Chef José Andrés recibe condecoración en la Casa Blanca

Exacto, eso de ir a comer a tal lugar porque es famoso y esta muy in , es un "must"y el chef es todo un icon de la cultura pop es una tendencia muy de moda. Aunque te comаs lo mismo en otro lugar, seguramente de mejor sabor y pagues 1/8 de lo que pagues en lugares de moda.
A mi es que ese sabor de miel y vinagre balsamico que envuelve toda la comida francamente no me entusiasma. Una vez y ya. Y mientras mas decorado el plato, menos me entusiasma, la verdad.
 
Por no hablar de las proporciones.

A mayor precio del menú, tantas veces proporcional de grande es el plato. Es un guisante rodeado con cuatro gotas de cada salsa, más un par de trozos de hojas de diferentes diferentes lechugas, más una fibra de proteina, todo metido dentro de un molde redondo de aluminio. Vestido con un plato redondo gigante. Necesitas una lupa para encontrar el alimento. Que no se nos olvide el hidrógeno.

Aderezado con un título larguísimo ... es un poema ... una canción ... alimento pedante para el estómago.

En estos restaurantes, se reúnen personas de todo tipo. Sólo los cocineros saben quiénes y cuándo, se han cerrado tratos, con mayor o menor trascendencia. Además de algunos casos de lavadora.
 
Sip
El mismo, yo no lo he comprobado personalmente pero he oído muchos presuntos testimonios hace años, todo son cotilleos claro está pero cuando el río suena.....

Es que me sonó lo que decíais, me recordó a este artículo que leí hace unos meses sobre un antiguo aprendiz que se recorrió miles de kilómetros para ser aprendiz en su restaurante y..... bueno, tela. En el artículo no revela el nombre del sitio, pero en lo comentarios hay varios que lo deducen por varios detalles que da. Fue publicado en la Vice que, si bien es un medio bastante morbosillo, si googleais un poco os encontrareis algunas otras opiniones similares de gente que pasó por allí.

http://www.vice.com/es/read/restaurante-dos-estrellas-michelin-becario-2004

Vejaciones al pilpil: fui becario en un restaurante de dos estrellas Michelin

Por Tomás Ramírez González tal y como se lo contó El Gordo*

abril 21, 2016
Arrastré mi maleta cargada de cuchillos, chaquetillas, gorros, y sobre todo de sueños, por el centro de una pequeña localidad vasca tras un viaje de varias horas desde el Caribe venezolano.


Esa tarde, la ilusión pudo mucho más que el cansancio producido por haber estado más de ocho horas sentado en un avión hasta llegar a Madrid-Barajas, y cinco horas y media más en autobús hasta casi llegar a la frontera con Francia.

Al fin pisé el restaurante a las once de la mañana de un miércoles de julio. Como todavía no era la hora del servicio, el ambiente lucía tranquilo y los cocineros amables. Pregunté por Germán*, como decía el documento que me enviaron al correo electrónico. Tras esperar unos minutos, llegó para darme un pequeño tour por la cocina. No sé por qué pensé que al terminar el paseo me daría las llaves de mi habitación para descansar del viaje, pero lo que escuché fue un presagio de lo que vendría.

"Tienes cinco minutos para cambiarte". Retumbó en mis oídos mientras pensaba dónde me había metido. Ni siquiera sabía dónde dormiría esa noche.

A mi mente llegaron todos esos rumores que había leído en internet sobre las condiciones infernales en las que trabajaban los becarios de ese lugar. "Después hablamos sobre el piso", me dijo Germán al ver mi cara de desconcierto, asombro e incertidumbre.

A pesar de la fatiga mental y física traté de aprender rápido de mis compañeros pasantes, a quienes les habían dado la responsabilidad de adiestrar a los que íbamos llegando, de acuerdo con el tiempo que llevasen en la partida correspondiente.

Tras pasar mis primeras catorce horas de trabajo soñaba con la cama que me esperaba pero a falta de una respuesta oficial, pasé mi primera noche sobre un sofá negro, duro y rancio que tenían en las oficinas

Me destinaron a la parte fría, la parte donde se elabora la ensalada del menú degustación del restaurante. Sólo la sala donde funciona esta estación es más grande que el piso donde vive la persona que escribe estas líneas, que es quien ahora mismo está recogiendo mi testimonio y quien me acogió en Madrid unos días, después de pasar por aquel infierno.

