A SANGRE FRÍA - Truman Capote

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-Anda, vamos -le dijo sonriendo la señora Hartman a Bonnie Jean-. No tienes por qué estar triste, hijita. Después de todo, pasar de Holcomb a Garden City es mejorar, allí hay más niños...

-Es que usted no comprende -dijo Bonnie Jean-. Es que mi papá nos lleva lejos. A Nebraska.

Bess Hartman se quedó mirando a la madre como esperando que negara lo que había dicho la niña.

-Es cierto, Bess -dijo la señora Ashida.

-No sé qué decir -contestó la señora Hartman en un tono que quería ser indignado, atónito y desesperado a la vez.

Los Ashida formaban parte de la comunidad de Holcomb y todos los apreciaban porque eran una familia simpática y alegre aunque no por eso menos trabajadora y llena de amabilidad y generosidades para con todo el mundo, a pesar de que no tenían muchos medios con qué serlo.

-Hace mucho tiempo que veníamos hablando sobre eso -añadió la señora Ashida-. Hideo cree que nos puede ir mejor en otra parte.

-¿Y para cuándo piensan marcharse? -comentó la señora Hartman.

-En cuanto lo hayamos vendido todo. Aunque, de todos modos, no será antes de Navidades. Porque nos hemos puesto de acuerdo con el dentista para lo del regalo de Navidad de Hideo. Yo y los niños pensamos regalarle tres dientes de oro para Navidad.

La señora Hartman suspiró:

-No sé qué decir. Sólo que quisiera que no se fueran de aquí. Así, dejándonos -volvió a suspirar-. Es como si nos fuéramos a quedar sin nadie. De una manera o de otra.

-Pero ¿es que se cree usted que yo quiero marcharme? -exclamó la señora Ashida-. Por lo que respecta a la gente éste es el mejor lugar en que hemos vivido. Pero Hideo, él es el hombre y dice que en Nebraska tendremos una granja mejor. Y voy a decirle a usted una cosa, Bess -la señora Ashida intentó fruncir el ceño, pero su rostro regordete, redondo y liso, no se lo permitió-: Hemos tenido más de una discusión por ese motivo hasta que una noche fui y dije: «Muy bien. Tú eres quien manda, vayámonos.» Después de lo que les sucedió a Herb y a su familia me da la impresión de que aquí todo se ha acabado. Personalmente, hablo. Para mí.

Así que dejé de discutir y le dije: Está bien. -Metió y sacó la mano en la bolsa de rosetas de Bruce-. Caramba, que no puedo borrármelo de la cabeza. Yo apreciaba mucho a Herb. ¿Sabía usted que yo fui una de las últimas personas que les vio con vida? ¡Ah, ja! Los niños y yo. Estuvimos en una reunión del club 4-H en Garden City y al terminar él nos llevó a casa en el coche. La última cosa que le dije a Herb fue que no podía imaginármelo nunca asustado. Que cualquiera que fuera la circunstancia en que se viera, creía que siempre sabría salir con éxito.

Pensativa, mordisqueó una roseta, tomó un sorbo de la Coca-Cola de Bobby y añadió:

-Es extraño, pero yo apostaría a que no tuvo miedo. Como quiera que fuese, yo apostaría que hasta el último momento él no creyó que pudiera estarle ocurriendo de veras. Porque una cosa así no podía suceder. Y menos a él.

El sol estaba quemando. Una pequeña embarcación estaba anclada en un mar tranquilo. Era el Estrellita con cuatro personas a bordo: Dick, Perry, un joven mexicano y Otto, un acaudalado alemán de mediana edad.

-Otra vez, por favor -pidió Otto.

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Y Perry, rasgueando su guitarra, cantó con voz ronca un poco velada, una canción de las Montañas Smoky:

En este mundo; boy, mientras estamos vivos algunos dicen de nosotros lo peor que pueden decir pero cuando estemos muertos y dentro de nuestras cajas vendrán a deslizar flores en nuestra mano. Querrías tú darme flores ahora,
mientras aún estoy viviendo...

Una semana en Ciudad de México y después él y Dick habían continuado hacia el sur: Cuernavaca, Taxco, Acapulco. Y fue en Acapulco, en una tasca con tocadiscos automático, donde conocieron al velludo y simpático Otto. Dick lo había «abordado». Pero el caballero, un abogado de Hamburgo, que estaba de vacaciones, «ya tenía un amigo», un muchacho de Acapulco que se llamaba a sí mismo el Cowboy.

-Demostró ser un tipo de fiar -declaró Perry una vez refiriéndose al Cow-boy-. Pérfido como Judas, de algún modo, pero ¡oh, caramba, un tipo divertido! Un pillo de siete suelas. A Dick le gustaba también. Nos entendíamos maravillosamente.

El Cow-boy encontró para los tatuados viajeros a la deriva, habitación en casa de un tío suyo, se empeñó en mejorar el español de Perry y compartió con ellos los beneficios de su relación con el turista de Hamburgo, en cuya compañía y a cuyas expensas bebían, comían y se pagaban mujeres. Parecía que el anfitrión sentía bien empleados sus pesos aunque sólo fuera en saborear los chistes de Dick. Cada día, Otto alquilaba el Estrellita, una embarcación de pesca de alta mar y los cuatro amigos recorrían la costa con anzuelos. El Cowboy capitaneaba el barco, Otto dibujaba y pescaba, Perry preparaba los anzuelos, soñaba, cantaba y, a veces, también pescaba. Dick no hacía nada... sólo gemir, indiferente a todo, quejarse del balanceo, drogándose de sol, siempre tumbado como una lagartija a la hora de la siesta.

-Esto sí que es vida. La clase de vida como debe ser.

Perry hablaba así, pero sabía que aquello no podía continuar y que estaba destinado a concluir precisamente aquel mismo día. Al día siguiente, Otto se volvía a Alemania y Perry y Dick se irían en su coche a Ciudad de México... A instancias de Dick.

-Claro que sí, rico -había dicho cuando debatían sobre el asunto-. Es estupendo y todo eso. Con el sol sobre tu espalda. Pero la pasta se nos va volando. Y cuando nos hayamos vendido el coche, ¿qué nos quedará?

