A SANGRE FRÍA - Truman Capote

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Contemplando la galería de caras de los clientes en el acto de engullir la comida del mediodía (hombres de negocio de carne fofa y gente del campo de complexión ruda y piel bronceada por el sol), Dewey vio a algunos conocidos: al forense del distrito, doctor Fenton, al gerente del Warren, a Tom Maham, a Harrison Smith, que se había presentado el año anterior a las elecciones para procurador del distrito y había sido derrotado por Duane West, y también a Herbert W. Clutter, propietario de la finca River Valley y alumno de la clase dominical de Dewey. ¡Un momento! ¿Pero Herb Clutter no estaba muerto? Pero ¿no había Dewey asistido a su funeral? Sin embargo, allí estaba, sentado a la mesa redonda en un rincón del Trail Room, con aquellos ojos pardos suyos llenos de vida, su mandíbula cuadrada y su saludable aspecto de siempre, en nada alterado por la muerte. Pero Herb no estaba solo. Con él compartían la mesa dos jovenzuelos y Dewey, al reconocerlos, dio un codazo al agente Duntz:

-¡Mira! -¿Dónde?
-En aquel rincón. -¡Que me aspen!

¡Hickock y Smith! Pero el reconocimiento, el encontronazo de las miradas fue mutuo. Los jovenzuelos olieron el peligro. Con los pies por delante se lanzaron contra el escaparate de cristal del Trail Room, y a través de él, con Duntz y Dewey brincando detrás, se lanzaron a toda velocidad a lo largo de la calle Mayor, pasando por delante de la Joyería Palmer, de la Droguería Morris, del Café Garden. Luego dieron la vuelta a la esquina precipitándose hacia la estación y dedicándose a un frenético juego de escondite, entrando y saliendo por entre un bosque de torres de grano blancas. Dewey sacó la pistola y Duntz le imitó, pero cuando apuntaban, intervino lo sobrenatural. Brusca, misteriosa, incomprensiblemente (¡era como un sueño!) todos nadaban: perseguidos y perseguidores daban brazadas allí en la espantosa extensión de agua que la Cámara de Comercio de Garden City proclama como «La mayor piscina gratuita del mundo». Mientras los detectives avanzaban hacia su presa, una vez más (¿cómo pudo suceder?, ¿podría estar soñando?), la escena se desvaneció y reapareció en otro paisaje: aquella isla gris verdosa de tumbas y árboles y senderos de flores, oasis tranquilo, frondoso, lleno de murmullos, que se extiende como fresca nube sombreando los luminosos trigales, al norte de la ciudad.

Pero ahora Duntz había desaparecido y Dewey estaba solo con los hombres perseguidos. A pesar de que no podía verlos, tenía la certeza de que se escondían entre los muertos, allí, acurrucados tras una lápida, quizá tras la lápida de su propio padre: «Alvin Adams Dewey, 6 setiembre 1879 - 26 junio 1948.» Pistola en mano, avanzó por entre las solemnes avenidas, oyendo risas y dejándose guiar por ellas, hasta darse cuenta de que ni Hickock ni Smith se escondían, sino que montaban a horcajadas sobre la fosa todavía sin lápida de Herb y Bonnie y Nancy y Kenyon, con las piernas separadas, las manos en la cadera, las cabezas echadas atrás, riéndose a carcajadas. Dewey disparó... y disparó... y disparó... Ninguno de los dos caía a pesar de que a cada uno le había dado tres veces en el corazón. Sino que, poco a poco, se fueron haciendo transparentes, gradualmente invisibles, hasta evaporarse. Pero las carcajadas seguían oyéndose y Dewey no tuvo más remedio que someterse, ceder, huir de ellas, lleno de una desesperación intensa, que le despertó.

Al despertar del sueño parecía un niño de diez años, febril y aterrado. Tenía el pelo húmedo, la camisa empapada, fría y pegada al cuerpo. La estancia, una de las habitaciones del despacho del sheriff donde se había encerrado con llave antes de caer dormido en la mesa, estaba a oscuras. Si escuchaba con atención, podía oír el teléfono de la señora Richardson que sonaba en la habitación contigua. Pero ella no se encontraba allí para contestar, la oficina estaba ya cerrada. Cuando iba a salir, pasó con decidida indiferencia junto al teléfono que seguía sonando, pero luego dudó. Podía ser Marie para preguntarle si todavía estaba trabajando y si tenía que esperarle a cenar.

-El señor A. A. Dewey, tenga la bondad. Le llaman de Kansas City.


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-Soy yo.

-Hable, Kansas City. Al aparato.

-¿Al? Aquí hermano Nye.

-Dime, hermano.

-Prepárate a oír una noticia bomba.

-Preparado.

-Nuestros amigos están aquí. Aquí mismo, en Kansas City.

-¿Cómo lo sabes?

-No es que guarden el secreto, precisamente. Hickock anda firmando cheques de una punta a otra de la ciudad. Con su propio nombre.

-Con su nombre. Eso quiere decir que no piensa quedarse mucho tiempo... o bien que se siente tan seguro como si nada. ¿Y Smith está con él todavía?

-Oh, sí, van juntos. Pero tienen otro coche. Un Chevy de mil novecientos cincuenta y seis, negro y blanco de dos puertas.

-¿Matrícula de Kansas?

-Matrícula de Kansas. Y oye bien. Al, ¡hemos tenido suerte! Compraron un aparato de televisión, ¿sabes?, y Hickock le pagó al dependiente con un cheque. Pero cuando se marchaban, el dependiente tuvo el buen sentido de tomar el número de la matrícula. Lo anotó detrás del cheque. Matrícula de Johnson County 16212.

-¿Comprobada la matrícula?

-¿Adivina qué?

-Es un coche robado.

