de que Jesús fuese un esenio o perteneciese a un grupo cuasi monástico. Citan sus periodos de retiro, el hecho de que no estuviese casado o el que dijese a sus seguidores que pusieran sus bienes en común. Sin embargo, según la tradición temprana, Jesús no huía de una posible contaminación moral, sino que gustaba de juntarse con el pueblo y parece ser que ni siquiera rechazaba a reconocidos pecadores en su entorno. No se le conoce pareja —tampoco se afirma que fuese célibe—, pero admitía a mujeres entre sus discípulos y no parecía muy preocupado por la moral sexual. En sus dichos no hay casi nada sobre sexualidad, algo que contrasta mucho con la doctrina de algunos de los primeros patriarcas cristianos (como Pablo de Tarso, quien sí parecía obsesionado con los temas carnales). Los Evangelios, aunque escritos en comunidades influidas por el legado de Pablo, no retratan a un Jesús puritano, sino a un Jesús preocupado por cuestiones de justicia social y económica. El Jesús del Nuevo Testamento, recordemos, condena con énfasis a los ricos, pero no a prost*tutas, adúlteros u homosexuales. De hecho, por ejemplo, su mención al divorcio y el adulterio contrasta tanto con el resto de su mensaje que algunos estudiosos sostienen que se trata de una interpolación. El asunto es complejo, porque otro pasaje del que sí se sabe con seguridad que fue inventado con posterioridad (el momento en que Jesús detiene la lapidación de una mujer adúltera), aun siendo falso, demuestra que en la tradición cristiana primitiva no se veía a Jesús como alguien que considerase el s*x* un problema relevante. El puritanismo sexual de muchos cristianos siempre ha tenido que basarse en otros textos, porque es casi imposible deducir una moral sexual estructurada de los dichos atribuidos a Jesús.

El Jesús de los primeros textos cristianos, que habla mediante parábolas y pretende convencer antes que imponer, pero que defiende la necesidad de cumplir la Torá, encaja mucho mejor con otro grupo religioso. Esto, dadas las ideas inculcadas en el imaginario por la tradición cristiana, puede sonar muy sorprendente, pero hoy se sugiere que Jesús fue un fariseo. O, al menos, un fariseo sui generis. Muchas de sus ideas concretas son ideas farisaicas. Como mínimo es innegable que el judaísmo de Jesús es el judaísmo rabínico de las sinagogas, lo cual encaja con un hombre de clase humilde que había crecido en una pequeña población galilea, y ya hemos visto que el rabinismo estaba dominado por el pensamiento fariseo.

Los historiadores también suelen coincidir en una idea recogida en los Evangelios, pero muy incómoda para los propios autores de aquellos textos: que Jesús fue discípulo de Juan el Bautista, quien predicaba el arrepentimiento porque esperaba algún acontecimiento inminente, que muy bien podía ser la llegada del Mesías. Es dudoso que Juan llegase a creer que Jesús era el Mesías como cuentan los Evangelios (y mucho más dudoso que fuese su primo), pero el hecho de que Jesús fuese bautizado por Juan —esto es, admitido entre sus seguidores— es algo que los historiadores consideran muy probable, por motivos que ya explicaremos.

En todo caso, Jesús no fue una figura revolucionaria, ni siquiera inusual, dentro del judaísmo palestino del siglo I. Se formó en las sinagogas. Se convirtió, como otros, en creyente del anuncio apocalíptico de Juan. En algún momento decidió que él mismo era el protagonista de ese anuncio. Todo esto encaja en el judaísmo de su generación. Incluso en la tradición temprana de los cristianos alejados de Palestina, Jesús es tan característicamente judío que resulta difícil encontrar elementos paganos en su mensaje (aunque sí los hubo luego en su biografía, cada vez más adornada por los distintos autores de los Evangelios conforme transcurrían las décadas).

Fueron más bien los seguidores de Jesús quienes, después de su ejecución, dieron una vuelta de tuerca a su figura para crear un nuevo concepto: el Mesías crucificado y penitente, el «cordero de Dios». Esto sí constituía una novedad porque, por primera vez, algo relacionado con Jesús chocaba de manera frontal con la visión religiosa de la mayoría. Un Mesías derrotado por los romanos sonaba tan absurdo que pudo haber sido olvidado, pero su crucifixión inspiró un sorprendente proceso religioso: el Mesías ya no estaba aquí para restaurar el reino de Israel, sino para cumplir unas promesas que empezaron a volverse cada vez más abstractas y que se fueron retrasando en el tiempo hasta terminar en el único lugar donde todavía podían ser sostenidas: la eternidad.

(Continuará)
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Curiosamente, el mensaje de Jesús de Nazareth no difiere del de otros profetas o filósofos. El promueve la paz, la igualdad, el perdón, el cuidado del pobre y el enfermo, el reparto de la riqueza.

Fuí a colegio de monjas y nunca entenderé que el sacrificio de Cristo en la cruz sirviese para salvar a los hombres y librarles del pecado. Porque el mundo sigue igual que antes de su sacrificio. El hombre no ha cambiado ni un poquito y ni siquiera la mayoría de sus creyentes cumplen con sus preceptos morales en su vida cotidiana. Con ir a misa se conforman y ya se sienten santos.

La imagen de Jesús ha llegado a nuestros dias tan distorsionada por sus discípulos y la Iglesia que es dificil saber quien era realmente, que dijo o que hizo realmente. Hasta convirtieron a Maria de Magdala en una prost*t*ta en el siglo IX, por un Papa misógino que no podia aceptar que una mujer "decente" hubiese elegido en libertad seguir a Jesús en vez de casarse y tener hijos. Y los modernos se van al otro extremo y no quieren entender que dicha mujer no fuese la esposa de Jesús, reduciéndola al mismo papel de subordinación al hombre.

Todo el tema del nacimiento de Jesús en Belén es una leyenda hermosa, porque nada constata el famoso censo ni que José tuviese que ir a Belén. Jesús nació en Nazaret, como hijo de un carpintero y un ama de casa, sin nacimiento milagroso de San Juan Bautista, sin Magos de Oriente ni matanza de Inocentes, ni la escapada en Jerusalén, hablando de cuestiones de Fé con los sacerdotes. Solo es narrada por San Lucas, para mostrar lo sobrenatural de ese niño.


ReBingo, distorsionada por el Nuevo Testamento, manipulado a más no poder,

Como dices , la palabra de Cristo fue otra bien diferente y nada represora, tolerante promoviendo valores que actualmente no han perdido ni un ápice de vigencia.
 
Jesús de Nazaret

Jesús de Nazaret


Nacimiento Belén, Judea
Fallecimiento En torno al año 30.
Jerusalén
Causa de la muerte Crucifixión
Nacionalidad Hebreo
Otros nombres El Mesías, Cristo, Emanuel (Dios con nosotros), Isa
Padres José y María
Familiares Juan Bautista (primo), Elisabet (prima de su madre), Zacarías (esposo de Elisabet), Ana (madre_de_María), Ana (abuela), Joaquín (abuelo), Judas Tadeo(primo).