La contestación era que muy poco, porque por entonces ya se habían gastado casi toda la suma adquirida el día de Kansas City, con la efervescencia de los cheques sin fondos. Se habían vendido la cámara, los gemelos, los aparatos de televisión. También le habían vendido a un policía de Ciudad de México, con el que Dick había hecho amistad, unos prismáticos y una radio portátil gris marca Zenith.

-Lo que vamos a hacer es regresar a Ciudad de México, vender el coche y yo quizás encuentre allí empleo en algún garaje. De cualquier modo, es mejor irnos para allá. Más oportunidades. Cristo, y seguro que podría echar mano de aquella Inés.


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Inés era una prost*t*ta que había abordado a Dick en los escalones del Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México (la visita formaba parte de un recorrido turístico para complacer a Perry). Tenía dieciocho años y Dick le había prometido casarse con ella. Claro que también se lo había prometido a María, una cincuentona viuda de un «banquero mexicano muy prominente». La había encontrado en un bar y a la mañana siguiente ella le había pagado el equivalente a siete dólares.

-Entonces, ¿qué dices? -le preguntó a Perry-. Vendemos el auto, buscamos trabajo y nos guardamos la pasta. Y vemos qué pasa.

Como si Perry no pudiera predecir exactamente lo que iba a pasar. Por el viejo Chevrolet les darían dos o trescientos dólares. Dick, si lo conocía bien y ahora sí que lo conocía, se lo gastaría inmediatamente en vodka y mujeres.

Mientras Perry cantaba, Otto trazó un rápido bosquejo en su cuaderno de dibujo. La semejanza no era desdeñable y el artista había captado una expresión no demasiado frecuente del semblante de su modelo: aquella cierta malicia, una divertida malicia pueril que remitía a la imagen de un pervertido cupido que llevara las flechas envenenadas. Estaba desnudo hasta la cintura. (A Perry le daba «vergüenza» quitarse los pantalones, le daba «vergüenza» ponerse el traje de baño porque temía que la vista de sus piernas lisiadas diera aprensión a la gente, así que, a pesar de sus fantasías de vida submarina, y toda su charla sobre inmersiones, no se había metido en el agua ni una sola vez. Otto reprodujo unos cuantos tatuajes que adornaban el supermusculoso pecho, los brazos y las pequeñas manos algo femeninas aunque callosas del modelo. El cuaderno de dibujo que Otto le dio a Perry como regalo de despedida, contenía varios «estudios de desnudo» de Dick.)

Otto cerró el cuaderno, Perry dejó su guitarra y el Cow-boy levó anclas y puso el motor en marcha. Era la hora de regresar. Estaban a quince kilómetros de la costa y el agua empezaba a ponerse oscura.

Perry insistió en que Dick se pusiera a pescar: -Puede que no tenga otra oportunidad -dijo. -¿Qué oportunidad?
-De atrapar uno de los gordos.

-Jesús, me viene uno de esos puñeteros ahora -contestó Dick-. Me encuentro mal.

Dick sufría con frecuencia fuertes dolores de cabeza, intensos como jaquecas («uno de esos puñeteros»). Suponía que eran consecuencia de su accidente de coche.

-Por favor, rico. Procura estar muy, muy quieto.

Momentos después, Dick olvidó sus dolores. Se puso de pie gritando excitadísimo. También Otto y el Cow-boy gritaban. Perry había pescado uno de los «gordos». Una aguja de mar de tres metros que brincaba por el aire, volvía a caer en el mar, se arqueaba como el arco iris, se hundía, descendía a las profundidades dando grandes sacudidas a la caña de pescar, se debatía, volaba, caía, emergía. Una hora y parte de otra transcurrió antes de que los cuatro hombres, bañados en sudor, consiguieran, haciendo girar el carrete, introducirla en la barca.

Hay un viejo, con una antigua cámara fotográfica de madera que anda siempre por el puerto de Acapulco y cuando el Estrellita ancló, Otto le encargó seis fotografías de Perry posando junto a su presa. Desde el punto de vista técnico, el trabajo del viejo fotógrafo resultó más bien deficiente: copias oscuras y con rayas de luz. No obstante eran fotografías buenas, más que nada por la expresión de Perry, su gesto de absoluta satisfacción, de beatitud como si por fin, y como en uno de sus sueños, un gran pájaro amarillo lo hubiera transportado al paraíso.

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Una tarde de diciembre Paul Helm podaba aquel recuadro de miscelánea floral que había dado a Bonnie Clutter derecho a ser socia del Círculo de Plantas y Jardines de Garden City. Era una melancólica tarea porque le recordaba otra tarde en que había hecho lo mismo. Aquel día en que Kenyon fue a ayudarle y resultó ser la última vez que lo vio con vida. A Kenyon, a Nancy y a todos. Las semanas transcurridas desde entonces no habían sido fáciles para Helm. Andaba «mal de salud» (peor de lo que pensaba, ya que le quedaban cuatro meses de vida) y estaba preocupado por muchas cosas a la vez. Su trabajo, por nombrar una. Se preguntaba si el empleo le duraría mucho. Nadie parecía saberlo con certeza pero tenía entendido que las «niñas», Beverly y Eveanna, tenían intención de vender la propiedad..., aunque había oído que uno de los parroquianos decía en el café:

-Nadie va a comprarles la finca, por lo menos hasta que el misterio se aclare.

No «hacía ningún bien» pensarlo..., imaginar allí extraños cultivando «nuestra tierra».

A Helm le dolía, sufría por la memoria de Herb. El solía decir que aquel lugar «siempre debía ser para un hombre de su familia». En cierta ocasión, Herb le había dicho:

-Espero que aquí habrá siempre un Clutter y también un Helm.

Sólo había transcurrido un año desde que Herb había pronunciado aquella frase. ¿Y qué iba a hacer ahora él, Señor, si la propiedad se vendía? Se sentía «demasiado viejo para tratar de encajar en un lugar diferente».

