Miedos y fobias

Os vais a reír, pero... me dan mucho repelús los pies :confused:. No me gustan nada, ni de peques ni de adultos, no me gustan ni los míos, me dan grima, así que imaginaos cuando llega el verano y la gente comienza a ir en sandalias y chanclas... Yo siempre los llevo escondiditos en bailarinas o playeros.
Tampoco, ya lo habéis mencionado, me gustan los agobios de gente. Estas navidades estuve en Madrid y la zona de la Almudena era brutal, abarrotada hasta la bandera. Soy de una ciudad pequeña y aquello comenzó a ponerme nerviosa. Me dieron mareos, se me cortó la respiración y no sabía en qué calle meterme para sobrevivir a la avalancha de gente. Al final cuando salí del tumulto casi beso el suelo.
Y los médicos también, pienso que me van a descubrir algo malo y me sube la tensión por las nubes.
 
Me aterran las mariposas y ya las que no puedo ni ver ni en foto ni en dibujo son las polillas esas triangulares que van a la luz, es indescriptible lo que me provocan, una vez vi una posada en el portal de mi casa del tamaño de mi mano y o exagero, casi me dio un patatús.
 
Los espacios cerrados son mi talón de Aquiles. Cuevas y espacios subterráneos me dan también yuyu.

En un tranvía abarrotado de una ciudad turística me creí morir. No podía bajarme, hacía un calor de la leche, sudando, canícula a tope de power + sardinas enlatadas hablando en guiri, me iba a dar un parraque interesante.

El miedo de mi vida es ir en metro y que se quede parado tela de tiempo... A alguien le ha pasado alguna vez?? Offuu que angustiaaa
 
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EN PRIMERA PERSONA
Sufro ataques de ansiedad crónicos porque hace 13 años no los traté a tiempo
Echo de menos a la persona que yo era antes de los ataques


  • PILAR C. 5 JUN 2017 - 08:06 CEST


    Si alguien escribiese mi biografía, tendría dos partes muy diferenciadas.

    La primera abarcaría hasta mis 32 años y carecería de grandes sobresaltos. Contaría la infancia de una chica de provincias con bastantes amigas en el colegio. Que se pondría especialmente nerviosa al salir a la pizarra, sí, pero bastante sociable.
Luego, esa primera parte narraría la adolescencia de una chica que prefería ir de excursión con sus amigos antes que salir por las noches. Que se pondría especialmente nerviosa al hablar con los chicos, sí, pero con las relaciones típicas para su edad.

Y, por último, esa primera parte contaría la historia de una mujer con un trabajo estable: el de cuidar a las niñas de una familia. Y, en el plano más personal, se hablaría de que estaba a punto de marcharse a vivir con su pareja de aquel entonces. Que igual se tomaba demasiado en serio ciertas cosas, sí, pero nada del otro mundo.

Hasta que llegó aquel día del mes de mayo de 2004.

Ese día empezaría la segunda parte de mi biografía: de vacaciones, viendo la televisión y sentada al lado de mi expareja. Justo en ese momento, envuelta en tanta tranquilidad, mi corazón empezó a latir desbocado.

Me marché al dormitorio, me tumbé en la cama y me dije: "Tranquila, Pilar, relájate, que todo esto pasará". Pero mi corazón seguía pensando por su cuenta.

Mi expareja y una amiga me condujeron hasta el centro de salud, donde me rodearon los médicos: en ningún otro lugar del mundo habría podido sentirme más segura. Pero mi corazón seguía sin atender a razones.

Del trayecto desde el centro de salud al hospital más cercano, recuerdo especialmente un detalle: en la UVI móvil, los médicos colocaron disimuladamente un desfibrilador al alcance de su mano y giraron los monitores para que yo no pudiera ver mi ritmo cardíaco.

Aquel día sufrí el primer ataque de ansiedad de mi vida. Y, aunque logré reponerme, me pidieron que descansara durante una temporada. No lo hice. Pensé que se trataría de una cosa puntual, que no tendría mayor repercusión.

Y ahora arrastro trece años de ataques continuos. Con mayor o menor intensidad, pero continuos.