Prensa
Jesús de Nazaret en Cubadebate
Jesús de Nazaret. Predicador judío fundador de la religión cristiana, a quien sus seguidores consideran el Hijo de Dios. El nombre de Cristo significa en griego (el ungido) y viene a ser un título equivalente al de la palabra hebrea Mesías. Es la figura central del cristianismo. Su importancia estriba asimismo en la creencia de que, con su muerte y posterior resurrección, redimió al género humano. En el Islam, donde es conocido por el nombre de Isa, lo consideran también como uno de sus profetas más importante.
Es el personaje que ha ejercido la mayor influencia en la cultura occidental. Según la opinión mayoritariamente aceptada en medios académicos, basada en una lectura crítica de los textos sobre su figura, Jesús de Nazaret vivió a comienzos del siglo I en las regiones de Galilea y Judea y fue crucificado en Jerusalén en torno al año 30.

Sumario
[1 Vida de Jesús de Nazaret
Vida de Jesús de Nazaret

Adoración de los pastores (Correggio)La vida de Jesús está narrada en los Evangelios redactados por algunos de los primeros cristianos. Jesús nació en una familia pobre de Nazaret, hijo de DIOS y de María. Aunque la civilización cristiana ha impuesto la cuenta de los años a partir del supuesto momento de su nacimiento (con el que daría comienzo el año primero de nuestra era), se sabe que en realidad nació un poco antes, pues fue en tiempos del rey Herodes, que murió en el año 4 a.n.e.
Fueron precisamente las persecuciones de Herodes las que llevaron a la familia, después de la circuncisión de Jesús, a refugiarse temporalmente en Egipto. El relato evangélico rodea el nacimiento de Jesús de una serie de prodigios que forman parte de la fe cristiana, como la genealogía que le hace descender del rey David, la virginidad de María, la anunciación del acontecimiento por un ángel y la adoración del recién nacido por los pastores y por unos astrónomos de Oriente. Por lo demás, la infancia de Jesucristo transcurrió con normalidad en Nazaret.

Jesús de Nazaret era un predicador profético. Su ministerio comenzó en el año 30 (d.n.e.), después de ser bautizado por Juan el Bautista, el cual había señalado que Jesús era el Mesias. Luego de pasar una serie de pruebas ascéticas (ayuno en el desierto durante cuarenta días) aumentó su popularidad y también el número de sus seguidores. Entre estos discípulos doce hombres conformaban el núcleo más cercano a Jesús. Eran quienes hoy conocemos como los doce apóstoles. Jesucristo dedicó su juventud a predicar sus creencias.

Así, recorrió numerosos lugares de Palestina. Llegó a Jerusalén tan sólo unos pocos días antes de su muerte, aparentemente en el año 33 d.C. Había llegado allí para celebrar junto con sus discípulos la pascua judía. Es importante recordar que la ciudad de Jerusalén era el núcleo de la vida religiosa judía. En ese contexto, la prédica de Jesús atrajo el recelo de las autoridades religiosas judías y de sus seguidores.

La última cena

La última cenaLa Última cena tuvo lugar en la noche de la preparación de la Pascua judía, un tiempo muy sagrado para la nación judía en recuerdo de cuando Dios salvó a los judíos de la plaga de muerte de todos los primogénitos en Egipto. Jesús dispuso la cena intencionalmente, instruyendo a Sus discípulos dónde celebrarla. Sus doce discípulos estuvieron con él durante y después de la comida.
Es aquí cuando Jesús hace la predicción de que Pedro negaría conocerle tres veces antes de que el gallo cantara en la mañana, lo que resultó cierto. Jesús también predijo que un discípulo,Judas Iscariote, le traicionaría, lo que también fue cierto. La Última Cena fue una reunión para que Cristo fraternizara con sus discípulos por última vez antes de su arresto y crucifixión.

La última cena, ha sido el tema de numerosas pinturas, siendo quizás la obra de Leonardo da Vinci más conocida de todas.

Crucifixión

Crucifixión de JesúsEl ministerio de Jesús finalizó en Jerusalén, donde fue procesado por las autoridades romanas. Éstas, luego de acusarlo de sedición, lo condenaron a morir crucificado. Teniendo conocimiento de que se acercaba su final Jesús celebró una última cena para despedirse de sus discípulos. Luego, traicionado por uno de ellos -Judas-, fue apresado cuando oraba en el Monte de los Olivos. Comenzó así su pasión (lat. passus, sufrimiento), proceso que lo llevó a la muerte.
De esta manera dio a sus discípulos un ejemplo de sacrificio en defensa de su fe, que éstos asimilarían exponiéndose al martirio durante la época de persecuciones que siguió.

Resurrección
Artículo principal: Resurrección de Jesús de Nazaret

Los Evangelios cuentan que Jesucristo resucitó a los tres días de su muerte y ascendió a los cielos. Se registran informes de más de quinientas personas que aseguraban haberlo visto. Este hecho fue trascendental, pues marcó el inicio de la predicación apostólica; que difundió el mensaje de Cristo desde Judea hasta los confines del mundo conocido.

Paradosis
El testimonio histórico escrito más cercano a la resurrección de Cristo, es un fragmento de 1 Corintios 15, el cual ha sido llamado Paradosis. En él se registra la resurrección y apariciones físicas de Jesús a sus discípulos, y a Pablo de Tarso.

Jesús según la investigación histórica
A diferencia de lo que ocurre con otros personajes de la Antigüedad, pero al igual que sucede con otros muchos, no existen evidencias arqueológicas que permitan verificar la existencia de Jesús de Nazaret. Las fuentes utilizadas en este caso son testimonios escritos, que la paleografía data cerca del tiempo del ministerio público de Jesús.

De todas las fuentes históricas de la vida de Jesús, las mas importantes son los Evangelios. Estos fueron escritos por discípulos de Jesús (evangelio de Mateo y Juan) y por seguidores de sus discípulos (evangelio de Marcos y Lucas). En las ultimas décadas se ha podido comprobar la autenticidad de los evangelios, por descubrimientos arqueológicos y paleográficos recientes. Los dos más importantes son:

El papiro John Ryland

Papiro John Ryland.El más antiguo documento inequívocamente concerniente a Jesús de Nazaret es el llamado papiro John Ryland, que contiene un fragmento del Evangelio de Juan y que data, según los cálculos más extendidos, de hacia 125, es decir, aproximadamente un siglo después de la fecha probable de la muerte de Jesús (hacia el año 33 d.n.e.).
El papiro de Oxford
A finales del siglo XX, estudiosos ingleses y alemanes han datado un fragmento de papiro de la universidad de Oxford en los años 45 al 65 (d.n.e.), lo que acercaría el manuscrito a cerca de 20 años desde el ministerio de Jesús. El papiro de Oxford que contiene un fragmento del Evangelio de Mateo, constituye una importante prueba de la autenticidad del relato de la vida de Jesús, pues cabría la posibilidad de haber sido escrito por un testigo ocular.