Me dijeron que debíamos tener listo el mise en place del batiburrillo exótico que se cocinaba ahí para que los de "mayor jerarquía" lo emplatasen a tiempo. El procedimiento era un poco largo y de mucha merma de alimentos para acabar sirviendo una menudencia que sería devorada por el comensal en un abrir y cerrar de ojos.

Tras pasar mis primeras catorce horas de trabajo soñaba con la cama que me esperaba en el piso que Germán me había prometido. "Las habitaciones son sencillas, para compartir con otros estudiantes, al igual que el resto de los servicios como cocina o baños", leí en el documento con el membrete del restaurante.

Tomé de nuevo mi maleta con la esperanza de que me llevara al piso del que me había hablado pero al ver que no ocurría, temí lo peor. A falta de una respuesta oficial, pasé mi primera noche sobre un sofá negro, duro y rancio que tenían en las oficinas del chef.


La ensalada tibia
A las 8:30 ya estaba vestido con mi chaquetilla blanca, mi pantalón negro y un pañuelo sobre la cabeza. Pensaba que el desliz que había ocurrido la jornada anterior había sido parte de un pequeño error que un restaurante de dos estrellas Michelin no podía permitirse.

La jefa de la partida abrió la sala para que pudiéramos comenzar a dejar todo listo para emplatar la ensalada tibia de tuétanos de verdura con marisco, crema de lechuga de caserío y jugo yodado.

No probábamos los manjares que salían a la sala. Todas las semanas comíamos lo mismo: arroz con huevo frito para los miércoles y para los jueves patatas con chorizo

"Querrías quedaros aquí trabajando, pero aquí no hay trabajo para pasantes. Los jefes de partida no nos moveremos de aquí y no hay más plazas disponibles. Así que aunque trabajéis duro y os esforcéis, no podréis quedaros aquí con nosotros", le oí decir a una de las cocineras a la que llamaré Sargento* a partir de ahora.

Un poco asustado comencé a preparar la gelatina de agua de tomate de la ensalada, es lo que permite apreciar el interior de los vegetales. Más que en una cocina, me sentí en el laboratorio de alquimia de uno de esos cocineros que han cambiado la historia de la comida a nivel mundial como Ferrán Adriá, Heston Blumenthal y Pierre Gagnaire.

Las lechugas bebés, los brotes de soja, el tomate... eran los ingredientes de una rutina que marcarían los próximos meses de mi vida. Había que dejarlo todo listo para el inicio del servicio, a las 13:00. Antes, a las doce, comíamos. Teníamos sólo veinte minutos para atracarnos cagando leches antes de rematar una faena que duraría ya hasta el cierre.

Obvio que no probábamos los manjares que salían a la sala. Todas las semanas comíamos lo mismo: arroz con huevo frito para los miércoles y para los jueves patatas con chorizo.

Antes de finalizar el primer servicio había que dejar los mesones y el suelo limpios y tirar todo el material que no habíamos vendido, sin importar que estuviese fresco. El coste del desperdicio lo termina pagando el comensal que saca de su bolsillo más de 200 euros por cada menú de degustación.

"Los que estamos aquí ya estamos. Ninguno de vosotros seréis jefes de partida", escuché decir a Sargento con un acento bonaerense clavado. Volvió a remarcar que no teníamos que tener ninguna esperanza de formar parte del equipo que si cobraba, el cual está únicamente integrado por cinco jefes de partida, cuatro jefes de cocina y por el chef.

A las ocho, cené con mis compañeros para afrontar un nuevo servicio para cuarenta personas, una hora más tarde. Otro palizón que aguanté con el dolor de espalda patrocinado por el sofá que sería mi morada esa, y otras noches, tras la evasión de Germán. "Más tarde hablamos del piso".

¿No ves tu gordura? ¡Vas a reventar la mesa gordo de mierda!