-Eso desde luego. Pero la matrícula ha sido sustituida. Nuestro amigos la tomaron de un De Soto hecho trizas en un garaje de Kansas City.

-¿Sabes cuándo?

-Ayer por la mañana. El jefe (Logan Sanford) envió una alerta con el número de la matrícula y una descripción del coche.

-¿Y qué hay de la casa de Hickock? Si están todavía en la zona, seguro que tarde o temprano se llegarán por allí.

-No te preocupes, Al. La tenemos vigilada. Oye Al...

-Dime.

-Ese es el regalo de Navidad que quiero. Sólo ése. Liquidar este caso y dormir de un tirón hasta Año Nuevo. ¿No te parece que sería un regalo de maravilla?

-Bueno, pues te deseo que lo tengas.

-Deseo que lo tengamos los dos.

Luego, mientras atravesaba la oscurecida plaza del Palacio de Justicia, pensativo, arrastrando los pies por entre montones de hojas secas, Dewey se admiraba ante su propia falta de entusiasmo. ¿Por qué cuando ahora sabía que los sospechosos no estaban ni para siempre perdidos en Alaska, ni en México, ni en Tombuctú, cuando de un momento a otro podían arrestarlos no experimentaba ninguna excitación, ni el contento que era de suponer? La culpa la tenía el sueño, aquella atmósfera lúgubre que lo había dominado todo hacía que cuestionara las afirmaciones de Nye... en cierto sentido, que se negara a creerlas. No creía que a Hickock y a Smith pudieran atraparles en Kansas City. Hickock y Smith eran invulnerables.



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335 Ocean Drive Miami Beach, es la dirección del Hotel Somerset, un pequeño edificio cuadrado, pintado más o menos de blanco con varios toques de azul, entre ellos un cartel que decía: «Habitaciones libres. Precios muy módicos. Artículos de playa. Brisa de mar constante.» Se trataba de uno de los muchos hotelitos de estuco y cemento que bordean, uno al lado de otro, una calle blanca y melancólica. En diciembre de 1959, los «artículos de playa» consistían en dos parasoles clavados en una franja de arena en la parte trasera del hotel. Uno de los parasoles, rosa, tenía escrito: «Tenemos helados Valentine». El día de Navidad, a mediodía, había un cuarteto de mujeres tumbadas debajo de él y alrededor de un transistor que les daba la serenata. El segundo parasol, azul y con la orden «Use Coppertone», daba cobijo a Dick y a Perry que hacía cinco días que se hospedaban en el Somerset, en una doble de dieciocho dólares a la semana.

Perry dijo:
-Todavía no me has dicho Feliz Navidad. -Feliz Navidad, rico. Y próspero Año Nuevo.

Dick iba en traje de baño, pero Perry, como en Acapulco, se negó a enseñar las piernas lisiadas (temía que el espectáculo pudiera «ofender» a los demás bañistas), por tanto, estaba vestido de arriba abajo, hasta con calcetines y zapatos. No obstante se sentía relativamente satisfecho y cuando Dick se levantó y empezó a exhibirse (haciendo la vertical para impresionar a las damas del parasol rosa), se dedicó de lleno al Herald de Miami. Al poco rato, en una página interior encontró un artículo que centró por entero su atención, se refería a un asesinato, el de toda una familia de Florida: Clifford Walker, su esposa y sus hijos, un niño de cuatro años y una niña de dos. Cada una de las víctimas, si bien ni atadas ni amordazadas, habían muerto de un disparo en la cabeza con un proyectil calibre 22. El crimen, del que no había ninguna pista y aparentemente tampoco motivo, tuvo efecto el sábado 19 de diciembre por la noche, en el domicilio de los Walker, un rancho ganadero vecino de Tallahassee.

Perry interrumpió las demostraciones atléticas de Dick para leerle la historia en voz alta y terminó:

-¿Dónde estábamos el sábado por la noche? -¿En Tallahassee?
-Eso te pregunto.

Dick se concentró. El jueves por la noche, turnándose al volante, salieron de Kansas City. Cruzaron Missouri y Arkansas y a través de los Ozarks, «subieron» a Louisiana, donde tuvieron que parar el viernes por la mañana, porque se les quemó la dinamo (una de segunda mano que compraron en Shreveport, les costó veintidós dólares cincuenta). Aquella noche, durmieron en el coche aparcado junto a la carretera, cerca de la frontera entre Alabama y Florida. La jornada siguiente transcurrió sin prisas, incluyendo varios desvíos turísticos: visita a un vivero de caimanes y a otro de serpientes de cascabel, un paseo en un bote de quilla de cristal por un pantano argentino, una tardía comida abundante y costosa a base de langosta en un restaurante turístico, especialidad mariscos. ¡Maravilloso día! Pero los dos estaban rendidos cuando llegaron a Tallahassee y decidieron pasar la noche allí.

-Sí, en Tallahassee -confirmó Dick.

-¡Increíble! -Perry releyó el artículo-. ¿Sabes lo que no me extrañaría? Que lo hubiese hecho un lunático. Un maniático que hubiera leído lo de Kansas.

Como a Dick no le entusiasmaba la idea de oir a Perry «machacar sobre el tema», se encogió de hombros, sonrió y se fue a buen paso hasta la orilla del océano, donde empezó a pasearse con toda calma por la arena mojada, agachándose de vez en cuando a coger una concha.


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De niño, había envidiado tanto al hijo de unos vecinos que fue de vacaciones al golfo de México y volvió con una caja llena de conchas, había llegado a odiarle tanto que se la robó y las fue aplastando una a una con un martillo. La envidia era una constante en su personalidad. Enemigo suyo era todo aquel que fuese lo que él hubiera querido ser o que tuviese algo que él hubiese querido hacer.