Fechado escritural
Si bien los testimonios materiales referentes a la vida de Jesús son muy tardíos, la Investigación paleográfica ha logrado reconstruir la historia de estos textos con un alto grado de probabilidad, lo que arroja como conclusión que los primeros textos sobre Jesús (algunas cartas de Pablo) son posteriores en unos veinte años a la fecha probable de su muerte, y que las principales fuentes de información acerca de su vida (los evangelios canónicos) se redactaron en la segunda mitad del siglo I.

Existe un amplio consenso acerca de esta cronología de las fuentes, al igual que es posible datar algunos (muy escasos) testimonios acerca de Jesús en fuentes no cristianas entre la última década del Siglo I y el primer cuarto del Siglo II. En el estado actual de conocimientos acerca de Jesús de Nazaret, la opinión predominante en medios académicos es que se trata de un personaje histórico, cuya biografía y mensaje fueron significativamente alterados por los redactores de las fuentes, que actuaron movidos por intereses religiosos. Uno de los mas importantes testimonios históricos acerca de Jesucristo es el del historiador judío Flavio Josefo.

La vida de Jesucristo llevada al cine
El cine bíblico ha estado siempre entre la devoción y la gran superproducción, entre puritanos escandalizados y devotos seguidores. La figura de Jesús atrajo ya a los pioneros del cine, como Lumiére y Mèliés, y ha seguido fascinando a los productores, ya que el cine emula a la literatura religiosa, la música y las artes plásticas.

Además, siempre existieron realizaciones sobre la Pasión de Cristo confeccionadas con fines de divulgación y/o adoctrinamiento, las que eran promovidas por organismos religiosos. Lumiére, el primer «reportero», produjo Vida y Pasión de Jesucristo, rodada en Horitz, aldea de Bohemia, en la que se reproducía periódicamente durante los días de Semana Santa el drama del calvario, representado por el pueblo.

La película duraba algo más de un cuarto de hora. Sin embargo, algunos afirman que la película en que apareció por primera vez la imagen de Cristo fue La Passion du Christ, que dirigieron en 1897, Léar y un Hermano de las Escuelas Cristianas, llamado Basile. Este film parece que fue anterior a la película citada de Lumiére. Los intérpretes eran aficionados y el rodaje se llevó a cabo en un salón de la calle Felicien, de París.

En 1897, varios países filmaron la vida de Jesús: en Italia se realizó La Passione di Gesú, dirigida por Lugi Topt, Estados Unidos hizo Passion Play, una versión de la pasión que todos los años se representaba en Oberamergau, Alemania y Gran Bretaña The Sing of the Cross, una adaptación popular de la Pasión. Son numerosas las películas de aquellos años, y aunque no hayan pasado muchas de ellas a la posteridad por su calidad, sí lograron hacer historia.

https://www.ecured.cu/Jesús_de_Nazaret
 
Jesús de Nazaret (IV): Sangre y resurrección
Publicado por E. J. Rodríguez
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La incredulidad de Santo Tomás. Caravaggio, 1602.
(Viene de la tercera parte)

Aruru, la diosa de la creación, contemplaba con supremo disgusto la insolencia de Gilgamesh, el poderoso rey de la ciudad sumeria de Uruk. La diosa sabía que Gilgamesh se había demostrado invencible en combate y por ello decidió juntar arcilla con agua para moldear un hombre cuyas cualidades únicas pudiesen convertirlo en un rival digno del rey sumerio. El nuevo hombre se llamó Enkidu, que significaba «hijo de Enki, dios de las aguas». Mucho tiempo atrás, había sido Enki quien, mediante la unión de la arcilla con la esencia misma de la vida, la sangre, había creado la raza humana para convertirla en servidora de los dioses.

Cuando Enkidu cobró vida, sin embargo, no adquirió consciencia de sí mismo. Era tal su inocencia que correteaba desnudo junto a los animales. Desconocía las costumbres de los humanos; no cazaba, no cultivaba, no se vestía, no se cortaba el cabello. Vivía en completa armonía con la naturaleza y era incapaz de actuar con violencia. En semejante estado silvestre, Enkidu se demostraba inútil para los propósitos de la diosa Aruru. Pero ella no se rindió. Había que despertar a Enkidu.

La diosa recurrió a una mujer que estaba su servicio, ejerciendo como prost*t*ta sagrada. Todos la llamaban Shamhat, «la magnífica», debido a lo excepcional de su belleza. La diosa le dio a Shamhat el encargo de buscar Enkidu para convertirlo en hombre. Shamhat lo encontró, lo sedujo y mantuvo relaciones sexuales con él durante seis días y siete noches. Enkidu, por fin, despertó y obtuvo el conocimiento del bien y del mal, que es propio tanto de los seres humanos como de los dioses. En aquel mismo instante, Enkidu comprobó que sus antiguos amigos, los animales, rehuían aterrados al verlo. Entendió que la naturaleza salvaje ya no le daba la bienvenida. Así pues, Enkidu fue por fin consciente de su verdadero lugar en el mundo y siguió a Shamhat hacia la civilización para cumplir su propósito de enfrentarse a Gilgamesh.

La epopeya de Gilgamesh es la narración escrita más antigua que se conoce, compuesta más de un milenio antes de que se empezasen a redactar los primeros textos del Antiguo Testamento. La mitología sumeria influyó en el desarrollo de varias religiones posteriores, incluida la israelita. La Biblia hebrea contiene conceptos que proceden, por vía directa o indirecta, de la vieja religión sumeria. Entre La epopeya de Gilgamesh y el Génesis, por ejemplo, existen varios paralelismos. En ambas mitologías el final de la inocencia de la raza humana la convirtió en centro de la creación, pero también la despojó de la felicidad al conocer el concepto de la muerte. Era una analogía entre la infancia, cuando los niños se creen inmortales, y la edad adulta. Pero también una distinción entre la especie humana y el resto de los seres vivientes.

Los antiguos pensaban que la especie humana desempeñaba un papel único en la creación. Los animales carecían de consciencia de sí mismos y actuaban según leyes naturales preestablecidas. Los humanos, en cambio, no solo eran capaces de contravenir esas leyes naturales, sino que podían elaborar leyes nuevas, y también eran capaces de transgredir estas que acababa de inventar. No había regla que el ser humano no pudiese incumplir porque disponía de libre albedrío, que era la diferencia fundamental (y quizá la única relevante) entre el ser humano y los demás habitantes del mundo. Los mitos religiosos explicaban de diversas formas la adquisición del libre albedrío, pero casi siempre con algunas ideas comunes. La primera idea común era que la libertad humana implicaba vivir fuera de la armonía de las leyes naturales, a las que ya nunca se podría regresar. La segunda era que el abandono de la inocencia estaba acompañado por la pérdida de la inmortalidad o, dicho de otro modo, por el repentino descubrimiento de la propia mortalidad. La tercera, que la libertad de acción otorgaba al ser humano la capacidad para pecar o contravenir las leyes divinas.