Pero aún necesitaba trabajar y, además, quería hacerlo. No era de la clase de personas que se quitan los zapatos y se quedan acurrucados junto a la estufa. También era cierto que ahora estarse en la finca le tenía intranquilo: la casa cerrada, el caballo de Nancy que vagaba perdido por los campos, el dulzón aroma de las manzanas que, desprendidas, iban pudriéndose bajo los manzanos y la ausencia casi total de ruidos... Kenyon que llamaba a Nancy al teléfono, el silbido de Herb, su alegre «Buenos días, Paul». El y Herb se «entendían maravillosamente»... nunca se cruzó una palabra brusca entre ellos. ¿Por qué, entonces, los hombres del sheriff seguían interrogándole? ¿Es que pensaban que tenía algo que ocultar? Quizá no debió mencionar nunca a aquellos mexicanos. Le había referido a Al Dewey que, a eso de las cuatro del sábado 14 de noviembre, el día de los asesinatos, un par de mexicanos, uno con bigote y el otro con marcas de viruela, se habían presentado en la finca River Valley.

El señor Helm los había visto llamar a la puerta «del despacho», luego vio salir a Herb y hablar con ellos en el prado del césped y, aproximadamente diez minutos después, observó que los forasteros «enfurruñados» se alejaban. El señor Helm supuso que habrían venido en busca de trabajo y que les habían dicho que no lo había. Desgraciadamente, aunque le hicieron repetir muchas veces su versión de los acontecimientos de aquel día, no habló del incidente hasta dos semanas después porque, según le explicó a Dewey, simplemente, acababa de recordarlo. Pero Dewey y alguno de los otros investigadores parecían no creer su versión y se comportaban como si fuera una historia que se había inventado para confundirles. Preferían creer a Bob Johnson, el agente de seguros, que se pasó toda la tarde del sábado hablando con el señor Clutter en el despacho de éste y que decía estar «positivamente seguro» de que desde las dos hasta las seis y diez, él había sido la única visita de Herb. El señor Helm se mostraba igualmente rotundo: mexicanos, un bigote, marcas de viruela, las cuatro de la tarde. Herb les hubiera dicho que él decía la verdad, les hubiese convencido de que él, Paul Helm, era un hombre que «rezaba sus oraciones y se ganaba su pan». Pero Herb se había ido para siempre.

Para siempre. Y Bonnie también. La ventana de su habitación daba al jardín y a veces, generalmente cuando «pasaba por un mal momento», el señor Helm la había visto allí, durante largas horas, contemplando el jardín, como si lo que viese le encantara. («Cuando era niña -le dijo una vez a una amiga- creía firmemente que los árboles y las flores eran como los pájaros o las personas. Que pensaban cosas y hablaban entre sí.


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Y que nosotros podíamos oírlos si lo intentábamos realmente. Sólo había que dejar la cabeza vacía de todos los demás ruidos. Quedarse muy quieto y escuchar intensamente. A veces, todavía ahora lo sigo creyendo. Lo que ocurre es que nunca se consigue estar lo suficientemente quieto...»)

Recordando a Bonnie en la ventana, Helm alzó la vista como esperando verla, su espíritu tras los cristales. Si efectivamente la hubiese visto, no se hubiera quedado tan estupefacto como viendo lo que vio: una mano descorriendo la cortina y unos ojos escrutadores que le miraban.

-Pero -según contó después-, el sol pegaba en aquel lado de la casa.

Y hacía ondular los cristales de las ventanas, alterando con el reflejo lo que había detrás y en el tiempo que tardaba el señor Helm en llevarse la mano a los ojos, usándola de pantalla, las cortinas volvían a estar corridas, la ventana desierta.

-Mis ojos ya no ven muy bien y me pregunto si no me habrían jugado una mala pasada - recordaba después- Pero no. Tenía la seguridad de que no. Tenía la seguridad de que no se trataba de un fantasma. Porque yo no creo en fantasmas. Entonces, ¿quién podía ser? Husmeando por allá dentro, donde nadie está autorizado a entrar más que la policía... ¿Y cómo había conseguido entrar? Con todo cerrado a cal y canto como si la radio hubiese anunciado tornado. Eso es lo que me intrigaba. Pero no tenía ganas de descubrirlo, por lo menos no por mi cuenta. Interrumpí lo que estaba haciendo y me fui campo atraviesa hasta Holcomb. En cuanto llegué, telefoneé al sheriff Robinson. Le dije que alguien andaba dando vueltas por la casa de los Clutter. Bueno, llegaron en un santiamén. Policía del estado. El sheriff y los suyos. Los del KBI. Al Dewey. Y justo cuando estaban rodeando la casa, como preparándose para la acción, se abrió la puerta principal.

Por ella salió una persona que ninguno de los presentes había visto jamás, un hombre de unos treinta y cinco años, de ojos apagados, pelo alborotado, que llevaba una pistolera con una pistola de calibre 38.

-Supongo que todos los que allí estábamos tuvimos la misma idea: éste era él, el que había llegado y quien los había matado -continuó el señor Helm-. No hizo movimiento alguno. Se quedó quieto. Parpadeando. Le quitaron el arma y empezaron a hacerle preguntas.

El hombre se llamaba Adrian, Jonathan Daniel Adrian. Iba de camino hacia Nuevo México y en el presente no tenía dirección alguna. ¿Con qué intenciones se había introducido en casa de los Clutter y, además, cómo lo había hecho? Les explicó cómo. (Había levantado la tapa de un pozo y se había deslizado por la tubería que daba al sótano.) En cuanto al porqué, había leído lo ocurrido allí y sintió curiosidad por ver qué aspecto tenía aquello.

-Y entonces -según recordaba el señor Helm el episodio- alguien le preguntó si viajaba haciendo auto-stop. «¿Hacer auto-stop hasta Nuevo México? No», contestó. Tenía coche. Y estaba aparcado en la avenida, un poco más allá. Así que todos fueron para ver el coche. Cuando encontraron lo que llevaba en él, uno de los hombres, quizás Al Dewey, le dijo, a ese Jonathan Daniel Adrian: «Muy bien, señor, parece que tenemos algunas cosas de que hablar.» Porque dentro del coche lo que encontraron era un fusil calibre 12. Y un cuchillo de caza.

