A SANGRE FRÍA - Truman Capote

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Tengo una hija muy bien casada. -Luego añadió-: No, no tiene amigos. Por lo menos yo nunca le vi andar con nadie en especial. Esta última vez que estuvo aquí, se pasaba el tiempo hurgando en su coche. Lo tenía aparcado ahí afuera. Un Ford viejo. Parecía de cuando él todavía no había nacido. Le dio una mano de pintura. La parte de arriba negra y el resto plateado. Luego escribió, «En venta» en el parabrisas. Un día oí que un primo se paró y le ofreció cuarenta dólares, cuarenta más que lo que valía. Pero él le contestó que no podía venderlo por menos de noventa. Le dijo que necesitaba el dinero para un billete de autobús. Poco antes de que se fuera me enteré que un tipo negro se lo había comprado.

-Dijo que lo quería para un billete de autobús, ¿no sabe adonde quería ir?

Frunció los labios, dejó colgar el cigarrillo de ellos y se quedó mirando fijamente a Nye:

-Hablemos claro. ¿Hay dinero de por medio? ¿Alguna recompensa?

Quedó esperando contestación. Como no obtuvo ninguna, pareció sospechar todas las posibilidades y decidirse por la de hablar:

-Porque me dio la impresión de que allí, dondequiera que planeara irse, no pensaba quedarse mucho tiempo. Que tenía intención de volverse. En cierto modo espero verle aparecer por acá el día menos pensado -indicó con la cabeza el interior de la pensión-. Venga y le enseño por qué.

Escaleras. Corredores grises. Nye captó los olores, distinguiéndolos unos de otros: desinfectante de retretes, alcohol, colillas. Dentro de una de las habitaciones, un inquilino borracho gemía y cantaba en esa confusión de alegría y dolor.

-¡Amaina, holandés! Acaba ya o te echo a la calle -le gritó la mujer-. Ahí -le dijo a Nye, precediéndole en una especie de cuarto oscurecido de almacenaje. Encendió la luz-. Eso, esa caja. Me dijo que se la guardara hasta que estuviera de vuelta.

Se trataba de una caja de cartón, sin envolver pero atada con un cordel. Una advertencia, un aviso que tenía algo de maldición egipcia, estaba escrito a lápiz sobre la cubierta: ¡Cuidado! Propiedad de Perry E. Smith. ¡Cuidado!

Nye desató la cuerda. Tuvo la triste ocasión de comprobar que el nudo no era de media vuelta como el que los asesinos usaran para atar a la familia Clutter. Levantó las solapas de la caja. Salió una cucaracha y la patrona la pisó, aplastándola con el tacón de su sandalia dorada.

-¡Eh! -exclamó mientras Nye sacaba y examinaba detenidamente las posesiones de Perry-. ¡El ratero! ¡Esa toalla es mía!

Además de la toalla el meticuloso Nye anotó en su cuaderno: «Un cojín sucio "Souvenir de Honolulu", una manta rosa de niño, un par de pantalones caqui, un cazo de aluminio con espátula para fritos.» Entre otras curiosidades había un álbum de recortes lleno de fotografías sacadas de revistas de cultura física (estudios de levantadores de pesas relucientes de sudor) y, dentro de una caja de zapatos, una colección de medicamentos: enjuagues y polvos para combatir las infecciones bucales y también una cantidad increíble de aspirinas (por lo menos una docena de frascos, varios de ellos vacíos).

-Porquería -dijo la patrona-. Sólo basura.

Cierto. Carecía de valor incluso para un detective hambriento de indicios. De todos modos, Nye estaba contento de haberlo visto. Cada uno de aquellos detalles, los calmantes para las encías infectadas, el grasiento cojín de Honolulu, le daba una imagen clara de su propietario y de su vida solitaria y mezquina.

Al día siguiente, en Reno, preparando su informe oficial escribió: «A las 9 de la mañana, el agente que informa se puso en contacto con Bill Discroll, jefe de investigación criminal de la Oficina del sheriff de Washoe County, Nevada. Después de ser brevemente informado de las circunstancias del caso, a Driscoll se le entregaron fotografías, huellas digitales y órdenes de detención de Hickock y Smith.

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Fueron puestos avisos en las fichas de ambos individuos y también en las de los automóviles. A las 10.30, el agente que informa se puso en contacto con el sargento Abe Feroah, División Investigadora, Departamento de Policía, Reno, Nevada. El sargento Feroah y el agente que informa estuvieron revisando los ficheros de la policía. Ni el nombre de Hickock ni el de Smith figuraban en los archivos criminales. La verificación de las papeletas de las casas de empeños, no dio como resultado información alguna sobre la radio que se buscaba. Se ha puesto una señal permanente en esos archivos para el caso de que la radio sea empeñada en Reno. El detective encargado de recorrer las casas de empeños ha mostrado las fotografías de Smith y Hickock a todos los prestamistas de la ciudad y ha hecho verificaciones en todas las casas de préstamos, buscando la radio. Los prestamistas han identificado a Smith como una fisonomía familiar, pero no han podido suministrar ulteriores datos.”

Eso por la mañana. Por la tarde Nye partió en busca de Tex John Smith. Pero, en el primer lugar, Correos, el empleado de la ventanilla de entregas le dijo que no siguiera buscando, por lo menos en Nevada, porque el «individuo en cuestión» se había marchado el pasado agosto y vivía ahora en Circle City, Alaska. Allí, por lo menos, era donde le enviaba la correspondencia.

-¡Caramba! No sabe lo que me pide -dijo el empleado en respuesta a la petición de Nye de que le describiera al mayor de los Smith-. Es un tipo que ni sacado de un libro. Se hace llamar él mismo el Lobo Solitario. Gran parte de su correo viene dirigido así. No recibe muchas cartas, no. Pero sí montones de catálogos y folletos de propaganda. Le sorprendería ver la cantidad de personas que piden que les envíen esa clase de cosas. Para recibir correspondencia, será. ¿Edad? Yo diría que tendrá unos setenta. Se viste a la moda Far West: botas de cow-boy y un sombrero enorme. Me contó que en otro tiempo anduvo metido en el rodeo. He charlado no poco con él. En los últimos años ha estado viniendo aquí casi todos los días.