Por ejemplo, aquel hombre que había visto en el Fontainebleau. Allá a kilómetros de distancia, envueltos en el velo estival de la calina y la espuma del mar, podía ver las torres de los pálidos hoteles de lujo: el Fontainebleau, el Edén Roc, el Roney Plaza. Al segundo día de estar en Miami, le sugirió a Perry hacer una incursión por aquellas catedrales del placer.

-A ver si pescamos un par de ricachonas -había dicho Dick.

Perry tenía muy pocas ganas, imaginando que la gente se les quedaría mirando por los pantalones caqui y las camisetas. Pero en realidad, su excursión por las lujosas dependencias del Fontainebleau, pasó inadvertida entre los hombres que se paseaban desenfadadamente en calzones de seda cruda a rayas y mujeres en traje de baño y colorida estola de visón simultáneamente. Los intrusos deambularon por el vestíbulo, salieron al jardín, pasaron a la piscina. Y fue allí donde Dick vio a aquel hombre que tendría más o menos su misma edad, veintiocho o treinta. Podía ser un «jugador, un abogado o quizás un gángster de Chicago». Fuera lo que fuese tenía aire de conocer las glorias del dinero y el poder.

Una rubia que se parecía a Marilyn Monroe, masajeándole, le untaba aceite solar y la perezosa mano del hombre provista del correspondiente anillo, se alargó hasta un vaso de naranja helada. Todo aquello le correspondía de derecho también a él, a Dick, pero él no lo tendría jamás. ¿Por qué aquel hijo de put* había de tenerlo todo y él nada? ¿Por qué había de tener toda la suerte aquel «puñetero de mierda» y él ninguna? Sólo con un cuchillo en la mano, él, Dick, tenía poder. A los puñeteros de mierda como aquél más les valdría cuidarse, porque él podía «abrirlos en canal para que soltaran un poco de aquella suerte». A Dick le habían estropeado el día. La espléndida rubia que le ponía aceite solar a aquel tipo, se lo había arruinado. Se limitó a decirle a Perry:

-¡Larguémonos de aquí, puñeta!

Ahora, allí junto a la orilla, una niña de unos doce años hacía dibujos en la arena, grababa grandes rostros rudimentarios con un palito de los que el mar suele traer a la arena. Dick, haciendo ver que se interesaba por los dibujos, le ofreció las conchas que había recogido, y le dijo:

-Van muy bien para hacerles los ojos.

La niña las aceptó, en vista de lo cual, Dick sonrió y le guiñó un ojo. Lamentaba sentir lo que sentía por la niña aquella, porque su interés sexual por las niñas era una flaqueza de la que «sinceramente se avergonzaba», un secreto que jamás había confesado a nadie y que deseaba que nadie sospechara (aunque se daba cuenta de que Perry tenía ya sus buenas razones para hacerlo), porque entonces los demás podrían pensar que él no era «normal». Seducir a niñas púberes, como había hecho unas «ocho o nueve» veces en los últimos años, no demostraba lo contrario; aunque lo ocultaban celosamente, la verdad era que muchos hombres verdaderos sentían los mismos deseos que él. Tomó la mano de la niña y dijo:

-Ven, amorcito. Mi novia chiquitina.

Pero ella le rechazó. La mano que él tenía cogida se escurrió como el pez del anzuelo y él supo reconocer aquella expresión de asombro de los ojos, vista en anteriores incidentes de su carrera. La soltó, se rió un poco y dijo:

-Sólo es un juego. ¿No te gustan los juegos?

Perry, reclinado aún bajo el parasol azul, había observado la escena e intuido inmediatamente los propósitos de Dick, despreciándolo por aquel acto, ya que «no sentía respeto alguno por las personas incapaces de controlar sus tendencias sexuales», especialmente cuando la falta de control atañe lo que él llamaba «perversión», «molestar a críos», «asuntos de maricas», violación. Y creía que Dick conocía de sobra sus puntos de vista.


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Es más, ¿no habían llegado casi a las manos cuando, muy recientemente, él impidió que Dick violara a una aterrada muchacha? Pero de todos modos, aunque no tenía inconveniente en repetir la hazaña, le alivió ver que la niña se alejaba de Dick.

Flotaban villancicos en el aire. Procedían de la radio de las cuatro mujeres y se fundían extrañamente con el sol de Miami y los gritos de las quejumbrosas gaviotas, nunca completamente silenciosas. Venite adoremus, venite adoremus, el coro de una catedral, una música exaltada que conmovió a Perry hasta saltarle las lágrimas, lágrimas que no cesaron ni aun acabada la música. Y como le ocurría con frecuencia cuando se encontraba en semejante estado de congoja, empezó a darle vueltas por la cabeza aquella idea que ejercía sobre él una «fascinación tremenda»: el su***dio.

De niño había pensado con mucha frecuencia en suicidarse, pero entonces no se trataba más que de fantasías sentimentales, nacidas del deseo de castigar de su padre, a su madre y a otros enemigos más. Sin embargo, desde que se hizo hombre, la perspectiva de quitarse la vida fue perdiendo aquella naturaleza fantasiosa. No podía olvidar que aquélla había sido la solución de Jimmy, y la de Fern también y últimamente, había comenzado a considerarla no sólo una alternativa posible, sino como la clase de muerte que le esperaba.

No lograba ver que le quedaran ya «muchas cosas por las que valiera la pena vivir». Cálidas islas, oro enterrado, inmersiones en mares de fogoso azul tras tesoros enterrados, esos sueños ya no existían. Tampoco existía Perry O'Parsons, el nombre inventado para quien sería sensacional revelación de la escena y la pantalla que más o menos seriamente pretendía realizar. Perry O'Parsons había muerto sin ni siquiera haber conocido la vida. ¿Qué otras aspiraciones podían quedarle? El y Dick estaban «corriendo una carrera sin fin», así lo veía él. Ahora, cuando todavía no hacía una semana que estaban en Miami la marcha sin tregua iba a recomenzar. Dick, que había trabajado un día en la estación de servicio ABC a sesenta y cinco centavos la hora, había dicho:

-Miami es peor que México. ¡A sesenta y cinco! No es para mí. Yo soy un blanco.