Resulta bastante complicado describir un ataque. En mi caso, quizás sea como un alud de nieve. Empiezas a notar los primeros síntomas y ya no hay refugio que valga.

En el momento en el que me ocurren los ataques -y puede ser en cualquier momento, especialmente en los lugares con mucha gente-, todo se suspende. Trato de ser consciente de mi propia situación e intento cambiar el rumbo de mis pensamientos, pero entonces no existe nada más que ese presente angustioso.

La reacción de quienes te rodean despierta más preocupación. Suena paradójico, pero empiezas a tener miedo al miedo, y el ataque cobra la fuerza de cien tornados.

Por mucho que lo intentes, ya no estás en tu cuerpo. Esta es una sensación que se conoce como "despersonalización". Y es uno de los trece síntomas -junto a los ahogos, la taquicardia, el temor a la muerte o los hormigueos, entre otros-, que suelen estar presentes en los ataques de ansiedad.

Durante todo este tiempo, no he dejado de preguntarme si volveré a ser la de antes. Mi mente ha luchado sin tregua para retornar a la primera parte de mi biografía. Pero no ha habido manera.

Ahora, si voy a una playa, alguien tiene que acompañarme hasta la orilla. Si voy a un centro comercial y pierdo de vista por un instante a quien me acompaña, siento el desamparo de una niña. E incluso, aunque no me gustaba mucho salir de noche, envidio a las personas que salen de fiesta.

Si una persona se cruzase conmigo, podría reconocerme porque siempre tengo las manos ocupadas. Ya sea con piedras o con abanicos. Estos trucos me permiten sentirme como si alguien me llevara de la mano.

Como esta, he desarrollado otras estrategias que me hacen sentir más tranquila. Por ejemplo, siempre llevo una bolsa para respirar en ella si siento la proximidad de un ataque. Llevar una bolsa no le sirve a todo el mundo que padece ataques de ansiedad, pero a mí me genera tranquilidad.

Al fin y al cabo, cada persona con ansiedad debe hallar su propia receta. En mi caso, procuro mantenerme alejada de actividades estresantes. Y también me relaja pasear por lugares tranquilos, contemplar el mar y escuchar los Nocturnos de Chopin.

Pero llega un momento en que todas estas herramientas no sirven de nada: los ataques, en mi caso, siempre regresan implacables.

Mucha gente sufre ataques de ansiedad. Según un estudio publicado por la Sociedad Internacional de trastornos afectivos, más del 10% de la población adulta en España los ha sufrido.

Según explican los expertos, hay factores personales y ambientales que influyen en que una persona los padezca. Por ejemplo, son más vulnerables las personas más perfeccionistas o nerviosas o quienes pasan mucho tiempo pensando en las reacciones fisiológicas de su cuerpo. Del mismo modo, los períodos de estrés son especialmente proclives a los ataques. En realidad, nadie está a salvo de ellos.

Sin embargo, en pocos casos, como en el mío, llegan a cronificarse.

Ocurre a veces que, con la misma rapidez con la que irrumpieron, los ataques se marchan. Pero yo tardé demasiado tiempo en darles la importancia que se merecían. Una intervención temprana habría mejorado las cosas. Al no abordar el problema adecuadamente, fueron surgiendo otros problemas aparejados, como la somatización, la depresión o la agorafobia.

La agorafobia me ha mantenido encerrada en casa durante algunas épocas. Por suerte, la ayuda de mi hermana y la de la amiga que me acompañó al hospital en mi primer ataque, han sido mi salvavidas. Ellas siempre han estado a mi lado, aunque solo fuera para acompañarme hasta el rellano de mi escalera porque no me atrevía a caminar más lejos.

En estas condiciones, cuesta conocer gente. Cada vez que hablo con alguien, siento la amenaza de que me sobrevenga un nuevo ataque. Me he convertido en una persona huidiza, así que me aferré con fuerza a quienes ya conocía. En mi situación crees que, sin ellos, ya nunca conocerás a nadie más y acabarás sola.