De vez en cuando desaparecía, no venía en un mes y luego decía que había estado buscando oro. Un día, el pasado agosto, se me presentó aquí un joven. Andaba buscando a su padre Tex John Smith y me preguntó si yo sabría dónde podría encontrarlo. No se parecía mucho a su padre. El Lobo tiene los labios muy delgados, irlandeses. Y aquel muchacho parecía indio puro, pelo negro, brillante como las botas, con los ojos igual. Pero al día siguiente, va y viene el Lobo y lo confirma: me dijo que su hijo había acabado el servicio militar y que se iban los dos a Alaska. El viejo es un entusiasta de Alaska. Hasta creo que una vez fue dueño allí de un hotel o algo así, o un albergue de caza. Me dijo que pensaba ir a pasarse allí unos dos años. No, no le he vuelto a ver, ni a él ni a su hijo.

La familia Johnson acababa de llegar e instalarse en el barrio aquel de San Francisco, un barrio moderno de clase media, de ingresos medios, allí en lo alto de las colinas del norte de la ciudad. En la tarde del 18 de diciembre, la joven señora Johnson esperaba invitados: tres señoras de la vecindad irían a tomar café con pastelillos y quizás a jugar una partida a cartas. La anfitriona estaba nerviosa, era la primera vez que recibía en su nuevo hogar. Mientras esperaba oír el timbre de un momento a otro, dio una vuelta por la casa deteniéndose a coger un hilo que pendía o a modificar la posición de alguna de las poinsetias del ramo de Navidad. La casa, como las otras de aquella calle en la ladera de la colina, era un convencional chalet, suburbano, agradable y corriente. A la señora Johnson le encantaba. Estaba encantada con el artesonado de sacoya, el alfombrado de pared a pared, las ventanas como de película a ambos lados de la casa, la vista que ofrecía la ventana posterior: las colinas, el valle, el cielo y el océano. Y se sentía orgullosa del pequeño jardín del fondo.


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Su marido, agente de seguros por profesión, carpintero por vocación, había construido una cerca de estacas blancas y dentro de ella una caseta para el perro de la familia y un hoyo de arena y columpios para los niños. En aquel momento, los cuatro (perro, dos niños pequeños y una niña) jugaban allí bajo un plácido cielo. Ella esperaba que estuvieran contentos hasta que sus invitadas se hubieran marchado. Cuando sonó el timbre y la señora Johnson fue a abrir, llevaba puesto el que a sus ojos era el vestido que le sentaba mejor: un vestido de punto amarillo que le marcaba el tipo y hacía resaltar el espléndido color té claro de su tez, de cherokee, y la negrura de su pelo corto. Abrió la puerta dispuesta a recibir a sus tres vecinas pero se encontró, en cambio, con dos desconocidos: dos hombres que se llevaron la mano al sombrero y le mostraron, abiertas, sendas carteras de bolsillo con un distintivo.

-¿La señora Johnson? -preguntó uno de ellos-. Me llamo Nye. Le presento al inspector Guthrie. Pertenecemos a la policía de San Francisco y acabamos de recibir orden de Kansas de abrir una investigación sobre el hermano de usted. Perry Edward Smith. Al parecer, ha dejado de presentarse al oficial correspondiente como se comprometió en su solicitud de libertad bajo palabra y quisiéramos saber si usted puede decirnos algo sobre su paradero.

La señora Johnson no pareció turbada y, desde luego, en absoluto sorprendida, al ver que la policía se preocupaba de las andanzas de su hermano. Lo que la inquietaba era la perspectiva de que sus invitadas la encontraran allí contestando a las preguntas de dos policías.

-No. Yo no sé nada. Hace cuatro años que no veo a mi hermano Perry.

-Se trata de algo serio, señora Johnson -insistió Nye-. Nos gustaría hablar sobre ello.

La señora Johnson no tuvo más remedio que ceder, hacer entrar a los policías y ofrecerles café (que aceptaron).

-Hace cuatro años que yo no veo a Perry. Ni he sabido nada de él desde que le concedieron la libertad bajo palabra. El verano pasado, cuando salió de la cárcel fue a ver a mi padre que estaba en Reno. En una carta, mi padre me decía que pensaba volverse a Alaska y que Perry se iba con él. Luego volvió a escribirme, creo que en septiembre. Estaba furioso. El y Perry se habían peleado y se separaron antes de cruzar la frontera. Perry se volvió atrás y mi padre se fue a Alaska solo.

-¿Desde entonces no le ha vuelto a escribir?

-No.

-Entonces ¿cree usted posible que últimamente su hermano haya vuelto con él? ¿En este último mes?

-No lo sé. Ni me importa.

-¿Están ustedes en malas relaciones?

-¿Yo con Perry? Sí, le tengo miedo.

-Sin embargo, mientras estaba en Lansing usted le escribía con frecuencia o por lo menos eso es lo que nos han dicho las autoridades de Kansas -dijo Nye.

El otro hombre, el inspector Guthrie, parecía concentrado en su papel secundario.

-Yo pretendía ayudarle. Esperaba poder hacer que cambiar algunas de sus ideas. Ahora lo conozco mejor. Los derechos del prójimo no significan nada para Perry. No respeta a nadie.

-Y de sus amigos. ¿Conoce alguno con quien pudiera estar ahora?

-Joe James -contestó.

Y explicó que era un leñador y pescador indio que vivía en el bosque cerca de Bellingham, Washington. No, ella no le conocía pero tenía entendido que él y su familia eran personas generosas que habían dado albergue a Perry en más de una ocasión.