Así que, al día siguiente, con sólo los veintisiete dólares que les quedaban de los obtenidos en Kansas City, se dirigirían otra vez hacia el oeste, a Texas, a Nevada, a ningún sitio en concreto.

Dick, que había chapoteado en la marejada, volvió a su lado. Se dejó caer, mojado y sin aliento, boca abajo sobre la pegajosa arena.

-¿Cómo estaba el agua? -Maravillosa.

La proximidad entre Navidad y el cumpleaños de Nancy, que era inmediatamente después de Año Nuevo, siempre le había creado problemas a su novio Bobby Rupp. Necesitaba buen esfuerzo de imaginación para pensar en dos regalos apropiados en tan rápida sucesión. Pero cada año, con el dinero que había ganado en verano trabajando en la hacienda de remolacha azucarera de su padre, hacía todo lo posible, y el día de Navidad por la mañana, siempre se había presentado en la de los Clutter con un paquete que sus hermanas le habían ayudado a hacer y que esperaba sería una sorpresa deliciosa para Nancy. El año anterior le había regalado un pequeño medallón de oro en forma de corazón. Este año, con la anticipación de costumbre, estuvo dudando entre los perfumes de importación que vendían en Norris y un par de botas de montar. Pero Nancy había muerto.


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El día de Navidad por la mañana, en lugar de dirigirse a la finca River Valley, se quedó en casa y luego compartió con el resto de la familia la espléndida comilona que su madre llevaba una semana preparando. Todo el mundo, sus padres y cada uno de sus siete hermanos, le habían tratado con mucho cariño desde la tragedia. Aun así, a las horas de comer, tenían que repetirle una y otra vez que por favor tratara de comer algo. Nadie se hacía cargo que, en realidad, estaba enfermo, enfermo de pena, que el dolor formaba un cerco a su alrededor del que no podía escapar y en el que los demás no podían entrar, con excepción quizá de Sue. Hasta la muerte de Nancy, no había sabido apreciar a Sue ni se había sentido jamás a gusto con ella. Era demasiado diferente. Se tomaba demasiado en serio cosas que las chicas no tenían por qué: pintura, poesía, la música que interpretaba al piano.

Y, naturalmente, estaba celoso de ella, por aquella estima que le profesaba Nancy que, si bien de distinto orden, era por lo menos igual a la que le profesaba a él. Pero por esta razón, podía ella ahora comprender su pérdida. Sin Sue, sin su presencia casi constante, ¿cómo hubiera podido hacer frente a semejante alud de golpes dolorosos: el crimen, los interrogatorios de Dewey, la patética ironía de verse convertido al principio en el sospechoso número uno?

Pero luego, al cabo de un mes, la amistad se empañó. Bobby empezó a ir con menos frecuencia a la diminuta y acogedora sala de estar de las Kidwell y, cuando iba, Sue no parecía ya tan encantada de su visita. El problema era que se impelían mutuamente a acongojarse y recordar lo que en realidad ambos deseaban olvidar. A veces Bobby lo conseguía: cuando jugaba a basket o cuando iba al volante de su coche por carreteras de campo, a ciento veinte por hora, o cuando, como parte de un programa de entrenamiento atlético que se había impuesto (su ambición era ser profesor de educación física en un colegio de segunda enseñanza), hacía largos recorridos a medio trote, a través de los llanos campos amarillos. Hoy también, después de ayudar a quitar la mesa, puesta con la mejor vajilla de fiesta, eso fue lo que decidió hacer: se puso su suéter de atletismo y salió a correr un poco.

El tiempo era espléndido. Hasta para la Kansas del oeste famosa por sus interminables veranillos fuera de estación, aquel día parecía de otro clima: aire seco, sol radiante, cielo azul. Los granjeros, optimistas, pronosticaban un «invierno despejado» tan benigno que el ganado podría apacentar sin interrupción. Esos inviernos son raros, pero Bobby recordaba uno, el del año que empezó a cortejar a Nancy. Los dos tenían entonces doce años y al salir del colegio, él solía llevarle los libros todo el trayecto desde el colegio de Holcomb hasta la finca del padre de ella. Muchas veces, si el día era caluroso y el sol quemaba, se detenían por el camino y se sentaban junto al río, un trozo del Arkansas, pardusco, lento y serpenteante.

Un día Nancy le dijo:

-Un verano que estuvimos en Colorado, vi dónde nace el Arkansas. El lugar exacto. Nadie hubiera dicho que aquél era nuestro río. No tiene el mismo color. Sino que es claro como el agua de beber. Y lleno de rocas. De remolinos. Papá pescó una trucha.

Aquel recuerdo del lugar donde nacía el río se le había grabado a Bobby en la memoria y desde su muerte... Bueno, no podía explicárselo, pero siempre que miraba al Arkansas, por un momento no veía la sucia corriente siguiendo los meandros a través de las llanuras de Kansas sino lo que Nancy había descrito: un torrente allá en el estado de Colorado, un riachuelo fresco y cristalino lleno de truchas que descendía rápido monte abajo. Así había sido Nancy también: un agua joven, enérgica, alegre.

Pero normalmente, los inviernos de la Kansas del oeste son duros y por lo general la helada en los campos y los cortantes vientos han cambiado el clima antes de que llegue la Navidad. Unos años atrás, la nieve empezó a caer la víspera de Navidad y siguió cayendo. Cuando Bobby se dirigía a la mañana siguiente a casa de los Clutter que estaba a unos cinco kilómetros de distancia, tuvo que luchar contra montones de nieve.