Una habitación de hotel en la Ciudad de México. En la habitación, una horrible cómoda moderna con un espejo de color lavanda que tenía insertado en una esquina un aviso impreso de la Dirección:


Su día termina a las 2 de la tarde

En otras palabras, los huéspedes tenían que desalojar la habitación a la hora fijada o pagar un día más de alojamiento, lujo que los actuales ocupantes no estaban dispuestos a considerar.



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Les hubiese gustado saber más bien cómo conseguir la suma que ya debían. Pues todo había sucedido como Perry había pronosticado: Dick había vendido el coche y, al cabo de tres días, el dinero (algo menos de doscientos dólares) se había esfumado. Al cuarto día, Dick partió en busca de un trabajo honrado y esa noche le anunció a Perry:

-¡Maldita sea! ¿Sabes cuál es la paga? ¿Qué salario dan? ¿A un mecánico especialista? Dos dólares al día. ¡México! Ya tengo bastante, rico. Hay que largarse de aquí. Volver a los Estados Unidos. No, esta vez no voy a escuchar nada. Ni brillantes, ni tesoros enterrados. Anda, despierta, enano. Los cofres de oro no existen. Ni los barcos hundidos. Y aún si los hubiera... demonios, ni siquiera sabes nadar.

Y al día siguiente, pidiéndole dinero prestado a la más rica de sus dos novias, la viuda del banquero, Dick compró dos billetes de autobús de modo que, pasando por San Diego, conseguirían llegar hasta Barstow, California.

-Desde allí -declaró-, caminaremos.

Perry hubiera podido decidir, por supuesto, quedarse él solo en México dejando que Dick se marchara a donde diablos quisiera. ¿Por qué no? ¿No había sido siempre un «solitario», sin ningún «amigo de verdad» (exceptuando el «inteligente» Willie-Jay de ojos y cabellos grises)? Pero le daba pánico separarse de Dick. Sólo pensarlo y se sentía enfermar como si tuviera que «saltar de un tren que va a ciento cincuenta por hora». La raíz de su temor, o eso es lo que él parecía creer, era una nueva y supersticiosa convicción de que «lo que tuviera que suceder» no sucedería en tanto que él y Dick «permanecieran juntos». Y luego, además, la severidad de aquel «despierta» de Dick, la agresividad con que Dick había expuesto su parecer, hasta entonces ocultado, sobre los sueños y esperanzas de Perry. Aquella perversidad clara y franca, había fascinado a Perry y aunque también le había dolido y decepcionado consiguió reavivar aquella primitiva confianza suya en Dick, en el duro, en el «absolutamente masculino», en el activo, el pragmático y el decidido Dick por el que estaba dispuesto a dejarse dominar. Y así, desde el alba de una fría mañana de primeros de diciembre en la capital de México, Perry deambulaba por aquella habitación de hotel sin calefacción, reuniendo y embalando sus pertenencias, para no despertar a las dos siluetas dormidas en una de las dos camas gemelas de la habitación: Dick y la más joven de sus novias, Inés.

Por una de sus pertenencias ya no tenía que preocuparse. En la última noche pasada en Acapulco, un ladrón le robó su guitarra Gibson desapareciendo con ella de un café del puerto donde él, Otto, Dick y el Cow-boy se estaban dando un adiós altamente alcohólico. A Perry le había amargado mucho perder su guitarra. Se sentía, según dijo posteriormente, «verdaderamente amargado y deprimido»:

-Cuando se tiene una guitarra tanto tiempo, como yo, a la que has encerado y sacado brillo, a la que has adaptado tu voz, a la que has tratado como a la chica con la que vas en serio... bueno, pasa a ser algo sagrado.

Pero si la guitarra robada había dejado así de ser una pertenencia, lo demás no. Como ahora él y Dick viajarían a pie o en auto-stop, era evidente que no podían llevar consigo más que alguna camisa y algún par de calcetines. El resto de sus ropas tendría que ser enviado y, en realidad, Perry había llenado ya una caja de cartón (con, además de varias prendas sucias, dos pares de botas, uno con suelas que dejaban la huella de unas Cat's Paw y el otro con unas suelas a rombos) y lo dirigió a su nombre, Lista de Correos, Las Vegas, Nevada. Por no tener una «dirección fija».



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Pero el problema mayor, causa de dolores de cabeza, era qué hacer con sus adorados recuerdos, las dos cajas de zapatos llenas de libros, mapas, cartas amarillentas, canciones líricas, poesías y los más insólitos souvenirs (tirantes y cinturón de piel de serpiente de cascabel de Nevada que él mismo había matado, un netsuke1 con un dibujo erótico comprado en Kyoto, un árbol enano petrificado, también del Japón, la zarpa de un oso de Alaska). Probablemente la mejor solución, por lo menos la mejor que podía divisar Perry, era dejárselo todo a «Jesús». El «Jesús» a que se refería servía en el bar al otro lado de la calle, frente al hotel, que era, según Perry, muy simpático2 y sin duda una persona que le enviaría las cajas en cuanto se le dijera que lo hiciera. (Pensaba pedirlas, en cuanto contara con una «dirección fija».)

Además, había algunas cosas demasiado preciosas como para correr el riesgo de perderlas; mientras los amantes pasaban el tiempo dormitando y faltaba un tiempo para las dos de la tarde, Perry ojeaba cartas, fotografías, recortes de periódico seleccionando entre ellos los recuerdos que portaría consigo. Entre ellos, había una composición deficientemente escrita a máquina titulada Historia de la vida de mi hijo. El autor del manuscrito era el padre de Perry quien, para ayudar a su hijo a obtener la libertad bajo palabra en la Penitenciaría del Estado de Kansas, la escribió el mes de diciembre del año anterior y la envió por correo al Parole Board del Estado de Kansas. Era un documento que Perry había leído cientos de veces y nunca con indiferencia.