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La única amistad que ella le conocía era una joven que se había presentado a la puerta de los Johnson, en junio de 1955, con una carta de Perry en la que él la presentaba como su mujer.

-Decía en la carta que estaba en un aprieto y que si podía ocuparme de su mujer hasta que él pudiera mandar por ella. La chica aparentaba tener veinte años. Resultó que tenía catorce y, desde luego, no era la mujer de nadie. Pero en aquella época, me dejé cazar. Tuve lástima de ella y le dije que podía quedarse con nosotros. Se quedó, pero no por mucho tiempo. Menos de una semana. Y cuando se marchó, se llevó nuestras maletas y todo lo que pudo meter dentro: casi todas mis ropas y las de mi marido, la plata y hasta el reloj de la cocina.

-Cuando ocurrió, ¿dónde vivían ustedes?

-En Denver.

-¿Han vivido alguna vez en Fort Scott, Kansas?

-Nunca. No he estado nunca en Kansas.

-¿Tiene alguna hermana que viva en Fort Scott?

-Mi hermana ha muerto. Mi única hermana.

Nye sonrió.

-Comprenda, señora Johnson -le dijo-. Nos basamos en el supuesto de que su hermano se pondrá en contacto con usted. Por correo o por teléfono. O que venga a verla.

-Espero que no. La verdad es que él no sabe que nos hemos mudado. Todavía cree que vivimos en Denver. Por favor, si lo encuentran, no le den mi domicilio. Le tengo miedo.

-Cuando dice eso, ¿es porque teme que pueda hacerle algún daño? ¿Algún daño físico?

Sopesó la pregunta con incertidumbre e incapaz de definirse dijo que no lo sabía.

-Pero le tengo miedo. Siempre se lo he tenido. ¡Puede parecer tan simpático y afectuoso cuando quiere! Amable. Llora con tanta facilidad. A veces la música lo conmueve y de niño solía llorar simplemente porque el ocaso le parecía hermoso. O la luna. ¡Oh, engañaría a cualquiera! Sabe muy bien cómo componérselas para que le compadezcan...

El timbre sonó. La renuncia a abrir la puerta transmitió su dilema y Nye (que escribiría de ella «Durante toda la entrevista guardó su compostura y se mostró extremadamente cortés. Persona de excepcional carácter») tomó su sombrero pardo.

-Sentimos haberla molestado, señora Johnson. Pero si sabe algo de Perry, le ruego tenga el buen sentido de llamarnos. Pregunte por el inspector Guthrie.

Tras la partida de los inspectores, la compostura que tanto había admirado Nye, se derrumbó. Una familiar desesperación pendía sobre ella. Luchó contra ella, retrasó su impacto hasta que la reunión hubo acabado y sus invitadas se marcharon, hasta después de alimentar a los niños y luego bañarlos y ayudarles a rezar sus oraciones. Pero después, como la niebla del océano que por la noche empaña los faroles de la calle, le envolvió el más profundo desaliento. Había dicho que tenía miedo a Perry, pero ¿era solamente a Perry? ¿O tenía además miedo de un destino del que ella también formaba parte? ¿De un terrible destino que parecía aguardar a los cuatro hijos de Florence Buckskin y Tex John Smith? El mayor, el hermano que ella adoraba, se había pegado un tiro.

Fern había caído de una ventana o saltado por ella y Perry se había entregado a la violencia y convertido en un criminal. De modo que, en cierto sentido, era ella el único superviviente.
Y lo que la atormentaba era el pensamiento de que con el tiempo también ella podía verse arrollada: volverse loca, o contraer una enfermedad incurable, o perder en un incendio todo lo que más quería, hogar, esposo, hijos.


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Su marido estaba ausente, en viaje de negocios, y estando sola, nunca se le ocurría beber nada. Pero aquella noche se sirvió algo fuerte y se echó en el diván del cuarto de estar, con un álbum de fotografías en las rodillas.

Una fotografía de su padre dominaba la primera página, una foto de estudio hecha en 1922, el año de su boda con la joven india, amazona del rodeo, señorita Florence Buckskin. Era una foto que invariablemente conmovía a la señora Johnson. Porque gracias a ella podía comprender por qué, a pesar de ser tan poco el uno para el otro, su madre pudo casarse con su padre. El joven de la fotografía rebosaba viril fascinación. Todo en él, la gallarda altivez de su cabeza pelirroja, el guiño del ojo izquierdo (como si estuviera apuntando a un blanco), el diminuto pañuelo de cow-boy alrededor del cuello, era enormemente atractivo.

En conjunto, la actitud de la señora Johnson para su padre era ambivalente. Pero un aspecto de él había contado siempre con una admiración suya sin reservas: su valor. Sabía muy bien cuan excéntrico resultaba para muchos y en algún aspecto también para ella. Pero era «un verdadero hombre». Sabía hacer muchas cosas y las hacía sin darse importancia, con facilidad. Sabía hacer caer un árbol, precisamente donde él quería. Sabía despellejar a un oso, reparar un reloj, construir una casa, hacer un pastel, zurcir un calcetín o pescar una trucha con una aguja retorcida y un pedazo de cuerda. En una ocasión, se había pasado un invierno solo en la desolada Alaska.

Solo. Según la señora Johnson, los hombres igual que él tenían que vivir solos. Una mujer, unos hijos, no eran para ellos.

Pasó algunas páginas de instantáneas de su infancia, fotos tomadas en Utah, en Nevada, en Idaho, en Oregón. La carrera de «Tex y Flo» en el rodeo había terminado y la familia, alojada en un camión viejo, recorría el país a la caza de empleo, algo muy difícil de conseguir en 1933. «La familia de Tex John Smith recolectando fresas en Oregón, 1933» se leía al pie de una foto de cuatro chiquillos descalzos, todos sin otra ropa que un pantalón y todos con la misma expresión hosca y fatigada. Fresas y pan duro untado con leche condensada dulce era todo lo que tenían para comer. Bárbara Johnson recordaba que, en una ocasión, toda la familia se había pasado varios días alimentándose a base de plátanos podridos y, como consecuencia, Perry pilló un cólico. Pasó toda la noche gritando mientras ella, Bobo, como la llamaban, lloraba de miedo de que se estuviera muriendo.

