A SANGRE FRÍA - Truman Capote

137

Suspicaz, santurrón rencoroso, era como una esposa de la que había que librarse. Y no había más que un medio de lograrlo: largarse sin decir palabra.

Absorto en sus planes, Dick no vio el coche patrulla que pasaba junto a él muy despacio observando. Tampoco vio Perry, que bajaba los escalones de correos con la caja a hombros, el coche que pasaba y los policías que había dentro.

Los agentes Ocie Pigford y Francis Macauley se sabían de memoria páginas enteras de datos incluyendo la descripción de un Chevrolet 1956 blanco y negro con matrícula de Kansas JO 16212. Ni Perry ni Dick se dieron cuenta de que los seguía la policía cuando se alejaron de correos, y Dick al volante y Perry indicándole el camino, se dirigieron hacia el norte. Cinco manzanas más allá torcieron a la izquierda, luego a la derecha, rodaron medio kilómetro más y detuvieron el coche frente a una palmera moribunda y un letrero medio borrado por las inclemencias del tiempo que sólo había dejado una palabra: OOM1.

-¿Es aquí? -preguntó Dick.
Perry asintió mientras el coche patrulla se acercaba a ellos.

El Departamento de Investigación de la Prisión de Las Vegas contiene dos dependencias para interrogatorios, habitaciones que miden tres metros por cuatro, iluminadas con fluorescentes, con paredes y techo de celotex. En cada habitación además de un ventilador eléctrico, una mesa metálica y dos sillas plegables, metálicas también, existen micrófonos disimulados, magnetófonos escondidos e, inserta en la puerta, una mirilla de observación en forma de espejo. El sábado, 2 de enero de 1960, ambas habitaciones estaban reservadas para las dos de la tarde, hora que cuatro detectives de Kansas habían elegido para tener que enfrentarse con Hickock y Smith por primera vez.

Poco antes de la hora fijada, el cuarteto de agentes del KBI (Harold Nye, Roy Church, Alvin Dewey y Clarence Duntz) se reunió en el corredor junto a las dependencias de interrogatorios. Nye tenía fiebre.

-Algo de gripe, pero nada más que nervios -le diría posteriormente a un periodista-. Hacía dos días que aguardaba en Las Vegas: en cuanto tuve noticias de que los tenían tomé el primer avión.

»El resto del equipo, Al, Roy y Clarence, llegaron en coche. Un viaje pésimo. Pésimo tiempo. Pasaron la Nochevieja aislados por la nieve en un hotel de Alburquerque. Caramba, cuando por fin llegaron a Las Vegas, falta les hacía un buen whisky y buenas noticias. Yo los aguardaba con las dos cosas. Nuestros jovencitos habían firmado sendas renuncias de extradición. Y algo todavía mejor: teníamos las botas, los dos pares, y las suelas: las Cat's Paw y las de dibujo a rombos, correspondían exactamente con las huellas encontradas en la casa de los Clutter. Las botas venían en una caja llena de trastos que acababan de recoger de correos precisamente un momento antes de que cayera el telón. Como le decía yo a Al Dewey: «Imagínate si la patrulla llega cinco minutos antes».

»A pesar de ello, nuestro caso era débil, nada absolutamente indiscutible. Pero recuerdo que, mientras aguardábamos en el corredor, sí, recuerdo que estaba febril y nervioso pero confiado; nos sentíamos muy cerca de la verdad. Mi tarea, la mía y la de Church, era sacarle la verdad a Hickock. Smith era tarea de Al y el viejo Duntz. Yo no había visto todavía a los sospechosos, sólo había examinado sus pertenencias y dispuesto las renuncias de extradición. No había visto jamás a Hickock hasta que lo llevaron al interrogatorio.

1 OOM lo que quedaba de la palabra «Rooms», Habitaciones. (N. del T.)



A sangre fria - Truman Capote
 
138

Me lo imaginaba más corpulento. Más fuerte. No que fuera una especie de muchachito flaco. Tenía veintiocho años pero parecía un crío. Hambriento, se le veían los huesos. Llevaba camisa azul, pantalones caqui, zapatos negros y calcetines blancos. Le di la mano; la suya estaba más seca que la mía. Limpio, educado, voz agradable, buena dicción, un tipo de buen aspecto con una sonrisa de esas que desarman... y al principio, sonreía bastante. Le dije: "Soy Harold Nye, señor Hickock, y este otro caballero es el señor Roy Church. Somos agentes especiales del Departamento de Investigación de Kansas y hemos venido a tratar de la violación de palabra que ha cometido. Por supuesto no tiene obligación de contestar a nuestras preguntas, y todo cuanto diga aquí puede ser empleado en contra suya. Puede nombrar un abogado en cualquier momento. No usamos la fuerza ni le haremos ninguna promesa." Estaba más fresco que una rosa.

-Conozco la fórmula -dijo Dick-. Me han interrogado otras veces.

-Así, señor Hickock...

-Dick.

-Dick, queremos hablarte de tus actividades desde que te concedieron la libertad bajo palabra. Por lo que sabemos, has repartido cheques sin fondos, en la zona de Kansas City, por lo menos dos veces.

-Aja. Coloqué bastantes.

-¿Podrías hacernos una lista?