Infancia. Conténtame decir que, a mi ver, fue a la misma vez buena y mala. Sí, el nacimiento de Perry fue normal. Sano sí. Y pude cuidar de él como Dios manda hasta que resultó que mi mujer era una borracha perdida cuando mis hijos estaban en edad de ir a la escuela. De natural alegre, sí y no, muy serio. Si se le maltrata, nunca lo olvida. Yo cumplo siempre mi promesa y le enseñé a hacer lo propio. Mi mujer era distinto. Vivíamos en el campo. Todos nosotros somos gente de vida al aire libre. Les enseñé a mis hijos la regla de oro: Vive y deja vivir, y muchas veces mis hijos iban y uno le decía a otro que algo estaba mal hecho y el culpable lo confesaba siempre y se adelantaba a recibir una paliza. Y prometía que hora sería bueno y que haría su deber rápidamente y de buena voluntad para poder irse a jugar. Siempre se lavaban ellos mismos, lo primero que hacían en la mañana, se ponían ropa limpia, yo era muy estricto en esto y en lo del hacer maldades al prójimo y si alguno de los otros niños se comportaba mal con ellos, yo no les dejaba volver a jugar juntos.

Mientras estuvimos todos unidos, mis hijos fueron como una seda. Todo empezó cuando mi mujer quiso marcharse a la ciudad y hacer una vida de perdida y se fue de casa. Yo la dejé marchar y le dije adiós cuando fue y cogió el coche y me dejó allí plantado (esto fue durante la depresión). Mis hijos lloraban a voz en cuello. Ella no hacía más que maldecirlos en diciendo que encima luego se fugarían para reunirse conmigo. Estaba como loca y me dijo que haría que los chavales me odiaran, cosa que consiguió, menos de Perry. Por amor a mis hijos yo fui luego, al cabo de varios meses y sin saberlo mi mujer, a buscarlos y los encontré en San Francisco. Traté de verlos en la escuela. Mi mujer había dado orden a la maestra de que no me dejara verlos. Pero me las arreglé para ver cómo jugaban en el patio del colegio y me quedé estupefacto cuando oí que me decían: «Mamá nos ha dicho que no te hablemos.» Todos menos Perry.

El era distinto. Me echó los brazos al cuello y quería irse conmigo en ese mismo momento. Yo le dije No. Pero al terminar la clase, se fue derecho a casa de mi abogado Rinso Turco. Le volví a llevar el chaval a su madre y me fui de la ciudad. Perry me dijo luego que su madre le dijo que se buscara dónde estar. Estando mis hijos con ella, andaban sueltos por cualquier lado y tengo entendido que Perry se metió en un lío. Yo quería que ella pidiera el divorcio, cosa que hizo después de un año o así. Ella bebía, andaba de juerga y vivía con un jovenzuelo. Yo impugné el divorcio y me fue concedida la custodia de los hijos.



1 Broche o hebilla de marfil, madera o metal. (N. del T.)
2 En español en eloriginal. (N.delT.)


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Me llevé a Perry a casa a vivir conmigo. A los demás los interné en asilo porque no podía tenerlos a todos y como tienen sangre india, la Asistencia Social se hizo cargo de ellos como pedí.

Todo eso era durante la depresión. Yo trabajaba en el WPA1 y el salario era muy pequeño. Yo tenía entonces un poco de tierra y una casita. Perry y yo vivíamos en paz los dos juntos. Me dolía no estar con mis otros hijos porque a ellos los quería también. Por eso empecé a deambular de acá para allá, para olvidarlo todo. Ganaba para nosotros dos. Me vendí la casita y nos pusimos a vivir en una «casa rodante». Perry iba a la escuela cuando podía. No le gustaba mucho, la verdad. Pero él aprende en seguida y nunca tiene cuestiones con los demás. Sólo cuando a aquel Abusón le dio por meterse con él. Era pequeño, achaparrado y nuevo en el colegio, así empezaron a hacerle la vida imposible. Vieron que estaba dispuesto a luchar por sus derechos. Porque así es como yo he educado a mis hijos. Les dije siempre, no empezar una pelea porque si lo hacéis en cuanto me entere os doy fuerte.

Pero si son los otros quienes empiezan, haced lo que podáis. Un día, un chaval más mayor que él, en la escuela, fue corriendo y le pegó, y ante su sorpresa, Perry lo tiró al suelo y le dio una buena tunda. Yo le había enseñado un poco de lucha. En tiempos yo hice boxeo y lucha. La directora del colegio y los demás chavales vieron la pelea. La directora tenía debilidad por el Abusón aquel. Ver cómo mi pequeño Perry le daba una paliza, era más de lo que ella podía soportar. Después de aquello, Perry se hizo el amo de la escuela, el jefe de los chavales. Si alguno molestaba a otro más pequeño, Perry zanjaba la cuestión en un instante, hasta aquel Abusón le tenía miedo a Perry y había de portarse bien. Pero todo aquello le molestó a la directora y me vino con quejas, de que si Perry se peleaba en el colegio. Le dije que ya estaba al tanto de todo y que no pensaba permitir que a mi hijo le dieran palizas chavales el doble de mayores.

Y también le pregunté cómo era que permitía que el Abusón les pegara a los otros. Le dije que a Perry le correspondía defenderse, que él nunca había empezado una sola riña y que yo iba a meterme en el asunto. Le dije que a mi hijo le querían todos los vecinos y los chavales. Y también que iba a llevarme a mi hijo del colegio cuanto antes y que nos iríamos a vivir a otro estado. Lo cual hice. Perry no es un ángel y se ha comportado de mala manera más de una vez, tantas como cualquier otro chaval. Lo que está bien, bien está y lo que está mal, está mal. Yo no le defiendo por lo que ha hecho de malo. Si hizo mal que lo pague, porque quien manda es la ley y él ahora ya lo sabe.