El conocimiento del bien y del mal

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Adán y Eva, de Alberto Durero, 1527.
El mito de Adán y Eva, pese a las reinterpretaciones que los cristianos elaboraron a partir del siglo II d.C., no habla de un «pecado original» que va pasando de padres a hijos. Ese concepto no hubiese tenido sentido para los antiguos israelitas, quienes pensaban que el pecado era siempre cometido, nunca heredado. Es verdad que en la Biblia hebrea abundan los ejemplos de castigo divino colectivo, pero en tales casos no todos los castigados merecían su destino y, como dice la frase inspirada por la propia Biblia, pagaban justos por pecadores. La reelaboración cristiana del mito israelita de la creación produjo resultados que, cabe pensar, hubiesen sorprendido a quienes los escribieron. La serpiente parlante del Génesis, por ejemplo, no era una representación satánica; Satán no tenía un papel importante en el Antiguo Testamento y la serpiente, de hecho, era un recurso narrativo habitual en las mitologías antiguas. Podía simbolizar muchas cosas, desde el engaño y la tentación hasta la eterna juventud y la fertilidad, pero no algo como el concepto cristiano de Satán. De manera análoga, cuando Dios prohíbe a Adán y Eva que coman el fruto prohibido del «árbol del conocimiento del bien y el mal» tampoco les está tendiendo una trampa para que pequen y poder así condenarlos a la expulsión del paraíso (una de las extrañas paradojas que produciría la posterior visión cristiana de este mito: el que Dios crease a la humanidad para convertirla en pecadora y poder castigarla por ello). El fruto prohibido era más bien una fórmula para enseñar de manera sencilla el concepto de libre albedrío.

Adán y Eva muerden el fruto prohibido porque están predestinados a hacerlo. Cuando Dios sitúa el árbol del conocimiento en el Edén y les prohíbe que coman de él, lo único que está haciendo es concederles la libertad para elegir. Pueden escoger entre obedecer la ley natural como los animales o bien salirse de ella, convirtiéndose en una excepción dentro de la creación. Dios les prohíbe comer el fruto, sí, pero no hace nada más por impedirlo. El árbol del conocimiento no está protegido por espinas ni por una muralla de fuego. El fruto está ahí, al alcance de la mano. Lo único que Adán y Eva necesitan hacer para incumplir la prohibición es dar un paso; la serpiente, cierto, representa la tentación, pero solo les corresponde a ellos decidir si sucumben o no a esa tentación. Por supuesto, desobedecen a Dios porque están creados a imagen y semejanza de ese mismo Dios. Ellos pueden distinguir el bien del mal, como Dios, lo cual implica que pueden tomar sus propias decisiones, como Dios. Cuando muerden el fruto del conocimiento adquieren consciencia de sí mismos, como Dios, y son forzados a abandonar la vida pacífica de los animales. Porque no son animales y Dios nunca quiso que lo fuesen. La expulsión del paraíso, pues, no es un momento en el tiempo, no es un episodio; es una descripción de la condición humana.

Enkidu, el buen salvaje del mito sumerio, despertó después de mantener relaciones sexuales, lo cual está relacionado con la naturaleza sexual del acto creador en las cosmogonías politeístas. Enkidu es hijo de la conjunción entre el elemento femenino, la tierra, y el elemento masculino, el agua. El agua fecunda la tierra y de esa unión sexual nace Enkidu, del mismo modo que la raza humana había nacido de la unión entre el elemento fecundador, la sangre, y el elemento fecundado, la tierra. En el mito del Edén, sin embargo, Adán y Eva nacen del barro, pero su creación ya no es sexual. Yahvé sopla para insuflar vida a Adán, en representación del mismo verbo con el que ha creado todo lo demás en el universo. Tampoco es sexual la expulsión del Edén, el despertar de Adán y Eva. Son expulsados por haber accedido al ámbito del conocimiento, incompartible con la vida natural; la serpiente los ha seducido, como una nueva encarnación de la irresistible Shamhat, pero no los ha despertado mediante la sexualidad y ellos se han dejado seducir, mientras que Enkidu no tuvo opción. Todo esto, insisto, respondía al plan de Yahvé. Al igual que un Enkidu feliz e ignorante le era inútil a Aruru para vencer a Gilgamesh, unos Adán y Eva felices e ignorantes le eran inútiles a Yahvé para cumplir su propósito de culminar la creación con unos habitantes dignos de reinar en ella.

El ser humano, eso sí, habrá de pagar un alto precio por la libertad y la capacidad para distinguir el bien del mal. Como es típico de muchos pasajes mitológicos, esta idea es explicada mediante dos niveles de lectura. Un nivel más sencillo y pedagógico, y otro nivel más profundo. En el nivel más básico, el precio de la libertad será, como hemos visto, la expulsión del paraíso. Esto es, vivir fuera de la armonía natural, perdiendo la feliz inconsciencia sobre la propia mortalidad: «Ganarás el pan con el sudor de tu frente hasta ser devuelto a la tierra de la que saliste, pues polvo eras y en polvo te convertirás». Los animales no saben que van a morir, por eso son felices. El ser humano no puede ser feliz del todo, no después de abandonar la infancia, porque sabe que va a morir.

En la segunda lectura, más elaborada, hay otro precio a pagar por la libertad: el ser humano será sometido a la pugna constante entre sus deseos y sus obligaciones, cosa que lo convierte en el único culpable de los pecados que pueda cometer. En las religiones paganas que precedieron al judaísmo la guerra entre el bien y el mal era una guerra externa al ser humano, librada por fuerzas superiores en la esfera celeste, aunque con influencia sobre lo que sucedía en el ámbito terrenal. El ser humano no era el responsable último del mal, sino más bien su víctima. Para los israelitas, en cambio, la guerra entre bien y mal se volvió interior, convirtiendo al individuo humano en el culpable único de sus propios actos. Elegir el bien no siempre es fácil; el mal es tentador con demasiada frecuencia. La libertad implica desobedecer a Dios y provocar su enfado, porque Dios, pese a haber concedido esa libertad, ansía que el ser humano la use para el bien y tome siempre la decisión correcta, al igual que un padre lo espera siempre de sus hijos.

Cuando Adán y Eva abandonaron el Edén, pues, la felicidad los abandonó y el pesar ante la mortalidad se apoderó de sus almas. Pero se produjo un castigo todavía peor: la violencia estalló entre sus propios hijos, Caín y Abel.