Sobre el cuero negro del sillón, recostado, sin poder dormir del cansancio, pensaba en mi familia, en mi antiguo trabajo y en el sol del Caribe. Dejé atrás los fogones de un restaurante donde era el jefe de cocina para trabajar sin ver un solo euro bajo el cielo gris de Euskadi solo por ser uno de esos 55 becarios que sostienen las dos estrellas Michelin y los tres soles Repsol de un chef que pasa el saliendo en la tele y viajando por el mundo.

"Eres muy lento. Deberías renunciar. Si me dijeran que no sirvo para la cocina, lo pensaría mejor y abandonaría para hacerle un favor a mis compañeros. Es muy fácil, solo debes hablar con Asier*, entregarle el mandil y a casa, sin más", me martillaba la cabeza una y otra vez Sargento, que era mi jefa de partida, pero podía pasar perfectamente por el mítico instructor de la Chaqueta Metálica.

En el fondo no la odiaba. Creo que simplemente detestaba a los tíos. Recuerdo que una vez nos mandó a limpiar el techo. No sé para qué porque estaba reluciente. Hice lo que ordenó. Tomé una silla, y con la ayuda de mis colegas que soportaron, entre tres, mis 130 kilos subí al mesón para complacerla, cuando sentí zumbar mi tímpano derecho. "¿No ves tu gordura? ¡Vas a reventar la mesa gordo de mierda!".

La vergüenza me hizo bajarme con mucha agilidad, mientras veía a otro becario desarmar las campanas para limpiarlas, a las doce de la noche, antes del cierre.


Con las maletas a cuestas
Sargento además parecía estar obsesionada por la limpieza. El baño del personal había que dejarlo como un quirófano. Un día tuve que pasar la fregona y el cepillo unas cinco veces.

"Sus mamás se van a contentar porque llegarán a sus casas limpiando muy bien", le escuché decir mientras veía mis manos carcomidas por la lejía que había aplicado con la esponja de aluminio para fregar el suelo.

Tuvieron que pasar tres días más para que me metieran junto a un compañero en un piso donde ya había doce personas

Si el problema hubiera estado nada más en la limpieza, estoy seguro de que hubiese podido aguantar los seis meses que recomiendan dure el entrenamiento. Pero las críticas también se extendían a mi trabajo como cocinero. Tanto que llegué a dudar de mis capacidades. Constantemente me preguntaba a mí mismo si de verdad merecía estar ahí con los mejores.

Una tarde, sin más, Sargento me apartó del grupo porque "lo estaba haciendo mal". Me castigó con una semana de "aislamiento" que me supo a premio por no tener que aguantar sus gritos durante ese tiempo. Mi labor fue deshojar el perejil para un cocinero súper majo que lleva más de 25 años trabajando allí.

Uno de los pocos buenos recuerdos que me llevé fueron los cinco días que pasé con este mago de la cocina, famoso por preparar los mejores fondos de toda la región. Una tarde, compartió conmigo uno de sus mejores secretos. Le vi coger una pata de jamón entera, y me pregunté si haría un bocadillo para cada uno, cuando, así, sin más, la metió dentro de una olla enorme donde preparaba uno de sus caldos.

Al volver a la realidad, amenazaron con echarme si no mejoraba los tiempos. En ese instante deseé que lo hicieran por todo lo que había pasado. No olvidaba la bienvenida que me dieron Germán y su sofá. Tuvieron que pasar tres días más para que me metieran junto a un compañero en un piso donde ya había doce personas. Un espacio que no daba para más. Tan petado estaba que metieron mi litera en el pasillo principal de la vivienda, por donde pasaban los cocineros cuando intentaba descansar. No tenía sitio donde guardar la maleta. Mi privacidad se extinguió entre la mierda que tenían por todo el suelo mis compañeros.

No se aprende técnica culinaria, sino disciplina, como en la mili

¿Acaso el restaurante no produce lo suficiente como para tener una infraestructura adecuada y digna para unos becarios que trabajan 16 horas al día, durante meses, solo para obtener una carta firmada por un chef de alto standing?

¿Eran ciertos los rumores de que nadie quería alquilarle pisos al chef porque mete a vivir cocineros hacinados como si fuese una lata de sardinas?

Quizás no mentían los que hablaban sobre la inspección que le cayó al restaurante aquel día que tuvieron que esconder a los pasantes en un cobertizo y a los camareros en el sótano.