Bobo tenía tres años más que Perry y le adoraba. Era su único juguete, la muñeca que lavaba, peinaba, besaba y, a veces, daba de cachetes. Había una foto de los dos juntos, bañándose desnudos en un arroyuelo del Colorado de agua diamantina: el hermanito, un cupido barrigudo, negro del sol, agarrado a la mano de la hermana y riéndose como si aquellas aguas contuvieran dedos que le hicieran cosquillas. En otra instantánea (la señora Johnson no estaba segura, pero creía que había sido tomada en un lejano rancho de Nevada, donde la familia estaba viviendo cuando la batalla última de los padres, un encuentro aterrador en el que látigos, agua hirviendo y lámparas de petróleo se habían usado como armas, había puesto fin al matrimonio), ella y Perry montaban un poney y al fondo las montañas áridas.

Más tarde, cuando la madre con sus hijos se trasladó a vivir a San Francisco, el amor de Bobo por el pequeño disminuyó hasta desaparecer del todo. Ya no era su pequeño, sino que se había convertido en un salvaje, en un golfillo y un ladrón. Su primer arresto registrado databa del 27 de octubre de 1936, el día en que cumplía exactamente ocho años. A partir de entonces, después de estar encerrado en diversas instituciones y reformatorios infantiles, le fue entregado a su padre en custodia y habían de transcurrir muchos años antes de que Bobo volviera a verlos, a no ser en las fotografías que de vez en cuando Tex les enviaba a sus otros hijos, fotografías que, pegadas encima de sus respectivos epígrafes escritos con tinta blanca, formaban parte del contenido de aquel álbum. Allí figuraban: «Perry, papá y su perro Husky.»


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«Perry y papá buscando oro.» «Perry cazando osos en Alaska.» En esta última se veía un muchacho de quince años, con gorro de piel y raquetas de nieve en los pies, entre árboles cargados de nieve, con un fusil bajo el brazo. Tenía las cejas fruncidas y ojos tristes y cansados. La señora Johnson, al verla recordó una «escena» que Perry le hizo una vez que fue a visitarla en Denver.

-Yo era su esclavo -gritó Perry-. Y basta. Alguien a quien podía sacar las entrañas trabajando sin tener que pagarle un céntimo. No, Bobo, soy yo quien va a hablar. Cállate o te tiro de cabeza al río. Como una vez en el Japón. En un puente había un tipo. Era la primera vez que lo veía. Lo cogí y lo eché al río sin más.

»Por favor, Bobo. Escúchame, por favor. ¿Crees que me gusta ser como soy? ¡Lo que yo habría podido ser! Pero el mal nacido aquel nunca me dio oportunidad. No me dejaba ir a la escuela. Ya lo sé. Ya lo sé. Yo era un niño malo, díscolo. Pero hubo un tiempo en que le supliqué que me dejase ir a la escuela. Tengo buena inteligencia. Por si no lo sabes. Inteligencia y talento. Pero nada de cultura porque no me dejó aprender nada, no quiso que aprendiera más que a correr y trotar con él. Obtuso. Ignorante. Así es como él me quería. Para que nunca pudiera escapar de él. Pero tú, Bobo. Tú fuiste a la escuela. Y Jimmy y Fern también. Todos los mierdas de vosotros tuvisteis vuestra educación. Todos menos yo. Y yo os odio. A todos. A ti y a papá... a todos.

¡Como si para sus hermanas y su hermano la vida hubiera sido un lecho de rosas! Quizás sí, si eso era tener que limpiar los vómitos de la madre borracha, si creía que lo era no tener nada bonito que ponerse ni bastante que comer. Sin embargo, era cierto, los tres habían cursado la segunda enseñanza. Jimmy terminó como el primero del curso, honor que debía única y exclusivamente a su fuerza de voluntad. Esto era, en opinión de Bárbara, lo que hacía tan siniestro su su***dio. Gran carácter, enorme valor, trabajador incansable, parecía como si ninguno de esos rasgos pudiera influir de modo decisivo en el destino de los hijos de Tex John.

Compartían un destino común contra el que la virtud no era defensa. No es que Perry fuera virtuoso, ni Fern. A los catorce años, Fern se cambió de nombre y, durante el resto de su corta vida, trató de justificar el cambio: Joy1. Era una chica fácil «amiga de todos», demasiado de todos, porque sentía debilidad por todos los hombres, a pesar de que no tenía mucha suerte con ellos. La clase de hombres que a ella le gustaban, siempre la dejaban plantada. Su madre había muerto de coma alcohólico y a ella le daba miedo beber, pero bebía. Antes de cumplir los veinte, Fern John empezaba el día con una botella de cerveza. Y una noche de verano se cayó de la ventana de una habitación de hotel. Al caer, dio contra la marquesina de un teatro y de allí fue a parar bajo las ruedas de un taxi. Arriba, en la habitación vacía, la policía encontró zapatos, un monedero sin dinero y una botella de whisky vacía.

Era posible comprender a Fern y perdonarla. Pero Jimmy era distinto. La señora Johnson contemplaba una fotografía suya vestido con uniforme de marino. Durante la guerra, sirvió en la Marina. Un esbelto y pálido marinero de cara alargada, un poco ascética y austera, que pasaba el brazo alrededor de la cintura de la chica con la que se había casado y con la que, en opinión de la señora Johnson, nunca debió casarse porque nada tenían en común el serio Jimmy y aquella adolescente de San Diego, metida siempre entre marineros, cuyos abalorios de cristal reflejaban un sol que se había puesto hacía tiempo. Y el amor que le había inspirado a Jimmy era un amor fuera de lo normal. Una pasión en parte patológica. En cuanto a la muchacha, tuvo que haberlo amado. Amarlo mucho para hacer lo que hizo. ¡Si Jimmy se lo hubiera creído! ¡Si hubiera podido creerlo! Pero los celos se apoderaron de él. Le mortificaba pensar en los hombres que se habían acostado con ella antes de que se casaran.