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Valió la pena porque a pesar de que llegó aterido y rojo de frío, el recibimiento que le hicieron le desentumeció completamente. Nancy estaba admirada y orgullosa y su madre, casi siempre tan tímida y distante, lo abrazó, lo besó y le instó a que se envolviera en un edredón y se sentara junto a la chimenea de la sala. Mientras las mujeres trajinaban en la cocina, él, Kenyon y el señor Clutter se quedaron sentados alrededor del fuego, cascando nueces y pacanas. Clutter dijo que le venía a la memoria otra Navidad cuando él tenía la edad de Kenyon:

-Éramos siete. Mi madre, mi padre, mis dos hermanas y los tres chicos. Vivíamos en una granja muy apartada de la ciudad. Por esa razón teníamos la costumbre de hacer de una sola vez nuestras compras de Navidad. Hacíamos un solo viaje y lo comprábamos todo. Aquel año, la mañana destinada a las compras, la nieve estaba tan alta como hoy, o quizá más, y además seguía nevando: copos como platillos, íbamos a tener unas Navidades sin regalos, allí aislados por la nieve. Mi madre y mis hermanas estaban desconsoladas. Entonces se me ocurrió una idea.

Ensilló el caballo de tiro más fuerte que tenían, se fue con él a la ciudad para hacer las compras de todos. La familia celebró la idea. Cada cual entregó a Clutter sus ahorros y la lista de lo que quería; cuatro metros de batista, un balón de fútbol, una almohadilla para alfileres, cartuchos de fusil, tal cantidad de encargos que no terminó hasta la noche. De vuelta a casa, con las compras seguras dentro de una bolsa impermeable, no pudo menos que agradecer a su padre que le hubiera obligado a llevarse una lámpara y que los arreos del caballo estuvieran provistos de campanillas porque ambas cosas, el airoso tintineo y la oscilante luz de la lámpara de petróleo, le hacían compañía.

-El viaje de ida fue fácil: coser y cantar. Pero a la vuelta, la carretera había desaparecido con todas sus indicaciones.

Cielo y tierra, todo era nieve. El caballo, metido en ella hasta las ancas, resbaló de lado.

-Dejé caer la lámpara. Estábamos perdidos en la noche. Era sólo cuestión de tiempo hasta que nos durmiéramos y muriéramos de frío. Sí, pasé miedo. Pero recé. Y sentí la presencia de Dios...

Unos perros aullaban. Anduvo en dirección a los aullidos hasta que logró ver las ventanas de una granja vecina.

-Debí quedarme allí. Pero pensé en la familia, imaginé que mi madre estaría llorando, que papá y los chicos saldrían a dar una batida y seguí adelante. Así que, naturalmente, no me complació mucho cuando por fin llegué a casa y vi que estaba completamente a oscuras. Las puertas cerradas. Me encontré con que todos se habían acostado y se habían olvidado de mí. Nadie comprendía por qué estaba deprimido. Mi padre dijo:

-Estábamos convencidos de que pasarías la noche en la ciudad. ¡Por todos los santos, muchacho! ¿Quién iba a pensar que harías la locura de volver a casa con una tempestad como ésta?

El olor a sidra de las manzanas podridas. Manzanos y perales, melocotoneros y cerezos: el huerto de árboles frutales, aquel tesoro que había plantado el señor Clutter. Bobby, en su carrera sin rumbo, no se había propuesto llegar allí ni a ninguna otra parte de River Valley. Era inexplicable y se dio la vuelta para marcharse pero volvió sobre sus pasos y se dirigió a la casa, blanca, sólida y espaciosa. Siempre le había impresionado aquella casa y le gustaba pensar que su novia vivía allí. Pero ahora que estaba falta de los esmerados cuidados de quien había sido su dueño, las primeras telarañas del abandono se empezaban a tejer. Un rastrillo estaba tirado en mitad del camino, el césped agostado y descuidado.


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Aquel fatal domingo, cuando el sheriff pidió que enviaran ambulancias para sacar de allí a la familia asesinada, las ambulancias atravesaron el prado de césped para dirigirse derecho a la puerta y las marcas de los neumáticos todavía se notaban.

También la casa del aparcero estaba vacía. Había encontrado nuevo alojamiento para su familia, más cerca de Holcomb, y a nadie le extrañó porque ahora, por espléndido que fuese el tiempo, la finca Clutter parecía sombría, silenciosa y sin vida. Pero cuando Bobby pasó junto al granero tras el que había un corral para el ganado, oyó el chasquido de la cola de un caballo. Era la Babe de Nancy, la obediente yegua manchada, de crin pajiza y ojos púrpura, oscuros como dos magníficos pensamientos. Agarrándola por el crin, Bobby frotó su mejilla contra el cuello de Babe, cosa que Nancy solía hacer. Y Babe relinchó. Precisamente el domingo pasado, la última vez que estuvo a ver a los Kidwell, la madre de Sue había mencionado a Babe. La señora Kidwell, mujer fantasiosa, había estado en la ventana, contemplando el crepúsculo que teñía la pradera, e, inesperadamente, dijo:

-¿Susan? ¿Sabes qué tengo siempre delante de los ojos? A Nancy. Montada en Babe. Que viene hacia aquí.

Perry fue el primero en ver los dos auto-stopistas, un chico y un viejo, ambos con mochila de confección casera y, a pesar del viento de Texas arenoso y frío, sin más abrigo que tejanos y delgadas camisas de algodón.

-Déjalos que suban -dijo Perry.

Dick no parecía muy dispuesto. No tenía nada en contra de recoger auto-stopistas, siempre y cuando tuvieran aspecto de poderse pagar el viaje por lo menos, de «contribuir con diez litros de gasolina». Pero Perry, el pequeño Perry de gran corazón, fastidiaba continuamente a Dick pidiéndole que recogiera a la gente más miserable. Al fin Dick cedió y paró el coche.