Juventud: En la segunda guerra, Perry se enroló en la Marina Mercante. Yo me fui a Alaska y más tarde, nos reunimos allí. Yo cazaba pieles y Perry trabajaba con la Comisión de Carreteras de Alaska el primer año y después encontró empleo en ferrocarriles por un tiempo. No lograba encontrar el trabajo que a él le hubiera gustado hacer. Sí, me entregaba algunos dólares de vez en cuando, siempre que los tenía. También un mes, cuando estaba en la guerra de Corea, me envió 30 dólares. Allí se tiró toda la guerra y al final vino con permiso a Seattle, Washington. Con menciones, que yo sepa. Tiene facilidad para la mecánica. Tractores, niveladores, grúas, tractores-pala, tractores de todas clases son su ideal. Por la experiencia que tiene los sabe manejar bien. Un poco imprudente, corre como un loco con las motos y los autos. Pero desde que ha comprobado los peligros que la velocidad trae y se rompió las piernas y se lesionó la cadera, ya no corre tanto, seguro que no.


1 Works progress administration. Proyecto del New Deal (Nuevo Trato) para reducir el impacto del paro, promovido por Franklin D. Roosevelt. (N. del T.)


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Diversiones-Aficiones. Sí ha salido con varias chicas, pero cuando veía que una le hacía algo o se burlaba, la dejaba. Nunca se ha casado, nunca, que yo sepa. Mis problemas con su madre han hecho que desconfiara y le asustara el matrimonio, quizá. Yo soy un hombre sobrio y por lo que sé a Perry tampoco le gustaba beber. Perry se parece mucho a mí. Le gusta la compañía de la gente decente, la que vive fuera de la ciudad, le gusto yo, estar solo y prefiere trabajar por su cuenta. Igual que yo. Yo sé hacer de todo un poco y lo mismo Perry. Le enseñé a ganarse la vida trabajando por su cuenta. Yo sé guisar y lo mismo él, sólo guisar para uno mismo. Cocer pan, etc..., cazar, pescar, poner trampas y muchas cosas más. Como ya he dicho, a Perry le gusta trabajar solo y si tiene la suerte de hacerlo en algo que le guste, que le digan cómo quieren que lo haga y ya lo pueden dejar solo: pone todo su orgullo en llevar a cabo su tarea. Si el jefe valora su trabajo, se desvivirá por él. Pero cuidado con hacerse el matón con él. Hay que decirle a las buenas cómo se quiere que haga las cosas. Es muy quisquilloso, se le ofende muy pronto, igual como a mí. Yo he dejado unos cuantos empleos y Perry lo mismo, por culpa de jefes que me trataban mal. Perry no tiene una gran instrucción ni tampoco yo, que sólo he hecho el segundo libro. Pero no crean por esto que no somos listos. Yo he aprendido por mi cuenta y lo mismo él.

Trabajo de cuello duro no nos va ni a Perry ni a mí. Pero para trabajos de exterior, nos pintamos solos y si se presenta algo que no sepamos hacer, en diciéndonos cómo, en un par de días lo aprendemos, un trabajo o cómo funciona una máquina. De libros nada... pero de cosas que se aprenden con la experiencia, los dos las aprendemos en seguida si queremos. Primero tiene que gustarnos, claro. Pero ahora él es un inválido y casi de mediana edad. Perry sabe que ahora los contratadores de trabajo no lo quieren, los tullidos no pueden trabajar con máquinas pesadas. Se da cuenta ahora, empieza a pensar en un modo de trabajar siguiendo mi camino. Estoy seguro de que es cierto. Creo que la velocidad ya no le atrae. Me doy cuenta por las cartas que me escribe. Escribe: "Ten cuidado, papá. No conduzcas si tienes sueño, es mejor parar y descansar al lado de la carretera un rato.» Son las mismas palabras que antes le decía yo. Ahora me las dice él a mí. Ha aprendido la lección.

A mi parecer, Perry ha aprendido una lección que nunca olvidará. La libertad es todo para él y no le volverán a ver entre rejas nuevamente. Estoy seguro de que será así. He notado grandes cambios en su modo de hablar. Me dijo que lamentaba de veras lo que había hecho. También sé que le da vergüenza de que los que le conocen sepan que ha estado entre rejas y no lo dirá. Me pidió que no les dijera a sus amigos en dónde estaba. Cuando me escribió y me dijo que estaba entre rejas, le contesté que te sirva de lección, que me alegraba de que hubiera sido así, ya que podía haberle ido todavía peor, que podían haberle pegado un tiro. Le dije también que se tomara la estancia entre rejas sin pesar. Tú te lo has buscado. Tenías que saber lo que te hacías. Nunca te he enseñado a robar a los demás, así que no me protestes por lo mal que lo pasas en la cárcel. Pórtate bien, y me prometió que lo haría. Supongo y deseo que sea un buen preso.

De verdad que pienso que ninguno le convencerá de que robe otra vez. La ley manda, eso lo sabe. El ama su libertad.

Yo sé muy bien que Perry tiene buen corazón si es bien tratado. Pero si se le trata mal, es como ir contra una sierra circular. Un amigo suyo puede confiarle cualquier cantidad de dinero. Hará lo que el amigo le diga, no le robaría a un amigo un céntimo. Antes de que esto sucediera no le había robado nunca nada a nadie. Y sinceramente deseo que viva el resto de su vida como un hombre honesto. Sí, robó junto con otros siendo chaval. Pregúntenle no más si yo fui un buen padre para él y qué tal madre fue la suya cuando estaba en San Francisco. Perry sabe lo que le conviene. Lo entiende muy bien cuando le castigan. No es ningún tonto. Sabe muy bien que la vida es demasiado corta y demasiado agradable para pasársela en la sombra.


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Parientes: Una hermana Bobo casada y yo su padre, somos los únicos familiares vivos de Perry. Bobo y su marido se ganan la vida solos. Tienen su casa y yo también me arreglo solo. Hace dos años me vendí mi casa de Alaska y espero que el año próximo volveré a tener otra. He denunciado la localización de varias minas y espero sacar alguna cosa. Además, no he dejado de buscar oro. También me han pedido que escriba un libro artístico sobre la talla de la madera y sobre el famoso «Trapper's Den Lodge» que construí en Alaska, y que todos los turistas que iban en coche para Anchorage conocían, cosa que quizás haga. Compartiré todo lo que tengo con Perry. Si yo tengo comida, él también la tendrá. Mientras esté vivo. Y cuando muera, tengo un seguro de vida que le dará dinero, así que podrá empezar una nueva VIDA cuando esté libre. Para en caso de que yo esté muerto entonces.