El tabú de la sangre

La violencia se convertiría en una de las principales ofensas a Dios, si acaso la más grave. Aunque, cabe aclarar, la delimitación del alcance de los preceptos morales extraídos de los textos religiosos israelitas es difícil, si no imposible, en la práctica. El Antiguo Testamento, al igual que el Nuevo, es una compilación heterodoxa de textos escritos por diversos autores en diferentes épocas y contiene contradicciones flagrantes. La violencia es condenada en algunos pasajes, pero alentada, incluso conminada, en otros. Además, los libros de la Biblia hebrea no solo son de autoría diversa, sino que varios de ellos fueron creados como compilaciones de fuentes diferentes. Algunos libros contienen relatos paralelos sobre un mismo hecho que pueden llegar a contradecirse, de lo que se deduce que esos dos relatos no proceden de una única fuente y que ese libro fue dos, o más, en el pasado. Por ejemplo, existen dos mitos de la creación en el Génesis. Y no son idénticos.

El Génesis, no obstante y como ya hemos dicho, nunca pretendió ser una crónica histórica, sino la traducción de ideas complejas al lenguaje sencillo de narraciones metafóricas que cualquiera pudiera entender. De manera idéntica a los Evangelios cristianos, los textos bíblicos judíos estaban pensados para ser leídos, ya que en las congregaciones abundaban los analfabetos. Ese es el espíritu de los mitos: explicar de manera sencilla por qué la realidad es como es. Los creyentes más ingenuos podían interpretar los mitos de manera literal (algunos aún lo hacen hoy en sus respectivas religiones), pero eso no significa que esos mitos fuesen concebidos como otra cosa que elaboraciones simbólicas.

Aun así no siempre es fácil reconstruir la interpretación original de quienes plasmaron aquellos mitos en pergamino. En la religión israelita, como después en la cristiana, no basta con el análisis de los propios textos tal y como han llegado hasta nosotros. También hay que intentar reconstruir las ideas que estaban detrás de esos textos. Un ejemplo: la Biblia, en determinados pasajes, aboga por el asesinato, la esclavitud, la violación y el expolio. Impone penas de muerte por transgresiones morales que para nosotros son triviales. Sugiere la mayor fiereza contra los enemigos. Sin embargo, estas reglas eran difíciles de aplicar a rajatabla incluso en el mundo de los antiguos israelitas. En la práctica, un seguimiento estricto de la normativa bíblica tal como estaba escrita podía atentar contra la estabilidad social. En ocasiones se producían ejecuciones brutales por motivos religiosos, ya fuese buscando la ejemplaridad o como efecto de la crueldad de algún dirigente concreto, pero también había una clara tendencia a soslayar los aspectos más severos de la ley.

La tradición cristiana se empeñaría después en retratar la justicia religiosa judía como despiadada, pero incluso el alto tribunal del Sanedrín solía aplicar medidas garantistas en los procesos religiosos y no era fácil que unos acusadores pudiesen obtener una condena a muerte. Entre los judíos, como después entre los propios cristianos, la ley solía ser más extrema cuando leída en los textos sagrados que cuando aplicada en la vida cotidiana. Si los israelitas hubiesen aplicado las leyes bíblicas al pie de la letra se hubiesen extinguido en unas pocas generaciones. Como en todas las religiones, el día a día forzaba la adaptación de las normas al sentido común y los judíos se limitaban a hacer caso omiso de aquellos mandamientos que chocaban con la convivencia básica. Entre ellos, como en cualquier otro pueblo, la violencia estaba mucho peor vista en la vida real que lo sugerido por los más brutales pasajes de sus textos religiosos. De hecho, como ya vimos en capítulos anteriores, en el judaísmo abundaban los movimientos pacifistas. El fariseísmo, escuela de la que casi con toda probabilidad bebió el propio Jesús, obviaba los llamamientos bíblicos a la violencia y el castigo físico, abogando por una visión mucho más humanista y racional de la ley religiosa.

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Caín matando a Abel, de Frans Francken II, siglos XVI – XVII
Siguiendo con las contradicciones en los textos judíos, la misma Biblia que recomendaba la violencia en unas páginas caracterizaba el asesinato como el peor de los pecados en otras. Esto hacía que la Biblia y la propia ley religiosa judía careciesen de consistencia interna, por supuesto, pero la consistencia o la lógica no eran los criterios bajo los que fueron escritos aquellos textos. Según la mitología de los antiguos israelitas, de hecho, los seres humanos son hermanos entre sí. Todos son hijos de Dios. La historia bíblica de Caín y Abel ilustra la idea de que todo asesinato es un fratricidio y esa idea fue tanto o más importante en la tradición israelita que las exhortaciones a la masacre de enemigos o la aplicación de la pena de muerte por infracciones menores. Según una visión pragmática de la vida no solo la paz era preferible a la violencia, sino que el propio fundamento teológico del pacifismo era más sólido que el de la belicosidad. Todo esto nos lleva a recordar que la sangre humana, que contiene la esencia de la vida, era sagrada para los israelitas. Derramarla constituía la peor ofensa contra Dios porque suponía despreciar y desperdiciar el más sagrado de los dones que Dios ha concedido a sus hijos. Recordemos que cuando los humanos se enfrentaron entre sí, Dios los castigó con dureza mediante el diluvio universal (la idea de una inundación como castigo provenía también de otras mitologías anteriores).

Uno de los puntos críticos que la mitología israelita se vio obligada a resolver sobre la marcha era justo eso, el castigo universal. Dado que el ser humano nunca deja de pecar y su carácter violento nunca lo abandona, siguiendo la lógica impuesta por el Génesis cada generación merecería ser castigada con su propio diluvio. Y, claro, la idea un diluvio universal cada treinta o cuarenta años no tenía sentido, entre otras cosas porque resultaba evidente que no se producían tales diluvios generacionales. Así que apareció una idea novedosa en la mitología de la todavía incipiente Biblia hebrea. Yahvé terminó entendiendo que la agresividad formaba parte de la naturaleza del hombre y que castigar a toda la humanidad de manera cíclica suponía entrar en un círculo vicioso que podría ser interpretado, además, como un fracaso de su creación. ¿Qué hacer, pues, para canalizar la agresividad de sus hijos? La respuesta era permitir cierto grado de violencia. Contra los animales.