1 Alegría.» (N. del T.)

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Estaba convencido, además, de que seguía llevando aquella vida promiscua, de que cada vez que él tenía que embarcar, o aunque sólo fuera dejarla sola durante el día, ella le traicionaba con un montón de amantes cuya existencia le pedía continuamente a ella que confesara. Al final, ella se colocó la boca de un fusil entre los ojos y apretó el gatillo con el dedo del pie. Cuando Jimmy la encontró, no llamó a la policía. La cogió y la acostó en la cama. Se echó junto a ella. Al amanecer del día siguiente, cargó otra vez el fusil y se mató.

Junto a la fotografía de Jimmy y su mujer, había una de Perry en uniforme. Había sido recortada de un periódico y la acompañaba un texto: «Cuartel General, Ejército de los Estados Unidos. Alaska. El soldado Perry Smith, de 23 años, veterano combatiente del ejército en Corea, de vuelta a Anchorage, Alaska, es recibido por el capitán Mason, oficial de información pública, a su llegada a la base aérea de Elmendorf. Smith prestó servicio durante quince meses en la 24a División, como mecánico de combate. Su viaje de Seattle a Anchorage ha sido obsequio de la compañía aérea Pacific Northern. La señorita Lynn Marquis, azafata de la compañía, sonríe dándole la bienvenida (foto oficial del ejército de los EE.UU.).» El capitán Mason, con la mano en alto, mira al soldado Smith, pero el soldado Smith mira a la cámara. En su expresión, la señora Johnson veía o imaginaba ver no gratitud sino arrogancia y, en lugar de orgullo, inmenso engreimiento. No era inverosímil que hubiera encontrado un hombre en un puente y que lo hubiera arrojado al río. Naturalmente que lo había hecho. Nunca lo había dudado.

Cerró el álbum y encendió la televisión. Pero no le sirvió. ¿Y si efectivamente aparecía por allí? Los detectives bien habían dado con ella, ¿por qué no lo haría Perry? Inútil que esperase ayuda de ella, no pensaba ni abrirle la puerta. La puerta delantera estaba cerrada con llave pero no la del jardín. El jardín estaba blanco de neblina del mar, quizás entonces tuviera lugar allí una reunión de fantasmas: mamá, Jimmy y Fern. Cuando la señora Johnson corrió el cerrojo de la puerta, pensaba tanto en los vivos como en los muertos.

Un nubarrón. Lluvia. A cántaros. Dick corría. Perry corría también, pero no podía correr tanto como él. Tenía las piernas más cortas y además acarreaba la maleta. Dick llegó al refugio, un granero cercano a la autopista, mucho antes que él. Saliendo de Omaha, después de pasar la noche en un dormitorio de la Salvation Army, un conductor de camión les llevó a través de la frontera de Nebraska hasta Iowa. Pero las últimas horas las habían hecho a pie. Había empezado a llover cuando se hallaban a unos veinticinco kilómetros de un caserío de Iowa llamado Tenville Junction.

El granero estaba a oscuras.

-¿Dick? -llamó Perry.

-¡Presente! -contestó.

Se había tumbado en un montón de heno. Perry, calado hasta los huesos y tiritando, se dejó caer a su lado.

-Tengo mucho frío -dijo, refugiándose en el heno-. Tengo tanto frío que me importaría un cuerno que se prendiera fuego y me quemara vivo.

Tenía hambre, además. Hambre de lobo. La noche anterior habían cenado sendos cazos de sopa de la Salvation Army y aquel día habían ingerido por todo alimento unos chocolatines y goma de mascar que Dick había robado del mostrador de una tienda de golosinas.

-¿Quedan chocolatinas? -preguntó Perry.

No, pero todavía quedaba goma de mascar. Se la repartieron y se pusieron a mascar dos barritas y media cada uno, con aroma de menta, el favorito de Dick. (Perry lo prefería con aroma a frutas.)


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El problema era el dinero. Su total carencia había impulsado a Dick a decidir que el próximo paso iba a ser lo que a Perry se le antojó «peor que locura»: volver a Kansas City. La primera vez que Dick habló de ello, Perry dijo:

-Tienes que ir al médico.

Ahora, allá, acurrucados y juntos en la fría oscuridad, oyendo caer la fría y oscura lluvia, volvieron a la discusión. Perry enumerando otra vez los peligros de tal maniobra porque sin duda ya estarían buscando a Dick por violación de palabra, «si no por algo más». Pero Dick no se dejó disuadir. Kansas City, argüía, era el único lugar donde él se veía capaz de «pasar unos cuantos papeles».

-Claro que tenemos que andarnos con cuidado. Ya sé que tendrán orden de arrestarnos. Por los cheques que les colgamos entonces. Pero lo haremos rápido. Un día bastará. Si conseguimos suficiente, quizás podamos largarnos a Florida. Y pasar las Navidades en Miami... o todo el invierno si nos gusta.

Pero Perry se limitaba a mascar su goma, a temblar y a ensombrecerse.

-Pero ¿qué te pasa, rico? -le dijo Dick-. ¿Es por aquello? ¿Por qué puñeta no puedes olvidarlo? Nunca nos relacionarán con aquello. Nunca lograrán establecer la más mínima relación.

Perry contestó:

-Puedes equivocarte. Y si te equivocas, quiere decir El Rincón.

Ninguno de los dos se había referido hasta entonces a la pena máxima del estado de Kansas, la horca o muerte en El Rincón, como los presos de la Penitenciaria del Estado de Kansas llamaban al barracón que contiene lo necesario para ahorcar a un hombre.

Dick le dijo:

-Ya nos salió el dramático. Con tu actitud, me matas.