Si queréis saber cuál fue mi punto de quiebre, debo confesar que no lo hubo. Simplemente supe que eso no era para mí. El supuesto prestigio y conocimiento que da pasar por esa cocina no compensa. En realidad no se aprende técnica culinaria, sino disciplina, como en la mili.

* Los nombres del protagonista, del local y de algunos personajes se han omitido para proteger su intimidad.


David de Jorge parece un tío simpático, es muy divertido

+1. Era de los pocos cocineros mediáticos que me gustaba ver en la tele, me dio mucha pena que le quitasen el programa para meter la mierda esa de Cámbiame
 
qué horror
encima nunca dicen quienes son.
como en todo, el que perpetra la barbaridad sabe que el silencio le amparará

este trato y esta forma de explotar pega todo, es la lógica que va a la par con sus gilipolleces y delirios
qué panda de paletos
 
qué horror
encima nunca dicen quienes son.
como en todo, el que perpetra la barbaridad sabe que el silencio le amparará

este trato y esta forma de explotar pega todo, es la lógica que va a la par con sus gilipolleces y delirios
qué panda de paletos

Bueno, es normal que no lo digan claramente y con todas las letras ya que se les puede caer el pelo. Pero la gente no es tonta y todo se sabe.
Yo sabiendo esto, es que me daría hasta cosa ir a comer y a dejar mi dinero en un sitio en el que sé que tratan así a sus empleados
 
La alta cocina llena sus fogones de becarios y mileuristas para sobrevivir
Restauradores gallegos premiados con una estrella Michelín | EFE

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Los batallones de cocineros de los prestigiosos restaurantes trabajan, al menos, doce horas diarias. Los becarios casi nunca cobran y la plantilla está sometida a un asfixiante ritmo de trabajo por mil euros

David Placer

Madrid 13/03/2016 01:00 horas

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Detrás de la sopa helada con tónica, pepino y rosas o de las algas con almendra tierna y agua de piña verde casi siempre hay un ejército de cocineros sin cobrar, o mileuristas que trabaja casi sin descanso de 12 a 15 horas diarias.

La cocina de prestigio, con platos, formas y colores sorprendentes, exige casi un cocinero por comensal. Pero la alta cocina no es, ni mucho menos, sinónimo de altos sueldos. Todo lo contrario. En los fogones de los mejores restaurantes de España trabajan casi doblando los turnos, a veces con jornadas de 15 o 16 horas, los aspirantes a suceder a Ferran Adrià o a los hermanos Roca. No cobran, aunque en algunos casos reciben comida (no la que cocinan para los comensales, sino una más sencilla y económica).

Todo por el currículum

"Los becarios casi siempre son la mayoría en los restaurantes de alto nivel. Hay más stagiaires que contratados. Funciona así en casi todas partes. Casi ninguno te paga. Lo haces con gusto porque eso te da experiencia y prestigio", explica una cocinera que ha trabajado como becaria con dos prestigiosos chefs de Madrid.

"La gente guarda mala impresión de restaurantes como el de Martín Berasategui o Can Fabes (el de Santi Santamaría en Sant Celoni que cerró en 2013). Yo nunca he estado pero todos mis amigos y compañeros coinciden en eso. Hay otros, en cambio, con un tratamiento espléndido como el Celler de Can Roca", explica Gustavo Balbuena, exbecario de El Bulli y con 22 años de experiencia en la alta cocina.

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Los establecimientos de alta cocina son, casi siempre, un negocio al borde de los números rojos y los sueldos bajos ayudan a mantener los costes a raya. Los chefs reconocidos obtienen ingresos por publicidad, libros, eventos y conferencias.

El personal contratado puede cobrar desde los 800 hasta los 1.400 euros, por debajo de lo que pagan restaurantes mucho más comerciales y sin tantas aspiraciones de reconocimiento. Si toda la cocina cobrase sueldos de mercado acorde con la formación de sus cocineros, las pérdidas se dispararían.

"Nosotros somos de los pocos que pagamos a los becarios y están todos dados de alta en la Seguridad Social", aseguran desde el restaurante Diverxo, del chef de moda, David Muñoz. "No son grandes sueldos. Los comienzos son difíciles para todos. No es una realidad laboral muy diferente a la de otras industrias", añaden.