El preso, evidentemente orgulloso de su único auténtico don natural, una memoria increíble, recitó los nombres y direcciones de veinte establecimientos de Kansas City, tiendas, cafés y garajes, recordando con precisión la «compra» hecha y el importe del cheque que había pasado.

-Dick, siento curiosidad. ¿Por qué toda esa gente aceptó tus cheques? Me gustaría mucho saber el secreto.

-El secreto es éste: la gente es idiota.
Roy Church dijo:
-¡Tienes gracia, Dick! Pero olvidemos un momento esos cheques.

A pesar de que parecía tener la garganta forrada de cerda y que sus manos eran tan duras como para pegar puñetazos a una pared de piedra (su número preferido, en realidad), la gente solía confundir a Church con un bondadoso hombrecillo, una especie de tiíto calvo, de mejillas rosadas.

-Dick -dijo-, ¿y si hablaras un poco de tus antecedentes familiares?

El preso se puso a recordar. Cuando tenía nueve o diez años, su padre cayó enfermo. Eran fiebres cuniculares y la enfermedad duró muchos meses durante los cuales la familia había dependido de la ayuda de la Iglesia y la caridad de los vecinos, «si no, hubiésemos muerto de hambre». Aparte de este episodio, su infancia había sido normal.

-Nunca tuvimos mucho dinero pero tampoco nunca estuvimos sin nada -dijo Hickock-. Siempre había ropa limpia y algo con que llenar el estómago. Mi padre era muy severo. No estaba contento más que cuando me veía haciendo algo. Pero nos llevábamos bien y jamás tuvimos un altercado. Mis padres tampoco discutían. No recuerdo una sola pelea. Ella es estupenda, mi madre. Papá es también un buen tipo. Debo decir que hicieron por mí cuanto pudieron.

¿Los estudios? Bueno, pues estaba convencido de que hubiera sido mejor el promedio si no hubiera «malgastado» tanto tiempo con los deportes.


A sangre fria - Truman Capote
 
139


-Béisbol, rugby. Pertenecía a todos los equipos. Al terminar el bachillerato, podría haber ido a la universidad gracias a una beca que me ofrecieron para jugar a rugby. Yo quería ser ingeniero pero, incluso con una beca, eso cuesta mucho. No sé, me pareció más seguro buscar empleo.

Antes de cumplir veintiún años, Hickock había trabajado como peón de ferrocarril, como conductor de ambulancia, pintor de coches y mecánico en un garaje. También se había casado con una muchacha de dieciséis años.

-Carol. Su padre era pastor. Me la tenía jurada. Me decía que yo no servía para nada. Puso todas las trabas posibles. Pero yo estaba loco por Carol. Todavía lo estoy. Es una verdadera princesa. Sólo que... sabe, tuvimos tres hijos. Chicos. Y éramos demasiado jóvenes para tener tres hijos. Quizá si no nos hubiéramos entrampado tanto... Si yo hubiese podido ganar algo más. Lo intenté.

Intentó jugar, empezó a falsificar cheques y tanteó luego otras formas de robo. En 1958, convicto y confeso de robo con escalo ante un tribunal del condado de Johnson, fue sentenciado a cinco años en la Penitenciaría del Estado de Kansas. Para entonces, Carol se había marchado y él había tomado por esposa a otra muchacha de dieciséis años.

-Pérfida como el diablo. Ella y toda su familia. Se divorció mientras yo estaba dentro. No es que me queje. El pasado agosto, cuando salí de la jaula, me pareció que tenía muchas posibilidades de empezar de nuevo. Encontré trabajo en Olathe, vivía con mi familia y las noches las pasaba en casita. Todo iba de primera...

-Hasta el veinte de noviembre -dijo Nye y Hickock pareció no comprender...-. Día en que dejó de ir todo de primera y empezaste a pasar papel mojado. ¿Por qué?

Hickock suspiró y dijo:

-Eso daría para escribir un libro. -Luego mientras fumaba un cigarrillo ofrecido por Nye y encendido por el cortés Church, dijo-: Perry, mi compañero Perry Smith, obtuvo la libertad bajo palabra en primavera. Después, cuando yo salí me escribió una carta. Con matasellos de Idaho. Me escribió recordándome lo que solíamos planear juntos. Ir a México. La idea era largarnos a Acapulco, un sitio de allí, comprar una barca de pesca y ganarnos la vida llevando turistas a pescar a alta mar.

-Y esa barca -dijo Nye-. ¿Cómo pensabais pagarla?

-A eso voy -dijo Hickock-. ¿Sabe? Perry me escribió diciendo que tenía una hermana en Fort Scott. Y que ella tenía mucho dinero suyo. Algunos miles de dólares. Dinero que su padre le debía por la venta de una propiedad, allá en Alaska. Me dijo que pensaba venir a Kansas a recoger la pasta.

-Y vosotros la usarías para comprar la barca.

-Exacto.

-Pero no salió bien.

-Lo que pasó fue que Perry apareció un mes después. Yo fui a esperarlo a la estación del autobús, en Kansas City.

-¿Cuándo? -preguntó Church-. ¿Qué día de la semana? -Un jueves.
-Catorce de noviembre.

