OP
pilou12
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125
Contemplando la galería de caras de los clientes en el acto de engullir la comida del mediodía (hombres de negocio de carne fofa y gente del campo de complexión ruda y piel bronceada por el sol), Dewey vio a algunos conocidos: al forense del distrito, doctor Fenton, al gerente del Warren, a Tom Maham, a Harrison Smith, que se había presentado el año anterior a las elecciones para procurador del distrito y había sido derrotado por Duane West, y también a Herbert W. Clutter, propietario de la finca River Valley y alumno de la clase dominical de Dewey. ¡Un momento! ¿Pero Herb Clutter no estaba muerto? Pero ¿no había Dewey asistido a su funeral? Sin embargo, allí estaba, sentado a la mesa redonda en un rincón del Trail Room, con aquellos ojos pardos suyos llenos de vida, su mandíbula cuadrada y su saludable aspecto de siempre, en nada alterado por la muerte. Pero Herb no estaba solo. Con él compartían la mesa dos jovenzuelos y Dewey, al reconocerlos, dio un codazo al agente Duntz:
-¡Mira! -¿Dónde?
-En aquel rincón. -¡Que me aspen!
¡Hickock y Smith! Pero el reconocimiento, el encontronazo de las miradas fue mutuo. Los jovenzuelos olieron el peligro. Con los pies por delante se lanzaron contra el escaparate de cristal del Trail Room, y a través de él, con Duntz y Dewey brincando detrás, se lanzaron a toda velocidad a lo largo de la calle Mayor, pasando por delante de la Joyería Palmer, de la Droguería Morris, del Café Garden. Luego dieron la vuelta a la esquina precipitándose hacia la estación y dedicándose a un frenético juego de escondite, entrando y saliendo por entre un bosque de torres de grano blancas. Dewey sacó la pistola y Duntz le imitó, pero cuando apuntaban, intervino lo sobrenatural. Brusca, misteriosa, incomprensiblemente (¡era como un sueño!) todos nadaban: perseguidos y perseguidores daban brazadas allí en la espantosa extensión de agua que la Cámara de Comercio de Garden City proclama como «La mayor piscina gratuita del mundo». Mientras los detectives avanzaban hacia su presa, una vez más (¿cómo pudo suceder?, ¿podría estar soñando?), la escena se desvaneció y reapareció en otro paisaje: aquella isla gris verdosa de tumbas y árboles y senderos de flores, oasis tranquilo, frondoso, lleno de murmullos, que se extiende como fresca nube sombreando los luminosos trigales, al norte de la ciudad.
Pero ahora Duntz había desaparecido y Dewey estaba solo con los hombres perseguidos. A pesar de que no podía verlos, tenía la certeza de que se escondían entre los muertos, allí, acurrucados tras una lápida, quizá tras la lápida de su propio padre: «Alvin Adams Dewey, 6 setiembre 1879 - 26 junio 1948.» Pistola en mano, avanzó por entre las solemnes avenidas, oyendo risas y dejándose guiar por ellas, hasta darse cuenta de que ni Hickock ni Smith se escondían, sino que montaban a horcajadas sobre la fosa todavía sin lápida de Herb y Bonnie y Nancy y Kenyon, con las piernas separadas, las manos en la cadera, las cabezas echadas atrás, riéndose a carcajadas. Dewey disparó... y disparó... y disparó... Ninguno de los dos caía a pesar de que a cada uno le había dado tres veces en el corazón. Sino que, poco a poco, se fueron haciendo transparentes, gradualmente invisibles, hasta evaporarse. Pero las carcajadas seguían oyéndose y Dewey no tuvo más remedio que someterse, ceder, huir de ellas, lleno de una desesperación intensa, que le despertó.
Al despertar del sueño parecía un niño de diez años, febril y aterrado. Tenía el pelo húmedo, la camisa empapada, fría y pegada al cuerpo. La estancia, una de las habitaciones del despacho del sheriff donde se había encerrado con llave antes de caer dormido en la mesa, estaba a oscuras. Si escuchaba con atención, podía oír el teléfono de la señora Richardson que sonaba en la habitación contigua. Pero ella no se encontraba allí para contestar, la oficina estaba ya cerrada. Cuando iba a salir, pasó con decidida indiferencia junto al teléfono que seguía sonando, pero luego dudó. Podía ser Marie para preguntarle si todavía estaba trabajando y si tenía que esperarle a cenar.
-El señor A. A. Dewey, tenga la bondad. Le llaman de Kansas City.