Encendió una cerilla con intención de fumarse un cigarrillo pero algo que la llama iluminó, le puso de pie y, de un brinco, atravesó el granero hasta un establo de vacas. Dentro del establo había un coche, un Chevrolet modelo 1956, blanco y negro de dos puertas. Con la llave puesta.

Dewey estaba decidido a ocultar a la «población civil» todo detalle sobre aquel descubrimiento relacionado con el caso Clutter. Tan decidido que determinó confiarse a los dos más importantes voceros de Garden City. Bill Brown, redactor jefe del Telegram y Robert Wells, director de la estación de radio KIUL. Al describir la situación, Dewey enfatizó sus razones para considerarlo un secreto de suma importancia:

-Recuerden, existe la posibilidad de que esos hombres sean inocentes.

Era una posibilidad demasiado válida para no tenerla en cuenta. El que había facilitado los datos, Floyd Wells, podía haber inventado la historia. Inventar cuentos por el estilo era cosa bastante frecuente entre los presos que esperaban con ello ganar favores o traer la atención de la autoridad. Pero aunque cada palabra de aquel hombre no fuera más que la sacrosanta verdad, Dewey y sus colegas todavía no habían conseguido la mínima evidencia, «evidencia para una corte». ¿Qué habían descubierto que no pudiera ser interpretado como posible, aunque extraordinaria, coincidencia? Sólo porque Smith se hubiera dirigido a Kansas para visitar a su amigo Hickock, sólo porque Hickock estuviera en posesión de una escopeta del mismo calibre que aquel con que se cometió el crimen, y sólo porque los presuntos asesinos hubieran presentado una coartada falsa para justificar dónde habían pasado la noche del 14 de noviembre, no eran necesariamente asesinos.

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-Pero estamos casi seguros de que es así. Todos lo creemos así. Si no, no hubiéramos dado la alarma en diecisiete estados, desde Arkansas a Oregón. Pero ténganlo presente: pueden pasar años antes de que logremos atraparlos. Puede que se separen. Que se marchen del país. Hay también la posibilidad de que estén en Alaska... No es difícil perder a un hombre en Alaska. Cuanto más tiempo anden libres, más difícil nos será probar los cargos. Francamente, tal como están las cosas, no tenemos mucho que probar en contra. Podemos prenderles mañana y no poder nunca probar ni tanto así.

Dewey no exageraba. Excepto dos tipos de suelas de bota, uno con un dibujo de rombos, otro con una marca de Cat's Paw, los asesinos no habían dejado ni una prueba. Ya que daban muestras de tanta cautela, debieron de deshacerse de las botas mucho tiempo atrás. Y de la radio también, suponiendo que fueran ellos quienes la robaran, algo que Dewey ponía en duda porque le parecía «ridículo e inconsistente», dada la magnitud del crimen y la manifiesta astucia de los criminales. Le parecía «inconcebible» que aquellos hombres hubieran entrado en la casa esperando encontrar una caja fuerte llena de dinero y que, al no encontrarla, hubiesen creído oportuno asesinar a la familia entera por unos pocos dólares y una pequeña radio portátil.

-Sin una confesión, no lograremos que los condenen -dijo-. Yo así lo creo. Y por esa razón nunca seremos lo bastante cautos. Ellos están convencidos que se han salido con la suya. Bien, no nos interesa que cambien de opinión. Cuanto más seguros y a salvo se sientan, antes lograremos cogerlos.

Pero los secretos son una mercancía poco corriente en una ciudad de la extensión de Garden City. Todos cuantos visitaban el despacho del sheriff, tres estancias con escaso mobiliario, pero atestadas de gente del tercer piso de la Casa de Justicia, podían advertir un cambio insólito, un ambiente casi siniestro. El precipitado ir y venir, la agitada actividad de las últimas semanas, había desaparecido. Ahora una tensa inmovilidad reinaba en el local. La señora Richardson, la secretaria, persona muy abierta y práctica, había adoptado de un día para otro maneras sigilosas y andares de puntillas y los hombres para quienes trabajaba, el sheriff y sus colaboradores, Dewey y el equipo de agentes importados del KBI, se movían sin hacer ruido, hablando en voz baja. Eran como cazadores escondidos en el bosque temiendo que cualquier ruido o movimiento ahuyentara sus cercanas presas.

La gente hablaba. El Trail Room del Hotel Warren, un café de Garden City que los comerciantes de Garden City consideraban su club particular, era un antro de conjeturas y rumores a media voz. Un ciudadano de los más destacados y eminentes, se decía, estaba a punto de ser arrestado. O bien alguien contaba que el crimen había sido obra de sicarios pagados por los enemigos de la Asociación de Cultivadores de Trigo de Kansas, progresiva organización en la que el señor Clutter había representado un papel importante. Una de las historias que circulaban, la más cercana a la verdad, se debía a un conocido comerciante de automóviles (que se negaba a decir de dónde la había sacado):

-Parece que se trata de un hombre que trabajaba para Herb allá por el año cuarenta y siete o cuarenta y ocho. Un bracero de tantos. Parece que lo metieron en la cárcel, en la cárcel del estado y que mientras estaba allí le dio por recordar lo rico que era Herb. Así que cuando lo soltaron, hará cosa de un mes, lo primero que hizo fue venirse para acá, robar y matarlos a todos.

Pero once kilómetros al oeste, en el pueblo de Holcomb, no se oía ni una alusión a la sensacional noticia, por la razón de que de un tiempo a esta parte, la tragedia Clutter se había convertido en tópico prohibido en los dos principales centros de chismorreos: la estafeta de correos y el Café Hartman.


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-Me niego a escuchar una sola palabra más -decía la señora Hartman-. Se lo dije. No podíamos seguir así. Desconfiando los unos de los otros, todos con un miedo mortal. Lo que tengo decidido es que el que quiera hablar de eso, que salga de mi casa.