Los ojos de Hickock relampaguearon de sorpresa. Era evidente que se preguntaba por qué Church estaba tan seguro de la fecha. Era demasiado pronto para despertar sospechas así que el detective se apresuró a preguntar:

-¿A qué hora saliste para Fort Scott?

A sangre fria - Truman Capote
 
140


-Por la tarde. Tuvimos que hacerle algunos arreglos a mi coche y luego nos tomamos un chili en el Café West Side. Sería a eso de las tres.

-A eso de las tres. ¿Os esperaba la hermana de Perry Smith?

-No. Porque, ¿sabe?, Perry había perdido la dirección. Y ella no tenía teléfono.

-¿Y entonces, se puede saber cómo pensabais dar con ella?

-Preguntando en correos.

-¿Lo hicisteis?

-Perry fue a preguntar. Le dijeron que se había mudado a otra parte. Creían que a Oregón. Pero no había dejado la nueva dirección.

-Vaya chasco os debisteis llevar. Después de haber contado con un montón de dinero así.

Hickock asintió:

-Porque... bueno, porque habíamos resuelto largarnos a México. Si no, jamás hubiera firmado aquellos cheques. Pero tenía la esperanza de que... Oiga, voy a decirle la verdad. Pensaba que una vez en México, en cuanto empezase a ganar dinero, podría pagarlos. Los cheques.

Nye intervino:

-Un minuto, Dick.

Nye es un hombre bajo, impulsivo, que tiene dificultad para moderar su agresividad, su tendencia a expresarse en un lenguaje cortante y franco.

-Me gustaría saber algo más del viaje a Fort Scott -dijo conteniéndose-. Al no encontrar allí la hermana de Smith, ¿qué hicisteis?

-Dar una vuelta. Tomar una cerveza. Volvernos.

-¿Quieres decir que volvisteis a casa?

-No. A Kansas City. Paramos en el drive-in Zesto. Comimos unas hamburguesas. Y fuimos al Cherry Row.

Ni Church ni Nye sabían qué era Cherry Row.

-¡No me tomen el pelo! -dijo Hickock-. Todos los «polis» de Kansas han estado allí.

Al insistir en que ellos no lo conocían, les explicó que era una zona del parque donde uno encuentra «sobre todo prost*tutas». Y añadió, «también con aficionadas. Enfermeras. Secretarias. A veces he tenido suerte».

-Y esa noche, ¿hubo suerte?
-Muy mala. Terminamos con un par de tomates. -¿Que se llamaban?
-Mildred. La otra, la de Perry, Joan, me parece. -Descríbelas.

-Quizá fueran hermanas. Las dos rubias. Gordas. No lo tengo muy claro. ¿Sabe? Compramos una botella de Orange Blossom, es decir, vodka y zumo de naranja, y yo estaba como una cuba. Les hicimos beber un poco a las chicas y luego las llevamos a Fun Haven. ¿Supongo que ustedes no habrán oído hablar nunca de Fun Haven?

No, no habían oído hablar.

Hickock sonrió y se encogió de hombros.

-Está en Blue Ridge Road. A unos doce kilómetros al sur de Kansas City. Es una combinación de cabaret y motel. Pagas diez dólares y te dan la llave de una cabaña.

A sangre fria - Truman Capote
 
141


A continuación describió la cabaña donde pretendían que los cuatro habían pasado la noche: camas gemelas, un viejo almanaque de Coca-Cola, una radio que funcionaba depositando una moneda. La seguridad con que hablaba, su precisión, la exacta descripción de detalles comprobables, impresionaron a Nye, aunque por supuesto, el chico mentía. ¿O no mentía? Fuera a causa de la gripe y la fiebre o de un brusco descenso en el ardor de su convicción, Nye estaba empapado en sudor frío.

-Al día siguiente, cuando nos despertamos, comprobamos que nos habían limpiado y se habían largado -dijo Hickock-. A mí no me quitaron mucho. Pero Perry perdió la cartera con cuarenta o cincuenta dólares.

-¿Y qué hicisteis?

-No se podía hacer nada.

-Pudisteis denunciarlo a la policía.

-¡Oh, por favor!... Vaya una... Denunciarlo a la policía. Por si no lo sabe, un tipo que está bajo palabra, no puede coger una cuerda. Ni andar por ahí con otro ex.

-De acuerdo, Dick, es domingo. El domingo quince de noviembre. Dinos qué hicisteis desde que salisteis de Fun Haven.

-Pues tomar el desayuno en un lugar de esos de camioneros que hay cerca de Happy Hill. Luego fuimos a Olathe y dejé a Perry en el hotel donde vivía. Sería alrededor de las once. Luego me fui a mi casa y comí con mi familia. Como todos los domingos. Vi la televisión... un partido de basket o quizá fuera de rugby. Yo estaba rendido.

-¿Cuándo volviste a ver a Perry Smith?
-El lunes. Pasó por donde yo trabajaba. Por el garaje de Bob Sands. -¿Y de qué hablasteis? ¿De México?

-Bueno. La idea nos seguía gustando, aunque no hubiésemos conseguido el dinero... para establecernos por nuestra cuenta una vez allí. Pero queríamos hacerlo y nos parecía que valía la pena el riesgo.