El chico, que tendría doce años y era rubio, rechoncho, de ojos vivos y charlatán, se deshizo en agradecimientos, pero el viejo, que tenía la cara amarilla y surcada de profundas arrugas, se arrastró casi sin fuerzas hasta el asiento de atrás y se desplomó silenciosamente en él. El dijo:

-Se lo agradecemos mucho. Johnny ya no podía más. No nos ha parado un coche desde Galveston.

Hacía una hora que Perry y Dick habían salido de aquel puerto, después de haber pasado la mañana ofreciéndose en varias oficinas de embarque como marineros. Una compañía les ofreció trabajo inmediato en un carguero que se dirigía a Brasil y por cierto, los dos se hubieran hecho a la mar si su futuro patrón no hubiese descubierto que ninguno de los dos estaba sindicado ni tenía pasaporte. Cosa rara, la contrariedad de Dick fue mayor que la de Perry:

-¡Brasil! Allí es donde están construyendo una capital nueva. De la nada. ¡Imagínate meterse de los primeros en una cosa así! Cualquier idiota puede hacer una fortuna.

-¿Adonde vais? -preguntó Perry al niño. -A Sweetwater.
-¿Dónde está Sweetwater?

-Bueno, pues en esta dirección, en alguna parte. Por allí, en Texas. Johnny es mi abuelo. Y tiene a su hermana que vive en Sweetwater. ¡Jesús! Por lo menos espero que viva allí. Creíamos que vivía en Jasper, Texas. Pero cuando llegamos a Texas, van y nos dicen que ella y su familia se fueron a Galveston. Pero tampoco estaba en Galveston. Una señora nos dijo que se marchó a Sweetwater. Espero, ¡Jesús!, que acabemos por encontrarla.


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Johnny -dijo frotando las manos del viejo como para calentarlas-. ¿Me oyes, Johnny? Vamos en un Chevrolet modelo 56 calentito y estupendo.

El viejo tosió, movió ligeramente la cabeza, abrió y cerró los ojos y volvió a toser.

Dick dijo:

-¡Eh, oye! ¿Qué le pasa?

-Es el cambio -dijo el chaval-. Y tanto andar. Venimos andando desde antes de Navidad. Me parece que hemos recorrido casi todo Texas.

Con la máxima naturalidad y sin dejar de masajear las manos del viejo, el chico les contó que antes de empezar aquel viaje, él, su abuelo y una tía vivían solos en una granja, cerca de Shreveport, Louisiana. Hacía poco, la tía había muerto.

-Hace un año que no está bien y la tía lo tenía que hacer todo. Sin más ayuda que la mía. Estábamos cortando leña. Cortando un tocón. A la mitad, la tía va y me dice que no podía más. ¿Has visto alguna vez a un caballo que se echa al suelo y no se levanta más? Yo sí. Eso hizo mi tía. Unos días antes de la Navidad, el hombre que le había alquilado la granja al viejo nos echó a la calle.

-Por eso decidimos venir a Texas. Buscando a la señora Jackson. Yo no la conozco pero es la hermana de sangre del abuelo. Y alguien tiene que cargar con nosotros. Por lo menos con él. No puede seguir mucho más. Esta noche la hemos pasado bajo la lluvia.

El coche se detuvo. Perry le preguntó a Dick por qué había parado. -Ese hombre está muy enfermo -dijo Dick.
-¿Y bueno? ¿Qué quieres hacer? ¿Echarlo?
-Piensa con la cabeza. Aunque sea una vez.

-Eres un podrido de mierda.
-Imagínate que se muere.
-No se morirá -intervino el chico-. Si hemos llegado hasta aquí, aguantará. Dick insistió:
-¿Y si se muere? Piensa en lo que puede ocurrir. Las preguntas. -Francamente, me importa un comino. ¿Quieres dejarlos en la carretera?

Perry miró al viejo enfermo, aún soñoliento, aturdido, sordo y miró al chico que le devolvió la mirada tranquilo, sin suplicar, sin «pedir nada» y Perry se acordó de sí mismo, cuando tenía esa edad, de sus vagabundeos con un viejo.

-Adelante. Échalos. Pero yo me bajo también.

-Muy bien, muy bien. Pero, recuerda, será culpa tuya.

Dick puso el coche en marcha. De pronto, cuando el coche empezaba a andar, el chico gritó:

-¡Pare!

Saltó del coche, corrió por el arcén de la carretera, se detuvo, se agachó, recogió una, dos, tres, cuatro botellas vacías de Coca-Cola, volvió corriendo y saltó dentro del coche, feliz y sonriente:

-Se hace un montón de dinero con las botellas -le dijo a Dick-. Oiga, si pudiera conducir así, despacio, le garantizo que nos sacaríamos unos buenos cuartos. De eso venimos comiendo el abuelo y yo. De los cuartos de los cascos.

A Dick le pareció divertido y además le interesó: cuando el chaval le volvió a decir que parase, obedeció en seguida. Le hacía parar con tanta frecuencia, que les llevó una hora recorrer ocho kilómetros pero valió la pena.


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El chaval era un «genio como Dios es Dios», para descubrir, entre las piedras del borde de la carretera, las basuras cubiertas de hierba y el brillo pardusco de botellas de cerveza inaprovechables, las manchas esmeralda de las que habían contenido 7-Up y Canada Dry. Muy pronto, Perry desarrolló un don natural para descubrir botellas. En un principio se limitaba a indicar al chaval dónde veía alguna. Le parecía poco digno precipitarse a cogerlas él mismo. Era todo «muy tonto», «cosa de críos». Pero el juego hizo nacer en él poco a poco la excitación de la caza del tesoro y acabó por sucumbir y participar en la diversión, en el fervor de aquella búsqueda de botellas con reembolso. Hasta Dick participó, pero Dick lo hacía muy en serio. Por muy raro que pareciera, aquél era un sistema para hacer dinero, o por lo menos para reunir unos cuántos dólares. Sabe Dios que buena falta les hacían a él y a Perry: sus fondos reunidos no llegaban a cinco dólares.