Y eso nos convierte en personas especialmente vulnerables. En el caso de mi expareja, con quien incluso llegué a casarme, no me sentí tan acompañada como esperaba. Es cierto que mis ataques alteraron nuestra vida en pareja. No lo escondo. En una ocasión, tuve que salir corriendo de un restaurante, a mitad de la cena, para esconderme en nuestro coche.

Pero eso no justifica los reproches que me dedicaba. "Siempre lo mismo", me decía. "Estás siempre drogada", me recordaba, a propósito de los seis fármacos diarios que, por ejemplo, tomo en la actualidad.

El efecto de estas palabras puede ser catastrófico en personas con trastornos mentales. Qué poco se habla nuestra vulnerabilidad, de la posición tan débil que normalmente ocupamos en las relaciones de poder.

Por si las frases de mi expareja no fueran lo suficientemente dolorosas, tanta medicación transforma el aspecto de nuestros cuerpos. En estas condiciones, nuestra autoestima apenas puede sostenerse en pie.

Llega un momento en que cada ataque es una lucha atroz entre el cuerpo y la mente. Y, después de sufrirlos, me encuentro tremendamente desgastada, arrasada. En los peores momentos de mi vida me ha costado mantener los pensamientos suicidas alejados de mi cabeza. La tentación está siempre ahí, en los frascos de pastillas. Pero, aunque los he tenido presentes, nunca he permitido que esos pensamientos se impongan.

Y más allá de nuestras relaciones personales, en la esfera social, nos golpea el estigma. A mí me duele cada vez que escucho la palabra "loca". Es una etiqueta estéril e hiriente que desdeña las profundas razones de nuestros trastornos.

Tras mi segundo ataque de ansiedad, perdí mi empleo como cuidadora de aquellas niñas. Y, a partir de entonces, siempre me dio miedo reconocerlo en el trabajo. Si pedía consejo, la gente me respondía: "No lo cuentes, no te la juegues".

La situación más paradójica se produjo cuando trabajé, durante ocho meses, en un psiquiátrico. Pese a que el personal estaba más familiarizado con los trastornos mentales, ni siquiera ahí encontré la confianza necesaria para contarlo.

Es cierto que no me ocupé a tiempo de mi trastorno, pero también lo es que las herramientas de la salud pública aún son precarias. En los centros de salud no hay psicólogos de cabecera. Y, cuando te derivan a los especialistas, las consultas están demasiado espaciadas como para resolver eficazmente los problemas.

Probé en un par de ocasiones con psicólogos privados. En la primera ocasión, no me curaron la ansiedad, aunque sí el miedo a las tormentas que atravesaba entonces. En la segunda, no me sentí cómoda, y acabé dejando la terapia bastante pronto.

En los últimos tiempos, mi gran descubrimiento y esperanza han sido las asociaciones como Amtaes, un ejemplo de ayuda mutua entre afectados. Gracias a ellas he logrado romper las barreras que me impedían conocer gente. Ahí he encontrado comprensión. E incluso he encontrado pareja: ahora mantengo relaciones con un fóbico social.

Es bonito sentir que la alegría se abre terreno incluso en los terrenos más áridos. Los dos nos compenetramos bien. Él me aporta la serenidad que tanto necesito. Y, según me dice, en mi compañía él puede expresarse mejor en determinados contextos.

Ahora tengo 45 años y ya han pasado 13 desde que empezaron los ataques y mi vida dio un vuelco. Ni un solo día de mi vida he dejado de luchar por aceptar mi situación, por encontrar las herramientas que hagan más llevadera mi existencia. Y creo que he avanzado mucho.

Pero tampoco ha pasado un solo día, en los últimos trece años, en los que me haya preguntado si volveré a ser esa chica apacible, sociable y ligeramente nerviosa que describía al principio del artículo.

Texto redactado por Álvaro Llorca a partir de entrevistas con Pilar C.

https://verne.elpais.com/verne/2017/05/30/articulo/1496160475_237715.html

 
A los ratones, es que tiemblo, grito y me subo a la silla, no lo entiendo pero es mas fuerte que yo. Hasta tengo pesadillas con ellos. Las ratas tambien me dan pánico pero los ratones mas.
Lo mio con las ratas es más asco que miedo, no las puedo ni ver. Más miedo me da que me peguen alguna enfermedad y me alejo de ellas lo más rápido posible.
 