-¿El riesgo de otra temporada en Lansing?

-Eso no entraba en nuestros cálculos. ¿Sabe? No pensábamos volver nunca a los Estados Unidos.

Nye, que tomaba notas en un cuaderno, dijo:

-Al día siguiente del diluvio de cheques sin fondos, que sería el veintiuno, tú y tu amigo Smith desaparecisteis. Ahora, Dick, ten la bondad de describir vuestros movimientos desde entonces hasta el momento en que os detuvieron en Las Vegas. Aunque sea sin detalles.

Hickock dejó escapar un silbido y puso los ojos en blanco:

-¡Uff! -exclamó, y entonces, haciendo gala de su talento para lograr una evocación casi completa, empezó el relato de la larga marcha, de aquellos dieciséis mil kilómetros que él y Smith habían cubierto en las últimas seis semanas. Habló durante una hora y veinticinco minutos: de las dos cincuenta hasta las cuatro y cuarto. Citó, mientras Nye intentaba anotarlos, nombres de autopistas, hoteles, moteles, ríos, pueblos y ciudades, un coro de nombres entremezclados: Apache, El Paso, Corpus Christi, Santillo, San Luis de Potosí, Acapulco, San Diego, Dallas, Omaha, Sweetwater, Tenville Junction, Tallahassee, Meedles, Miami, Hotel Nuevo Waldorf, Somerset Hotel, Hotel Simone, Arrowhead Motel, Cherokee Motel y muchos, muchísimos más.

Les dio el nombre del hombre de México a quien había vendido su Chevrolet 1948 y confesó que había robado otro más nuevo en Iowa. Describió las personas que él y su compinche habían encontrado: una viuda mexicana rica y sensual, Otto el «millonario» alemán, un par de «elegantes» boxeadores negros que conducían un «elegante» Cadillac malva, el ciego propietario de un vivero de serpientes de cascabel de Florida, un viejo moribundo y su nieto...


A sangre fria - Truman Capote
 
142

Y otros muchos más. Y cuando terminó se quedó con los brazos cruzados y una sonrisa complacida, como si esperara a que lo felicitaran por el humor, la claridad y el candor de su relato del viaje.

Pero Nye seguía velozmente escribiendo en su cuaderno y Church, que golpeaba perezosamente con el puño cerrado su palma abierta, callaba... hasta que de pronto dijo...

-Supongo que sabes por qué estamos aquí.

La boca de Dick cobró rigidez. Su postura también.

-Imagino que te darás cuenta de que no hemos venido hasta aquí, hasta Nevada, sólo por un par de timadores de pacotilla.

Nye había cerrado el cuaderno. También él miraba fijamente al preso y observó que un racimo de venas había aparecido en su sien izquierda.

-¿No te parece, Dick?
-¿Qué?
-Venir desde tan lejos para charlar de un puñado de talones sin fondos. -No veo otra razón.
Nye dibujó un puñal en la cubierta de su cuaderno y mientras lo hacía dijo: -Dime, Dick, ¿has oído hablar del asesinato de los Clutter?

A lo que, como escribiría posteriormente en el informe oficial de la entrevista: «El sospechoso experimentó una intensa reacción perfectamente visible. Se puso gris. Se le desviaron los ojos.”

Hickock dijo:
-¡Alto ahí! Aguarden un poco, yo no soy un jodido asesino.
-La pregunta -le recordó Church- era si habías oído hablar del asesinato de los Clutter. -Puede que leyera algo -dijo Hickock.
-Un crimen infecto. Infecto. Cobarde.

-Y casi perfecto -saltó Nye-. Pero cometisteis dos equivocaciones, Dick. Una, dejar un testigo. Que prestará declaración ante los tribunales. Que se sentará en el banquillo de los testigos y le dirá al jurado cómo Richard Hickock y Perry Smith ataron, amordazaron y asesinaron a cuatro personas indefensas.

La cara de Dick recuperó los colores:

-¡Un testigo con vida! ¡Eso no puede ser!

-¿Porque pensaste que te habías librado de todos?

-Dije que no podía ser. Nadie puede relacionarme a mí con ningún jodido asesinato. Cheques. Algún que otro hurto. Pero no soy un maldito asesino.

-Entonces -preguntó Nye con calor-. ¿Por qué nos has mentido?

-He dicho la puñetera verdad.

-A veces. No siempre. Por ejemplo eso de la tarde del sábado catorce de noviembre. Has dicho que fuisteis en el coche a Fort Scott.

-Sí.
-Y que cuando llegasteis allí fuisteis a correos.
-Sí.
-Para averiguar la dirección de la hermana de Perry. -Eso es.

A sangre fria - Truman Capote
 
143


Nye se levantó. Se colocó detrás de la silla de Hickock y, apoyando las manos en el respaldo, se inclinó como para susurrarle al preso algo en el oído.

-Perry Smith no tiene ninguna hermana que viva en Fort Scott ni nunca la ha tenido. Y los sábados por la tarde, la estafeta de correos de Fort Scott da la casualidad que está cerrada.

Luego añadió:

-Piénsalo, Dick. Nada más por ahora. Volveremos a hablar contigo luego.