Ahora los tres, Dick, el chico y Perry, salían a empellones del coche sin vergüenza y competían amistosamente. Una vez Dick descubrió un escondrijo de botellas de vino y whisky y sufrió la desilusión de saber que no valían.

-No pagan las botellas de vino y licor vacías -le informó el chico-. Hay muchas de cerveza que tampoco valen. Yo no doy un paso por ellas. Me quedo con lo seguro: Dr. Pepper, Pepsi, Coca-Cola, White Rock, Nehi.

Dick le preguntó:
-¿Cómo te llamas?
-Bill -contestó el chico.
-Pues contigo se hace uno una cultura, Bill.

Cayó la noche y ello obligó a los cazadores a abandonar la partida; eso y la falta de espacio, pues el coche ya llevaba cuantas botellas podía contener. El portaequipajes estaba repleto, el asiento de atrás parecía un reluciente montón de basuras. Inadvertido, ignorado hasta por su nieto, el anciano enfermo quedaba oculto por la carga oscilante, de peligroso tintineo.

Dick dijo:

-Estaría bueno que chocáramos.

Un puñado de carteles luminosos era el reclamo del New Motel; resultó ser, a medida que los viajeros se acercaron a él, un impresionante complejo consistente en varios bungalows, garaje, restaurante y bar. Asumiendo el mando, el chico dijo:

-Pare aquí. Quizá podamos hacer negocio. Pero déjenme hablar a mí. Estoy acostumbrado. A veces, intentan timarte.

Perry no podía imaginar que existiera nadie «lo suficientemente listo como para timar a aquel chaval», dijo más tarde hablando de él.

-No le daba ningún apuro meterse allá dentro con todas aquellas botellas. Yo no hubiera podido nunca, por la vergüenza. Pero la gente del motel lo trató estupendamente, sólo que rieron. Resultó que las botellas valían doce dólares sesenta.

El chico dividió el dinero equitativamente, quedándose con la mitad y dando la otra a sus socios y dijo:

-¿Sabéis qué? Nos vamos a zampar, el viejo y yo, algo que valga la pena, ¿es que no tenéis hambre?

Como siempre, Dick tenía. Y después de tanta actividad, hasta Perry estaba famélico. Y como contaría más tarde:

-Acarreamos al viejo hasta el restaurante y lo apuntalamos en una mesa. Seguía teniendo el mismo aspecto de muerto. Y no dijo palabra. Pero había que verle atracándose. El chico pidió tortitas que dijo era lo que más le gustaba a Johnny.

A sangre fria - Truman Capote
 
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Puedo jurar que se comió por lo menos treinta. Con un kilo de mantequilla por lo menos y un litro de jarabe. Y el chico tampoco era manco. Patatas fritas y helado, no comió otra cosa, pero desde luego, se hinchó. No sé si le haría daño.

Durante el festín, Dick, que había consultado un mapa, anunció que Sweetwater estaba a unos ciento cincuenta kilómetros al oeste de la ruta que él llevaba, la ruta que debía conducirles atravesando Nuevo México, Arizona y Nevada, hasta Las Vegas. Aunque era verdad. Perry comprendió que Dick intentaba simplemente deshacerse del chico y el viejo.

El niño comprendió también las intenciones de Dick, pero dijo cortésmente:

-No se preocupe por nosotros. Seguro que paran muchos coches. Alguien nos llevará.

El chico los acompañó hasta el coche, dejando que el viejo devorara a gusto un nuevo montón de tortitas. Les dio la mano a Dick y a Perry, les deseó un Feliz Año Nuevo y los saludó con la mano en la oscuridad.

La noche del miércoles 30 de diciembre fue memorable en casa del agente A. A. Dewey. Su mujer recordándola tiempo después dijo:

-Alvin cantaba en el baño La rosa amarilla de Texas. Los niños miraban la televisión y yo preparaba la mesa. Para una cena fría. Yo soy de Nueva Orleáns y me encanta guisar y tener invitados. Mi madre acababa de enviarnos, precisamente, un cajón de aguacates, habichuelas y... ¡Oh, un montón de cosas orgánicas! Por eso decidí organizar una cena fría, invitar a algunos amigos, a los Murray, a Cliff y a Dodie Hope. Alvin no quería, pero yo estaba decidida. ¡Por todos los santos! Aquel caso podía durar eternamente y él no se había tomado ni un minuto libre desde que empezó. Bueno, pues estaba poniendo la mesa cuando oí el teléfono y le dije a uno de los niños, a Paul, que contestara. Paul dijo que era para papá y yo le apunté: «Diles que está en el baño.» Pero Paul no se atrevió a hacerlo porque era el señor Sandford, que llamaba desde Topeka. El jefe de Alvin. Alvin contestó al teléfono con una toalla atada a la cintura. ¡Me puso furiosa... dejando charcos de agua por todas partes! Pero cuando fui por una bayeta, vi algo peor: el gato, el idiota de Pete estaba comiéndose la ensalada de cangrejo. ¡El relleno de mis aguacates!