La formación

En un nutrido grupo de restaurantes de alto nivel, sólo dos han querido comentar la realidad de los cocineros becarios y de los trabajadores contratados en la lata cocina. Desde Girona, Josep Roca, propietario del Celler de Can Roca, explica que su restaurante adquirió un compromiso de formación con las escuelas de hostelería. De los 70 trabajadores de su local, 20 son becarios, todos en la cocina.

"La formación necesita aprendizaje en cocinas reales. Para nosotros sería mucho más provechoso tener stagiaires durante un año, porque ya estarían formados. Pero sólo los mantenemos durante cuatro meses, con lo cual estamos en permanente formación", explica Josep Roca.
Los becarios de alta cocina consultados por este diario coinciden en que Can Roca es uno de los establecimiento con mejor trato a sus becarios. Disponen de psicólogo, les ofrecen todas las comidas y una habitación durante su estadía. Pero la realidad de la cocina tiene una enorme carga de presión como el resto. Josep reconoce que la carga de trabajo es enorme: de 12 horas diarias pero, a cambio, tienen dos días libres consecutivos y medio día adicional de formación (los martes).

Estrés constante

Mantenerse activo en el mundo de la alta cocina resulta una tarea asfixiante que no todos pueden soportar. Algunos llegan con la ilusión de quedarse con un puesto fijo pero luego se hacen a la idea de que hacerse un hueco es muy complicado. Lo mejor es aprender y hacer currículum, aunque el exceso de becarios pasando constantemente por todas las cocinas también ha hecho que la experiencia se devalúe.

"Yo puedo tomar en consideración que un cocinero haya hecho unas prácticas en el mejor restaurante del mundo, pero no es un valor definitivo para seleccionarlo. He trabajado con cocineros que han trabajado en restaurantes de varias estrellas Michellin y los he tenido que despedir porque despachaban un pescado pasado", asegura Valbuena.

Muchos de los becarios que han vivido la presión constante en la cocina, durante 16 horas de trabajo con pocos días de descanso y con la constante presión de sacar platos perfectos, especialmente cuando hay grandes invitados, terminan por ansiar un trabajo en una cocina más tradicional, sin tantas pretensiones ni presión de reconocimiento mutuo.

El cocinero con 22 años de experiencia lo sabe resumir muy bien. "Creo que hay una presión exagerada y una sobreactuación. Al final actuamos como si estuviésemos haciendo una operación de corazón abierto y sólo estamos preparando comida para 40 personas. No deja de ser algo tan efímero como una comida que al final termina en el inodoro".
 
Es que me sonó lo que decíais, me recordó a este artículo que leí hace unos meses sobre un antiguo aprendiz que se recorrió miles de kilómetros para ser aprendiz en su restaurante y..... bueno, tela. En el artículo no revela el nombre del sitio, pero en lo comentarios hay varios que lo deducen por varios detalles que da. Fue publicado en la Vice que, si bien es un medio bastante morbosillo, si googleais un poco os encontrareis algunas otras opiniones similares de gente que pasó por allí.

http://www.vice.com/es/read/restaurante-dos-estrellas-michelin-becario-2004

Vejaciones al pilpil: fui becario en un restaurante de dos estrellas Michelin

Por Tomás Ramírez González tal y como se lo contó El Gordo*

abril 21, 2016
Arrastré mi maleta cargada de cuchillos, chaquetillas, gorros, y sobre todo de sueños, por el centro de una pequeña localidad vasca tras un viaje de varias horas desde el Caribe venezolano.


Esa tarde, la ilusión pudo mucho más que el cansancio producido por haber estado más de ocho horas sentado en un avión hasta llegar a Madrid-Barajas, y cinco horas y media más en autobús hasta casi llegar a la frontera con Francia.

Al fin pisé el restaurante a las once de la mañana de un miércoles de julio. Como todavía no era la hora del servicio, el ambiente lucía tranquilo y los cocineros amables. Pregunté por Germán*, como decía el documento que me enviaron al correo electrónico. Tras esperar unos minutos, llegó para darme un pequeño tour por la cocina. No sé por qué pensé que al terminar el paseo me daría las llaves de mi habitación para descansar del viaje, pero lo que escuché fue un presagio de lo que vendría.