Esta biografía lograba siempre despertar en él una serie de emociones: autocompasión la primera, amor y odio juntos al principio, pero con aumento del segundo al final. La mayor parte de los recuerdos que afloraban lo hacían sin proponérselo él, aunque no todos en realidad, aquella primera parte de su vida que Perry podía recordar era un tesoro precioso, un período compuesto de aplauso y esplendor. Tenía quizás entonces tres años y se veía, con sus hermanas y su hermano mayor, sentado en la tribuna de un rodeo. En el ruedo una esbelta joven, india cherokee, montaba un caballo salvaje, un «indómito potro» y sus cabellos ondulaban al viento como los de una bailarina de flamenco.

Se llamaba Flo Buckskin y era artista profesional del rodeo, «la campeona del caballo salvaje». Y su marido Tex John Smith también: en ocasión de una gira de rodeo por el oeste del país, aquella espléndida india y el apuesto cow-boy irlandés se conocieron. Se casaron y tuvieron aquellos cuatro hijos que ahora están sentados en la tribuna. (Y Perry podía recordar muchos otros espectáculos del rodeo, podía ver a su padre haciendo piruetas en un círculo de lazos que giraban veloces y a su madre con ajorcas de plata incrustadas de turquesas tintineando en sus muñecas cabalgando a desesperada velocidad en arriesgadas evoluciones que estremecían a su hijo menor y ponían en pie al público de todas las ciudades desde Texas a Oregón que aplaudía con frenético entusiasmo.)

Hasta que Perry cumplió cinco años, la compañía «Tex y Flo» continuó exhibiendo su espectáculo de rodeo. Como forma de vida no puede decirse que fuera «un lecho de rosas» contaba una vez Perry:

-Nosotros seis metidos en un camión viejo, viajábamos, dormíamos en él, a veces, vivíamos de gachas, chocolatinas y leche condensada. Hawks era la marca de la leche condensada que fue lo que me enfermó de los riñones, el azúcar que contenía, por eso siempre mojaba la cama.

Pero no es que fuera tampoco una existencia totalmente desdichada, especialmente para los chiquillos, orgullosos de sus padres de quienes admiraban su espectacularidad y valentía... sin duda una existencia más feliz que la que luego siguió. Porque Tex y Flo, obligados ambos por sus achaques a abandonar aquel ritmo de vida, se establecieron en Reno, Nevada. Se peleaban siempre y Flo empezó a «darse al whisky» y luego, cuando Perry tenía seis años, se fue a San Francisco llevándose consigo a los hijos. Fue exactamente como el padre lo había escrito: «Yo la dejé marchar cuando se fue y cogió el coche y me dejó allí plantado (esto fue durante la depresión). Mis hijos lloraban a voz en cuello. Ella no hacía más que maldecirlos en diciendo que encima luego se fugarían para reunirse conmigo.» Y en verdad, durante el curso de los tres años siguientes, Perry se escapó en varias oportunidades dispuesto a encontrar al padre que había perdido, aprendiendo a «despreciarla».


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El licor le había tornado la cara fofa, había hinchado el cuerpo de la que fue ágil y flexible muchacha cherokee, le había «agriado el alma», afilado la lengua hasta la perfidia y disuelto hasta tal punto la dignidad que ni siquiera le importaba preguntar el nombre de los ocasionales estibadores, conductores de tranvía y otros tipos por el estilo que aceptaban lo que ella podía ofrecerles sin cargo (lo único que pedía era que primero bebieran con ella y bailaran al son de un fonógrafo de manivela).

Por consiguiente, como recordaba Perry:

-Siempre pensaba en papá, deseando que apareciera y me rescatara y me acuerdo como si fuera ahora del día en que volví a verle. En el patio del colegio. Fue como cuando la maza de béisbol pega de lleno en la pelota. Como Di Maggio. Sólo que papá no quiso ayudarme. Me dijo que me portara bien, me abrazó y se fue. Poco después mi madre me puso en un orfelinato católico. Aquel en que las Viudas Negras me estaban siempre encima. Me pegaban. Porque mojaba la cama. Esta es una de las razones por las que detesto a las monjas. Y a Dios. Y a la religión. Pero luego descubrí que había gente más cruel. Porque un par de meses después, me echaron del orfelinato y ella (su madre) me puso en un sitio peor: un asilo de niños de la Salvation Army. También allí me odiaban por mojar la cama. Y por ser medio indio. Había una asistente que me llamaba «negro» y decía que no existía diferencia alguna entre negros e indios. ¡Oh, Jesús! El mismo diablo encarnado. Lo que solía hacer era meterme en una bañera con agua helada, me metía y me tenía agarrado hasta que me ponía azul, casi ahogado. Pero descubrieron a la muy bruja, porque enfermé de pulmonía. Por poco no lo cuento. Estuve hospitalizado dos meses. Fue cuando estaba tan enfermo que papá volvió. Y cuando me recuperé me llevó con él.

Durante casi un año, padre e hijo vivieron juntos en la casa que tenían cerca de Reno y Perry iba a la escuela.

-Terminé el tercer grado -contaba Perry-, y fue el último. No volví nunca más. Porque aquel verano papá construyó una especie de rudimentaria roulotte que la llamamos «casa coche». Tenía dos literas y un espacio para la cocina. La cocina funcionaba bien, se podía guisar todo. Nos cocíamos el pan. Yo preparaba conservas: manzanas en compota, mermelada de manzanas silvestres. Así que durante los seis años que siguieron fuimos deambulando por todo el país, sin nunca establecernos en ninguna parte por mucho tiempo. Si nos quedábamos demasiado tiempo en algún lugar, la gente empezaba a mirar a papá como a un bicho raro y yo no lo podía soportar, me destrozaba verlo. Porque entonces yo adoraba a mi padre. A pesar de que a veces era muy duro conmigo. Tiránico como el diablo. Pero entonces lo quería mucho. Así que siempre estaba contento cuando nos volvíamos a poner en marcha.