Cuando dejaron a Hickock, Nye y Church cruzaron el corredor y observaron por la mirilla en forma de espejo de la puerta de la otra habitación, el interrogatorio de Perry Smith, escena que podían ver pero no oír. A Nye, que veía a Smith por primera vez, le fascinaron sus pies y aquellas piernas tan cortas que sus pies, como los de un niño, no llegaban al suelo. La cabeza de Smith, el liso pelo indio, la mezcla indioirlandesa que daba a su piel aquel tono oliva y a su rostro rasgos atrevidos y traviesos, le recordaron a la guapa hermana del sospechoso, la agradable señora Johnson. Pero aquel ser, mitad hombre, mitad niño, rechoncho y deforme, no era guapo; la punta rosácea de su lengua chasqueaba como la de un lagarto. Fumaba un cigarrillo y por la regularidad de las exhalaciones, Nye dedujo que todavía era «virgen», es decir, todavía ignoraba el verdadero propósito del interrogatorio.

Nye no se equivocaba. Porque Dewey y Duntz, profesionales pacientes, habían circunscrito gradualmente la vida de Perry a los acontecimientos de las últimas semanas y luego, reducido el período hasta concentrarse en la recapitulación del fin de semana crucial, desde el sábado por la tarde, a la tarde del domingo: 14 y 15 de noviembre. Ahora, después de haber pasado tres horas preparando el terreno, no estaban lejos de su objetivo:

-Perry -dijo Dewey-. Revisemos los hechos. Cuando te concedieron la libertad bajo palabra fue con la condición de que nunca volverías a Kansas.

-Al estado de los girasoles. Lloré a gritos.

-Pensando así, ¿cómo fue que volviste? Debiste de tener muy buenas razones.

-Ya se lo he dicho. A ver a mi hermana. A recoger el dinero que ella me guardaba.

-¡Ah, sí! La hermana que tú y Hickock fuisteis a buscar a Fort Scott. Perry, ¿cuánto hay de Kansas City a Fort Scott?

Smith meneó la cabeza. No lo sabía.

-Bueno, ¿cuánto tardasteis en llegar hasta allí en coche?

Ninguna respuesta.

-¿Una hora? ¿Dos? ¿Tres? ¿Cuatro?

El preso dijo que no lo recordaba.

-Claro que no lo recuerdas. Porque nunca has estado en Fort Scott.

Hasta aquel momento ninguno de los detectives había puesto en duda las declaraciones de Smith. Se agitó en la silla y se humedeció los labios con la punta de la lengua.

-En realidad, no has dicho la verdad. Nunca pusisteis los pies en Fort Scott. Nunca recogisteis ninguna chica ni la llevasteis a ningún motel...

-Claro que sí. ¡En serio!

-¿Cómo se llamaban?

-No se lo pregunté.

-¿Así que tú y Hickock pasasteis la noche con dos mujeres sin preguntarles ni el nombre?

-Eran prost*tutas.
-Dinos el nombre del motel.


A sangre fria - Truman Capote
 
144


-Pregúntenselo a Dick. El lo sabrá. Yo nunca recuerdo esas cosas. Dewey se dirigió a su colega:
-Clarence, me parece que es hora de que seamos sinceros con Perry.

Duntz se encorvó hacia adelante. Duntz es un peso pesado con la agilidad de un peso ligero, pero sus ojos son perezosos y velados. Habla lentamente, cada una de sus palabras parece pronunciada de mala gana y con un dejo de la pradera.

-Sí -asintió-. Creo que ha llegado.

-Presta mucha atención, Perry, porque el señor Duntz va a decirte dónde estabas la noche de aquel sábado. Dónde estabas y qué hacías.

-Asesinabas a la familia Clutter -dijo Duntz.

Smith tragó saliva. Empezó a frotarse las rodillas.

-Estabas allá en Holcomb, en Kansas. En casa del señor Herbert W. Clutter. Y antes de salir de aquella casa, mataste a todas las personas que había en ella.

-Nunca. Yo nunca.

-¿Nunca qué?

-Conocí a nadie que se llamara Clutter.

Dewey le llamó embustero y sacándose de la manga una carta que en una consulta previa los cuatro detectives habían acordado jugar como último recurso, le dijo:

-Hay un testigo con vida, Perry. Alguien a quien pasasteis por alto.

Transcurrió un minuto entero y Dewey disfrutó con el silencio de Smith, porque un inocente hubiera preguntado quién era aquel testigo y quiénes eran esos Clutter y por qué creía que él les había dado muerte... Hubiera dicho, en fin, algo. Pero Smith seguía callado, frotándose las rodillas.

-¿Y bien Perry?

-¿Tiene una aspirina? Me quitaron las aspirinas.

-¿Te encuentras mal?

-Son mis piernas.

Eran las cinco y media. Dewey, con toda intención, terminó bruscamente la entrevista.

-Volveremos a hablar de esto mañana. A propósito, ¿sabes qué día es mañana? El cumpleaños de Nancy Clutter. Hubiera cumplido los diecisiete años.