"Tienes cinco minutos para cambiarte". Retumbó en mis oídos mientras pensaba dónde me había metido. Ni siquiera sabía dónde dormiría esa noche.

A mi mente llegaron todos esos rumores que había leído en internet sobre las condiciones infernales en las que trabajaban los becarios de ese lugar. "Después hablamos sobre el piso", me dijo Germán al ver mi cara de desconcierto, asombro e incertidumbre.

A pesar de la fatiga mental y física traté de aprender rápido de mis compañeros pasantes, a quienes les habían dado la responsabilidad de adiestrar a los que íbamos llegando, de acuerdo con el tiempo que llevasen en la partida correspondiente.

Tras pasar mis primeras catorce horas de trabajo soñaba con la cama que me esperaba pero a falta de una respuesta oficial, pasé mi primera noche sobre un sofá negro, duro y rancio que tenían en las oficinas

Me destinaron a la parte fría, la parte donde se elabora la ensalada del menú degustación del restaurante. Sólo la sala donde funciona esta estación es más grande que el piso donde vive la persona que escribe estas líneas, que es quien ahora mismo está recogiendo mi testimonio y quien me acogió en Madrid unos días, después de pasar por aquel infierno.

Me dijeron que debíamos tener listo el mise en place del batiburrillo exótico que se cocinaba ahí para que los de "mayor jerarquía" lo emplatasen a tiempo. El procedimiento era un poco largo y de mucha merma de alimentos para acabar sirviendo una menudencia que sería devorada por el comensal en un abrir y cerrar de ojos.

Tras pasar mis primeras catorce horas de trabajo soñaba con la cama que me esperaba en el piso que Germán me había prometido. "Las habitaciones son sencillas, para compartir con otros estudiantes, al igual que el resto de los servicios como cocina o baños", leí en el documento con el membrete del restaurante.

Tomé de nuevo mi maleta con la esperanza de que me llevara al piso del que me había hablado pero al ver que no ocurría, temí lo peor. A falta de una respuesta oficial, pasé mi primera noche sobre un sofá negro, duro y rancio que tenían en las oficinas del chef.


La ensalada tibia
A las 8:30 ya estaba vestido con mi chaquetilla blanca, mi pantalón negro y un pañuelo sobre la cabeza. Pensaba que el desliz que había ocurrido la jornada anterior había sido parte de un pequeño error que un restaurante de dos estrellas Michelin no podía permitirse.

La jefa de la partida abrió la sala para que pudiéramos comenzar a dejar todo listo para emplatar la ensalada tibia de tuétanos de verdura con marisco, crema de lechuga de caserío y jugo yodado.

No probábamos los manjares que salían a la sala. Todas las semanas comíamos lo mismo: arroz con huevo frito para los miércoles y para los jueves patatas con chorizo

"Querrías quedaros aquí trabajando, pero aquí no hay trabajo para pasantes. Los jefes de partida no nos moveremos de aquí y no hay más plazas disponibles. Así que aunque trabajéis duro y os esforcéis, no podréis quedaros aquí con nosotros", le oí decir a una de las cocineras a la que llamaré Sargento* a partir de ahora.

Un poco asustado comencé a preparar la gelatina de agua de tomate de la ensalada, es lo que permite apreciar el interior de los vegetales. Más que en una cocina, me sentí en el laboratorio de alquimia de uno de esos cocineros que han cambiado la historia de la comida a nivel mundial como Ferrán Adriá, Heston Blumenthal y Pierre Gagnaire.

Las lechugas bebés, los brotes de soja, el tomate... eran los ingredientes de una rutina que marcarían los próximos meses de mi vida. Había que dejarlo todo listo para el inicio del servicio, a las 13:00. Antes, a las doce, comíamos. Teníamos sólo veinte minutos para atracarnos cagando leches antes de rematar una faena que duraría ya hasta el cierre.

Obvio que no probábamos los manjares que salían a la sala. Todas las semanas comíamos lo mismo: arroz con huevo frito para los miércoles y para los jueves patatas con chorizo.