En la vida edénica de Adán y Eva, como en la de Enkidu, el ser humano era imaginado como vegetariano. No porque el vegetarianismo fuese visto como una opción moral superior, sino porque en el estado salvaje, tal como lo veían los israelitas y otros pueblos antiguos, el ser vegetariano no era una opción, sino el símbolo de que el humano edénico era alimentado por Dios. No cazaba a otros animales para comérselos ni sentía el impulso de matar porque Dios ya le proporcionaba alimento. Así pues, en el Edén, los seres humanos no derraman la esencia sagrada de la vida, la sangre. Cuando el ser humano obtiene la consciencia y la libertad, sin embargo, se despierta su faceta violenta. Yahvé la castigó una vez con el diluvio, pero en lo sucesivo tuvo que hacer concesiones. ¿Los seres humanos son violentos? Pues se les autoriza a que maten animales con el fin de alimentarse y vestirse; de ese modo pueden desahogar su lado agresivo sin recurrir al asesinato de sus congéneres. Así pues, cazar (o su equivalente, matar ganado) es una violencia que, si no del todo deseable, es inevitable. Así nació la idea del sacrificio animal como sublimación de la violencia entre humanos, una idea que entraría a formar parte de los ritos y textos de la antigua religión israelita. El sacrificio, por descontado, no era algo nuevo. Era un elemento común de todas las religiones antiguas. En las religiones paganas el sacrificio era un soborno que se ofrecía a los dioses para tenerlos contentos y obtener su favor. No tenía por qué consistir siempre en la muerte de un animal; a los dioses se les entregaba también oro, incienso, flores, frutos, grano, etc. El sacrificio pagano era como una transacción comercial: bienes materiales a cambio de favores divinos. En cierto modo, incluso en el cristianismo actual pervive esa idea primitiva (y pagana) del sacrificio como transacción, por ejemplo cuando se ofrendan bienes a algunos santos o vírgenes. Es una costumbre popular que funciona bajo una lógica pagana, pero que, dentro de ciertos límites, fue tolerada y sancionada por la Iglesia católica de origen grecorromano.

En la religión israelita, sin embargo, el sacrificio no era solo una transacción, sino también, y sobre todo, una devolución. Era una transacción que, a la manera de los modernos pagos a plazos, servía como recordatorio de la alianza entre Yahvé y su pueblo. Pero también era una devolución porque cuando Dios autoriza a los humanos a comer carne animal, lo hace con una condición: la esencia de la vida, la sangre, no puede ser consumida y ha de serle devuelta. Por ello, desde tiempos muy antiguos, los israelitas llevaban animales a los santuarios para que los sacerdotes los matasen. El animal no era un regalo para Dios (solo algunas partes grasas eran entregadas a los sacerdotes como pago por su intervención); lo más importante del sacrificio era la devolución de aquello que solo a Dios pertenecía: la sangre, esencia de la vida, que debía quedarse en el altar. Derramando la sangre del animal bajo supervisión de los sacerdotes, los israelitas asumían el recordatorio de que eran ellos, y no Dios, quienes estaban recibiendo un regalo: la posibilidad de matar animales para poder comer. Por supuesto esta era solo una de las varias ideas subyacentes que conformaban la relación de los israelitas con Dios, no tan basada en los sobornos paganos como en el nuevo concepto de alianza. Pero sí fue la idea que le dio forma al rito del sacrificio pascual, sin el que es imposible entender la concepción de Jesús como resucitado.

Antes del siglo VII a. C. los sacrificios tenían lugar en pequeños templos diseminados por la región o incluso a manos de sacerdotes itinerantes. Sin embargo las reformas religiosas del rey Josías condujeron a la prohibición del sacrificio en los templos locales, que fueron desmantelados. La matanza ritual pasó a ser un rito que ya solo podía realizarse en el Templo de Jerusalén. El judaísmo pronto adoptaría como suyo el nuevo dogma de que solo había un templo. La memoria colectiva recordaría, aunque de manera errónea, que ese centralismo religioso se remontaba al añorado Reino Unido de Israel del rey David (en época de David, el Templo de Salomón había sido el núcleo indiscutible de la fe israelita, pero no el único escenario de sacrificios. Pese a ello, la tradición se empeñaría en recordar aquello de «un solo Dios, un solo reino, un solo templo»). La reforma de Josías institucionalizó las peregrinaciones hacia Jerusalén.

Siglos después de Josías, en tiempos de Jesús, cada Pascua los creyentes llevaban un animal (por lo general, un cordero) al templo de Jerusalén para matarlo y devolver a Dios la esencia vital, la sangre. Tampoco entonces el animal muerto se quedaba en el templo. Cada creyente se llevaba su cordero para cocinarlo en una cena conmemorativa de la alianza con Dios. Una cena pascual no era parecida a nuestras cenas navideñas, pues tenía un carácter mucho más solemne y se celebraba atendiendo ciertas normas de obligado cumplimiento. Por ejemplo, no se debía quebrar ningún hueso del animal sacrificado durante su preparación. Antes de cenar los comensales debían saciar su apetito con otros alimentos, pues el cordero no debía ser consumido para saciar el hambre. La carne no debía ser desperdiciada y ningún resto de ella debía quedar al día siguiente, por lo que se podía invitar a la cena a cuantas personas fuesen necesarias para dar cuenta del animal. Cada comensal debía consumir una cantidad mínima de carne, aunque en la práctica, como atención a personas débiles o enfermas, esa cantidad mínima era simbólica: apenas un bocadito del tamaño de un dado bastaba para cumplir con el rito.

Detrás de todas estas normas estaba la necesidad de recordar, entre otras cosas, que el cordero que comían los judíos era la víctima inocente de un sacrificio realizado para expiar las culpas de los humanos. En otras palabras, matar al cordero estaba mal, pero era un mal menor.

Puesto que el tabú del consumo de la sangre no había existido en las religiones que influyeron en el desarrollo de la fe israelita y en las que también se habían realizado sacrificios animales, se deduce que dicho tabú no fue una idea derivada del propio acto ancestral del sacrificio animal, sino una abstracción elaborada que los israelitas incorporaron a ese ritual. ¿En qué momento histórico concreto reinterpretaron los israelitas el sacrificio? Es difícil decirlo, pero tuvo que ser antes de que el cuerpo textual del Antiguo Testamento tomase su forma definitiva.

La resurrección como recuperación de la sangre

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Tríptico con la Visitación de la Virgen, El descendimiento de la cruz y la Presentación de Jesús en el templo; de Pedro Pablo Rubens, 1612-1614
El Evangelio de Marcos es el más antiguo, el más cercano a la época de Jesús (aunque por pocos años) y, se deduce de su contenido, el más apegado a la tradición oral que circulaba sobre el difunto Mesías de Nazaret por pequeñas comunidades grecorromanas. De entre los cuatro evangelios canónicos es el que contiene mitologías menos elaboradas y la narración más sencilla y directa de la vida de Jesús. Si solo se hubiese escrito el Evangelio de Marcos muchas de las ideas que hoy asociamos a Jesús no existirían. En Marcos no se sugiere un nacimiento milagroso de Jesús en Belén ni la virginidad de su madre, María. No se insinúa que José no fuese su padre biológico. Se menciona con naturalidad a sus hermanos y hermanas sin pretender que no fuesen sus hermanos por parte de ambos padres. De hecho, no se dice nada, ni ordinario ni extraordinario, sobre la infancia de Jesús. El relato comienza con un Jesús ya adulto que recibe el bautismo de manos del profeta Juan. Aunque Juan lo reconoce como Mesías y una voz celeste así lo confirma, el relato se muestra ambiguo en los siguientes capítulos. Ni los propios discípulos de Jesús saben que están acompañando al Mesías, al menos durante la primera parte de libro. Cuando por fin lo descubren el propio Jesús se empeña en que guarden silencio (el famoso «secreto mesiánico»). En otras palabras, el Jesús de Marcos es un Mesías humano, no una encarnación divina.