«Hubiera cumplido diecisiete años.» Perry, insomne, de madrugada (recordó luego), se preguntaba si sería cierto lo del cumpleaños de la muchacha y decidió que no, que era una forma de hacerle perder el control, como aquella falsa historia del testigo, «un testigo con vida». No podía haber ninguno. A no ser que... ¡Si pudiera hablar con Dick! Pero a él y a Dick los habían separado. Dick estaba encerrado en una celda dentro de otro piso. «Presta mucha atención, Perry, porque el señor Duntz va a decirte dónde estabas...» Hacia la mitad del interrogatorio, cuando empezó a notar las numerosas alusiones a aquel fin de semana de noviembre, se fue preparando para lo que sabía había de llegar y, cuando el fornido cow-boy de voz adormilada dijo: «Asesinabas a la familia Clutter»... bueno, casi se muere, ésa es la verdad.

Debió de perder cinco kilos de golpe.
A Dios gracias no lo había dejado traslucir. O así lo esperaba. ¿Y Dick? Era de suponer que habrían usado el mismo truco con él. Dick era listo, comediante, convincente, pero no tenía coj*nes, se asustaba con facilidad. Aun así, por mucho que le hubieran apretado los tornillos, Perry estaba convencido de que no se iría de la lengua.

A sangre fria - Truman Capote
 
145

A no ser que quisiera verse ahorcado. «Y antes de salir de aquella casa, mataste a todas las personas que había en ella.» No le sorprendería que todos los ex presidiarios de Kansas hubieran oído aquella frase. Seguro que habían interrogado a centenares de hombres y sin duda, acusado a docenas. El y Dick eran simplemente dos más. Pero, por otro lado, bueno, ¿iba a enviar el estado de Kansas cuatro agentes especiales a mil quinientos kilómetros para pescar a un par de tipos que habían violado la palabra? Quizá sí, de verdad se apoyaban en algo, en alguien, en «un testigo viviente». Era imposible. A menos que... Hubiera dado un brazo, una pierna, por poder hablar con Dick, cinco minutos siquiera.

Y Dick, despierto en la celda del piso de abajo tenía (como recordó después) las mismas ganas de hablar con Perry, de saber qué había dicho el espantajo. Cristo, no se podía confiar ni siquiera en que recordara la coartada del Fun Haven, a pesar de que lo habían hablado con bastante frecuencia. ¡Y cuando aquellos cochinos lo habían amenazado con un testigo! Diez contra uno que el pequeño espantajo habría creído que se refería a un testigo ocular. Pero él, Dick, comprendió inmediatamente quién era el supuesto testigo: Floyd Wells, su viejo amigo y compañero de celda. Cuando cumplía los últimos meses de la sentencia, había planeado apuñalar a Floyd, traspasarle el corazón con una «aguja» hecha por él mismo, ¡Qué necio fue no haciéndolo! Excepto Perry, Floyd Wells era el único ser humano capaz de relacionar los nombres de Hickock y Clutter. Floyd con su espalda curva y su barbilla hundida... Dick creyó que le daría demasiado miedo.

El hijo de perra estaría aguardando una recompensa extraordinaria, que le concedieran la libertad bajo palabra o que le dieran dinero, o las dos cosas. Pero le saldrían canas antes de conseguirlo, porque la declaración de alguien que está en la cárcel, no es prueba. Pruebas son huellas de pisadas, dactilares, testigos, una confesión. ¡Carajo! Si todos los cow-boys aquellos sólo tenían la historia que Floyd les había contado, no había por qué preocuparse. En el fondo, Floyd no era la mitad de peligroso que Perry. Perry si perdía la cabeza y cantaba, los metería a los dos en El Rincón. Y de pronto lo vio claro: era a Perry a quien debió reducir al silencio. En alguna carretera de México. O cuando atravesaban el Mojave. ¿Por qué no se le había ocurrido hasta ahora? Porque ahora, era demasiado tarde.

Por fin, a las tres y cinco de la tarde, Smith admitió la falsedad del cuento de Fort Scott.

-Eso sólo fue algo que Dick le dijo a su familia. Para poder pasar la noche fuera de casa. Y beber un poco. ¿Saben? El padre de Dick le vigilaba de cerca, porque tenía miedo que no cumpliese su palabra. Por eso dimos la excusa de mi hermana, sólo para apaciguar al señor Hickock.

Por lo demás, repitió la misma historia una y otra vez. Y ni Duntz ni Dewey, por mucho que lo corrigieran y lo acusaran de mentir, pudieron lograr que cambiara una sola palabra... aunque sí que añadiera detalles nuevos. Aquel día logró recordar los nombres de las prost*tutas: Mildred y Jane (o Joan):

-Se cobraron bien el trabajo -recordaba ahora-. Se largaron con toda la pasta mientras estábamos durmiendo.

Y aunque Duntz había perdido la compostura (había abandonado, junto a la chaqueta y corbata, su enigmática y soñolienta dignidad), el sospechoso parecía tranquilo y sereno, y no cedía ni un centímetro: no había oído hablar nunca de los Clutter, ni de Holcomb, ni de Garden City.

Al otro lado del corredor, en una habitación llena de humo donde Hickock se sometía a su segundo interrogatorio, Church y Nye aplicaban, metódicamente, una estrategia directa. Ni una sola vez durante el interrogatorio, que duraba ya tres horas, ninguno de los dos habían mencionado la palabra asesinato, omisión que mantenía al preso sobre ascuas.