Antes de finalizar el primer servicio había que dejar los mesones y el suelo limpios y tirar todo el material que no habíamos vendido, sin importar que estuviese fresco. El coste del desperdicio lo termina pagando el comensal que saca de su bolsillo más de 200 euros por cada menú de degustación.

"Los que estamos aquí ya estamos. Ninguno de vosotros seréis jefes de partida", escuché decir a Sargento con un acento bonaerense clavado. Volvió a remarcar que no teníamos que tener ninguna esperanza de formar parte del equipo que si cobraba, el cual está únicamente integrado por cinco jefes de partida, cuatro jefes de cocina y por el chef.

A las ocho, cené con mis compañeros para afrontar un nuevo servicio para cuarenta personas, una hora más tarde. Otro palizón que aguanté con el dolor de espalda patrocinado por el sofá que sería mi morada esa, y otras noches, tras la evasión de Germán. "Más tarde hablamos del piso".

¿No ves tu gordura? ¡Vas a reventar la mesa gordo de mierda!

Sobre el cuero negro del sillón, recostado, sin poder dormir del cansancio, pensaba en mi familia, en mi antiguo trabajo y en el sol del Caribe. Dejé atrás los fogones de un restaurante donde era el jefe de cocina para trabajar sin ver un solo euro bajo el cielo gris de Euskadi solo por ser uno de esos 55 becarios que sostienen las dos estrellas Michelin y los tres soles Repsol de un chef que pasa el saliendo en la tele y viajando por el mundo.

"Eres muy lento. Deberías renunciar. Si me dijeran que no sirvo para la cocina, lo pensaría mejor y abandonaría para hacerle un favor a mis compañeros. Es muy fácil, solo debes hablar con Asier*, entregarle el mandil y a casa, sin más", me martillaba la cabeza una y otra vez Sargento, que era mi jefa de partida, pero podía pasar perfectamente por el mítico instructor de la Chaqueta Metálica.

En el fondo no la odiaba. Creo que simplemente detestaba a los tíos. Recuerdo que una vez nos mandó a limpiar el techo. No sé para qué porque estaba reluciente. Hice lo que ordenó. Tomé una silla, y con la ayuda de mis colegas que soportaron, entre tres, mis 130 kilos subí al mesón para complacerla, cuando sentí zumbar mi tímpano derecho. "¿No ves tu gordura? ¡Vas a reventar la mesa gordo de mierda!".

La vergüenza me hizo bajarme con mucha agilidad, mientras veía a otro becario desarmar las campanas para limpiarlas, a las doce de la noche, antes del cierre.


Con las maletas a cuestas
Sargento además parecía estar obsesionada por la limpieza. El baño del personal había que dejarlo como un quirófano. Un día tuve que pasar la fregona y el cepillo unas cinco veces.

"Sus mamás se van a contentar porque llegarán a sus casas limpiando muy bien", le escuché decir mientras veía mis manos carcomidas por la lejía que había aplicado con la esponja de aluminio para fregar el suelo.

Tuvieron que pasar tres días más para que me metieran junto a un compañero en un piso donde ya había doce personas

Si el problema hubiera estado nada más en la limpieza, estoy seguro de que hubiese podido aguantar los seis meses que recomiendan dure el entrenamiento. Pero las críticas también se extendían a mi trabajo como cocinero. Tanto que llegué a dudar de mis capacidades. Constantemente me preguntaba a mí mismo si de verdad merecía estar ahí con los mejores.

Una tarde, sin más, Sargento me apartó del grupo porque "lo estaba haciendo mal". Me castigó con una semana de "aislamiento" que me supo a premio por no tener que aguantar sus gritos durante ese tiempo. Mi labor fue deshojar el perejil para un cocinero súper majo que lleva más de 25 años trabajando allí.

Uno de los pocos buenos recuerdos que me llevé fueron los cinco días que pasé con este mago de la cocina, famoso por preparar los mejores fondos de toda la región. Una tarde, compartió conmigo uno de sus mejores secretos. Le vi coger una pata de jamón entera, y me pregunté si haría un bocadillo para cada uno, cuando, así, sin más, la metió dentro de una olla enorme donde preparaba uno de sus caldos.