»Y entonces súbitamente Alvin me cogió, me abrazó: "Alvin Dewey, ¿te has vuelto loco?", dije. La alegría es la alegría pero el hombre estaba empapado y me ponía el vestido perdido. Porque yo me había arreglado ya para recibir a nuestros invitados. Claro que cuando entendí por qué me abrazaba así, me puse a abrazarle yo también. ¡Imagínese lo que representaba para Alvin saber que aquellos hombres habían sido detenidos! Allá en Las Vegas. Me dijo que se iba inmediatamente a Las Vegas. Le pregunté si no sería mejor que antes se pusiera algo de ropa y Alvin, excitadísimo, me dijo: "Caramba, cariño, siento estropear tu fiesta." Y a mí no se me hubiera ocurrido una forma mejor de estropearla si eso significaba que pronto volveríamos a llevar una vida normal. Alvin se echó a reír. Era maravilloso oírlo. Porque las dos últimas semanas habían sido las peores: la semana antes de Navidad, aquellos hombres fueron vistos en Kansas City, llegaron y se fueron sin dejarse atrapar. No había visto nunca tan deprimido a Alvin desde que tuvimos al pequeño Alvin en el hospital con encefalitis y creíamos que se moría. Pero no hablemos de eso ahora.

»Hice café y se lo llevé al dormitorio donde suponía que estaría vistiéndose. Pero no se vestía. Estaba sentado en el borde de la cama con la cabeza entre las manos, como si le doliera. No se había puesto ni un calcetín. "¿Qué quieres, pillar una pulmonía?", le dije. Se quedó mirándome: "Marie, oye, tienen que haber sido ellos, forzosamente, es la única explicación lógica." Alvin tiene cada cosa. Como cuando se presentó por primera vez para sheriff del condado de Finney.


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La noche de las elecciones, cuando se había hecho ya
prácticamente el recuento de votos y estaba claro como el agua que él había ganado, empezó a decir, era como para matarlo, a decir y repetir: "Bueno, no lo sabremos hasta el final."

»Le dije entonces: "Por favor, Alvin, no empieces. Claro que fueron ellos." "¿Qué pruebas tienes? -me preguntó-. ¿Cómo podemos probar siquiera que pusieron los pies en la casa de los Clutter?" Pero a mí me parecía que precisamente eso le podía probar: había huellas. ¿No eran las marcas de las suelas lo único que los animales aquellos habían dejado? Alvin contestó: "Sí, y serían definitivas... con tal que todavía lleven las mismas botas. Las marcas de las huellas solas, no valen un céntimo." Yo le contesté: "Muy bien, cariño. Anda, tómate el café, te ayudaré a hacer la maleta." A veces no se puede discutir con Alvin.

Del modo que hablaba, casi me convenció de que Hickock y Smith eran inocentes y que si no lo eran, no confesarían jamás y si no confesaban, nunca podrían ser condenados... porque las pruebas eran demasiado vagas. Pero lo que más le preocupaba era... que el asunto se les fuera de las manos, que los dos hombres se enterasen de cómo estaban las cosas antes de que el KBI pudiera interrogarles. Por ahora creían que los habían cogido por violación de palabra. Por pasar cheques falsos. Y a Alvin le parecía muy importante que siguieran creyéndolo. Decía: "El nombre de Clutter tiene que ser un martillazo, un golpe que no sepan de dónde les ha caído."

»Paul... lo había mandado por unos calcetines de Alvin. Cuando los trajo, se quedó contemplando cómo hacía la maleta. Preguntó dónde iba Alvin. Alvin lo alzó en brazos, diciéndole: "¿Eres capaz de guardar un secreto, Paul?" No hacía falta que lo preguntara, pues los dos niños saben que no deben hablar del trabajo de su padre, de los comentarios que pueden oír en casa. Así que le dijo: "Pauly, ¿recuerdas esos hombres que estamos buscando? Bueno, los hemos encontrado y papá se va ahora por ellos, para traerlos aquí a Garden City." Pero Paul le suplicó: "Por favor, papá, no los traigas. Que no vengan por aquí." Estaba aterrado, como era lógico en un niño de nueve años. Alvin lo besó diciendo: "No te preocupes, Pauly, no dejaremos que hagan daño a nadie. No volverán a hacer daño a nadie nunca más."

A las cinco de aquella tarde, unos veinte minutos después de que el Chevrolet robado saliera del desierto de Nevada para entrar en Las Vegas, la larga marcha tocó a su fin. Pero no antes de que Perry se presentara en la oficina de correos de Las Vegas a reclamar un paquete enviado a su nombre. Era la enorme caja de cartón que se había enviado él mismo desde México, asegurándola en cien dólares, suma que superaba absurdamente el valor de su contenido: caquis, tejanos, camisas usadas, ropa interior y dos pares de botas con reborde de acero. Afuera, Dick, que aguardaba a que Perry saliera, estaba de excelente humor; había tomado una decisión que, ciertamente, iba a poner fin a sus actuales dificultades financieras, colocándolo en una nueva senda, ante un arco iris distinto.

La decisión consistía en hacerse pasar por un oficial de las fuerzas aéreas. Era un proyecto que le fascinaba desde hacía tiempo y Las Vegas era el lugar ideal para ponerlo en práctica. Había elegido ya el nombre y grado del oficial, el primero tomado de un antiguo conocido suyo: el alcaide de la Penitenciaria del Estado de Kansas Tracy Hand. Dick quería, vistiendo el cuidado uniforme del capitán Tracy Hand, «dar una batida a la Strip», o sea a la calle de los casinos de Las Vegas abiertos toda la noche. Los grandes, los pequeños, el Sands, el Stardust. Pensaba recorrerlos todos, distribuyendo en su ruta «un puñado de confetti». Firmando cheques falsos sin parar pensaba hacerse con tres o quizás cuatro mil dólares en veinticuatro horas. Eso era la mitad del plan. La otra mitad era: «Adiós, Perry.»

Dick estaba hasta la coronilla de él: de su armónica, de sus males y dolencias, de sus supersticiones, de sus ojos lacrimosos y femeninos, de su voz regañona y susurrante.


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