Myrt Clare, tomó un resolución igualmente dura:

-Los que vienen por aquí creyendo que comprando cuatro sellos pueden pasarse tres horas y treinta y tres minutos volviendo a los Clutter del revés como si fueran un guante, arrancándole la piel a tiras al prójimo, son serpientes de cascabel. Eso es lo que son. No tengo tiempo de escucharles. Yo estoy aquí para trabajar: represento al gobierno de los Estados Unidos. Y además es pura morbosidad. Al Dewey y todos esos certeros tiradores de Topeka y Kansas City, creíamos que eran centellas. Pero ahora estoy segura de que no queda un alma que crea que tiene la más puñetera probabilidad de pescar al que lo hizo.

Así que pienso que lo más sensato que pueden hacer es callarse. Vives hasta que te mueres y poco importa cómo te mueres. Los muertos, muertos están. ¿Para qué seguir como una partida de buitres sólo porque a Herb Clutter le cortaron el pescuezo? Es pura morbosidad. Polly Stringer, esa del colegio... Polly Stringer estuvo aquí esta mañana. Me dijo que sólo ahora, después de más de un mes, sólo ahora, esos chicos han comenzado a tranquilizarse. Lo que me hace pensar: Y si arrestan a alguno ¿qué? Si lo hacen va a ser alguien que todos conocemos muy bien. Y será echar leña al fuego, para que el caldero vuelva a hervir cuando empezaba a enfriarse. Que no me digan, que emociones ya hemos tenido de sobra.

Era temprano, todavía no habían dado las nueve, y Perry era el primer cliente de la Washateria, lavandería automática. Abrió su abultada maleta de Paj*, sacó un lío de calzoncillos, calcetines y camisas (unos de él, otros de Dick) los echó dentro de una lavadora y puso en la máquina una ficha de plomo, una de las tantas compradas en México.

Perry estaba familiarizado con el funcionamiento de tales establecimientos, pues era parroquiano frecuente y ardiente partidario, ya que encontraba «reposante» quedarse sentado con toda tranquilidad, contemplando cómo las ropas se lavaban solas. Pero no hoy. Tenía demasiada aprensión. A pesar de todas sus recomendaciones y advertencias, Dick se había salido con la suya. Allí estaban los dos otra vez en Kansas City, sin un centavo y además, por si fuera poco, al volante de un coche robado.

Durante toda la noche rodaron a toda velocidad en el Chevrolet matrícula de Iowa, a pesar de la espesa lluvia, parándose dos veces a poner gasolina, tomándola ambas veces de vehículos aparcados en calles desiertas de pequeñas ciudades dormidas. (Ello era asunto de Perry, tarea en la que él mismo se consideraba un as. «Basta un pedazo de tubo de goma. Es mi tarjeta de crédito, con validez en todo el país.») Al amanecer, en cuanto llegaron a Kansas City, lo primero que hicieron fue irse al aeropuerto y lavarse, afeitarse y cepillarse los dientes en el excusado de hombres. Dos horas después tras echar una siesta en la sala de espera del aeropuerto, se volvieron a la ciudad. Dick había dejado a Perry en la lavandería, prometiéndole que estaría de vuelta al cabo de una hora.

Cuando tuvo la ropa lavada y seca, Perry volvió a hacer la maleta. Eran más de las diez. Dick, probablemente tratando de pasar cheques falsos, se retrasaba. Se sentó a esperarle, eligiendo un banco donde, al alcance de la mano, tenía un bolso de mujer tentándolo a meter la mano dentro. Pero el aspecto de su dueña, la más fornida de las distintas mujeres que estaban haciendo uso del establecimiento, le disuadió. Cuando no era sino un chiquillo de la calle, él y un crío chink1 (¿Tommy Chan? ¿Tommy Lee?) andaban trabajando juntos dedicados «al tirón» de bolsos de señora. A Perry le divertía, le subía la moral, recordar algunas andanzas de entonces.


1 Despectivo, «chino». (N. del T.)

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-Como aquella vez que disimuladamente le dimos «el tirón» al bolso de una vieja, una vieja de las viejas. Tommy le agarró el bolso, pero ella no lo quería soltar, era un verdadero tigre aquel vejestorio. Cuanto más tiraba él por un lado, más tiraba ella por el otro. Al final, ella me vio y me gritó: «¡Socorro, socorro!» Y yo le contesté: «¡Al cuerno, señora, que al que socorro es a él!» Y le soplé una que la dejé tendida en la acera tan larga como era. Todo lo que obtuvimos fueron noventa centavos, lo recuerdo exactamente. Nos fuimos a un restaurante chino y comimos hasta caer bajo la mesa.

Las cosas no habían cambiado mucho. Perry tenía veinte años y pico más y también unos cuantos kilos más, pero sin embargo, su situación material no había mejorado en nada. Seguía siendo (¿y no era increíble en una persona de su inteligencia y su talento?) un golfillo que vivía y dependía, por así decirlo, de monedas robadas. Tenía los ojos pendientes del reloj de la pared. A las diez y media, empezó a preocuparse. A las once las piernas le latían de dolor, lo que en él siempre quería decir pánico: «el canguelo». Se tomó una aspirina y trató de borrar, por lo menos de empañar, la vivida y reluciente cabalgata que cruzaba por su cerebro, una procesión de horrendas visiones: Dick en manos de la ley, arrestado tal vez cuando firmaba un cheque falso o por cometer una insignificante infracción de tráfico (descubriéndose entonces que conducía un coche «birlado»). Muy posiblemente en aquel preciso instante Dick se hallaba dentro de un círculo de detectives de cuello colorado. Y no discutían trivialidades, ni hablaban de cheques sin fondos, ni de coches robados. Sino de asesinato, porque la conexión que Dick estaba seguro que nadie podría establecer, la habían establecido. Y en aquel momento, un coche lleno de policías de Kansas City, se dirigía a la Washateria.