A sangre fria - Truman Capote
 
146

Hablaban de cualquier cosa: de la filosofía religiosa de Hickock («Ya conozco el infierno. He estado en él. Y quizás exista el cielo también. Muchos ricos lo creen»), la de la historia de su vida sexual («Siempre me he comportado como un tipo normal cien por cien»), y otra vez, de la historia de su reciente hégira («¿Que por qué continuábamos viajando siempre? Porque íbamos buscando trabajo. No pudimos encontrar un empleo decente. Un día trabajé cavando un foso...») Pero las cosas que no se mencionaban, eran el meollo, la causa, pensaban los detectives, de la creciente nerviosidad de Hickock. Finalmente, cerró los ojos y se tocó los párpados con dedos temblorosos. Y Church preguntó:

-¿Algo que no va?
-Dolor de cabeza. Me vuelve loco. Entonces Nye le dijo:
-Mírame, Dick.

Hickock obedeció con una expresión que el detective interpretó como una súplica de que hablara, de que le acusara por fin y lo dejara refugiarse en la negación absoluta y constante.

-Ayer cuando discutimos este asunto, recordarás que te dije que el asesinato de los Clutter había sido un crimen casi perfecto. Que los asesinos habían cometido sólo dos errores. El primero fue dejar un testigo. El segundo... bueno, te lo voy a enseñar.

Se levantó y fue a buscar a un rincón una caja y un maletín que había traído al comenzar el interrogatorio. Del maletín sacó una fotografía grande.

-Esto -dijo poniéndola sobre la mesa- es una reproducción tamaño natural de ciertas pisadas encontradas junto al cadáver del señor Clutter. Y aquí -prosiguió, abriendo la caja- están las botas que las hicieron. Tus botas, Dick.

Hickock le echó una ojeada y en seguida apartó la vista. Apoyó los codos en las rodillas y apoyó la cabeza en las manos.

-Smith -dijo Nye- fue todavía menos cuidadoso. También tenemos sus botas, que también corresponden exactamente a otro par de pisadas. Ensangrentadas.

Church estrechó el cerco:

-Mira lo que va a ocurrirte, Hickock -dijo-: te llevarán a Kansas otra vez. Te acusaran de cuatro cargos por asesinato en primer grado. Cargo primero: Que alrededor del quince de noviembre de mil novecientos cincuenta y nueve, Richard Eugene Hickock, con premeditación, alevosía y ensañamiento asesinó y quitó la vida a Herbert W. Clutter. Cargo segundo: Que alrededor del quince de noviembre de mil novecientos cincuenta y nueve, el mismo Richard Eugene Hickock...

-Perry Smith mató a los Clutter -dijo Dick. Levantó la cabeza y muy despacio se enderezó en su silla como un púgil que intenta que no le cuenten hasta diez-. Fue Perry. Yo no pude impedirlo. Los mató a todos.

Clare, la encargada de correos, disfrutaba de un descanso, tomándose una taza de café en el Café Hartman. Se quejó del poco volumen de la radio diciendo:

-Ponla más alta.

La radio sintonizaba la estación de Garden City KIUL y decía:

«... después de su dramática confesión entre sollozos, Hickock salió del interrogatorio y se desmayó en el corredor. Agentes del KBI lo recogieron del suelo. Los agentes informaban que Hickock declaró que él y Smith asaltaron la casa de los Clutter esperando hallar una caja fuerte que contenía por lo menos diez mil dólares.



A sangre fria - Truman Capote
 
147


Pero no había tal caja fuerte, de modo que ataron y amordazaron a toda la familia, matándolos uno a uno. Smith ni ha confirmado ni ha negado que tomara parte en el crimen. Cuando le dijeron que Hickock había firmado una confesión, Smith dijo: "Quisiera ver la declaración de mi amigo". Pero la petición fue denegada. La policía no ha querido revelar si fue Hickock o Smith quien cometió en realidad los asesinatos, y subrayó que la declaración es sólo la versión de Hickock. Los agentes del KBI que traen los dos hombres a Kansas, han salido ya en coche de Las Vegas. Se espera que lleguen a Garden City a última hora del miércoles. Mientras tanto, el fiscal del distrito Duane West... »

-Uno a uno -dijo la señora Hartman-. Imagínate. No me extraña que el mal bicho ese se haya desmayado.

Las demás personas que se hallaban en el café, la señora Clare, Mabel Helm y un joven agricultor, bien plantado, que había entrado a comprar un paquete de picadura Brown's Mule, hablaban entre dientes. La señora Helm se llevó una servilleta de papel a los ojos:

-No lo quiero oír... -dijo-. No debo. No quiero.

«... las noticias del esclarecimiento del suceso han provocado escasa reacción en el pueblo de Holcomb, que se halla a menos de un kilómetro de la casa de los Clutter. En general, los integrantes de esta comunidad de doscientas setenta personas han hecho constar su alivio... »

El joven granjero resopló:

-¿Alivio? Anoche cuando lo dio la televisión, ¿saben lo que hizo mi mujer? ¡Llorar como un bebé!

-¡Chis! -dijo la señora Clare-. Esa soy yo.