¡Hola! No había visto este hilo
Os enumero solo mis fobias:
-Fobia a tener cáncer, es una enfermedad que me aterra. En general tengo fobia a lo médico pero esto a lo que más.
-Fobia a hablar por teléfono, es superior a mí y condiciona mucho mi vida.
-Fobia a los reptiles, no puedo ni con las tortugas.
-Fobia a bajar escaleras mecánicas, esta sí que la llevo mejor.
 
Yo soy hipocondriaca así que tengo fobia a todas las enfermedades,fobia brutal a las avispas veo una y me pongo a gritar a saltar a correr y a hacer el ridículo básicamente... hasta el punto de que tengo que decir que soy alérgica a la picadura (mentira)para que no me tomen x loca pero es supieror a mi
 
Yo soy hipocondriaca así que tengo fobia a todas las enfermedades,fobia brutal a las avispas veo una y me pongo a gritar a saltar a correr y a hacer el ridículo básicamente... hasta el punto de que tengo que decir que soy alérgica a la picadura (mentira)para que no me tomen x loca pero es supieror a mi
Te entiendo perfectamente porque a mí me pasa parecido, es una manera de disimular la fobia y que no nos tomen por locas.
 
Tripofobia. Y si no sabeis lo que es no lo busqueis en google porque las imagenes son... :dead:. No es miedo es... desazon, es que me pica como si me diera alergia.

(es fobia a los agujeros, a ver, no a los socavones, a agujeros pequeños y juntos, creando una especie de patron, y no cuento más que me pongo mala).

También megalofobia, que es miedo a las cosas grandes, en mi caso especialmente lugares monumentales, pero es una fobia pequeña porque la controlo completamente, ahora si sueño con eso, es que es autentico terror.
 
¡Hola estimados/as cotillas! Abro este hilo para compartir nuestras experiencias acerca de nuestros miedos y fobias en general: ¿Cómo sobrellevamos el tema? ¿Lo hemos superado? ¿Cómo nos sentimos respecto a ello?
Espero que realmente nos podamos dar apoyo entre nosotros y expresarnos libremente sin temor a ser juzgados por nuestros miedos o fobias.
Disculpen si ya hay un tema sobre esto, de ser así por favor informarme.
Saludos
 
Buenos pues empiezo... En mi caso le tengo miedo a los cohetes y explosivos, anteriormente en mi miedo también entraban los globos pero por ahora ya los tolero aunque tampoco me atrevo a explotar uno.
Respecto a los cohetes, estos son los que con más frecuencia me topo y que más me han limitado ya que llegó un punto en mi vida en la que cada vez que salía pensaba si a donde iba había cerca una iglesia que estuviera de fiesta(n) ya que en donde vivo hay muchas fiestas patronales todo el año.
Anteriormente el simple hecho de mencionar mi miedo me hacía llorar amargamente pero he estado recibiendo ayuda psicológica y ahora puedo mencionarlo sin llorar (aunque a veces se me escapan unas cuantas lagrimitas pero ya no es como antes) de hecho quiero llorar al escribir esto pero me estoy aguantando.
Por supuesto que muchas veces me he sentido incomprendida, frustrada por no superarlo de una vez por todas e incluso cobarde por taparme los oídos cada vez que hay cohetes o petardos.
Tengo que admitir que he mejorado desde que decidí acudir con un psicólogo pero aún le tengo miedo a escuchar el sonido, ya sé que de la noche a la mañana no me podré quitar un miedo que tenido toda mi vida, hasta donde yo recuerdo, pero si me desespera la situación.
Aclaro que yo considero que lo mío es un miedo todavía y no una fobia, afortunadamente.
¿Alguno de ustedes tiene o tuvo un miedo similar? De haberlo superado ¿Cuál fue su proceso?

Muchas gracias por leer mi mensaje, en serio que necesitaba "desahogarme".
 

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