Pero no, su imaginación iba demasiado lejos. Dick nunca haría aquello de «cantar de plano». No había más que recordar las veces que le había oído decir: «Pueden pegarme hasta dejarme ciego, que yo nunca diré nada.» Desde luego, Dick era un «bravucón». Su «dureza», como Perry había llegado a descubrir, existía únicamente en situaciones en que indiscutiblemente él llevaba ventaja. De pronto, con alivio, pensó en otra posible razón menos desesperada de la prolongada ausencia de Dick: habría ido a hacerles una visita a sus padres.

Cosa arriesgada; pero Dick sentía «veneración» por sus padres, o eso pretendía, pues la noche anterior, durante el largo viaje en coche bajo la lluvia, le había dicho a Perry:

-Claro, me gustaría ver a mis padres. Ellos no dirían nada. Quiero decir que no irían a decírselo al de la Oficina de Libertad bajo Palabra, que no harían nada que pudiera perjudicarnos. Sólo que me da vergüenza. Que tengo miedo de lo que mi madre me pueda decir. Por lo de los cheques. Y de que nos largáramos como hicimos. Pero me gustaría poder llamarles por teléfono, ver cómo andan.

Pero eso no era posible, porque la casa de los Hickock no tenía teléfono. Si no, Perry hubiera llamado entonces para ver si Dick estaba allí.

Pocos minutos después, volvía a estar convencido de que a Dick lo habían arrestado. El dolor de sus piernas era como una llamarada que le subía por el cuerpo y, los olores de la lavandería, el hedor a vapor de agua, de pronto le dio náuseas, le obligó a levantarse y a salir por la puerta. Se quedó allí, en el borde de la acera como «un borracho que no puede vomitar». ¡Kansas City! ¿No sabía él acaso que Kansas City traía mala suerte, no había suplicado a Dick que no volviera? Ahora sí, quizás ahora Dick lamentaba no haberle hecho caso. Y se preguntó: «¿Y yo qué? ¡Con un par de monedas y un montón de fichas de plomo en el bolsillo!» ¿Adonde podía ir? ¿Quién podría ayudarle? ¿Bobo? ¡Ni hablar! Aunque su marido sí. Si Fred Johnson hubiera podido seguir su inclinación y no la de su esposa, le hubiera garantizado un empleo a Perry al salir de la cárcel, para ayudarle a obtener la libertad bajo palabra.


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Pero Bobo no lo permitió, dijo que se metería en líos y hasta quizá corrieran peligro. Y entonces le escribió a Perry explicándoselo exactamente así. Un buen día, se lo haría pagar, se divertiría, le hablaría, le haría propaganda de sus habilidades, le explicaría con todo detalle las cosas que él era capaz de hacerles a las personas como ella, a la gente respetable, segura y farisaica, exactamente como Bobo. Sí, le haría saber lo peligroso que él podía resultar, mirándola fijamente a los ojos. Desde luego ello bien valía un viaje hasta Denver. Que era precisamente lo que iba a hacer, largarse a Denver y hacerles una visita a los Johnson. Fred Johnson le ofrecería la posibilidad de comenzar una nueva vida: no tendría más remedio que hacerlo si quería librarse de él.

Al llegar a aquel punto, Dick apareció en el borde de la acera, allí a su lado:

-¡Eh, Perry! -dijo-. ¿Te sientes mal?

El sonido de la voz de Dick fue como una fuerte inyección de narcótico, como el efecto de una droga que, penetrándole en las venas, le produjera un delirio de encontradas sensaciones: tensión y alivio, rabia y afecto. Avanzó hacia él con los puños cerrados:

-Tú, hijo de put*.

Dick sonrió y dijo:

-Vamos, no te enfades. Ya no pasaremos más hambre.

Y por parte de Dick no faltaron explicaciones, ni excusas tampoco, frente a un cuenco de chili en su local preferido, el Eagle Buffet:

-Lo siento, ricura. Ya sabía yo que te vendrían bascas. Que pensarías que me había liado con un poli. Pero es que tenía tal racha de suerte que no me la quería dejar perder.

Le contó que después de dejarle se había ido a la Markl Buick Company, la empresa donde había trabajado para ver si encontraba un par de matrículas con que sustituir las peligrosas de Iowa que llevaba el Chevrolet robado.

-Nadie me vio entrar ni salir. Por entonces, la Markl tenía una sección de compra-venta de coches inservibles. Y no ha fallado, he encontrado un De Soto destrozado con matrícula de Kansas, y ¡adivina dónde está la matrícula ahora!... ¡En nuestro cachivache, chaval!

Habiendo hecho el cambio, Dick había arrojado las matrículas de Iowa en un depósito de aguas municipal. Luego se dirigió a una estación de servicio donde trabajaba un amigo suyo, antiguo compañero de colegio, Steve, y logró convencerle de que aceptara un cheque de cincuenta dólares, cosa que no había hecho nunca hasta entonces, «robar a un compañero». Bueno ¡qué se le iba a hacer! A Steve no volvería a verle la cara. Iba a «cortar» definitivamente con Kansas City aquella misma noche y esta vez para siempre. Entonces ¿por qué no pelar a unos cuantos viejos amigos? Con esta idea fue a ver a otro antiguo compañero dependiente de un drugstore. Con ello su capital se elevó a setenta y cinco dólares.

-Así que esta tarde no tenemos más que hacer que lleguen a doscientos. Tengo la lista de los lugares que hemos de visitar. Seis o siete, empezando por éste -dijo refiriéndose al Eagle Buffet, donde todo el mundo, barmen y camareros, lo conocían, le tenían simpatía y lo llamaban Pickles (en honor a su manjar preferido, los pepinillos)-. Y luego Florida, a eso vamos. ¿Qué te parece, rico? ¿No te prometí que pasaríamos las Navidades en Miami? ¿Igual que los millonarios?

Dewey y su colega del KBI, el agente Clarence Duntz, esperaban de pie a que quedara una mesa libre en el Trail Room.



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