Al volver a la realidad, amenazaron con echarme si no mejoraba los tiempos. En ese instante deseé que lo hicieran por todo lo que había pasado. No olvidaba la bienvenida que me dieron Germán y su sofá. Tuvieron que pasar tres días más para que me metieran junto a un compañero en un piso donde ya había doce personas. Un espacio que no daba para más. Tan petado estaba que metieron mi litera en el pasillo principal de la vivienda, por donde pasaban los cocineros cuando intentaba descansar. No tenía sitio donde guardar la maleta. Mi privacidad se extinguió entre la mierda que tenían por todo el suelo mis compañeros.

No se aprende técnica culinaria, sino disciplina, como en la mili

¿Acaso el restaurante no produce lo suficiente como para tener una infraestructura adecuada y digna para unos becarios que trabajan 16 horas al día, durante meses, solo para obtener una carta firmada por un chef de alto standing?

¿Eran ciertos los rumores de que nadie quería alquilarle pisos al chef porque mete a vivir cocineros hacinados como si fuese una lata de sardinas?

Quizás no mentían los que hablaban sobre la inspección que le cayó al restaurante aquel día que tuvieron que esconder a los pasantes en un cobertizo y a los camareros en el sótano.

Si queréis saber cuál fue mi punto de quiebre, debo confesar que no lo hubo. Simplemente supe que eso no era para mí. El supuesto prestigio y conocimiento que da pasar por esa cocina no compensa. En realidad no se aprende técnica culinaria, sino disciplina, como en la mili.

* Los nombres del protagonista, del local y de algunos personajes se han omitido para proteger su intimidad.




+1. Era de los pocos cocineros mediáticos que me gustaba ver en la tele, me dio mucha pena que le quitasen el programa para meter la mierda esa de Cámbiame
A mi me suena a MB totalmente
 
Lo que me parece genial de este hombre, independientemente de como sea, es que ha colocado la "cocina espanola" en el registro estadounidense.

Eso no existia hace 10 años. Existia la comida italiana, la mexicana, la francesa y si me apuras la griega...pero lo preguntabas a alguien por un "spanish food restaurante" y no tenian ni idea.

Tampoco es que ahora lo indentifiquen...lo asocian sobre todo con las tapas. Spanish food=tapeo. Y no hay mas. De vez en cuando, la paella.

Pero algo es algo.

Arzak, Berasategui, Adria...y su tipo de cocina no ha calado jamas en este lado del charco. Los foodies y tal si los conocen y les suena El Bulli y tal. Pero ese tipo de cocina en NY o en LA la controlan otros. No espanoles.

Y si Jose Andres nos ha puesto en el mapa, bendito sea porque abre la puerta a la industria alimentaria y vinicola espanola. EEUU esta totalmente copada por los italianos que con productos de mucho menos calidad (aceite, quesos y jamon de parma) tienen controladito el mercado. Un ejemplo...Eataly en NY. Cualquier espanol que pase por alli, coma y le pasen la factura....se monda.
 
Bueno, es normal que no lo digan claramente y con todas las letras ya que se les puede caer el pelo. Pero la gente no es tonta y todo se sabe.
Yo sabiendo esto, es que me daría hasta cosa ir a comer y a dejar mi dinero en un sitio en el que sé que tratan así a sus empleados

no creo k por contar tu testimonio se les caiga nada
Pero lo entiendo. Y me cuesta decir k lo entiendo xq no deberiamos de entender que una vez suceden estas cosas no se cuenten a los 4 vientos y se denuncien. Xq algunas de las cosas k cuentan son pa,denunciar

Ves con una historia de estas a los medios de comunicasio jajajiii jejej jojojo

Esos k solo estan pa perseguir a jose fernando supuestamebte drogado.o pa decir idioteces sobre pablo iglesias
Ufffff sin palabras
 
Al final es, o son, un poco como parecen
En tv los roca, especialmente joan, parece una persona bondadosa y con mucho encanto

Martin berasategui me parece un repelente soplagaitas
Arzak un idiota
Adria parece buena persona

A mi tb me parece k sobreactuan. No kiero pensar k seria si estos mamarrachos tuvieran la capacidas de operar de aPendicitis
 
Yo si tengo que elegir a un chef español me quedo con Julián Serrano, esa si es comida española.
 
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