«...Y la encargada de correos de Holcomb, señora Myrtle Clare, dijo que los habitantes se alegran de que el caso se haya resuelto pero que todavía hay quien teme que pueda haber otras personas complicadas. Dijo que muchas familias aún siguen con la puerta cerrada y las armas al alcance de la mano... »

La señora Hartman rió y dijo:

-¡Oh, Myrt! ¿A quién le dijiste eso?

-A un periodista del Telegram.

Los hombres que la conocían, muchos de ellos, trataban a la señora Clare como si fuera un hombre más. El granjero le dio una palmada en la espalda y le dijo:

-¡Caramba, Myrt! ¡Caramba! ¿Todavía crees que alguien de aquí tuvo algo que ver con ellos?

Pero eso era, precisamente, lo que la señora Clare pensaba, y aunque por lo general estaba sola en sus opiniones, esta vez las compartían la mayoría de los habitantes de Holcomb, que después de vivir siete semanas entre malsanas murmuraciones, recelo y sospecha generales, parecieron desilusionados al enterarse de que el asesino no era ninguno de ellos. En realidad, muchos se negaban a aceptar el hecho de que dos desconocidos, dos ladrones forasteros fueran los únicos responsables. Como dijo entonces la señora Clare:

-Quizá sea verdad que esos tipos lo hicieron: pero ahí no acaba la historia. Aguarden. Algún día llegarán al fondo del asunto y entonces descubrirán quién se esconde tras ellos. Quién quería quitar a Clutter de en medio. El cerebro.

La señora Hartman suspiró. Deseaba que Myrt se equivocara. Y la señora Helm dijo:

-Lo que yo quiero es que los encierren bien. No podré sentirme tranquila sabiendo que los tenemos por aquí.


A sangre fria - Truman Capote
 
148


-¡Oh, no tiene por qué preocuparse, señora! -dijo el granjero-. En este momento esos dos nos tienen más miedo del que les podamos tener nosotros.

Por una autopista de Arizona una caravana de dos coches cruza como un rayo el país de la salvia, el país de las mesas, los halcones, las serpientes de cascabel, las imponentes rocas rojas. Dewey conduce el coche que va delante, Perry Smith va sentado junto a él y Duntz en el asiento de atrás. Smith lleva las esposas puestas y las esposas van atadas a un cinturón de seguridad por una corta cadena, lo que limita tanto sus movimientos, que no puede fumar si no le ayudan. Cuando quiere un cigarrillo, Dewey ha de encenderlo y ponérselo entre los labios, tarea que el detective encuentra «repelente» por lo que tiene de íntima... cosa que hacía cuando cortejaba a su esposa.

En conjunto, el prisionero ignora a sus guardianes y sus esporádicas tentativas de pincharlo, repitiendo partes de la confesión de Dick que duró una hora y fue grabada en magnetofón:

-Dice que trató de detenerte, Perry. Pero que no pudo. Mantiene que tenía miedo de que lo mataras a él también.

O bien:

-Sí señor, Perry. Toda la culpa es tuya. Hickock dice que él no es capaz de matar ni las pulgas de un perro.

Nada de esto, por lo menos exteriormente, le hace efecto a Perry. Sigue contemplando el paisaje, leyendo la publicidad de Burma-Shave, contando los esqueletos de los coyotes que adornan las cercas de los ranchos.

Dewey, sin prever especial respuesta, dice:

-Hickock nos ha dicho que eres un asesino nato. Dice que a ti matar no te causa efecto. Dice que una vez en Las Vegas te cargaste a un negro con una cadena de bicicleta. Que le diste hasta dejarlo muerto. Así, por diversión.

Sorprendido, Dewey ve que el prisionero ahoga un grito. Se retuerce en su sitio hasta poder ver, a través de la ventanilla posterior, el segundo coche de la caravana y su interior:

-¡El duro!

Le vuelve la espalda otra vez y contempla la negra veta de la autopista que atraviesa el desierto:

-¡Pensé que era un truco! No me lo creía. Que Dick se hubiera ido de la lengua. ¡El duro! ¡Oh, un auténtico hombre de hierro! No se atrevería a matarle las pulgas a un perro. Se limitaría a atropellarlo. -Escupe-. No he matado jamás a ningún negro.

Duntz le da la razón. Ha estudiado los archivos de los homicidios no resueltos de Las Vegas y sabe que Smith es inocente de aquel delito en particular.

-Yo no he matado jamás a ningún negro. Pero él lo creía. Lo he sabido siempre, que si nos pescaban, que si Dick de verdad cantaba, cantaba hasta la última cosa, sabía que diría lo del negro -escupe otra vez-. ¿Así que Dick me tenía miedo? ¡Qué divertido! Me divierte mucho saberlo. Lo que no sabe es que por poco lo mato a él.

Dewey enciende dos cigarrillos, uno para el preso, otra para él.

-Cuéntanoslo, Perry.

Smith fuma con los ojos cerrados y empieza:

-Lo estoy pensando. Quiero recordar exactamente cómo fue -guarda silencio un buen rato y luego añade-: Bueno, todo empezó con una carta que recibí cuando estaba en Buhl, Idaho.


A sangre fria - Truman Capote
 

Temas Similares

Respuestas
6
Visitas
537
Back