Uno de los detalles más llamativos en relación con la humanidad del Mesías de Marcos es el súbito cambio de tono que adquiere la narración desde el momento en que Jesús es detenido en Jerusalén. El cambio es llamativo porque en Marcos el personaje de Jesús emerge con mucha viveza de entre las páginas. Quien lo escribió tuvo la enorme habilidad de evitar que el personaje pareciese un estereotipo, aunque muchas escenas relatadas sí sean estereotipadas (como parece propio en un texto con marcada vocación doctrinal y pedagógica). Jesús, según el momento, se muestra cercano y manso, o bien impaciente, o incluso enfadado. A veces se relaciona con la multitud y otras veces se esconde, cansado y agobiado ante la constante demanda de atención. Puede mostrar una honda e inmediata compasión ante alguien que simplemente toca sus ropajes y, en otro momento, negarse con frialdad a recibir a su propia madre y a sus propios hermanos. Más allá de la significación o enseñanza concreta que el evangelista quiso otorgar a estos momentos, lo cierto es que el Jesús de Marcos es tan tridimensional que por momentos parece que lo estemos viendo en una pantalla de cine. Es locuaz, activo, literariamente complejo y creíble, dotado de una personalidad carismática.

Este Jesús vivaz, sin embargo, se torna silencioso y sombrío desde el momento en que los guardias lo apresan. Apenas pronuncia palabra hasta que muere en la cruz, mientras que en posteriores Evangelios hablará más durante esos episodios. Es razonable interpretar que, puesto que el Evangelio de Marcos es el que de manera más temprana e inmediata recogió la tradición oral, ese tono podría estar reflejando el recuerdo del estado de shock que la crucifixión de Jesús debió de producir entre sus primeros seguidores. En posteriores Evangelios, que parecen corregir a Marcos, se muestra a un Jesús que domina la situación incluso después de ser detenido y juzgado, un Jesús que se enfrenta a la muerte con serenidad. En Marcos, pese a haber anunciado él mismo su propia muerte, Jesús se viene abajo cuando esa profecía se hace realidad. Lo cual, por cierto, convierte su sacrificio en un suceso mucho más conmovedor. No muere diciendo «Padre, a tus manos encomiendo tu espíritu» ni «Perdónalos porque no saben lo que hacen», como en posteriores versiones de su biografía. Tampoco le promete el paraíso a un ladrón crucificado junto a él. Eso fue añadido en textos posteriores. En Marcos Jesús se limita a lamentarse pronunciando una frase que el texto original griego, como queriendo recoger la emoción del momento, reproduce en arameo, la lengua nativa de Jesús: ¡Eloi, Eloi! ¿Lema sebactani?, «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?».

El contraste entre la muerte de Jesús descrita por Marcos y la descrita por los posteriores evangelistas es tan pronunciado que llega a ser chocante, pero el tono de Marcos encaja mejor con el posible recuerdo emocional del relato oral heredado de los primeros cristianos judíos. El Mesías judío no debía morir de esa manera porque el Mesías era una figura cuyo propósito era vencer a los enemigos de Israel (Roma, en esa época) y reinstaurar el trono davídico. Es más, la crucifixión era tan incompatible con el mito mesiánico que pudo haber provocado que la figura de Jesús se perdiese en el olvido para siempre, como el Mesías fracasado que fue desde la perspectiva judía. Lo que evitó ese olvido fue una noticia extraordinaria. La buena noticia, el evangelio: Jesús había vuelto de entre los muertos.

El supuesto retorno de Jesús dio nuevas esperanzas a sus seguidores y fue, sin lugar a dudas, lo que impidió que su figura cayese en la irrelevancia histórica, como la de otros aspirantes a Mesías. Según la tradición oral recogida por los evangelistas, fueron unas mujeres —entre ellas la madre de Jesús y su seguidora María Magdalena— las que difundieron la noticia, así que pudo darse el caso de que el culto a Jesús resucitado (esto es, el cristianismo) fuese fundado por mujeres. Pero, más allá de quién propagase la noticia en primer lugar, la resurrección podía ayudar a resolver el enorme problema de fe que suponía la crucifixión. Insisto que en la redacción del propio Evangelio de Marcos, escrito ya cuando la idea de la resurrección estaba ya muy asentada, la detención de Jesús tiene un efecto devastador entre sus discípulos, quienes huyen y llegan a negar que lo conocen, dándole la espalda.

Que la resurrección salvó el culto a Jesús es un hecho, pero esto no significa, o no necesariamente, que la noticia fuese una táctica pensada con frialdad para mantener vivo aquel culto. Pensemos que sus primeros seguidores, los primeros en hacer circular esa noticia, no eran más que unas decenas —como mucho, unos pocos cientos— y no podían tener la menor sospecha del futuro que le aguardaba al cristianismo. Quizá cuando hablaban de resurrección lo hacían con sinceridad, quizá Jesús se le había «aparecido» a su madre, a María Magdalena o a otras personas. En la Antigüedad era moneda corriente el interpretar determinados sueños o visiones como verdades reveladas y no cabe desdeñar la posibilidad de que el iniciador o iniciadora de los rumores creyese de verdad que Jesús se le había aparecido. Pensemos que el más importante transmisor del evangelio cristiano, Pablo de Tarso, nunca conoció a Jesús en persona, pero aseguraba haberlo visto. Había experimentado una aparición y los acólitos de Pablo, que entonces eran casi todos los cristianos del ámbito grecolatino, nunca pusieron en duda la veracidad de esa aparición. Del mismo modo, si algunos años antes María Magdalena o algún otro seguidor de Jesús afirmó que lo había visto resucitado, los demás bien pudieron creer que estaba diciendo la verdad. En términos de la evolución histórica del culto a Jesús, lo importante no es que la resurrección fuese indemostrable, ni tampoco quién la propagó primero, sino que los seguidores de Jesús la consideraron cierta.

La resurrección demostraba que el Mesías no había sido vencido por los enemigos de Israel, los romanos. Si había resucitado aún podía volver para, como se esperaba de él, triunfar y establecer una nueva dinastía. La esperanza en esa «segunda venida», la parusía, se convirtió en uno de los motores fundamentales de la fe cristiana, aunque el significado de la misma fue variando de una generación a la siguiente.