Estuvieron recorriendo Wyoming, Idaho, Oregón y hasta Alaska. En Alaska, Tex le enseñó a su hijo a soñar con el oro, a buscarlo en los arenosos lechos de los riachuelos de aguanieve y también fue allí, donde Perry aprendió a usar el fusil, a desollar un oso, a seguir las huellas de los lobos y los ciervos.

-¡Cristo, hacía frío! -podía recordar Perry-. Papá y yo dormíamos pegados uno a otro, envueltos en mantas y pieles de oso. Por la mañana, antes del alba, yo preparaba el desayuno a toda marcha, galletas, jarabe, carne frita y nos poníamos en marcha para ganarnos la jornada. Todo hubiera sido perfecto si yo no hubiese crecido: cuanto mayor me hacía, menos admiraba a mi padre. En algunas cosas, lo sabía todo; en otras no sabía nada. Materias enteras de las que casi ignoraba su existencia. De las que no entendía una letra. Como que yo supiera tocar la armónica la primera vez que se me venía una a la mano. Y también la guitarra. Esa gran facilidad musical innata que yo tenía, papá no podía reconocerla. Ni le importaba. Me gustaba también leer. Mejorar mi vocabulario. Quería componer canciones. Dibujar. Pero nunca tuve ningún aliento de él ni de nadie. Muchas noches, en la cama, me quedaba despierto, en parte tratando de controlar mi vejiga y en parte porque no podía dejar de pensar. Y cuando hacía tanto frío que casi no podía respirar, pensaba en las Hawaii.


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En una película que había visto. De Dorothy Lamour. Quería irme allí. Allí donde estaba el sol, donde todo lo que se llevaba encima eran hierbas y flores.

Llevando encima muchas cosas más, Perry, una suave noche de 1945, durante la guerra, se hallaba en el estudio de un tatuador de Honolulu, haciéndose dibujar en su antebrazo izquierdo una serpiente y un puñal. Había llegado allí por el siguiente camino; una riña con su padre, un viaje en auto-stop desde Anchorage hasta Seattle, una visita a las oficinas de reclutamiento de la Marina Mercante.

-Pero nunca lo hubiera hecho de haber sabido lo que me esperaba -comentó Perry una vez-. No me ha importado nunca trabajar y estaba contento de ser marinero, ver puertos y así. Pero los maricas del barco no me dejaban en paz. Tenía dieciséis años y era pequeño. Sabía arreglármelas, claro. Pero muchos maricas no son afeminados, sabe. Caray, he conocido maricas capaces de tirar por la ventana una mesa de billar. Y un piano detrás. Esa clase de chicas te la pueden hacer pasar morada, sobre todo si se junta una pareja dispuesta a meterse contigo y tú no eres más que un chaval. Hasta puede darte ganas de matarte. Años después, cuando hice el servicio y me destinaron a Corea, tuve el mismo problema. Tuve un buen historial, mejor que nadie: me dieron Estrella de Bronce. Pero nunca ascendí. Después de cuatro años de luchar en toda aquella cochina guerra de Corea, por lo menos tenían que haberme hecho cabo. Pero no, ¿sabe por qué? Porque el sargento que teníamos era una bestia de mar*ca. Y yo no me dejaba. Jesús, no puedo con eso. No puedo soportarlo. Pero..., yo no sé. Por otra parte, con otros maricas me he entendido muy bien. Y en realidad, el mejor amigo que he tenido, sensible e inteligente, resultó que era mar*ca.

En el lapso transcurrido entre el abandono de la Marina Mercante y la entrada en filas, Perry había hecho las paces con su padre que, cuando su hijo le dejó, se mudó a Nevada y luego a Alaska nuevamente. En 1952, el año en que Perry terminaba su servicio militar, el padre se hallaba totalmente dedicado a los planes que le llevarían a terminar sus viajes de un sitio a otro para siempre.

-A papá le había entrado la fiebre -contaba Perry-. Me escribió que se había comprado una tierra en la autopista, a la salida de Anchorage. Quería hacer un parador de caza para turistas. «Trapper’s Den Lodge», se iba a llamar. Y me pidió que me fuera para allá cuanto antes para ayudarle a construirlo. Estaba convencido de que íbamos a hacer una fortuna. Bueno, estando todavía en el servicio, destinado en Fort Lewis, me compré una motocicleta (muertecicletas tendrían que llamarlas) y en cuanto me licenciaron me fui a Alaska. No llegué más allá que a Bellingham, justo en la frontera del estado. Llovía. La moto patinó.

El patinazo aplazó un año la reunión de padre e hijo. Operación quirúrgica y recuperación requirieron seis meses de aquel año y el resto lo ocupó convaleciendo en la casa que un indio joven, leñador y pescador, tenía en el bosque cerca de Bellingham.

-Joe James. El y su mujer me tomaron cariño. Si bien casi no había diferencia de edades (era sólo de dos o tres años) me tuvieron en su casa y me trataron como si fuera uno de sus hijos. Lo que en este caso era estupendo porque cuidaban muy bien de los chicos y los adoraban. Tenían cuatro entonces y con el tiempo serían siete. Fueron muy buenos conmigo Joe y su familia. Yo caminaba con muletas y no podía hacer casi nada. Nada más que estarme sentado. Así fue que para ocuparme en algo y también ser útil, comencé aquello que se convirtió en una especie de escuela. Los alumnos eran los hijos de Joe y algunos de sus amigos y dábamos clase en la sala. Les enseñaba a tocar la armónica y la guitarra. A dibujar. Y a escribir. Todos dicen siempre que yo tengo una caligrafía muy bonita. Es verdad y es porque una vez compré un libro que decía cómo había que escribir y estuve practicando hasta que conseguí escribir como en el libro. Además leíamos cuentos y los chiquillos leían por turno y yo les corregía. Era divertido. A mí me encantan los críos. Los niños pequeños.


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