A sangre fria - Truman Capote
Contemplando la galería de caras de los clientes en el acto de engullir la comida del mediodía (hombres de negocio de carne fofa y gente del campo de complexión ruda y piel bronceada por el sol), Dewey vio a algunos conocidos: al forense del distrito, doctor Fenton, al gerente del Warren, a Tom Maham, a Harrison Smith, que se había presentado el año anterior a las elecciones para procurador del distrito y había sido derrotado por Duane West, y también a Herbert W. Clutter, propietario de la finca River Valley y alumno de la clase dominical de Dewey. ¡Un momento! ¿Pero Herb Clutter no estaba muerto? Pero ¿no había Dewey asistido a su funeral? Sin embargo, allí estaba, sentado a la mesa redonda en un rincón del Trail Room, con aquellos ojos pardos suyos llenos de vida, su mandíbula cuadrada y su saludable aspecto de siempre, en nada alterado por la muerte. Pero Herb no estaba solo. Con él compartían la mesa dos jovenzuelos y Dewey, al reconocerlos, dio un codazo al agente Duntz:
-¡Mira! -¿Dónde?
-En aquel rincón. -¡Que me aspen!
¡Hickock y Smith! Pero el reconocimiento, el encontronazo de las miradas fue mutuo. Los jovenzuelos olieron el peligro. Con los pies por delante se lanzaron contra el escaparate de cristal del Trail Room, y a través de él, con Duntz y Dewey brincando detrás, se lanzaron a toda velocidad a lo largo de la calle Mayor, pasando por delante de la Joyería Palmer, de la Droguería Morris, del Café Garden. Luego dieron la vuelta a la esquina precipitándose hacia la estación y dedicándose a un frenético juego de escondite, entrando y saliendo por entre un bosque de torres de grano blancas. Dewey sacó la pistola y Duntz le imitó, pero cuando apuntaban, intervino lo sobrenatural. Brusca, misteriosa, incomprensiblemente (¡era como un sueño!) todos nadaban: perseguidos y perseguidores daban brazadas allí en la espantosa extensión de agua que la Cámara de Comercio de Garden City proclama como «La mayor piscina gratuita del mundo». Mientras los detectives avanzaban hacia su presa, una vez más (¿cómo pudo suceder?, ¿podría estar soñando?), la escena se desvaneció y reapareció en otro paisaje: aquella isla gris verdosa de tumbas y árboles y senderos de flores, oasis tranquilo, frondoso, lleno de murmullos, que se extiende como fresca nube sombreando los luminosos trigales, al norte de la ciudad.
Pero ahora Duntz había desaparecido y Dewey estaba solo con los hombres perseguidos. A pesar de que no podía verlos, tenía la certeza de que se escondían entre los muertos, allí, acurrucados tras una lápida, quizá tras la lápida de su propio padre: «Alvin Adams Dewey, 6 setiembre 1879 - 26 junio 1948.» Pistola en mano, avanzó por entre las solemnes avenidas, oyendo risas y dejándose guiar por ellas, hasta darse cuenta de que ni Hickock ni Smith se escondían, sino que montaban a horcajadas sobre la fosa todavía sin lápida de Herb y Bonnie y Nancy y Kenyon, con las piernas separadas, las manos en la cadera, las cabezas echadas atrás, riéndose a carcajadas. Dewey disparó... y disparó... y disparó... Ninguno de los dos caía a pesar de que a cada uno le había dado tres veces en el corazón. Sino que, poco a poco, se fueron haciendo transparentes, gradualmente invisibles, hasta evaporarse. Pero las carcajadas seguían oyéndose y Dewey no tuvo más remedio que someterse, ceder, huir de ellas, lleno de una desesperación intensa, que le despertó.
Al despertar del sueño parecía un niño de diez años, febril y aterrado. Tenía el pelo húmedo, la camisa empapada, fría y pegada al cuerpo. La estancia, una de las habitaciones del despacho del sheriff donde se había encerrado con llave antes de caer dormido en la mesa, estaba a oscuras. Si escuchaba con atención, podía oír el teléfono de la señora Richardson que sonaba en la habitación contigua. Pero ella no se encontraba allí para contestar, la oficina estaba ya cerrada. Cuando iba a salir, pasó con decidida indiferencia junto al teléfono que seguía sonando, pero luego dudó. Podía ser Marie para preguntarle si todavía estaba trabajando y si tenía que esperarle a cenar.
-El señor A. A. Dewey, tenga la bondad. Le llaman de Kansas City.
A sangre fria - Truman Capote