Aún hubo otro problema que los primerísimos cristianos, que eran todos judíos, necesitaban resolver. Incluso conociendo la noticia de la resurrección, que el Mesías hubiese sido crucificado necesitaba una explicación. ¿Por qué morir para después volver? Aquí es donde se introdujo la segunda idea que separó el culto a Jesús de otros cultos similares: combinar la figura del Mesías triunfante —el único Mesías admitido por los judíos— con otras figuras de las que hablaba su tradición religiosa, como aquel enviado de Dios que expiaría los pecados de la humanidad y que, en principio, no estaba identificado con el Mesías (aunque había maneras de identificar ambas figuras a posteriori). Recordemos que, según las viejas profecías, la llegada del nuevo reino de Israel de manos del Mesías vendría precedida por un periodo de purificación en forma de desastres varios, los últimos castigos divinos antes de la salvación de los piadosos. Los primeros seguidores de Jesús propagaron la idea de que Jesús, con la preminencia que le confería ser el Mesías (esto es, un enviado de Dios), había intercedido ante el propio Yahvé para evitar que la dolorosa purificación involucrase al resto de sus congéneres. Para evitar ese último periodo de desastres y sufrimiento, Jesús se había entregado de manera voluntaria al sacrificio, permitiendo que todos los pecados fuesen expiados en su propia persona. Jesús, de esta manera, se había convertido en el Cordero de Dios.

La novedad de esta visión no consistía en la novedad de sus partes, todas ellas extraídas de la tradición judía, sino en la unión de todas ellas. La conversión del Mesías triunfante en un Mesías sufriente que moriría y resucitaría antes de regresar para triunfar. Esta idea fue sin duda una elaboración posterior a la crucifixión, pero queda claro que apareció muy pronto porque las cartas de Pablo de Tarso, escritas unos veinte años después de la muerte de Jesús (y anteriores por décadas a cualquier Evangelio), ya contienen una visión muy elaborada de este concepto.

La hipótesis del Jesús mítico

La ruptura entre el Mesías tradicional y un Mesías crucificado es tan sorprendente en el contexto del judaísmo de entonces que ha llevado a algunos a formular la hipótesis de que Jesús fue una invención grecorromana sobre la que fundar una nueva religión. Los historiadores desdeñan esta idea por muchos motivos. Primero, la figura del Cordero de Dios, como hemos visto, tiene hondas raíces en la mitología israelita. El entregarse al sacrificio propio para expiar pecados ajenos, demostración definitiva de mansedumbre, era una idea querida de la religión israelita. Nunca había sido asociada al Mesías triunfante y en eso consistía la única ruptura, pero, una vez extendida la noticia de la resurrección, podía encajar en la mentalidad de una minoría de judíos de la corriente farisea, en especial los que, como Jesús, valoraban esa mansedumbre como un valor moral capital.

Por otra parte, los primeros textos cristianos conocidos, las epístolas paulinas (las auténticas, que son siete), tampoco describen una «nueva» religión, sino el intento de extender la salvación prometida a los judíos para que se aplicase también a los gentiles. Y si la admisión de los gentiles en la salvación era una de las principales obsesiones de Pablo, eso demuestra que el culto al Jesús resucitado se originó como un culto exclusivamente judío y no como una invención grecorromana.

El Jesús de los Evangelios, sobre todo el de Marcos, también es demasiado judío como para pensar que fue una creación grecorromana y menos todavía fundamentada en elementos paganos. Marcos describe a un Jesús que sigue las tradiciones judías: respeta el Antiguo Testamento, habla en las sinagogas, peregrina a Jerusalén. Incluso muestra serias dudas sobre que los gentiles merezcan la salvación, aunque al final es convencido por una mujer pagana (el pasaje de la mujer sirofenicia que contradice a Jesús sobre los gentiles, haciéndole cambiar de opinión por única vez en todo el relato). Esta información básica acerca del indiscutible judaísmo de Jesús estaba tan imbuida en la tradición temprana que el cristianismo posterior, incluso en sus periodos de mayor antisemitismo, jamás pudo modificarla. De haber sido Jesús una creación pagana, no hubiese sido modelado con tanta precisión sobre la típica plantilla de un profeta apocalíptico judío de Palestina.

Los elementos paganos que sí aparecieron después en el cristianismo fueron adaptaciones a la mentalidad romana o reinterpretaciones de elementos que la tradición judía había tenido en común con otras religiones antiguas. Por ejemplo, el que la fiesta de la Navidad tenga raíces paganas y no celebrase en origen el nacimiento de Jesús es algo que nada tiene que ver con la tradición cristiana temprana. Muchos elementos navideños como el portal, la estrella de Belén o los Reyes Magos están en los Evangelios y tienen claro simbolismo judío (en especial la asimilación de Jesús al linaje real de David), pero el celebrarlos en determinadas fechas o asociarlos a otros elementos que no son judíos se explica mejor por conveniencia cultural posterior que por la idea de que la figura de Jesús en su forma original fue modelada en torno a mitos paganos, porque no lo fue. Lo mismo sucede con elementos procedentes de los dioses solares, etc. Leyendo el Evangelio de Marcos es imposible pensar que el autor de la narración se basó en elementos paganos para retratar la figura de Jesús. Lo que el texto describe, insisto, son las andanzas de un característico profeta apocalíptico judío del siglo I.

Eso sí, el que la idea judía del Cordero de Dios fuese a obtener tanto éxito en el mundo pagano grecorromano es algo que requiere explicación. La veremos con detalle más adelante, pero, por anticipar, se puede decir que no fue un fenómeno tan sorprendente. Lejos de considerar la extensión del cristianismo como un «milagro» —como decían los apologistas cristianos en tiempos pasados—, cabe pensar que estuvo propiciada por dos características básicas del propio culto a Jesús. El cristianismo grecorromano ofrecía cosas que ninguna otra religión de la época podía ofrecer, exceptuando al judaísmo, del que las había tomado. Pero además ofrecía algo que ni siquiera el judaísmo estaba dispuesto a conceder: la salvación universal. Al contrario que el judaísmo tradicional, el cristianismo no requería de costosos requisitos de entrada ni de pesadas cargas en forma de normativas estrictas. El Mesías tradicional de los judíos había pedido grandes cosas para considerar a alguien digno de salvación, pero —gracias a la insistencia e influencia de Pablo de Tarso— el nuevo Mesías, Jesús, no pedía casi nada. Todos los sacrificios necesarios los había asumido sobre su propia persona, en la cruz. Satisfecho Yahvé con el derramamiento de la sangre del Mesías, el Cordero de Dios, el cristianismo podía prometer la salvación a un precio asequible: bastaba con la fe.

(Continuará)

https://www.jotdown.es/2019/04/jesus-de-nazaret-iv-sangre-y-resurreccion/
 
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